26 marzo 2017

La disonancia cognitiva: la teoría del autoengaño




La disonancia cognitiva: la teoría del autoengaño

Lucas Bietti


Las acciones inmorales son acciones extremas que sobrepasan los límites establecidos por el contexto sociocultural en el que ocurren, que resultan de intenciones subyacentes para reducir la calidad de vida de la víctima, y que se realizan sin sentimientos de empatía con la víctima. Cuando oímos hablar de alguna acción inmoral, tendemos a pensar que su perpetrador es alguien con rasgos de personalidad especiales (p.ej., un psicópata). Sin embargo, frecuentemente las acciones inmorales, son cometidas por gente normal, que en circunstancias diferentes es bien considerada, experimenta sentimientos de empatía, y se preocupa por comportarse de acuerdo a las normas morales, ¿Cómo es posible que gente así realice conductas inmorales y siga llevando adelante su vida sin verse afectados? Las personas tienden a mantener coherencia y consistencia entre las acciones y los pensamientos. 

Cuando no es el caso, las personas experimentan un estado de disonancia cognitiva. Por ejemplo, cuando una persona sabe que su vecino maltrata a su esposa y, sin embargo, se queda con los brazos cruzados. En lugar de intervenir de algún modo para obstaculizar la violencia (que condena), justifica la inacción con pensamientos del tipo “todos los matrimonios tienen problemas”. Desde el momento en que conoce el maltrato hasta que decide no intervenir, esta persona experimenta un estado de disonancia cognitiva. En el caso de las conductas inmorales, y debido al enorme costo psicológico que genera admitir que realizamos una acción de ese tipo, la gente tiende a resolver la disonancia modificando sus actitudes para que coincidan con su comportamiento. No obstante, un requisito importante para conseguir un cambio de actitudes es que la persona perciba que ha actuado libremente. Si no es el caso, la persona puede llegar a la conclusión de que su comportamiento respondió a una presión externa, lo que no conllevará un estado de disonancia cognitiva. Por el contrario, si la presión exterior no existe o es sutil, la persona se sentirá responsable de su comportamiento, lo que le llevará a resolver la situación de disonancia por medio de un cambio de actitudes.

La teoría de la desvinculación moral analiza las herramientas que las personas utilizan para resolver la disonancia cognitiva ante comportamientos inmorales. La desvinculación moral no debe entenderse como un rasgo de  personalidad, sino más bien como un mecanismo de resolución que surge de la interacción de la persona con la situación, llevando a la desactivación de los sentimientos de culpa. La desvinculación moral se basa en uno o más de los siguientes cuatro mecanismos:


Justificación del acto inmoral: consiste en una reconstrucción cognitiva del acto inmoral, que es interpretado como una acción que será beneficiosa para alcanzar objetivos aceptables según las normas morales y sociales. Esta reinterpretación se sostiene en un pensamiento utilitario que legitima la acción, ya que el logro de un objetivo mayor justifica el acto inmoral. Por ejemplo, un oficial de policía puede justificar la tortura de un presunto terrorista aduciendo que el objetivo de este acto inmoral es conseguir información para prevenir futuros actos terroristas. Otra estrategia de justificación reside en resaltar las ventajas comparativas del acto inmoral en relación a acciones cometidas por otros que serían peores. Por ejemplo, la no intervención de un testigo ante un hecho de violencia se justifica argumentando que esa falta de compromiso tiene mucha menos gravedad que el acto inmoral en sí mismo.


Negación y rechazo de la responsabilidad individual: se basa en que el individuo responsable de cometer un acto inmoral sostiene que con su comportamiento no tuvo intención de lastimar a la(s) víctima(s). Normalmente, el individuo dice que las circunstancias lo llevaron a cometer el acto inmoral. El responsable se percibe a sí mismo como si estuviera controlado desde el exterior y, por consiguiente, sin ningún tipo de responsabilidad sobre sus actos inmorales. También podemos encontrar casos en los que el individuo responsable de cometer un acto inmoral se percibe a sí mismo como una parte poco importante del grupo. Por ello, percibe que sus actos no tienen mayores consecuencias y que, al final, no está lastimando a nadie. Entre los ejemplos más comunes encontramos a los ladrones de tiendas que sostienen que eso no es importante porque lo hace mucha gente, así como a las personas que no se preocupan por el medio ambiente porque nadie lo hace.


Negación y rechazo de las consecuencias negativas: en este mecanismo de legitimación el foco está puesto en que, al final, las consecuencias de un acto inmoral no perjudicaron directamente a nadie. Por ejemplo, podemos observar el uso de este mecanismo cuando un ladrón de autos expresa que el dueño del auto robado obtendrá uno nuevo porque seguramente el auto robado estaba asegurado, con lo que él no le habrá hecho daño alguno. Este mecanismo predice que, cuando las personas no son enfrentadas con el sufrimiento de sus víctimas, su disposición para cometer actos inmorales aumentará.


Negación y rechazo de la víctima: el responsable de cometer un acto inmoral responsabiliza a la víctima, atribuyéndole culpabilidad por la situación. Esto hace que el responsable de las acciones inmorales no sienta culpa, sino un sentimiento de que se encuentra realizando acciones justas y necesarias. En los casos de violencia doméstica, una madre puede legitimar acciones violentas hacia su hijo aduciendo que se lo merecía porque obtuvo una mala calificación en la escuela. Otro modo de desvincularse moralmente de la víctima es la deshumanización, que consiste en un proceso progresivo de degradación que termina sustrayéndole a la víctima sus derechos, rasgos personales y cualquier tipo de característica que pueda generar empatía con otros seres humanos. La tortura y los asesinatos en genocidios y guerras normalmente son legitimados por medio de un proceso de deshumanización. 

En conclusión, sin dejar de señalar el cierto grado de reduccionismo en el que se sustenta la esta teoría, creemos que aporta, al menos, un marco para entender los mecanismos de legitimación de actos inmorales por parte de personas normales. La desvinculación es un proceso bidireccional de dos fases: primero, la legitimación ante uno mismo y el grupo social del que formamos parte, y luego, si esta legitimación es efectiva, la superación del estado de disonancia por haber cometido un acto inmoral. 







Tomado de:
Bietti, L. M. (2009) "Disonancia cognitiva: procesos cognitivos para justificar acciones inmorales". En: Ciencia Cognitiva: Revista Electrónica de Divulgación n°3, Universitat Pompeu Fabra, Barcelona, pp. 15-17.

18 marzo 2017

Editores romanos. Alfonso Reyes




Editores romanos

Alfonso Reyes


Tras Ia ruina de Grecia, Roma cayó bajo la mágica influencia de la cultura helénica. Los libros griegos se derramaron en Roma a montones, primeramente en calidad de botín. También se trasladaron a Roma algunos traficantes griegos de libros. Eran a la vez editores y vendedores al detalle.


Pronto el negocio librero comienza a organizarse en forma. A fin de atender a la producción con rapidez y en grande escala, los negociantes mantienen un personal de planta especialmente avezado. Generalmente, se echaba mano de los esclavos, los griegos sobre todo, a juzgar por los nombres que han llegado hasta nosotros. Eran muy solicitados y eran caros. El montar una oficina de libros representaba un capital apreciable. Horacio se burla de cierto aficionado que pagó un precio increíble por esclavos "medio embarrados de griego". Según Séneca, 100 000 sestercios (unas £ 1000 oro) era el valor de un servus literatus. Los esclavos solían también ser maestros de caligrafía para los niños. Adviértase que todo este personal, aunque integrado por esclavos, recibía un pago por su trabajo. Los salarios fueron bajos, al menos en tiempos de los primeros emperadores. Más tarde, mejoraron un poco. El emperador Diocleciano fija por edicto el máximo que se ha de pagar por 100 líneas de la mejor escritura en la suma de 25 denarios (5 ½ peniques oro). Para un trabajo más humilde, el monto era de 20 denarios. Se dice que también las esclavas eran expertas en este oficio, así como hoy han demostrado las mujeres ser aptas para la tipografía. 


Las reproducciones comerciales se hacían de tal modo que varios copistas podían trabajar a la vez. Había un lector que dictaba, y es lo más probable, o entre todos compartían de alguna manera el mismo original, lo que ya parece más difícil. Una firma bien organizada podía en unos cuantos días lanzar al mercado cientos de ejemplares de un nuevo libro. 


A pesar de la producción en masa y de los bajos salarios, todavía la manufactura resultaba cara. La principal razón está en el capital necesario para un trabajo estimable. No es de asombrar que los empresarios insistiesen en la rapidez del trabajo, para sacar el mayor provecho posible. Pero este apresuramiento redundaba en inevitables descuidos y errores de los copistas. Las quejas de los autores —y no menos de los lectores— sobre los disparates de los copistas son inacabables. Cicerón se muestra tan indignado que habla de "libros llenos de mentiras", donde "mentira" viene a ser nuestra "errata". Si abundan los yerros en un libro latino, ello debe explicarse por el hecho de que los copistas eran griegos y sólo conocían imperfectamente la lengua ajena. Cicerón se quejaba así a su hermano: "Ya no sé dónde buscar los libros latinos, tan pecadores son los que se venden en plaza"


Los empresarios de conciencia quisieron enderezar este daño empleando correctores especiales. Se han encontrado fragmentos de papiros con cuidadosas enmiendas. Desde luego, los autores estimaban en mucho las copias correctas de sus obras. Cicerón prohibe a su amigo y editor Ático el dar a la circulación ciertos ejemplares incorrectos de su obra De finibus. Ático era hombre generoso y respetaba a su autor. Hasta aceptó el mandar hacer enmiendas de última hora ocasionadas por algún descuido en los originales de Cicerón. El autor procuraba siempre algunas copias especiales y limpias, para sus predilectos o protectores. 


No sólo los autores, también los compradores mismos buscaban afanosamente los ejemplares más correctos. Cuando querían comprar volúmenes antiguos, consultaban siempre a los expertos o gramáticos. Como, a veces, los copistas, por negligencia o por pereza, se saltaban algún fragmento, el número de líneas era confrontado con algún ejemplar que hacía de patrón, y se tomaba nota de ello al fin del volumen ya revisado. Esto significan las cifras que aparecen al pie de algunos papiros de Herculano. Y este cálculo de líneas, desde luego, servía también para fijar la cifra del pago a los copistas. 


Hay pocas noticias sobre el número de ejemplares de cada edición. Plinio el Joven, en alguna ocasión, cita la cifra de 1000 ejemplares; pero parece que se refiere sólo a un libro que fue distribuido como obsequio entre los amigos y equivale a lo que hoy calificamos de "edición privada". Ni siquiera nos ilustra al respecto la correspondencia de Cicerón con su editor Ático, donde hay referencias al trabajo de correcciones. La obra que fue objeto de tales retoques de última hora es la Defensa de Ligario. El desliz de Cicerón consistió en un error de nombre. Fue rectificado entre líneas, ejemplar por ejemplar, gracias a los copistas Farnaces, Anteo y Salvio, expresamente mencionados en la carta de Cicerón y encumbrados así a los honores de la posteridad. Nuestros tipógrafos debieran conocerlos y considerarlos como abuelos ilustres. Si para tan leve retoque hubo que acudir a tres copistas escogidos, ya se comprende que la edición fue de "gran tirada". 


En varios autores encontramos la noticia de que las obras de éxito no sólo circulaban en Roma, sino que se vendían por todas las provincias del Imperio Romano, lo que también nos indica que las ediciones eran extensas. De la gran obra biográfica de Varrón, adornada con ilustraciones —obra a que nos hemos referido—, Plinio asegura que llegó a todos los rincones de la tierra. Horacio se muestra orgulloso de que sus poemas sean leídos en las riberas del Bósforo, en las Galias, en España, en África y en otras partes remotas. Profetiza que su Arte Poética se venderá siempre en abundancia: "El libro —asegura— cruzará los mares." Propercio, por su parte, se jacta de que su fama llegue hasta las frías comarcas septentrionales. Ovidio, en el destierro se consuela pensando que sus escritos recorrerán el mundo del Oriente hasta el Occidente. "Soy —afirma orgullosamente— el autor más leído del mundo." Poco después, añade: "Mis libros andan en las manos de todos los vecinos de Roma"; y añade todavía: "En la hermosa ciudad de Viena (el Delfinado), me leen tanto los jóvenes como los viejos, sin exceptuar a las damas." Grandes cantidades de volúmenes se vendían también a las ya numerosas bibliotecas públicas, que también las había en las poblaciones pequeñas, así como a los bibliófilos para sus ricas colecciones privadas. Tan inmensa demanda no podría haberse satisfecho con ediciones limitadas. 


Los negociantes cuidadosos y expertos —Ático, al menos, así lo hacía— llevaban un riguroso registro de todos los libros vendidos u obsequiados.  Así pues, para estos días el comercio del libro era ya muy importante y extenso. Pero no podemos presumir que los manufactureros fijaran de antemano, como se hace hoy, la cifra de las ediciones. Sin duda comenzaban por un número limitado de ejemplares, singularmente si el autor era aún poco conocido, para así tantear el comercio. Las recitaciones ante auditorios, a la moda desde los primeros días imperiales, sobre todo en los lugares públicos, eran un buen índice para juzgar del interés que una obra despertaba, y fomentaban de paso la adquisición de la obra. Horacio se ríe de los poetas que endilgaban sus versos a los bañistas de las termas, quienes se veían obligados a resistirlos pacientemente. En el Satiricón de Petronio, esta obra maestra de vulgaridades y aventuras, el bombástico poetastro Eumolpo declama sus versos en una galería de pintura, y el público acaba por echarlo fuera a pedradas. 


Al parecer, el librero a veces comenzaba por dar sólo un trozo de la obra, y en caso de éxito, seguía con el resto hasta el fin. El primer tratante en libros cuyo nombre nos sea conocido representa un caso excepcional. Ya se ha comprendido que nos referimos a Ático, el amigo de Cicerón. Este hombre rico y señorial unía a una refinada cultura un claro sentido práctico. Negociaba en grande escala, empleaba muchos esclavos y obreros libres, cuyo trabajo vigilaba personalmente. Cornelio Nepote, en su biografía de Ático, nos cuenta que, entre sus esclavos, algunos poseían una excelente educación y que contaba con crecido número de copistas. No sólo publicaba a Cicerón, sino también a otros autores. Lo mismo vendía al por menor que al por mayor. Fue él quien publicó la excelente obra de Varrón sobre el arte del retrato, obra que suponía ya un establecimiento excelsamente provisto y algún equipo para las reproducciones mecánicas por centenares. Sus relaciones mercantiles eran tan extensas que Cicerón lo usaba como distribuidor de sus libros en Atenas y en las demás ciudades griegas. Además de Ático, había varios otros libreros en Roma, puesto que Cicerón le propone, como escogiéndolo entre todos, que sea él quien se encargue de sus discursos, ya que con tanto éxito lo ha hecho para la Defensa de Ligario. Pero no hay el menor rastro de que Cicerón interviniese para nada en la ejecución de las copias o que sacara de la venta el menor provecho económico. 


En la época de Augusto, los hermanos Sosii llegaron a hacerse famosos por haberlos mencionado Horacio. En la segunda mitad del siglo I d. c, Trifón es sin duda el librero más importante. Parece que publicó casi toda la obra de Marcial, autor favorito y muy difundido. Las Instituciones de Quintiliano también fue obra publicada por Trifón. En el prefacio, Quintiliano le atribuye el ser el verdadero autor, por figura de cortesía: "Día tras día —dice— me has estado animando a que empiece los preparativos para publicar mi obra sobre la elocuencia." En la antigua Roma como ahora, el editor bien podía ser el auxiliar y aun el consejero del autor. Al final de una carta prefatoria, Quintiliano declara que pone su obra en manos de "su" Trifón. Esta carta demuestra un gran entendimiento amistoso entre ambos. 


En ningún autor de la Antigüedad se encuentra la menor queja contra los editores, sin excluir a los epigramatarios y satíricos que eran más bien sueltos de lengua. Esto muestra que los autores vivían satisfechos, pero no quita que algunas veces se refieran, con leve intención maliciosa, a los pingües negocios de los editores. Horacio pinta así, en irónico contraste, el caso de una obra que promete ser todo un éxito: "He aquí un libro que hará ganar dinero a los Sosii (sus editores), y que dará fama a su autor." Marcial, que siempre andaba escaso, se irrita tanto ante los buenos negocios de sus editores que vuelve al tema varias veces en sus epigramas, pero entiéndase que sin quejarse de ello como de una maniobra ilegítima: "El discreto lector podrá comprar un hermoso volumen con todas Xeniae por cuatro sestercios. La verdad es que cuatro es mucho. Ya estaría bien pagar dos. Y aun entonces mi editor habría hecho un buen negocio." Si tomamos estas palabras literalmente —y nadie ha dudado en hacerlo—, el editor ganaría un 100 %, lo que no dejará de poner envidiosos a algunos contemporáneos. 


Las Xeniae de Marcial forman el libro 13º de los Epigramas. Esta obra consta de 127 títulos y 274 versos, o sea unas 400 líneas en total. El precio de venta es 4 sestercios, o sea 11 peniques oro, sin tomar en cuenta que el poder adquisitivo de la moneda era entonces mayor que ahora. Según Marcial, el primer libro de epigramas se vendió a 5 denarios (4 chelines y 3 peniques), al menos en la edición de lujo. En opinión del poeta el precio no es barato. Hoy nos parece realmente dispendioso. El libro contiene 119 epigramas, y un total de 800 líneas más o menos. Cinco denarios son más de lo que hoy pagaríamos por un buen ejemplar de los 14 libros enteros de Marcial. Si, sin embargo, consideramos el valor mercante del denario en aquellos días (unos 2 chelines y 6 peniques), entonces el precio de las Xeniae resultaría ser hoy de 12 chelines y 6 peniques. No es de asombrar que tales ganancias atrajesen aun al que menos se preocupaba de las letras. Lo cual explica por qué Luciano, que vivió en el siglo II d. c, habla con desprecio de algún librero, lo declara lerdo y bárbaro, y dice que ignora el contenido de los libros que vende. Pero en cambio se expresa elogiosamente de dos editores —Calino, el de las bellas copias, y Ático, el de la cuidadosas ediciones— cuyos volúmenes eran justamente cotizados en todo el mundo. 


En tanto que los editores se enriquecían, los autores de Roma, no menos que sus colegas de Grecia, tenían que conformarse con lo que llamaba Juvenal "la hueca fama". Los autores antiguos nunca esperaron que su trabajo, con ayuda de los editores, les resultase remunerativo. El derecho de propiedad literaria aún es ignorado en el derecho romano, que cubre las eventualidades de la vida con tan minuciosa perfección, y ni en las letras ni en los escritos legales del tiempo hay el menor asomo de semejante preocupación. A despecho de las constantes quejas sobre el mal uso de su nombre o el saqueo perpetrado contra sus obras, los antiguos jamás se preguntaron cómo podrían defenderse. El silencio de los juristas al respecto no puede explicarse más que por la absoluta falta de recursos legales. 


Cicerón escribe a Ático: "¿Te propones publicar mi obra contra mi voluntad? Ni siquiera Hermodoro se atrevió a hacer cosa semejante." (Se refiere a aquel discípulo de Platón que negoció con la obra de su maestro y mereció en la Antigüedad ser considerado por eso como un infame.) No dice, pues, Cicerón: "Si publicas la obra contra la voluntad del autor violas el derecho de propiedad", sino que sólo acude a un argumento ético. Pues si hubiera habido, en el caso, un argumento jurídico, ¿es imaginable que lo hubiera olvidado un abogado como Cicerón? 


Marcial se queja de que los piratas saqueen su obra y de que su célebre nombre sirva de reclamo para amparar obras indignas. Com. para el plagio con el hurto, sí, pero no amenaza con apelar a la ley que, en el caso, es muda. Nótese que la misma palabra "plagiario" es aquí usada en este sentido por primera vez (Epigramas, I, 53). En el derecho romano, plagiarius sólo se aplica al robo, al rapto (Dig, 48, 15; Cod. 9, 20). A partir de Marcial, el uso metafórico se generaliza. 


Quintiliano compartió la suerte de muchos profesores modernos. Los estudiantes copiaban sus conferencias y las publicaban a hurtos. Se vio obligado a proceder él mismo a la publicación, y sólo para evitar el robo se decidió a hacerlo, aunque no se lo había propuesto en un principio. Así, en su prefacio, nos dice: "Creo que los jóvenes lo hicieron como prueba de su estimación para mí." Pero no dice que en ello haya la menor violación jurídica. 


Galeno tuvo tan ingratas experiencias con los plagiarios y libreros que, aparte de sus innumerables obras de medicina, publicó unos cuantos artículos sobre estos curiosos percances. Como cuestión de principio, había suspendido, de tiempo atrás, el comunicar el1 resultado de sus exámenes de pacientes. Sus notas eran al instante copiadas y dadas a la publicidad, con frecuencia bajo falsos nombres. No !e quedaba, pues, más recurso que juntar tales notas y publicarlas en debida forma, para invalidar las falsificaciones. 


San Jerónimo se quejaba en una carta de que "en cuanto escribía algo, amigos y enemigos se apresuraban a publicarlo" sin su intervención. Pero, entre estos casos y otros muchos que pudieran citarse, la queja de los autores se queda en el terreno moral y no llega nunca a relatar una violación de derecho, pues que no existía tal derecho. A pesar de todo, a pesar de esta falta de protección legal, sería lícito suponer que los autores recibían alguna compensación sobre el provecho que los libreros obtenían de sus obras. Pero quien así lo piense se equivoca. 


Cicerón se muestra muy complacido por lo mucho que se ha vendido su alegato en pro de Ligario. Pero no nos figuremos por eso que ha ganado nada con tal venta. Ni él nos dice de ello una palabra, ni en su voluminosa correspondencia con el librero Ático, donde tantas veces se habla de asuntos financieros, hay el menor rasgo que autorice semejante suposición. Al contrario, algunas veces ofrece ayudar en los gastos de sus publicaciones. 


La mayoría de los autores se reclutaba entre los más altos círculos sociales, los patricios y la aristocracia financiera. Los nobles romanos sólo acostumbraban escribir sobre asuntos pertinentes a sus ocupaciones. ¿Qué podían importarles las royalties a hombres como Sila, Lúculo, Salustio, César, o a emperadores como Marco Aurelio, hombres que disponían de millones? Pero ni aun los poetas, que en general procedían de clase más modesta, esperaban nada de sus editores. Horacio no soñaba en adelantos ni porcentajes sobre sus obras, sino en tener buenos protectores, y al cabo encontró uno en Mecenas. Virgilio también tuvo que agradecer a Mecenas algunos favores. En tiempos de la república, los poetas contaban con el auxilio de los poderosos. El sarcástico Sila concedió un sueldo a un mal poeta que le consagró un poema bombástico y bajamente laudatorio, pero imponiéndole la condición de que no escribiera más en su vida. 


La Tebaida del poeta Estacio fue recibida con admiración entre los que oyeron su lectura, pero no aportó al poeta la menor ganancia. El pobre se sustentaba escribiendo escenas para los pantomimos. Marcial, que era lo que hoy se llama un best-seller, constantemente pide dinero a sus amigos y se queja de lo que le exigen sus protectores. Cuando volvió de Roma a su nativa España, tras unos treinta y cuatro años de constantes triunfos literarios, su amigo Plinio tuvo que costearle el viaje. Y decía con resignación que no le importaba el éxito de sus libros: "¿Qué medro yo con ello? Mis finanzas no lo aprovechan." De aquí que buscara mecenas y aun se rebajara a escribir burdos elogios al emperador, que de cuando en cuando le soltaba un mendrugo: "Sólo pido —exclamaba— tener un rincón donde tumbarme a descansar." Parece que oímos a Jorge Isaacs cuando se quejaba con Justo Sierra de los editores que se enriquecieron con la María sin que él ganara un centavo y le preguntaba si podrían nombrarlo cónsul de México. 


Marcial, Juvenal y Plinio, todos ellos convienen en que "el escribir da renombre y nada más". Tácito ni siquiera eso concede: "El versificar no da honor ni dinero —dice—. Aun la fama que tanto anhelan como único premio los poetas, a cambio de sus luchas y afanes, menos les sonríe a ellos que a los oradores públicos." 


La venta de manuscritos originales, para el personal disfrute del comprador, fue práctica conocida de griegos y romanos. Sabemos de dos ventas célebres. Según Suetonio, el muy erudito Pompilio Andrónico vendió uno de sus manuscritos por 16 000 sestercios (£ 4000 oro) para hacerse de algún dinero. Plinio el Mozo cuenta que a su abuelo le ofrecieron 400000 sestercios (£4000 oro) por sus colecciones escogidas. En uno ni en otro caso el comprador era un comerciante o librero. 


También había autores que vendían sus obras para que se publicasen con nombre ajeno. Marcial lanza pullas contra dos poetastros de dudosa reputación, Galo y Luperco, que se dedicaban a estos feos negocios. Aunque es cierto que el editor se guardaba todo el provecho, también, en lo general, corría con todo el riesgo de las reproducciones. Cicerón consolaba a Ático de las pérdidas por éste sufridas cuando se le quedó en las bodegas buena parte de la edición de las primeras Cuestiones académicas. 


Como los editores sólo emprendían la reproducción de un número limitado de ejemplares, y nunca más, los autores parece que podían acudir a la vez a varias firmas del mercado, sin el menor obstáculo. Marcial, además de Trifón, cita a Secundo y a Atrecto como sus editores habituales; estos dos últimos publicaron simultáneamente sus Epigramas. Las ediciones, por lo demás, no tenían igual presentación: la de Secundo era una miniatura hecha en pergamino, y la de Atrecto era el rollo habitual de papiro que circulaba en plaza. 


Lo mismo que hoy, en la antigua Roma se acostumbraba obsequiar libros en los festejos, rollos que iban desde el tipo más barato hasta el más lujoso. Marcial nos ha dado una lista de las obras preferidas a este fin, en unos epigramas propios para dedicatorias. Es de creer que los nombres que allí constan eran entonces los más difundidos y cotizados. 


Homero encabeza la lista; después viene Virgilio, ambos como textos escolares. Pero Horacio, que contaba entre los autores de nota y también se usaba en las escuelas, no figura en la lista. En cambio, aparecen Cicerón, mártir de la república, Tito Livio como su historiador, y el gracioso Ovidio con sus Metamorfosis. Como obsequios para lectores más refinados, Marcial recomienda a Menandro en su comedia Tais, a Propercio, a Salustio, a Tibulo, a Catulo. El único moderno que se menciona es Lucano, autor de la Farsalia. Y el epigrama relativo dice que varias sectas de pensadores lo rechazan, pero que los libreros, por lo bien que lo venden, son de diferente opinión. Ya tenemos aquí la inevitable distinción entre el gusto popular y gusto literario. 


Había libreros que se atrevían a las falsificaciones de autores muy cotizados. Ponían el nombre ilustre a la cabeza de cualquier mamotreto, y todavía hay algunos adefesios que siguen disfrutando este beneficio, aun después de que los eruditos han esclarecido el fraude. Aunque no hay noticia de ataques por parte del Estado contra la libertad literaria durante la era democrática, el poder despótico de la era imperial incurrió en arbitrariedades contra los autores y editores. 


Esta practica comenzó con el propio Augusto, aunque era tan amigo y protector de poetas. Llegó a confiscar y a hacer quemar públicamente dos millares de libros, modesto precursor de los tiranos contemporáneos. Su sucesor Tiberio, que las daba de literato, ni siquiera respetó la vida de ciertos autores y editores. He aquí lo que nos cuenta Suetonio: Un poeta fue acusado de hacer morir a Agamemnón en una tragedia, y un historiador, de haber llamado a Casio y a Bruto "los últimos romanos". Estos escritores fueron muertos al punto, y sus obras fueron destruidas, aunque el público los leía con agrado pocos años antes, y aun habían sido leídos a presencia del propio Augusto (Tiberio). 


Tácito confirma este caso y observa que Tiberio vio en el fragmento de la referida tragedia una alusión contra sí mismo y contra su madre. El loco Domiciano aprovechaba el menor pretexto para lanzarse contra los libros, los autores y los editores. "Por Decreto del Senado", ordenaba quemaderos públicos de cuantas obras le parecían ofensivas, hacía matar a palos a los autores y mandaba crucificar a los editores y a los copistas. En todas las épocas los tiranos muestran singular inquina contra la inteligencia, y siempre ha habido quien cubra los crímenes con el manto de la legalidad. 


Tácito muestra, en cambio, la completa inutilidad de la censura con estas dos sencillas frases: "La indiferencia hace olvidar las cosas, el ensañamiento las fija en la memoria", y poco después: "Mientras en ello hubo peligro, los hombres buscaron estos libros y se desvivieron por leerlos; en cuanto se los pudo obtener sin dificultad, nadie volvió a acordarse de ellos."


















Tomado de:
REYES, Alfonso (1955): Libros y libreros en la antigüedad. Ed. Forcola, pp. 10-18.

El fascinus. Pascal Quignard




El fascinus 

Pascal Quignard


El deseo fascina. El fascinus es la palabra romana que significa el falo. Hay una piedra donde está esculpido un fascinus tosco que el escultor ha rodeado con estas palabras: Hic habitat felicitas (Aquí habita la felicidad). Todas las cabezas asustadas de la villa de los Misterios -que hubiera sido más inspirado llamar la villa de lo Fascinante o incluso la cámara fascinante- convergen hacia el fascinus disimulado bajo el velo en su hornacina. 


Como la mentula (el pene) no es en absoluto lo propio de la humanidad, las sociedades humanas evitan exhibir un órgano erecto (fascinum) que recuerda de manera demasiado obvia su origen bestial.


¿Por qué la naturaleza dividió las especies en dos, en -2 millones de años, y las sometió a esa herencia muy antigua cuya función es tan aleatoria como imprevisible, que vuelve siempre incierto el origen de cada uno, que atormenta los cuerpos y obsesiona a las almas? 


Ni las plantas ni los lagartos ni los astros ni las tortugas están sometidos para su reproducción a una relación libidinosa que requiere mucho tiempo y que obliga a sumar a la vez la búsqueda, la selección visual, el cortejo, el acoplamiento, la muerte (o la proximidad de la muerte), la concepción, el embarazo y el parto. 


Los romanos estaban obsesionados por la fascinación, por la invidia, por el mal de ojo, por la suerte, por la jettatura. Todo lo echaban a la suerte: las copas de los banquetes, los coitos, los días fastos, las guerras. Vivían rodeados de prohibiciones, de ritos, de presagios, de sueños, de signos. Los diosas, los muertos, los parientes, los clientes, los libertos, los esclavos, los extranjeros y los enemigos - todos estaban celosos de lo que ellos deseaban, comían, emprendían. Las miradas rodaban sobre toda cosa y sobre todo ser dejando una marca, arrojando una invidia, contaminando cada cosa con su veneno, lanzando una especie de esterilidad y de impotencia. 


Carior est ipsa mentula.
 Falo romano de Hematita.

Marcial escribió: Crede mihi, non est mentula quod digitus (Créeme, no se gobierna ese órgano como a un dedo, Epigramas, VI, 23). Plinio llamaba al fascinus el “médico de la envidia” (invidia). Es el amuleto de Roma. Un hombre (homo) no es un hombre (vir) sino cuando está en erección. La ausencia de vigor (de virtud) era la obsesión. De la concepción romana del amor los modernos han conservado el taedium vitae: el “hastío de la vida” que sigue al placer, la detumescencia del universo simbólico que acompaña la detumescencia fálica, la amargura que nace del abrazo y que nunca distingue el deseo del terror ligado a la impotentia súbita, involuntaria, hechizada, demoníaca. 


La indecencia ritual caracteriza a Roma: es el ludibrium. La complacencia romana en la obscenidad verbal deriva de los poemas fesceninos cantados durante la ceremonia de la priapea (el cortejo de Liber Pater). La priapea consiste en blandir el fascinus gigante contra la invidia universal. 


En el -271, Ptolomeo II Filadelfo, para celebrar el fin de la primera guerra de Siria, encabezó un gran cortejo de carros que exhibían frente a todos las riquezas de la india y de Arabia. Uno de esos carros llevaba un enorme falo de oro de ciento ochenta pies de largo que los griegos llamaban Priapos. El nombre de Priapus suplantó poco a poco en Roma el nombre de Liber Pater. 


Sean cuales fueran las formas de los torneos de obscenidades, las saturae, las declamationes, los sacrificios humanos en la arena, las cacerías simuladas en parques simulados (ludi), el ritual propiamente romano es el ludibrium. Ese rito de sarcasmos priápicos se extiende sobre todo el imperio. Ese juego sarcástico fue lo que Roma le aportó al mundo antiguo. Más allá del castigo, más allá del espectáculo de la muerte enfrentada o de los sacrificios puestos en escena en forma de combates a muerte, la sociedad se venga y se une mediante la ejecución risible. Es el ludus (el “juego” por excelencia, la misma palabra ludus es etrusca) que antes de ser representado en el anfiteatro es imitado en la danza y la grosería fesceninas: es la pompa sarcástica del fascinus incluso en la más mínima parcela del territorio de cada grupo. Todo triunfo contiene su secuencia de humillaciones sádicas que desencadena las risas y que asocia a los que ríen en la unanimidad vindicativa. A la punición prevista por la ley se añade la puesta en escena sarcástica donde la sociedad en masa y como masa unánime -como una lluvia de átomos agregados de repente en Populus Romanus- van a concurrir al espectáculo legislativo participando colectivamente en la venganza de la infracción. 


Un ludibrium inaugura nuestra historia nacional. En septiembre del -52, tras la conquista de Alesia, César hace conducir a Vercingetorix en carro a Roma. Lo encierra durante seis años en un calabozo. En septiembre del -46, César reúne en un haz los cuatro triunfos (sobre Galia, sobre Egipto, sobre el Ponto y sobre el África) que le fueron concedidos. El cortejo parte del Campo de Marte, pasa por el circo Flaminius, atraviesa la Via Sacra y el Forum y desemboca en el templo de Júpiter Optimus Maximus. La imago de César en bronce es llevada sobre un carro tirado por caballos blancos. Setenta y dos lictores preceden a la estatua, con los fasces én la mano. El botín, los tesoros, los trofeos los siguen en largas columnas. Después están las máquinas, los mapas geográficos que ilustran las victorias y pinturas coloridas sobre grandes paneles de madera (los afiches). Uno de esos paneles representa a Catón en el instante de morir. Al término del cortejo, centenares de prisioneros desfilan bajo los sarcasmos populares, entre los cuales se distinguen Vercingetorix cubierto de cadenas, la reina Arsinoe y el hijo del rey Juba. Inmediatamente después de la celebración del cuádruple triunfo, César hace ejecutar a Vercingetorix en la oscuridad de la prisión del Mamertinum. 


Un ludibrium funda la historia cristiana. La escena primitiva del cristianismo - el suplicio servil de la cruz reservado a quien se pretende Dios, la flagellatio, la inscripción Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum, el manto púrpura (veste purpurea), la corona real hecha de espinas (coronam spineam), el cetro de caña, la desnudez infamante- es un ludibrium concebido para hacer reír. Los chinos del siglo XVII que los sacerdotes jesuítas procuraban catequizar lo tomaron de entrada como tal y no comprendían que se pudiera hacer un artículo de fe con una escena cómica. 


Originalmente los versos fesceninos eran sarcasmos lo más groseros posibles y los insultos sexuales alternados que los jóvenes de ambos sexos se dirigían unos a otros. A esos versos (esas réplicas alternadas y danzadas) se agregaban las saturae y las farsas atelanas. Los hombres se disfrazaban de macho cabrío atando delante de sus vientres un fascinum (un consolador, un olisbos). En las Lupercales se disfrazaban de lobos, purificando a todos los que encontraban a su paso flagelándolos. En las Quinquatries se disfrazaban de mujeres. En las Matronalia las matronas se volvían siervas. En las Saturnales los esclavos usaban las ropas de los Patres y los soldados se disfrazaban de prostitutas. Jesús está disfrazado de “rey de las Saturnales” llevado hacia su crux servilis. Antes de que satura significara novela, el recipiente llamado lanx satura quería decir popurrí de las primicias de todos los productos de la tierra. Cuando Petronio compuso bajo el Imperio la primera gran satura, hizo un popurrí de historias obscenas cuyo objeto consistía siempre en despertar la mentula desfalleciente del narrador del relato para volver a transformarla en fascinus.



Pintura erótica en las termas de Pompeya.

Carior est ipsa mentula (Mi pene es más precioso que mi vida). Las vestales eran seis, confiadas al cuidado de la mayor, la Virgo máxima. Cuidaban el objeto talismánico irrevelable y mantenían la llama de la tribu. La que violaba el voto de castidad era enterrada viva en el Campo Infame, cerca de la Puerta Collina, donde las lobas (las prostitutas vestidas con la toga marrón obligatoria que más tarde retomaron los monjes penitentes) daban el 23 de abril sus templo de Júpiter Optimus Maximus. La imago de César en bronce es llevada sobre un carro tirado por caballos blancos. Setenta y dos lictores preceden a la estatua, con los fasces én la mano. El botín, los tesoros, los trofeos los siguen en largas columnas. Después están las máquinas, los mapas geográficos que ilustran las victorias y pinturas coloridas sobre grandes paneles de madera (los afiches). Uno de esos paneles representa a Catón en el instante de morir. Al término del cortejo, centenares de prisioneros desfilan bajo los sarcasmos populares, entre los cuales se distinguen Vercingetorix cubierto de cadenas, la reina Arsinoe y el hijo del rey Juba. Inmediatamente después de la celebración del cuádruple triunfo, César hace ejecutar a Vercingetorix en la oscuridad de la prisión del Mamertinum.


Un ludibrium funda la historia cristiana. La escena primitiva del cristianismo - el suplicio servil de la cruz reservado a quien se pretende Dios, la flagellatio, la inscripción Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum, el manto púrpura (veste purpurea), la corona real hecha de espinas (coronam spineam), el cetro de caña, la desnudez infamante- es un ludibrium concebido para hacer reír. Los chinos del siglo XVII que los sacerdotes jesuítas procuraban catequizar lo tomaron de entrada como tal y no comprendían que se pudiera hacer un artículo de fe con una escena cómica. 


Originalmente los versos fesceninos eran sarcasmos lo más groseros posibles y los insultos sexuales alternados que los jóvenes de ambos sexos se dirigían unos a otros. A esos versos (esas réplicas alternadas y danzadas) se agregaban las saturae y las farsas atelanas. Los hombres se disfrazaban de macho cabrío atando delante de sus vientres un fascinum (un consolador, un olisbos). En las Lupercales se disfrazaban de lobos, purificando a todos los que encontraban a su paso flagelándolos. En las Quinquatries se disfrazaban de mujeres. En las Matronalia las matronas se volvían siervas. En las Saturnales los esclavos usaban las ropas de los Patres y los soldados se disfrazaban de prostitutas. Jesús está disfrazado de “rey de las Saturnales” llevado hacia su crux servilis. Antes de que satura significara novela, el recipiente llamado lanx satura quería decir popurrí de las primicias de todos los productos de la tierra. Cuando Petronio compuso bajo el Imperio la primera gran satura, hizo un popurrí de historias obscenas cuyo objeto consistía siempre en despertar la mentula desfalleciente del narrador del relato para volver a transformarla en fascinus. 


La impotencia (languor) es la obsesión romana y converge con el espanto. En el libro III de los Amores, Ovidio relata un fiasco y describe los terrores supersticiosos que lo rodean: “En vano la tuve entre mis brazos. Estaba inerte (languidus). Yacía como un fardo sobre la cama. Yo sentía deseos. Ella sentía deseos. Pero no pude esgrimir rni sexo (inguinis). Mis riñones estaban muertos. Por más que ella rodeaba mi cuello con sus brazos más blancos que la nieve de Sithonia, deslizaba su lengua dentro de mi boca, provocaba mi lengua. Por más que pasaba su pierna debajo de la mía, me llamaba su dueño (dominum), susurraba todas las palabras que excitan. Mi miembro adormecido, como frotado con la fría cicuta, no me secundó. Yacía inerte, pura apariencia, peso inútil, a medio camino entre el cuerpo de un hombre y una sombra de los infiernos. Ella se fue de mis brazos tan pura como la Vestal que va piadosamente a velar la llama eterna. ¿Acaso un veneno de Tesalia paraliza mis fuerzas? ¿Acaso un hechizo? ¿Son hierbas que me hacen mal? ¿Acaso una maga escribió mi nombre en la cera roja? ¿Hundió una aguja acerada en medio de mi hígado? Si se le lanza un sortilegio, Ceres no es más que una hierba estéril. También las fuentes se secan cuando les hacen una brujería. El encantamiento separa la bellota del roble. El racimo de uvas cae de la vid. Los cantos funestos hacen caer los frutos del árbol antes de que se lo haya sacudido. ¿No podrían también las artes de la magia dormir ese nervio (nervos)? ¿Eso fue lo que me volvió impotente (impatiens)? A todo esto se añadió la vergüenza (pudor). La vergüenza amplificó la flaqueza. ¡Y qué maravillosa mujer tenía sin embargo ante mis ojos! La tocaba tan de cerca como su túnica la roza durante el día. Pero la infortunada no tocaba a un hombre (vir). La vida junto a la virilidad se habían separado de mí. ¿Qué placer les puede provocar a oídos sordos el canto de Phemius? ¿Qué placer puede darles a los ojos muertos de Thamyras un cuadro pintado (picta tabella)? ¿Qué placeres no me había prometido secretamente para esa noche? Había soñado los gestos. Había imaginado las posiciones. Y todo para mi miembro, lamentable, como muerto por anticipado (praemortua), más languideciente que una rosa cortada la ansiedad que absorbe todas sus horas. 


La eyaculación es una pérdida voluptuosa. Y la pérdida de la excitación que resulta de ella es una tristeza puesto que es el agotamiento de lo que brotaba. Sucede que no hay otra civilización que haya experirneníado más esa tristeza que la civilización romana. Es cierto que la pérdida del semen puede mostrarse fecunda pero esa fecundidad nunca puede ser percibida como tal en el instante humillante del encogimiento y la retracción del membum virile fuera de la vulva.  El fascinus desaparece dentro de la vulva y resurge como mentula. La virilidad del hombre se hunde en eí goce zoológico de la misma manera que el cuerpo del hombre desaparece en la muerte. Porque el sí mismo más íntimo del hombre (vir) nunca está en el interior de su cabeza ni en los rasgos de su rostro: el sí mismo está allí donde se dirige la mano masculina cuando el cuerpo se siente amenazado. 


Spintria, las monedas sexuales romanas.


A una religión contagiosa, cada vez más sincrética ya que asociaba a su propio triunfo, a su propia “piedad”, todas las religiones de los pueblos a los que vencía, le corresponde un temor cada vez más maléfico. Los romanos, que estaban atestados de gestos conjuratorios, se atestaron de apotropaion de toda naturaleza para apartar el mal de ojo e incluso para desarmarlo mediante el sarcasmo del ludibrium, para “devolverlo al remitente” como Perseo devolvió con su escudo la mirada de Medusa. Apotropaion designa en griego la efigie que aparta el mal y cuyo carácter terribilis provoca al mismo tiempo la risa y el espanto. El griego apotropaion se dice en latín fascinum. El fascinum (el fascinus artificial) es un baskanion (un preservativo contra el mal de ojo). Plutarco dice que el amuleto itifálico atrae la mirada del fascinador (fascinator) para impedirle que se fije sobre la víctima. De allí el increíble arsenal, nunca exhibido eh los museos, de amuletos, de colgantes obscenos, cintos, collares, gnomos burlescos, todos de forma priápica, en oro, en marfil, en piedra, en bronce que constituyen lo esencial de lo desenterrado en las excavaciones arqueológicas. Los dedos mayores extendidos (digitus impudicus, el puño cerrado excepto el dedo mayor, mesos dactylos, apuntando hacia arriba, era el insulto supremo), los amuletos que representan la fica (asomar la punta del pulgar entre el índice y el mayor), los pies de mesa fálicos, los pies de lámparas, por último los tintinnabulum de bronce o de metal (fascinus a los que se colgaban pequeñas campanillas y que se ataban a la cintura, en los dedos, en las orejas, de las vigas, en los candelabros, en los trípodes). El cuerpo humano no presenta más que una parte singularmente tintineante, el pene del hombre y, en menor grado, el escroto, luego las mamas y las nalgas femeninas cuando están plenas de adiposidad. A ese respecto lo que resulta afectado es la sexualidad humana en las partes que suscitan el deseo, es decir, en las partes que atestiguan el deseo mediante la vacilación. Son esas formas eminentemente signadas por metamorfosis, ubicadas en el límite del cuerpo, amenazando con caerse, las que de hecho son las más protegidas. Las mujeres de la antigua Roma al igual que las de Roma imperial atestiguaron esa obsesión con el vendaje de los senos. El corpiño, que en griego se dice strophion y en latín fascia, está ligado pues al fascinum de los hombres. Bajo el velo de esa tela no cosida se disimulaban unas cintas de cuero de vaca que comprimían las mamas. Raras son las pinturas eróticas que revelan el pecho femenino. Tácito {Anales, XV, 57) muestra a Epicharis, implicada en la conjuración de Pisón, sacándose su fascia para estrangularse con ella. 


“Nuestro barrio rebosa a tal punto de divinidades protectoras que es más fácil encontrar a un dios que a un hombre”, declara de pronto Quartilla en la novela de Petronio. (Se encuentra más frecuentemente en las calles de Roma, de Pompeya o de Nápoles, un fascinus de piedra o de bronce que una mentula de hombre.) En Nápoles, a Anicetus que venía a asesinarla en su cama, Agripina le gritó: “¡Golpea en el vientre!”. “¡Golpea en el vientre!”, es la palabra de Roma. En la novela de Apuleyo, Photis se vuelve hacia Lucius y percibe su sexo erecto que levanta su túnica (inguinum fine lacinia remota). Ella se desnuda, sube encima de él.y, disimulando con su mano rosada su vulva depilada (glabellum femina rosea palmula obumbrans), le grita: Occide moriturus! (¡Mata al que debe morir!). Mario había sido el amo de Roma cuando debió huir escondido en una carreta. Llegó a la costa. Se tira en una barca, agotado de cansancio. Los marinos abandonan los remos y lo dejan solo mientras duerme. Sacado de las marismas de Minturmes, arrojado en prisión, el vencedor de los Cimbros sólo encuentra refugio en las ruinas de Cartago. Un romano le da caza como si no fuera más que un esclavo. Mario recupera el poder y durante seis días hace correr la sangre en las calles de la Ciudad. Ni Octavius ni Merula se salvaron por su dignidad de cónsules. Mario tiene setenta años. El vino lo ha vuelto tembloroso. Muere después de haber ejercido siete días su séptimo consulado. Había usado tan violentamente su mentula en el desenfreno que un guardia, al ver su túnica levantada en la agonía de la muerte, observó que el pedazo de carne que le quedaba no alcanzaba el tamaño de una uña. 


En el -79 Sila abdica su dictadura. Se retira a su casa de Cumas. “El dichoso Sila” (Félix Sylla) muere tras haberse visto atormentado en vida por los versos que habían atacado en primer lugar su mentula. 


Recordamos las palabras de César sobre Bruto: “No me asustan los que aman el desenfreno ni sospecho de los que codician el lujo: le temo a los magros y a los pálidos”. El día de los Idus de Marzo, luego de que Metelo tomara la toga de César con las dos manos y descubriese su espalda, Casca fue el primero en herirlo con su espada. Todos lo hirieron a su vez o juntos y algunos se lastimaron entre ellos deseando herir. Plutarco dice que César murió atravesado por veintitrés estocadas. El golpe de Bruto, su sobrino, fue en la ingle de César, porque su tío había metido su mentula en el sexo de su madre. Cuando César vio a Bruto hundir la espada en su bajo vientre, no opuso más resistencia a los asaltantes. Se cubre el rostro con su toga y se abandona enteramente al hierro y a su fin. 


Afrodita nació de la espuma de un sexo de hombre cortado. O bien es representada surgiendo de una ola - que de todas maneras no es sino la espuma de ese sexo arrojado al mar. Los antiguos griegos decían que lo que el falo evacuaba se parecía a la espuma del mar. Galeno, en el De Semine, describe el esperma como un líquido blanco (dealbalum), espeso (crassum), espumoso (spumosum), animado y cuyo olor es cercano al que esparce el saúco. 
¿De qué coito nace Afrodita? Uranos abraza a Gaia. Emboscado detrás del seno de su madre, Cronos con la hoz curva (harpé) en su mano derecha agarra con su mano izquierda las partes genitales de Uranos, las corta junto con el falo y después tira todo detrás suyo teniendo cuidado de no darse vuelta (Hesíodo, Teogonia, 187). Las gotas de sangre caen sobre la tierra: son las guerras y los conflictos. El sexo por su parte todavía erecto cae en el mar y en seguida Afrodita surge de las olas. 


Si bien las secreciones de las mujeres son más abundantes (la sangre y la leche), parecen menos misteriosas que el “eyaculado” viril, activo, surgiendo del fascinus a la manera de una brusca fuente minúscula. El fondo indígena de la sexualidad romana es espermático. Jacere amorem, jacere umorem. Amar o “eyacular” no se distinguen. Es la jaculatio, la jactantia viril. Es Anquises y Venus y la incapacidad de Anquises para conservar el secreto que le pidió Venus (jactantia). Es lanzar dentro del cuerpo el licor brotado de su cuerpo (jacere umorem in corpas de corpore ductum). Es derramar su semen sometiendo indiferentemente pueri sin vello (llamados “mejillas frescas” o “mejillas de durazno”) o mujeres. Es satisfacer con una piedad obsesiva el crecimiento religioso del deseo que la belleza del otro ha acumulado en todo el cuerpo. 


La naturaleza de las cosas, como la naturaleza del hombre, es un solo e idéntico crecimiento. En griego physis designa ese brotar, ese crecimiento de todos los seres sublunares o celestes. Lucrecio describe en el canto IV del De natura rerum el ascenso, la invasión, el crecimiento del esperma en el cuerpo del hombre, el combate que deriva de ello, la enfermedad (rabies, rabia, dice Lucrecio; pestis, peste, dice Cátulo) que engendra: “Desde que la edad adulta (adultum aetas) fortifica nuestros órganos, el semen fermenta en nosotros. Para hacer brotar el semen humano del cuerpo humano es preciso que lo solicite otro cuerpo humano. Y entonces el semen es expulsado (ejectum) de sus propias moradas. Parte, desciende por todas las partes del cuerpo, miembros, venas, órganos, los abandona y se concentra en las partes genitales del cuerpo (partis genitales corporis). En seguida irrita (tument) el sexo. Lo hincha de esperma. Nace entonces el deseo de la eyaculación (voluntas ejicere), de lanzarlo hacia el cuerpo al que nos lleva un terrible deseo (dira cupido). 


Morpho es el sobrenombre de la Venus de Esparta. Para los lacedemonios Afrodita es la morphé (en latín forma, la belleza) que se opone a lo masculino, a la divinidad fálica fascinante, al dios amorphos (o incluso kakomorphos, o también asemos, en latín deformis). Aristóteles define así al sexo masculino (De las partes de los animales, 689, a): “lo que aumenta y disminuye de volumen”. Metamorphósis es el deseo masculino. Physis en griego significa tanto la naturaleza como el phallos. 


De augere deriva auctor lo mismo que Augustas. El nacimiento del Imperio coincide con ese epíteto que expresa ya el destino al cual va a estar sujeta la sexualidad imperial. El 16 de enero del -27, Octavio se convierte en Augusto y el mes sextilis se convierte en agosto. Augustus, aumentador, tal es la función estatutaria imperial. Queremos que vuelva la primavera, que crezcan las cosechas, que abunde la caza, que los niños salgan del vientre de las madres, que los penes se alcen como fascinus y entren al lugar de donde aquellos salen para que los mismos niños vuelvan de nuevo. Caelius decía que había cuatro etapas en las enfermedades: el ataque (initium), el acceso (augmentum), la favorable (1, 3, 4,6 de una sola vez). 


Tres siglos más tarde, hacia el 160, las Metamorfosis de Apuleyo termina con un himno a la divinidad lunar que gobierna la generación de los hombres y la formación de los sueños, de los demonios y de las sombras. Lucius .acaba de despertarse en la playa de Cenchrées con un miedo repentino (pavore subito). Abre los ojos: ve el disco lleno de la luna emergiendo de las olas del mar Egeo. El héroe corre hacia el mar y hunde siete veces su cabeza en las aguas. Entonces se atreve a invocar a la reina del cielo (regina caeli) bajo todos sus nombres: Venus, Ceres, Hebe, Proserpina, Diana, Juno, Hécate, Rhamnusia... y vuelve a dormirse en la costa de Cenchrées. 


La reina de la noche, bajo la forma, de Isis, se le aparece en sueños. Está coronada con un espejo, envuelta en un inmenso manto negro - un inmenso manto de una negritud tan oscura que resplandece (palla nigerrima splendescens atro nitore). Isis le responde a Lucius: “Soy la naturaleza, madre de las cosas, señora de todos los elementos, origen y principio de los siglos, divinidad suprema, reina de los Manes, primera entre los habitantes del cielo, arquetipo de los dioses y las diosas. Yo gobierno las bóvedas luminosas del cielo, las brisas saludables del mar, los silencios desolados de los infiernos”. Fue así que el daimon de la luna o más bien la diosa de los demonios, la única diosa que influye en el mundo sublunar, el “hígado melancólico del mundo” de Lamprias, la demonio guardiana de los dioses, defensora de la sangre de las mujeres y de la reproducción, protectora de los Genius de los hombres y de los Manes de los padres, sustituyó súbitamente a la Venus de Lucrecio, de César, de Augusto, que había fundado el linaje de la ciudad romana desde Anquises, que había legitimado la genealogía imperial, que había autorizado la divinización de los primeros emperadores. Isis expulsa a Venus. Al devorar el imperio toda la superficie del mundo conocido, la religión integró las escenas mitológicas de las religiones de las diferentes provincias para reformular sin cesar la misma escena: Isis buscando en la tierra el falo de Osiris que ella misma ha cortado. Attis castrándose a sí mismo para Cibeles. 






















Tomado de:
QUIGNARD, Pascal (2005): El sexo y el espanto. Bs. As. El cuenco de plata. pp. 38-51

10 marzo 2017

Criaturas de la noche. Jaime Alvar Ezquerra




Criaturas de la noche

Jaime Alvar Ezquerra


Ctesias, médico de Artajerjes II entre 405 y 398, logró consolidar la tradi­ción fabulística que arranca inconfundiblemente del mismísimo Homero, cuya realidad cotidiana está plagada de hechiceras, sirenas, cíclopes y demás seres fantásticos que se irán reciclando conforme se ensanchen los límites de la ecú­mene. Pues bien, tanto Ctesias como Heródoto se hacen eco de la existencia de gentes insólitas en los confines del orbe conocido, es decir, habitantes del caos que es nocturnidad cultural. Entre esas gentes del todo ajenas se encuentran los agripeos que son calvos desde su nacimiento, tanto los hombres como las muje­res; los monóftalmos o cíclopes; los hombres con patas de cabra o los que sumidos en el letargo de la noche duermen seis de los doce meses del año.


Se ha identificado una diferencia sustancial entre Ctesias y Heródoto en el hecho de que en Heródoto hay convergencia en la perfección física y moral de sus ejemplos etnográficos: los etíopes son longevos y además altos, fuertes, her­mosos, pero también justos, se niegan a atacar a otros pueblos, etc. En cambio, Ctesias no tiene inconveniente en identificar la fealdad y la justicia en el mismo pueblo, de modo que las cualidades éticas son independientes de la perfección física. Esto parece indicar que es precisamente a lo largo del siglo V cuando se introduce un progresivo proceso de organización racional de la periferia que convive aún con la indiferenciación precedente. Heródoto, que define lo he­leno por oposición a lo bárbaro, parece inspirado en la lógica necesaria de un mundo bárbaro claramente caótico, definitivamente diferente a la nuclearidad helena; mientras que Ctesias aún convive bien con una etnología de los confines contradictoria, en la que caben pájaros que hablan como los hombres o los an­tropófagos martichoras, seres con fisonomía de león y escorpión, pero con rostro humano. En Ctesias, quizá por las fuentes de las que depende y por su propia concepción del mundo, todavía no está claramente diferenciado el mundo ani­mal y el humano. En cambio, Heródoto requiere un mayor peso de racionalidad, que no elimina la credulidad ingenua, sino que pretende organizar lo irracional. 


Así se explica la desconcertante capacidad de hablar de las palomas de Dódona; también lo hacen las aves de Ctesias, pero las de Dódona se entienden como me­táfora de las mujeres bárbaras, que hablan con un lenguaje, parecido al de las aves, que sólo adquiere sonido humano cuando hablan griego. Con estos procedimientos se hace un mapa de lo propio, por oposición a lo ajeno, del mismo modo que las atribuciones fantásticas permiten señalar lo extraordinario en el seno de la propia cultura. A ello responde la capacidad otorgada a los ani­males para hablar, una peculiaridad exclusiva en el hombre, mediante la cual se establecen referentes internos y externos de liminalidad.


El unicornio


Para Aristóteles los monstruos caracterizados por una fisonomía normal pero de tamaño extraordinario apenas tienen interés. Le llaman la atención las enor­mes serpientes de Libia capaces de atacar a los marineros desde tierra firme y perseguirlos en sus trirremes hasta altamar. En su juventud Aristóteles redactó un tratado, que no se conserva, sobre los animales mitológicos, pero no parece que en su edad adulta se interesara de nuevo por ellos, ya que sólo aparecen circunstancialmente –y en general para negar su existencia- en el Corpus Aristotelicum. Menciona Aristóteles animales que se consideraban extraordinarios, como el asno unicornio, el marticoro y el órix, pero que responden en realidad a animales insólitos en la zoología griega, pues no son otra cosa –según las explicaciones racionalistas- que el rinoceronte indio, el tigre y el órix. Más interés mostró Aristóteles por los monstruos reales, es decir, las malformaciones y anomalías debidas esencialmente a la presencia de miembros supernumerarios o a su carencia, a los siameses, a las despropor­ciones, etc., es decir, aquello que pudiéramos denominar la producción oscura de la biología en la cultura propia. Pero todo ello queda integrado dentro del discurso de la lógica propia de los límites de lo racional y sus cualidades éticas, preocupación evidente en el fundador del Liceo.


La localización de animales monstruosos en los territorios fronterizos tiene como objetivo por un lado destacar la oposición bárbaro/civilizado–centro/periferia–luz/oscuridad–orden/caos y, por otro, mediante la repetición de los monstruos que otrora fueron doblegados en la propia Hélade, se suscitan otros opuestos como pasado/presente –inferior/superior– conocimiento/ignorancia que, en su conjunto, justifican la conquista, la dominación, la ocupación, la in­corporación de esos espacios doblegados a la ecúmene. Y al mismo tiempo, en esa periferia de la ecúmene es posible situar escenarios deseados, otros tiempos, otras culturas que sirven de referente para la perfección social, como la India o la Atlántida, de modo que lo fronterizo es naturalmente de paradójica radicali­dad. El caos y la utopía pueden localizarse en el mismo espacio simbólico, en el más allá de nuestra propia realidad. Ellos son la noche y sus criaturas, que se formalizan en un proceso de construcción intelectual cargado de connotaciones y referencias en las que se asienta el imaginario.


La mantichora


Por otra parte, debemos añadir el fondo psicológico subyacente en la etimo­logía, pues todo monstruo es un signo divino, un fenómeno anómalo portador de una señal sobrenatural, una premonición, un portento (gr. teras = portento y animal monstruoso), cuyos referentes han de ser correctamente elucidados para obrar conforme a la voluntad del dios mandante. Desde luego, la marca del ser nacido con características fisiológicas diferentes a las de sus padres hubo de ser enorme, tanto en sentido positivo como negativo, pues dependía de la deformación y su interpretación causal el que fuera aceptado de una u otra manera. Pero no son las deformidades humanas las que nos interesan en este trabajo, a pesar de que es a ellas a las que mayor atención presta Aristóteles. 


En cualquier caso, los límites de la ecúmene están dibujados no sólo por la luz que frente a la noche arroja el uso del griego, sino también por la presencia de los animales fabulosos que se dispersan por los cuatro puntos cardinales, si­nónimos de la oscuridad y del desconocimiento. Allí, los hombres dejan de serlo en la forma que le es propia a los griegos y por ende conviven con animales que son distintos a los del mundo civilizado. Los árboles, los bosques, las montañas y los paisajes también adquieren dimensiones extraordinarias. El recurso para dar credibilidad a tales fantasías es el de la transmisión oral, pues se trata de te­rritorios no explorados directamente por quien proporciona la noticia, sino que se la ha oído a alguien procedente de aquellos inhóspitos parajes. En este sen­tido adquiere una dimensión especial el viaje de Alejandro, pues habría servido para corroborar cuanto la imaginación precedente había construido, de modo que los historiadores, creadores del mito macedonio, contribuyeron eficazmen­te en la historicidad de la producción imaginaria. Luego llegarán autores más racionalistas como Estrabón para tildar de mentirosos a todos los propagadores de tales fantasías, pero el alimento del imaginario había arraigado ya profunda­mente en la mentalidad colectiva.


La oscuridad de los puntos cardinales está representada por la India, Etiopía, los hiperbóreos y el Océano. En esos confines pueden situarse los productos del imaginario onírico o real, son el asiento y depósito de los opuestos culturales y por ello vamos a dedicarles una mirada puntual. Las mujeres pilosas del Occidente, a las que nos referiremos más abajo, no son más que una pálida sombra de los portentos que la imaginación griega situó en la India, su extremo oriental del mundo conocido. La India había sido ini­cialmente explorada por Escílax de Carianda, un almirante jonio que al servicio del rey persa Darío la recorrió parcialmente, así como las costas del mar Rojo. Su relato sería utilizado, seguramente, por Hecateo de Mileto y Heródoto. Buena parte de los estereotipos dominantes sobre la India fabulosa quedarían establecidos por él, en especial lo concerniente a biotipos insólitos, como los macrocéfalos o los calatias y los padeos, pueblos ambos antropófagos según Heródoto, o los esciápodos, que se hacen sombra con sus propios pies, o las hormigas gigantes productoras de oro de las que se hace eco Heró­doto.


El libro tercero de las Historias de Heródoto, está plagado de datos sobre portentosos animales, en general encargados de proteger los más preciados bienes de los lugareños; así, el incienso se producía en unos árboles guardados por ser­pientes aladas, que sólo se amedrentaban ante el humo de la combustión de una determinada planta; la canela surgía en un lago en el que un tipo de murciélago atacaba a quien no iba completamente cubierto; el cinamomo se encontraba en los nidos de unas aves gigantescas situados en riscos peligrosos a las que sólo se podía vencer ofreciendo grandes trozos de buey cuyo peso hacía caer los nidos y el lédano se hallaba adherido a las barbas de machos cabríos que vivían en parajes pestilentes.


Desde entonces se iría formalizando una imagen de la India dominada por la fascinación de lo ininteligible que se acentúa en Ctesias de Cnido, al que ya he­mos hecho referencia, autor de una obra sobre la India en veintitrés libros, que sólo se conserva por resúmenes posteriores. Su obra, sin duda tremendamente fantasiosa y por ello relegada por la crítica, gozó de abundantes lectores. En ella se describían tanto animales fantásticos como reales, grifos custodios de las montañas de oro, papagayos capaces de imitar la voz humana, asnos unicor­nios, cuyos cuernos servían de recipiente para beber un líquido que acababa con los espasmos y servía de antídoto para los venenos, o un gusano fluvial que ingería bueyes enteros. La misión de todo ello era procurar deleite a sus lec­tores, los griegos metropolitanos entusiasmados por el engrandecimiento de la ecúmene como consecuencia de la colonización y de la apertura de nuevas rutas comerciales, al tiempo que afianzaba una visión optimista en la reivindicación de la Hélade, capaz de generar un espacio de seguridad frente al formidable mundo exterior. Igualmente creativo se manifestó en la descripción de huma­noides monstruosos, como los hombres con unas orejas tan enormes que podían cubrirse con ellas la cara, o aquellos otros que tenían cabeza de perro, los cino­céfalos, o los que carecían de ano, lo que los obligaba a tener una alimentación especial a base de leche y evacuaban vomitando, o los pigmeos -feos, chatos, peludos y con un grueso pene que les llega hasta los tobillos- de los que ya se tenía noticia a través del Egipto faraónico y que parecen haberse desplazado a Asia por el arbitrio del autor. Tanto antes, en Homero, como con posterioridad los pigmeos se habían hecho famosos por sus combates con las grullas, tema recurrente en la musivaria romana. También Ctesias da a conocer hombres con una sola pierna, u otros con ocho dedos en cada mano. En cualquier caso, las anomalías recogidas por los distintos autores se justificaban en gran medida por la proximidad de la India al sol. No en vano aparecía por allí, de modo que la gente sufría quemaduras que obligaban a la intervención de los dioses que enfriaban el aire durante la celebración de sus ceremonias. El sol era, asimismo, responsable del desmesurado tamaño de los animales.


Durante la época imperial romana, la India mantuvo ese halo de tierra de­positaria de todas las clases de mirabilia. Desde luego, la fama de esta India exuberante y bestial arraigó profundamente y sería incrementada tras la campa­ña de Alejandro, lo que contribuye al éxito enorme que esta tradición mantiene en época medieval, tal y como estudió Rudolf Wittkower. Megástenes sería en buena medida responsable de la persistencia de las tradiciones fabulísticas, pues en su tratado perdido sobre la India se recogen no sólo las viejas historietas, sino que se incrementan con otras de su propia cosecha. Megástenes viajó a la India en torno al año 300 a.C. enviado por Seleuco Nicátor, el diádoco que se quedó con la parte asiática del Imperio de Alejandro Estrabón, en época de Augusto, aún reconociendo el carácter fabulador de Megástenes, se sirve de su obra para componer la parte de la India que aparece en el Libro II de su Geografía. Allí se mencionan, por ejemplo, los hombres sin nariz, los pigmeos que luchan contra las grullas, los panotios, aquellos que tienen orejas tan grandes que se tapan con ellas para dormir, los opistodáctilos que tienen los pies al revés, los ástomos que carecen de boca porque se alimentan con el olfato.


Hombres con un solo y enorme pie y un coromanda



A estos datos agrega otros nuevos Pomponio Mela, autor de una Chorogra­phia, es decir, una descripción de la tierra, en época del emperador Claudio, que se hace eco de todos los pueblos extraordinarios y menciona dónde se encuen­tran los animales mitológicos, como el ave Fénix, los lycaones, las esfinges, los pegasos o los grifos, aunque introduce una nota de escepticismo en su descrip­ción. Por cierto, recientemente se ha publicado un libro de extraordi­nario interés en el que se recogen los textos literarios en los que se proporciona información sobre restos óseos gigantescos, a partir de los cuales se podrían ha­ber originado algunos mitos vinculados con animales fantásticos; en efecto, son de enorme relevancia las descripciones de huesos petrificados que suscitaron el interés y la admiración de sus observadores en la Antigüedad. Aunque la Cho­rographia del autor hispano fue muy usada por otros escritores latinos, como Quinto Curcio, Plinio el Viejo o Tácito, apenas tuvo repercusión en la Edad Me­dia, pues sólo se multiplican los manuscritos a partir del siglo XV.


Más repercusión que Mela tuvo la Historia Natural de Plinio, treinta y siete libros en los que de forma no sistemática se recoge buena parte de los saberes de la época. A él se debe la mejor colección de animales y plantas extravagantes. En el libro séptimo describe la raza humana y siguiendo las informaciones de Ctesias, Megástenes, Aristóteles y Onesícrito entre otras fuentes, se refiere de nuevo a los opistodáctilos, a los cinocéfalos, los blemies que tienen la cara en el pecho o los coromandas, tomados de un autor griego, por lo demás desconocido, de nombre Taurón que habría compuesto un tratado fabulístico sobre la India. Estos coromandas eran un pueblo que habitaba los bosques y que en lugar de comunicarse mediante palabras emitían unos alaridos terroríficos; sus cuerpos estaban completamente cubiertos de vello, tenían los ojos blancos y dientes como los de los perros.


En el sur, Egipto no fue objeto de tantas fantasías, quizá porque la presencia griega en el territorio nilótico fue más continua y por ello el imaginario situó en límites más meridionales la presencia de gentes y animales exóticos. Probablemente uno de los topoi más recurrentes son los trogloditas, los habitantes de cuevas, enmarcados en un modelo antropológico preestablecido en el que se destaca su rudimentaria sencillez, su integridad, su desprecio por los bienes materiales y cuantos estereotipos corresponden al “buen salvaje”. Al parecer, la primera mención que de ellos se hace está en la información proporcionada por el ya mencionado Escílax de Carianda, a finales del siglo VI, el cual sitúa a este pueblo rudimentario en las costas del mar Rojo, creando así un lugar común que encontramos reiteradamente reproducido en la literatura de viaje. Heródoto, en el siglo V, menciona a los etíopes trogloditas, pero será Agatárquides de Cnido, a mediados del siglo II a.C., el mejor ejemplo de esta imagen heredada de Nubia y de las orillas meridionales del mar Rojo. En la región de Libia había fama de que unos seres monstruosos de aspecto femenino y crueldad extrema llegaban hasta las Sirtes; aterrorizaban con la mirada a sus víctimas que queda­ban hechizadas, como si de verdaderas gorgonas se tratara. Así las describe ya en época imperial Dion de Prusa.


Las regiones del norte fueron menos proclives a suscitar la imaginación de los griegos, al margen de los famosos hiperbóreos, un pueblo que abarca todas las regiones septentrionales desconocidas al que no se atribuye ninguna cuali­dad especial, si no es su carácter beatífico según Hecateo de Abdera que redactó un Tratado sobre los hiperbóreos a finales del siglo IV a.C. y del que sólo sabemos por una referencia de Diodoro Sículo. Mucho antes, en época arcaica, Aristeas de Proconeso había escrito un poema épico cuyo tema era el viaje al confín septentrional de la ecúmene, donde se localizan los arimaspeos, cuya singularidad más notoria es que sólo tienen un ojo, como los cíclopes, pero a diferencia de éstos tienen numerosos rebaños y su aspecto es agraciado, pues son los más robustos de todos los hombres; junto a ellos, naturalmente, los gri­fos protectores del oro y, mucho más al norte, ya se encuentran los hiperbóreos, de felicísima vida, según el relato transmitido por Heródoto (4.13-16) en el que sigue a Aristeas. No tan lejos, en los límites inmediatos de la Hélade hay otro pueblo sorprendente, las amazonas, las mujeres guerreras que viven sin varones y que son indómitas. Sin embargo, el último héroe griego, el gran Alejandro será capaz de doblegar, no ya por la fuerza, sino por sus encantos, a la reina de las amazonas, Talestris, que permanece junto a él durante trece días y sus respecti­vas noches con la intención de engendrar un hijo.


El grifo


El Occidente también era sobradamente conocido desde tiempos remotos. Al inicio de la presencia griega, a finales del siglo VII, se reubicaron en la Penín­sula Ibérica algunos de los espacios míticos, en especial los correspondientes al ciclo heracleo y Tántalo, es decir, el descenso al Hades y el mundo de la muerte, pues era allí por donde se ocultaba el sol. En el juego de contrarios, Iberia era lo opuesto a la India, pero al ser menos desconocida resultaba más difícil localizar en ella fenómenos maravillosos ya en época helenística. Sin embargo, más allá de la tierra occidental estaba el Océano inmenso capaz de albergar incontrasta­bles fantasías. Cualquier circunstancia es adecuada para introducir un elemento extraordinario que le confiera una dimensión sobrecogedora y espectacular al relato. 


Un ejemplo singular se encuentra en un insólito documento, el denominado Periplo de Hanón. Se trata de la traducción griega del relato de un viaje reali­zado por un general cartaginés allá por el año 500 a.C. con la misión de fundar colonias en el litoral atlántico del norte de África y explorar la riqueza de sus costas. Sólo se conserva un manuscrito, el llamado de Heidelberg, con el texto griego que presume ser una traducción de un original epigráfico cartaginés. Que no se trata de una invención medieval se sabe porque en la Antigüedad este re­lato era conocido, pues aparece reflejado en numerosas obras al menos desde el siglo II a.C. Por otra parte, la historicidad del viaje ha sido puesta en duda reiteradamente, pero para nuestro propósito actual lo importante es constatar cómo en la literatura periplea griega cabían unos seres monstruosos con los que se toparía Hanón al final de su viaje. Por dos veces se mencionan gentes salvajes, con los que la tarea del intérprete se hace inútil. En el segundo caso, se hace referencia a los habitantes de una isla cuyas mujeres eran muy velludas, a las que denominaron “gorilas”. Algunas fueron cazadas y sus pieles colgadas en la empalizada defensiva del campamento, según un relato en el que se entremezcla el horror de lo monstruoso con el miedo generado por las visiones nocturnas.


Y si los pueblos situados en las costas son susceptibles de albergar la alteri­dad más espantosa, el propio Océano es depósito excepcional de seres imagi­narios. Un viejo periplo de probable origen fenicio, pero del que sólo tenemos conocimiento por un extenso poema geográfico del siglo IV d.C., la afamada obra de Avieno, Ora Maritima (Las orillas del mar), alude al viaje de un nave­gante cartaginés, Himilcón, que habría emprendido su viaje exploratorio de la costa atlántica europea al mismo tiempo que Hanón exploraba la africana. A él hace también referencia el naturalista Plinio, que ofrece datos adicionales de interés para el viaje realizado. Pues bien, este Himilcón atribuye al Océano peculiaridades temibles, como la existencia de extensiones enormes de plantas que impiden el avance de los barcos, la ausencia de vientos y los consabidos monstruos marinos. El Océano hervía al ponerse el sol y los vapores resultantes hacían asimis­mo imposible que los marineros se acercaran a observar el portento diario del sol engullido por las aguas. En tales circunstancias no puede extrañar que se fraguara un zoológico monstruoso en aquellas aguas que, como indica Paus­anias, en torno al año 100 a.C., albergaba animales desconocidos en los otros mares. La fama de estas aguas como reservorio de animales imaginarios reaparece en un autor serio y poco dado a las fantasías de antaño. Me refiero, naturalmente, a Tácito, quien en los Anales, al hablar de la campaña del año 16 d.C. en las costas de Germania menciona la existencia de aves inau­ditas, de monstruosos animales marinos, de híbridos mitad humanos mitad animales, que habían sido vistos por los soldados supervivientes. En cualquier caso, el mar fue constante fuente de inspiración para la creación y localización de seres sobrenaturales.


En la transmisión de los conocimientos fabulados de la Antigüedad al Me­dievo desempeña un papel importantísimo la Vida de Apolonio de Tiana redac­tada por Filóstrato ya en el siglo III. Apolonio viaja por todo el orbe y en su recorrido va reviviendo todo el universo imaginario construido por la fantasía grecolatina desde la época arcaica. Los grifos custodios de las montañas del oro, los asnos unicornios, los pigmeos, los cinocéfalos, como elementos más notorios del consabido repertorio, es decir, un verdadero viaje literario como indica Gómez Espelosín. Y, cómo no, la famosa novela de Alejandro, atribui­da falsamente a Calístenes que había acompañado al conquistador macedonio. En realidad se trata de una obra de ficción de época romana, pero que usa un relato helenístico, en la que se da cabida a toda la fantasía generada en torno a Alejandro. No sólo recoge cuanto ayuda a la creación del mito, sino que se hace eco de todas las extravagancias imaginables: Alejandro atraviesa un país cuyos habitantes tienen un tamaño gigantesco con el cuerpo esférico y la cara de león, mientras que otros no tienen vello en todo el cuerpo. En otro lugar vio a un hom­bre completamente velludo que ladraba como un perro, pájaros que al tocarlos despedían fuego, asnos de seis ojos, hombres sin cabeza pero con rostro en el pecho, aves de rostro humano. Esta novela tuvo un éxito extraordinario y se ex­pande por el mundo medieval en el que constituye una de las más importantes fuentes de inspiración para los bestiarios medievales, el primero de los cuales es El Fisiólogo.






Tomado de:
ALVAR EZQUERRA, Jaime (2010): "La construcción del imaginario en la antigüedad: las criaturas de la noche" En: Revista ARYS n° 8. Universidad Carlos III de Madrid, 2009-2010.