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30 junio 2023

El cuerpo, el apitalismo y la reproducción de la fuerza de trabajo. Silvia Federici

 



El cuerpo, el capitalismo y la reproducción de la fuerza de trabajo 


Silvia Federici


No hay duda de que el cuerpo está hoy en el centro del discurso político, disciplinario y científico, con el intento de redefinir sus principales cualidades y posibilidades en cada campo. Es la esfinge a la que debe interrogarse y lo que debe ponerse en práctica hacia el cambio social e individual. Sin embargo, es casi imposible articular una visión coherente del cuerpo sobre la base de las teorías más acreditadas en el ámbito intelectual y político. Por un lado, tenemos las formas más extremas de determinismo biológico, con la asunción del ADN como el deus absconditus (dios oculto) que presumiblemente determina, a nuestras espaldas, nuestra vida fisiológica y psicológica. Por otro lado, tenemos teorías (feministas, trans) que nos animan a descartar todos los factores "biológicos" a favor de las representaciones performativas o textuales del cuerpo y a abrazar, como parte constitutiva de nuestro ser, nuestra creciente asimilación con el mundo de las máquinas. 


Sin embargo, una tendencia común es la ausencia de un punto de vista desde el cual identificar las fuerzas sociales que están afectando nuestros cuerpos. Con una obsesión casi religiosa, la biología circunscribe el área de actividad significativa a un mundo microscópico de moléculas, cuya constitución es tan misteriosa como la del pecado original. En lo que respecta a quienes estudian la biología, llegamos a este mundo ya contaminado, predispuesto, predestinado o a salvo de enfermedades, porque todo está en el ADN que un dios desconocido nos ha asignado. En cuanto a las teorías discursivas y performativas del cuerpo, ellas también guardan silencio sobre el terreno social a partir del cual se generan ideas sobre el cuerpo y las prácticas corporales. Quizás existe el temor de que la búsqueda de una causa unitaria nos pueda cegar ante las diversas formas en que nuestros cuerpos articulan nuestras identidades y relaciones con el poder. También existe una tendencia, recuperada desde Foucault, de investigar los "efectos" de los poderes que actúan sobre nuestros cuerpos en lugar de sus fuentes. Sin embargo, sin una reconstrucción del campo de fuerzas en el que se mueven, nuestros cuerpos han de permanecer ininteligibles o han de desencadenar visiones desconcertantes de sus operaciones. ¿Cómo, por ejemplo, podemos imaginar "ir más allá de lo binario" sin comprender su utilidad económica, política y social dentro de sistemas particulares de explotación y, por otro lado, comprender las luchas por las cuales se identifican las identidades de género que se transforman continuamente? ¿Cómo hablar de nuestro "performance" de género, raza y edad sin un reconocimiento de la compulsión generada por formas específicas de explotación y castigo? 


Debemos identificar el mundo de las políticas antagónicas y las relaciones de poder mediante las cuales nuestros cuerpos están constituidos y repensar las luchas que han tenido lugar en oposición a la "norma" si queremos idear estrategias para el cambio. 


Este es el trabajo que realicé en Calibán y la bruja (2004), donde examiné cómo la transición al capitalismo cambió el concepto y el tratamiento del "cuerpo", argumentando que uno de los principales proyectos del capitalismo ha sido la transformación de nuestros cuerpos en máquinas de trabajo. Esto significa que la necesidad de maximizar la explotación del trabajo vivo, también a través de la creación de formas diferenciadas de trabajo y coerción, ha sido el factor que más que ningún otro ha moldeado nuestros cuerpos en la sociedad capitalista. Este enfoque ha contrastado conscientemente con el de Foucault, que arraiga los regímenes disciplinarios a los que el cuerpo fue sometido al comienzo de la "era moderna" en el funcionamiento de un "Poder" metafísico que no se identifica mejor en sus propósitos y objetivos.


En contraste con Foucault, también he argumentado que no tenemos una sino múltiples historias del cuerpo, es decir, múltiples historias de cómo se articuló la mecanización del cuerpo, pues las jerarquías raciales, sexuales y generacionales que el capitalismo ha construido desde su inicio descartan la posibilidad de un punto de vista universal. Por lo tanto, la historia del "cuerpo" debe contarse entretejiendo las historias de las personas que fueron esclavizadas, colonizadas o convertidas en asalariadas o en amas de casa no remuneradas, y las historias de las niñas/es, teniendo en cuenta que estas clasificaciones no son mutuamente excluyentes y que nuestra sujeción a los "sistemas de dominación entrelazados" siempre produce una nueva realidad. Agregaría que también necesitamos una historia del capitalismo escrita desde el punto de vista del mundo animal y, por supuesto, de las tierras, los mares y los bosques. 


Necesitamos mirar "el cuerpo" desde todos estos puntos de vista para comprender la profundidad de la guerra que el capitalismo ha librado contra los seres humanos y la "naturaleza", y para diseñar estrategias capaces de poner fin a tal destrucción. Hablar de guerra no es asumir una totalidad original ni proponer una visión idealizada de la "naturaleza". Es para resaltar el estado de emergencia en el que vivimos actualmente y cuestionar, en una época que promueve la reestructuración de nuestros cuerpos como un camino hacia el empoderamiento social y la autodeterminación, los beneficios que podemos derivar de políticas y tecnologías que no son controlados desde abajo. En realidad, antes de celebrar nuestro devenir en cyborgs, debemos reflexionar sobre las consecuencias sociales del proceso de mecanización que ya hemos experimentado. De hecho, es ingenuo imaginar que nuestra simbiosis con máquinas necesariamente da como resultado una extensión de nuestros poderes e ignorar las limitaciones que las tecnologías imponen a nuestras vidas y su uso cada vez mayor como medio de control social, así como el costo ecológico de su producción.

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El capitalismo ha tratado nuestros cuerpos como máquinas de trabajo porque es el sistema social que más sistemáticamente ha hecho del trabajo humano la esencia de la acumulación de riqueza y lo más necesario para maximizar su explotación. Eso lo ha logrado de diferentes maneras: con la imposición de formas de trabajo más intensas y uniformes, así como con múltiples regímenes e instituciones disciplinarias y con terror y rituales de degradación. Ejemplares fueron aquellas que en el siglo XVII se impusieron a personas reclusas de las casas de trabajo holandesas, quienes se vieron obligadas a pulverizar bloques de madera con el método más atrasado y agotador, sin ningún propósito útil, sino el de que se les enseñara a obedecer órdenes externas y experimentar en cada fibra de sus cuerpos su impotencia y sujeción.


Otro ejemplo de los rituales de rebajamiento empleados para romper la voluntad de resistencia de la gente fueron los impuestos, desde principios del siglo XX, por médicos en Sudáfrica, a las personas africanas destinadas a trabajar en las minas de oro. Bajo la apariencia de "pruebas de tolerancia al calor" o "procedimientos de selección", se les ordenó que se desnudaran, se alinearan y palaran rocas y luego se sometieran a exámenes radiográficos o a mediciones con cinta y balanzas, todo bajo la mirada de médicos forenses, quienes con frecuencia permanecieron invisibles para la gente evaluada. El objetivo del ejercicio supuestamente era demostrar a futuras trabajadoras/es el poder soberano de la industria minera e iniciar a la gente africana en una vida en la que se le privaría de cualquier dignidad humana.

 

En el mismo periodo, en Europa y Estados Unidos, los estudios de tiempo y movimiento del taylorismo —que luego se incorporaron a la construcción de la línea de ensamblaje— convirtieron la mecanización de los cuerpos de las trabajadoras/es en un proyecto científico, a través de la fragmentación y atomización de tareas, la eliminación de cualquier elemento decisivo del proceso de trabajo y, sobre todo, el despojo del trabajo en sí de cualquier conocimiento y factor de motivación. El automatismo, sin embargo, también ha sido el producto de una vida laboral de repetición infinita, una vida "sin salida", como el de nueve a cinco en una fábrica u oficina, donde incluso las vacaciones se vuelven mecanizadas y rutinarias, debido a sus limitaciones de tiempo y previsibilidad. 


Sin embargo, Foucault tenía razón: la "hipótesis represiva" no es suficiente para explicar la historia del cuerpo en el capitalismo. Tan importante como lo reprimido han sido las "capacidades" que se desarrollaron. En Principios de economía (1890), el economista británico Alfred Marshall celebró las capacidades que la disciplina capitalista ha producido en la fuerza laboral industrial, declarando que pocas poblaciones en el mundo eran capaces de lo que en ese momento podían hacer personas trabajadoras europeas. Elogió la "habilidad general" de quienes trabajaban en industrias para seguir haciéndolo continuamente, durante horas, en la misma tarea, para recordar todo, para recordar, mientras realizan una tarea, cuál debería ser la siguiente, para trabajar con instrumentos sin romperlos, sin perder el tiempo, tener cuidado al manejar maquinaria costosa y constante, incluso haciendo las tareas más monótonas. Estas, argumentó, eran habilidades únicas que pocas personas en todo el mundo poseían, lo que demuestra, en su opinión, que incluso el trabajo que parece no calificado en realidad es altamente calificado. 


Marshall no dijo cómo se creó este personal maquinista tan maravilloso. No dijo que las personas debían ser separadas de la tierra y aterrorizadas con torturas y ejecuciones ejemplares. A los vagabundos les cortaron las orejas. Las prostitutas fueron sometidas a "submarinos", el mismo tipo de tortura a la que la CIA y las Fuerzas Especiales de Estados Unidos someten a quienes acusan de "terrorismo". Atadas a una silla, las mujeres sospechosas de comportamiento inapropiado fueron sumergidas en estanques y ríos hasta el punto de casi ser asfixiadas. Personas esclavizadas fueron azotadas hasta arrancarles la carne de los huesos; se las quemó, mutiló y dejó bajo un sol abrasador hasta que sus cuerpos se pudrieron. 


Como he argumentado en Calibán y la bruja, con el desarrollo del capitalismo no solo "se clausuraron" los campos comunales, sino también el cuerpo. Pero este proceso ha sido diferente para hombres y mujeres, de la misma manera que ha sido diferente para quienes su destino fue la esclavitud y para quienes fueron sometidas y sometidos a otras formas de trabajo forzado, incluido el asalariado. 


Las mujeres, en el desarrollo capitalista, han sufrido un doble proceso de mecanización. Además de ser sometidas a la disciplina del trabajo, remunerado y no remunerado, en plantaciones, fábricas y hogares, han sido expropiadas de sus cuerpos y convertidas en objetos sexuales y máquinas de reproducción. 


La acumulación capitalista (como reconoció Marx) es la acumulación de trabajadoras/es. Esta fue la motivación que impulsó el comercio de esclavas/es, el desarrollo del sistema de plantación y, según he argumentado, las cazas de brujas que tuvieron lugar en Europa y el "Nuevo Mundo". A través de la persecución de las "brujas", las mujeres que querían controlar su capacidad reproductiva fueron denunciadas como enemigas de las niñas/es y, de diferentes maneras, sometidas a una demonización que ha continuado hasta el presente. En el siglo XIX, por ejemplo, quienes defienden el "amor libre", como Victoria Wood, recibieron el calificativo, en la prensa estadounidense como personas satánicas, representadas con las alas del diablo y demás atributos. Hoy también, en varios estados de Estados Unidos, las mujeres que acuden a una clínica para abortar tienen que abrirse paso a través de masas de "pro-vidas" que gritan "asesinas de bebés " y las persiguen, gracias a un fallo de la Corte Suprema, hasta la puerta de la clínica. 


En ningún lugar el intento de reducir los cuerpos de las mujeres a máquinas ha sido más sistemático, brutal y normalizado que en la esclavitud. Mientras se les exponía a constantes asaltos sexuales y al dolor abrasador de ver a su progenie vendida como esclava, después de que Inglaterra prohibió el comercio de esclavas/es en 1807, las mujeres esclavizadas en Estados Unidos se vieron obligadas a procrear para alimentar una industria de cría, con su centro en Virginia. Thomas Jefferson hizo todo lo posible para que el Congreso de Estados Unidos limitara la importación de personas esclavizadas de África, a fin de proteger los precios de esclavas/es que procrearían las mujeres en las plantaciones de Virginia. "Considero", escribió, "a una mujer que trae a un ser humano, cada dos años, más rentable que el mejor hombre de la granja. Lo que ella produce es una adición al capital, mientras que sus labores desaparecen en el mero consumo”.


Aunque en la historia de Estados Unidos ningún grupo de mujeres, fuera de la esclavitud, se ha visto directamente obligado a tener descendencia, con la criminalización del aborto, la procreación involuntaria y el control estatal del cuerpo femenino se han institucionalizado. El advenimiento de la píldora para control de la natalidad no ha alterado decisivamente esta situación. Incluso en países donde se ha legalizado el aborto, se han introducido restricciones que dificultan el acceso a muchas mujeres. Esto se debe a que la procreación tiene un valor económico que de ninguna manera se ve afectado debido al mayor poder tecnológico del capital. De hecho, es un error suponer que el interés de la clase capitalista en el control sobre la capacidad reproductiva de las mujeres puede estar disminuyendo debido a su capacidad para reemplazar a trabajadoras/es con máquinas. A pesar de su tendencia a despedir a trabajadoras/es y crear "poblaciones excedentes", la acumulación de capital aún requiere mano de obra humana. Solo el trabajo crea valor, las máquinas no. El crecimiento mismo de la producción tecnológica es posible gracias a la existencia de desigualdades sociales y la intensa explotación de trabajadoras/es en el "Tercer Mundo". Lo que está desapareciendo hoy es la compensación por el trabajo que en el pasado se realizó, no el trabajo en sí. El capitalismo necesita a quienes trabajen; también, a quienes consuman, y a personal militar. Por lo tanto, el tamaño real de la población sigue siendo una cuestión de gran importancia política. Es por eso por lo que, como lo ha demostrado Jenny Brown en su Birth Strike (2018), se imponen restricciones al aborto. Es tan importante para la clase capitalista controlar los cuerpos de las mujeres que, como hemos visto, incluso en Estados Unidos, donde en la década de 1970 se legalizó el aborto, los intentos de revertir esta decisión continúan hasta nuestros días. En otros países, Italia, por ejemplo, la escapatoria está otorgando al personal médico la posibilidad de convertirse en "objetoras y objetores de conciencia", con el resultado de que muchas mujeres no pueden abortar en las localidades donde viven. 


Sin embargo, el control sobre los cuerpos de las mujeres nunca ha sido un asunto puramente cuantitativo. Siempre, el Estado y el capital han tratado de determinar quién puede reproducirse y quién no. Por eso, simultáneamente tenemos restricciones sobre el derecho al aborto y la criminalización del embarazo, en el caso de las mujeres de las que se espera que generen "alborotadoras/es". No es accidental, por ejemplo, si desde la década de 1970 hasta la de 1990, a medida que las nuevas generaciones de personas africanas, indias y otros sujetos descolonizados estaban llegando a la era política, exigiendo una restitución de la riqueza que los europeos habían robado a sus países, se organizó una campaña masiva para contener lo que se definió como "explosión demográfica" en todo el antiguo mundo colonial, con la promoción de la esterilización y los anticonceptivos, como Depo Provera, Norplant, los DIU que, una vez implantados, las mujeres no podían controlar. A través de la esterilización de las mujeres en el antiguo mundo colonial, el capital internacional ha intentado contener una lucha mundial por las reparaciones; de la misma manera que, en Estados Unidos, los sucesivos gobiernos han tratado de bloquear la lucha de liberación de negras/es a través del encarcelamiento masivo de millones de jóvenes hombres y mujeres negras. 


Como cualquier otra forma de reproducción, la procreación también tiene un claro carácter de clase y está racializada. Relativamente pocas mujeres en todo el mundo pueden decidir hoy si tienen hijas/es y las condiciones en las cuales tenerlos. Mientras el deseo de procreación de las mujeres blancas y ricas ahora se eleva al rango de un derecho incondicional, para ser garantizado a toda costa, las mujeres negras, a quienes les resulta más difícil tener cierta seguridad económica, son excluidas y penalizadas si tienen una hija/e. Sin embargo, la discriminación que enfrentan tantas mujeres negras, inmigrantes y proletarias en el camino a la maternidad no debe interpretarse como una señal de que el capitalismo ya no está interesado en el crecimiento demográfico. Como dije anteriormente, el capitalismo no puede prescindir de trabajadoras/es. La fábrica sin trabajadoras/es es una farsa ideológica destinada para asustar a quienes trabajan en el sometimiento. Si la mano de obra fuera eliminada del proceso de producción, el capitalismo probablemente colapsaría. La expansión de la población es en sí misma un estímulo para el crecimiento; por lo tanto, ningún sector del capital puede ser indiferente a si las mujeres deciden procrear. 


Este punto se destaca con fuerza en Birth Strike, donde Jenny Brown analiza minuciosamente la relación de la procreación con todos los aspectos de la vida económica y social, demostrando de manera convincente, que hoy las políticas y políticos se preocupan por la disminución mundial de la tasa de natalidad, la cual interpreta ella como una huelga silenciosa. Brown sugiere que las mujeres deberían aprovechar conscientemente esta preocupación para negociar mejores condiciones de vida y trabajo. En otras palabras, sugiere que usemos nuestra capacidad de reproducirnos como una herramienta de poder político. Esta es una propuesta tentadora. Es tentador imaginar a las mujeres en huelga abierta, de nacimientos, y declarando, por ejemplo, que "no traeremos más bebés a este mundo hasta que las condiciones que les esperan cambien drásticamente". Digo "abierta” porque, como lo documenta Brown, ya se está produciendo un rechazo amplio pero silencioso de la procreación. La disminución mundial de la tasa de natalidad, que ha alcanzado su punto máximo en países como Italia y Alemania desde el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, ha sido el signo de esta huelga de producción. La tasa de natalidad ha estado disminuyendo durante algún tiempo también en Estados Unidos. Las mujeres de hoy tienen menos hijas/es porque significa menos trabajo doméstico, menos dependencia de los hombres o un trabajo, porque se niegan a ver sus vidas consumidas por los deberes maternos, o no desean reproducirse y, especialmente en Estados Unidos, porque no tienen acceso a los anticonceptivos y al aborto. Sin embargo, es difícil ver cómo se podría organizar una huelga abierta. Muchas niñas/es no se planean ni se desean. Además, en muchos países, tener descendencia es una póliza de seguro para el futuro de las mujeres. En países donde no hay seguridad social ni sistema de pensiones, tener una niña/e puede ser la única posibilidad de supervivencia y la única forma en que una mujer puede tener acceso a la tierra o pueda obtener reconocimiento social. Las niñas/es también pueden ser una fuente de alegría, con frecuencia la única riqueza que tiene una mujer. Nuestra tarea, entonces, no es decirles a las mujeres que no deberían tener descendencia, sino asegurarnos de que las mujeres puedan decidir si tenerla y asegurarnos de que la maternidad no nos esté costando la vida.


El poder social que la maternidad potencialmente brinda a las mujeres es quizás la razón por la cual, bajo el pretexto de combatir la infertilidad y brindarles más opciones, el personal médico se esfuerza por reproducir la vida fuera del útero. Esta no es una tarea fácil. A pesar de que se habla mucho de "bebés de probeta", la "ectogénesis" sigue siendo una utopía médica. Pero la fertilización in vitro (FIV), la detección genética y otras tecnologías reproductivas están allanando el camino para la creación de úteros artificiales. Algunas feministas pueden aprobarlo. En la década de 1970, feministas como Shulamith Firestone aclamaron el día en que las mujeres serían liberadas de la procreación, lo que ella consideró la causa de una historia de opresión. Pero esta es una posición peligrosa. Si el capitalismo es un sistema social injusto y explotador, es preocupante pensar que en el futuro los planificadores capitalistas podrían ser capaces de producir el tipo de seres humanos que necesitan. 


No más que poseer un útero o un seno es la capacidad de dar a luz una maldición, de la cual debe liberarnos la profesión médica (que nos ha esterilizado, lobotomizado, ridiculizado cuando lloramos de dolor al dar a luz). Tampoco la maternidad es un acto que performa el género. Más bien, debe entenderse como una decisión política y de valor. En una sociedad de autogobierno y autónoma, tales decisiones se tomarían en consideración de nuestro bienestar colectivo, los recursos disponibles y la preservación de la naturaleza. Hoy también tales consideraciones no pueden ser ignoradas, pero la decisión de tener descendencia también debe verse como un rechazo a permitir que los planificadores del capital decidan quién puede vivir y quién debe morir o ni siquiera pueda nacer. 













Tomado de:

FEDERICI, Silvia (2022): Más allá de la periferia de la piel. Repensar, reconstruir y recuperar el cuerpo en el capitalismo contemporáneo. Traducción de Gabriela Huerta Tamayo. Toronto, Ed, Corte y confección, pp. 15-28.

24 julio 2022

Judith Butler y Beatriz Preciado: dos modelos de identidad de género en la teoría queer.

 



Judith Butler y Beatriz Preciado: dos modelos de identidad de género en la teoría queer.


Alexis Emanuel Gros



Judith Butler: la crítica a la metafísica de género y el modelo de la performatividad teatral.


Inspirada en las obras de Adrienne Rich y Michel Foucault, Butler sostiene que en la modernidad occidental se ha construido e instituido un régimen normativo en lo concerniente al género y la sexualidad: la heteronormatividad o heterosexualidad obligatoria. Este régimen define cuáles son las identidades de género inteligibles y correctas, y castiga aquellas que no lo son. Según los cánones de la heteronormatividad, solo existen dos identidades sexuales verdaderas, a saber: “hombre” y “mujer”.


Se trata de dos modelos morfológicos ideales en los que se constata una coherencia perfecta entre sexo biológico, género y deseo. “Los géneros ‘inteligibles’ son los que de alguna manera instauran y mantienen relaciones de coherencia y continuidad entre sexo, género, práctica sexual y deseo”. Así, por ejemplo, para ser considerado como “hombre” dentro de los patrones de esta matriz cultural, un individuo debe contar con órganos genitales definidos como masculinos, seguir prácticas de género adscriptas normalmente a la masculinidad y orientar su deseo a sujetos del sexo femenino.


En caso de no existir una concordancia perfecta entre estos tres aspectos de la sexualidad, el sujeto en cuestión es estigmatizado como anormal y sometido a rigurosas consecuencias punitivas. Efectivamente, para Butler, la matriz cultural heterosexualista “exige que algunos tipos de ‘identidades’ no puedan existir: aquellas en las que el género no es consecuencia del sexo y otras en las que las prácticas del deseo no son ‘consecuencia’ ni del sexo ni del género.


Desde la perspectiva de Butler,, el régimen heterosexista ha sido naturalizado en el sentido común de Occidente, es decir, se ha convertido en un estado de cosas obvio que parece estar inscrito en la estructura ontológica de la realidad. Para la autora, la naturalización de la heteronormatividad tiene como consecuencia la invisibilización de su carácter eminentemente violento y de su condición de constructo contingente. En el momento de escribir Gender trouble, señala Butler:


[…] identificar esta violencia [la violencia normativa de género] era difícil porque el género era algo que se daba por sentado y que al mismo tiempo se vigilaba terminantemente. Se presuponía que era una expresión natural del sexo o una constante natural que ninguna acción humana era capaz de modificar.


De acuerdo con Butler, la heterosexualidad obligatoria no es percibida por los sujetoscotidianos –ni por la mayoría de los académicos– como el violento dispositivo normativo que en realidad es, sino más bien como una descripción inocente de la naturaleza eterna de las cosas. La heteronormatividad esconde su carácter prescriptivo y contingente en el halo aparentemente aséptico y eterno de nociones como las de naturaleza y esencia. Podría afirmarse que el propósito teórico primordial de la obra de Butler es la desnaturalización y desestabilización del esclerotizado régimen heterosexualista. Esta empresa filosófica no debe entenderse como un mero devaneo intelectual. Antes bien, según las palabras de la propia Butler, obedece, en última instancia, a un preciso objetivo de carácter ético-político: “contrarrestar la violencia de las normas de género”.


Para llevar a cabo esta iniciativa, la pensadora norteamericana se sirve de herramientas teóricas de raigambre nietzscheana que retoma del posestructuralismo francés, a saber: la deconstrucción y la genealogía. La condición de posibilidad de la aplicación de este instrumental filosófico en un terreno foráneo como el de los estudios de género es, para Butler, la analogía estructural que existe entre el régimen heterosexualista y la “metafísica de la sustancia” occidental. Butler habla, en efecto, de una  metafísica de la sustancia de género.


Como es sabido, en sus diferentes variantes la metafísica occidental cree poder aprehender racionalmente la “esencia del mundo”, el “sentido y significado del todo”, y expresarlo en un sistema teórico unitario. Esta confianza se sustenta en la supuesta identidad del ser con el pensamiento: el mundo está organizado de manera racional, constituido del mismo material que la inteligencia humana y, en consecuencia, su estructura puede ser descubierta por todo hombre que haga uso sistemático de su capacidad de razonar. Desde el pensamiento griego clásico, la metafísica occidental ha concebido la estructura del ser como organizada en términos de sustancia y accidente. El mundo estaría compuesto de múltiples sustancias: entes indivisibles, idénticos a sí mismos y portadores de existencia independiente que actúan como sustrato fijo de atributos o accidentes. 


La metafísica de la sustancia es una frase relacionada con Nietzsche dentro de la crítica actual del discurso filosófico. En un comentario sobre Nietzsche, Michel Haar afirma que numerosas ontologías filosóficas se han quedado atrapadas en ciertas ilusiones de “Ser” y “Sustancia” animadas por la idea de que la formulación gramatical de sustancia y atributo refleja la realidad ontológica previa de sustancia y atributo. 


Teniendo esto en mente, resulta sencillo comprender el isomorfismo señalado por Butler entre metafísica y heteronormatividad. Puede hablarse de una metafísica de género operante en el sentido común occidental, en la medida que este cree poder aprehender la estructura ontológica de la realidad de género. La misma estaría estructurada desde el vamos y ad eternum en dos tipos de sustancias constantes: los sujetos “masculinos” y los sujetos “femeninos”, siendo cada tipo de sustancia portadora de una serie de accidentes que le corresponden. Para Butler, en la ontología sexual ínsita en el sentido común occidental, los accidentes de género –esto es, los actos particulares en los cuales el género se manifiesta: gestos, vestimenta, posturas, etc.–son concebidos como atributos que expresan una sustancia de género existente a priori. Desde esta perspectiva, un individuo nace dotado de una identidad de género inmutable definida por el sexo biológico, identidad que se pone de manifiesto a través de un conjunto de comportamientos acordes con ella. 


La teoría popular implícita de los actos y los gestos como expresivos del género sugiere que el género mismo es algo previo a los varios actos, posturas y gestos mediante los cuales es dramatizado y conocido; de hecho, el género aparece para la imaginación popular como un núcleo sustancial que podría ser entendido como un correlato psíquico o espiritual del sexo biológico.


Ahora bien, para comprender cabalmente la analogía encontrada por Butler entre metafísica de la sustancia y régimen heterosexualista, es preciso tener en cuenta otro rasgo fundamental del pensamiento metafísico de Occidente. Desde sus orígenes en la antigua Grecia, la metafísica jamás tuvo fines meramente cognoscitivos. Por el contrario, la obtención del saber absoluto sobre la constitución del ser estuvo siempre direccionada a fundamentar de modo racional las normas éticas de la existencia humana. En efecto, el pensamiento metafísico cree poder deducir las reglas de la vida buena de su descripción teórica de las estructuras esenciales del mundo. La “conciencia absoluta” del “orden absoluto” plantea al hombre una “exigencia absoluta”, la exigencia de llevar una vida auténtica o verdadera, esto es, de ajustar su régimen de vida a las leyes del ser. “Conservar el propio ser, o convertirse en aquello que uno es, rige entonces como máxima ética”.


Algo similar sucede para Butler con la metafísica de género. El conocimiento absoluto de la ontología de género del que se jacta el common sense occidental tiene también consecuencias normativas: la heterosexualidad obligatoria aparece como una consecuencia obvia del conocimiento de la estructura esencial de la realidad sexual. De esta manera, la prescripción pasa como mera descripción; el carácter arbitrario y coercitivo del régimen normativo heterosexista se oculta detrás de la inocencia aséptica de una supuesta intelección absoluta de la constitución del ser. En otras palabras: saber que existen solo dos géneros sustanciales plantea naturalmente la exigencia inescapable de adecuar la propia vida a esta verdad última. No se puede ir en contra de la estructura de lo real, y, por tanto, los actos de género de los individuos deben limitarse a expresar el núcleo sustancial de la identidad sexual.


El modelo performativo-teatral.


Podría decirse que la deconstrucción butleriana del régimen heterosexista occidental trabaja simultáneamente en dos planos: uno macrosociológico –o estructural– y otro microsociológico –o fenomenológico–. Este modo dual de operar se apoya en una concepción dialéctica o sintética de lo social análoga a la de autores como Pierre Bourdieu. Desde esta óptica, el análisis crítico de un fenómeno social como la identidad de género debe dar cuenta no solo de sus condiciones objetivas de aparición –esto es, de la estructura social–, sino también de los factores subjetivos que actúan en su producción y reproducción –la acción social–. En este sentido, Butler parece seguir la vieja máxima marxiana: “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio […], sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y transmiten el pasado”.


En un nivel macrosociológico, Butler coincide con Foucault en que el sistema de heterosexualidad obligatoria, entendido como un dispositivo disciplinario que cuadricula y regula el espacio social en toda su extensión, ha sido construido e impuesto estructuralmente en la modernidad occidental persiguiendo el objetivo de garantizar la reproducción de la especie. “Como Foucault y otros señalaron, la asociación de un sexo natural con un género discreto y con una ‘atracción’ ostensiblemente natural hacia el sexo/género opuesto es una conjunción no natural de constructos culturales al servicio de intereses reproductivos”. El objetivo de la crítica estructural, consiste entonces en “centrar –y descentrar– estas instituciones definitorias: el falologocentrismo y la heterosexualidad obligatoria”. Este tipo de análisis crítico intenta desnaturalizar la heteronormatividad a través de un estudio genealógico orientado a visibilizar los intereses políticos que operan en la construcción e instauración de las categorías dominantes de identidad sexual.


Ahora bien, sin dejar de reconocer la importancia fundamental de la crítica estructural al régimen heterosexualista, Butler indica que la misma comete el error de desvalorizar el rol de la acción subjetiva cotidiana en la construcción de la realidad de género. De modo similar a autores como Garfinkel, Butler considera que la perspectiva estructural rebaja al sujeto al estatus de un cultural dope, en tanto lo concibe como una mera tabula rasa en la que se inscriben mandatos estructurales. Por esta razón, cree que la desestabilización teórica del régimen heterosexual occidental solo puede ser completa si se tiene en cuenta también “el modo mundano en el cual estos constructos [los referidos al género] son producidos, reproducidos y mantenidos dentro del terreno de los cuerpos”. En otras palabras: la crítica macrosociológica o estructural debe ir de la mano con una crítica microsociológica o fenomenológica.


En su análisis microsociológico de la construcción del género, Butler retoma de modo heterodoxo e idiosincrático algunos elementos de la tradición fenomenológica fundada por Edmund Husserl para releer a Simone de Beauvoir. Para Butler, la fenomenología “busca explicar el modo mundano en que los agentes sociales constituyen la realidad social a través del lenguaje, los gestos y todo tipo de signo simbólico social”. Desde la perspectiva butleriana, el análisis fenomenológico permite des-reificar el mundo social y captarlo in status nascendi, esto es, produciéndose y reproduciéndose constantemente en los actos constituyentes de la experiencia subjetiva cotidiana. Ahora bien, distanciándose de la sustancialización del sujeto propia de la fenomenología husserliana, Butler coincide con Nietzsche en que “no hay ningún ‘ser’ detrás del hacer, del actuar, del devenir; el agente ha sido añadido ficticiamente al hacer, el hacer es todo”. 


Así, la subjetividad no es un locus sustantivo del que brotan actos, sino más bien un producto contingente de estos últimos. Es decir, el agente social aparece “como un objeto antes que como el sujeto de los actos constitutivos”. De acuerdo con Butler, esta desustancialización del sujeto permite romper con la ya mencionada concepción expresiva de la identidad de género hegemónica en Occidente. Si se postula que no existe un sujeto sustantivo pre-dado del que emanan los actos constitutivos de la experiencia, también puede señalarse que no hay una identidad de género sustancial ligada esencialmente a ese sujeto, identidad que los actos de género se limitarían a expresar. 


Siguiendo estos lineamientos fenomenológicos heterodoxos, Butler relee la clásica afirmación de Beauvoir: “una no nace, sino que se convierte en mujer”. La teórica norteamericana toma el clásico dictum de Beauvoir como base para formular su concepción performativa del género. Aseverar que la identidad degénero es performativa implica decir que la misma solo existe en y a través de un conjunto de actos de género. En palabras de Butler: “la realidad de género es performativa, lo cual significa, muy simplemente, que solo es real en la medida en que es performada”. 


Para comprender cabalmente la concepción performativa butleriana de la identidad de género, es preciso dar cuenta con más precisión del carácter de estos actos constitutivos. Según Butler los actos de género son eminentemente corporales: se trata de gestos, movimientos, posturas, comportamientos, etc. En esta línea, puede aseverarse que Butler se distancia del mentalismo de la fenomenología de Husserl –para quien los actos constitutivos son vivencias intencionales de la conciencia pura, acercándose a posturas fenomenológicas que ponen el foco en la experiencia subjetiva de la corporalidad o el embodiment .


Por otro lado, desde la posición butleriana, la performatividad de género no debe entenderse como un acto único y puntual, sino más bien como una serie de actos repetidos que se sostienen en el tiempo. La repetición sostenida de ciertos actos corpóreos tiene como efecto la “estilización del cuerpo”, es decir, la impresión en la carne de un estilo definido. En otras palabras: al ser reiterados ritual y sostenidamente, los gestos, comportamientos y posturas se sedimentan en la corporalidad dando origen a una suerte de habitus naturalizado. Es de esta manera como se constituye la “apariencia de sustancia” de un gendered body, esto es, la ilusión de un cuerpo naturalmente “masculino” o “femenino”.


De acuerdo con Butler, tanto la audiencia social como el actor mismo caen en las trampas de este espejismo e sustancia y terminan creyendo en el carácter natural y necesario de la realidad de género. “La apariencia de sustancia es exactamente eso, una identidad construida, una realización performativa en la que el público social mundano, incluidos los mismos actores, llega a creer y actuar en el modo de la creencia”. 


Butler considera además, y aquí reside uno de los aspectos vitales de su propuesta teórica temprana, que estos actos de género “guardan similitudes con los actos performativos dentro del contexto teatral”. Como toda forma de embodiment, la identidad de género posee una estructura dramática. “Hacer, dramatizar, reproducir, estas parecen ser algunas de las estructuras elementales del embodiment”. Desde esta óptica, “uno no es simplemente un cuerpo […] sino que hace su cuerpo”. Este hacer el propio cuerpo, sin embargo, no es puramente libre; no brota de la voluntad y la creatividad del sujeto individual. Antes bien, reproduce un guion sociocultural que estipula los roles o papeles a ser performados, entendidos estos como estilos corporales predefinidos. De lo expuesto más arriba se sigue que en el guion de género vigente en Occidente –la heteronormatividad–, solo hay dos papeles o estilos corporales posibles: “hombre” y “mujer”. 


El acto que uno hace, el acto que uno performa, es un acto que ha estado en marcha antes de que uno haya llegado a escena. Por tanto, el género es un acto que ya ha sido ensayado, así como el guion sobrevive al actor particular que hace uso de él. 


Ahora bien, sostener que los papeles de género están prefijados por un guion social noimplica, para Butler, concebir el actor individual como un mero autómata que se limita a reproducir maquinalmente un patrón cultural. Si así fuera, la autora estaría cayendo en el mismo error reduccionista que le imputa a la perspectiva estructuralista.


La crítica al objetivismo unilateral tiene en Butler una importancia no solo teórico-social sino también política. Por un lado, tal como se indicó, Butler considera que para ser exhaustivo, el análisis del fenómeno de la identidad de género debe tomar en cuenta tanto sus determinantes objetivos como los modos cotidianomundanos en los que se produce y reproduce. Pero por otro, siguiendo a Sara Salih, debe señalarse que la agencia individual es central para Butler en la medida que “significa las oportunidades de subvertir la ley contra sí misma en pos de fines políticos radicales”. En otros términos: el concepto de agencia alberga para Butler posibilidades de subvertir la heteronormatividad mediante modos diferentes de actuar y repetir el género. Estas posibilidades subversivas de la performatividad se ven totalmente ocluidas en posiciones estructuralistas y posestructuralistas que diluyen por completo el rol que desempeña la subjetividad en la constitución de la realidad social. 


Butler apuntala estas ideas recurriendo una vez más a la metáfora teatral: para ser tal, una obra de teatro no solo precisa de un guion sino también de actores que le den vida y actualicen sus potencialidades. De hecho, un mismo texto puede ser performado de las más diversas maneras por diferentes intérpretes. De modo análogo, la realidad de género solo puede emerger a partir de la acción conjunta de estos dos momentos inseparables: la heteronormatividad –guión– y los actos de género –actuación–. 


Los actores están siempre ya en el escenario, dentro de los términos de la performance. Así como un guion puede ser representado de varios modos, y así como la obra requiere tanto del texto como de la interpretación, así también el cuerpo con género actúa su parte en un espacio cultural restringido corporalmente y representa interpretaciones dentro de los confines de directivas ya existentes.


Otro rasgo central que los actos de género comparten con los performativo-teatrales es su carácter eminentemente público y colectivo. La performance teatral jamás es un acontecimiento meramente individual. A menos de que se trate de una pieza unipersonal, el protagonista está por lo general acompañado por otros actores en el escenario y, a su vez, la obra es presenciada por una audiencia. De manera similar, lejos de ser acontecimientos privados, los actos constitutivos de género se performan con otros y en frente de otros. Desde la perspectiva butleriana, en tanto fenómenos colectivos y públicos, los actos de género tienen un cariz ritual, casi litúrgico. En ellos, la coordinación temporal intersubjetiva tiene una importancia crucial. “Aunque haya cuerpos individuales que desempeñan estas significaciones al estilizarse en modos de género, esta ‘acción’ es pública. Estas acciones tienen dimensiones temporales y colectivas, y su carácter público tiene consecuencias”.


Desde el punto de vista butleriano, un actor social cumple con el guion del drama de género cuando intenta personificar con relativo éxito el papel de género que le fue asignado en su nacimiento. Se trata de un intento de personificación y no de una personificación lograda, porque los ideales morfológicos de género –la masculinidad y la feminidad– son, en última instancia, “sitios ontológicos fundamentalmente inhabitables”,esto es, “normas […] fantasmáticas, imposibles de personificar”. En este sentido, Butler puede afirmar que la performance de género es una imitación o una parodia siempre fracasada de originales de género imposibles de ser .encarnados, solo existentes en un plano ideal.


Los actores sociales, en efecto, tratan de acercarse a estos ideales mediante la repetición paródica sostenida de actos de género, sin conseguir jamás adecuarse completamente a ellos. Esto es así incluso en aquellos casos en los que las “esencias” masculina y femenina parecen haberse hecho carne en individuos particulares –por ejemplo, en las figuras del “héroe de guerra” y la “madre afectuosa”, respectivamente–. 


A la luz de lo precedente puede comprenderse con más facilidad el rol fundamental que ejerce el análisis del travestismo en la argumentación butleriana. Sustentada en el estudio de la antropóloga Esther Newton, Mother camp. Female impersonators in America, Butler asegura que la imitación hiperbólica y amplificada que las drag queens realizan del ideal morfológico femenino pone al descubierto el carácter imitativo de toda performance de género. Tanto la “travesti” como la “mujer biológica” intentan acercarse al ideal de la feminidad mediante la performance sostenida de actos de género. “¿Es el travestismo la imitación del género o bien resalta los gestos significativos a través de los cuales se determina el género en sí?”. “Al imitar al género, la travestida manifiesta de forma explícita la estructura imitativa del género en sí, así como su contingencia”.


Ahora bien, a pesar de los isomorfismos, los actos de género difieren de los teatrales en un punto central. Dándole un giro a su argumentación que recuerda a Émile Durkheim de Las reglas del método sociológico, Butler anota que “las performances de género en contextos no-teatrales estángobernadas por convenciones sociales punitivas y regulativas más claras”. Es decir, los actos de género son vigilados y regulados por un severo aparato coercitivo que castiga a quienes performan su género de manera incorrecta. Aquellos que no cumplen con el papel que les ha sido asignado por la heteronormatividad sufren una sanción social que puede ir desde el desprecio y el ostracismo hasta la abierta violencia física. Basta pensar en las rigurosas consecuencias punitivas que deben enfrentar en Occidente los terceros excluidos en materia sexual por no seguir a rajatabla los férreos mandatos de la matriz heterosexualista. Para Butler la performance de género es, en última instancia, una estrategia de supervivencia cultural. Performar el género correctamente, es un ardid que les garantiza a los individuos el reconocimiento de los prójimos y les permite eludir severos castigos psíquicos y físicos. 


Beatriz Preciado: la era farmaco pornográfica, el posmoneyismo y el modelo biodrag.


En los escritos de la autora española Beatriz Preciado, puede rastrearse un modelo teórico alternativo de la construcción de la identidad de género que invita a pensar en los límites de la concepción performativo-teatral butleriana. Este novedoso modelo teórico, que puede denominarse modelo biodrag, se sustenta en un ambicioso diagnóstico macrosociológico acerca de la especificidad del capitalismo actual, diagnóstico que difícilmente pueda encontrarse en los escritos de Butler. En efecto, si se quiere comprender el modo en que Preciado concibe la construcción de la identidad sexual en el plano de la cotidianidad contemporánea, es preciso antes bosquejar los rasgos fundamentales de su penetrante análisis de las sociedades capitalistas de hoy en día.


De acuerdo con Preciado en la actualidad nos encontramos en una flamante etapa del capitalismo: la era farmacopornográfica. Esta nueva fase capitalista, que comienza a desarrollarse incipientemente durante la posguerra y se consolida de forma definitiva en los años setenta debido a la crisis del petróleo, se caracteriza por colocar la gestión biotecnológica de la sexualidad en el centro de la actividad económica. Para la filósofa española, el negocio del nuevo milenio es “la gestión política y técnica del cuerpo, del sexo y la sexualidad”, gestión que se realiza por medio de mecanismos “biomolecular[es] (fármaco) y semiótico- técnico[s] (porno) […] de los que la píldora y Playboy son [ejemplos] paradigmáticos”. En este sentido, a diferencia del capitalismo fordista, el farmacopornocapitalismo no produce objetos concretos sino ideas móviles, órganos vivos, símbolos, deseos, reacciones químicas, estados del alma. 


Para dar cuenta del funcionamiento peculiar de esta nueva fase del capitalismo, Preciado acuña el concepto de “fuerza orgásmica” o potentia gaudendi. “Se trata de la potencia (actual o virtual) de excitación (total) de un cuerpo”. Esta novedosa noción desempeña en el análisis de Preciado un rol análogo al que poseía el concepto de “fuerza de trabajo” en la teorización marxiana del capitalismo clásico. En el capitalismo decimonónico teorizado por Marx, la ganancia provenía de la extracción de plusvalía de la fuerza de trabajo fabril; en el farmacopornocapitalismo de Preciado, en cambio, el beneficio económico surge de la explotación de la fuerza orgásmica a través de dispositivos biotecnológicos de control de la subjetividad sexual. “El sexo, los órganos sexuales, el pensamiento, la atracción, se desplazan al centro dela gestión tecnopolítica en la medida en la que está en juego la posibilidad de sacarle provecho a la fuerza orgásmica”.


El nombre que Preciado elige para designar este nuevo tipo de capitalismo caliente, psicotrópico y punk refleja el entrelazamiento intrínseco que existe entre sus dos industrias fundamentales: la farmacéutica y la pornográfica. 


La industria farmacéutica y la industria audiovisual del sexo son los dos pilares sobre los que se apoya el capitalismo contemporáneo, los dos tentáculos de un gigantesco y viscoso circuito integrado


De acuerdo con Preciado, el vínculo entre ambas industrias se expresa en el programa de acción del farmacopornocapitalismo: “controlar la sexualidad de los cuerpos codificados como mujeres y hacer que se corran los cuerpos codificados como hombres”. El objetivo farmacéutico –orientado principalmente hacia las ‘mujeres’– y el pornográfico –dirigido sobre todo a los ‘hombres’– son complementarios y coadyuvantes. “No hay pornografía” –para ‘hombres’– “sin una vigilancia y un control farmacopolítico paralelo” –de la sexualidad de las ‘mujeres’–. Para decirlo de otra manera: la píldora anticonceptiva y Playboy, emblemas del control farmacéutico y pornográfico de la subjetividad sexual que emerge en los años cincuenta, no pueden comprenderse el uno sin el otro. El “macho” viril deseoso de descargar su potencia orgásmica a toda costa no es más que el complemento perfecto de la “mujer” sumisa consumidora de la píldora que aparece desnuda en Playboy. Además, para Preciado, “la transformación progresiva de la cooperación sexual en principal fuerza productiva no podría darse sin el control técnico de la reproducción" En otros términos: no es posible liberar las potencialidades de la fuerza masturbatoria “masculina” sin el desarrollo de mecanismos anticonceptivos “femeninos” como la píldora. Pareciera, entonces, que gracias al éxito del programa farmacopornográfico de la segunda mitad del siglo XX, la matriz heterosexualista occidental se afianza y robustece. 


El posmoneyismo.


De acuerdo con Preciado la era farmacopornográfica da pie al surgimiento  de un nuevo régimen de la sexualidad, el denominado posmoneyismo, que viene a reemplazar al régimen disciplinario decimonónico teorizado por Michel Foucault. Como se detallará a continuación, el posmoneyismo se caracteriza por gobernar la subjetividad sexual mediante dispositivos biotecnológicos de carácter microprostético inexistentes en el siglo XIX y comienzos del XX. 


Para la teórica española, el índice de la eclosión de esta nueva episteme sexual es la aparición de la categoría de “género” (gender). Lejos de tratarse de un invento del feminismo de la década del sesenta, esta categoría es un producto del discurso médico de fines de los años cuarenta. A principios de la Guerra Fría, avizorando el negocio farmacopornográfico del nuevo milenio, Estados Unidos comienza a invertir fuertes sumas de dinero en investigación científica sobre sexo y sexualidad. En este contexto, el psiquiatra John Money, especializado en el estudio de bebés intersexuales, desarrolla el concepto de gender. Money define el género como la “pertenencia de un individuo a un grupo cultural reconocido como masculino o femenino”, distinguiéndolo de la categoría biológica de “sexo”, hegemónica en el régimen sexual disciplinario del siglo XIX. 


En contraste con la rigidez e inmutabilidad del sex disciplinario, el gender posmoneyista tiene un carácter plástico y flexible. Para Money, en efecto, el género de cualquier niño puede ser modificado antes de los 18 meses de edad mediante procedimientos quirúrgicos y tratamientos hormonales. “Si en el sistema disciplinario decimonónico, el sexo era natural, definitivo, intransferible y trascendental; el género aparece ahora como sintético, maleable, variable, susceptible de ser transferido, imitado, producido y reproducido”. Preciado considera que la introducción de la categoría de género abre “la posibilidad de usar la tecnología para modificar el cuerpo según un ideal regulador preexistente de lo que un cuerpo humano (femenino o masculino) debe ser”. Por tanto, puede afirmarse que el concepto de gender constituye la condición de posibilidad de la aparición de un conjunto de novedosas técnicas de normalización y transformación de la subjetividad sexual –fundamentalmente endocrinológicas y quirúrgicas– que le darán al posmoneyismo su complexión particular. 


Según Preciado existe una distancia abismal entre las técnicas de normalización de los cuerpos sexuales que imperaban en el régimen disciplinario de la sexualidad y aquellas que rigen hoy en día, en el régimen posmoneyista. En el régimen disciplinario decimonónico, las técnicas de control eran inmensas, rígidas y externas a la subjetividad. El modelo paradigmático de dispositivo disciplinario era la arquitectura de la prisión, a cuya estructura extraña, el cuerpo debía adaptarse ortopédicamente. Por el contrario, las técnicas normalizadoras posmoneyistas son pequeñas, flexibles y blandas. Las mismas son asimiladas e internalizadas por los cuerpos, inscribiéndose en “la estructura misma del ser vivo”.


Aquí el modelo paradigmático lo constituyen los dispositivos endocrinológicos en general y la píldora anticonceptiva en particular. El sujeto farmacopornográfico deja de habitar en dispositivos disciplinarios externos como la prisión, para pasar a ser habitado por técnicas internas de control de la sexualidad como la píldora. El panóptico se vuelve comestible; la ortopedia disciplinaria deja su lugar a la microprostética posmoneyista. 


[…] asistimos a la progresiva infiltración de técnicas de control social del sistema decimonónico disciplinario dentro del cuerpo individual. Ya no se trata ni de castigar las infracciones sexuales de los individuos ni de vigilar y corregir sus desviaciones a través de un código de leyes externas, sino de modificar sus cuerpos en tanto que plataforma viva de órganos, flujos, neurotransmisores y posibilidades de conexión y agenciamiento, haciendo de estos al mismo tiempo el instrumento, el soporte y el efecto de un programa político. Cierto, estamos ante una forma de control social, pero de “control pop”, por oposición al control frío y disciplinario que Foucault había caracterizado con el modelo de la prisión de Jeremy y Samuel Bentham, el panóptico.


Veamos ahora el modo en que la píldora anticonceptiva, el procedimiento posmoneyista de control de la sexualidad par excellence, opera en la construcción de la feminidad. Según la filósofa en cita, lejos de ser un mero método de control de la natalidad, la pill es una poderosa técnica microprostética de producción del género femenino. El propósito principal de la píldora no es impedir la concepción, sino feminizar los cuerpos de las consumidoras, es decir, volverlos acordes con el ideal morfológico “mujer” tal como es definido por las sociedades occidentales contemporáneas.


La pill no solo regulariza el ciclo menstrual adecuándolo a los ritmos de la “feminidad natural”; también posee una serie de efectos cosméticos feminizantes: mejora la calidad de la piel, impide el acné y el crecimiento de vello corporal y facial, produce un aumento del volumen de los pechos, etc. Además, y esto es de suma importancia en la argumentación de Preciado, la píldora feminiza la complexión psíquica de las mujeres: estas adquieren un humor lánguido y depresivo, experimentan una disminución de la libido y se vuelven pasivas y sumisas. La pill produce “el alma del sujeto heterosexual mujer moderno”, el “alma químicamente regulada de la putita heterosexual sujeta a los deseos sexuales del bio-macho de Occidente”. “La cuestión es administrarme la dosis farmacopornográfica necesaria de estrógenos y progesterona para transformarme en una hembra sumisa, de grandes senos, humor depresivo pero estable, sexualidad pasiva o frigidez”.





Tomado de:

GROS, Alexis (2016). "Judith Butler y Beatriz Preciado: una comparación de dos modelos teóricos de la construcción de la identidad de género en la teoría queer" En: Revista Civilizar Ciencias Sociales y Humanas, 16(30), 245-260.

19 noviembre 2020

Mujeres y libros. Juan Domingo Argüelles





Mujeres y libros


Juan Domingo Argüelles


Durante toda la historia y hasta buena parte del siglo XX, cuando se hablaba del «ser humano», de lo que se hablaba en realidad era del hombre, es decir del hombre masculino. Aunque el colectivo genérico «hombre» (del latín homo) designaba presuntamente lo mismo al varón que a la mujer (mamíferos racionales), en realidad se aplicaba para denominar al primero, y ya vimos que no a todos los varones, puesto que los esclavos no eran considerados humanos. 


Del mismo modo, por extensión, cuando se hablaba de artistas, escritores, músicos, arquitectos, científicos, sacerdotes, etcétera, o simples «ciudadanos», de lo que se hablaba estrictamente era de los varones. Era obvio, pues a la mujer le estaban vedados el arte, la cultura, la educación, la vida pública y, por supuesto, el derecho a elegir. En el estatuto social, las mujeres tenían deberes, pero no derechos. Por ello, muchos sustantivos femeninos de oficios o profesiones son sumamente tardíos, desde poetisa y autora, hasta médica, jueza o científica. En su Historia social de la literatura y el arte, Arnold Hauser muestra muy claramente que tanto en Grecia como en Roma las mujeres son únicamente símbolos o personajes en las obras literarias y artísticas, pero no son en absoluto público, es decir partícipes de esas obras. La cultura, las letras, las artes son exclusividad de los hombres. Lo mismo ocurre en la Edad Media: las artes y las letras en poder de la Iglesia (es decir, de los monasterios) son asuntos de hombres: abades y monjes, no de mujeres.


Al lado de los monjes, en las bibliotecas, sus ayudantes laicos eran exclusivamente hombres: lo mismo los copistas que los ilustradores y encuadernadores de libros. Sólo hacia el siglo XII, y especialmente en Francia, con la poesía amorosa provenzal, las mujeres intervienen en la vida intelectual de la corte. Las damas se convierten en protectoras de los poetas y éstos se dirigen, en primer término, a las mujeres. Explica Hauser: «Leonor de Aquitania, María de Champaña, Ermengarda de Narbona, o como quiera que se llamen las protectoras de los poetas, no son solamente grandes damas que tienen sus “salones” literarios, no son sólo expertas de las que los poetas reciben estímulos decisivos, sino que son ellas mismas las que hablan frecuentemente por boca del poeta. Los poetas no sólo se dirigen a las mujeres, sino que ven también el mundo a través de los ojos de ellas. La mujer, que en los tiempos antiguos era simplemente propiedad del hombre, botín de guerra, motivo de disputa, esclava, y cuyo destino estaba sujeto aún en la alta Edad Media al arbitrio de la familia y de su señor, adquiere ahora un valor incomprensible a primera vista».


Hauser atribuye este cambio en la vida cortesana no sólo al hecho de la progresiva secularización de la cultura, en el que participan las damas, frente al constante quehacer guerrero de los hombres que los obliga a ausentarse por largos períodos, sino también a la inversión de los códigos estéticos en la que influyen precisamente las mujeres: de los cantares de gesta, obviamente guerreros, obviamente masculinos, se pasa a la canción de amor, con la cual comienza propiamente la historia de la poesía moderna. A lo largo de toda la historia, concluye Hauser, habían sido exclusivamente las mujeres y no los hombres los que cantaban las canciones de amor. Con la poesía provenzal, y gracias a la intervención de las mujeres, se alteran esos valores y es la mujer la que «desdeña» y el hombre el que suplica y, generalmente, se «somete», así sea simbólicamente. De cualquier forma, el lugar más elevado de la mujer en este periodo es el que corresponde a la animadora y a la musa.


Ni siquiera en el Renacimiento, sino hasta el siglo XVIII, con la Ilustración y, especialmente en el siglo XIX con los salones artísticos y literarios, las mujeres volverán a ocupar una participación más activa en la sociedad. En cuanto a la lectura de libros propiamente, si pensamos que «el único género de libros que en el siglo XVII y principios del XVIII tenía un público más amplio era la literatura de edificación religiosa», es obvio que aún no se podía hablar siquiera de un «público lector» ni siquiera conformado mayoritariamente por hombres. Advierte Hauser: «La lectura de libros no era a finales del siglo XVII un placer muy extendido; de la literatura no religiosa, que consistía en gran parte en historias de amor y de prodigios pasados de moda, no podía ocuparse sino la gente noble y desocupada, y los libros científicos no eran leídos más que por los eruditos. La educación literaria de la mujer, que en el siglo siguiente había de desempeñar un papel tan importante, era todavía muy imperfecta. Sabemos, por ejemplo, que la hija mayor de Milton no sabía escribir en absoluto, y que la mujer de Dryden, que por otra parte procedía de una noble familia, luchaba desesperadamente por dominar la gramática y la ortografía de su lengua materna».


Será hasta la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX cuando se pueda hablar propiamente de un público lector y de la prosperidad del negocio de las librerías Hacia fines del XVIII la lectura se convierte ya en una necesidad vital lo mismo para hombres que para mujeres, «y la posesión de libros es, en los círculos que Jane Austen describe, una cosa tan natural como sorprendente hubiera sido en el mundo de Fielding». Los periódicos, además, hacen crecer a ese público lector, porque cumplen funciones de extensión educativa y traen secciones destinadas especialmente a las mujeres. Es a partir de entonces, es decir muy tardíamente, cuando las mujeres (no todas, obviamente, sino las del sector más privilegiado) participan activamente en la cultura y, especialmente, en la literatura y en el pensamiento. A esa época (fines del siglo XVIII y principios del XIX) pertenecen las obras de Charlotte Turner Smith, Mary Wollstonecraft y Jane Austen, quienes junto a Pope, Defoe, Diderot, Chateaubriand, Schiller, Boswell, Goethe, Swift, Sterne, Choderlos de Laclos, Samuel Johnson, Voltaire y Scott, entre otros muchos, resultan una minoría.





El correr de los siglos XIX y XX traerá no sólo más escritoras sino también más lectoras. De hecho, el género literario burgués por excelencia, la novela, desde su modalidad del folletín, alcanzará su auge en estos siglos gracias, sobre todo, a las lectoras. Aunque estaba destinado a un público heterogéneo, las mujeres, cada vez más cultas e informadas, hacen que este género se imponga sobre los demás aún en nuestros días. A decir de Hauser, la novela se convierte en el género literario predominante a partir de entonces «porque expresa del modo más amplio y profundo el problema cultural de la época: el antagonismo entre individualismo y sociedad. En ninguna otra forma alcanzan vigor tan intenso los antagonismos de la sociedad burguesa, y en ninguna se describen de manera tan interesante las luchas y derrotas del individuo». Pero aquí cuando se habla del «individuo», éste ya no es únicamente el varón, sino también la mujer, y un ejemplo extraordinario de ello es la novela Orgullo y prejuicio (1813), de Jane Austen. Y, pese a ello, todavía algunas grandes escritoras tuvieron que recurrir a seudónimos masculinos para sortear prejuicios y atraer a los lectores; casos concretos los de Cecilia Böll de Faber, Mary Ann Evans y Amandine Aurore Lucile Dupin, que trascendieron en la historia literaria como Fernán Caballero, George Eliot y George Sand, respectivamente.


Más tardía es Karen Blixen, mejor conocida como Isak Dinesen, seudónimo masculino al que recurrió cuando el manuscrito de su primer libro, Siete cuentos góticos, fue rechazado por editores de Dinamarca e Inglaterra; entonces lo envió a Estados Unidos, como si fuera el libro de un hombre y, de inmediato, fue aceptado y publicado. A pesar de toda esta historia de prejuicios y de marginaciones, hoy las escritoras tienen un amplio legado cultural con obras fundamentales sin las que no se podría entender el desarrollo intelectual del ser humano. Las obras maestras y los nombres de estas autoras son muchísimos. Por sólo mencionar a un grupo plural y prestigioso, diríamos Mariana Alcoforado, Anna Ajmátova, Hannah Arendt, Jane Austen, Djuna Barnes, Simone de Beauvoir, María Luisa Bombal, Charlotte y Emily Brontë, Pearl S. Buck, Rosario Castellanos, Agatha Christie, Colette, Sor Juana Inés de la Cruz, Emily Dickinson, Isak Dinesen, Marguerite Duras, George Eliot, Ana Frank, Elena Garro, Nadine Gordimer, Lilian Hellman, Patricia Highsmith, Elfriede Jelinek, Julia Kristeva, Selma Lagerlöf, Doris Lessing, Clarice Lispector, Dulce María Loynaz, Mary McCarthy, Carson McCullers, Katherine Mansfield, Gabriela Mistral, Toni Morrison, Anaïs Nin, Joyce Carol Oates, Olga Orozco, Emilia Pardo Bazán, Dorothy Parker, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Katherine Anne Porter, Jean Rhys, Arundhati Roy, Safo, George Sand, Santa Teresa, Nathalie Sarraute, Mary W. Shelley (hija de Mary Wollstonecraft), Susan Sontag, Madame de Staël, Gertrude Stein, Wislawa Szymborska, Marina Tsvetáieva, Simone Weil, Eudora Welty, Edith Wharton, Virginia Woolf, Marguerite Yourcenar y María Zambrano. 


Las lectoras, por su parte, han aumentado exponencialmente desde el siglo XVIII y aunque muchas de las obras de estas mujeres forman parte de sus lecturas, tampoco se reducen a los libros escritos por mujeres. Es importante insistir en que, durante mucho tiempo, el término «hombre de letras» jamás tuvo ninguna amplitud. Se refería, estrictamente, al hombre, no a la mujer. Pero, a partir de que ingresaron al mundo de la cultura, antes sólo restringido a los varones, las mujeres fueron no sólo escritoras, pensadoras y lectoras, sino muy especialmente alfabetizadoras, mediadoras, divulgadoras y promotoras del libro, mucho más que los hombres, porque, desde la Revolución Francesa, la educación formal de los niños se dejó en sus manos. Ya no sólo educaban a sus hijos, sino también a los hijos de otras familias. Hoy está probado con estadísticas que el aumento del público lector femenino ha conseguido superar a ese «público lector» antes sólo constituido, en su gran mayoría, por hombres. 


Lo que no hay que perder de vista es que, desde el momento mismo en que las mujeres tuvieron acceso a la cultura y, especialmente, a los libros, el poder masculino se encargó de establecer mecanismos de control y censura bajo las formas del canon de lo que podían y debían leer las mujeres, y el índex de lo que les estaba vedado. Transgredir, es decir, salirse de ese canon y penetrar a ese índex fue lo que permitió el desarrollo de la cultura de las mujeres. Padres, maridos, sacerdotes, profesores, escritores, pensadores y aun los intelectuales más «liberales», aconsejaban, aprobaban, prescribían y proscribían las lecturas: por un lado las «apropiadas» y por el otro las «inconvenientes». El discurso androcéntrico es que debían vigilar que esas lecturas no corrompieran el corazón y el espíritu de las mujeres; que esas lecturas no atentaran contra su castidad, su pureza, su debilidad; lecturas que, como es obvio, no tenían el poder de dañar a los hombres porque éstos eran más fuertes, más inteligentes, más capaces. En Amor y Occidente, Denis de Rougemont cita al ubicuo Nietzsche en este tema y su coincidencia con Kierkegaard: «hay que escoger entre criar libros o criar niños». Como es obvio, los hombres escogen criar libros y les dejan la tarea de criar niños exclusivamente a las mujeres. Mucho más allá del siglo XVIII las lectoras seguían siendo consideradas personas vulnerables a la palabra escrita: personas sin criterio ni juicio que se podían dejar engatusar por ideas ajenas a su abnegación, su entrega y sumisión incondicional al marido, los padres, los hijos y el hogar. Por ello, los preceptores de todo tipo establecían lo que debían leer y lo que no. Había libros buenos (adecuados) para ellas, y otros muy malos para su salud mental y espiritual. Y, como era de esperarse, casi todos esos libros (lo mismo buenos que malos) estaban escritos por hombres, y muy rara vez por mujeres, pero aun en este caso eran libros doctrinarios que aprobaban los hombres. Lo mismo en Europa (cuna de la cultura occidental) que en los demás continentes, cuando las mujeres acceden a la cultura escrita, y especialmente a la lectura de libros, se establecen filtros desde el poder (obviamente masculino) para que los libros que llegan a sus manos y a sus ojos sean los «adecuados». Lo mismo ocurrió en Inglaterra que en Alemania, lo mismo en Francia que en España, y lo mismo en Estados Unidos o en México.


En México, si dejamos atrás la historia de la evangelización que tenía al catecismo cristiano como medio alfabetizador y como mecanismo de control religioso y formación moral, veremos que incluso hombres de letras e intelectuales de avanzada siguen manteniendo ideas paternalistas sobre el concepto de «educación de la mujer». Caso particular el de Manuel Payno (1810-1894), autor de El fistol del diablo y Los bandidos de Río Frío, entre otras obras con las que incursiona en el folletín. Pues bien, este meritorio escritor mexicano del siglo XIX creía tener ideas avanzadas sobre la educación de la mujer, pero como lo documenta muy bien Anne Staples («La lectura y los lectores en los primeros años de vida independiente»), sus «actitudes y opiniones acerca de la lectura adecuada para una mujer pueden ser tomadas como representativas del punto de vista de un sector importante de la opinión pública masculina». En otras palabras, sus actitudes y opiniones eran las actitudes y opiniones del poder cultural masculino.


Citado por Staples, Payno sentenciaba: «Una mujer que no sabe coser y bordar, es como un hombre que no sabe leer ni escribir». A veces ironizaba, y en sus ironías dejaba ver sus prejuicios al desnudo: «Hay mujeres que les causa hastío sólo ver un libro, y esto es malo. Hay otras que devoran cuanta novela y papelucho cae en sus manos, y esto es peor». Staples muestra las grandes contradicciones intelectuales de Payno, pues si por un lado señalaba que «no hay ocupación más útil para toda clase de gentes que el leer», puesto que «el entendimiento se fertiliza, la imaginación se aviva y el corazón se deleita»; por otro lado, afirmaba que, en el caso de las mujeres, la lectura debía sujetarse a reglas precisas. Un hombre podía leerlo todo: desde Lutero, Bossuet, Bocaccio, Voltaire y Chateaubriand, no tenía límites porque daba por hecho su sólido criterio. Pero en el caso de la mujer, Payno era un feroz guardián de las puertas de la biblioteca. Escribía: «Una mujer no debe jamás exponerse a pervertir su corazón, a desviar a su alma de esas ideas de religión y piedad que santifican aun a las mujeres perdidas. Tampoco deberá buscarse una febril exaltación de sentimientos que la hagan perder el contento y tranquilidad de la vida doméstica».


Anne Staples describe del siguiente modo, y siempre citándolo, la febril labor «educativa» de Payno en relación con las mujeres: «Payno condenaba a las atrevidas que incursionaban en esos campos peligrosos. “Una mujer que lee indistintamente toda clase de escritos, cae forzosamente en el crimen o en el ridículo. De ambos abismos sólo la mano de Dios puede sacarla”. En tono moralista, proseguía Payno: “Mujer que lee las Ruinas de Volney, es temible. La que constantemente tiene en su costurero a la Julia de Rousseau y a Eloísa y Abelardo, es desgraciada. Entre la lectura de las Ruinas de Volney y la de Julia, es preferible la de novenas”, es decir, ninguna de las dos». Payno proscribía a las mujeres toda lectura de libros románticos: «Siempre que oigáis decir de una obra que es romántica, no la leáis; generalmente lo que se llama romántico no deben leerlo ni las doncellas ni las casadas, porque siempre hay en tales composiciones maridos traidores, padres tiranos, amigos pérfidos, incestos horrorosos, parricidios, adulterios, asesinatos y crímenes, luchando en un fango de sangre y lodo».


¿Y qué era lo que, contrariamente, prescribía? Los clásicos españoles (el Quijote, El lazarillo de Tormes, El diablo cojuelo, el Guzmán de Alfarache), las obras de Walter Scott y las poesías de Navarrete, Ochoa, Pesado y Ortega; todo aquello que puede ser leído, sin peligro, «por las niñas tiernas, por las castas doncellas y por las virtuosas casadas». La idea de que los libros corrompen el corazón, el espíritu y el cerebro es una idea eminentemente religiosa, siempre asociada al poder. La misión del filtro masculino en las lecturas de las mujeres era «ilustrar su espíritu sin corromper su corazón», según palabras de la época. Pero los términos con los que califica Payno a las mujeres disidentes de sus recomendaciones (ridículas, temibles, desgraciadas) delatan un temor inocultable: las mujeres que leen lo que no deben leer son peligrosas. O, para decirlo con palabras de Sara Sefchovich en relación con este estereotipo de la misoginia protectora: «Los modos de comportamiento que se supone corresponden a las mujeres muestran sólo dos posibilidades: o se es dulce, suave, trabajadora, fiel, madre amorosa y esposa abnegada, o se es una traidora, simuladora, rastrera, ambiciosa, explotadora, manipuladora y zorra. La mujer no es un ser humano en sí misma, sino en función de cómo se porta con los demás, que la clasifican como buena o mala, santa o puta, salvadora o perdición. Es pues, un objeto que se ve desde el punto de vista de su uso y de la felicidad o infelicidad que proporciona al hombre, y como tal se le cataloga entre los diversos objetos que socialmente conviene tener, poseer y hasta presumir o esconder, pero usar y gozar».


En 1946, en Suiza, Paul Morand escuchó decir a Coco Chanel: «Hace falta mucha valentía para no ver a las mujeres como diosas». Y es que incluso cuando las mujeres son elevadas a la categoría de diosas «seductoras» y representan una «tentación» (de acuerdo también a la versión histórica masculina, ya que son los hombres los que han narrado la mayor parte de la historia), o son viciosas o son destructivas, como bien lo hace notar Jane Billinghurst: «o sus encantos pueden distraer al hombre de su importante tarea de gobernar el mundo». Por ello, concluye la investigadora, «el modo de presentar a las tentadoras depende de la confianza que tengan los narradores en la supremacía masculina. Cuando los hombres se sienten seguros, las tentadoras son fuertes y están llenas de vida. Cuando los hombres se sienten débiles, las tentadoras son crueles depredadoras con mentes caóticas». De cualquier forma son «inconvenientes» (porque siembran el caos en donde antes había sólo recta inteligencia), capaces incluso de desviar los altos pensamientos de Aristóteles y ponerlo a gatear y a suplicar por deseos carnales, como cuenta el poeta normando Henri d’Andeli que hizo Filis con el anciano filósofo al que ensilló y montó como si de un caballo se tratara. ¡Qué mejor muestra para probar que las mujeres debilitan el pensamiento!


Todo lo anterior quizá se resuma en el lúcido señalamiento que hizo Rosario Castellanos en las primeras páginas de su libro Mujer que sabe latín: «La mujer, a lo largo de los siglos, ha sido elevada al altar de las deidades y ha aspirado el incienso de los devotos. Cuando no se la encierra en el gineceo, en el harén a compartir con sus semejantes el yugo de la esclavitud; cuando no se la confina en el patio de las impuras; cuando no se la marca con el sello de las prostitutas; cuando no se la doblega con el fardo de la servidumbre; cuando no se la expulsa de la congregación religiosa, del ágora política, del aula universitaria». Concluye Castellanos que el poder masculino anuló por mucho tiempo, sobre todo, el intelecto de la mujer, a cambio de cantar su belleza, con un planteamiento misógino-racista: «¿Para qué gastar la pólvora en infiernitos y querer inculcar, donde es imposible y superfluo, la cultura?»










Tomado de:
AA.VV. (2012): Lectoras. Conversaciones con Juan Domingo Argüelles. México, Ediciones B, pp. 26-31.