Lo fantástico
Daniel Ferreras Savoye
Lo fantástico —sea considerado como género o efecto narrativo— corresponde a un tipo de narración particular, que a menudo se confunde con otros géneros vecinos, como la ciencia ficción o el terror. De hecho, la palabra «fantástico» se ha utilizado en contextos tan variados que ha perdido hoy por hoy mucho de su significado intrínseco, sin por eso dejar de tener éxito, aunque sólo sea desde un punto de vista comercial. Abundan las antologías de textos fantásticos, tanto en Europa como en América, y se han ido multiplicando las publicaciones y los congresos exclusivamente dedicados al género. Lejos de progresar hacia una definición funcional de la narración fantástica, las diversas tendencias críticas que han examinado este fenómeno literario no han hecho más que complicar el asunto, y resulta actualmente dificilísimo, si no imposible, sintetizar estos análisis, a menudo contradictorios, para llegar a una visión totalizante del género fantástico. Uno de los ejemplos más representativos de estas exageraciones críticas se encuentra en la obra del francés Schneider, La littérature fantastique en France, y en la del americano Rabkin, The Fantastic in Literature; a pesar de sus diferentes horizontes críticos, tanto Schneider como Rabkin acaban deduciendo de su investigación que casi todo tipo de ficción no-realista es fantástica. Rabkin asimila a lo fantástico tanto el género policiaco, encabezado por Agatha Christie, como el de ciencia-ficción, representado por Julio Verne, lo cual es inaceptable cuando pensamos en las diferencias evidentes que pueden existir entre una narración seudo-lógica, como lo puede ser una historia de detectives o un relato de ciencia ficción, y un cuento fantástico que precisamente reivindica la irracionalidad y lo inexplicable.
A pesar de esta aparente confusión, siguen en pie, de alguna manera, las distinciones generativas elaboradas por Tzvetan Todorov, en su estudio ahora clásico Introduction à la littérature fantastique. Todorov delimita tres categorías fundamentales de ficción no-realista: lo maravilloso, lo extraño y lo fantástico. Según él, cada uno de estos tres géneros reposa sobre la manera de explicar los elementos sobrenaturales que caracterizan estos tres tipos de narración; si el fenómeno sobrenatural se explica racionalmente al final del relato, como en «Los crímenes de la calle Morgue», de Poe, entonces estamos en el género de «lo insólito». Lo que parecía a primera vista escapar a las leyes físicas del mundo tal y como lo conocemos no es en realidad más que un engaño de los sentidos, por llamarlo de alguna manera, que se acabará resolviendo según estas mismas leyes, que sólo se desafían en apariencia. Éste es el caso de una gran mayoría de narraciones de tipo policiaco
Si, por el contrario, el fenómeno natural permanece sin explicación cuando se acaba la narración, entonces nos encontramos ante «lo maravilloso», como sería el caso, por ejemplo, de cualquier cuento de hadas, fábula o leyenda, donde hablan los animales, etcétera. Damos por descartado que el lobo tenga el don de la palabra en el cuento de Caperucita Roja y aceptamos sin la menor duda que el hada madrina de la Cenicienta sea capaz de transformar una calabaza en una carroza; todos estos detalles irracionales forman parte tanto del universo como de la estructura de cualquier cuento de hadas.
Para Todorov, el género fantástico se encuentra en la frontera entre lo insólito y lo maravilloso, y el efecto fantástico no dura más que lo que tarda el lector en decidir si el problema planteado por la narración se puede explicar de una manera racional o no; lo fantástico según Todorov depende exclusivamente de la duda provisional del receptor ante el mensaje, antes de catalogarlo en la esfera de lo insólito (realista) o la de lo maravilloso (anti-realista). Todorov califica lógicamente el género fantástico de «evanescente» y rechaza la posibilidad de que un texto permanezca fantástico una vez concluido el sintagma narrativo: es insólito si tiene explicación y maravilloso si no la tiene. Lo propiamente fantástico, según él, no ocupa más que «el tiempo de una incertidumbre», hasta que el lector opte por una respuesta u otra.
En el Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Potocki, que Todorov parece considerar como una base concreta y ejemplar para su teoría, vemos cómo un joven cree hacer el amor con dos hermosas doncellas en una habitación suntuosa, cuando en realidad se acuesta con dos cadáveres putrefactos debajo del patíbulo de dos hermanos bandidos recientemente ahorcados. Se siguen acumulando los detalles sobrenaturales hasta el final del relato, sin que ni el héroe de la historia ni el lector puedan decidir qué interpretación es la más adecuada.
El Manuscrito encontrado en Zaragoza se puede considerar desde luego como un relato fantástico, pero al mismo tiempo también contiene varios elementos que pertenecen más bien a lo maravilloso; por ejemplo, resulta difícil identificar el universo en el cual se desarrolla la acción, que poco a poco va cobrando las características de un universo legendario, poblado de fantasmas y con su propia lógica interna, totalmente opuesto al nuestro. Esto podría explicar en todo caso por qué Todorov lo usó como punto de partida para la elaboración de su teoría; se trataba de negar la posibilidad de un texto puramente fantástico y escogió, pues, un relato con fuertes tendencias maravillosas.
Resulta difícil seguir a Todorov cuando reduce el género fantástico a una simple duda entre un realismo de tipo insólito y lo maravilloso que sólo puede durar lo que tarda el receptor en determinar la naturaleza del mensaje, pues implica clasificar narraciones como «El Horla», «El horror de Dunwich», Pesadilla en Elm Street o Posesión infernal dentro del género maravilloso, junto con «Caperucita Roja», Las aventuras de Peter Pan y El señor de los anillos, ignorando tanto la intencionalidad del mensaje como la infinidad de variaciones semióticas que afectan su recepción: según este racionamiento, lo fantástico no sería un género narrativo independiente sino una simple encrucijada momentánea entre lo insólito y lo maravilloso, cuya existencia efímera dependería exclusivamente de la credulidad o incredulidad del receptor. Dada la cantidad virtualmente ilimitada de posibles recepciones, que dependen tanto del contexto histórico, cultural y social como de las particularidades de la subjetividad de cada uno, producto de las experiencias que componen la conciencia fenomenológica individual, el supeditar la existencia —o en este caso, la inexistencia— de un género narrativo exclusivamente a la reacción del receptor, independientemente de su intencionalidad o de su composición estructural, se convierte en un ejercicio de alta especulación: la credulidad es libre —no como el miedo que intenta producir la narración fantástica— y algunos podemos dudar más o menos en decidir si el fenómeno inexplicado que nos presenta la narración tiene o no una explicación racional, o no decidir del todo. Más que un género narrativo «evanescente», lo fantástico se convertiría entonces en una simple impresión, tanto más vaga que Todorov no hace la distinción entre lo realista y lo verosímil.
Las diferencias evidentes entre El señor de los anillos y Pesadilla en Elm Street no dependen solamente del receptor sino de la composición semio-estructural de ambas obras, cuyo conflicto primordial está basado en oposiciones binarias radicalmente diferentes: mientras que El señor de los anillos representa la eterna lucha entre el bien y el mal en un modo épico, manteniendo la autoridad narrativa a través de los paradigmas tradicionales del género, como largos viajes y grandes batallas, la estructura narrativa de Pesadilla en Elm Street está basada sobre la oposición entre lo posible y lo imposible: la vida típica de un grupo de jóvenes en una ciudad estadounidense sin ninguna particularidad por un lado, y la .materialización inexplicable de una pesadilla por otro. Ya que la existencia de Freddy .Krueger nunca se llega a explicar de manera racionalmente satisfactoria, no nos quedaría otro remedio, siguiendo la concepción de Todorov, que clasificar Pesadilla en Elm Street dentro de lo maravilloso, haciendo abstracción de la intencionalidad de la obra, que, obviamente, tiene muy poco que ver con la de El señor de los anillos: en última instancia, para Todorov, lo fantástico y lo maravilloso dicen lo mismo, y se vuelve a explicar su selección del Manuscrito encontrado en Zaragoza como corpus de estudio ejemplar, ya que, como se observó más arriba, el texto de Potocki acaba fusionando el efecto fantástico con un universo de fuertes tendencias maravillosas.
Existe evidentemente un género fantástico, distinto de lo insólito y de lo maravilloso, que sobrevive tanto a las dudas del receptor como a la conclusión del sintagma narrativo, y que estructura universo y conflicto narrativos a partir de la oposición binaria entre los aspectos más verosímiles de la realidad —generalmente los menos interesantes— y la aparición de un fenómeno que desafía abiertamente las leyes naturales, amenazando por consiguiente nuestras certidumbres epistemológicas más profundas. Esta oposición se establece desde el principio del sintagma narrativo y no tiene posible resolución lógica: lo fantástico es la narración de lo inexplicable, y si algunos protagonistas tienen la suerte de escapar con vida, nuestras certidumbres epistemológicas, por su parte, nunca lo consiguen.
La distinción que hace Todorov entre lo insólito y lo maravilloso es desde luego tan fundamental como necesaria para progresar hacia una definición convincente del género fantástico, pero no se puede decir por otra parte que sea realmente original. El escritor francés Guy de Maupassant ya la percibió un siglo antes, en su crónica titulada «Lo fantástico» (Le Fantastique). Aunque Maupassant no deje clara la diferencia entre lo fantástico y lo insólito o extraño, sí explícita la diferencia entre lo maravilloso y lo fantástico. Según él, el hombre de finales del siglo XIX ya no puede creer en las leyendas antiguas, y su percepción de lo sobrenatural ha cambiado para siempre. Maupassant achaca este cambio a los progresos técnicos que han modificado profundamente al ser humano y su visión del mundo, al mismo tiempo que se reorganizaban las estructuras sociales. El lector ya no es tan crédulo y las supersticiones y leyendas, nacidas de las «edades oscuras», ya no bastan para asustarlo. El autor tiene, pues, que hacer muestra de más sutileza para poder provocar ese escalofrío de inquietud y de duda tan propio del género fantástico. Encontramos en los cuentos fantásticos de Maupassant la ilustración perfecta de esta teoría, y demuestra el autor que «sólo se tiene miedo de lo que no se entiende» («On n’a vraiment peur que de ce que l’on ne comprend pas»), verdadero leitmotiv de su concepción del género fantástico. Lo que distingue un relato fantástico de un cuento de hadas es la oportunidad dada al lector por la narración fantástica de identificar el universo representado como el suyo propio, y de intentar, pues, racionalizar los elementos sobrenaturales que rompen no solamente con las leyes naturales del mundo tal y como lo conocemos, sino también con la posibilidad misma de conocimiento racional de la realidad.
De una manera perspicaz, y en eso adelantándose a esa otra figura prominente de género fantástico que será H.P. Lovecraft, Maupassant insiste mucho en el «miedo» que debe producir cualquier relato fantástico, miedo que no corresponde a la anticipación de circunstancias negativas, racionalmente proyectadas, sino a un terror al límite de lo indecible, cuya causa es la falta absoluta de explicación natural ante un fenómeno determinado. No es, pues, el miedo del soldado antes de la batalla ni la del marinero enfrentándose con la tormenta, sino el espanto que produce un fenómeno inexplicable. Este miedo no sólo es producido por el elemento sobrenatural en sí mismo, sino también por la derrota de nuestra capacidad de comprender la realidad y estructurarla según unas reglas inmutables, como pueden ser las de las ciencias físicas o químicas.
Dos cuentos de Maupassant merecen ser mencionados, aunque no se consideren exactamente relatos fantásticos. Ambos se titulan «El miedo» («La peur»), y presentan la existencia de un miedo superior a lo normal, un miedo «sobrenatural» que, lógicamente, es producido por un fenómeno sobrenatural, o percibido como tal. Aunque los protagonistas no corran peligro en ninguno de estos dos cuentos, sienten este miedo indecible, debido a circunstancias extrañas e impredecibles, y observamos una progresión de lo insólito hacia los casi-fantástico entre la primera anécdota referida en «El miedo» de 1882, y la última que se nos presenta en el cuento homónimo de 1884.
En el primer relato, uno de los personajes, cuya apariencia es la de un viajero y un aventurero, expone claramente la diferencia entre sentir aprehensión —lo que se entiende a menudo por miedo— y ser preso del espanto que produce lo desconocido. Declara haber sido condenado a muerte, haber arriesgado su vida en varias ocasiones, pero, a pesar de todo, sólo haber sentido el verdadero miedo un par de veces, cuando precisamente no corría ningún peligro. La primera fue cuando, viajando por el desierto, su compañero se cayó repentinamente de su montura, víctima de una insolación, en el momento preciso en que empezaban a sonar los llamados «bongos del desierto»: mientras el protagonista asiste sin poder hacer nada a la agonía de su amigo, oyendo esos bongos misteriosos, siente ese miedo atroz a lo desconocido. Luego se enterará, al mismo tiempo que el lector, que ese sonido de tambores invisibles proviene del ruido que produce el viento del desierto sobre las hierbas secas.
El segundo recuerdo del viajero no puede ser más contrario al primero en cuanto a las circunstancias: las dunas de arena se han convertido en un paisaje de montaña francesa cubierto de nieve, y el espacio abierto del desierto en la cabaña de un guarda forestal, donde el narrador y su guía se han refugiado para pasar la noche. Desde el principio, vemos que el guarda y su familia están en estado de alerta, por una razón que no deja de ser algo insólita: el guarda mató a un hombre hace un año exactamente y espera a que vuelva esta noche. El narrador observa que el guarda forestal y sus hijos tienen sus rifles preparados para luchar con el espectro. La tensión va subiendo en la pequeña cabaña, y de repente el perro del guarda empieza a aullar, produciendo un sobresalto general. Para no tener que soportar ese siniestro aullido, la familia acaba echando al perro de la cabaña, y vuelve a reanudarse esta insólita espera. Al rato se oyen pasos alrededor de la cabaña y, de repente, surge una cara monstruosa pegada al cristal de la ventana. Uno de los hijos dispara y cubre enseguida el agujero con tablas de madera. Al alba, se descubrirá que aquella cara deforme era la del perro, que yace muerto delante de la ventana, la cabeza destrozada por la bala. La deformación física de su morro contra el cristal y las sombras lo transformaron por un momento en una criatura imposible y espantosa. El narrador concluye que volvería a correr todos los peligros racionales que corrió en su vida para no tener que vivir de nuevo aquel instante de terror absoluto.
«El miedo» de 1884 relata una conversación en un compartimento de tren entre el narrador y un anciano, durante la cual se intercambian recuerdos acerca de circunstancias y fenómenos que produjeron ese terror indecible que caracteriza la narración fantástica. El narrador cuenta la primera anécdota, que le ha contado a su vez el escritor ruso Turgueniev, y que narra cómo el joven Turgueniev, un día de caza, se baña en un río de agua límpida y es acosado por un especie de monstruo humanoide que le persigue riendo por el bosque hasta que un niño cabrero lo ahuyente con su látigo, mientras el vigoroso y valiente cazador —el texto deja claro que el joven Turgueniev no es ningún endeble—, agotado y loco de terror, está a punto de desplomarse. Resulta que la criatura humanoide no es ningún monstruo, sino una pobre loca que vive en el bosque, alimentándose gracias a la caridad de los pastores y muy aficionada a bañarse en ese trecho de río. Y concluye Turgueniev en la boca del narrador: «Nunca tuve tanto miedo en mi vida porque no entendí lo que podía ser aquel monstruo.»
La segunda anécdota, referida por el compañero de viaje del narrador, un anciano que reivindica el derecho de aún querer creer en la existencia de lo inexplicable, se puede considerar como un esbozo del cuento fantástico típico según Guy de Maupassant, pues establece un equilibrio perfecto entre el código semiótico de la hiperrealidad y el de lo imposible: el anciano cuenta cómo una noche, caminando por una carretera desierta de la landa bretona, oyó un ruido de ruedas tras él sin que pudiera ver ningún carro ni carroza, y acabó distinguiendo una carretilla que iba sola, visión incomprensible que le llenó de un profundo terror: ese espanto enloquecedor que, en el universo fantástico, se apodera de la conciencia humana cuando se enfrenta con el fenómeno sobrenatural. El anciano concluye que era probablemente un niño quien llevaba la carretilla, lo que en la oscuridad podía dar la impresión de que la carretilla andaba sola.
«El miedo» de 1882 y el de 1884 comparten, además del título, una estructura similar: ambos están enmarcados en situaciones sino comunes, por lo menos perfectamente aceptables desde el punto de vista de su credibilidad —el primero después de una cena durante un crucero sobre el mediterráneo, y el segundo en un compartimento de tren durante un viaje nocturno— y ambos presentan dos anécdotas, como si se tratara en los dos casos de ejemplificar el proceso sicológico que acompaña esta sensación de miedo indecible provocada por lo desconocido. La existencia de dos sintagmas narrativos distintos pero temáticamente unidos dentro de una misma estructura tiende a reforzar su credibilidad, pues cada uno se convierte en la prueba del otro: el relato se vuelve documento y las diferentes anécdotas, demostraciones de una realidad empírica; en este caso, la de la existencia de un miedo indecible que sólo aparece cuando el mundo que creemos conocer desafía de repente nuestras facultades cognitivas preestablecidas.
«El miedo» de 1882 y su homónimo de 1884 se pueden clasificar dentro del género de lo insólito o de lo extraño, pues el terror sentido por sus protagonistas no se debe a un fenómeno sobrenatural, sino una interpretación errónea de la realidad. Sin embargo, la última anécdota referida resulta más problemática que las anteriores, pues la explicación de la carretilla que anda sola se debe a una deducción lógica y no a una observación demostrada: los bongos del desierto son el eco de la arena contralas hierbas secas, el rostro monstruoso del espectro contra la ventana de la cabaña es el morro del perro deformado por el cristal, y la criatura sobrenatural que acosa al joven Turgueniev, una pobre loca conocida en el lugar; pero la carretilla que va sola no se explica más que por suposiciones: nunca se sabrá con certidumbre si en efecto la llevaba un niño «descalzo», como especifica el texto —sin indagar por cierto acerca de la presencia improbable de un niño llevando una carretilla por la noche en medio de la landa bretona—, o si el protagonista vio efectivamente una carretilla andar sola. Esta última anécdota se puede relacionar con el último cuento escrito por Maupassant, precisamente un cuento fantástico, «Qui Sait?» («¿Quién sabe?»), en el cual se rebelan los objetos de la existencia cotidiana al cobrar vida propia, y anticipa pues al nivel micro-estructural la composición del relato fantástico moderno introduciendo un tono resueltamente hiperrealista en la representación de lo imposible.
Observamos de hecho una creciente economía de medios entre «El miedo» de 1882 y el de 1884: las dos anécdotas referidas en el primero utilizan el paradigma de la muerte en correlación con fenómenos periféricos, y en el caso del guarda forestal, la presencia de la muerte está incluso magnificada tanto por el crimen que cometió el año anterior, como por su propia creencia en los fantasmas, una superstición que literalmente presta vida a los muertos. En el segundo relato, la muerte ha desaparecido; sólo encontramos la locura como paradigma narrativo determinante en la aventura del joven Turgueniev, que junto con la muerte y los sueños, como se subrayará más adelante, forma parte de la temática privilegiada del género fantástico, pues se sitúa a la vez dentro y fuera de la epistemología oficial. En el caso de la anécdota de la carretilla, la sobriedad de los medios narrativos nos permite identificar el mecanismo semiótico fundamental del efecto fantástico, lejos de los paradigmas gótico-románticos que se asocian generalmente con el género: sangre, castillos, cementerios, criptas, calaveras, esqueletos y demás. En este caso, se establece el efecto fantástico a partir de la perversión de los elementos más vulgares y corrientes de la realidad: una carretera y una carretilla. El terror indecible que se apodera del protagonista —el signo emocional y sicológico más fundamental de la narración fantástica— no se debe a ningún peligro, ni siquiera a un elemento metonímicamente relacionado con una posibilidad de peligro, como lo pueden ser las criptas o las calaveras, sino a un objeto de la vida diaria que connota una labor común, con poca densidad semiótica desde el punto de vista narrativo, y que nos reenvía inmediatamente a una realidad ininteresante, sin autoridad narrativa intrínseca: no es desde luego tan prometedor, al nivel de la tensión narrativa, como una cripta o una calavera. El efecto fantástico se encuentra pues en la perversión de los aspectos más familiares de una realidad que creemos conocer y no en el poder evocador de paradigmas preestablecidos, que de hecho tendrían más bien a referirnos a una tradición de tipo maravilloso-oscuro; al nivel semiótico, lo fantástico depende del carácter inédito de la ocurrencia inexplicable, independientemente del peligro que pueda o no representar: una calavera o un cementerio sugieren la muerte, mientras que una carretilla nos refiere por lo contrario a la vida sana, repetitiva y monótona de los trabajos del campo.
La amenaza sobrenatural en el universo fantástico no pertenece a ningún código explicativo, aunque sea de tipo irracional, y por eso mismo sus paradigmas tienden a trascender continuamente la tradición; identificamos naturalmente una calavera o una cripta como los signos de un código metafísico, un lenguaje de creencias y rituales preestablecidos que puede en un momento dado proveer una posible «explicación», por muy irracional que sea. Paradójicamente, el contenido semiótico de los paradigmas que se asocian generalmente con lo fantástico apunta más bien hacia lo maravilloso, entendido en el sentido amplio de la palabra, e incluyendo tanto los cuentos de hadas, lo leyendario y lo mitológico como los relatos de fantasía «para adultos» de tipo Conan. El fenómeno inexplicado del universo fantástico ha de ser inédito para provocar este miedo insoportable, también inédito, que caracteriza el género, y contra el cual no existen defensas: desde el punto de vista de la lógica semiótica, podríamos intentar protegernos de un espectro en una cripta rezando un padre nuestro; en cambio, no se nos ocurrirá tal estrategia si el mismo espectro se materializa en nuestro cuarto de baño. En el primer caso, la amenaza sobrenatural se sitúa dentro de un código interpretativo preexistente que, por muy irracional que sea, provee herramientas epistemológicas para enfrentarnos con lo inexplicable: el espectro se relaciona metonímicamente con la cripta, que, a su vez, nos refiere a una mitología religiosa en la cual se conciben apariciones y resurrecciones; en el segundo, la ocurrencia sobrenatural está totalmente cortada de cualquier tipo de lógica semiótica respecto al medioambiente, ya que el carácter cotidiano del cuarto de baño no ofrece a priori ninguna posibilidad de relación metonímica con el registro semántico de los fantasmas.
El medioambiente en el cual se produce la ocurrencia imposible en la segunda anécdota que nos cuenta «El miedo» de 1884 es significativo, pues estamos en Bretaña, país de leyendas y supersticiones, como nos recuerda el narrador al principio del relato, explicando de esta manera su particular estado de ánimo aquella noche, algo soliviantado por su reciente visita de la provincia del Finistère: «(…) tenía la cabeza llena de leyendas, de historias leídas o contadas acerca de esta tierra de creencias y de supersticiones.» Sin embargo, el fenómeno inexplicable en sí, la aparición de la carretilla autónoma, que por una parte justifica la narración y por otra ejemplifica ese miedo indecible que provoca lo verdaderamente incomprensible, no tiene absolutamente nada que ver con los paradigmas generalmente asociados con el ambiente proto-maravilloso de la landa bretona, y nos encontramos, pues, frente a una posibilidad de narración fantástica y no maravillosa, posibilidad solamente, ya que el protagonista nos propone una solución racional al final. Podemos oponer este tratamiento de la tradición maravillosa celta al que hace el escritor gallego Álvaro Cunqueiro en Merlín e familia (1955) y As crónicas do Sochantre (1956) (Merlín y familia y Las crónicas del Sochantre), dos obras a menudo calificadas por la crítica como fantásticas y que en realidad, estructural tanto como semióticamente hablando, son ejemplos típicos del género maravilloso, más modernos desde el punto de vista de su fecha de publicación que desde el de su contenido narrativo, pues ambos resucitan paradigmas preestablecidos, y por lo tanto predecibles, de leyendas celtas. La aventura de la carretilla autónoma, por lo contrario, permite implícitamente subrayar la posibilidad de lo imposible por oposición a ambas dimensiones, la de la realidad y la de la tradición maravillosa bretona.
Para evitar volverse maravilloso, lo fantástico ha de trascender constantemente las convenciones de la representación de lo irracional mediante la actualización de sus paradigmas: cualquier convención, sea irracional o no, va en contra del efecto fantástico pues reduce la oposición binaria entre la realidad inmediata, identificable, y la representación de lo imposible; la autoridad narrativa de la aventura de la carretilla fantasma se establece y se mantiene precisamente gracias a esta oposición elemental entre hiperrealidad e imposibilidad, y no da pie a ningún tipo de interpretación basado en un código preexistente, como lo puede ser el de la extensa tradición maravillosa de Bretaña: la Bretaña de lo fantástico siempre intentará ser la Bretaña de verdad —la de las carretillas— y no la de las leyendas de Merlín.
Aunque ni «El miedo» de 1882 ni el de 1884 se puedan considerar narraciones fantásticas, contienen sin embargo en su estructura los fundamentos de una teoría de lo fantástico, funcional y precisa, pues ambas definen tanto la causa como el efecto de la irrupción de lo irracional en una realidad altamente reconocible. Como se observó más arriba, los dos relatos están enmarcados en un viaje —de barco en el primero y de tren en el segundo—, como si su estructura indicara metafóricamente una progresión del realismo hacia lo fantástico. Desde el punto de vista de la dialéctica entre lo real y lo irreal, tanto «El miedo» de 1882 como el de 1884 demuestran la validez de las conclusiones a las cuales llega Maupassant al final de su crónica, «Le Fantastique», que se puede considerar como el primer texto teórico sobre lo fantástico moderno, hasta ahora ignorado por la crítica en general, y por Todorov en particular.
Podemos partir de la concepción de Maupassant para establecer una definición .funcional de la estructura semiótica de la narración fantástica, siguiendo su desarrollo en la teoría de Todorov y aceptando las distinciones formales de este último pero rechazando sus conclusiones, entre las cuales me interesa destacar los límites históricos que impuso al género y sus razones para hacerlo. Según Todorov, el género fantástico tiene que ser considerado como un producto de finales del siglo XVIII, que alcanza su apoteosis durante el siglo XIX para morir al principio del siglo XX, más evanescente que nunca, debido a la aparición de la teoría sicoanalítica. Desde luego, si aceptamos que lo fantástico no es más que la expresión figurada de las angustias y pulsiones del subconsciente, la llegada del sicoanálisis tenía lógicamente que liquidar de una forma racional este género basado en lo irracional. Pero no ocurrió así: una mera observación de la producción literaria fantástica de la segunda mitad del siglo XX demuestra inmediatamente que lo fantástico no solamente no ha muerto, sino que triunfa en diversas esferas de la creación artística, y cabe aquí formular cierta duda acerca de la eficacia del sicoanálisis en cuanto a su explicación totalizante de la obra de arte. Si lo fantástico puede efectivamente corresponder en más de una instancia con las pulsiones inconscientes del escritor o del director y de su público, la identificación de estas pulsiones no basta para explicar el efecto fantástico, ni se puede reducir un relato fantástico a una serie de conceptos sicoanalíticos. En cuanto a lo límites históricos impuestos al género por Todorov, basta con pensar en Howard Phillips Lovecraft, Julio Cortázar, Stephen King o Clive Barker para darnos cuenta que enterrar lo fantástico con el siglo XIX, incluso al nivel estrictamente literario, no es solamente una exageración: es pura y simplemente un error.
Observamos una confusión cronológica similar en la teoría del crítico norteamericano Tobin Siebers, que establece una relación entre lo romántico y lo fantástico en su estudio The Romantic Fantastic (Lo romántico fantástico). Para él, lo fantástico es el producto de la mente romántica, y alude a las obras de Poe en Estados Unidos y de Nerval en Francia para demostrar la validez de su hipótesis. Sin embargo, cuando consideramos a escritores que indudablemente pertenecen al género, como Maupassant o incluso el propio Lovecraft, nos damos cuenta de que más que romántico, lo fantástico es pos-romántico, y pertenece más bien a una corriente realista y racional, que a ese movimiento que exalta los sentimientos individuales y pone al corazón por encima la razón. Si aceptamos lo romántico en Europa como una reacción delimitada en el tiempo contra la rigidez del espíritu ilustrado, entonces, desde el punto de vista cronológico, nos encontramos ante el mismo callejón sin salida que sugiere el análisis de Todorov: lo fantástico sobrevive al movimiento romántico y al sicoanálisis, y si resulta imposible hoy en día hablar de escritores románticos contemporáneos, en el sentido estricto de la palabra, no lo es en el caso de autores fantásticos. La definición del género fantástico se tiene que elaborar, pues, no solamente al nivel histórico, como manifestación artística originada por el cambio de mentalidad que supone la revolución industrial, sino también al nivel estructural, como conjunto de parámetros narrativos íntimamente ligados al buen funcionamiento de un relato fantástico.
Se pueden aislar tres diferentes aspectos del relato fantástico, que servirán de criterios selectivos y se utilizarán como métodos de identificación del género: el elemento sobrenatural inédito, la hiperrealidad y la ruptura semiótica radical entre el protagonista y el universo.
1) Elemento sobrenatural inédito: toda narración fantástica debe presentar uno o varios elementos que no siguen las leyes naturales. Estos elementos no pueden en teoría pertenecer a una mitología conocida y catalogada ni funcionar según sus convenciones, y han de trascender continuamente la tradición, sea la tradiciónpreexistente o la creada por obra misma. Por ejemplo, hoy en día, la representación de un vampiro en un castillo oscuro de Transilvania en mitad de una noche de tormenta ya no consigue producir el efecto fantástico: si la obra de Bram Stoker fue fantástica cuando se publicó, su propio éxito y extensa recepción la han transformado en un cuento maravilloso para adultos, respaldado por una tradición conocida, y cuyo conflicto y desenlace son previsibles. La figura del vampiro sólo puede funcionar en la narración fantástica contemporánea cuando se saca de su contexto original, pues a fuerza de ser representada en una variedad de medios y apropiada por una inmensa diversidad de emisores, la narración original ha perdido su capacidad desfamiliarizadora e instaurado sus propias convenciones, hoy en día asimiladas por la conciencia colectiva, transformándose en poco más de un siglo en una especie de fábula negra, cuyas posibles interpretaciones van de lo meramente sexual hasta lo puramente sociológico: Drácula no sólo desvirga metafóricamente a las doncellas, cual lobo con caperucita roja, sino que también encarna a la vez el antiguo orden feudal, con derecho de vida y muerte sobre su súbditos, y el nuevo poder capitalista que chupa la sangre del proletariado; de hecho, desea ir a Londres, capital simbólica de la revolución industrial, a fin de adquirir propiedades inmobiliarias. Drácula es inhumano y su ocupación principal consiste en transformar a seres humanos en monstruos, es decir, en deshumanizar literalmente a hombres y mujeres: no ha de sorprender que el propio Karl Marx asocie el capital con el vampirismo en el primer volumen de El capital.
Los principales paradigmas de la obra original —murciélagos, dentaduras, espejos, ajo, estacas de madera o crucifijos— han quedado fijos dentro del universo narrativo desde el punto de vista de su funcionamiento semiótico: sabemos de antemano cómo identificar un vampiro, defendernos de él y matarlo. Se puede observar que el texto original, fantástico en el momento de su publicación pues reinventa la leyenda del vampiro para el uso del receptor contemporáneo, ya contiene entre sus paradigmas originales la posibilidad semiótica de pertenecer al género maravilloso al representar la salvación gracias a los artefactos del rito cristiano, como el agua bendita o el crucifijo; más que simples concesiones a la ideología dominante, estos elementos resultan propicios a la asimilación de la narración dentro de la tradición maravillosa más amplia de la mitología cristiana, en particular por su función determinante dentro del conflicto: en última instancia, lo sobrenatural positivo —oficial y epistemológicamente aprobado— triunfa de lo sobrenatural negativo, reproduciendo pues al nivel estructural los términos del conflicto entre el bien y el mal tal y como lo representa el discurso religioso. Los aspectos diabólicos de Drácula, que han dado pie a conocidas interpretaciones cinematográficas como el Nosferatu de Murnau o el de Herzog, quedan enfatizados en la estructura original de la obra por el valor semiótico de la simbólica religiosa, que se convierte en uno de los términos fundamentales de la oposición binaria elemental sobre la cual reposa la narración: lo satánico de Drácula se debe sobre todo al hecho que los crucifijos pueden con él.
Así pues, una película como El turno del cementerio (Graveyard Shift), cuyo protagonista es un vampiro vestido de cuero y con pendiente que trabaja de taxista por la noche, se puede considerar fantástica, mientras que la película de Francis Ford Coppola El Drácula de Bram Stoker es más bien una narración maravillosa dentro de una tradición clásica aunque reciente. Lo menos que nos pueda ocurrir en cualquier castillo de Transilvania por la noche es encontrarnos con un vampiro, y por eso el venerable conde Drácula en su medioambiente narrativo clásico ya no puede producir ese espanto indecible, nacido de la duda epistemológica fundamental, que tanto para Maupassant como para Lovecraft caracteriza el género fantástico.
El elemento sobrenatural no solamente tiene que parecer inédito, o sacado de su contexto original, sino que también tiene que permanecer inexplicado cuando acaba la narración; si la ocurrencia aparentemente sobrenatural se explica de manera racional, nos encontramos en el género de lo extraño, y desde el punto de vista estructural, no estamos tan lejos del género policiaco tradicional, que representa lo inexplicado para inmediatamente hacer hincapié en una progresión lógica hacia una explicación que satisface tanto al lector como a las reglas internas de un universo narrado que, pese a las apariencias, no se aleja en ningún momento de las leyes naturales. Un cuento extraño en el cual se acaba presentado una explicación lógica al elemento que parecía escapar a las leyes naturales es tanto más satisfactorio cuanto más problemático haya parecido el elemento irracional; una narración fantástica, en cambio, nunca puede dejar de ser problemática.
2) Universo identificable o «hiperrealidad: el universo en el cual se desarrolla la narración fantástica tiende a ser una réplica del nuestro, y acaso sea ésta la distinción fundamental entre la narración fantástica y los cuentos maravillosos o los relatos de ciencia ficción. De una manera paradójica, el género fantástico depende en gran parte de una representación realista del mundo; para que pueda provocar ese miedo, esa duda en nosotros, el relato fantástico tiene que convencernos de que la realidad representada es la nuestra, y demostrar que el elemento sobrenatural es tan inaceptable en el mundo narrado como en el nuestro. A menudo, los protagonistas de la aventura fantástica son hombres y mujeres sin ninguna particularidad, en un decorado más bien vulgar y corriente. Cabe aquí hablar de hiperrealidad, es decir de la exageración de los aspectos más comunes de la realidad; se trata de un realismo llevado al extremo, que parece representar un universo tan aburrido que no merece ni siquiera ser contado. De hecho, sin el elemento sobrenatural, la narración no tendría por qué existir, ya que ni los personajes ni las circunstancias presentan ninguna particularidad que justifique la existencia del texto. Sobre ese fondo de vida cotidiana, común y fácilmente identificable, se impone el detalle sobrenatural a la vez como motor de la narración y generador de autoridad textual.
3) Ruptura semiótica radical entre protagonista y universo: la narración fantástica establece una clara y constante oposición entre el o los protagonista(s), víctima(s) del elemento fantástico, y sus estructuras sociales, representadas por sus familiares, sus vecinos, sus conciudadanos y las autoridades: testigos, y a menudo víctimas de lo inaceptable, los protagonistas de la aventura fantástica se encuentran de repente aislados de la realidad oficial, que sólo puede ofrecer incomprensión e incredulidad ante la posibilidad de lo imposible. Se oponen dos visiones del mundo, una de ellas pervertida por la presencia de uno o varios elementos inexplicables, y se produce una ruptura semiótica definitiva entre los representantes de ambas: nadie cree en la sinceridad del protagonista de la aventura fantástica, y la imposible verdad le aliena irremediablemente de los demás como de la realidad oficial. Esta oposición se puede analizar también en términos de razón contra irracionalidad, realidad contra sobrenatural o individuo contra colectividad, y se puede percibir como un choque entre dos códigos semióticos en teoría opuestos el uno al otro: se sugiere la presencia de un elemento irracional en nuestro universo, y por lo tanto se oponen abiertamente el código semiótico de la realidad y el de lo irracional. Representa un desafío a nuestro conocimiento del mundo, y a la epistemología en general, y si resulta tan inquietante, es porque acaso sea el índice de una duda irrefutable en cuanto a la validez de cualquier intento de racionalizar el mundo, o incluso de conocerlo realmente. Estos tres parámetros reunidos —detalle sobrenatural inédito, hiperrealismo y ruptura semiótica representada por la oposición formal entre protagonista(s) y universo— forman las particularidades estructurales del género fantástico. Sería vano, evidentemente, el intentar establecer categorías totalmente herméticas.
Tomado de:
FERRERAS SAVOYE, Daniel (1995): Lo fantástico en la literatura y el cine. De Edgar Allan Poe a Freddy Krueger. Madrid, Ed. Vosa D.L. p. 10-23.