Gramsci en la “larga revolución”
de Raymond Williams
Álvaro Alonso Trigueros
En su primer importante trabajo, Culture and Society (1958), Williams realiza un análisis del pensamiento social en la tradición inglesa. Su resonancia depende de cómo se entienda la cultura, concebida como las ideas e ideales de perfección extraídos del material de la vida social, dentro de un proceso de cambios de gran escala que incluyen la industria, la democracia, las artes y las diferentes clases sociales. En una sociedad dividida en clases, “cultura” aparece como opuesto a “negocio”, masificación urbana, e individualismo posesivo. Según su conclusión, Williams diagnosticó el ethos de servicio como derivado de una visión medieval, jerárquica, frente a la cual cabía proponer el ethos de la solidaridad, con raíces en los grandes logros de la cultura de "clase” de los trabajadores. La idea de una cultura común (donde “común” tiene por denotación la participación democrática plena e igualitaria, no la uniformidad homogeneizada) está basada en los enormes esfuerzos y la extraordinaria creatividad de millones de trabajadores hombres y mujeres organizados en colectivos dentro de las instituciones democráticas de las trade unions, las cooperativas y otras formas de autogobierno.
Pero es en su obra principal, en lo que respecta a la fijación de sus ideas principales, The Long Revolution (1961), donde Williams realiza un ataque a la tradición liberal burguesa (desde Hobbes y Locke hasta Stuart Mill) con vistas a lograr una nueva teorización de la cultura. “Cultura” no es ya solamente una “completa forma de vida”, sino la diferenciada totalidad dinámica de las prácticas sociales en la historia.
Desde este punto de vista, el arte o la literatura–al igual que hemos visto en Gramsci– no pueden ser privilegiadas o idealizadas, puesto que ellas son parte del proceso general que crea convenciones e instituciones, a través de las cuales los significados que son valorados por la comunidad son compartidos y activados. Williams propone una relacional y procesual visión de la cultura que, de nuevo en sintonía con el proyecto de Gramsci, rompe los confines y las barreras que separan la literatura, la cultura, la política y la vida cotidiana en general. Así, “empatiza” las conexiones, las disonancias, las negociaciones interactivas, desdoblando los conflictos y los cambios implicados en patrones de aprendizaje y comunicación:
"Desde que nuestro modo de ver las cosas es literalmente nuestro modo de vivir, el proceso de comunicación es, de hecho, el proceso de vida en comunidad: el conjunto de significados compartidos y de actividades y propósitos comunes; la aparición, recepción y comparación de nuevos significados, liderando tensiones y logros de crecimiento y cambio. Si el arte es parte de la sociedad, no hay una sólida totalidad para la cual, fuera de ésta, puedan ser realizadas las cuestiones prioritariamente. El arte está ahí, como una actividad, junto a la producción, los políticos, el comercio, el crecimiento de las familias. Para estudiar las cuestiones adecuadamente nosotros debemos estudiarlas activamente, viendo todas las actividades como particulares y contemporáneas formas de energía humana"
La concepción de la cultura como toda una constelación de actividades, formas en las que se dispone la energía humana, es crucial en este punto. La antinomia entre el sujeto y el objeto, o el dualismo que separa la conciencia del mundo externo, es decir, el drama de la metafísica y la teoría del conocimiento del pensamiento burgués que arranca con el racionalismo abstracto y el empirismo, encuentra en esta concepción de la cultura la mediación mediante la cual resolverla dialécticamente. En un trabajo posterior, The Sociology of Culture, Williams define la cultura “como el sistema significante a través del cual necesariamente un orden social es comunicado, reproducido, experienciado y explorado”.
Cultura, entonces, no es solamente equivalente a arte de altura, artefactos insólitos o representaciones estereotipadas, sino que integra todo un complejo de expresiones articuladas y sus correspondientes matrices experienciales y de ricas y volátiles coyunturas que crean vasos comunicantes entre las polaridades.
Williams se opone de manera estratégica al ethos individualista del capitalismo tardío, siguiendo una línea abierta por Gramsci en la reivindicación de una voluntad transindividual a partir de la reforma moral e intelectual. Y, al igual que Gramsci, entiende la cultura como una totalidad formada por “redes de relaciones”, un complejo en el que hay que desentrañar su modo de organización, sus patrones y soldaduras que revelan identidades y correspondencias insospechadas, a veces discontinuas, a veces dispersas.
El énfasis puesto por Williams en los patrones y la organización de la cultura puede explicarse desde su discurso sobre la sociedad de la “libre empresa” (concebida como una colección de individuos monádicos con derechos naturales, etc.) y el correspondiente sistema de creencias centrado en el mercado, una crítica que remite al descubrimiento de la “reificación” realizado por Georg Lukács en su texto ya hoy clásico Historia y Conciencia de Clase (1923).
Al decir de Coll Blackwell, “la gran originalidad de la obra de Raymond Williams estriba en que abordó sus investigaciones desde una perspectiva marxista aunque culturalista, esto es, fue muy consciente de las implicaciones de la 'cultura' en los procesos históricos y de cambio social, sobre todo en las sociedades en las que las nuevas tecnologías pueden ser aplicadas para la manipulación por la industria cultural”.
Lo que llama la atención es este fenómeno de poligénesis intelectual mediante el cual Williams desarrolla esa sensibilidad hacia el análisis cultural sin haber conocido las obras de Gramsci y de Benjamin hasta mediados de los años sesenta, momento en que introduce–como hemos visto conceptos gramscianos como el de “hegemonía”. En este sentido, llega a conclusiones muy parecidas a las de Gramsci, algo similar a lo ocurrido en el caso del historiador E. P. Thompson, quien llegó a encrucijadas similares a las del filólogo-político sardo a partir de los estudios de historia de la clase obrera británica.
Puede hablarse, utilizando la fórmula acuñada por Manuel Sacristán, de marxistas de la subjetividad”, en oposición al “marxismo del teorema y de la objetividad” que tanto criticó el viejo Lukács, y Raymond Williams podría incluirse en dicho grupo, junto a Lukács, Korsch y Gramsci. El interés de éstos radica en haber introducido en el pensamiento marxista la centralidad de la conciencia, de la acción orientada por los valores, de la voluntad transformadora como eje del cambio histórico, en oposición tanto al optimismo metafísico como al fatalismo mecanicista-positivista que atribuía el cambio social a una serie de fuerzas ajenas a la voluntad consciente de los hombres e independientes de su praxis racionalmente fundamentada.
El Williams que aquí nos interesa destacar es el que realiza un trabajo teórico centrado fundamentalmente en la organización de la cultura en su relación con el desarrollo de las fuerzas productivas–entre las que se incluyen los medios de producción cultural y también más tarde los de difusión informativa en sus análisis de la comunicación–, al que hay que añadir el pormenorizado análisis de algunas de las categorías del análisis cultural marxista.
Williams, en sintonía con Gramsci, tiene un proyecto transformador de la sociedad, enraizado en la democratización de los procesos de producción cultural, que se apoya en premisas socialistas que se van a ir generando y enriqueciendo en el mismo proceso de investigación y lucha política.
Una de estas premisas de las que parte Williams es que la cultura es una creación individual y colectiva de significados, de valores –morales y estéticos–, de concepciones del mundo, de modos de sentir y de actuar, incardinadas en un lenguaje –en un idioma–, enmarcada en instituciones sociales concretas y condicionada por unas circunstancias materiales determinadas. Así pues, la producción cultural es una manifestación espiritual condicionada por un sustento material, es una producción individual a la vez que el resultado de la interacción social de individuos históricamente constituidos. O lo que es lo mismo, que cuando hablamos de un artista o productor de cultura, hemos de hacerlo teniendo en cuenta su pertenencia a una clase social, habla un idioma concreto y es fruto de un modo de vivir, de pensar y de actuar propio de un lugar y una época. Por consiguiente, las producciones culturales y su manifestación solo pueden entenderse en este contexto.
Lo que pretende demostrar Williams mediante el análisis histórico de la cultura –su mayor imbricación de raíz con Gramsci, sin duda– es que la producción cultural siempre ha estado estrechamente ligada a condicionantes materiales e institucionales que, inevitablemente, están directamente relacionados con el desarrollo concreto de las fuerzas productivas de la sociedad.
Williams va a realizar este análisis histórico desde la crítica de la arraigada práctica de distinguir los medios de producción material de los medios de producción cultural, y propone definir dos áreas de análisis: en primer lugar, las relaciones entre estos medios materiales y las formas sociales en las que se utilizan y, en segundo lugar, las relaciones entre estos medios materiales y formas sociales y las formas artísticas específicas que constituyen una producción cultural manifiesta.
Introduce dentro del análisis marxista también la producción cultural, desde el momento en que las creaciones culturales no son una manifestación espiritual sin más, sino que tienen un componente material, que está sometido al desarrollo de los modos y relaciones de producción; es decir, los modos en que se organiza la producción material de objetos adquiribles (bienes de cultura) y las relaciones que el productor mantiene con el detentador de los medios de producción, que puede coincidir, en el caso del artesano, ser un capitalista, o ser un mecenas, por ejemplo.
Dicho con otras palabras, que los creadores, los artistas, a pesar de su individualidad, no pueden escapar de las relaciones socioeconómicas que engloban a todo el desarrollo histórico; y que en el desarrollo de la sociedad capitalista ha llevado a la progresiva expropiación de los medios de producción a los productores. Dicha expropiación fuerza a los productores en sentido amplio, ya sean intelectuales, científicos, artistas, etc., a entrar en relaciones alienadas de producción cada vez más dependientes de criterios mercantiles. Este fenómeno se da, en mayor o menor medida, en todos los campos de la producción cultural: las letras, el teatro, las artes plásticas, la música, el cine, etc., y su dependencia de las fuerzas económicas es directamente proporcional a los recursos que su práctica requiere.
Así pues, no es sólo el trabajo manual del tool making man el que sufre un proceso histórico de progresiva dependencia respecto de los bienes del capital, sino que ésta abarca también el trabajo intelectual y la labor de los intelectuales, como magistralmente puso de relieve E. Garin (1997) en lo que respecta al análisis de Gramsci.
En un conocido ensayo de Stuart Hall, “Cultural Studies: Two Paradigms” (1980), Hall recoge la teoría de Williams sobre el “culturalismo”. Tanto Williams como E. P. Thompson, centraron su atención en la praxis humana a partir de la experiencia. En cambio, los estructuralistas direccionaron su atención hacia la ideología y las condiciones de determinación, la articulación de esferas autónomas en los campos sociales, en orden a elucidar la relación inmanente entre poder y conocimiento. Hall entonces va a definir culturalismo” como el análisis de Williams de “la producción (y también la reproducción) de significados y valores mediante formaciones sociales específicas, y su poner el foco en la centralidad del lenguaje y la comunicación como fuerzas sociales formativas, así como el conjunto de interacciones complejas entre las instituciones, las relaciones sociales y las convenciones formales”.
Estas preocupaciones en Williams, según Stuart Hall, son manifiestas en The Long Revolution, Modern Tragedy, The English Novel from Dickens to Lawrence, Orwell, y otros textos de los sesenta y los primeros setenta. La rúbrica “culturalismo” puede resultar, sin embargo, inapropiada, por cuanto parcela, distorsiona y segrega.
En un ensayo de 1976, Williams realiza una aproximación a su concepto de cultura que elaborará más en Marxism and Literature dentro de las coordenadas del materialismo histórico:
Una teoría de la cultura como un proceso productivo social y material y unas prácticas específicas, de “artes, como usos sociales de modos materiales de producción (desde el lenguaje como “conciencia práctica” material, hasta las tecnologías específicas de la escritura y sus formas de manifestación a través de los sistemas de comunicación mecánicos y electrónicos) una teoría de las variaciones históricas de los procesos culturales, los cuales están necesariamente conectados (tienen que estar conectados) con una teoría social, histórica y política más general.
En la evolución del concepto que Williams ofrece de “cultura” encontramos una temprana formulación en la que es asimilada a“una entera forma de vida, para desembocar en su concepción del culturalismo, al que puede imputársele un cierto empirismo radical. En la entrada de Keywords, en su edición de 1983, Williams discrimina entre los dos sentidos más usados de “experiencia": la experiencia pasada, como lecciones reflejadas, analizadas y evaluadas; y segundo, la experiencia presente como inmediata y auténtica fuente para todo razonamiento y análisis, en tanto que es plena y activa.
El Williams anterior a la mitad de los setenta se sitúa en una concepción de la cultura como una práctica social y material, no tanto basada en la cruda experiencia inmediata sino en el carácter dado de los procesos de producción que condicionan la completa fábrica de la sociedad.
El conjunto de los procesos productivos constituye la social totalidad en movimiento, con una serie de determinaciones que son orquestadas por una variedad de circunstancias históricas. Los significados y los valores son producidos junto a y por formaciones sociales específicas, con el lenguaje y otros significados de comunicación como fuerzas formativas de primer orden. Es por tanto una compleja interacción de instituciones, formas, convenciones, y formaciones intelectuales en las cuales las cuestiones políticas y económicas están profundamente imbricadas.
A partir del ensayo de 1973 “Base y Superestructura en la Teoría Cultural Marxista”, Williams se las va a ver con el poder, esto es, con la problemática de la determinación humana. En efecto, el mónadico sujeto burgués (con la ayuda adicional de la crítica de Lukács y Goldmann de la construcción de la conciencia del positivismo y el empirismo), es observado desde el análisis de la categoría de “sujeto” y “subjetividad”. Williams retomará poco después, en 1977, esta cuestión dentro del trabajo más general de reconstrucción del materialismo histórico que realiza en Marxismo y Literatura.
Será en parte gracias a los trabajos de E. P. Thompson en los primeros años sesenta que Williams va a descubrir a Antonio Gramsci y la teoría de la hegemonía. En su reseña crítica de The Long Revolution, Thompson arguye que cada totalidad social está indefectiblemente invadida con el conflicto entre los opuestos modos de vida. Williams está en esto de acuerdo con Thompson. Pero a continuación, interpreta la “base” (en el esquema base/superestructura) de forma diferenciada: no es, para él, un estado uniforme ni un mecanismo tecnológico prefijado, sino más bien un complejo de actividades específicas y relaciones entre gentes reales, repleta de contradicciones y variaciones; en definitiva, un proceso de apertura-cierre dinámico, no estático. Williams tiene una concepción de las fuerzas vitales productivas (sus propias producciones y reproducciones a través de las relaciones sexuales, el trabajo, la comunicación, de gentes productoras de sí misma y de su historia) como básico, no superestructural o un mero epifenómeno. En una vía sin precedentes, Williams distinguió la producción capitalista de comodidades, del sentido general de “producción de vida y potencialidades humanas”.
Criticando la idea abstracta de Lukács de “totalidad” como vacía de contenido y por consiguiente formalista, Williams redefine dicho concepto recogiendo la idea de un complejo diferenciado totalmente fundado en las intenciones sociales convergentes y divergentes, con el antagonismo de clase como nudo más saliente:
Durante algún tiempo es verdad que toda sociedad es un complejo entero de semejantes prácticas, pero es también verdad que toda sociedad tiene una organización específica, una estructura específica, y que los principios de esta organización y estructura pueden ser vistos como directamente relacionados con tales intenciones sociales, intenciones sobre las cuales definimos la sociedad, intenciones que a lo largo de toda nuestra experiencia han sido la dirección de una clase particular.
Esta intencionalidad es dada con más precisión cuando Williams se enfrenta a la teoría de Gramsci de la hegemonía tal y como quedó registrada en los Quaderni.
Encontramos la expresión “hegemonía política”, introducida por Gramsci entre comillas para indicar su particular valor respecto a las acciones genéricas de “preeminencia” y “supremacía”, tomando en poco tiempo un espectro extremadamente amplio de significados en un ámbito de contextos que van desde la economía a la literatura, de la religión a la antropología, de la psicología a la lingüística. Se trataría de una serie de distinciones más metódicas que orgánicas, como aparece con toda claridad en la última aparición del término. Cada vez que aflora la cuestión de la lengua, dice entonces Gramsci, significa que se están planteando toda una serie de otros problemas: “la formación y el alargamiento de la clase dirigente, la necesidad de establecer relaciones más íntimas y seguras entre los grupos dirigentes y la masa popular-nacional, o sea, de reorganizar la hegemonía cultural.
Gramsci hace uso del término hegemonía no sólo en relación con la cultura sino también en relación con la política, y así es frecuente la aparición de fórmulas tales como “hegemonía político-cultural, “político-intelectual” o “intelectual, moral y político”, siguiendo la idea gramsciana de que “la filosofía de la praxis concibe la realidad de las relaciones humanas de conciencia como elemento de `hegemonía´ política”.
El terreno en el que se despliega la “lucha por la hegemonía” es aquel de la sociedad civil, cuestión ésta desarrollada por Gramsci en las notas acerca de la relación entre estructura y sobreestructura. Gramsci distingue tres momentos: un primero ligado estrechamente a la estructura; un segundo dentro de “las relaciones de fuerza” políticas; y un tercero en las relaciones de fuerzas militares. Lo interesante aquí es la transformación que puede producirse en dicho desarrollo en el lugar que ocupan las clases subalternas: el grupo todavía subalterno puede salir “de la fase económico-corporativa para elevarse a la fase de hegemonía político-intelectual en la sociedad civil y convertirse en dominante en la sociedad política”.
Frente a la asimilación que Gentile hace entre hegemonía y dictadura, como indistinguibles, donde la fuerza es consenso sin el otro, donde no se puede distinguir la sociedad política de la sociedad civil, donde existe solo el Estado y naturalmente el Estado-gobierno”, mera hipostación del régimen totalitario impuesto por el Partido fascista, Gramsci propone mostrar la diferencia entre tal Estado fascista y el comunista: como ha indicado Giuseppe Cospito citando una nota de Gramsci titulada Armas y religión, en la que trae al presente el pensamiento del gran pensador florentino Guicciardini, “la diferencia entre el totalitarismo fascista y el comunismo consiste entonces en que, mientras el primero tiende a reabsorber la sociedad civil al interior del Estado, reduciendo la hegemonía a la fuerza, en el segundo `el elemento Estado-coerción se puede imaginar extinguible a medida que se afirman elementos cada vez más conspicuos de sociedad regulada (o Estado ético o Estado civil)´”. Gramsci considera que en la doctrina del Estado-sociedad regulada, en la que el Estado será igual al Gobierno, de una fase coercitiva que tutelará el desarrollo de los elementos de la sociedad regulada en continuo incremento, y por lo tanto reduciendo gradualmente sus intervenciones autoritarias y coactivas. El componente económico no es, para Gramsci, el único escenario donde se manifiesta la lucha de clases:
En el desarrollo de una clase nacional, junto al proceso de su formación en el terreno económico, se debe tener en cuenta el desarrollo paralelo en el terreno ideológico, jurídico, religioso, intelectual, filosófico, etc. Pero todo movimiento de la tesis comporta el movimiento de la antítesis y, por consiguiente, una síntesis parcial y provisional”.
Ya desde los escritos juveniles, pero de manera muy clara en el primero de los cuadernos, Gramsci había descubierto un agente de suma importancia en este proceso, los intelectuales, donde aparece su interpretación del intelectual orgánico o vanguardia de la propia clase. El propio concepto de intelectual pasa a sufrir un alargamiento en sí mismo, comprendiendo en su seno a los intelectuales profesionales, los industriales, los científicos, eclesiásticos, etc., hasta llegar a comprender, en una segunda escritura, que “todos los hombres somos intelectuales” si bien “no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales”.
Según Williams, la hegemonía hace referencia a un sistema central de prácticas, incluidos significados y valores sentidos como prácticas. Las reglas de la hegemonía se trasladan al ámbito de la realidad experimentada y vivida, dondequiera que se ejercite la efectiva dominación sobre nosotros.
Es interesante comprobar la importancia que Williams otorga a este componente subjetivo que invoca a la necesaria toma de conciencia de que se está, en una situación dada, produciendo dicha dominación, dado que ello comporta una poderosa fuerza desveladora de los mecanismos de dominación y una permanente lucha contra el fetichismo del cual pueda estar revestida o disfrazada. En la particular visión de Williams, la hegemonía es el cuerpo completo de prácticas y expectativas; nuestras asignaciones de energía, nuestra común comprensión de la naturaleza del hombre y su mundo”. Esto significa que el concepto de hegemonía trasciende su papel heurístico para cobrar un papel eminentemente filosófico sin dejar de ser político en tanto que práctico.
Williams prefiere el concepto de “hegemonía” de Gramsci al de “totalidad” de Lukács dado que el primero incluye el hecho de la dominación y la subordinación a la vez que la tensión y la resistencia implicada en ella. La hegemonía serviría para integrar los tres niveles de cultura definidos por Williams en The Long Revolution: la cultura vivida de un tiempo y un lugar determinado, la cultura grabada (desde las manifestaciones artísticas hasta los actos más cotidianos), y la cultura de una tradición selectiva. La legitimidad o validez de cada tradición dependerá de cómo sea experienciada, esto es, integrada dentro de una cultura efectiva y dominante. Cada dominación depende, a su vez, de una serie de variados procesos de incorporación que van desde la educación hasta otros agentes a los que Althusser llamó “aparatos ideológicos del estado”, como ya vimos anteriormente.
De este modo el concepto de hegemonía de Gramsci proporciona, según Williams, una herramienta de análisis más flexible para abordar la comprensión de la compleja interacción entre el aparato dominante y los correspondientes valores, significados, actitudes, etc., alternativos, a la vez que el proceso de transmisión e incorporación, así como los desplazamientos que se producen en los ámbitos de la educación, la familia, etc. Y, lo que es más importante, nos permite aprehender también las formas culturales y las prácticas emergentes opuestas, que buscan el cambio y la alternativa a un determinado ordenamiento social y político.
Al analizar las dinámicas de los procesos de hegemonía, Williams reconoce la dificultad inherente a la idea de un proceso social constitutivo, desde el momento en el que sale a la luz su histórica variabilidad. La sociedad, entonces, es vista como un orden constituido por formas de significados y prácticas alternativas, ascendentes y oposicionales que va a clasificar como “dominante”, “residual” y “emergente” y que coexisten en determinadas coyunturas.
¿Cuál va a ser la consecuencia ético-política de este mecanismo metodológico? Williams sugiere la siguiente línea de investigación: la hegemonía nos revela el grado hasta el cual llega una formación social dentro del completo abanico de prácticas y experiencias humanas. De esta forma nos estaría ofreciendo “un antídoto a la seducción de lo que Adorno llama industria cultural, así como una sublimación del cosmos de simulacros y simulaciones de Baudrillard:
Ningún modo de producción, y por lo tanto ninguna sociedad dominante u orden social, y por lo tanto ninguna cultura dominante, agota en realidad el completo abanico de práctica humana, de energía humana, de intención humana.
La intencionalidad creativa, tan cara a Williams, junto a las posibilidades de elección en las dimensiones tanto particulares como colectivas, operan juntas en lo que llamó estructuras del sentir, una categoría heurística y analítica útil para medir la distancia entre lo actual y lo posible, dentro de los parámetros del materialismo cultural.
Williams alcanza a evitar las reducciones de la estética formalista y sus variantes postmodernistas, insistiendo en “la restauración del entero proceso social y material, y de manera específica la producción cultural como un todo social y material”. Uno debería entonces no dejar de tener en mente la multiplicidad de las prácticas culturales que juegan un papel en todas las formaciones y tendencias intelectuales, los mecanismos e instituciones de recepción y distribución, los significados materiales de la producción cultural, el carácter social del lenguaje, y por último la “determinación”, histórica de todas estas diversas prácticas culturales. Aunque Williams llamó a este método analítico “semiótica radical”, rechaza la separación entre lo “social” y lo “estético” fundada en el postestructural fetichismo de la “textualidad” derivado de una cierta interpretación de Saussure. Ya en 1977 Williams presentó su propia orientación para el problema del lenguaje:
Un sistema-de-signos es en sí mismo una estructura específica de relaciones sociales: internamente, por el hecho de que los signos dependían de –y eran formados en- las relaciones; externamente, por el hecho de que el sistema depende de –y está formado en- las instituciones que lo activan (y que por lo tanto son a la vez instituciones culturales, sociales y económicas); integralmente, por el hecho de que “un sistema de signos”, adecuadamente comprendido, es a la vez una tecnología cultural específica y una forma específica de conciencia práctica: los elementos aparentemente diversos que en realidad se hallan unificados en el proceso social material.
Así, el lenguaje es solamente una de aquellas prácticas implicadas en la crisis de la sociedad del capitalismo tardío. Williams se opuso con firmeza tanto a las formulaciones mecánicas del “marxismo vulgar” (que reducían la cultura a una simple reflexión sobre las comodidades, la producción y el beneficio) como a los axiomas positivistas del funcionalismo-estructural.
Williams nos devuelve a las ineluctables presiones y límites de la historia, a la naturaleza física, en orden a hallar la medida de la necesidad y sus determinaciones. Este punto de vista ilumina también las diferencias entre las clases hegemónicas y las clases subalternas.
Desde Culture and Society (1958) a Communications (1962) y desde Television: Technology and Culture Form (1974) hasta The Country and the City (1973) y Writing and Society (1981), la cuestión planteada por Williams es inequívoca: la democratización de la cultura a través de la participación de las masas en las decisiones políticas y el acceso a la educación y a los recursos de la comunicación. Ya en su ensayo de 1958 “Culture is Ordinary”, como en The Long Revolution (1961), Williams destruye las razones a favor de una segmentación jerárquica de la cultura en alta, media y popular/de masas. Lo que es ordinario en relación con la cultura es su ubicuidad: todas las sociedades las enlazan, encontrando significados y direcciones comunes, creciendo mediante “un proceso activo de debate y enmienda bajo las presiones de la experiencia, el contacto y el descubrimiento”.
Posteriormente, esta agenda democratizadora sería cuestionada por Stuart Hall, quien veía una posición en Williams etnocéntrica y nacionalista, si bien todo pueda deberse a un malentendido sobre el concepto de “cultura común”. En el ensayo de 1968 sobre este tema, Williams aprobaba la perspicaz afirmación marxista según la cual “en una sociedad dividida en clases la cultura tendría inevitablemente un contenido de clase y guardaría relación con la clase social; y en que, en la evolución histórica de una sociedad, una cultura cambiaría necesariamente conforme cambiaran las relaciones entre los seres humanos y las clases sociales”.
Williams insiste en que la cultura no es propiedad o creación de una minoría privilegiada; los significados y valores comprendidos en una determinada forma de vida afloran desde la experiencia común y las actividades de todos. Pero la posibilidad de crear, articular y comunicar estos significados y valores está limitada por la propia naturaleza del sistema educativo, el control del trabajo y la propiedad privada de los medios de comunicación. La posible “comunidad de cultura” o la “auto-realización de la comunidad” estarían limitadas por las divisiones de clase de una sociedad dada. De lo que se trata, en primer lugar, es de desvelarlo. Y de esta forma se entiende que Williams proponga la idea de un elemento común de la cultura, “su carácter comunitario”, como una vía para criticar lo que porta y lo que esconde el ordenamiento de la sociedad capitalista, a saber, la división y fragmentación de una cultura que en realidad tenemos. Y Williams realiza una interesante distinción, al afirmar el hecho genérico –independiente de cualquier etapa histórica concreta-, de que existe en toda sociedad dada comunidad de cultura, y criticar al mismo tiempo a una sociedad concreta porque restringe, y en muchos aspectos impide activamente, que la comunidad se comprenda a sí misma. De este modo lo que comenzó siendo crítica cultural, acabó siendo crítica social y política –muy en sintonía con Gramsci:
La cultura común no es una generalización de lo que una minoría se propone y cree, sino fruto de una condición en la que el pueblo en su conjunto participe en la articulación de significados y valores, y en las consiguientes elecciones entre un significado u otro, entre un valor u otro.
En esta visión de la sociedad es donde hay peligro de que la “cultura común” pueda devenir estandarización, uniformidad, nivelación por abajo, mediocridad, represión y conformismo, todos elementos que, en efecto, fueron instalándose en las modernas sociedades a partir de entonces.
Williams propone transformar un sistema educativo que divide a las personas desde muy temprano en cultas –o lo que es lo mismo, emisores, comunicadores, y no cultas, o pasivos receptores de mensajes, para admitir la aportación y la recepción por parte de todos. Williams llegó a esta conclusión tras analizar concienzudamente las instituciones de los medios de comunicación y el efecto de la educación divisoria. Como antídoto o vía positiva de acción para el futuro propuso la revitalización de una cultura común como “democracia instruida y participativa”, cuyos valores servirían para llevar a cabo su peculiar visión de una democracia socialista. Pensando en esa sociedad del futuro, Williams finalizaba su ensayo diciendo:
Sucede también que la idea de cultura común no consiste en modo alguno en una sociedad del consentimiento, de la mera conformidad. Una vez más, volvemos al énfasis que inicialmente hacíamos en la determinación común de los significados por parte de todas las personas, actuando unas veces de modo individual y otras en grupo, en un proceso que no tiene un fin particular y del que nunca se puede suponer que en algún momento se ha completado o concluido finalmente. En este proceso común, lo único incuestionable será mantener abiertos los canales y las instituciones de la comunicación de forma que todos puedan colaborar y recibir ayuda para hacerlo. Al hablar de cultura común, uno está hablando precisamente de ese proceso libre, contributivo y común de participación en la creación de significados y valores, tal como he tratado de definirlo..
Tomado de:
ALONSO TRIGUEROS, Alvaro (2014): "Antonio Gramsci en los estudios culturales de Raymond Williams" En Methaodos, Revista de ciencias sociales, nº 2.