27 junio 2015

Psicología de la televisión. Fernando Cembranos Díaz.




Psicología de la televisión

Fernando Cembranos Díaz



El punto de partida del análisis es la dificultad que el sistema nervioso en su conjunto tiene para distinguir las imágenes de la realidad de las imágenes virtuales o de representación de la realidad. Por eso lloramos viendo una película de ficción o nos emocionamos con los anuncios de turrones. El cerebro ha ido evolucionando en los organismos más complejos, incluida la especie humana, basándose en la credulidad de lo que ve. Todo el mundo sabe que añadir una imagen a una noticia cualquiera le confiere un carácter de más veracidad. Las informaciones icónicas producen en el cerebro la sensación de que son algo intrínsecamente creíble. A lo largo de la evolución no ha sido necesario desarrollar la capacidad de discriminar las imágenes virtuales de las reales, puesto que estas primeras no existían o eran poco relevantes (espejismos, reflejos en el agua, o dibujos estáticos poco precisos). 

La dificultad para distinguir las imágenes de la realidad de las virtuales hace que cuando el locutor de TV mira a la cámara, millones de personas se sientan miradas, a pesar de que no las mira nadie. “Me pongo la televisión porque me siento acompañada”, dicen muchas personas desde su soledad. La realidad se desplaza del territorio a la pantalla. Millones de personas han dejado de cotillear sobre sus vecinos y vecinas y cotillean ahora sobre los famosos (en muchas ocasiones auténticos personajes virtuales). El cotilleo sobre los vecinos, además de enfadar a unos cuantos, tiene otras funciones como transmitir la información local o mantener ciertas reglas que permiten una articulación comunitaria. El cotilleo sobre los famosos o personas lejanas es puro espectáculo, ya no sirve para la articulación social. Muchas personas tienen miedo ahora de que secuestren a sus hijos, incluso aunque vivan en hábitats tranquilos, por el mero hecho de que han visto cientos de relatos amenazantes en los programas de telerrealidad.

La fuerza de las imágenes de la pantalla hace que a menudo reciban un estatus de realidad superior a la realidad misma. Al estar más aislados de los demás y más desconectados del territorio, entre otras causas por la televisión misma, y al mirar todos las mismas imágenes, la televisión consigue ser el referente más potente de validación de la realidad. Lo que no sale en televisión no existe. “Anunciado en TV”. La TV inventa y legitima la realidad. Incluso las conversaciones que tenemos en el tiempo que no vemos la televisión son dirigidas por las propuestas de la televisión. “Si no veo la tele luego no tengo de que hablar con mis amigos”. Los niños y las niñas juegan a lo que sale en la televisión (y compran los juguetes de acuerdo a lo que en ella sale). Se pierde así una de las funciones principales del juego, la adaptación a la realidad, creándose un bucle loco y autorreferente que flota en el vacío virtual. Los niños y las niñas no cuentan con ninguna capacidad innata para distinguir lo que es real de lo que es ficción. Las personas adultas usan la televisión como modelo para resolver muchos problemas específicos de la vida cotidiana: cómo besar, cómo amenazar, cómo parecer una persona actual, cómo mejorar el aspecto de la cocina. La imagen del mundo, del bienestar, o del malestar, del éxito, o del miedo, deja de ser construida por las relaciones de millones de personas con el mundo y entre sí y pasa a ser diseñada por un selecto grupo de personas que controlan lo que aparece y lo que no aparece en las pantallas. 

La dificultad para distinguir entre imágenes reales y virtuales, junto con el aislamiento social y la cantidad de tiempo dedicado a ver la televisión, borra las fronteras entre realidad y ficción e invierte el referente para conocer quiénes somos, cómo es la realidad, y cuál es el mundo deseable. 


La televisión se opone a la práctica del
 entendimiento, de la argumentación
 y la racionalidad.

Mirar la TV

Para mantener su atención la pantalla necesita producir numerosos estímulos y alteraciones. El espectador no aguantaría la imagen estática de un locutor más allá de unos pocos minutos. Por eso la TV hace una pequeña trampa que se denomina acontecimiento técnico. Un acontecimiento técnico es la alteración intencionada del flujo o movimiento natural de un acontecimiento: un cambio de plano, una aceleración, una ralentización, un objeto que entra en pantalla, un cambio de sonido, una perspectiva extraña, etc. Si se mira una televisión encendida desde detrás de la pantalla en una habitación a oscuras, puede observarse un relampagueo constante que indica la utilización de acontecimientos técnicos visuales con el objetivo de mantener la atención del espectador. Escucha el griterío y los ruidos de la televisión del vecino en una noche de verano: son los acontecimientos técnicos auditivos. 
El fenómeno de la habituación al estímulo, bien conocido por la psicología de la percepción, ha provocado que el número y la velocidad de acontecimientos técnicos haya ido subiendo con los años en los programas de la televisión (de uno cada 20 segundos a uno cada 4 segundos). En la publicidad (en general de poco interés para el espectador) el número de acontecimientos técnicos sube a uno cada uno o dos segundos para mantener la atención sobre la pantalla. Las películas por su parte se parecen cada vez más a la publicidad y ésta a los video-clips. El espectador, al aburrirse, provoca con el mando a distancia nuevas alteraciones que le siguen manteniendo pegado a la pantalla. En el mundo real las cosas no se alteran claramente cada dos o cuatro segundos, así que el mundo real puede llegar a ser menos atractivo para el sistema nervioso que la televisión.

Para mantener la atención, además de la aceleración de los acontecimientos técnicos, ha sido necesario ir subiendo el impacto emocional de las propuestas televisivas. Así se ha ido incrementando el valor provocativo de los estímulos, lo que antes era un debate tranquilo, ahora tiene que ser necesariamente acalorado, la retransmisión de robos de ficción ha ido dando paso a la filmación directa de conductas delictivas. El repertorio de extravagancias empieza, a su vez, a ser habitual. Al igual que ya se televisan intervenciones quirúrgicas, es previsible la retransmisión de la tortura, los suicidios y todo aquello que pueda mantener sentados a los espectadores, para que vean entre unos y otros programas, o en el interior de los mismos, unos cuantos mensajes de carácter comercial o ideológico. Para mantener la atención la televisión transforma todo lo que trata en espectáculo. El discurso político, el conocimiento, el conflicto, el temor, la muerte, la guerra, la destrucción son fundamentalmente espectáculo para la televisión.


El flujo continuo de imágenes dificulta los procesos cognitivos complejos


La situación de privación sensorial en la que se visualiza la pantalla de la televisión (prolongadamente quietos, en una habitación en semipenumbra, sin hablar y sin relacionarse) produce en el espectador un estado parecido al de la ensoñación, dejando camino libre a la implantación de imágenes en nuestro cerebro. Imágenes que han sido previamente seleccionadas, tratadas, aceleradas, cortadas y combinadas por otras personas. La ensoñación, vivida como propia, en realidad es de otras personas lejanas con unos objetivos muy diferentes a los nuestros.

En la conversación, en la lectura y en la acción, la velocidad del procesamiento de la información la ponen quienes las realizan. En estas acciones se puede interrumpir, preguntar, releer, subrayar, volver a mirar, manipular. Las imágenes de la televisión, sin embargo, entran directamente en los bancos de la memoria sin poder ser filtradas, ni procesadas. Ante el flujo de imágenes la mente actúa sólo como receptáculo. 

Una de las especificidades del ser humano es el hecho de ser un animal simbólico, esto es, puede realizar abstracciones a través del lenguaje. Para desarrollar la capacidad de abstracción la mente necesita alejarse de las imágenes concretas. Las palabras al convertirse en imágenes reducen su campo semántico, se empobrecen y la capacidad de razonar con ellas se dificulta. Si la palabra “éxito” va acompañado de la imagen de un joven ejecutivo sonriente, el campo semántico del concepto “éxito” tiende a reducirse a aquello que la imagen muestra. La televisión supone una preponderancia de lo visible sobre lo inteligible. Mientras se ve la TV no se pueden llevar a cabo procesos cognitivos complejos como contextualizar, inferir o cambiar la perspectiva. La información que se trasmite no puede ser pensada en el momento de la exposición. Al suprimir el esfuerzo cognitivo en el espectador, se suprime también el placer de la comprensión y de la reflexión. La televisión se opone a la práctica del entendimiento, de la argumentación y la racionalidad. Se piensa por asociación simple. Las asociaciones son creadas intencionalmente. La publicidad es fundamentalmente asociativa. No por casualidad la persuasión del discurso político se ha ido desplazando del poder de la argumentación al de la apariencia, la imagen y las asociaciones emocionales.

La descontextualización, la velocidad y la discontinuidad habitual de las imágenes y la programación televisiva perjudica la percepción de procesos complejos, que son los que explican nuestras vidas.

La visualización de la televisión impide también el pensamiento a la deriva propio de los ratos de reposo o de las tareas de baja concentración. Este pensamiento a la deriva es imprescindible para reprocesar y organizar la información que entra en el cerebro, al igual que lo es el sueño. 

Los mapas cognitivos se desarrollan en el cerebro a partir de las actividades que realizamos. La televisión se convierte en uno de los mayores campos de experiencia mental, desplazando la experiencia con la realidad, con los otros, y dificultando la elaboración propia de nuestro cerebro. Una buena parte de nuestros mapas cognitivos están implantados por la televisión. Estos mapas están gravemente distorsionados, sesgados y desordenados con respecto a la realidad al ser introducidos sólo con la finalidad mantener la atención a la pantalla (para este fin, vale todo). Y también porque sirven sólo a los fines de quienes controlan el medio. 


La lógica inherente de la televisión y la representación social de la realidad


En el cuadro se muestran algunas dimensiones y la opción que elige la televisión por el hecho de ser una pantalla que requiere seguir siendo mirada con la pasividad de la persona que la mira.

Es más fácil televisar...             Que...

Lo simple                                    Lo complejo
Los efectos                                 Las causas
Lo concreto                               Lo abstracto
Lo individual                              Lo colectivo
La competición                         La cooperación
Lo extravagante                       Lo común
Los hechos                                 Las relaciones
Lo que se tira                            Lo que dura
Los sucesos                               Los procesos
Los datos                                   El significado de los datos
Las conductas                          Los motivos de las conductas
La tensión                                  La articulación
Las relaciones mecánicas             Las relaciones orgánicas
Los líderes                                Los pueblos
Los excluidos                           La exclusión
La fuerza                                  La razón
Los productos                         La contaminación que producen
La jerarquía                             La democracia participativa
El consumo                             El no consumo



La televisión selecciona como un telescopio un puñado de acontecimientos entre billones de acontecimientos y los envía a millones de personas que dejan de ver el resto de los acontecimientos. El telescopio no selecciona la subida de la marea, ni la gente común que tiende la ropa, ni los cientos de reuniones de las personas que desarrollan alternativas viables.

Por otra parte, la secuencia de imágenes del rato en el que vemos la televisión, lejos de ser un discurso con una sintaxis más o menos coherente, carece de estructura narrativa. En conjunto, no es otra cosa que una superposición atropellada de imágenes e informaciones breves y descontextualizadas, ahora ficción, ahora noticias, ahora publicidad, ahora telerrealidad, ahora cambio de canal. Esta fragmentación llega a su paroxismo con el discurso del vídeo clip, al que cada vez se asemejan más los otros discursos: películas, publicidad, reportajes, telediarios, etc.

Al mezclarse realidad con ficción, publicidad con noticias cortas, al cambiar de lugares, temas y canales con tanta facilidad, al descontextualizar y manipular las imágenes, al tratar muchos temas lejanos y pocos cercanos, y al estar el cerebro que lo mira a bajo rendimiento, se crea una especie de sopa o caleidoscopio en el que uno no sabe a que atenerse, borrándose las fronteras de la verdad y la falsedad. 

Al perderse los referentes directos de la realidad, se crean las condiciones adecuadas para implantar imágenes y convertirlas en el referente más potente. 

El espectador es acostumbrado a ver el mundo sin actuar sobre él. Al separar la información de la ejecución, al contemplar un mundo mosaico en el que no se perciben las relaciones, se crea un estado de aturdimiento, indefensión y modorra en el que crece con facilidad la parálisis social.


La televisión suprime o debilita la
 conversación cotidiana


La competencia de la pantalla con la realidad acarrea numerosas consecuencias: 

-De entrada suprime o debilita la conversación inmediata, la de las comidas y las cenas, recorta la conversación con las personas más próximas dificultando su conocimiento y convierte lo cercano en extraño.

-El aislamiento que provoca permite adaptarse a las relaciones sociales de baja intensidad, de ahí el éxito de las relaciones en el ciberespacio. La soledad que produce se resuelve a su vez viendo aún más horas de televisión. La televisión calma el dolor que ella misma provoca.

-Disminuye la información local, tanto de personas como de realidades, y por lo tanto disminuye las posibilidades de articular relaciones y conocer y actuar sobre el territorio próximo.

-Homogeneiza las cabezas y suprime la sociodiversidad, al seleccionar la pantalla un trozo muy pequeño de realidad y repartirlo a todos los cerebros por igual. Dejan de ser conocidas las realidades que no han sido seleccionadas, sin que por otra parte se echen de menos. Al no aparecer otras realidades en las pantallas y ser éstas últimas el principal referente, lo lógico es pensar que no existen.

-Una buena parte de las personas que aparecen en la pantalla son seleccionadas para que puedan ser deseadas. El resultado es un espejo distorsionado de la realidad. Cada vez más personas se gustan menos al contemplarse en el espejo de la televisión. Una de las consecuencia más visibles de este fenómeno es el incremento acelerado de las anorexias. Por otra parte, como la actividad de ver la TV consiste en estar ratos prolongados sin hacer nada útil, las personas disminuyen el valor que se otorgan a sí mismas, lo que podría ser una de las razones de la caída de la autoestima sin precedentes que se ha producido en las últimas décadas.

-Se invita a leer la realidad en clave individual, cada uno desde su sofá. El debate se dificulta o se realiza en los términos propuestos por la pantalla. Queda mermado el conocimiento colectivo y se ignoran las formas de democracia participativa. El discurso político pierde los argumentos y la interacción siendo sustituida por los video-líderes5 en los que no importan tanto los fundamentos de lo que dicen, sino cómo se dice y su impacto emocional inmediato. 

El resultado es una fragmentación de las relaciones y una pérdida de las agrupaciones, asociaciones y estructuras comunitarias territoriales, y por lo tanto, del poder y la cohesión que éstas tenían asociados al territorio.


La aceleración de la concentración de poder


La razón última de la TV es anunciar, la razón última de anunciar es obtener beneficios monetarios, y la razón última de acumular beneficios monetarios es concentrar poder. El medio televisivo es bastante torpe para transmitir argumentos, debates científicos, representaciones culturales complejas, pero es absolutamente idóneo para introducir mensajes publicitarios cortos. Los productos se presentan aislados, sin relaciones y sin consecuencias. No es lo mismo anunciar un automóvil aparcado en el risco de una montaña que presentar todo lo que conlleva: carreteras, suministro de petróleo, control militar sobre las zonas de extracción del mismo, políticas promotoras de las distancias largas, residuos, cambios en la construcción de las ciudades, etc. Los mensajes cortos comerciales se presentan sin razonamientos, con asociaciones emocionales simples, y en un momento, en el que el cerebro además no puede desarrollar potencialidades como la reflexión, la imaginación o la crítica.

La publicidad expresa una relación de poder: un anunciante invade y millones de personas la absorben. Sólo unos pocos tienen acceso a publicitarse en televisión. La mente de las personas está siendo cada vez más ocupada con información puramente comercial. Es prácticamente imposible hablar mal de las grandes empresas en televisión, incluso a pesar de que la mayor parte de los problemas de la sostenibilidad del planeta está causado por su acción depredadora.

El objetivo de la publicidad es crear malestar, para resolverlo después a través de aquello que publicita. Cuando alguien necesita de verdad algo suele saberlo sin que se lo recuerden. La publicidad tiene como objetivo producir carencias. Para ensalzar sus propuestas triviales, la publicidad asocia los productos con valores no triviales (relacionarse, gustar, alegrarse, tener seguridad, pertenecer a la comunidad, ser inteligente, respetar la naturaleza, ser querido, no envejecer, tener éxito, etc.), produciendo con ello un fuerte desorden semántico en los valores que asocia, al forzarlos, descafeinarlos, simplificarlos y ponerlos junto al producto anunciado. Es curioso que de los numerosos mecanismos que utiliza la publicidad sólo haya sido denunciado el de la publicidad subliminal, cuando en realidad esta denuncia camufla que casi toda la publicidad (fundamentalmente asociativa) es subliminal, en el sentido de que es difícil procesarla conscientemente mientras se ve. Con una variedad de ingeniosas triquiñuelas, la publicidad consigue suprimir las numerosas maneras que las personas y las comunidades tienen para desarrollar su bienestar (entre otras relacionándose), y las reduce a un pequeño espectro de soluciones que ofrecen las grandes compañías. 


Las representaciones sociales y el pensamiento único


De la misma manera que las lenguas con las que nos comunicamos y pensamos han sido producto de innumerables interacciones entre las personas a lo largo de muchas generaciones, también las representaciones sociales y los diferentes relatos con los que se entiende el mundo, han sido producto de la interacción de las personas entre sí y con el territorio. Si bien es cierto que los relatos culturales también han sido promocionados (cuando no impuestos) desde los diferentes núcleos de poder en los territorios, nunca ha existido una tecnología capaz de introducir las imágenes y sus mensajes cortos directamente en el interior de los cerebros mientras se mantienen éstos a bajo rendimiento y aislados entre sí. Hasta hace dos generaciones las representaciones sociales tenían que propagarse despacio, y a través de una maraña de interacciones y distancias, siendo matizadas aquí y allá según las circunstancias y recursos de cada lugar. La diversidad de representaciones sociales ha permitido a las diferentes comunidades relacionarse con su entorno. A la vez, éstas se iban modificando de acuerdo a los nuevos problemas (y también pugnas de poder) que se iban presentando. En la actualidad, las representaciones sociales (la mayor parte de ellas comerciales, aunque también políticas) son diseñadas por un pequeño número de personas al servicio de los intereses de quienes las producen y son difundidas simultáneamente y sin apenas resistencia cognitiva a millones de personas que las reciben quietas en su sofá, probablemente calladas, en su habitación en semipenumbra. No hay que olvidar que un sector importante de la población tiene la TV como fuente casi exclusiva de información, y que incluso el resto de medios de información, ya en buena parte en manos de las propias cadenas de televisión, desarrollan una fuerte servidumbre con la televisión. 

El discurso y las representaciones sociales difundidas a través de la televisión muestran una serie de características que pasamos a enumerar brevemente:

-Es en buena parte un discurso comercial desarrollado de forma directa a través de la publicidad (la mayoría de los programas son una excusa para ver la publicidad) o indirectamente a través de programas esponsorizados, películas, concursos, deportes que introducen la publicidad, publireportajes camuflados (por ejemplo los que promocionan tecnologías), noticiarios que hablan de las grandes compañías (en sus cabeceras o en la sección económica), etc.

-Es un discurso simple, con muchos adjetivos y pocos argumentos. No se analizan en general las causas de los problemas. (¿Alguien recuerda más de tres programas que hayan hablado de las causas que producen la exclusión social?). La televisión no soporta la construcción colectiva del discurso, sólo le interesa la confrontación emocional. El debate es extravagante (los polos están cuidadosamente seleccionados) y tiene la función de crear espectáculo, para mantener mirando y sin pensar al espectador.

-Adula al espectador (“Nos importas”, “Vd elige”, “Muestre su inteligencia”, “Su personalidad es única”) mientras le propone gratificaciones inmediatas, triviales y pueriles. Y celebra el sistema que lo hace posible (la modernidad, el crecimiento, el progreso, la tecnología, la :sociedad de la información, la globalización, las armas inteligentes, etc.). Mientras ignora o reduce a “sucesos” o accidentes los destrozos que el sistema proporciona.


-Elimina, ignora, silencia, esoteriza, convierte en espectáculo o distorsiona cualquier tipo de alternativa al modelo de desarrollo que propone, haciendo ver que sólo hay un camino posible y el resto es el caos, la superstición, la violencia o el fanatismo. La propia naturaleza de la televisión y sus servidumbres (sin las cuales no sería posible) impide desde ella iniciar una alternativa, pues se le cortarían las alas de forma inmediata.


La televisión se convierte en el principal productor de representaciones “sociales”, en el medio difusor por excelencia del discurso dominante. Desde unos pocos centros de diseño se seleccionan las informaciones, programas y mensajes comerciales y se distribuyen con una inmensa eficacia al interior del cerebro de millones de espectadores, a los que se les dice qué estilo de vida es el deseable, qué valores defender, cómo entender la economía, cómo entender la tecnología, qué es el terror, cómo construir las sociedades y cómo mirar el planeta. Como, cuando las personas reciben el discurso icónico dejan de interaccionar y pensar, este discurso se convierte en el principal referente en la construcción de la visión del mundo. Desde la tecnología de la televisión el concepto de pensamiento único adquiere toda su significación. 






Tomado de:
CEMBRANOS DIAZ, Fernando: "Televisión, interacciones sociales y poder". En:

25 junio 2015

La era de la simulación. Jean Baudrillard




La era de la simulación

Jean Baudrillard


Si ha podido parecemos la más bella alegoría de la simulación aquella fábula de Borges en que los cartógrafos del Imperio trazan un mapa tan detallado que llega a recubrir con toda exactitud el territorio (aunque el ocaso del Imperio contempla el paulatino desgarro de este mapa que acaba convertido en una ruina despedazada cuyos girones se esparcen por los desiertos -belleza metafísica la de esta abstracción arruinada, donde fe del orgullo característico del Imperio y a la vez pudriéndose como una carroña, regresando al polvo de la tierra, pues no es raro que las imitaciones lleguen con el tiempo a confundirse con el original-, pero ésta es una fábula caduca para nosotros y no guarda más que el encanto discreto de los simulacros de segundo orden.


Hoy en día, la abstracción ya no es la del mapa, la del doble, la del espejo o la del concepto. La simulación no corresponde a un territorio, a una referencia, a una sustancia, sino que es la generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no precede al mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio y el que lo engendre, y si fuera preciso retomar la fábula, hoy serían los girones del territorio los que se pudrirían lentamente sobre la superficie del mapa. Son los vestigios de lo real, no los del mapa, los que todavía subsisten esparcidos por unos desiertos que ya no son los del Imperio, sino nuestro desierto. El propio desierto de lo real.


De hecho, incluso invertida, la metáfora es inutilizable. Lo único que quizá subsiste es el concepto de Imperio, pues los actuales simulacros, con el mismo imperialismo de aquellos cartógrafos, intentan hacer coincidir lo real, todo lo real, con sus modelos de simulación. Pero no se trata ya ni de mapa ni de territorio. Ha cambiado algo más: se esfumó la diferencia soberana entre uno y otro que producía el encanto de la abstracción. Es la diferencia la que produce simultáneamente la poesía del mapa y el embrujo del territorio, la magia del concepto y el hechizo de lo real. El aspecto imaginario de la representación -que culmina y a la vez se hunde en el proyecto  descabellado de los cartógrafos- de un mapa y un territorio idealmente superpuestos, es barrido por la simulación, cuya operación es nuclear y genética, en modo alguno especular y discursiva. La metafísica entera desaparece. No más espejo del ser y de las apariencias, de lo real y de su concepto. No más coincidencia imaginaria: la verdadera dimensión de la simulación es la miniaturización genética. 


Lo real es producido a partir de células miniaturizadas, de matrices y de memorias, de modelos de encargo, y a partir de ahí puede ser reproducido un número indefinido de veces. No posee entidad racional al no ponerse a prueba en proceso alguno, ideal o negativo. Ya no es más que algo operativo que ni siquiera es real puesto que nada imaginario lo envuelve. Es un hiperreal, el producto de una síntesis irradiante de modelos combinatorios en un hiperespacio sin atmósfera.


En este paso a un espacio cuya curvatura ya no es la de lo real, ni la de la verdad, la era de la simulación se abre, pues, con la liquidación de todos los referentes, peor aún: con su resurrección artificial en los sistemas de signos, material más dúctil que el sentido, en tanto que se ofrece a todos los sistemas de equivalencias, a todas las oposiciones binarias, a toda el álgebra combinatoria. No se trata ya de imitación ni de reiteración, incluso ni de parodia, sino de una suplantación de lo real por los signos de lo real, es decir, de una operación de disuasión de todo proceso real por su doble operativo, máquina de índole reproductiva, programática, impecable, que ofrece todos los signos de lo real y, en cortocircuito, todas sus peripecias. Lo real no tendrá nunca más ocasión de producirse, tal es la función vital del modelo en un sistema de muerte, o, mejor, de resurrección anticipada que no concede posibilidad alguna ni al fenómeno mismo de la muerte. Hiperreal en adelante al abrigo de lo imaginario, y de toda distinción entre lo real y lo imaginario, no dando lugar más que a la recurrencia orbital de modelos y a la generación simulada de diferencias. 


Suplantación de lo real por los signos de lo real

Disimular es fingir no tener lo que se tiene. Simular es fingir tener lo que no se tiene. Lo uno remite a una presencia, lo otro a una ausencia. Pero la cuestión es más complicada, puesto que simular no es fingir: «Aquel que finge una enfermedad puede sencillamente meterse en cama y hacer creer que está enfermo. Aquel que simula una enfermedad aparenta tener algunos síntomas de ella» (Littré). Así, pues, fingir, o disimular, dejan intacto el principio de realidad: hay una diferencia clara, sólo que enmascarada. Por su parte la simulación vuelve a cuestionar la diferencia de lo «verdadero» y de lo «falso», de lo «real» y de lo «imaginario». El que simula, ¿está o no está enfermo contando con que ostenta «verdaderos» síntomas? Objetivamente, no se le puede tratar ni como enfermo ni como no–enfermo. La psicología y la medicina se detienen ahí, frente a una verdad de la enfermedad inencontrable en lo sucesivo. 


Pues si cualquier síntoma puede ser «producido » y no se recibe ya como un hecho natural, toda enfermedad puede considerarse simulable y simulada y la medicina pierde entonces su sentido al no saber tratar mas que las enfermedades «verdaderas» según sus causas objetivas. La psicosomática evoluciona de manera turbia en los confines del principio de enfermedad. En cuanto al psicoanálisis, remite el síntoma desde el orden orgánico al orden inconsciente: una vez más éste es considerado más «verdadero» que el otro. Pero, ¿por qué habría de detenerse el simulacro en las puertas del inconsciente? ¿Por qué el «trabajo» del inconsciente no podría ser «producido» de la misma manera que no importa qué síntoma de la medicina clásica? Así lo son ya los sueños. 


Claro está, el médico alienista pretende que «existe para cada forma de alienación mental un orden particular en la sucesión de síntomas que el simulador ignora y cuya ausencia no puede engañar al médico alienista». Lo anterior (que data de 1865), para salvar a toda costa un principio de verdad y escapar así a la problemática que la simulación plantea, a saber: que la verdad, la referencia, la causa objetiva, han dejado de existir definitivamente. ¿Qué puede hacer la medicina con lo que fluctúa en los límites de la enfermedad o de la salud, con la reproducción de la enfermedad en el seno de un discurso que ya no es verdadero ni falso? ¿Qué puede hacer el psicoanálisis con la repetición del discurso del inconsciente dentro de un discurso de simulación que jamás podrá ser desenmascarado al haber dejado de ser falso? ¿Qué puede hacer el ejército con los simuladores? Tradicionalmente, los desenmascara y los castiga en base a patrones fijos, y preclaros, de detección. Hoy por hoy, puede reformar al mejor de los simuladores como si de un homosexual, un cardíaco o un loco «verdaderos» se tratara. Incluso la psicología militar retrocede  ante las claridades cartesianas y se resiste a llevar a cabo la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre el síntoma «producido» y el síntoma auténtico: «Si interpreta tan bien el papel de loco es que lo está.» Y no se equivoca: en este sentido, todos los locos simulan, y esta indistinción constituye la peor de las subversiones. Precisamente contra ella se ha armado la razón clásica con todas sus categorías, pero las ha desbordado y el principio de verdad ha quedado de nuevo cubierto por las aguas. 


Más allá de la medicina y del ejército, campos predilectos de la simulación, el asunto remite a la religión y al simulacro de la divinidad: «Prohibí que hubiera imágenes en los templos porque la divinidad que anima la naturaleza no puede ser representada.» Precisamente sí puede serlo, pero ¿qué va a ser de ella si se la divulga en iconos, si se la disgrega en simulacros? ¿Continuará siendo la instancia suprema que sólo se encarna en las imágenes como representación de una teología visible? ¿O se volatilizará quizá en los simulacros, los cuales, por su cuenta, despliegan su fasto y su poder de fascinación, sustituyendo el aparato visible de los iconos a la Idea pura e inteligible de Dios? Justamente es esto lo que atemorizaba a los iconoclastas, cuya querella milenaria es todavía la nuestra de hoy. Debido en gran parte a que presentían la todopoderosidad de los simulacros, la facultad que poseen de borrar a Dios de la conciencia de los hombres; la verdad que permiten entrever, destructora y anonadante, de que en el fondo Dios no ha sido nunca, que sólo ha existido su simulacro, en definitiva, que el mismo Dios nunca ha sido otra cosa que su propio simulacro, ahí estaba el germen de su furia destructora de imágenes. Si hubieran podido creer que éstas no hacían otra cosa que ocultar o enmascarar la Idea platónica de Dios, no hubiera existido motivo para destruirlas, pues se puede vivir de la idea de una verdad modificada, pero su desesperación metafísica nacía de la sospecha de que las imágenes no ocultaban absolutamente nada, en suma, que no eran en modo alguno imágenes, sino simulacros perfectos, de una fascinación intrínseca eternamente deslumbradora.


Por eso era necesario a toda costa exorcisar la muerte del referente divino. Está claro, pues, que los iconoclastas, a los que se ha acusado de  despreciar y de negar las imágenes, eran quienes les atribuían su valor exacto, al contrario de los iconólatras que, no percibiendo más que sus reflejos, se contentaban con venerar un Dios esculpido. Inversamente, también puede decirse que los iconólatras fueron los espíritus más modernos, los más aventureros, ya que tras la fe en un Dios posado en el espejo de las imágenes, estaban representando la muerte de este Dios y su desaparición en la epifanía de sus representaciones. 


Dios nunca ha sido otra 
cosa que su propio simulacro

Así lo hicieron los jesuitas al fundar su política sobre la desaparición virtual de Dios y la manipulación mundana y espectacular de las conciencias -desaparición de Dios en la epifanía del poder-, fin de la trascendencia sirviendo ya sólo como coartada para una estrategia liberada de signos y de influencias. Tras el barroco de las imágenes se oculta la eminencia gris de la política. Así pues, lo que ha estado en juego desde siempre ha sido el poder mortífero de las imágenes, asesinas de lo real, asesinas de su propio modelo, del mismo modo que los iconos de Bizancio podían serlo de la identidad divina. 


A este poder exterminador se opone el de las representaciones como poder dialéctico, mediación visible e inteligible de lo Real. Toda la fe y la buena fe occidentales se han comprometido en esta apuesta de la representación: que un signo pueda remitir a la profundidad del sentido, que un signo pueda cambiarse por sentido y que cualquier cosa sirva como garantía de este  cambio, Dios, claro está. Pero ¿y si Dios mismo puede ser simulado, es decir reducido a los signos que dan fe de él? Entonces, todo el sistema queda flotando convertido en un gigantesco simulacro, no en algo irreal, sino en simulacro, es decir, no pudiendo trocarse por lo real pero dándose a cambio de sí mismo dentro de un circuito ininterrumpido donde la referencia no existe. 


Al contrario que la utopía, la simulación parte del principio de equivalencia, de la negación radical del signo como valor, parte del signo como reversión y eliminación de toda referencia. Mientras que la representación intenta  absorber la simulación interpretándola como falsa representación, la simulación envuelve todo el edificio de la representación tomándolo como
simulacro. 

Las fases sucesivas de la imagen serían éstas: 

— es el reflejo de una realidad profunda
— enmascara y desnaturaliza una realidad profunda
— enmascara la ausencia de realidad profunda
— no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y puro simulacro.

En el primer caso, la imagen es una buena apariencia y la representación pertenece al orden del sacramento. En el segundo, es una mala apariencia y es del orden de lo maléfico. En el tercero, juega a ser una apariencia y  pertenece al orden del sortilegio. En el cuarto, ya no corresponde al orden de la apariencia, sino al de la simulación.

El momento crucial se da en la transición desde unos signos que disimulan algo a unos signos que disimulan que no hay nada. Los primeros remiten a una teología de la verdad y del secreto (de la cual forma parte aún la ideología).

Los segundos inauguran la era de los simulacros y de la simulación en la que ya no hay un Dios que reconozca a los suyos, ni Juicio Final que separe lo falso de lo verdadero, lo real de su resurrección artificial, pues todo ha muerto y ha resucitado de antemano. Cuando lo real ya no es lo que era, la nostalgia cobra todo su sentido. Pujanza de los mitos del origen y de los signos de realidad. Pujanza de la verdad, la objetividad y la autenticidad segundas. Escalada de lo verdadero, de lo vivido, resurrección de lo figurativo allí donde el objeto y la sustancia han desaparecido. Producción enloquecida de lo real y lo referencial, paralela y superior al enloquecimiento de la producción material: así aparece la simulación en la fase que nos concierne —una estrategia de lo real, de neo–real y de hiperreal, doblando por doquier una estrategia de disuasión.

















Tomado de: 
BAUDRILLARD, Jean (1978): Cultura y simulacro. Barcelona, Kairós, pp.5-15

17 junio 2015

Rulfo, el lenguaje del mito. Carlos Fuentes




Rulfo, el lenguaje del mito

Carlos Fuentes


 Giambattista Vico, quien primero ubicó el origen de la sociedad en el lenguaje y el origen del lenguaje en la elaboración mítica, vio en los mitos la «universalidad imaginativa» de los orígenes de la humanidad: la imaginación de los pueblos ab-originales. La voz de Rulfo llega a esta raíz. Es, a la vez, silencio y lenguaje; y, para no sacrificar en ningún momento sus dos componentes, es, sobre todo, rumor. Claude Lévi-Strauss, en su Antropología estructural, nos dice que la función de los mitos consiste en incorporar y exhibir las oposiciones presentes en la estructura de la sociedad en la cual nace el mito. El mito es la manera en que una sociedad entiende e ignora su propia estructura; revela una presencia, pero también una carencia. Ello se debe a que el mito asimila los acontecimientos culturales y sociales. El hecho biológico de dar a luz se convierte, míticamente, en un hecho social. El juego entre realidad sexual y teatralidad erótica de Doloritas Preciado, Eduviges Dyada, Damiana Cisneros y Dorotea la Cuarraca en torno al «hijo» narrador, Juan Preciado, es parte de esta circulación entre biología y sociedad que opera el mitopuente. Hay más: Lévi-Strauss indica que en cada mito se refleja no sólo su propia poética (es decir, la manera en que el mito es contado en un momento o una sociedad determinados) sino que también da cabida a todas las variantes no dichas, de las cuales esta particular versión es sólo una variante más.


Vladimir Propp, en la Morfología del cuento, distingue una veintena de funciones propias del cuento de hadas ruso. El orden de las mismas puede variar, pero no se encuentra un cuento que no incluya, en una forma u otra, una combinación de varias de estas funciones. ¿Hay mitos nuevos, nacidos de circunstancias nuevas? Harry Levin recuerda que Emerson pidió una mitología industrial de Manchester, y Dickens se la dio; Trotski pidió un arte revolucionario que reflejase todas las contradicciones del sistema social revolucionario, pero Stalin se lo negó. La audiencia actual de telenovelas y novelas «divertidas» o light ignora que está leyendo combinaciones de mitos antiquísimos. Sin embargo, sólo la crítica del subdesarrollo sigue manteniendo el mito romántico de la originalidad, precisamente porque nuestras sociedades aún no rebasan las promesas sentimentales de las clases medias del siglo pasado. Todo gran escritor, todo gran crítico, todo gran lector, sabe que no hay libros huérfanos: no hay textos que no desciendan de otros textos.


El mito explica esta realidad genealógica y mimética de la literatura: no hay, como explica LéviStrauss, una sola versión del mito, de la cual todas las demás serían copias o distorsiones. Cada versión de la verdad le pertenece al mito. Es decir, cada versión del mito es parte del mito y éste es su poder. El mismo mito —Edipo, pongo por caso— puede ser contado anónimamente, o por Sócrates, Shakespeare, Racine, Hölderlin, Freud, Cocteau, Pasolini, y mil sueños y cuentos de hadas. Las variaciones reflejan el poder del mito. Traten ustedes de contar más de una vez, en cambio, una novela de Sidney Sheldon o de Jackie Collins.


Al contener todos estos aspectos de sí, el mito establece también múltiples relaciones con el lenguaje invisible o no dicho de una sociedad. El mito, en este sentido, es la expresión del lenguaje potencial de la sociedad en la cual se manifiesta. Esto es igualmente cierto en la antigüedad mediterránea y en la antigüedad mesoamericana, puesto que el mito y el lenguaje son respuestas al terror primario ante la inminencia de la catástrofe natural. Primero hablamos para contar un mito que nos permite comprender el mundo, y el mito requiere un lenguaje para manifestarse. Mito y lenguaje aparecen al mismo tiempo, y los mitos, escribe Vico, son el ingreso a la vasta imaginación de los primeros hombres. El lenguaje del mito nos permite conocer las voces mentales de los primeros hombres: dioses, familia, héroes, autoridad, sacrificios, leyes, conquista, valentía, fama, tierra, amor, vida y muerte: éstos son los temas primarios del mito, y los dioses son los primeros actores del mito. El hombre recuerda las historias de los dioses y las comunica, antes de morir, a sus hijos, a su familia. Pero el hombre abandona su hogar, viaja a Troya, obliga a los dioses a acompañarle, lucha, convierte el mito en épica y en la lucha épica —que es la lucha histórica— descubre su fisura personal, su falla heroica: de ser héroe épico, pasa a ser héroe trágico. Regresa al hogar, comunica la tragedia a la ciudad, y la ciudad, en la catarsis, se une al dolor del héroe caído y restablece, en la simpatía, los valores de la comunidad. 


Éste es el círculo de fuego de la antigüedad mediterránea —mito, épica y tragedia— que el cristianismo primero y la secularidad moderna, en seguida, excluyen, porque ambos creen en la redención en el futuro, en la vida eterna o en la utopía secular, en la ciudad de dios o en la ciudad del hombre. La novela occidental no regresa a la tragedia: se apoya en la épica precedente, degradándola y parodiándola (Don Quijote) pero vive una intensa nostalgia del mito que es el origen de la materia con la cual se hace literatura: el lenguaje.


Pedro Páramo no es una excepción a esta regla: la confirma con brillo incomparable, cuenta la historia épica del protagonista, pero esta historia es vulnerada por la historia mítica del lenguaje. Negar el mito sería negar el lenguaje y para mí éste es el drama de la novela de Rulfo. En el origen del mito está el lenguaje y en el origen del lenguaje está el mito: ambos son una respuesta al silencio aterrador del mundo anterior al hombre: el universo mudo al cual viaja el narrador de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, deteniéndose al borde del abismo. 


Por todo esto, es significativo que en el centro mismo de Pedro Páramo escuchemos el vasto silencio de una tormenta que se aproxima —y que este silencio sea roto por el mugido del ganado. Fulgor Sedano, el brazo armado del cacique, da órdenes a los vaqueros de aventar el ganado de Enmedio más allá de lo que fue Estagua, y de correr el de Estagua para los cerros del Vilmayo. «Y apriétenle —termina—, ¡que se nos vienen encima las aguas!». Apenas sale el último hombre a los campos lluviosos, entra a todo galope Miguel Páramo, el hijo consentido del cacique, se apea del caballo casi en las narices de Fulgor y deja que el caballo busque solo su pesebre. 


«—¿De dónde vienes a estas horas, muchacho?» —le pregunta Sedano.
«—Vengo de ordeñar» —contesta Miguel, y en seguida en la cocina, mientras le prepara sus huevos, le contesta a Damiana que llega «De por ahí, de visitar madres». Y pide que se le dé de comer igual que a él a una mujer que «allí está afuerita», con un molote en su rebozo que arrulla «diciendo que es su crío. Parece ser que le sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó. Vive de limosna». El silencio es roto por las voces que no entendemos, las voces mudas del ganado mugiente, de la vaca ordeñada, de la mujer parturienta, del niño que nace, del molote inánime que arrulla en su rebozo una mendiga. Este silencio es el de la etimología misma de la palabra «mito»: mu, nos dice Erich Kahler, raíz del mito, es la imitación del sonido elemental, res, trueno, mugido, musitar, murmurar, murmullo, mutismo. De la misma raíz proviene el verbo griego muein, cerrar, cerrar los ojos, de donde derivan misterio y mística.


Novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda, Pedro Páramo concentra así todas las sonoridades muertas del mito. Mito y Muerte: ésas son las dos emes que coronan todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de México: novela mexicana esencial, insuperada e insuperable, Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte. La novela, como es sabido, se llamó originalmente Los murmullos, y Juan Preciado, al violar radicalmente las normas de su propia presentación narrativa para ingresar al mundo de los muertos de Comala, dice:

—Me mataron los murmullos.

Lo mató el silencio. Lo mató el misterio. Lo mató la muerte. Lo mató el mito de la muerte. Juan Preciado ingresa a Comala y al hacerlo ingresa al mito encarnando el proceso lingüístico descrito por Kahler y que consiste en dar a una palabra el significado opuesto: como el mutus latín, mudo, se transforma en el mot francés, palabra, la onomatopeya mu, el sonido inarticulado, el mugido, se convierte en mythos, la definición misma de la palabra. Pedro Páramo es una novela extraordinaria, entre otras cosas, porque se genera a sí misma, como novela mítica, de la misma manera que el mito se genera verbalmente: del mutismo de la nada a la identificación con la palabra, de mu a mythos y dentro del proceso colectivo que es indispensable a la gestación mítica, que nunca es un desarrollo individual. El acto, explica Hegel, es la épica. Pedro Páramo, el personaje, es un carácter de epopeya. 


Pero su novela, la que lleva su nombre, es un mito que despoja al personaje de su carácter épico. Cuando Juan Preciado es vencido por los murmullos, la narración deja de hablar en primera persona y asume una tercera persona colectiva: de allí en adelante, es el nosotros el que habla, el que reclama el mythos de la obra.


En la Antigüedad el mito nutre a la épica y a la tragedia. Es decir: las precede en el tiempo. Pero también en el lenguaje, puesto que el mito ilustra históricamente el paso del silencio —mutus— a la palabra —mythos.


La precedencia del mito en el tiempo, así como su naturaleza colectiva, son explicadas por Carl Gustav Jung cuando nos dice, en Los arquetipos del inconsciente colectivo, que los mitos son revelaciones originales de la psique preconsciente, declaraciones involuntarias acerca de eventos psíquicos inconscientes. Los mitos, añade Jung, poseen un significado vital. No sólo la representan: son la vida psíquica de la tribu, la cual inmediatamente cae hecha pedazos o decae cuando pierde su herencia mitológica, como un hombre que ha perdido su alma. Recuerdo dos narraciones modernas que de manera ejemplar asumen esta actitud colectiva en virtud de la cual el mito no es inventado, sino vivido por todos: el cuento de William Faulkner «Una rosa para Emilia» y la novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo. En estos dos relatos, el mito es la encarnación colectiva del tiempo, herencia de todos que debe ser mantenida, patéticamente, por todos, pues como lo escribió Vico, nosotros hicimos la historia, nosotros creamos el tiempo, y si ello es así, si la historia es obra de nuestra voluntad y no del capricho de los dioses o del curso de la naturaleza, entonces es nuestra obligación mantener la historia: mantener la memoria del tiempo. Es parte del deber de la vida: es mantenernos a nosotros mismos. 


Pedro Páramo también contiene su antes feliz: la Comala descrita por la voz ausente de Doloritas, el murmullo de la madre: «Un pueblo que huele a miel derramada». Pero este pueblo frondoso que guarda nuestros recuerdos como una alcancía sólo puede ser recobrado en el recuerdo; es el «Edén subvertido» de López Velarde, creación histórica de la memoria pero también mito creado por el recuerdo. Pero ¿quién puede recordar en Comala, quién puede crear la historia o el mito a partir de la memoria? ¿Quién tiene, en otras palabras, derecho al lenguaje en Comala? ¿Quién lo posee, quién no? Steven Boldy, el crítico inglés y catedrático del Emmanuel College, Cambridge, responde en un brillante estudio sobre Pedro Páramo: el dueño del lenguaje es el padre; los desposeídos del lenguaje son los demás, los que carecen de la autoridad paterna. Este pueblo frondoso ha sido destruido por un hombre que niega la responsabilidad colectiva y vive en el mundo aislado del poder físico individual, de la fuerza material y de las estrategias maquiavélicas que se necesitan para sujetar a la gente y asemejarla a las cosas.¿Cómo ocurre esto? ¿Por qué llega Juan Preciado a este pueblo muerto en busca de su padre? Ésta es la historia detrás de la épica: Pedro Páramo ama a una mujer que no pertenece a la esfera épica. Susana San Juan pertenece al mundo mítico de la locura, la infancia, el erotismo y la muerte. ¿Cómo poseer a esta mujer? ¿Cómo llegar a ella?


Pedro Páramo está acostumbrado a poseer todo lo que desea. Forma parte de un mundo donde el dueño de la esfera verbal es dueño de todos los que hablan, como el emperador Moctezuma, que llevaba el título de Tlatoani, el Señor de la Gran Voz, el monopolista del lenguaje. Un personaje de «Talpa», el cuento de Rulfo, tiene que gritar mientras reza, «nomás» para saber que está rezando y, acaso, para creer que Dios o el Tlatoani lo escuchan. Pedro Páramo es el padre que domina la novela de Rulfo, es su Tlatoani. Michel Foucault ha escrito que el padre es el elemento fundamental de la simbolización en la vida de cada individuo. Y su función —la más poderosa de todas las funciones— es pronunciar la ley y unir la ley al lenguaje. La oración esencial, por supuesto, se invoca «en el nombre del padre», y lo que el padre hace, en nuestro nombre y el suyo, es separarnos de nuestra madre para que el incesto no ocurra. Esto lo hace al nombrarnos: nos da su nombre y, por derivación, su ser, nos recuerda Boldy. 


Nombrar y existir, para el padre, son la misma cosa, y en Pedro Páramo el poder del cacique se expresa en estos términos cuando Pedro le dice a Fulgor: «La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros». La aplicación de esta ley exige la negación de los demás: los de más, los que sobran, los que no-son Pedro Páramo: «Esa gente no existe». Pero él —el Padre, el Señor— existe sólo en la medida en que ellos le temen, y al temerlo, lo reconocen, lo odian, pero lo necesitan para tener un nombre, una ley y una voz. Comala, ahora, ha muerto porque el Padre decidió cruzarse de brazos y dejar que el pueblo se muriera de hambre. «Y así lo hizo.» Su pretexto es que Comala convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan. La verdad es otra: Pedro Páramo no pudo poseer a la mujer que amó porque no pudo transformarla en objeto de su propia esfera verbal. Pedro Páramo condena a muerte a Comala porque la condena al silencio —la condena al origen, antes del lenguaje—, pero Comala, Susana y finalmente Juan Preciado, saben algo que Pedro Páramo ignora: la muerte está en el origen, se empieza con la muerte, la vida es hija de la muerte, y el lenguaje proviene del silencio. Pedro Páramo cree que condena a muerte a un pueblo porque la muerte para él está en el futuro, la muerte es obra de la mano de Pedro Páramo, igual que el silencio. Para todos los demás —para ese coro de viejas nanas y señoritas abandonadas, brujas y limosneras, y sus pupilos fantasmales, los hijos de Pedro Páramo, Miguel y Abundio, y Juan Preciado al cabo— lo primero que debemos recordar es la muerte: nuestro origen, y el silencio: Mu, mito y mugido, primera palabra nacida del vacío y del terror de la muerte y del silencio. Para todos ellos, la muerte está en el origen, se empieza con la muerte, y acaso es esto lo que une, al cabo, al hijo de Pedro Páramo y a la amada de Pedro Páramo, a Juan Preciado y a Susana San Juan: los murmullos, el lenguaje incipiente, nacidos del silencio y de la muerte. El problema de Pedro Páramo es cómo acercarse a Susana. Cómo acercarse a Pedro Páramo es el problema de sus hijos, incluyendo a Juan Preciado, y éste también es un problema de la esfera verbal.


Pedro Páramo (1965),  novela de Juan Rulfo.
Al leerla recordamos nuestra propia muerte


¿Qué cosa puede acercarnos al padre? El lenguaje mismo que el padre quiso darnos primero y quitarnos en seguida: el lenguaje que es el poder del padre, pero su impotencia cuando lo pierde. Rulfo opta por algo mejor que una venganza contra el padre: lo suma a un esfuerzo para mantener el lenguaje mediante el mito, y el mito de Rulfo es el mito de la muerte a través de la búsqueda del padre y del lenguaje. Pedro Páramo es en cierto modo una telemaquia, la saga de la búsqueda y reunión con el padre, pero como el padre está muerto —lo asesinó uno de sus hijos, Abundio el arriero—, buscar al padre y reunirse con él es buscar a la muerte y reunirse con ella. Esta novela es la historia de la entrada de Juan Preciado al reino de la muerte, no porque encontró la suya, sino porque la muerte lo encontró a él, lo hizo parte de su educación, le enseñó a hablar e identificó muerte y voces o, más bien, la muerte como un ansia de palabra, la palabra como eso que Xavier Villaurrutia llamó, certeramente, la nostalgia de la muerte. Juan Preciado dice que los murmullos lo mataron: es decir, las palabras del silencio. «Mi cabeza venía llena de ruidos y de voces. De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas.» Es la muerte la realidad que con mayor gravedad y temblor y ternura exige el lenguaje como prueba de su existencia.


Los mitos siempre se han contado junto a las tumbas: Rulfo va más lejos: va dentro de las tumbas, lado a lado, diálogo de los muertos: 

—Siento como si alguien caminara sobre nosotros.
—Ya déjate de miedos. […] Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a  estar mucho tiempo enterrados.


La tierra de los muertos es el reino de Juan Rulfo y en él este autor crea y  encuentra su arquetipo narrativo, un arquetipo íntimamente ligado a la dualidad padre/madre, silencio / voz. Para Jung, el arquetipo es el contenido del inconsciente colectivo, y se manifiesta en dos movimientos: a partir de la madre, la matriz que le da forma; y a través del padre, el portador del arquetipo, su mitóforos. Desde esta ventana podemos ver la novela de Rulfo como una visita a la tierra de la muerte que se sirve del conducto mítico supremo, el regreso al útero, a la madre que es recipiente del mito, fecundada por el mito: Doloritas y las madres sustitutas, Eduviges, Damiana, Dorotea.


¿Hacia qué cosa nos conducen todas ellas junto con Juan Preciado? Hacia el  portador del mito, el padre de la tribu, el ancestro maldito, Pedro Páramo, el fundador del Nuevo Mundo, el violador de las madres, el padre de todititos los hijos de la chingada. Sólo que este padre se niega a portar el mito. Y al hacerlo, traiciona a su prole, no puede hacerse cargo de «las palabras de la tribu». El mito, indica Jung en sus Símbolos de transformación, es lo que es creído siempre, en todas partes y por todos. Por lo tanto, el hombre que cree que puede vivir sin el mito, o fuera de él, es una excepción. Es como un ser sin raíces, que carece de vínculo con el pasado, con la vida ancestral que sigue viviendo dentro de él, e incluso con la sociedad humana contemporánea. Como Pedro Páramo en sus últimos años, viejo e inmóvil en un equipal junto a la puerta grande de la Media Luna, esperando a Susana San Juan como Heathcliff esperó a Catherine  arnshaw en las Cumbres borrascosas, pero separado radicalmente de ella porque Susana pertenece al mundo mítico de la locura, la infancia, el erotismo y la muerte y Pedro pertenece al mundo histórico del poder, la conquista física de las cosas, la estrategia maquiavélica para subyugar a las personas y asemejarlas a las cosas. 


Este hombre fuera del mito, añade Jung, no vive en una casa como los demás hombres, sino que vive una vida propia, hundido en una manía subjetiva de su propia hechura, que él considera como una verdad recién descubierta. La verdad recién descubierta de Pedro Páramo es la muerte, su deseo de reunirse con Susana. «No tarda ya. No tarda. Ésta es mi muerte. Voy para allá. Ya voy.» Muere una vez que ha dejado a Comala morirse, porque Comala convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan:

—Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.

Y así lo hizo.
Al condenar a muerte a Comala y sentarse en un equipal a esperar la suya, Pedro Páramo aparece como ese hombre sin mito del cual habla Jung: por más que la haya sufrido y por más que la haya dado, es un recién venido al reino de la muerte, que es parte de la realidad de la psique. El poder del padre está dañado porque no cree en el mito —no cree en el lenguaje— y cuando los descubre, es en el sueño de una mujer que no compartirá su sueño —es decir, su mito— con él. Susana San Juan, en cambio, es protagonista de varios mitos entrecruzados: el del incesto con su padre Bartolomé, y el de la pareja idílica con su amante Florencio. Pero, al cabo, es portadora de uno que los resume todos: el del eterno presente de la muerte. Bartolomé, el otro padre, para poseer a su hija, mata a Florencio. Privada de su amante, Susana decide privarse de su padre. Pedro Páramo se encarga de Bartolomé San Juan, lo asesina para recuperar a Susana, la niña amada, treinta años después, pero al hacerlo la pierde, porque la pérdida del padre significa, para Susana, precisamente lo que la presencia del padre significa para el pueblo: ley: protección: lenguaje. Al perder a su padre, Susana pierde ley, protección y lenguaje: se hunde en el silencio, se vuelve loca, sólo participa de su propio monólogo verbal cerrado. Niega al padre. En seguida niega al padre religioso, el padre Rentería. En seguida niega a Dios Padre. ¿Cómo puede Susana San Juan, entonces, reconocer jamás al usurpador de la autoridad paterna, Pedro Páramo, si ha dejado de reconocer a Dios, fuente de la autoridad patriarcal? Ésta es la realidad que Pedro Páramo no puede penetrar ni poseer y ni siquiera puede ser reconocido por Susana porque jamás puede entrar a su universo verbal, un mundo de silencio impenetrable para el poder de Pedro sobre la palabra: «¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber». Por una vez, el patriarca todopoderoso, el padre, el conquistador, es excluido. De manera que se cruza de brazos y deja que Comala se muera: Susana San Juan se le escapa, hasta en la muerte, a través de la misma muerte. 


Enterrada en vida, habitante de un mundo que rechina, prisionera de «una sepultura de sábanas», Susana no hace ningún distingo entre lo que Pedro Páramo llamaría vida y lo que llamaría muerte: si ella tiene «la boca llena de tierra» es, al mismo tiempo, porque «tengo la boca llena de ti, de tu boca, Florencio». Susana San Juan ama a un muerto: una muerta ama a un muerto. Y es ésta la puerta por donde Susana escapa al dominio de Pedro Páramo. Pues si el cacique tiene dominios, ella tiene demonios. Loco amor, lo llamaría Breton; loco amor de Pedro Páramo hacia Susana San Juan y loco amor de Susana San Juan hacia ese nombre de la muerte que es Florencio. Pero no loco amor de Susana y Pedro. Por su clima y temperamento, Pedro Páramo es una novela que se parece a otra: Cumbres borrascosas de Emily Brontë. Es interesante compararlas porque ha habido una pugna necia en torno a la novela de Rulfo, una dicotomía que insiste en juzgarla sólo bajo la especie poética o sólo bajo la especie política, sin entender que la tensión de la novela está entre ambos polos, el mito y la épica, y entre dos duraciones: la duración de la pasión y la duración del interés.


Leer a Juan Rulfo es como recordar nuestra propia muerte. Gracias al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte, que así pasa a formar parte de nuestra memoria. Estamos entonces mejor preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte, o la opción vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida: todo es vida. Al situar a la muerte en la vida, en el presente y, simultáneamente, en el origen, Rulfo contribuye poderosamente a crear una novela hispanoamericana moderna, es decir, abierta, inconclusa, que rehúsa un acabamiento —un acabado técnico, inclusive— que la prive de su resquicio, su hoyo, su Eros y su Tánatos. Literalmente, cada palabra debería ser final. Pero ésta es sólo su apariencia: de hecho, nunca hay última palabra, porque la novela existe gracias a una pluralidad de verdades: la verdad de la novela es siempre relativa. Su hogar, escribe Mijail Bajtin, es la conciencia individual, que por definición es parcial. Su gloria, recuerda Milan Kundera, es la de ser el paraíso transitorio en el que todos y cada uno tenemos el derecho de hablar y ser  escuchados. La novela es el instrumento del diálogo en este sentido profundo: no sólo el diálogo entre personajes, como lo entendió el realismo social y psicológico, sino el diálogo entre géneros, entre fuerzas sociales, entre lenguajes y entre tiempos históricos contiguos o alejados, como lo entendieron y entienden los generadores de la novela, Cervantes, Sterne y Diderot ayer, y Joyce, Kafka, Woolf, Broch y Faulkner en nuestro tiempo. Y Juan Rulfo.




















Tomado de:
FUENTES, Carlos (2011): La gran novela latinoamericana. Madrid, Alfaguara, pp. 79-87.