19 noviembre 2023

Elementos estables y subvertidos en Garage Olimpo (1999)

 


Elementos estables y subvertidos

 en Garage Olimpo (1999)


Ana María López C.


Como ha ocurrido en muchos regímenes de Estado, en el caso argentino el registro es escaso y, por lo tanto, estas imágenes tendrán, forzosamente, que ser construidas. Esta obligatoriedad de elaborar las imágenes plantea elecciones que difieren en la intencionalidad, pero, sobre todo, que desafían a los realizadores a afrontar el reto de construir una memoria sin imágenes de archivo y sin referentes visuales instalados en la historia. Bajo estas circunstancias, han aparecido diversas producciones que miran el pasado, bien sea como una manera de reactivar el debate político a partir de historias puntuales, o de poner en la agenda social temas que con el paso de los años se han convertido en tabú.


En relación con la producción cinematográfica, este es un problema que se ha abordado tanto en la ficción como en el documental; no obstante, en el cine contemporáneo estos márgenes son cada vez más difusos y, por lo tanto, la discusión se ha centrado en su significación, pues en ambos casos la representación es problemática. Incluso, dentro de estas dos opciones es posible establecer la aparición de subcategorías en las que la memoria política toma formas diversas.


Garage Olimpo es una película de ficción, estrenada en 1999, en la cual se construye una versión realista del pasado. El argumento muestra, a través de la vida en un centro de detención clandestino, la delicada complejidad de las prácticas del aparato dictatorial, en las que se hacen evidentes las implicaciones sociales, económicas y políticas de la dictadura. Su fecha de estreno indica que aparece una década después de que se restituyó la democracia. Esta distancia temporal permitió conocer la evolución de los procesos de memoria que se desarrollaron en el país. 


La película se centra en la vida cotidiana de un centro de detención clandestino localizado dentro de la ciudad de Buenos Aires. María, interpretada por Antonella Costa, es una joven que trabaja como alfabetizadora en un barrio marginal de la capital, y es sustraída de su casa por hombres armados, vestidos de civil, que se identifican como del ejército. Todo ocurre en presencia de su madre. Félix, interpretado por Carlos Echeverría, es arrendatario de una habitación en la gran casona de la madre de María. En principio no está claro quién es este hombre, sabemos que trabaja en un garaje, por lo que resulta inexplicable que lleve frecuentemente cajas de ropa usada y tenga en su habitación colecciones de relojes, encendedores, lapiceros y vajillas nuevas.


En el inicio de la historia se presenta a los dos protagonistas de manera somera y apenas se esboza la relación que hay entre ambos. En cambio, se privilegia el contexto de la vida en la ciudad, que se describe mediante un recorrido en bus de personajes secundarios, en una secuencia que pertenece a una subtrama que tendrá el desenlace más tarde. Así mismo, en el inicio del filme, una serie de imágenes de sobrevuelos de Buenos Aires permite situar la acción como concerniente a un ámbito que excede la vida de los personajes en el centro de detención. Con esta estructura se señala la importancia de los lugares, incluso por encima de los protagonistas, y se dirige la atención a secuencias que no pertenecen al conflicto principal, para situar al espectador frente a un escenario narrativo que se extiende más allá del centro de detención y de la relación que une a los dos personajes principales. 


Cuando María es llevada al Garage Olimpo le es impuesta una venda negra y .es nombrada como A01. Mientras la conducen al “quirófano”, como se llama, eufemísticamente, la sala de tortura, un hombre le advierte: “Este es el mundo de los sonidos para vos, desde ahora no vas a ver más”. La advertencia no se cumple, y como se muestra más adelante, María reconoce a los torturadores. En cambio, la venda funciona como un dispositivo que es impuesto como parte de la despersonalización que opera en el centro y que determina la vida del detenido. Es el inicio de la rutina burocrática de marcas, registros y turnos que estructuran las prácticas de detención y la cotidianidad de centro. Se muestran procedimientos de oficina en los cuales los detenidos son identificados y registrados, así como procedimientos entre los interrogadores y cuidadores que son los que marcan el ritmo de la vida cotidiana. 


Una vez María llega a la sala de tortura un plano general muestra que, en el mismo instante, se cierra la puerta. Este gesto instala en la película un orden visual que determina lo que podrá ser visto y lo que no, y aunque no se trata de ocultar explícitamente la tortura, sí queda planteado el régimen visual propuesto por la película, y que se convierte en un indicio de que este tipo de imágenes no será la estrategia de conmoción del filme. Al .cerrar la puerta el espectador es excluido de la práctica. Sin embargo, la puerta vuelve abrirse para señalar la acción del torturador que enciende una vieja radio puesta en el pasillo. Este elemento es fundamental en la narración, porque vincula dos mundos y enfatiza la simultaneidad de las acciones: mientras la radio está encendida los detenidos son torturados. Este elemento no solo se advierte desde el inicio de la película, sino que constituye una marca documental introducida por el director como parte de su experiencia en un centro de detención; y es, además, recurrente en otras producciones sobre el tema. 


María resiste la tortura física por diez horas, sin dar información. Pero este tiempo parece insuficiente, por lo que en el siguiente turno deben continuartorturándola. En ese momento Félix entra en la sala y, mientras se lava las manos, María le pide agua; sin mirarla le responde que no puede tomar nada; luego, ambos se reconocen en la imagen reflejada en el espejo. Félix toma a María en sus brazos, ella piensa que a él también lo han capturado. Rápidamente, se da cuenta que no es así, pues la puerta se abre y Félix la suelta bruscamente como quien se ve atrapado. Es alias el Tigre, jefe del Centro, que llega para restablecer el orden, y le dice: “Tenés quince minutos para hacerla hablar, después vení a mi oficina”. 


Ella descubre que es su verdugo. La radio continúa encendida y se escucha la narración de un partido de fútbol que sirve al montaje de la película para transitar con una secuencia que transcurre fuera del centro de detención, pero además le permite a María ubicarse temporalmente. Félix le advierte que tendrá que darle información si quiere vivir, si le dice dónde están sus amigos él trae a uno de ellos y ella se salva. Finalmente, María le dice a Félix que se reuniría con sus compañeros en el medio tiempo del partido que ésta siendo transmitido en ese momento. Una vez finalizado el partido esta información carece de valor, pero se convierte en la posibilidad de que María, al dar información supuestamente útil a los captores, pueda sobrevivir. No obstante, Francisco, uno de los compañeros de María, advierte su ausencia y se queda más de lo acordado para esperarla. Cuando llega la patota (nombre con el que se designaban en la época los grupos del ejército que salían a la calle a buscar gente) lo capturan.


Con la llegada de un nuevo capturado la narración insiste en la vida cotidiana de este espacio de reclusión ilegal. La entrada y salida de detenidos, las torturas y las órdenes se combinan con las tareas diarias, ejercidas por quienes son de utilidad para cada una de ellas. Es así como María tiene contacto con un detenido que, gracias a sus conocimientos de mecánica, resulta de ayuda a los trabajos del centro.


Félix se convierte en el protector de María, le dice que no debe quitarse la venda porque si ve a alguno de ellos está muerta. “Haceme caso en todo lo que te diga”, insiste. Sin embargo, ambos saben que tal protección es limitada pues no puede liberarla, ni darle noticias a su madre, y tampoco puede evitar que María sufra las vejaciones por parte de los captores. Por su parte, para los espectadores queda claro que se trata de una falsa idea de protección y que hace parte de las lógicas del ejercicio del poder al interior del centro. 


Contrario a lo que podría pensarse, la relación de Félix y María no está orientada a mostrar los vínculos de los detenidos con sus captores. La relación de ambos se inicia fuera del centro, en la casa, donde las condiciones son otras y también los roles, pues Félix es el arrendatario y María la hija de la propietaria. Esta relación sirve a la narración para articular la vida dentroy fuera del centro de reclusión. Así como la cotidianidad que se exacerba cuando Félix se ve obligado a vivir en el Garage Olimpo y tiene la posibilidad de entrar y salir, de esta manera él se convierte en la vía por la que el espectador conoce detalles de lo que pasa afuera.


A lo largo de todo el filme se establece una dualidad: dos situaciones de la misma ciudad, una en el centro de detención y otra afuera. Ambas se permean entre sí, sin que se alteren las condiciones de ninguna de las dos. Parte de la intencionalidad del director es mostrar que los ciudadanos que habitaban la ciudad tenían un lugar en esta historia, y por eso incluye planos generales de la ciudad, panorámicas y sobrevuelos, que le sirven como recursos formales para este propósito. Así mismo, las acciones de los personajes; por ejemplo, cuando Félix y María salen y participan de ese mundo, o cuando Texas, uno .de los captores, le hace preguntas a María sobre su familia para asegurarse de que podrá quitarle la casa a su madre. Estas secuencias presentan la cercanía y, al mismo tiempo, la imposibilidad de incidir sobre la violencia impuesta por el régimen militar. Todo transcurre en una aparente normalidad, en tiempos pausados en los que no pareciera pasar nada extraordinario, o en los que rápidamente se asimila cualquier acción inusual. Quizá la escena más clara de esto es la captura de Francisco, quien corre a través de una cancha en medio de un partido de fútbol perseguido por tres hombres. Ante esta irrupción los periodistas deportivos de la radio hacen una narración que parece parte de las jugadas, en la cual se limitan a describir el hecho como lo ven, como si fuera parte de lo que acontece habitualmente en un partido; incluso, se señala que los hombres están armados y que pueden o no ser de la policía, puesto que no llevan ningún uniforme.


La organización militar simula un proceso de detención formal en el que existen protocolos a seguir, por esta razón, las acciones reiteradas están en función de la rutina burocrática: detención en la calle, registro y vendaje en el centro, interrogación y tortura, legalización. Entre tanto, los detenidos que resultan útiles permanecen recluidos si no son “legalizados” —según se les informa quedan a disposición del poder ejecutivo nacional— pero cuando dicen ser legalizados en realidad son arrojados al Río de la Plata o al mar. Como parte del procedimiento se les inyecta supuestamente una vacuna, los sacan del lugar y los trasladan a un avión, desde el cual son arrojados. Además de las acciones rutinarias la atmósfera que describe el día a día está vinculada a los sonidos del lugar: la radio encendida, las cadenas que arrastran los presos y el rebote de la bola de ping-pong que juegan los captores mientras esperan su turno. 


Una vez Texas le ha quitado la casa a la madre de María, Félix tiene que irse a vivir al centro de detención; para esto decora una celda con algunos objetos robados de la casa: un cuadro, sábanas, una lámpara, una hornilla y un mate. Alguien trae a María como si se tratara de una parte más del decorado hurtado. Él la recibe y le cuenta que se ha mudado al centro. Pero María no asume ni acepta esta supuesta cotidianidad que le impone Félix; por esa razón, intenta escapar. Esta tentativa, aunque se ve frustrada, irrumpe en la cotidianidad y demuestra que la convivencia anómala está signada por la relación de poder. En reiteradas ocasiones Félix le hace saber a María que es consciente de que si estuvieran afuera ella no conviviría con él, es la razón por la que, ante el deseo de María de irse de ese lugar, y para restablecer el orden de la convivencia impuesto por él, Félix la invita a salir. La vida en el centro es el simulacro de la vida en la casa. Por tanto, lo que la ficción representa es este simulacro, y como tal cuestiona, es la falsa naturalidad con la que es asumida la detención por parte del régimen. Se crea un juego de espejos: la prisión imita la vida en la casa y, al mismo tiempo, desde la ficción se ve como natural esta manera en la que se procedía en la época.



Espacio para la memoria y promoción de los derechos humanos
 ex CCDTy E Olimpo


Parte del problema de la representación de hechos traumáticos son las decisiones que se toman en los procesos de construcción visual. En este caso, es necesario pensar la correlación entre la detención y la forma como se representa. En primer lugar, se debe reconocer que el lenguaje cinematográfico, propio de la ficción, comporta elementos vinculados con convenciones estables. Entre ellos destacamos el trabajo con actores y la construcción de un universo diegético. La importancia de los actores, en este caso, se reduce porque no obedece a la lógica del star sytem, por tratarse de protagonistas prácticamente desconocidos. Así mismo, Bechis busca distanciarse de los modelos estructurados, para lo cual implementa una metodología de trabajo en la cual los actores no conocieron la totalidad del guion con antelación, sino paulatinamente, durante el rodaje. Esto también permitió que se fuera modificando en su desarrollo. Como lo expone Bechis, en su página web, lo que le interesaba era centrarse en el presente.


Por tratarse de una historia ocurrida en los años setenta, la representación ficcional tendría, en la Dirección de Arte, un riguroso cuidado de las marcas de época, lo que lo convertiría en cine histórico; sin embargo, estos elementos fueron utilizados de manera más libre. Si bien buscan situar un momento histórico, Bechis se apropia más de una restauración que deja huellas del desfase temporal; es decir, crea un desajuste visible entre el período de la historia y el período de la producción. Esto significa que no se trata solo de reproducir visualmente una época, sino que hay un esfuerzo por hacer evidente el momento en el que se realizó la película. 


El diseño de vestuario, por ejemplo, está cuidadosamente construido, no cae en exageraciones ni se centra en detalles; en este sentido, es una reinterpretación de la moda, que luce más como una moda retro, mediante la actualización, y como una reconstrucción. Con esta elección, que atañe a lo cinematográfico, también se pone de manifiesto el problema de la imposibilidad de representar el hecho histórico; lo mismo ocurre con la elección de situarse en una época que había sido ampliamente representada en el cine argentino de la transición. Esto también nos muestra que los procesos de creación cinematográfica permiten la construcción de imágenes que interrogan el presente, más allá de buscar restituir la imagen del pasado. 


La ficción, en este caso, no está orientada a restituir la experiencia, ni a construir una imagen testimonial. El código de la ficción es la vía mediante la cual se consolida la dicotomía de la realidad exterior frente a la realidad de los centros de detención. Así mismo, a diferencia de otras ficciones sobre hechos traumáticos, la de Bechis se distancia de la estetización, tanto en el lenguaje cinematográfico como en los contenidos de la historia. Las imágenes correspondientes a la vida en el Garage están articuladas mediante dos estrategias narrativas: la repetición de los procedimientos burocráticos con los detenidos y la atención sobre lo cotidiano.


En este mismo sentido, podemos señalar que la construcción narrativa se distancia de la estructura de construcción visual canónica. La utilización del plano contra plano es escasa, por no decir nula. Bechis prefiere los movimientos de cámara a los cortes; por ejemplo, prefiere seguir a los personajes y usar planos amplios que se abren o cierran según la necesidad. En general, lo que nos propone es una cámara inestable, que más allá de mostrar el proceso de captación de las imágenes se convierte en una propuesta estética, en una mirada inquietante que se mueve dejando ver la alteración de los procesos. Esto ocurre, por ejemplo, cuando detienen a María. Ella corre para intentar escapar y, aunque en principio es acompañada por un impecable traveling, cuando el captor la toma y la obliga a arrodillarse y a levantarse, en repetidas ocasiones, el movimiento es seguido por la cámara, es rápido y la imagen se distorsiona para aludir a la confusión y a la imposibilidad de entender claramente lo que está pasando. La perfección técnica y la limpieza visual con la que podría construirse esta escena son sustituidas por planos cerrados, a tal punto que, aunque se trate de planos amplios, como la calle, lo que se logra ver es poco. De este modo, se distancia de la escala de planos convencional, y en lugar de una imagen nítida lo que tenemos son movimientos alterados e imágenes abstractas.


Este mecanismo también se utiliza cuando Félix invita a salir a María, y una vez en la calle ella intenta escapar. En ese momento, el director prefiere utilizar planos cerrados que no permiten saber muy bien lo que está pasando a cada lado de la calle. De tal modo que se intensifica la tensión al no ver una clara composición de planos.


Estos procedimientos, en los que la visión nítida de un plano, con una composición limpia y estructurada da paso a imágenes borrosas, de carácter más plástico que informativo, está en concordancia con la manera como Bechis propone acceder a este tema. Un juego de la construcción visual donde se resalta la imposibilidad de representación mediante la clausura de las imágenes en las que se concreta el acto violento: torturas, cuerpos ultrajados, o asesinatos. De esta manera, la ficción desafía la función figurativa de la imagen fílmica como recurso para mostrar el horror. Esta clausura de la imagen refuerza el sentido de la ausencia y del vacío de la imagen mimética. Pero no por alejarse de lo figurativo irrumpen con la representación realista del filme; por el contrario, estos procedimientos se insertan de tal forma que la representación realista se utiliza de manera no figurativa para aportar en la construcción del relato.


Por otro lado, los sobrevuelos de la ciudad, que están presentes a lo largo del filme, se convierten en una clave de inclusión en los que se implica la ciudadanía, para poner en conflicto a quienes la habitaban durante el período del Gobierno Militar. Pero también plantea un cuestionamiento en el momento en que se estrena la película, porque reactualiza el problema de la memoria como un relato colectivo, como parte del hecho histórico, y plantea la necesidad de que esa misma ciudad vuelva sobre el tema. A lo anterior se suma que la promoción de Garage Olimpo se hizo mediante intervenciones públicas, a través de la ubicación en la calle de imágenes alusivas a la película en las que más que publicidad, la presencia de los carteles con la foto de María, se convirtieron en una intervención urbana de carácter artístico. De este modo, la ciudad es doblemente interpelada.



Tomado de

LOPEZ C., Ana María (2017): "Garage Olimpo: un estudio sobre el problema de la memoria histórica en el cine de ficción" En: Revista Comunicación 37, Julio-Diciembre de 2017, pp- 77-87.



 

Garage Olimpo (1999) Película completa


 

01 noviembre 2023

El sujeto esquizoide en Antonin Artaud. José Miguel García Cortés

 



El sujeto esquizoide

 en Antonin Artaud


José Miguel García Cortés



El término esquizoide se aplica al individuo cuya experiencia ha sufrido una doble ruptura: con el mundo que le rodea y consigo mismo. Es una persona que no se encuentra en armonía con el resto y que sufre un sentimiento de soledad y aislamiento desesperantes. Se siente como una persona entera, pero dividida o reventada, como dos seres (o más) diferentes. 


En los primeros decenios del siglo XX se va a producir un aumento considerable del interés por muy diversas formas artísticas (el arte de los niños, el arte psicótico, el arte de los pueblos primitivos) entendidas como marginales; esta preocupación por conocer aspectos hasta entonces casi desdeñados se debe enmarcar en la evolución global de la sociedad europea: pensemos en elementos como los graves acontecimientos políticos, el desarrollo de las ciencias o los avances de la antropología y la psiquiatría. Estas circunstancias van a encontrar un punto de inflexión muy importante en el estallido, en 1914, de la Primera Guerra Mundial. El shock provocado por este drama colectivo y la angustia que desencadena transforman, bruscamente, la sensibilidad europea; la locura deviene total y universal. Es en este contexto donde el doctor Walter Morgenthaler expresó la idea según la cual la enfermedad mental (en la medida que destruye ciertas estructuras inhibidoras de la personalidad) puede favorecer la eclosión de fuerzas expresivas habitualmente rechazadas. Paralelamente, y maravillado por la obra de un enfermo psicótico llamado Adolf Wolfli, decide consagrarle una monografía que se publica en 1922. Ese mismo año Hans Prinzhorn escribió entre los surrealistas y dadaístas, y que se sustenta en el estudio de más de cinco mil obras artísticas recogidas en diferentes manicomios de Alemania y Suiza.


Los automatismos han representado un papel muy importante en todo el proceso, verbal y plástico, de la creación desde el Romanticismo. Pero fue Breton quien teorizó que las acciones automáticas salidas de las partes más profundas de la personalidad podían tener un valor estético desconocido hasta el momento. A pesar del fracaso de su encuentro con Freud (el cual se mostró reticente a la hora de abrir, sin precauciones, la esclusa del inconsciente}, Breton intentará construir su concepción estética alrededor de la noción del automatismo creador, su objetivo era romper con todo aquello que pusiera obstáculos a la espontaneidad, a la ingenuidad, al primer intento. Como decía Max Ernst, cediendo «a la intensificación súbita de las facultades visionarias», trataba de producir con sus manos un equivalente plástico de las visiones alucinatorias. En 1919, en una exposición en la Sociedad de las Artes de Colonia, Max Ernst colocó al lado de sus propias obras, otras de analfabetos y enfermos mentales. Todas estas experiencias apuntaban a una concepción de la creación artística que, en la medida en que entran en juego manifestaciones psicológicas automáticas o estados más o menos incontrolados, puede llegar a suprimir la personalidad consciente del artista y dar lugar a la erupción espontánea de lo que habita en el inconsciente. Con ello, se abriría una vía para la manifestación de las múltiples personalidades que pueblan nuestra consciencia, la construcción de otras realidades y la afloración de todo aquello que permanecía reprimido en la psique mediante la plasmación artística. La creación entendida como la proyección fantasmagórica del mundo interior que dota a todos sus objetos de un cierto naturalismo psíquico, siendo, por tanto, las tensiones inconscientes y los conflictos internos los que hacen posible el hecho creativo. Se trata de obras que caminarían en el intersticio, en el límite que se halla entre la realidad tangible y la violencia de las alucinaciones.


En junio de 1930 Salvador Dalí expone, en el primer número de la revista El Surrealismo al Servicio de la Revolución, el método un objeto dado, otra imagen. Poder que él mismo atribuía no a la autogestión, sino a la violencia del pensamiento paranoico que intentaba asimilar. Como resultado de estas investigaciones surgió entre Dalí y Jacques Lacan una cierta complicidad, a través de la cual Dalí encontró una legitimación científica a sus intuiciones concernientes a la psicosis. En 1932, Lacan publicó su primer libro, La psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad, texto importante no sólo porque propició su acercamiento a los surrealistas (que no duró mucho tiempo), sino porque va a marcar claramente las investigaciones de los años cuarenta y cincuenta en torno al lenguaje de los locos, la locura como un lenguaje y los creadores heréticos. Lacan entiende el lugar del inconsciente como un conjunto de significantes organizados sobre la trama de un discurso; según él, el inconsciente es el discurso del otro, el Yo no se entiende independiente de la existencia del otro. El estadio del espejo es un proceso precursor de esta dialéctica; de hecho, la identificación del niño con su imagen especular es posible en la medida que ella está sostenida por un cierto reconocimiento del otro (en este caso la madre). Es a partir de la imagen del otro que el sujeto accede a su identidad. Para Lacan la división del sujeto procede de su sometimiento al orden simbólico; más exactamente, al orden que va a mediatizar la relación del sujeto a lo Real, enunciando, para el sujeto, lo Imaginario y lo Real. Decir que el sujeto está dividido es ya, según Lacan, reconocer que no hay sujeto, sino ser hablante, es aceptar que es el orden significante lo que crea el sujeto estructurándolo en un proceso de división que hace posible el inconsciente. 


Este conjunto de investigaciones llevaron a que, años más tarde, se comprobara ampliamente que los rasgos que habían sido atribuidos, tradicionalmente, a los enfermos mentales no eran elementos constitutivos de enfermedades psíquicas. Hoy en día no se puede hablar de enfermedad mental sin evocar el contexto sociocultural y político en el cual se desarrolla. Melaine Klein ha deconstruido el concepto de locura como alteridad absoluta y ha reintegrado la psicosis a la vida mental en general; a su parecer, las virtualidades psicóticas (latentes desde la infancia) representan según los individuos, según su herencia sociofamiliar, según sus determinaciones biográficas, según su elección existencial y según el entorno, una amenaza patológica y/o un recurso creativo.


En esta dinámica, cabría señalar los estudios y experimentos psiquiátricos del doctor Gastón Ferdiere en el hospital Sainte Anne de París, donde en los años treinta alentó la expresión artística de las personas allí recluidas, posibilitó el desarrollo de una vida social sin restricciones e invitaba a artistas e intelectuales (por allí pasaron Giacometti, Breton y Duchamp entre otros) a relacionarse con los internos, realizó cursos de psiquiatría clínica que fueron frecuentados por los intelectuales de la época, participó en las reuniones del Colegio de Sociología de Bataille en la Sorbona y organizó la primera exposición de arte psicótico que se celebró en un museo. En 1941 dejó París y se hizo cargo del Hospital Psiquiátrico de Rodez, donde, debido tanto a los ruegos de Robert Desnos como a su lamentable estado físico, admitió a Antonin Artaud, con el que durante varios años mantendría una relación muy desigual y problemática: por un lado, le animó a volver a escribir y relacionarse; por otro, le administró sesiones de electrochoque que le produjeron terribles dolores y traumáticas secuelas.


Antonin Artaud (1896-1948) sufría desde 1914 fases depresivas, fuertes dolores y estados de nerviosismo, que le llevarían a interrumpir su escolaridad e iniciar un recorrido por diversas casas de salud y clínicas psiquiátricas (Marsella y Neuchatel primero, Ville-Évrard y Rodez más tarde), sin que nadie supiera, exactamente, cuál era la enfermedad que padecía. Para intentar calmar los dolores y bajo prescripción médica empezó en 1919 a tomar opio, droga a la que más tarde se haría adicto y le sería imprescindible para evitar el sufrimiento. Después de unos años de libertad en París, México y tras un infortunado viaje a Irlanda (de donde fue expulsado), va a padecer un terrible internamiento, a partir de octubre de 1937, en el psiquiátrico de Vjlle Évrard, donde vivió una siniestra experiencia que le privó no sólo de todas sus fuerzas físicas -quedó reducido a un esqueleto-, sino también de su identidad, conduciéndole a un estado psíquico de disociación esquizofrénica y a un sistema delirante que le acercó a la paranoia. En el mes de febrero de 1943 llegó al sanatorio de Rodez, en el que sus amigos pensaron que podría comer mejor y seguir un tratamiento más adecuado con el doctor Ferdiere. Sin embargo, una vez repuesto físicamente, se le administró una terapia a base de insulina y electrochoques {padecería más de cincuenta) que le hundían en estado de coma. Cada vez que uno de ellos se producía, Artaud protestaba enérgicamente: 


... el electrochoque, señor Latrémoliere, me desespera, me roba la memoria, entumece mi pensamiento y mi corazón, hace de mí un ausente que se conoce ausente y se ve durante semanas a la búsqueda de su ser, como un muerto al lado de un vivo que ya no es él (...) En la última serie me he quedado durante todo el mes de agosto y de septiembre en la imposibilidad absoluta de trabajar, de pensar y de sentirme un ser. Ello me lleva cada vez a esos abominables desdoblamientos de personalidad. 


Artaud sufría una esquizofrenia aguda, estaba atrapado en una desposesión de sí mismo y confrontado a una red de identidades contrarias que se va a traducir, según Juan Vicente Aliaga, 


... en forma de una escritura delirante, las referencias a sus orígenes en las que sus parientes ven cambiados sus nombres, como si Artaud pretendiera reconstruir su familia despotricando contra quienes le hacían sufrir y alterando su identidad a base de trucar su propio nombre. La paranoia persecutoria de Artaud se traduce en la existencia literaria de un conjunto de enemigos que le persiguen y le hostigan, tratando de chuparle el flujo vital, incluso el esperma.


Artaud, como cualquier otro esquizoide, va a sentir la vida como un riesgo constante por el que puede ser destruido; por ello y como mecanismo de defensa intentará ser cualquier otro que él mismo, ser anónimo, no ser nadie, evitar tener un cuerpo. Con los demás desarrollará un complicado juego de simulación .y equívoco donde «el cuerpo y sus actos no son su expresión. El yo no está realizado por el cuerpo, él es distinto, disociado». Para Artaud el hombre es un ser incompleto que debe reconstruirse, que está siempre en vías de hacerse. Artaud jamás poseyó una idea global del yo, continuamente se sintió escindido,con un pensamiento separado y un cuerpo mutilado. Para él el hombre está buscando su existencia («Todo lo que vivimos es sólo una fachada», dirá); tiene abolido el yo («No tengo vida; no tengo vida»); no ha podido jamás llegar a ser, («Siempre me he preguntado quién era, qué era y para qué vivía»). Alejado de un mundo que no reconoce como suyo, desencantado de los seres que le rodean, ansioso por conocerse, se vuelve hacia sí mismo, pero no se encuentra. Su objetivo básico (y por tanto el de su obra) no fue tanto el plantearse qué conforma al ser humano, sino llegar a, simplemente, ser.


Con la publicación de sus libros L'Omblic des Limbes y Le Pese-Nerfs (ambos de 1925) Artaud asume totalmente su extrañamiento plantea una decorporización de la realidad, la descripción de un trauma. Mediante ellos pretende desdoblarse para llegar a verse y comprenderse; sin embargo, se da cuenta que el lenguaje que posibilita el desdoblamiento de nuestra conciencia, su reflexión, es siempre traumático, pues las palabras no tienen vinculación con lo real, «me falta una correspondencia de las palabras con el minuto de mis estados». El lenguaje no dispone más que de palabras comunes no creadas para las necesidades particulares traicionando todo aquello que querían enunciar, se siente extranjero con esa lengua que no siente como suya, que procede de la sociedad y está plagada de sentidos, connotaciones e implicaciones. Artaud desea que las palabras vayan más allá, quiere destruir los signos codificados e inventar una nueva manera, metafórica, de decirse, un lenguaje sin léxico basado en la pureza integral, un lenguaje violento impregnado de propiedades exorcistas: o penis ta penis/atura/ o petura a petur penilta ksartamlta kharon. Un lenguaje caótico, no racional, incomprensible, en el que cada signo no pueda ser decodificado sino que se tiene que aceptar globalmente con su sonoridad, agresividad física y contenido extraño y/o mágico: «Todo lenguaje verdadero es incomprensible», diría Artaud. 


Para llegar a ser, para acabar con la profunda dispersión que conforma su existencia, Artaud contaba con las propiedades curativas del proceso creativo; sin embargo, una y otra vez percibirá que sus obras no dan exacta cuenta de lo que él desea. Él mismo expresará esta sospecha: «Eso que habéis tomado por mis obras no eran más que los residuos de mí mismo» Será necesario, por tanto, insistir en la unión de vida y obra de un modo indisociable: «Allí donde otros proponen obras yo no pretendo otra cosa que mostrar mi espíritu.» Su autenticidad estaba garantizada por el sufrimiento que las había provocado y la pasión con las que las había elaborado: «Hay en mis dibujos una especie de música moral que hace que mis trazos estén hechos no sólo con la mano, sino también con el raspado del hálito de mi arteria tráquea o los dientes de mi masticación», dirá. Así, sus dibujos se irán conformando como una exploración descarnada de la condición humana donde se nos muestra su absoluta precariedad y su indecible despojamiento. Dibujos animados por una tensión y una violencia producto de la confrontación consigo mismo, una gestualidad ligada directamente a la conciencia y el delirio, al grito y el silencio, a la ausencia y el exceso. 


Este deseo de reorganizar la integridad perdida o destruida va a tener su primera manifestación en lo que él mismo denominó Sorts, y que son unas misivas donde la escritura y el dibujo están íntimamente ligados al tiempo, que poseían un carácter protector de los peligros externos que le amenazaban y conjurador de las fuerzas internas que le turbaban. Enviadas como mensajes premonitorios o mágicos desde Dublín, el hospital de Sainte Anne y el asilo de Ville-Évrard, tienen tanto en su forma (pequeñas hojas de cuaderno escolar agujereadas, quemadas, manchadas) como en su contenido (imprecaciones hirientes y agresivas) una función liberadora y de insurreción. Las enviadas desde Dublín son las más austeras, casi sin colores ni dibujos (Sort a Lise Deharme, 1937), y en ellas predominan los signos cabalísticos (cruces, estrellas, espirales), los números mágicos (sobre todo el 9) o las quemaduras de cigarrillos. Posteriormente, enviaría otras más trabajadas, con mayor variedad de motivos y colores (amarillo, violeta y rojo), Sort a Sonia Mossé de 1939, aunque con la misma dureza y acritud en el contenido de los textos: «Vivirás muerta / no te detendrás / de traspasar y descender / te lanzo una Fuerza de Muerte.» Cada Sort se convierte así en una representación infernal hecha de violencia y sufrimiento que se inserta en un lenguaje visual arcaico percibido en la tierra de los Tarahumaras. «El objetivo de todas estas figuras dibujadas y coloreadas era el exorcismo de una maldición, una vituperación corpórea contra las obligaciones de la forma espacial.  


Artaud deseaba, más allá de transmitir una idea o mensaje, conseguir que sus obras agitaran al lector y le sirvieran de revulsivo, llegar a construir: un lenguaje físico que alcanzara el sentido de una revelación, utilizar la pintura, el teatro o la escritura como diferentes medios para apelar a lo más grave y profundo del ser humano. Todas ellas van a ser parte del mismo acto creador: en el teatro hay continuas referencias a la pintura, sus dibujos están llenos de literatura, sus textos desbordan imágenes. Confusión total e incapacidad de diferenciar, muchas veces, una práctica de otra, pues todas están regidas por la misma energía y obstinación: «Y desde un cierto día de 1939 no he vuelto a escribir sin dibujar / Ahora bien eso que dibujo / no son temas de Arte traspuestos de la imaginación sobre un papel, / eso son figuras sensibles, / eso son gestos, un verbo, una gramática, una aritmética (...) / ningún dibujo hecho sobre un papel es un dibujo, la reintegración de una sensibilidad perturbada es una máquina que respira» 


Toda su obra está regida por ese souffle (hálito) que proviene de sus manos, de su cabeza, de sus pulmones, de su cuerpo entero. Un hálito que halla su punto culminante en ese encuentro que se produce constantemente en su obra entre imágenes y palabras, mezcladas con tal agudeza que no es posible diferenciarlas. Para Artaud dibujos y poemas tienen una función idéntica como se puede comprobar en los dessins écrits que realizó (en cuadernos escolares) en el asilo de Rodez desde enero de 1945 a mayo de 1946. Como él mismo confesará en una carta dirigida al doctor Perdiere: «Las frases que he anotado sobre el dibujo que os he dado, las he buscado sílaba a sílaba en voz alta y trabajado, para ver si las sonoridades verbales capaces de ayudar la comprensión de aquel que mirara mi dibujo estaban encontradas.» Un flujo constante de palabras (fragmentos de textos, interjecciones, invocaciones) conforman una deyección verbal que comparten el espacio con cuerpos mutilados (fetos, penes erectos, manos seccionadas, osamentas), con los cuales establecen un verdadero combate que refleja el estado de su yo personal. Los fragmentos corporales se convierten en residuos informes o en formas amenazantes (ataúdes, argollas, colmillos, objetos de tortura) que reflejan un mundo caótico y una obsesión esquizofrénica.


Todo ello lo podemos observar en dibujos como El ser y sus fetos, 1945, donde un cuerpo boca abajo divide el espacio en dos partes, mostrando en su interior diferentes fetos. En el resto de la página vemos diseminadas figuras como osamentas diversas, larvas o soles; asimismo, en la parte superior derecha encontramos un objeto incisivo, un arma contundente. Repartidas aquí y allá, y encuadrando la obra, frases y glosalalias se mezclan sin orden ni concierto. En Execración del padre-madre, 1946, encontramos los mismos fragmentos residuales del cuerpo humano pero amplificados y más dramáticos. Un cuerpo mutilado (del que tan sólo vemos la parte inferior a la cintura) con las piernas abiertas y flotando en un espacio etéreo. Una calavera rodeada de proyectiles sustituye la vagina, de donde extraños instrumentos de tortura entran y/o salen. Los fenómenos glosolalicos han desaparecido prácticamente, tan sólo permanece la inscripción (que es el título del poema central de Artaud le momo): la execración del padre-madre. La obra parece ser un alegato radical contra la identidad sexual de los padres, una denuncia del crimen sexual de la procreación y la crueldad del nacimiento, un repudio del acto sexual visto como un abyecto símbolo de la muerte. «Encontramos aquí una expresión arquetípica de la experiencia del cuerpo fragmentado, desmembrado: común a los sueños y a los estados esquizofrénicos, donde la muerte y la agresión son a menudo los temas centrales» 


Esta obsesión por la violencia y la muerte aparece de un modo manifiesto en el dibujo El Inca, de 1946. Una obra de colores muy fuertes (ocre, que remite a la sangre, y azul, a la muerte) y de trazo violento que muestra un ser (cuyo rostro parece ser el del propio Artaud) medio hombre medio pájaro dotado de cañones en lugar de brazos, poseedor de máquinas de tortura y un torso tatuado con dobles signos-letras que recuerdan a la sierra Tarahumara. La figura rodeada de llamas y de un ataúd tiene, gracias a la violencia con la que están usados los lápices para Artaud un verdadero acto de exorcismo mediante el cual salían a la luz sus obsesiones más profundas: «Yo le vi crear su doble, como un crisol, a costa de torturas y crueldades indecibles. Trabajaba con rabia, rompía un lápiz tras otro, soportando las agonías de su propio exorcismo... Y o le he visto arrancarle los ojos, ciegamente, a su propia imagen», declararía el ayudante del doctor Ferdiere.


La preocupación de Artaud no reside en conseguir el éxito estético ni en la búsqueda de la forma perfecta. Lo que tiene importancia para él es la reagrupación de diferentes materiales que le permitan reconstituir una cierta identidad: «Mis dibujos no son dibujos sino documentos, / es necesario mirar y comprender lo que hay dentro.» Ese carácter documental, austero, casi mental, lo podemos encontrar, especialmente, en dos dibujos: El hombre y su dolor y La muerte y el hombre, de abril de 1946. Ambos representan figuras humanas. En ellos el cuerpo ha sido reducido a un trazo geométrico de lo más elemental donde tan sólo tienen cabida ciertos órganos sexuales (nalgas y pechos femeninos), objetos incisivos (clavos) o defecatorios. El dibujo resulta ser una traducción o una metáfora visual que se dirige al espíritu, no sólo a los sentidos.  Ambos dibujos son la expresión descamada del sufrimiento corporal. Ausente de carne y ligado estrechamente a la muerte, el cuerpo del hombre no es más que un desabrido conjunto de residuos.


Toda la obra de Artaud es una constante reflexión sobre la disolución del yo, la angustia de la desposesión física, la experiencia de una vida perdida, de un pensamiento exiliado, de un cuerpo mal ensamblado que hay que reconstruir: «No acepto no haber hecho mi cuerpo yo mismo» En este sentido sus dibujos, y muy especialmente los retratos realizados entre 1946 y 1948, son violentos campos de batalla donde el yo humano está buscando su forma. La realidad de su cuerpo y de su espíritu constituyen su problema central, por ello se debate consigo mismo para evitar esos raptos furtivos que siente y que le impiden ser él mismo. «De cualquier parte que miro en mí mismo, siento que alguno de mis ademanes, algunos de mis pensamientos no me pertenecen» Artaud permanecerá obsesionado por la idea de sentirse inescrutable a sí mismo, por la sensación de no pertenecerse, por la manía persecutoria que le lleva a una mente esquizoide que permanece constantemente preocupada por lo que le acontece psicológicamente; a fuerza de escrutarse pierde la espontaneidad y llega a «considerar su propio amor y el de los otros como destructores y los rechaza. Ser amado amenaza su yo, pero su amor es también peligroso para los otros (...). Un esquizofrénico no permite que nadie le toque, no sólo porque eso hace daño sino porque puede electrocutar a los otros (...). Se hunde en un torbellino de no ser para evitar ser, pero también para preservarse contra sí mismo de eso que es» 


Ese no reconocerse, ese terror a lo que su cuerpo es, le lleva, por una parte, a un miedo furibundo hacia los órganos sexuales y las relaciones físicas («Y entonces / todo hice estallar / porque mi cuerpo / no se toca jamás»), así como a alterar su propio nombre adoptando numerosos pseudónimos («Artaud propone el doble Antonin Nalgas como el cuerpo nuevo y virgen que sucederá a ese hombre que se llamaba A. Artaud y que ha muerto en el asilo de Villa-Evrard en el mes de agosto de 1939»), o incluso a desear el suicidio, porque, citamos, «si me mato, no será para destruirme, sino para reconstruirme (...). Por medio del suicidio, reintroduzco mi diseño en la naturaleza, doy por vez primera a las cosas la forma de mi voluntad. Me libero del condicionamiento de mis órganos tan malavenidos con mi yo». Esta concepción metafísica de la carne, esa ruptura esquizofrénica que le permite no ser un cuerpo, sino tener un cuerpo disociado de su mente, debe ser entendida y contextualizada en un largo proceso de liquidación personal que culminó en más de nueve años de internamiento (tan sólo a partir del mes de enero de 1945 dejará los sanatorios mentales), de malnutrición. Sin embargo, Artaud jamás estuvo loco, como lo prueba la clarividencia de la que hizo gala en su libro sobre otro suicidado por la sociedad:


La sociedad amordaza en los asilos a todos aquellos de los que quiere desembarazarse o protegerse, por haber rehusado convertirse en cómplices de ciertas inmensas porquerías. Pues un alienado es en realidad un hombre al que la sociedad se niega a escuchar, y al que quiere impedir que exprese determinadas verdades insoportables. 


Es en estas condiciones, donde Artaud intenta recoger los despojos que le restan de su existencia para tratar de reunirlos y dar lugar, en los dos últimos años de su vida, a unos crueles dibujos quirúrgicos donde el cuerpo y el pensamiento parecen reencontrarse. Como él mismo escribió: «No hay nadie que haya jamás escrito, o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir del infierno» Así, dibujará unos rostros que miran intensamente, caras fijadas de tal modo a la hoja de papel que consigue precipitar el modelo más allá del conocimiento de su propia existencia. Cabezas separadas del cuerpo, a veces sin cuello, que parecen flotar en el espacio ausentes de toda referencia, lo cual consigue aumentar el grado de intensidad y extrañeza de la imagen. En cada uno de estos rostros (elaborados con lápiz de grafito) Artaud intenta captar cada una de las angustias y dolores que nos hablan de lo más profundo de los modelos: «El rostro produce signos inscritos en una misma dermis, que ofrecen al dibujante, si éste sabe convertirse en poeta, la posibilidad de leer un destino. Esto es lo que hace Antonin Artaud cuando dibuja un rostro, lo desnuda, hace surgir eso que tiene de más secreto, desvela lo que será» 


Una prueba de ello la tenemos en dibujos como el Retrato de Maria Ofer, mayo de 1947, en el que su mirada frontal, dura y escrutadora, llega a darnos miedo. Es algo que también puede verse en el Retrato de Henri Pichette, noviembre de 1947, donde la violencia del trazo ha llenado las mejillas de heridas y cortes, hundido los ojos en sus órbitas lanzando una mirada desoladora perdida en el infinito, y llenado el cuello de púas agresivas donde la nuez aparece especialmente destacada y defendida. Por último, en el retrato Sin título, de enero de 1948, vemos una diagonal de cabezas que atraviesa y escinde el dibujo, son rostros violados, repletos de incisiones y cubiertos de cicatrices, donde ojos muy abiertos y empotrados en el cráneo parecen mirar todos en la misma dirección sin ver nada, labios marcados y medio emborronados en una boca siempre cerrada pero dispuesta al grito, rostros que en la barbarie y el desorden de su grafismo nos hacen presentir la muerte. Artaud, siguiendo los pasos de Van Gogh, desea que el rostro del dibujo nos hable, trata de asir los signos determinantes que permiten al artista completar lo que se esconde y conseguir que la cara nos muestre su verdadero ser: 


El rostro humano es una fuerza vacía, un espacio de muerte (...) Esto significa que el semblante humano no ha hallado aún su cara: al pintor le corresponde crearla (...) Es cierto que el rostro humano habla y respira desde hace miles de años, pero nos sigue dando la impresión de que aún no ha empezado a decir lo que es y lo que sabe.


Para averiguar todo lo que el rostro oculta, Artaud va a dibujar violentando, asesinando, la superficie del papel con el fin de poder llegar a percibir lo que hay detrás; acceder a lo oculto, a lo innombrable, a las oscuridades más pesadas de cada ser y hasta ese momento insospechadas, incluso, para ellos mismos. Dibujos duros que no están hechos para mostrarse agradables a la mirada: «Pobre, seco y siervo debe ser el dibujo», decía Artaud. Todos sus dibujos, cuyas miradas nos atraviesan y conmocionan, están conformados de una violencia lúcida que le permite reflejar la descomposición material del ser humano tal y como se puede comprobar en sus autorretratos. El_Autorretrato de mayo de 1946, realizado poco antes de salir de Rodez, refleja tan profundo dolor y desesperanza que nos conmueve íntimamente: la cara en el centro de la hoja rodeada de su doble y otras figuras femeninas; el cuerpo, como siempre, ausente; unos cuantos cabellos coronan una cabeza (cubierta de pequeñas manchas enfermizas, con mejillas hundidas y ojos de mirada fija) que atesora tanto sufrimiento que le hace permanecer inmóvil. Por otra parte, el Autorretrato de junio 1947 está situado en el lado superior derecho del papel y ligeramente de perfil: la cara rebosa rabia y energía contenida, la mirada es distante y un tanto despreciativa, los labios apretados reflejan un cierto temblor y una sorda reivindicación. Acerca del Autorretrato de diciembre 1947, escuchemos la voz privilegiada de Paule Thévenin: «Como en todos los dibujos que ha hecho, la cabeza está separada del tronco. El cuello surge de una suerte de magma, un mundo desordenado cuyas formas emergen (...). Ese rostro de asceta mirando más allá de la vida no tiene carne, la piel está forzada sobre el hueso, ha perdido el color de la sangre (...). La frente es inmensa, un poco desguarnecida, las protuberancias del hueso frontal se transparentan bajo la dermis (...). La inmovilidad de este rostro es total. La boca está cerrada sobre su último secreto.» El caos y la violencia van a encontrar su punto de inflexión en el autorretrato titulado La proyección del verdadero cuerpo, 1947-1948: a la izquierda encontramos la figura del artista (rostro sereno, mirada fija y frontal, manos y pies atados) amenazada por los disparos de un grupo de soldados y por las cuerdas y lianas que la imagen de la derecha, posiblemente su doble (un esqueleto enmascarado que recuerda un hechicero Tarahumara), le lanza; entre ambos, numerosas glosolalias (tarabut rabut karvistan rabur rabur kur a) completan un escenario de gritos sordos que pugnan por hablar de lo indecible. Artaud desarrolló a lo largo de toda su vida múltiples intentos desesperados por llegar a asir la disolución de su yo, pero ni las drogas ni la escritura ni los dibujos hicieron posible sus deseos. Tal vez, como él mismo decía: «Un hombre se posee a ráfagas e incluso cuando se posee a sí mismo, no se alcanza del todo.» 













Tomado de:

GARCÍA CORTES, José Miguel (1997): Orden y caos. Un estudio cultural sobre los monstruos en las artes. Barcelona, Anagrama, p.p. 115-128.