La traducción como proceso
Valentín García Yebra
La traducción puede considerarse como acción o proceso, o bien como el resultado de esa acción, de ese proceso. Cuando alguien dice: «La traducción del alemán es más difícil que la del francés», se refiere al proceso; «traducción», entonces, equivale a «traducir». Podemos sustituir la frase mencionada por esta otra: «Traducir del alemán es más difícil que traducir del francés». Pero, cuando decimos: «He comprado una traducción de la Ilíada», o «La traducción de Aminta del Tasso por Jáuregui fue muy elogiada por Cervantes», nos referimos, evidentemente, al resultado de la acción o proceso de traducir. Aquí nos interesa especialmente la traducción como proceso.
Las dos fases del proceso de la traducción.
El proceso de la traducción consta siempre de dos fases: la fase de la comprensión del texto original, y la fase de la expresión de su mensaje, de su contenido, en la lengua receptora o terminal.
En la fase de la comprensión del texto original, el traductor desarrolla una actividad semasiológica (término derivado del griego, que significa «relativo al sentido, al significado»). Es decir, en esta fase, el traductor busca el contenido, el sentido del texto original.
En la fase de la expresión, la actividad del traductor es onomasiológica. (otro término derivado del griego, que quiere decir «relativo al nombre»). El traductor busca ahora en la lengua terminal las palabras, las expresiones para reproducir en esta lengua el contenido del texto original.
La comprensión no es aún propiamente traducción; pero es indispensable, imprescindible, para la traducción. En la fase de la comprensión, el traductor se diferencia del lector común por la intención y la intensidad de su lectura, que suele estar condicionada, además, por el hecho de no realizarse en la lengua propia.
Tanto el lector común como el traductor avanzan desde los signos lingüísticos o, más propiamente, desde los significan¬ tes, desde la forma externa de las palabras, hasta su contenido semántico. Lector y traductor siguen una dirección inversa a la del autor al escribir el texto original. El autor avanza desde el sentido, desde el contenido semántico, hasta los signos lingüísticos capaces de expresarlo.
Pero hay una diferencia notable entre el lector común y el lector-traductor. El lector, en cuanto tal, llega al término de su viaje cuando ha captado el contenido del texto. El que lee como traductor, en cambio, tiene desde el comienzo la intención de no detenerse en esa meta: piensa emprender a continuación el camino inverso, en la misma dirección seguida por el autor, sólo que por otro terreno: este camino irá desde el con¬ tenido del texto original hasta los signos lingüísticos capaces de expresarlo, pero en la lengua terminal, que suele ser la lengua propia del traductor, la de la comunidad lingüística a la que pertenece.
Esta intención de retorno, de regreso a la lengua propia, implica, normalmente, mayor intensidad de lectura. El traductor no puede contentarse con la comprensión del lector común, sino que ha de procurar acercarse en lo posible a la comprensión total. Digo «acercarse en lo posible» porque la comprensión total de un texto es realmente inalcanzable. Para comprender totalmente un texto sería preciso un lector ideal, que se identificase con el autor. Más aún: tendría que identificarse con el autor tal como éste era y estaba en el momento mismo de producir el texto, pues sabemos que un autor puede no entender, o entender sólo en parte, lo que él mismo quiso ex¬ presar algunos años, algunos meses, algunos días antes.
Si la comprensión de un texto pudiera ser total, sería también posible que varios lectores, al leer ese texto, comprendieran exactamente lo mismo. Ahora bien, es seguro que nunca dos lectores perciben exactamente lo mismo en un texto de alguna amplitud y de cierta riqueza. Una prueba de esto la tenemos en el hecho de que nunca hay dos traducciones del mismo libro coincidentes en todo. Y no es en la traslación a la nueva lengua, no es en la fase de la expresión, sino en la percepción, en la comprensión del texto por el traductor, donde el texto comienza a ser algo propio del traductor y a no ser ya el mismo.
El traductor debe ser, por consiguiente, un lector extraordinario, que trate de acercarse lo más posible a la comprensión total del texto, aun sabiendo que no la alcanzará nunca. Ha de comenzar, pues, por entregarse a una lectura del texto atenta y reposada. Para llegar a comprender bien el original, nada más contraindicado que las prisas. Puede servir de lema a los traductores la máxima atribuida a Catón: Sat cito, si sat bene («Bastante pronto [se hace una cosa], si [se hace] bastante bien»), o estos versillos de Antonio Machado: Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas. Con frecuencia será necesaria una segunda y hasta una tercera lectura.
Al leer como traductor, se lee normalmente en una lengua ajena. Esto tiene para una lectura profunda inconvenientes, pero también ventajas. Los inconvenientes dimanan de la resistencia que toda lengua opone al forastero; las ventajas proceden de esa misma resistencia, que estimula la atención y el interés de la conquista.
Todo el que lee comprendiendo, ejercita durante la lectura, de manera inconsciente, un rapidísimo análisis semántico, integrado por un análisis léxico-morfológico, otro morfo- sintáctico, y un tercer análisis que podríamos llamar óntico o extralingüístico, porque se refiere a los objetos o realidades de que trata el texto. Cuando tropezamos en la lectura y se nos interrumpe la comprensión del texto, es preciso, con frecuencia, recurrir conscientemente a uno, a dos o a los tres análisis mencionados. Esto, naturalmente, sucede más a menudo en la lectura de textos escritos en una lengua extranjera.
La segunda fase de la traducción es la que hemos llamado expresión. Esta es, en realidad, la traducción auténtica, la traslación, el traslado del contenido del texto original al nuevo texto construido con elementos de la lengua terminal o receptora.
¿Es posible la traducción?
El primer problema que se plantea aquí es el de la posibilidad de la traducción. ¿Es posible pasar el contenido de un texto de una lengua a otra? Ortega y Gasset hace esta misma pregunta en las primeras líneas de su célebre ensayo Miseria y esplendor de la traducción: «¿No es traducir, sin remedio, un afán utópico?». Pregunta casi idéntica se había hecho a prin¬ cipios del siglo pasado, en su estudio Über die verschiedenen Methoden des Übersetzens («Sobre los diferentes métodos de traducir»), el teólogo y filólogo alemán Friedrich Schleiermacher: «¿no parece la traducción [...] una empresa descabellada?». Y el lingüista francés contemporáneo Georges Mounin observa: «si se aceptan las tesis corrientes sobre la estructura de los léxicos, de las morfologías y de las sintaxis, se llega a profesar que la traducción debería ser imposible».
Sería fácil acumular pruebas de esta imposibilidad teórica basadas en cada uno de los estratos lingüísticos, léxico, morfología y sintaxis. Limitémonos a un ejemplo de cada estrato:
Léxico. No hay en español una palabra que traduzca la palabra latina amita («tía, hermana del padre»), ni su complementaria matertera («tía, hermana de la madre»). El español dice normalmente «mi tía», sin precisar si el parentesco viene por parte del padre o de la madre.
Morfología. No hay en latín, ni en español, ni en ninguna lengua románica o germánica, una forma verbal que traduzca exactamente el perfecto griego: XéXuKoc «he realizado la acción de soltar y el resultado dura en el momento en que hablo».
Sintaxis. No se puede traducir a ninguna lengua románica ni germánica, quizá a ninguna lengua en absoluto, conservando su estructura sintáctica, un verso latino como el 237 del libro VIII de las Metamorfosis de Ovidio: Gárrula ramosa prospexit ab ilice perdix donde el primer adjetivo, garrida, concierta con el último sustantivo, perdix (primera y última palabra del verso), y el se¬ gundo adjetivo, ramosa, con el penúltimo sustantivo, ilice, ocupando el verbo, prospexit, el centro exacto del verso, con seis sílabas a la izquierda y otras seis a la derecha.
Si la traducción tuviera que reproducir todos los detalles de la estructura formal léxica, morfológica y sintáctica del texto, sería, en efecto, imposible. Pero la traducción no consiste en reproducir exactamente las estructuras formales de un texto —eso sería copiar el texto, no traducirlo—, sino en reproducir su contenido (y, en lo posible, su estilo).
Contenido del texto.
Pero ¿cuál es el contenido de un texto? ¿Puede decirse que el contenido de un texto es su «significado»? ¿O diremos, más bien, que es su «sentido»? El DRAE define sentido equiparándolo, en sus acepciones 8.a y 9.a, a significación o significado: 8. «Significación cabal de una proposición o cláusula». 9. «Significado, o cada una de las distintas acepciones de las palabras». Y en las definiciones de significación y significado leemos: Significación: «sentido de una palabra o frase»; Significado: «significación o sentido de las palabras o frases». De modo que sentido se define como «significación» o «significado», y significación y significado, como «sentido». La definición de significar es algo más explícita; en su 2.a acepción: «Ser una palabra o frase expresión o signo de una idea o de un pensamiento, o de una cosa material». Pero tampoco esta definición es totalmente esclarecedora.
Conviene tener en cuenta la conocida distinción, debida a Ferdinand de Saussure, entre langue y parole (lengua y habla).La lengua es el sistema de signos orales (y de sus equivalentes escritos) que una comunidad lingüística tiene a su disposición para expresarse y comunicarse. El habla es el uso que hacen de su lengua los miembros de la comunidad lingüística.
Los signos lingüísticos se componen, como es sabido, de significante y significado. El «significante» es el sonido o conjunto de sonidos que, en el lenguaje oral, producen la imagen acústica; es también «significante» la representación gráfica de dichos sonidos. El «significado» es el concepto, la imagen mental evocada por la audición o la lectura del significante.
La mayoría de los signos lingüísticos son polisémicos; es decir, tienen en la lengua varios significados. Pero se trata de significados potenciales, que sólo se actualizan en el habla. Normalmente, en el habla, que es como decir en los textos (pues todo acto de habla constituye un texto), sólo se actualiza cada vez uno de los significados que potencialmente tienen los signos lingüísticos.
Los signos lingüísticos de una lengua no suelen coincidir con los de otra en toda la serie de sus significados potenciales. No hay, por ejemplo, ninguna lengua románica ni germánica que pueda abarcar con una sola palabra toda la serie de significados potenciales que tiene la palabra española cabo; entre otros: 1) «extremo de una cosa», 2) «residuo de algunos objetos (p. ej. de una vela)», 3) «mango de una herramienta», 4) «hilo o hebra (en algunos oficios, p. ej. en el de zapatero)», 5) «lengua de tierra que se adentra en el mar», 6) «cuerda (entre marineros)», 7) «graduación militar inmediatamente superior a la del soldado raso», 8) en plural, «patas, morro, crin y cola de los caballos».
No es raro el hecho de que una sola palabra de una lengua incluya el significado de dos o más palabras de otra, la palabra española río incluye el significado de dos palabras francesas. fleuve («río que desemboca en el mar») y riviére («río que desemboca en otro río»). La palabra francesa poisson incluye el significado de dos palabras españolas: pez y pescado. Esto puede causar problemas en la traducción de textos concretos. En una obra escrita en francés sobre A. Machado se dice que «Les riviéres, les fleuves, ou bien, spécifiquement le Douro suggérent au poete des comparaisons...». La traductora, con muy buen acuerdo, incluye en una sola palabra, ríos, el significado de riviéres y fleuves: «Los ríos, o, de manera específica, el Duero, sugieren al poeta comparaciones...». Estaría aquí fuera de lugar traducir, por ejemplo, «Los afluentes y los ríos principales...». Por su parte, el autor traduce al francés el siguiente pasaje de Machado: «El poeta es un pescador, no de peces, sino de pescados vivos». («Le poete est un pécheur, non pas exactement un pécheur de poissons, mais un pécheur de poissons vivants»).
Si hubiera que retraducir estas palabras al español sin conocer el texto de Machado, sería difícil hacerlo coherentemente: «El poeta es un pescador, no exactamente un pescador de peces, sino un pescador de peces vivos». Los peces que se pescan suelen ser peces vivos, y el traductor español, como los lectores franceses del texto de Machado traducido a su lengua, difícilmente captaría el juego conceptual con los dos significados «pez» y «pescado».
Por estos y otros motivos, es claro que no pueden traducirse los significados de los signos lingüísticos en cuanto tales. Hablando con propiedad, no se traduce de lengua a lengua, sino de «habla» a «habla», es decir, de un texto a otro texto.
En el contenido de un texto hay que distinguir, con Eugenio Coseriu, el significado, la designación y el sentido. El significado del texto es el contenido lingüístico actualizado en cada caso por el habla. La designación es la referencia de los significados actualizados en el texto a las realidades extralingüísticas. El sentido del texto es su contenido conceptual en la medida en que no coincide ni con el significado ni con la desig¬ nación. Expresado quizá con más exactitud: es lo que el texto quiere decir, aunque esto no coincida con la designación ni con el significado.
Ya hemos visto la diferencia entre los significados potenciales de la lengua y los significados actualizados del texto.
La designación se hace siempre mediante significados actualizados, que pueden, para una misma designación, ser diferentes en las distintas lenguas. Coseriu pone el ejemplo siguiente: «El hecho de que en un río, en un lago o en el mar el agua sea poco profunda, de modo que se pueda estar de pie sin que le cubra a uno la cabeza, se puede designar en español por Aquí se hace pie, en alemán por Hier kann man stehen [«Aquí se puede estar de pie»], en italiano por Qui si tocca [«Aquí se toca»], es decir, por significados totalmente diferentes». En efecto, los únicos significados equivalentes en las tres lenguas son el del adverbio aquí, hier, qui y el del pronombre indefinido se, man, si. Pero hacer pie, stehen kónnen [«poder estar de pie»] y toccare [«tocar»] son signifi¬ cados totalmente diversos.
También en una misma lengua puede designarse lo mismo mediante significados diferentes; por ej.: «La puerta está cerrada» / «La puerta no está abierta»; «César venció a Pompeyo» / «Pompeyo fue vencido por César», incluso mediante significados contrarios, como en el conocido ejemplo de Husserl: El vencedor de Jena / El vencido de Waterloo, donde vencedor y vencido (significados opuestos) designan a la misma persona: Napoleón.
El sentido del refrán español Poco a poco hila la vieja el copo no coincide ni con los significados actualizados en el texto ni con la realidad extralingüística designada por ellos. Lo que se quiere expresar no es que «una mujer de edad avanzada está convirtiendo en hilo, sin prisa, una porción de lana», sino la idea general de que, «cuando alguien trabaja con perseverancia en una tarea proporcionada a sus fuerzas, aunque éstas sean pocas, acaba teniendo éxito». Los refranes son como metáforas complejas.
Así, pues, los significados actualizados en un texto se subordinan a la designación, y la designación, al sentido. Ello quiere decir que el traductor debe traducir ante todo el sentido; en segundo lugar, la designación, y, en último término, si es posible, también los significados.
Hay en francés un refrán que tiene el mismo sentido que el refrán español; Petit á petit l’oiseau fait son nid. Pero ni los significados [«trocito a trocito», «pájaro», «hacer», «nido»] ni la designación [la realidad extralingüística constituida por «un pájaro que aportando sucesivamente trocitos de materia construye su nido»] tienen nada en común con los significados y la designación del refrán español. Sin embargo, ambos refranes se traducen recíprocamente de manera irreprochable, porque el sentido de uno equivale plena¬ mente al sentido del otro.
En el ejemplo de Coseriu cualquiera de las tres frases traduce adecuadamente a las otras dos, porque todas designan lo mismo y tienen el mismo sentido, aunque sus significados sean diversos.
Pero no siempre basta, para una traducción adecuada, reproducir el sentido y la designación del texto, sin tener en cuenta los significados. Serían traducciones inadecuadas la de La porte est ouverte por «La puerta no está cerrada», o la de Le vaincu de Waterloo por «El vencedor de Jena», aunque ambas conservarían exactamente la misma designación y posiblemente el mismo sentido del original. Como norma puede establecerse que el traductor está obligado a conservar no sólo el sentido de un texto, sino su designación y también sus significados mientras la lengua terminal no le imponga equivalen¬ tes que prescindan de los significados y hasta de la designación [nunca puede haber equivalentes que prescindan también del sentido).
Los refranes, lo mismo que las construcciones del tipo de Aquí se hace pie, Hier kann man stehen, Qui si tocca, son, en cierto modo, unidades lingüísticas, signos lingüísticos como las palabras, aunque de mayor complejidad que éstas. Ahora bien, una lengua puede imponer, para traducir determinados signos lingüísticos de otra, términos cuyo significado es diferente: para traducir una de las acepciones del gr. Gopíq (que propiamente significa «puertecilla») el esp. impone la palabra «ventana» (derivada de «viento») como el ing. impone window (derivada de wind), mientras que el fr., el it. y el al. imponen respectivamente fenétre, finestra, fenster, derivadas del lat. fenestra, que designaba la misma realidad, pero cuyo verdadero significado se desconoce. En cambio, el portugués janela (del lat. vulg. januella «puertecita») tiene, junto con la misma desig¬ nación, el mismo significado que la palabra griega.
Del mismo modo, el español impone Aquí se hace pie para traducir la expresión alemana Hier kann man stehen, y el refrán Poco a poco hila la vieja el copo para traducir el refrán francés Petit á petit l’oiseau fait son nid. Cuando no hay tales imposiciones de la lengua, el traductor debe buscar, en principio, no sólo la equivalencia del sentido y de la designación, sino también la de ios significados.
Modos de traducir.
Trataremos, por último, brevemente, la cuestión de cómo se debe traducir. ¿Cuál es el mejor camino, el método más razonable, para llegar a una traducción satisfactoria? Friedrich Schleiermacher, en el ensayo a que antes aludí, contesta con la fórmula ya entonces bien conocida, y divulgada más tarde entre nosotros por Ortega: «A mi juicio —dice Schleiermacher—, sólo hay dos [caminos]. O bien [el traductor] deja al escritor lo más tranquilo posible y hace que el lector vaya a su encuentro, o bien deja lo más tranquilo posible al lector y hace que vaya a su encuentro el escritor». Por el primer camino —piensa Schleiermacher—, el traductor intentaría comunicar a sus lectores la misma impresión que él, forastero en la lengua del autor, ha recibido al leer el texto original; por el segundo, trataría de presentar la obra a sus lectores como si el autor la hubiera escrito en la lengua de éstos.
El primer camino, que consiste en ajustar lo más posible a las construcciones del original el texto de la lengua terminal, puede ser una fuente de enriquecimiento para ésta. Por el camino inverso se aspira a conseguir la «equivalencia funcional» de ambos textos, el original y el que resulta de la traducción. La «equivalencia funcional» consiste en que el nuevo texto produzca en sus lectores el efecto más aproximado al que se supone que el texto de la lengua original ha producido o produce en los lectores nativos. Schleiermacher se inclina, con ciertas limitaciones, por el primer camino. Ortega, queriendo seguir al teórico alemán, va más lejos que éste. Según Ortega, al seguir el camino opuesto, el que deja tranquilo al lector de la traducción y hace que el autor del original salga a su encuentro, «traducimos en un sentido impropio de la palabra: hacemos, en rigor, una imitación o una paráfrasis del texto original. Sólo cuando arrancamos al lector de sus hábitos lingüísticos y le obligamos a moverse dentro de los del autor, hay propiamente traducción. Hasta ahora —concluye— casi no se han hecho más que seudotraducciones».
Otros teóricos de la traducción, que han ejercido la contemplación pura sin descender a la práctica del arte de traducir, han llegado a conclusiones semejantes a las de Schleier¬ macher. Pero los traductores, especialmente los traductores de obras literarias, siguen, en general, el camino opuesto, el método que procura, en lo posible, hacer olvidar al lector que se halla ante un producto extraño a su propia lengua.
La cuestión de si la traducción debe, o no, leerse como un original ha sido ampliamente debatida. Fue notable la discusión que sostuvieron sobre el tema, hace ya más de cien años, los profesores ingleses, Mathew Arnold y Francis W. Newman. Amold, poeta lírico, publicó en 1861 un ensayo titulado On translating Homer («Sobre la traducción de Homero») en que rechazaba la traducción del gran épico griego por Fr. W. Newman. Éste le contestó el mismo año en su Homeric Translation in Theory and Practice, al que replicó Arnold en 1862 con un nuevo ensayo. Arnold sostenía que una traducción debe pro¬ ducir en sus lectores el mismo efecto que el original en los suyos (en el caso de Homero, el mismo efecto que podemos suponer en sus oyentes); es decir, defendía el principio de la «equivalencia funcional». Le parecía bien que el traductor renuncie a la exactitud literal para conseguir una impresión viva. Fr. W. Newman, en cambio, defendía la exactitud literal; sostenía que una traducción debe reconocerse como traducción, no debe aspirar a parecer un texto original.
«La hermosa discusión Newiñan-Arnold —comenta Jorge Luis Borges—, más importante que sus dos interlocutores, razonó extensamente las dos maneras básicas de traducir. Newman vindicó en ella el modo literal, la retención de todas las singularidades verbales; Arnold, la severa eliminación de los detalles que distraen o detienen, la subordinación del siempre irregular Homero de cada línea al Homero esencial o convencional, hecho de llaneza sintáctica, de llaneza de ideas, de rapidez que fluye, de altura. Esta conducta [la defendida por Arnold] puede suministrar los agrados de la uniformidad y la gravedad; aquélla [la seguida por Newman], de los continuos y pequeños asombros».
Pero, cualquiera que sea la postura teórica que se adopte, la traducción real suele ser una especie de transacción, con mayor o menor predominio de uno de los dos métodos, rara vez seguidos de manera exclusiva.
Si un traductor quisiera ajustar lo más posible el texto producido por él al texto original, no sólo tendría que traducir el sentido y las designaciones, sino también los significados. Para traducir al español una frase francesa tan trivial como j’ai mal á la tete, habría que decir «yo tengo mal a la cabeza», en vez de «me duele la cabeza», y el equivalente de traducción de la frase inglesa Two heads are better than one sería «Dos cabezas son mejor que una», en vez de «Más ven cuatro ojos que dos». No suele haber traductores que lleguen a tanto.
Por otra parte, la «equivalencia funcional», por más que siga el camino inverso, puede resultar imposible. Piénsese en la traducción de una novela costumbrista japonesa. Al lector nativo le parecerán totalmente naturales muchas de las situaciones o conductas reflejadas en la novela, y le serán, probablemente, familiares los nombres propios que aparezcan en ella. Al lector de la misma novela traducida al español las mismas actitudes le resultarán sorprendentes, incluso chocantes, y los nombres propios le producirán una impresión extraña.
Sin ir tan lejos, en una novela inglesa puede aparecer un padre absolutamente honesto y ejemplar que, al regreso de un viaje, saluda a su hija besándola en la boca. Esta escena no le produce al lector inglés ninguna extrañeza. Al lector español que no conozca las costumbres británicas le resultará chocante. ¿Cómo lograr en casos como éstos la «equivalencia funcional»? ¿Debe el traductor sustituir la representación de la realidad inglesa por otra que parezca natural a los lectores de lengua española? Alguien ha propuesto como traducción de He kissed his daughter on her mouth «Besó tiernamente a su hija». ¿Es lícita una traducción semejante? Si se busca a toda costa la «equivalencia funcional», sí. Pero esta sustitución empobrece en cierto modo el mensaje para los lectores de lengua española. ¿Y qué hacer con la novela costumbrista japonesa? ¿Deben conservarse en la traducción las situaciones y los comportamientos chocantes para un lector europeo, y la extrañeza de los nombres propios? En tal caso, no habrá «equivalencia funcional». Pero, si se sustituyen las situaciones, los comportamientos, los nombres propios japoneses por situaciones, comportamientos y nombres propios familiares para los lectores de la traducción, se puede llegar a cambiar tanto la novela que resulte «otra», no «la misma» en lengua diferente. Será entonces una imitación; no será ya una traducción.
.A mi juicio, el problema de cómo debe traducirse lo plantean con claridad y lo resuelven correctamente los teóricos de la traducción Charles R. Taber y Eugene A. Nida, ya mencionados: «La enorme disparidad entre las estructuras superficiales de dos lenguas sirve de base al dilema tradicional de la traducción: según este dilema, la traducción o es fiel al original y desaliñada en la lengua receptora, o tiene buen estilo en la lengua receptora y entonces es infiel al original. Ahora bien [...] debe ser posible hacer una traducción que sea al mismo tiempo fiel y de estilo aceptable. Afirmamos incluso que una traducción que no tenga en la lengua receptora un estilo tan correcto como el texto original [...] no puede ser fiel». Un año antes de la aparición de esta obra, en la pág. XXVII del prólogo a mi edición trilingüe de la Metafísica de Aristóteles (publicada en 1970), creo haber dicho lo mismo más concisamente: «La regla de oro para toda traducción es, a mi juicio, decir todo lo que dice el original, no decir nada que el original no diga, y decirlo todo con la corrección y naturalidad que permita la lengua a la que se traduce». Las dos primeras normas compendian y exigen la fidelidad absoluta al contenido; la tercera autoriza la libertad necesaria en cuanto al estilo. La dificultad reside en aplicar las tres al mismo tiempo. Quien sepa hacerlo merecerá con toda justicia el título de traductor excelente.
Tomado de:
GARCÍA YEBRA, Valentín (1984): Teoría y práctica de la traducción. Tomo 1. Madrid, Gredos, pp. 29-43.