20 enero 2020

¿La realidad está ahí afuera? David Roas





 ¿La realidad está ahí afuera?


David Roas



La inmensa mayoría de las teorías sobre lo fantástico define dicha categoría a partir de la confrontación entre dos instancias fundamentales: lo real y lo imposible (o sus sinónimos: sobrenatural, irreal, anormal, etc.). Basta revisar algunas de las primeras aproximaciones teóricas a lo fantástico: así, Castex señala que éste «se caractérise [...] par une intrusion brutale du mystère dans le cadre de la vie réelle»; por su parte Caillois afirma que lo fantástico «manifiesta un escándalo, una rajadura, una irrupción insólita, casi insoportable, en el mundo real»; y para Vax, por citar a otro de los teóricos ‘clásicos’, la narración fantástica «se deleita en presentarnos a hombres como nosotros en presencia de lo inexplicable, pero dentro de nuestro mundo real», a lo que añade que «Lo fantástico se nutre de los conflictos entre lo real y lo imposible». Una visión de lo fantástico que se reproduce después en los trabajos de Todorov, Barrenechea, Bessière, Finné, Campra, Cersowsky, Reisz, Bozzetto, Ceserani, etc.


Así pues, la convivencia conflictiva de lo posible y lo imposible define a lo fantástico y lo distingue de categorías cercanas, como lo maravilloso o la ciencia ficción, en las que ese conflicto no se produce. Pero ¿cómo identificamos un fenómeno como imposible? Evidentemente, comparándolo con la concepción que tenemos de lo real: lo imposible es aquello que no puede ser, que no puede ocurrir, que es inexplicable según dicha concepción. Ello determina una de las condiciones esenciales de funcionamiento de las obras fantásticas: los acontecimientos deben desarrollarse en un mundo como el nuestro, es decir, construido en función de la idea que tenemos de lo real. 


Pero al mismo tiempo eso nos obliga inevitablemente a reflexionar sobre la idea de realidad que estamos manejando, aspecto todavía descuidado por la mayoría de aproximaciones teóricas a lo fantástico. Algo que sorprende cuando resulta evidente que uno de los conceptos más cuestionados en las últimas décadas es la noción de realidad: son múltiples las revisiones o redefiniciones de dicha noción que se han postulado desde disciplinas tan diversas como la física, la neurobiología, la filosofía, la teoría de la literatura o la teoría de la comunicación.


La narrativa posmoderna y lo real.


La ciencia, la filosofía y la tecnología postulan nuevas condiciones en nuestro trato con la realidad. Y, como señala Calinescu, tales cambios «no pueden ocurrir sin analogías al nivel de la conciencia estética». La narrativa posmoderna supone una perfecta transposición de estas nuevas ideas, manifestadas en su cuestionamiento de la capacidad referencial del lenguaje y la literatura. Coincide así con la visión postestructuralista de la realidad, resumida en la idea de que ésta es una construcción artificial de la razón: en lugar de explicar la realidad de un modo objetivo, la razón elabora modelos culturales ideales que superpone a un mundo que se considera indescifrable. Ello implica la asunción de que no existe una realidad que pueda validar las hipótesis. De ese modo, y engarzando con las tesis científicas y filosóficas antes expuestas, la realidad es vista como un compuesto de constructos tan ficcionales como la propia literatura. Lo que se traduce en la disolución de la dicotomía realidad/ficción.


En el mundo posmoderno no hay realidad, sino —como dice Baudrillard— un simulacro, una suerte de realidad virtual creada por los medios de comunicación que suplanta o simula ser la realidad. Frente a lo real, tenemos el simulacro, que es autorreferencial: los simulacros son copias que no tienen originales o cuyos originales se han perdido.


Así, la narrativa posmoderna rechaza el contrato mimético (cuyo punto de referencia es la realidad) y se manifiesta como una entidad autosuficiente que no requiere la confirmación de un mundo exterior («real») para existir y funcionar. Por eso se pregunta Calinescu: «¿puede la literatura ser otra cosa que autorreferencial, dada la actual duda epistemológicamente radical y los modos en los que esta duda afecta al status de la representación?, ¿se puede decir que la literatura es una ‘representación de la realidad’ cuando la propia realidad resulta ser enteramente tornasolada de ficción?, ¿en qué sentido se diferencia la construcción de la realidad de la construcción de la mera posibilidad?».


La obra literaria se contempla entonces como un experimento verbal sin ninguna relación con la realidad exterior al universo lingüístico. Dicho de otro modo, no se remite a la realidad, sino que se basa en su propia ficcionalidad. ¿Puede concebirse, entonces, en el seno de la literatura posmoderna, la existencia de una categoría como lo fantástico que se define por oposición a una noción de realidad extratextual?


Lo fantástico ante los nuevos paradigmas de realidad.


Vuelvo a la definición expuesta al principio: lo fantástico se define y distingue por proponer un conflicto entre lo real y lo imposible. Y lo esencial para que dicho conflicto genere un efecto fantástico no es la vacilación o la incertidumbre sobre las que muchos teóricos (desde el ensayo de Todorov) siguen insistiendo, sino la inexplicabilidad del fenómeno. Y dicha inexplicabilidad no se determina exclusivamente en el ámbito intratextual sino que involucra al propio lector. Porque la narrativa fantástica, conviene insistir en ello, mantiene desde sus orígenes un constante debate con lo real extratextual: su objetivo primordial ha sido y es reflexionar sobre la realidad y sus límites, sobre nuestro conocimiento de ésta y sobre la validez de las herramientas que hemos desarrollado para comprenderla y representarla. Bioy Casares resume perfectamente esta cuestión: «Al borde de las cosas que no comprendemos del todo, inventamos relatos fantásticos para aventurar hipótesis o para compartir con otros los vértigos de nuestra perplejidad». Ello determina que el mundo construido en los relatos fantásticos es siempre un reflejo de la realidad en la que habita el lector. La irrupción de lo imposible en ese marco familiar supone una transgresión del paradigma de lo real vigente en el mundo extratextual. Y, unido a ello, un inevitable efecto de inquietud ante la incapacidad de concebir la coexistencia de lo posible y lo imposible.


Por eso no estoy de acuerdo con las definiciones inmanentistas que postulan que lo fantástico surgiría simplemente del conflicto en el interior del texto entre dos códigos diferentes de realidad: 


no es para el lector —afirma erróneamente Morales— para quien [el fenómeno] debe ser inverosímil (que no se asemeje a la verdad de cómo funcionan las cosas) e increíble (imposible de aceptar dentro del marco pre-establecido como existente) [...]; es para una instancia textual (narrador o personajes) que, en un momento dado del texto, termina por reconocer lo ilegal de lo sucedido [...] Lo fantástico entonces no debería definirse en relación con las leyes del mundo ni con el estatus de realidad que se le conceda a la aparición del fenómeno anómalo en un marco determinado de convenciones empíricas, fenomenológicas o culturales, sino por la relación de efectos codificados dentro del texto que testimonien que dos órdenes excluyentes de realidad han entrado en contacto.


Si nos atenemos literalmente a esa concepción inmanentista, cualquier conflicto entre dos órdenes, cualquier transgresión de una «legalidad» instaurada en el texto (ya sea física, religiosa, moral...) podría ser calificada como fantástica. ¿Pero esa transgresión tiene el mismo significado y efecto que la que articula relatos como «El gato negro», de Poe, «¿Quién sabe?», de Maupassant, o «El libro de arena», de Borges? Esa definición inmanentista olvida que los recursos estructurales y temáticos que se emplean en la construcción de las narraciones fantásticas buscan implicar al lector en el texto por dos vías esenciales:


1) los diversos recursos formales empleados para construir el mundo del texto orientan la cooperación interpretativa del lector para que asuma que la realidad intratextual es semejante a la suya. Un mundo que reconoce y donde se reconoce. Un proceso que se inauguró con Hoffmann (sustituyó los mundos exóticos y lejanos de la narrativa gótica por la realidad cotidiana del lector) y que no ha cesado de intensificarse.

2) y, lo que es más importante, la integración del lector en el texto implica una correspondencia entre su idea de realidad y la idea de realidad creada intratextualmente. Eso le lleva a evaluar la irrupción de lo imposible desde sus propios códigos de realidad. Sin olvidar que los fenómenos que encarnan esa transgresión tocan resortes inconscientes en el lector ligados también al conflicto con lo imposible y que intensifican su efecto inquietante: como afirma Freud en «Das Unheimliche», la literatura fantástica saca a la luz de la conciencia realidades, hechos y deseos que no pueden manifestarse directamente porque representan algo prohibido que la mente ha reprimido o porque no encajan en los esquemas mentales al uso y, por tanto, no son factibles de ser racionalizados. Y lo hace del único modo posible, por vía del pensamiento mítico, encarnando en figuras ambiguas todo aquello que en cada época o período histórico se considera imposible (o monstruoso). 


En conclusión, lo fantástico conlleva siempre una proyección hacia el mundo del lector, pues exige una cooperación y, al mismo tiempo, un envolvimiento del lector en el universo narrativo. No obstante, todo esto no implica una concepción estática de lo fantástico, pues éste evoluciona al ritmo en que se modifica la relación entre el ser humano y la realidad. Ello explica que mientras los escritores del siglo XIX (y también algunos del XX, como Machen o Lovecraft) escribían relatos fantásticos para proponer excepciones a las leyes físicas del mundo, que se consideraban fijas y rigurosas, los autores del siglo XX (y del XXI), una vez sustituida la idea de un nivel absoluto de realidad por una visión de ésta como construcción sociocultural, escriben relatos fantásticos para desmentir los esquemas de interpretación de la realidad y el yo. Como advierte Roberto Reis, «o fantástico produz uma ruptura, ao pôr em cheque os precários contornos do real cultural e ideológicamente establecido».


Lo fantástico está, por tanto, en estrecha relación con las teorías sobre el conocimiento y con las creencias de una época, como ya advirtieran Bessière, Campra o Reisz. Y no sólo eso, sino que el «coeficiente de irrealidad» de una obra —utilizo el término propuesto por Rachel Bouvet—, y su correspondiente efecto fantástico, están también en función del contexto de recepción, y no sólo de la intención del autor. 


De ese modo, la experiencia colectiva de la realidad mediatiza la respuesta del lector: percibimos la presencia de lo imposible como una transgresión de nuestro horizonte de expectativas respecto a lo real, en el que no sólo están implicados los presupuestos científicos y filosóficos antes descritos, sino también lo que en otro trabajo he denominado «regularidades», es decir, las «certidumbres preconstruidas» que establecemos en nuestro trato diario con lo real y mediante las cuales codificamos lo posible y lo imposible. Como se hace evidente, por tanto, el relato fantástico descansa sobre la problematización de esa visión convencional, arbitraria y compartida de lo real. La poética de la ficción fantástica no sólo exige la coexistencia de lo posible y lo imposible dentro del mundo ficcional, sino también (y por encima de todo) el cuestionamiento de dicha coexistencia, tanto dentro como fuera del texto.


De ello se deduce que la tematización del conflicto resulta esencial: la problematización del fenómeno es lo que determina, en suma, su fantasticidad. El concepto de multiverso, antes comentado, me permite argumentar esta afirmación. En una escena de la novela de Fredric Brown, Universo de locos (1949), el protagonista afirma lo siguiente: «Si hay un número infinito de universos, entonces todas las posibles combinaciones deben existir. Entonces, en algún lugar, todo debe tener existencia real. Quiero decir que sería imposible escribir una historia fantástica porque por muy extraña que fuera eso mismo tiene que estar sucediendo en algún lugar». El personaje, evidentemente, anda errado: lo fantástico se producirá siempre que los códigos de realidad del mundo en que habitamos sean puestos en entredicho. Qué más da que exista un universo en el que los seres puedan duplicarse, vomitar conejitos o poseer libros infinitos. Sólo cuando tales fenómenos irrumpan en nuestro universo y, por tanto, subviertan nuestros códigos de realidad, se producirá lo fantástico.


Por eso en aquellas historias en las que el contacto entre dimensiones paralelas es posibilitado por las condiciones de realidad con las que se construye el mundo del texto, lo fantástico tampoco se produce. Así puede verse en la novela de Asimov Los propios dioses (1972). Ambientada en el año 2070, narra, entre otras cosas, los intercambios que se producen entre la Tierra y los habitantes de un universo paralelo con leyes físicas diferentes, gracias a la tecnología del momento. Por tanto, nunca se problematiza el contacto. Lo fantástico, como decía antes, exige la presencia de un conflicto que debe ser evaluado tanto en el interior del texto como en relación al mundo extratextual. Como afirma Jackson, lo fantástico recombina e invierte lo real, pero no escapa de éste, sino que establece con él una relación simbiótica o parasitaria.


Alazraki y otros teóricos de lo mal llamado «neofantástico» se propusieron ir más allá de esta concepción, al postular que dicho género no descansa sobre una representación causal de la realidad, sino que, aunque a veces parezca que supone una ruptura de la lógica real, lo que en verdad persigue es una ampliación de las posibilidades de la realidad. O, como dice Nandorfy, una «realidad enriquecida por la diferencia», que eliminaría la visión de lo fantástico como «alteridad negativa» de lo real: «Aunque las dicotomías sigan dando forma a  nuestras percepciones, ahora se contemplan como implicadas en la expansión de la imaginación; ya no la restringen obligando a escoger entre verdad e ilusión, tal como dictaba el enfoque absolutista».


Claro que, definido desde esta perspectiva, ¿cómo distinguimos lo fantástico actual de otras manifestaciones como la literatura surrealista, que plantea una relativización y una ampliación del concepto de realidad mediante la inclusión de estados mentales inconscientes (el sueño, la libre asociación de ideas o la locura) en un mismo plano de realidad que los productos del estado consciente? La literatura surrealista construye una realidad textual autónoma en la que se amplían los límites de lo real al borrar la frontera con lo irreal. Pero ello no supone la creación de un efecto fantástico, ni genera inquietud alguna. Un efecto que, sin embargo, se produce en los relatos mal llamados «neofantásticos», donde el lector sigue percibiendo la ruptura, el conflicto que en ellos se establece respecto de la noción extratextual de realidad, y la perturbación que ello provoca. La inquietante imposibilidad del doble o del vampiro (por citar dos motivos tradicionales) es la misma que la del vomitador de conejitos cortazariano o la del individuo que un día despierta metamorfoseado en insecto.


Es cierto que la narrativa fantástica, una vez agotados los recursos más tradicionales, ha evolucionado hacia nuevas formas para expresar esa transgresión que la define: muchos autores contemporáneos han optado por representar dicha transgresión mediante la ruptura de la organización de los contenidos, es decir, en el nivel sintáctico. Según afirma Campra, ya no es tan necesaria la aparición de un fenómeno imposible (sobrenatural), porque la transgresión se genera mediante la irresoluble falta de nexos entre los distintos elementos de lo real. Pero es evidente que esas narraciones no ponen en cuestión sólo la sintaxis, es decir, la lógica narrativa (eso supondría, como antes señalé, ampliar erróneamente la categoría de lo fantástico a textos surrealistas o a la literatura del absurdo), sino que su dimensión transgresora va inevitablemente más allá de lo textual: su objetivo es siempre cuestionar los códigos que hemos diseñado para interpretar y representar lo real. 




















Tomado de:
ROAS, David: "Lo fantástico como desestabilización de lo real. Elementos para una definición". En: PELLISA, T. y MORENO SERRANO, F. (2008): Ensayos sobre ciencia ficción y literatura fantástica. 1° Congreso Internacional de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción, pp 94-120.



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