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04 octubre 2018

Los significados de "fantasía". C. S. Lewis




Los significados de "fantasía"

C. S. Lewis 



La palabra «fantasía» es un término tanto literario como psicológico. En sentido literario designa toda narración que trata de cosas imposibles y sobrenaturales. La balada del viejo marinero, Los viajes de Gulliver, Erewhon, El viento en los sauces, The Witch of Atlas, Jurgen, La olla de oro, la Vera Historia, Micromegas, Planilandia y las Metamorfosis de Apuleyo son fantasías. Desde luego, se trata de obras muy heterogéneas, tanto por el espíritu que las anima como por la intención con que han sido escritas. Lo único que tienen en común es lo fantástico. A este tipo de fantasía la llamaré «fantasía literaria».


En sentido psicológico, el término «fantasía» tiene tres acepciones.


1. Una construcción imaginaria que de una u otra manera agrada al individuo, y que éste confunde con la realidad. Una mujer imagina que alguna persona famosa está enamorada de ella. Un hombre cree que es el hijo perdido de unos padres nobles y ricos, y que pronto será descubierto, reconocido y cubierto de lujos y honores. Los acontecimientos más triviales son tergiversados, a menudo con mucha habilidad, para confirmar la creencia secretamente alimentada. No necesito forjar un término especial para designar este tipo de fantasía, porque no volveremos a mencionarla. Salvo accidente, el delirio carece de interés literario.


2. Una construcción imaginaria y placentera que el individuo padece en forma constante pero sin confundirla con la realidad. Sueña despierto —sabiendo que se trata de una ensoñación— e imagina triunfos militares o eróticos, se ve como un personaje poderoso, grande o simplemente famoso, cuya imagen surge siempre igual o bien va cambiando a lo largo del tiempo, hasta convertirse en su principal consuelo y en su casi único placer. Tan pronto como se siente liberado de las necesidades de la vida se retira hacia «ese invisible desenfreno de la mente, esa secreta prodigalidad del ser». Las cosas reales, incluso las que agradan a los otros hombres, le parecen cada vez más desabridas. Se vuelve incapaz de luchar por la conquista de cualquier tipo de felicidad que no sea puramente imaginaria. El que sueña con riquezas ilimitadas no ahorrará cinco duros. El Don Juan imaginario no se tomará el trabajo de intentar agradar normalmente a ninguna mujer que se le cruce. Se trata de la forma patológica de la actividad que llamo «hacer castillos en el aire».


3. Esa misma actividad pero practicada con moderación y durante breves períodos, como recreación o vacación pasajera, y debidamente subordinada a actividades más efectivas y más sociales. Quizá sea innecesario preguntarse si un ser humano podría ser tan cuerdo como para prescindir de esta actividad durante toda su vida: de hecho, nadie lo es. Y ese tipo de ensoñaciones no siempre se extinguen sin dejar huellas. Lo que hacemos efectivamente suele ser algo que hemos soñado hacer. Los libros que escribimos han sido alguna vez libros que, soñando despiertos, imaginamos que escribíamos... aunque, desde luego, nunca sean tan perfectos como aquéllos. A esto también lo llamo «hacer castillos en el aire», pero no se trata ya de un fenómeno patológico sino normal.


Este último tipo de actividad puede ser de dos clases y la diferencia entre ambas es muy importante. Una podemos calificarla de egoísta y la otra de desinteresada. En la primera, el soñador es siempre el héroe y todo se ve a través de sus ojos. Es él quien da las respuestas más agudas, cautiva a las mujeres más bellas, posee el yate transatlántico o es aclamado como el más grande de los poetas de su época. En la segunda, el soñador no es el héroe de su ensoñación e, incluso, puede estar ausente de ella. Así, un hombre que no puede ir a Suiza en la realidad es capaz de entretenerse soñando con unas vacaciones alpinas. Estará presente en la ficción, pero no como el héroe sino como un mero espectador. Puesto que, si estuviese realmente en Suiza, su atención no se concentraría en él sino en las montañas, al construir castillos en el aire su imaginación también se concentra en ellas. Pero a veces el soñador no figura para nada en su ensoñación. Probablemente haya muchas personas que, como yo, en las noches de insomnio, se entretienen pensando en paisajes imaginarios. Suelo remontar grandes ríos, desde los estuarios donde chillan las gaviotas, a través de sinuosas gargantas cada vez más estrechas y abruptas, hasta las fuentes en perdidos remansos del marjal donde apenas se escucha el débil tintineo de las aguas. Sin embargo, no me imagino explorándolo; ni siquiera me atribuyo el papel de un turista. Contemplo ese mundo desde fuera. Pero los niños suelen ir más lejos. Son capaces —en general, cuando se juntan— de imaginar todo un mundo, y de probarlo, permaneciendo, sin embargo, fuera de él. Pero para que ello sea posible no basta la mera ensoñación; eso ya es construcción, invención, ficción.


Así pues, si el soñador no carece por completo de talento, puede pasar con facilidad de la fantasía desinteresada a la invención literaria. Es posible, incluso, pasar de la ficción egoísta a la desinteresada, y de esta última a la ficción auténtica. Trollope nos cuenta en su autobiografía la génesis de sus novelas, surgidas de las fantasías más egoístas y compensatorias.


Sin embargo, lo que aquí nos interesa no es la relación entre construir castillos en el aire y escribir, sino la que existe entre esa actividad mental y la lectura. Ya he dicho que los malos lectores sienten predilección por aquellas historias que les permiten disfrutar indirectamente, a través de los personajes, del amor, de la riqueza y del privilegio social. De hecho, lo que hacen es construir castillos en el aire, al modo egoísta, sólo que dirigidos por el autor. Durante la lectura se identifican con el personaje que más envidian o más admiran; y es probable que al acabar el libro los triunfos y placeres que éste les haya deparado sirvan de alimento para ulteriores fantasías.


A veces se piensa que las personas carentes de sensibilidad literaria siempre leen así y siempre realizan este tipo de identificación. Me refiero a la identificación capaz de proporcionarles, indirectamente, placeres, triunfos y honores. Sin duda, todo lector necesita identificarse de alguna manera con los personajes principales, ya se trate de héroes o villanos, ya le despierten envidia o desprecio. Debemos «congeniar», debemos entrar en los sentimientos de esos personajes, porque si no lo mismo daría que la historia de amor estuviese protagonizada por triángulos en lugar de por seres humanos. Sin embargo, sería injusto suponer que el único tipo de identificación posible es la que existe en la fantasía egoísta. Esto es falso incluso en el caso de los lectores sin sensibilidad literaria aficionados a la narrativa popular.


Por de pronto, a algunos de esos lectores les gustan las historias cómicas. No creo que ni ellos ni nadie desarrollen fantasía alguna cuando disfrutan con una broma. Sin duda, no deseamos estar en el lugar de Malvolio cuando queda enredado en las ligas o del señor Pickwick cuando cae al estanque. Podríamos decir: «Me gustaría haber estado allí para verlo», pero eso sólo significa que, siendo —como somos— espectadores, desearíamos haber estado en el sitio que nos parece el mejor. También hay muchos de estos lectores a quienes les gustan las historias de fantasmas y, en general, de terror. Sin embargo, cuanto más les gustan menos deseos pueden sentir de convertirse en sus protagonistas. Es posible que, a veces, el lector disfrute con las historias de aventuras porque se imagine a sí mismo en el papel del héroe listo y valeroso; pero no creo que su placer derive siempre de esa identificación, ni que ésa sea su principal manera de disfrutar con la lectura. Puede admirar a un héroe dotado de aquellas cualidades, y desear que triunfe, sin necesidad de apropiarse de ese triunfo.


Queda un tipo de historias cuyo atractivo sólo puedo asociar con la fantasía egoísta; me refiero a las historias que narran éxitos, a ciertas historias de amor y a ciertas historias sobre la alta sociedad. Son las historias favoritas del nivel más bajo de lectores. Digo «más bajo» porque la lectura no llega a sacarlos de sí mismos sino que los confirma en un tipo de autocomplacencia al que ya están habituados, apartándolos de la mayoría de las cosas valiosas que podrían encontrar tanto en los libros como en la vida. Esta clase de actividad mental, realizada con la ayuda de libros o sin ella, es la que los psicólogos llaman fantasías (en una de las acepciones que hemos mencionado). Si no hubiésemos hecho las necesarias distinciones, se habría podido atribuir a esos lectores un gusto por las fantasías literarias. En realidad, sucede lo contrario. Probad y veréis que las detestan, que las consideran «cosas para niños», pues no ven interés alguno en leer sobre «lo que, en realidad, nunca podría haber sucedido». Desde nuestro punto de vista, es evidente que los libros favoritos de esta clase de lectores están plagados de cosas imposibles. Aceptan sin reparos las descripciones psicológicas más aberrantes y las coincidencias más disparatadas. En cambio, exigen una observancia rigurosa del tipo de leyes naturales a que están habituados, y de la normalidad general: la indumentaria, los artefactos, la comida, las casas, los trabajos y el tono han de ser los de todos los días. Sin duda, esto se explica en parte por la acentuada inercia de su fantasía: sólo son capaces de aceptar la realidad de lo que ya han encontrado miles de veces en los libros y cientos de veces en la vida. Sin embargo, hay una causa más profunda.


Aunque no confundan su fantasía con la realidad, quieren sentir que lo que fantaseen pueda ser real. La lectora no cree que atraiga las miradas de todos, como la heroína del libro que está leyendo; pero quiere sentir que, si tuviera más dinero, y, por tanto, mejores ropas, joyas y cosméticos, y mejores oportunidades, podría atraerlas. El lector no cree que sea rico ni que haya triunfado en la vida; pero con sólo ganar una quiniela, si no se necesitara talento para hacer fortuna, podría conseguirlo. Sabe que su sueño no se ha realizado; lo que pide es que, en principio, sea realizable. Por eso basta la mínima aparición de un elemento notoriamente imposible para aguarle la fiesta. Toda historia que refiera cosas prodigiosas, fantásticas, le dice, en forma implícita, lo siguiente: «Sólo soy una obra de arte. Debes tomarme como tal: debes gozar de mí por lo que soy capaz de sugerir, por mi belleza, por mi ironía, por mi invención, etc. No se trata en absoluto de que esto pueda sucederte a ti en la vida real». Entonces la lectura —este tipo de lectura— pierde todo interés. Si el lector no puede decirse: «Algún día —¿quién sabe?— esto podría sucederme», la lectura ya no tiene razón de ser. Por tanto, hay una regla que siempre se cumple: cuanto más coincida la manera de leer de una persona con la fantasía egoísta, mayor será su apetencia de un realismo superficial, y menor la atracción que sobre ella ejerza lo fantástico. Desea que la engañen, al menos por un momento, y para ello es imprescindible que subsista cierta semejanza con la realidad. Cuando se construyen fantasías desinteresadas, puede soñarse con el néctar y la ambrosía, con pan mágico y con rocío de miel; en cambio, cuando se practica la modalidad egoísta, sólo se sueña con huevos y tocino o con un filete.



















Tomado de:
LEWIS, C. S. (1961): La experiencia de leer. Barcelona, Alba Ed. pp. 22-25.

12 septiembre 2017

La minoría y la mayoría que lee. C. S. Lewis




La minoría y la mayoría que lee

C. S. Lewis


En este ensayo propongo un experimento. La función tradicional de la crítica literaria consiste en juzgar libros. Todos los juicios sobre la forma en que las personas leen los libros son un corolario de sus juicios sobre estos últimos. El mal gusto es, digamos, por definición, el gusto por los malos libros. Lo que me interesa es ver qué sucede si invertimos el procedimiento. Partamos de una distinción entre lectores, o entre tipos de lectura, y sobre esa base distingamos, luego, entre libros. Tratemos de ver hasta qué punto sería razonable definir un buen libro como un libro leído de determinada manera, y un mal libro como un libro leído de otra manera. 


Creo que vale la pena intentarlo porque, en mi opinión, el procedimiento normal entraña casi siempre una consecuencia incorrecta. Si decimos que a A le gustan las revistas femeninas y a B le gusta Dante, parece que gustar signifique lo mismo en ambos casos: que se trate de una misma actividad aplicada a objetivos diferentes. Ahora bien: por lo que he podido observar, al menos en general, esta conclusión es falsa. 


Ya en nuestra época de escolares, algunos de nosotros empezamos a reaccionar de determinada manera ante la buena literatura. Otros, la mayoría, leían, en la escuela, The Captain, y, en sus casas, efímeras novelas que encontraban en la biblioteca circulante. Sin embargo, ya entonces era evidente que la mayoría no «gustaba» de su dieta igual que nosotros de la nuestra. Y sigue siendo así. Las diferencias saltan a la vista. 


En primer lugar, la mayoría nunca lee algo dos veces. El signo inequívoco de que alguien carece de sensibilidad literaría consiste en que, para él, la frase «Ya lo he leído» es un argumento inapelable contra la lectura de un determinado libro. Todos hemos conocido casos de mujeres cuyo recuerdo de determinada novela era tan vago que debían hojearla durante media hora en la biblioteca para poder estar seguras de haberla leído. Pero una vez alcanzada esa certeza, la novela quedaba descartada de inmediato. Para ellas, estaba muerta, como una cerilla quemada, un billete de tren utilizado o el periódico del día anterior: ya la habían usado. En cambio, quienes gustan de las grandes obras leen un mismo libro diez, veinte o treinta veces a lo largo de su vida. 


En segundo lugar, aunque dentro de esa mayoría existan lectores habituales, éstos no aprecian particularmente la lectura. Sólo recurren a ella en última instancia. La abandonan con presteza tan pronto como descubren otra manera de pasar el tiempo. La reservan para los viajes en tren, para las enfermedades, para los raros momentos de obligada soledad, o para la actividad que consiste en «leer algo para conciliar el sueño». A veces la combinan con una conversación sobre cualquier otro tema, o con la audición de la radio. En cambio, las personas con sensibilidad literaria siempre están buscando tiempo y silencio para entregarse a la lectura, y concentran en ella toda su atención. Si, aunque sólo sea por unos días, esa lectura atenta y sin perturbaciones les es vedada, se sienten empobrecidos. 


En tercer lugar, para esta clase de personas, la primera lectura de una obra literaria suele ser una experiencia tan trascendental que sólo admite comparación con las experiencias del amor, la religión o el duelo. Su conciencia sufre un cambio muy profundo. Ya no son los mismos. En cambio, los otros lectores no parecen experimentar nada semejante. Cuando han concluido la lectura de un cuento o una novela, a lo sumo no parece que les haya sucedido algo más que eso. 


Por último, y como resultado natural de sus diferentes maneras de leer, la minoría conserva un recuerdo constante y destacado de lo que ha leído, mientras que la mayoría no vuelve a pensar en ello. En el primer caso, a los lectores les gusta repetir, cuando están solos, sus versos y estrofas preferidos. Los episodios y personajes de los libros les proporcionan una especie de iconografía de la que se valen para interpretar o resumir sus propias experiencias. Suelen dedicar bastante tiempo a comentar con otros sus lecturas. En cambio, los otros lectores rara vez piensan en los libros que han leído o hablan sobre ellos. 


Parece evidente que, si se expresaran con claridad y serenidad, no nos reprocharían que tengamos un gusto equivocado sino, sencillamente, que armemos tanta alharaca por los libros. Lo que para nosotros constituye un ingrediente fundamental de nuestro bienestar sólo tiene para ellos un valor secundario. Por tanto, limitarse a decir que a ellos les gusta una cosa y a nosotros otra, equivale casi a dejar de lado lo más importante. Si la palabra correcta para designar lo que ellos hacen con los libros es gustar, entonces hay que encontrar otra palabra para designar lo que hacemos nosotros. O, a la inversa, si nosotros gustamos de nuestro tipo de libros, entonces no debe decirse que ellos gusten de libro alguno. Si la minoría tiene «buen gusto», entonces deberíamos decir que no hay «mal gusto»: porque la inclinación de la mayoría hacia el tipo de libros que prefiere es algo diferente; algo que, si la palabra se utilizara en forma unívoca, no debería llamarse gusto en modo alguno. 


El hecho de que los lectores de una clase sean muchos y los de la otra pocos constituye un «accidente», en el sentido lógico: las diferencias entre ambas clases no son numéricas. Lo que nos interesa es distinguir entre dos maneras de leer. La simple observación ya nos ha permitido describirlas de forma rápida y aproximativa, pero debemos profundizar su descripción. Lo primero es eliminar ciertas identificaciones precipitadas de esa «minoría» y de esa «mayoría». 


Algunos críticos se refieren a los miembros de esta última como si se tratase de la mayoría en todos los aspectos, como si se tratase, en realidad, de la chusma. Los acusan de incultos, de bárbaros, y les atribuyen una tendencia a reaccionar de forma tan «basta», «vulgar» y «estereotipada» que demostraría su torpeza e insensibilidad en todos los órdenes de la vida, convirtiéndolos así en un peligro constante para la civilización. A veces parece, según este tipo de crítica, que el hecho de leer narrativa «popular» supone una depravación moral. No creo que la experiencia lo confirme. Pienso que en la «mayoría» hay personas iguales o superiores a algunos miembros de la minoría desde el punto de vista de la salud psíquica, la virtud moral, la prudencia práctica, la buena educación y la capacidad general de adaptación. Y todos sabemos muy bien que entre las personas dotadas de sensibilidad literaria no faltan los ignorantes, los pillos, los tramposos, los perversos y los insolentes. Nuestra distinción no tiene nada que ver con el apresurado y masivo apartheid que practican quienes se niegan a reconocer este hecho. 


Aunque este tipo de distinción no tuviese ningún otro defecto, todavía resultaría demasiado esquemática. Entre ambas clases de lectores no existen barreras inamovibles. Hay personas que han pertenecido a la mayoría y que después se han convertido y han pasado a formar parte de la minoría. Otras abandonan la minoría para unirse a la mayoría, como solemos descubrir con tristeza cuando nos encontramos con antiguos compañeros de escuela. Hay personas que pertenecen al nivel «popular» en lo que a determinada forma de arte se refiere, pero que demuestran tener una sensibilidad exquisita para otro tipo de obras de arte. A veces los músicos tienen un gusto poético lamentable. Y muchas personas que carecen de todo sentido estético pueden muy bien estar dotadas de una gran inteligencia, cultura y sutileza. 


Esto no debe sorprendernos demasiado porque la cultura de esas personas es diferente de la nuestra; la sutileza de un filósofo o de un físico es diferente de la de un hombre de letras. Lo que sí resulta sorprendente e inquietante es comprobar que personas en las que ex officio cabría esperar una apreciación profunda y habitual de la literatura puedan ser, en realidad, totalmente incapaces de apreciarla. Son meros profesionales. Quizá alguna vez su actitud haya sido la auténtica, pero ya hace mucho que el «martillar monótono de los pasos por el camino fácil y firme» los ha vuelto sordos a cualquier tipo de estímulos. Pienso en los desdichados profesores de ciertas universidades extranjeras, que para conservar sus puestos deben publicar continuamente artículos donde digan, o aparenten decir, cosas nuevas sobre tal o cual obra literaria; o en los que deben escribir reseña tras reseña y tienen que pasar lo más rápido posible de una novela a otra, como escolares que hacen sus deberes. Para este tipo de personas, la lectura suele convertirse en un mero trabajo. El texto que tienen delante deja de existir como tal para transformarse en materia prima, en arcilla con que amasar los ladrillos que necesitan para su construcción. No es raro, pues, que en sus horas de ocio practiquen, si es que leen, el mismo tipo de lectura que la mayoría. Recuerdo muy bien la frustración que sentí cierta vez en que cometí la torpeza de mencionar el nombre de un gran poeta, sobre el que habían versado los exámenes de varios alumnos, a otro miembro de la mesa examinadora. No recuerdo exactamente sus palabras, pero dijo más o menos lo siguiente: «¡Por Dios! ¿Después de tantas horas aún tiene ganas de seguir con el tema? ¿No ha oído el timbre?». Las personas que llegan a encontrarse en esa situación por imperativo de las necesidades económicas o del exceso de trabajo sólo me inspiran compasión. Pero, lamentablemente, también se llega a eso por ambición y deseo de triunfar. Y en todo caso el resultado es siempre la pérdida de la sensibilidad. La «minoría» que nos interesa no puede ser identificada con los cognoscenti. Ni el oportunista ni el pedante se encuentran necesariamente entre sus miembros. Y menos aún el buscador de prestigio. Así como existen, o existían, familias y círculos en los que era casi un imperativo social demostrar un interés por la caza, las partidas de criquet entre los vecinos del condado o el escalafón militar, hay otros ambientes en los que se requiere una gran independencia para no comentar, y, por tanto, en ocasiones, no leer, los libros consagrados; sobre todo los nuevos y sorprendentes, así como los que han sido prohibidos o se han convertido por alguna otra causa en tema de discusión. Este tipo de lectores, este «vulgo restringido», se comporta, en cierto sentido, exactamente igual que el «vulgo mayoritario». Obedece siempre a los dictados de la moda. En el momento exacto abandona a los escritores de la época de Jorge V para expresar su admiración por la obra de Eliot, así como reconoce que Milton «está superado» y descubre a Hopkins. Es capaz de rechazar un libro porque la dedicatoria comienza con una preposición y no con otra. Sin embargo, mientras eso sucede en la planta baja, es probable que la única experiencia realmente literaria de la casa se desarrolle en un dormitorio del fondo, donde un niño pequeño armado con una linterna lee La isla del tesoro debajo de las mantas. 


El devoto de la cultura es una persona mucho más valiosa que el buscador de prestigio. Lee, como visita galerías de arte y salas de concierto, no para obtener mayor aceptación social, sino para superarse, para desarrollar sus potencialidades, para llegar a ser un hombre más pleno. Es sincero y puede ser modesto. Lejos de bailar al ritmo de la moda, lo más probable es que se atenga exclusivamente a los «autores consagrados» de todas las épocas y naciones, a «lo mejor que se ha pensado y dicho en el mundo». Hace pocos experimentos y tiene pocos autores favoritos. Sin embargo, a pesar de esos valores, este tipo de hombre puede no ser en modo alguno un auténtico amante de la literatura, en el sentido que aquí nos interesa. La distancia que lo separa de éste puede ser tan grande como la que media entre la persona que todas las mañanas realiza ejercicios con pesas y la que realmente siente afición por el deporte. Es normal que aquella actividad contribuya a perfeccionar el cuerpo del deportista; pero, si se convierte en la única, o en la principal, razón de su juego deportivo, ésta deja de ser tal para convertirse en mero «ejercicio». 


Sin duda, una persona a quien le gusta el deporte (y también las comilonas) puede muy bien escoger, por razones médicas, el desarrollo prioritario de la primera afición. Del mismo modo, una persona a quien le gusta la buena literatura y también le gusta matar el tiempo leyendo tonterías puede decidir razonablemente, por motivos culturales, dar prioridad, en principio, a la primera. En ambos casos, suponemos que se trata de gustos auténticos. La primera persona escoge el fútbol en lugar de una comida pantagruélica porque las dos cosas le gustan. La segunda prefiere Racine en lugar de E. R. Burroughs porque Andromaque realmente la atrae, como Tarzán. Sin embargo, cuando se practica determinado juego sólo por motivos higiénicos, o se lee determinada tragedia sólo por el deseo de superarse, no se está jugando realmente, en un caso, ni recibiendo realmente la obra, en el otro. El fin último de ambos actos es la propia persona que los realiza. En ambos, lo que debiera tener un valor autónomo -en el juego o en la lectura- se convierte en un medio. No hay que pensar en «conservarse en forma» sino en las metas. La mente debe entregarse -y, en ese caso, ¿cuánto tiempo podemos dedicar a una abstracción tan pálida como la Cultura?- a ese ajedrez espiritual donde las piezas son «pasiones exquisitamente talladas en alejandrinos» y los escaques seres humanos». 


Quizá esta empeñosa manera de no leer como es debido predomine particularmente en nuestra época. Un resultado lamentable de la introducción de la literatura como asignatura en las escuelas y universidades consiste en que, desde los primeros años, se inculca en los jóvenes estudiosos y obedientes la idea de que leer a los grandes autores es algo meritorio. Si se trata de un joven agnóstico de ascendencia puritana, el estado mental a que le lleva esa educación es muy deplorable. La conciencia puritana sigue funcionando sin la teología puritana, como piedras de molino sin grano que moler, como jugos digestivos en un estómago vacío, que producen úlceras. El desdichado joven aplica a la literatura todos los escrúpulos, el rigor, la severidad para consigo mismo y la desconfianza ante el placer, que sus predecesores aplicaban a la vida espiritual; y quizá no tarde en aplicar también su misma intolerancia e hipocresía. La doctrina del doctor I. A. Richards, según la cual la lectura correcta de la buena poesía posee un verdadero valor terapéutico, confirmará esa actitud. Las Musas asumen, así, el papel de las Euménides. Una joven confesaba contrita a un amigo mío que la «tentación» que más le obsesionaba era el deseo sacrílego de leer revistas femeninas. 


Es la existencia de estos puritanos de las letras la que me ha inducido a no utilizar el adjetivo serio para calificar a los buenos lectores y a la buena manera de leer. Es el calificativo que más parece ajustarse a la idea que estamos exponiendo. Pero entraña una ambigüedad fatal. De una parte, puede significar aproximadamente lo mismo que «grave» o «solemne»; de la otra, algo aproximadamente similar a «cabal», «sincero», «decidido». Así, decimos que Smith es «un hombre serio», o sea, lo contrario de jovial, y que Wilson es «un estudiante serio», o sea que estudia con empeño. El hombre serio puede muy bien ser una persona superficial, un dilatante, en lugar de un «estudiante serio». El estudiante serio puede ser tan juguetón como Mercurio. Algo puede hacerse seriamente en un sentido, pero no en el otro. El hombre que juega al fútbol por razones de salud es serio; sin embargo, ningún futbolista auténtico dirá que es un jugador serio. No es sincero al jugar; el partido le tiene sin cuidado. En realidad, el hecho de que sea un hombre serio entraña su falta de seriedad en el juego: sólo «juega a jugar», aparenta jugar. Pues bien: el verdadero lector lee los libros con gravedad o solemnidad. Porque los leerá «con la misma actitud con que el autor los ha escrito». Lo escrito con ligereza, lo leerá con ligereza; lo escrito con gravedad, lo leerá con gravedad. Cuando lea los fabliaux de Chaucer «reirá y se agitará en la poltrona de Rabelais», pero su reacción ante El rizo robado será, en cambio, de exquisita frivolidad. Disfrutará de una fruslería como de una fruslería, y de una tragedia como de una tragedia. Nunca caerá en el error de tratar de mascar nata montada como si fuera carne de caza. 


Éste es el peor defecto que pueden tener los puritanos de las letras. Son personas demasiado serias para asimilar seriamente lo que leen. En cierta ocasión un estudiante universitario me leyó un trabajo sobre Jane Austen a juzgar por el cual, si yo no hubiese leído ya sus novelas, nunca habría pensado que éstas podían albergar el más mínimo rasgo de comedia. Después de una de mis clases, recorrí la distancia que separa Mill Lane de Magdalene acompañado por un joven que, realmente afligido y horrorizado, protestaba por mi ofensiva, vulgar e irreverente sugerencia de que El cuento del molinero fue escrito para hacer reír a la gente. He oído de otro para quien Noche de Reyes era un penetrante estudio de la relación entre el individuo y la sociedad. Estamos criando una raza de jóvenes tan solemnes como los animales («las sonrisas surgen de la razón»); tan solemnes como un muchacho escocés de diecinueve años, hijo de un pastor presbiteriano, que, invitado a una reunión social en Inglaterra, toma todos los cumplidos como afirmaciones y todas las chanzas como insultos. Hombres solemnes, pero no lectores serios: incapaces de abrir lisa y llanamente su mente, sin prejuicios, a los libros que leen. 


Puesto que todos los otros calificativos son inadecuados, ¿podemos describir, pues, a los miembros de esta «minoría» con sensibilidad literaria como lectores maduros? Este adjetivo les convendrá, sin duda, por una serie de razones, porque, como en muchas otras cosas, la capacidad de adoptar una actitud idónea ante los libros sólo puede alcanzarse a través de la experiencia y la disciplina; y, por tanto, es algo que no se encontrará entre los muy jóvenes. Pero aún no hemos dado totalmente en el clavo. Si al optar por este calificativo estuviésemos sugiriendo que lo natural es que todas las personas empiecen relacionándose con la literatura como la mayoría, y que, luego, todas aquellas personas que alcanzan una madurez psicológica general aprenden a leer como la minoría, creo que seguiríamos equivocándonos. Considero que los dos tipos de lectores ya se encuentran prefigurados desde la cuna. ¿Acaso los niños no reaccionan de maneras diferentes incluso antes de saber leer, cuando escuchan los cuentos que otros les narran? Es indudable que tan pronto como aprenden a leer se manifiesta la distinción entre ambos grupos. Unos sólo leen cuando no tienen nada mejor que hacer, devoran los cuentos para «descubrir qué sucedió», y rara vez los releen; otros los leen muchas veces y experimentan una emoción muy profunda. 


Como ya he dicho, todos estos intentos de describir a los dos tipos de lectores son precipitados. Los he mencionado para poder descartarlos. Lo que debemos hacer es tratar de compenetrarnos con las diferentes actitudes en cuestión. La mayoría de nosotros deberíamos poder hacerlo porque, con respecto a alguna de las artes, todos hemos pasado de una actitud a otra. Todos sabemos algo sobre la experiencia de la mayoría, no sólo por observación sino también por haberla vivido. 




















Tomado de:
LEWIS, C. S. (1961): La experiencia de leer. Barcelona, Alba Ed. pp.3-7