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21 septiembre 2019

Juan Rulfo o la pena sin nombre. Luis Harss




Juan Rulfo o la pena sin nombre


 Luis Harss


La breve y brillante carrera de Rulfo ha sido uno de los milagros de nuestra literatura. No es, en el fondo, un renovador, sino al contrario el más sutil de los tradicionalistas. Pero ahí radica su fuerza. Escribe sobre lo que conoce y siente, con la sencilla pasión del hombre de la tierra en contacto inmediato y profundo con las cosas elementales: el amor, la muerte, la esperanza, el hambre, la violencia. Con él, la literatura regional pierde su militancia panfletaria, su folclore. Rulfo no filtra la realidad a través del lente de los prejuicios civilizados, la muestra al desnudo. Es un hombre en oscuro concierto con la poesía cruel y primitiva de los yermos, las polvaredas aldeanas, las plagas y las violencias, los odios y las vendettas de familia, las fiestas y los duelos, la dureza de la vida siempre al borde de la desgracia y la muerte. Su lenguaje es tan parco y severo como su mundo. No es un moralizador sino un testigo de la miseria de regiones desérticas que arden como llamaradas bajo un eterno sol de mediodía, donde la seca y el abandono han convertido zonas que eran en un tiempo vegas y praderas en tumbas de piedra. Es un estoico que no blasfema contra la vida, acepta el destino. Por eso su obra brilla con un fulgor lapidario. «Tanta y tamaña tierra para nada», dice uno de los personajes de El llano en llamas, la vista perdida en los espacios que se extienden hasta el horizonte en el bochorno y la desolación. Son estampas impresionistas, más que cuentos, pequeñas hogueras en las que se consume el alma. No todos están relacionados entre sí en el tiempo o el espacio. Pero es la misma vida ancha y ajena del hombre de la tierra. La región, a grandes rasgos, es la del sudeste de Jalisco, que abarca desde el lago Chapala, hacia al oeste por Zacoalco hasta Ayutla y Talpa, y al sur por Sayula y Mazamitla hasta el límite que separa Jalisco de los estados de Colima y Michoacán. Bandas armadas devastaron la zona durante la revolución. Enseguida, cuando regresó la población desplazada, estalló la revuelta de los cristeros, durante la cual, dice Rulfo, «hubo una especie de reconcentración. El ejército concentraba a la gente en las rancherías, en los pueblos. Cuando la revolución se hacía más fuerte, entonces se concentraba a la gente de esos pueblos en las poblaciones más grandes. Entonces había un abandono que se producía a base de reconcentraciones. La gente buscaba trabajo en otra parte. Después de unos años, ya no regresaba». La reforma agraria empeoró las cosas. Fue muy desorganizada. «La tierra, más que entre los campesinos, se distribuyó entre los obrajeros, entre los carpinteros, albañiles, zapateros, peluqueros.


Eran los únicos que formaban comunidad. Para formar una comunidad se necesitaban veinticinco personas. Se reunían veinticinco personas y solicitaban tierras. Los campesinos no las pedían. La prueba está en que hasta la fecha los campesinos no tienen tierras. Es que el campesino estaba muy allegado al hacendado, al patrón. Había el sistema del mediero, es decir, se sembraba la tierra, el patrón entregaba la tierra al campesino y el campesino entregaba la mitad de la cosecha al patrón.» La anarquía favorecía la especulación. Y sigue todo igual ahora. En la actualidad, los pequeños agricultores de Jalisco «ya no tienen medios de vida. Viven en una forma muy raquítica. Se van a la costa o se van de braceros a los Estados Unidos. Regresan en la época de lluvias a sembrar algún terrenito allí. Pero los hijos, en cuando pueden, se van... Esa zona tiende a desaparecer». Los malos tiempos siguen arrasándola, dice Rulfo. El cuarenta o cincuenta por ciento de la población de Tijuana es originaria de allí. Las familias son numerosas, con un mínimo de diez hijos. La única industria es el mezcal, la planta de la que se obtiene el tequila. No por nada existe una ciudad llamada Tequila al noroeste de Guadalajara. El mezcal y el maguey —fuente del pulque— son productos clásicos de tierras empobrecidas en vías de desintegración.


Rulfo escribe el epitafio de esas tierras. El llano en llamas es una áspera oración fúnebre por una región que expira. La cubren como una mortaja las nubes de la fatalidad. Pétreas son las horas, amargas las desilusiones, y la regla general es la resignación. Un coraje espartano disfrazado tras la apatía explota intermitentemente en arrebatos de violencia y de brutalidad: bandolerismo salvaje, vendettas sangrientas. Es una región de hombres acosados y mujeres abandonadas en la que «los muertos pesan más que los vivos». «No se puede contra lo que no se puede», dice la gente, inclinándose ante la muerte próxima que los aliviará por fin de la vida rapaz. Porque ésa es su única fe firme, su última ilusión, que «algún día llegará la noche» y la paz con ella, cuando los lleve la tumba oscura al descanso final. Los disgustos y las mortificaciones comienzan en la infancia, como en «Es que somos muy pobres», donde una muchacha —cuyas hermanas mayores, decididas a exprimir de su indigencia todo el placer que puedan, han recorrido el camino de la carne— se ve, a su vez, condenada a la perdición al desvanecerse sus esperanzas de casamiento cuando la inundación se lleva la vaca y el carnero que constituyen su pobre dote. Peor todavía es la suerte del niño que da su nombre a «Macario»: un huérfano criado de mal modo en un hogar adoptivo, cuyo único consuelo es el cariño de una cocinera bondadosa convertida en nodriza que le da leche con gusto a flores de obelisco. Macario vive bajo la sombra amenazadora de su madrastra, que lo espanta prometiéndole el infierno por su mala conducta. Para darle gusto —es una neurótica que pasa las noches en vela, oyendo ruidos— se pasa matando ranas en un estanque cercano —su croar no la deja dormir— y cucarachas en la casa. Roído por oscuras angustias —el encono, la nostalgia por una madre ausente— sufre ataques de epilepsia, y entonces, golpeando la cabeza contra el suelo, se imagina que oye resonar en la calle los tambores de las ferias.


Con una especie de fruición sádica aplasta bichos con los pies, descuartizándolos, y desparrama las tripas por toda la casa. Sólo perdona a los grillos, que, según la creencia, cantan para ahogar los lamentos de las almas en el Purgatorio. Los secretos impulsos que precipitan a la gente a su ruina se encadenan en «Acuérdate», retrato fugaz de un prototipo aldeano, un fanfarrón que de pronto, nadie sabe por qué, se corrompe y se convierte en un criminal y un forajido. Quiere reformarse, y se embarca un rato como policía y hasta piensa en el sacerdocio. Pero una fuerza ciega lo lanza a la violencia, hasta que finalmente lo cuelgan de un árbol que, en un último acto de libre albedrío concedido por el destino irónico, escoge él mismo.


La revolución, dice Rulfo, desató pasiones que con el tiempo se han vuelto hábitos en algunos de estos pueblos. Aunque el crimen en épocas más recientes se ha ido desplazando hacia la costa, próspera todavía en ciertas poblaciones de Jalisco, donde es un oficio e incluso todo un sistema de vida. Lo vemos haciendo sus estragos en «La cuesta de las comadres», que relata con sangre fría un narrador impávido en el que sentimos la indiferencia sufrida de un pueblo para el que la muerte está siempre cerca y la vida tiene poco valor. Una cuadrilla merodeadora de bandidos y cuatreros —los Torricos— aterrorizan a los habitantes de la cuesta de pequeñas parcelas de tierra laborable que da su título al cuento. Es uno de esos lugares contra los que se ha ensañado el destino. A lo largo de los años la población, seducida por esas ilusiones efímeras que obsesionan a todos los personajes de Rulfo, se ha desbandado. Parte de la culpa del éxodo la tienen los Torricos. El narrador los conoce bien. En su día robaba sacos de azúcar con ellos y estuvo a punto de dejar el pellejo en la aventura. Más tarde, cuando Remigio Torrico lo amenaza con un machete, acusándolo de haber asesinado a su hermano Odilón, que en realidad murió en una pendencia en el pueblo, lo mata a Remigio clavándole una aguja de embalar en las costillas. Todo esto lo cuenta como si tal cosa, con una naturalidad que congela la sangre. El escenario es la tierra de nadie que rodea a Zapotlán. Rulfo dice que en esos lugares ocurren las cosas más lóbregas sin que nadie se altere por ellas. «Hace un tiempo, en Tolimán, estaban desenterrando a los muertos. Nadie sabía la razón, la causa. Sucedía en etapas. Era cosa cíclica...» Recuerda otro caso: «De todos estos pueblos, hay uno que se llama El Chantle, donde se han ido a refugiar forajidos. Allí no hay ninguna autoridad. Ni las mismas fuerzas del gobierno intentan llegar allí. Es un pueblo de proscritos.



Usted encuentra esas personas en otras partes. Generalmente son las más calmadas del mundo. No traen armas, porque los desarman. Usted habla con ellos y parece que no matan una mosca. Son una gente muy tranquila, una especie de campesino, así, un poco ladino, avispado, pero al mismo tiempo sin malas intenciones. Sin embargo, detrás de aquel hombre puede haber muchos crímenes. Entonces uno no sabe con quién está tratando, si con el pistolero de algún cacique o con un simple campesino de cualquier parte». Muchas veces las fuerzas del orden no son más civilizadas que los delincuentes que persiguen. En «La noche que lo dejaron solo» vemos a un pandillero fugitivo acechado por siniestros perseguidores que acaban con toda su familia. Cuando vuelve a hurtadillas a su choza por la noche, ve a través del humo de una fogata los cadáveres de sus dos tíos que cuelgan de un árbol en el corral. Los soldados están reunidos alrededor de los cadáveres, esperándolo. Se larga de cabeza por el matorral para zambullirse en el río, y oye a sus espaldas una voz que dice con una lógica salvaje: «Si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes».




El llano en llamas (1950)
de Juan Rulfo


Otro perseguido es el protagonista de «El hombre», cuya fuga lo precipita a un horizonte tras otro llevando íntegro el peso de su culpa. Es un asesino que ha terminado con toda una familia. Puntos de vista en constante flujo iluminan de a poco las incógnitas de la historia, anticipando técnicas perfeccionadas después en Pedro Páramo. La primera parte del cuento transcurre objetivamente en dos tiempos: uno que corresponde a las percepciones del perseguido, y el otro a las del perseguidor. A medio camino hay un desvío a un narrador en primera persona —el fugitivo— y luego al punto de vista de un testigo casual: un pastor que hace su declaración ante las autoridades policiales de la localidad. Todas son figuras huidizas, destellos humanos que se esquivan pronto en la vastedad de la llanura. En la tierra de los condenados nadie es responsable de sus faltas y sin embargo todos son culpables. Porque aun despojados de su humanidad, los hombres siguen pagándola. La culpa puede ser desconocida —sin por eso ser menos onerosa— como en el cuento «En la madrugada», donde despierta en la cárcel un peón de granja acusado de haber matado a su patrón en una pelea, y aunque no recuerda nada se dice, casi con regocijo: «Desde el momento en que me tienen aquí en la cárcel por algo ha de ser». O puede ser muy precisa y concreta, como en «Talpa», donde una pareja de adúlteros —un hombre y su cuñada— llevan al marido engañado, afligido por la peste, en una larga peregrinación a la Virgen de Talpa, a la que esperan llegar «antes que se le acaben los milagros». El viaje tiene un doble propósito (y también un doble sentido). El enfermo es una carga para sus parientes; saben que el esfuerzo lo agotará y así saldrán de él más pronto. Pero también ellos padecerán en el camino. Es lo que descubren cuando el apestado, que tal vez sospecha la verdad —aunque ellos mismos sólo la perciben a medias— se vuelve una especie de mártir y flagelante. En un arrebato de fervor ciego, se lacera los pies en las rocas, se venda los ojos y se arrastra a gatas con una corona de espinas. Su sufrimiento es el de ellos, su pérdida también. Dramatizan una desesperanza común. Cuando muere, los sobrevivientes no se ven absueltos de su culpa. El amor que se alimentaba a expensas del enfermo muere con él.


La culpabilidad vuelve a ser el tema central de «Diles que no me maten», una historia de venganza. Un viejo crimen que el tiempo no ha derogado alcanza al protagonista, al que ata a una estaca el hijo del hombre al que asesinó años atrás, ofreciéndole primero con paradójica compasión unos tragos de aguardiente que le mitigarán el dolor, para después despacharlo sin miramientos. Aunque en realidad el peor castigo habría sido perdonarlo, porque con su mala conciencia ya había muerto de terror mil veces antes. Es la ironía de siempre. Las balas que lo acribillan arreglan cuentas muchas veces saldadas. Son el remate, nada más: golpes de gracia en un cadáver. El dolor crea fallas por dentro. La pobreza física es indigencia moral. Difunde sus venenos hasta en los rincones más íntimos de la vida privada, contagiando el amor y socavando la confianza y la amistad. Tal es el tema de «No oyes ladrar los perros», donde seguimos los pasos de un padre que lleva a su hijo herido al pueblo para que lo vea un médico, y amontona los reproches en el camino. En Rulfo hay casi siempre rencor y recriminación entre padres e hijos; se desgarran entre ellos aun cuando tratan de ayudarse. Lo que una generación puede transmitir a la siguiente es poco más que una impotencia secular. Los jóvenes, desheredados, son arrojados al mundo indefensos, para arreglárselas como puedan.


Los que tienen vigor y ánimo se defienden. Los otros se marchitan, o se hacen maleantes. «Los hijos se te van... no te agradecen nada... se comen hasta tu recuerdo», dice un cuento. Las relaciones entre hombre y mujer no son más felices que las relaciones entre padres e hijos. En «Paso del Norte» se nos cuenta lo que le sucede a un joven que deja a su familia para cruzar ilegalmente la frontera de los Estados Unidos. Lo reciben del otro lado a los balazos, y cuando regresa con su derrota a la aldea se encuentra con que su mujer lo ha dejado. Abandonando a sus hijos, desaparece tras ella, destinado a vagar por la región como un alma en pena.


Hay siempre los que de alguna manera, aun desde el infortunio total, medran con los males ajenos. Es el caso de los bandidos errantes de «El llano en llamas», que saquean los ranchos e incendian los campos galopando a través de la llanura perseguidos por tropas del gobierno que no los alcanzan nunca o los dejan escapar cuando ya casi los tienen entre las manos. Son la banda parasitaria de los Zamora, que «aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero», y se entrenan cortando gargantas y acumulando botín. El jefe juega al «toro» con los prisioneros, que desarma para luego arremeterlos con su espada. Descarrilan trenes y raptan mujeres. La mala suerte quiere que el narrador pase un tiempo en la cárcel, de donde sale algo corregido. Tal vez una mujer que le abre los brazos a la salida —en un desenlace un tanto sentimental— lo salvará. Pero probablemente volverá a sus andanzas. O encontrará alguna otra manera ambigua de ganarse la vida, como Anacleto Morones, en el cuento del mismo nombre, que revela mejor que ninguno a Rulfo como un ironista mordaz. Anacleto se enriquece como santero, combinando el arte del negociado con la charlatanería religiosa. Su fama le rinde grandes beneficios. Entre sus devotos partidarios hay una recua de viejas brujas hipócritas que se han dejado seducir de más de una manera por sus encantos. Cuando muere, de vulgar buhonero se convierte en «el santo niño Anacleto». Las viejas quieren hacerlo canonizar oficialmente y acuden a Lucas Lucatero, el yerno de Anacleto, para que testifique los presuntos milagros. Pero Lucas Lucatero sabe de memoria que Anacleto fue un farsante. Resulta que su mayor milagro fue dejar embarazada a su propia hija, la mujer de Lucas. Lucas lo ha matado y enterrado con todo y sus milagros bajo el piso.


Tal vez, en la balanza final, Lucas Lucatero y el mismo Anacleto no fueron alguna vez peores que los honrados campesinos del adusto y fúnebre «Nos han dado la tierra», que sigue siendo uno de los cuentos más conmovedores de Rulfo. Con una especie de compasión impersonal que hace al cuento doblemente sugestivo, habla de un grupo de hombres a los que se han otorgado tierras en una región estéril bajo un programa de distribución gubernamental. Los envían lejos de los campos fértiles que bordean el río, donde han impuesto sus prerrogativas poderosos terratenientes. El grupo, reducido ahora a cuatro hombres, ha marchado durante once horas, con el corazón en la boca, a través del desierto, en el que «nada se levantará... ni zopilotes». Sin embargo, la vida continúa. «Es más dificultoso resucitar un muerto que dar vida de nuevo», dice Rulfo en alguna parte, resumiendo la actitud general. De esta frágil esperanza se alimentan las vidas exiguas. Haber sabido captar lo que tienen de fuerza elemental ha sido el mérito de Rulfo. En los pequeños detalles está la mano maestra. Tiene debilidades como narrador. La excesiva poetización congela algunas de sus escenas. Sus personajes son a veces demasiado tenues y fragmentarios para darse con toda su humanidad. Son voces y gestos que pasan y se desbaratan. Por su falta de recursos internos, al final inspiran poco más que compasión. Ese patetismo es un peligro. Pero hay entradas a otra dimensión: un escenario de alegoría y tragedia. Vivir, en Rulfo, es morir desangrado. El llano es la condición humana. Late en cada gesto la mortalidad. Rulfo puede evocar la fatiga de un largo día de marcha a través del desierto con una frase sencilla: «A mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado», o la angustia y el anhelo inexpresables de toda una vida en la voz quieta de una mujer que dice de su marido ausente: «Es todavía la hora en que no ha vuelto». De la madre que ha perdido a todos sus hijos comenta simplemente: «Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros». Rulfo es trágico porque abre a algo más grande. Los conflictos entre padres e hijos y entre hermanos, la culpa y la orfandad, son los del teatro griego y el antiguo testamento. El estilo, en sus mejores momentos, es tan sobrio como sus paisajes. Las voces van formando un coro que dice profecías.


Uno de los cuentos más característicos de El llano en llamas es «Luvina», el nombre de una aldea situada en una colina de piedra caliza, que sufre una oscura maldición en una zona barrida por una polvareda que parece transportar cenizas volcánicas. Es «un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros». Como la antiguamente fértil cuesta de las comadres, es un pueblo fantasma destinado al olvido. «Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza, donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara», advierte el narrador, un antiguo residente, a un viajero encaminado en esa dirección. Él sabe, porque: «Allá viví. Allá dejé la vida». Estos días no vive nadie en Luvina más que «los puros viejos y los que todavía no han nacido... y las mujeres solas». Los que no se han ido, como de costumbre, es porque los retienen los muertos al lugar. «Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos», dicen. Se las aguantan como pueden, pensando: «Durará lo que debe durar».
















Tomado de:
HARSS, Luis ([1966] 2012): Los nuestros. Bs. As. Alfaguara, pp. 129-144.

17 junio 2015

Rulfo, el lenguaje del mito. Carlos Fuentes




Rulfo, el lenguaje del mito

Carlos Fuentes


 Giambattista Vico, quien primero ubicó el origen de la sociedad en el lenguaje y el origen del lenguaje en la elaboración mítica, vio en los mitos la «universalidad imaginativa» de los orígenes de la humanidad: la imaginación de los pueblos ab-originales. La voz de Rulfo llega a esta raíz. Es, a la vez, silencio y lenguaje; y, para no sacrificar en ningún momento sus dos componentes, es, sobre todo, rumor. Claude Lévi-Strauss, en su Antropología estructural, nos dice que la función de los mitos consiste en incorporar y exhibir las oposiciones presentes en la estructura de la sociedad en la cual nace el mito. El mito es la manera en que una sociedad entiende e ignora su propia estructura; revela una presencia, pero también una carencia. Ello se debe a que el mito asimila los acontecimientos culturales y sociales. El hecho biológico de dar a luz se convierte, míticamente, en un hecho social. El juego entre realidad sexual y teatralidad erótica de Doloritas Preciado, Eduviges Dyada, Damiana Cisneros y Dorotea la Cuarraca en torno al «hijo» narrador, Juan Preciado, es parte de esta circulación entre biología y sociedad que opera el mitopuente. Hay más: Lévi-Strauss indica que en cada mito se refleja no sólo su propia poética (es decir, la manera en que el mito es contado en un momento o una sociedad determinados) sino que también da cabida a todas las variantes no dichas, de las cuales esta particular versión es sólo una variante más.


Vladimir Propp, en la Morfología del cuento, distingue una veintena de funciones propias del cuento de hadas ruso. El orden de las mismas puede variar, pero no se encuentra un cuento que no incluya, en una forma u otra, una combinación de varias de estas funciones. ¿Hay mitos nuevos, nacidos de circunstancias nuevas? Harry Levin recuerda que Emerson pidió una mitología industrial de Manchester, y Dickens se la dio; Trotski pidió un arte revolucionario que reflejase todas las contradicciones del sistema social revolucionario, pero Stalin se lo negó. La audiencia actual de telenovelas y novelas «divertidas» o light ignora que está leyendo combinaciones de mitos antiquísimos. Sin embargo, sólo la crítica del subdesarrollo sigue manteniendo el mito romántico de la originalidad, precisamente porque nuestras sociedades aún no rebasan las promesas sentimentales de las clases medias del siglo pasado. Todo gran escritor, todo gran crítico, todo gran lector, sabe que no hay libros huérfanos: no hay textos que no desciendan de otros textos.


El mito explica esta realidad genealógica y mimética de la literatura: no hay, como explica LéviStrauss, una sola versión del mito, de la cual todas las demás serían copias o distorsiones. Cada versión de la verdad le pertenece al mito. Es decir, cada versión del mito es parte del mito y éste es su poder. El mismo mito —Edipo, pongo por caso— puede ser contado anónimamente, o por Sócrates, Shakespeare, Racine, Hölderlin, Freud, Cocteau, Pasolini, y mil sueños y cuentos de hadas. Las variaciones reflejan el poder del mito. Traten ustedes de contar más de una vez, en cambio, una novela de Sidney Sheldon o de Jackie Collins.


Al contener todos estos aspectos de sí, el mito establece también múltiples relaciones con el lenguaje invisible o no dicho de una sociedad. El mito, en este sentido, es la expresión del lenguaje potencial de la sociedad en la cual se manifiesta. Esto es igualmente cierto en la antigüedad mediterránea y en la antigüedad mesoamericana, puesto que el mito y el lenguaje son respuestas al terror primario ante la inminencia de la catástrofe natural. Primero hablamos para contar un mito que nos permite comprender el mundo, y el mito requiere un lenguaje para manifestarse. Mito y lenguaje aparecen al mismo tiempo, y los mitos, escribe Vico, son el ingreso a la vasta imaginación de los primeros hombres. El lenguaje del mito nos permite conocer las voces mentales de los primeros hombres: dioses, familia, héroes, autoridad, sacrificios, leyes, conquista, valentía, fama, tierra, amor, vida y muerte: éstos son los temas primarios del mito, y los dioses son los primeros actores del mito. El hombre recuerda las historias de los dioses y las comunica, antes de morir, a sus hijos, a su familia. Pero el hombre abandona su hogar, viaja a Troya, obliga a los dioses a acompañarle, lucha, convierte el mito en épica y en la lucha épica —que es la lucha histórica— descubre su fisura personal, su falla heroica: de ser héroe épico, pasa a ser héroe trágico. Regresa al hogar, comunica la tragedia a la ciudad, y la ciudad, en la catarsis, se une al dolor del héroe caído y restablece, en la simpatía, los valores de la comunidad. 


Éste es el círculo de fuego de la antigüedad mediterránea —mito, épica y tragedia— que el cristianismo primero y la secularidad moderna, en seguida, excluyen, porque ambos creen en la redención en el futuro, en la vida eterna o en la utopía secular, en la ciudad de dios o en la ciudad del hombre. La novela occidental no regresa a la tragedia: se apoya en la épica precedente, degradándola y parodiándola (Don Quijote) pero vive una intensa nostalgia del mito que es el origen de la materia con la cual se hace literatura: el lenguaje.


Pedro Páramo no es una excepción a esta regla: la confirma con brillo incomparable, cuenta la historia épica del protagonista, pero esta historia es vulnerada por la historia mítica del lenguaje. Negar el mito sería negar el lenguaje y para mí éste es el drama de la novela de Rulfo. En el origen del mito está el lenguaje y en el origen del lenguaje está el mito: ambos son una respuesta al silencio aterrador del mundo anterior al hombre: el universo mudo al cual viaja el narrador de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, deteniéndose al borde del abismo. 


Por todo esto, es significativo que en el centro mismo de Pedro Páramo escuchemos el vasto silencio de una tormenta que se aproxima —y que este silencio sea roto por el mugido del ganado. Fulgor Sedano, el brazo armado del cacique, da órdenes a los vaqueros de aventar el ganado de Enmedio más allá de lo que fue Estagua, y de correr el de Estagua para los cerros del Vilmayo. «Y apriétenle —termina—, ¡que se nos vienen encima las aguas!». Apenas sale el último hombre a los campos lluviosos, entra a todo galope Miguel Páramo, el hijo consentido del cacique, se apea del caballo casi en las narices de Fulgor y deja que el caballo busque solo su pesebre. 


«—¿De dónde vienes a estas horas, muchacho?» —le pregunta Sedano.
«—Vengo de ordeñar» —contesta Miguel, y en seguida en la cocina, mientras le prepara sus huevos, le contesta a Damiana que llega «De por ahí, de visitar madres». Y pide que se le dé de comer igual que a él a una mujer que «allí está afuerita», con un molote en su rebozo que arrulla «diciendo que es su crío. Parece ser que le sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó. Vive de limosna». El silencio es roto por las voces que no entendemos, las voces mudas del ganado mugiente, de la vaca ordeñada, de la mujer parturienta, del niño que nace, del molote inánime que arrulla en su rebozo una mendiga. Este silencio es el de la etimología misma de la palabra «mito»: mu, nos dice Erich Kahler, raíz del mito, es la imitación del sonido elemental, res, trueno, mugido, musitar, murmurar, murmullo, mutismo. De la misma raíz proviene el verbo griego muein, cerrar, cerrar los ojos, de donde derivan misterio y mística.


Novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda, Pedro Páramo concentra así todas las sonoridades muertas del mito. Mito y Muerte: ésas son las dos emes que coronan todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de México: novela mexicana esencial, insuperada e insuperable, Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte. La novela, como es sabido, se llamó originalmente Los murmullos, y Juan Preciado, al violar radicalmente las normas de su propia presentación narrativa para ingresar al mundo de los muertos de Comala, dice:

—Me mataron los murmullos.

Lo mató el silencio. Lo mató el misterio. Lo mató la muerte. Lo mató el mito de la muerte. Juan Preciado ingresa a Comala y al hacerlo ingresa al mito encarnando el proceso lingüístico descrito por Kahler y que consiste en dar a una palabra el significado opuesto: como el mutus latín, mudo, se transforma en el mot francés, palabra, la onomatopeya mu, el sonido inarticulado, el mugido, se convierte en mythos, la definición misma de la palabra. Pedro Páramo es una novela extraordinaria, entre otras cosas, porque se genera a sí misma, como novela mítica, de la misma manera que el mito se genera verbalmente: del mutismo de la nada a la identificación con la palabra, de mu a mythos y dentro del proceso colectivo que es indispensable a la gestación mítica, que nunca es un desarrollo individual. El acto, explica Hegel, es la épica. Pedro Páramo, el personaje, es un carácter de epopeya. 


Pero su novela, la que lleva su nombre, es un mito que despoja al personaje de su carácter épico. Cuando Juan Preciado es vencido por los murmullos, la narración deja de hablar en primera persona y asume una tercera persona colectiva: de allí en adelante, es el nosotros el que habla, el que reclama el mythos de la obra.


En la Antigüedad el mito nutre a la épica y a la tragedia. Es decir: las precede en el tiempo. Pero también en el lenguaje, puesto que el mito ilustra históricamente el paso del silencio —mutus— a la palabra —mythos.


La precedencia del mito en el tiempo, así como su naturaleza colectiva, son explicadas por Carl Gustav Jung cuando nos dice, en Los arquetipos del inconsciente colectivo, que los mitos son revelaciones originales de la psique preconsciente, declaraciones involuntarias acerca de eventos psíquicos inconscientes. Los mitos, añade Jung, poseen un significado vital. No sólo la representan: son la vida psíquica de la tribu, la cual inmediatamente cae hecha pedazos o decae cuando pierde su herencia mitológica, como un hombre que ha perdido su alma. Recuerdo dos narraciones modernas que de manera ejemplar asumen esta actitud colectiva en virtud de la cual el mito no es inventado, sino vivido por todos: el cuento de William Faulkner «Una rosa para Emilia» y la novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo. En estos dos relatos, el mito es la encarnación colectiva del tiempo, herencia de todos que debe ser mantenida, patéticamente, por todos, pues como lo escribió Vico, nosotros hicimos la historia, nosotros creamos el tiempo, y si ello es así, si la historia es obra de nuestra voluntad y no del capricho de los dioses o del curso de la naturaleza, entonces es nuestra obligación mantener la historia: mantener la memoria del tiempo. Es parte del deber de la vida: es mantenernos a nosotros mismos. 


Pedro Páramo también contiene su antes feliz: la Comala descrita por la voz ausente de Doloritas, el murmullo de la madre: «Un pueblo que huele a miel derramada». Pero este pueblo frondoso que guarda nuestros recuerdos como una alcancía sólo puede ser recobrado en el recuerdo; es el «Edén subvertido» de López Velarde, creación histórica de la memoria pero también mito creado por el recuerdo. Pero ¿quién puede recordar en Comala, quién puede crear la historia o el mito a partir de la memoria? ¿Quién tiene, en otras palabras, derecho al lenguaje en Comala? ¿Quién lo posee, quién no? Steven Boldy, el crítico inglés y catedrático del Emmanuel College, Cambridge, responde en un brillante estudio sobre Pedro Páramo: el dueño del lenguaje es el padre; los desposeídos del lenguaje son los demás, los que carecen de la autoridad paterna. Este pueblo frondoso ha sido destruido por un hombre que niega la responsabilidad colectiva y vive en el mundo aislado del poder físico individual, de la fuerza material y de las estrategias maquiavélicas que se necesitan para sujetar a la gente y asemejarla a las cosas.¿Cómo ocurre esto? ¿Por qué llega Juan Preciado a este pueblo muerto en busca de su padre? Ésta es la historia detrás de la épica: Pedro Páramo ama a una mujer que no pertenece a la esfera épica. Susana San Juan pertenece al mundo mítico de la locura, la infancia, el erotismo y la muerte. ¿Cómo poseer a esta mujer? ¿Cómo llegar a ella?


Pedro Páramo está acostumbrado a poseer todo lo que desea. Forma parte de un mundo donde el dueño de la esfera verbal es dueño de todos los que hablan, como el emperador Moctezuma, que llevaba el título de Tlatoani, el Señor de la Gran Voz, el monopolista del lenguaje. Un personaje de «Talpa», el cuento de Rulfo, tiene que gritar mientras reza, «nomás» para saber que está rezando y, acaso, para creer que Dios o el Tlatoani lo escuchan. Pedro Páramo es el padre que domina la novela de Rulfo, es su Tlatoani. Michel Foucault ha escrito que el padre es el elemento fundamental de la simbolización en la vida de cada individuo. Y su función —la más poderosa de todas las funciones— es pronunciar la ley y unir la ley al lenguaje. La oración esencial, por supuesto, se invoca «en el nombre del padre», y lo que el padre hace, en nuestro nombre y el suyo, es separarnos de nuestra madre para que el incesto no ocurra. Esto lo hace al nombrarnos: nos da su nombre y, por derivación, su ser, nos recuerda Boldy. 


Nombrar y existir, para el padre, son la misma cosa, y en Pedro Páramo el poder del cacique se expresa en estos términos cuando Pedro le dice a Fulgor: «La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros». La aplicación de esta ley exige la negación de los demás: los de más, los que sobran, los que no-son Pedro Páramo: «Esa gente no existe». Pero él —el Padre, el Señor— existe sólo en la medida en que ellos le temen, y al temerlo, lo reconocen, lo odian, pero lo necesitan para tener un nombre, una ley y una voz. Comala, ahora, ha muerto porque el Padre decidió cruzarse de brazos y dejar que el pueblo se muriera de hambre. «Y así lo hizo.» Su pretexto es que Comala convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan. La verdad es otra: Pedro Páramo no pudo poseer a la mujer que amó porque no pudo transformarla en objeto de su propia esfera verbal. Pedro Páramo condena a muerte a Comala porque la condena al silencio —la condena al origen, antes del lenguaje—, pero Comala, Susana y finalmente Juan Preciado, saben algo que Pedro Páramo ignora: la muerte está en el origen, se empieza con la muerte, la vida es hija de la muerte, y el lenguaje proviene del silencio. Pedro Páramo cree que condena a muerte a un pueblo porque la muerte para él está en el futuro, la muerte es obra de la mano de Pedro Páramo, igual que el silencio. Para todos los demás —para ese coro de viejas nanas y señoritas abandonadas, brujas y limosneras, y sus pupilos fantasmales, los hijos de Pedro Páramo, Miguel y Abundio, y Juan Preciado al cabo— lo primero que debemos recordar es la muerte: nuestro origen, y el silencio: Mu, mito y mugido, primera palabra nacida del vacío y del terror de la muerte y del silencio. Para todos ellos, la muerte está en el origen, se empieza con la muerte, y acaso es esto lo que une, al cabo, al hijo de Pedro Páramo y a la amada de Pedro Páramo, a Juan Preciado y a Susana San Juan: los murmullos, el lenguaje incipiente, nacidos del silencio y de la muerte. El problema de Pedro Páramo es cómo acercarse a Susana. Cómo acercarse a Pedro Páramo es el problema de sus hijos, incluyendo a Juan Preciado, y éste también es un problema de la esfera verbal.


Pedro Páramo (1965),  novela de Juan Rulfo.
Al leerla recordamos nuestra propia muerte


¿Qué cosa puede acercarnos al padre? El lenguaje mismo que el padre quiso darnos primero y quitarnos en seguida: el lenguaje que es el poder del padre, pero su impotencia cuando lo pierde. Rulfo opta por algo mejor que una venganza contra el padre: lo suma a un esfuerzo para mantener el lenguaje mediante el mito, y el mito de Rulfo es el mito de la muerte a través de la búsqueda del padre y del lenguaje. Pedro Páramo es en cierto modo una telemaquia, la saga de la búsqueda y reunión con el padre, pero como el padre está muerto —lo asesinó uno de sus hijos, Abundio el arriero—, buscar al padre y reunirse con él es buscar a la muerte y reunirse con ella. Esta novela es la historia de la entrada de Juan Preciado al reino de la muerte, no porque encontró la suya, sino porque la muerte lo encontró a él, lo hizo parte de su educación, le enseñó a hablar e identificó muerte y voces o, más bien, la muerte como un ansia de palabra, la palabra como eso que Xavier Villaurrutia llamó, certeramente, la nostalgia de la muerte. Juan Preciado dice que los murmullos lo mataron: es decir, las palabras del silencio. «Mi cabeza venía llena de ruidos y de voces. De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas.» Es la muerte la realidad que con mayor gravedad y temblor y ternura exige el lenguaje como prueba de su existencia.


Los mitos siempre se han contado junto a las tumbas: Rulfo va más lejos: va dentro de las tumbas, lado a lado, diálogo de los muertos: 

—Siento como si alguien caminara sobre nosotros.
—Ya déjate de miedos. […] Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a  estar mucho tiempo enterrados.


La tierra de los muertos es el reino de Juan Rulfo y en él este autor crea y  encuentra su arquetipo narrativo, un arquetipo íntimamente ligado a la dualidad padre/madre, silencio / voz. Para Jung, el arquetipo es el contenido del inconsciente colectivo, y se manifiesta en dos movimientos: a partir de la madre, la matriz que le da forma; y a través del padre, el portador del arquetipo, su mitóforos. Desde esta ventana podemos ver la novela de Rulfo como una visita a la tierra de la muerte que se sirve del conducto mítico supremo, el regreso al útero, a la madre que es recipiente del mito, fecundada por el mito: Doloritas y las madres sustitutas, Eduviges, Damiana, Dorotea.


¿Hacia qué cosa nos conducen todas ellas junto con Juan Preciado? Hacia el  portador del mito, el padre de la tribu, el ancestro maldito, Pedro Páramo, el fundador del Nuevo Mundo, el violador de las madres, el padre de todititos los hijos de la chingada. Sólo que este padre se niega a portar el mito. Y al hacerlo, traiciona a su prole, no puede hacerse cargo de «las palabras de la tribu». El mito, indica Jung en sus Símbolos de transformación, es lo que es creído siempre, en todas partes y por todos. Por lo tanto, el hombre que cree que puede vivir sin el mito, o fuera de él, es una excepción. Es como un ser sin raíces, que carece de vínculo con el pasado, con la vida ancestral que sigue viviendo dentro de él, e incluso con la sociedad humana contemporánea. Como Pedro Páramo en sus últimos años, viejo e inmóvil en un equipal junto a la puerta grande de la Media Luna, esperando a Susana San Juan como Heathcliff esperó a Catherine  arnshaw en las Cumbres borrascosas, pero separado radicalmente de ella porque Susana pertenece al mundo mítico de la locura, la infancia, el erotismo y la muerte y Pedro pertenece al mundo histórico del poder, la conquista física de las cosas, la estrategia maquiavélica para subyugar a las personas y asemejarlas a las cosas. 


Este hombre fuera del mito, añade Jung, no vive en una casa como los demás hombres, sino que vive una vida propia, hundido en una manía subjetiva de su propia hechura, que él considera como una verdad recién descubierta. La verdad recién descubierta de Pedro Páramo es la muerte, su deseo de reunirse con Susana. «No tarda ya. No tarda. Ésta es mi muerte. Voy para allá. Ya voy.» Muere una vez que ha dejado a Comala morirse, porque Comala convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan:

—Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.

Y así lo hizo.
Al condenar a muerte a Comala y sentarse en un equipal a esperar la suya, Pedro Páramo aparece como ese hombre sin mito del cual habla Jung: por más que la haya sufrido y por más que la haya dado, es un recién venido al reino de la muerte, que es parte de la realidad de la psique. El poder del padre está dañado porque no cree en el mito —no cree en el lenguaje— y cuando los descubre, es en el sueño de una mujer que no compartirá su sueño —es decir, su mito— con él. Susana San Juan, en cambio, es protagonista de varios mitos entrecruzados: el del incesto con su padre Bartolomé, y el de la pareja idílica con su amante Florencio. Pero, al cabo, es portadora de uno que los resume todos: el del eterno presente de la muerte. Bartolomé, el otro padre, para poseer a su hija, mata a Florencio. Privada de su amante, Susana decide privarse de su padre. Pedro Páramo se encarga de Bartolomé San Juan, lo asesina para recuperar a Susana, la niña amada, treinta años después, pero al hacerlo la pierde, porque la pérdida del padre significa, para Susana, precisamente lo que la presencia del padre significa para el pueblo: ley: protección: lenguaje. Al perder a su padre, Susana pierde ley, protección y lenguaje: se hunde en el silencio, se vuelve loca, sólo participa de su propio monólogo verbal cerrado. Niega al padre. En seguida niega al padre religioso, el padre Rentería. En seguida niega a Dios Padre. ¿Cómo puede Susana San Juan, entonces, reconocer jamás al usurpador de la autoridad paterna, Pedro Páramo, si ha dejado de reconocer a Dios, fuente de la autoridad patriarcal? Ésta es la realidad que Pedro Páramo no puede penetrar ni poseer y ni siquiera puede ser reconocido por Susana porque jamás puede entrar a su universo verbal, un mundo de silencio impenetrable para el poder de Pedro sobre la palabra: «¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber». Por una vez, el patriarca todopoderoso, el padre, el conquistador, es excluido. De manera que se cruza de brazos y deja que Comala se muera: Susana San Juan se le escapa, hasta en la muerte, a través de la misma muerte. 


Enterrada en vida, habitante de un mundo que rechina, prisionera de «una sepultura de sábanas», Susana no hace ningún distingo entre lo que Pedro Páramo llamaría vida y lo que llamaría muerte: si ella tiene «la boca llena de tierra» es, al mismo tiempo, porque «tengo la boca llena de ti, de tu boca, Florencio». Susana San Juan ama a un muerto: una muerta ama a un muerto. Y es ésta la puerta por donde Susana escapa al dominio de Pedro Páramo. Pues si el cacique tiene dominios, ella tiene demonios. Loco amor, lo llamaría Breton; loco amor de Pedro Páramo hacia Susana San Juan y loco amor de Susana San Juan hacia ese nombre de la muerte que es Florencio. Pero no loco amor de Susana y Pedro. Por su clima y temperamento, Pedro Páramo es una novela que se parece a otra: Cumbres borrascosas de Emily Brontë. Es interesante compararlas porque ha habido una pugna necia en torno a la novela de Rulfo, una dicotomía que insiste en juzgarla sólo bajo la especie poética o sólo bajo la especie política, sin entender que la tensión de la novela está entre ambos polos, el mito y la épica, y entre dos duraciones: la duración de la pasión y la duración del interés.


Leer a Juan Rulfo es como recordar nuestra propia muerte. Gracias al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte, que así pasa a formar parte de nuestra memoria. Estamos entonces mejor preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte, o la opción vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida: todo es vida. Al situar a la muerte en la vida, en el presente y, simultáneamente, en el origen, Rulfo contribuye poderosamente a crear una novela hispanoamericana moderna, es decir, abierta, inconclusa, que rehúsa un acabamiento —un acabado técnico, inclusive— que la prive de su resquicio, su hoyo, su Eros y su Tánatos. Literalmente, cada palabra debería ser final. Pero ésta es sólo su apariencia: de hecho, nunca hay última palabra, porque la novela existe gracias a una pluralidad de verdades: la verdad de la novela es siempre relativa. Su hogar, escribe Mijail Bajtin, es la conciencia individual, que por definición es parcial. Su gloria, recuerda Milan Kundera, es la de ser el paraíso transitorio en el que todos y cada uno tenemos el derecho de hablar y ser  escuchados. La novela es el instrumento del diálogo en este sentido profundo: no sólo el diálogo entre personajes, como lo entendió el realismo social y psicológico, sino el diálogo entre géneros, entre fuerzas sociales, entre lenguajes y entre tiempos históricos contiguos o alejados, como lo entendieron y entienden los generadores de la novela, Cervantes, Sterne y Diderot ayer, y Joyce, Kafka, Woolf, Broch y Faulkner en nuestro tiempo. Y Juan Rulfo.




















Tomado de:
FUENTES, Carlos (2011): La gran novela latinoamericana. Madrid, Alfaguara, pp. 79-87.