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03 noviembre 2018

Fotografiar al natural. H.Cartier Bresson



Fotografiar al natural
L'imaginaire d'apres nature

Henri Cartier-Bresson.


El reportaje es una operación progresiva de la mente, del ojo y del corazón para expresar un problema, para fijar un acontecimiento o impresiones sueltas. Un acontecimiento tiene una riqueza tal que uno le va dando vueltas mientras se desarrolla. Se busca la solución. A veces se halla al cabo de unos segundos, otras se requieren horas o días; no existe la solución estándar; no hay recetas, hay que estar preparado como en el tenis. La realidad nos ofrece tal abundancia que hay que cortar del natural, simplificar, aunque ¿se corta siempre lo que se debe? Es necesario adquirir, con el propio trabajo, la conciencia de lo que uno hace. A veces, se tiene la sensación de que se ha tomado la fotografía más fuerte y, sin embargo, sigue uno fotografiando, incapaz de prever con certeza cómo seguirá desarrollándose el acontecimiento. Mientras tanto, evitaremos ametrallar, fotografiando deprisa y maquinalmente, para no sobrecargarnos con esbozos inútiles que atestan la memoria y perjudican la nitidez del conjunto.

La memoria es muy importante, memoria de cada fotografía que, al galope, hemos tomado al mismo ritmo que el acontecimiento; durante el trabajo tenemos que estar seguros de que no hemos dejado agujeros, de que lo hemos expresado todo, puesto que luego será demasiado tarde, no podremos recuperar el acontecimiento a contrapelo.


Para nosotros, existen pues dos selecciones y, por lo tanto, dos reproches posibles; uno cuando nos enfrentamos a la realidad con el visor, otro, cuando las imágenes están reveladas y fijadas y se ve uno en la obligación de separar aquellas que, aunque justas, son también las menos fuertes. Cuando es demasiado tarde, se sabe exactamente por qué se ha fallado. A menudo, durante el trabajo, una duda, una ruptura física con el acontecimiento nos crea la sensación de que no hemos tenido en cuenta tal detalle en el conjunto; otras veces, con bastante frecuencia, el ojo se ha dejado ir con indolencia, la mirada se ha vuelto vaga. Es suficiente.


En cada uno de nosotros es nuestro ojo el que inaugura el espacio que va ampliándose hasta el infinito, espacio presente que nos impresiona con mayor o menor intensidad y que se encerrará rápidamente en nuestros recuerdos y se modificará en ellos. De todos los medios de expresión, la fotografía es el único que fija el instante preciso. Jugamos con cosas que desaparecen y que, una vez desaparecidas, es imposible revivir. No se puede retocar el tema; como mucho se puede hacer una selección de imágenes para la presentación del reportaje. El escritor dispone de tiempo para reflexionar antes de que la palabra se forme, antes de plasmarla en el papel; puede enlazar varios elementos. Hay un periodo en que el cerebro olvida, una fase de asentamiento. Para nosotros, lo que desaparece, desaparece para siempre jamás: de ahí nuestra angustia y también la originalidad esencial de nuestro oficio. No podemos rehacer nuestro trabajo una vez que hemos regresado al hotel. Nuestra tarea consiste en observar la realidad con la ayuda de ese cuaderno de croquis que es nuestra cámara; fijar la realidad pero no manipularla ni durante la toma, ni en el laboratorio jugando a las cocinitas. Quien tiene ojo repara fácilmente en esos trucajes.


En un reportaje fotográfico llega uno a contar los disparos, un poco como un árbitro y, fatalmente, se convierte en un intruso. Es preciso, pues, aproximarse al tema de puntillas, aunque se trate de una naturaleza muerta. Sigiloso como un gato, pero ojo avizor. Sin atropellos, «sin levantar la liebre». Naturalmente, nada de fotos de magnesio, por respeto a la luz, aunque esté ausente. De lo contrario, el fotógrafo se convierte en un ser insoportablemente agresivo. 


Este oficio depende tanto de las relaciones que establecemos con la gente, que una palabra puede estropearlo todo, y hacer que todas las puertas se cierren. Tampoco en esto hay un único sistema, lo mejor que puedes hacer es que te olviden, al fotógrafo y a la cámara que es siempre demasiado visible. Las reacciones son muy distintas según el país y el medio; en Oriente, un fotógrafo impaciente o apresurado se pone en ridículo, lo que es irremediable. Si alguna vez nos vencen las prisas, o alguien ha reparado en tu cámara, basta con olvidar la fotografía y dejar, amablemente, que los niños se reúnan a tu alrededor.





El tema se impone. Y puesto que hay temas tanto en lo que ocurre en el mundo como en nuestro universo personal, basta con ser lúcido respecto a lo que ocurre y ser honesto respecto a lo que uno siente. En definitiva, basta con situarse en relación a lo que se percibe. El tema no consiste en recolectar hechos, ya que los hechos por sí mismos no ofrecen interés alguno. Lo importante es escoger entre ellos; captar el hecho verdadero con relación a la realidad profunda.

En fotografía, lo más pequeño puede constituir un gran tema, un pequeño detalle humano convertirse en un leit-motiv. Vemos, y hacemos ver, en esta especie de testimonio, el mundo que nos rodea, y es el acontecimiento, a partir de su misma función, lo que provoca el ritmo orgánico de las formas. En cuanto a la manera de expresarse, hay mil y una maneras de destilar lo que nos ha seducido. Dejemos pues a lo inefable toda su frescura, y no volvamos a hablar de ello…


Existe un territorio que la pintura ya no explota, el retrato, y algunos dicen que la fotografía es la causa de ello; de todos modos, la fotografía lo ha recuperado en parte, en forma de ilustraciones. Pero no debemos achacarle a la fotografía el que los pintores hayan abandonado uno de sus grandes temas. La levita, el quepis, el caballo, repelen en estos momentos al más académico de los pintores que se sentirá estrangulado por todos los botones de las polainas de Meissonier. Nosotros los aceptamos, tal vez porque nuestra obra es menos permanente que la de los pintores; ¿por qué deberían molestarnos? Más bien nos divierten, ya que, a través de nuestra cámara, aceptamos la vida en toda su realidad. La gente anhela perpetuarse en su retrato y le tiende su perfil a la posteridad; este deseo a menudo está entreverado de un cierto temor mágico: este deseo nos justifica.


Uno de los aspectos más emotivos de los retratos consiste en intentar hallar similitudes entre los hombres que se representan, de encontrar elementos de continuidad en todo lo que describe su medio; en un álbum de familia, confundir al tío con el sobrino. Pero, si el fotógrafo puede captar el reflejo de un mundo, tanto exterior como interior, es porque las gentes están «en situación», como se suele decir en el lenguaje teatral. El fotógrafo, pues, deberá respetar el ambiente, integrar el hábitat que describe el medio, evitar sobre todo el artificio que mata la verdad humana y conseguir, también, que se olvide la cámara y el que la manipula. El material complicado y los proyectores impiden, en mi opinión, que «salga el pajarito». ¿Hay algo más fugaz que una expresión en un rostro? La primera impresión que da ese rostro suele ser muy justa, y si bien se enriquece a medida que frecuentamos a la persona, se hace cada vez más complicado poder expresar su naturaleza profunda a medida que adquirimos un conocimiento más íntimo de ella. Considero que es bastante peligroso ser retratista cuando se trabaja por encargo para determinados clientes ya que, aparte de algunos mecenas, todo el mundo quiere quedar favorecido, y se pierden los vestigios de lo verdadero. Los clientes desconfían de la objetividad de la cámara mientras que el fotógrafo busca la agudeza psicológica; el encuentro entre estos dos reflejos hace que se genere un cierto parentesco entre todos los retratos de un mismo fotógrafo: una semejanza que surge de la relación que se establece entre las personas retratadas y la estructura psicológica del mismo fotógrafo. La armonía se encuentra en la búsqueda del equilibrio a través de la asimetría propia de cada rostro, lo que evita tanto la suavidad excesiva como lo grotesco.


Al artificio de determinados retratos, prefiero, con mucho, esas pequeñas fotografías de identidad que se aprietan, unas contra otras, en los escaparates de los fotógrafos de estudio. Siempre cabe la posibilidad de descubrir en estos rostros una identidad documental, a falta de la identificación poética que uno esperaría obtener.





Para que un tema posea toda su identidad, las relaciones de forma deben estar rigurosamente establecidas. Se debe colocar la cámara en el espacio en relación al objeto, y ahí es donde empieza el gran dominio de la composición. La fotografía es para mí el reconocimiento en la realidad de un ritmo de superficies, líneas o valores; el ojo recorta el tema y la cámara no tiene más que hacer su trabajo, que consiste en imprimir en la película la decisión del ojo. Una foto se ve en su totalidad, de una vez como un cuadro; la composición es en ella una coalición simultánea, la coordinación orgánica de elementos visuales. No se compone gratuitamente, se precisa, de entrada, tener la necesidad de ello y no se puede separar el fondo de la forma. En fotografía, hay una plástica nueva, función de líneas instantáneas; trabajamos en el movimiento, una especie de presentimiento de la vida, y la fotografía tiene que atrapar en el movimiento el equilibrio expresivo.

Nuestro ojo debe medir constantemente, evaluar. Modificamos las perspectivas mediante una ligera flexión de las rodillas, provocamos coincidencias de líneas mediante un sencillo desplazamiento de la cabeza de una fracción de milímetro, pero todo esto, que sólo se puede hacer con la rapidez de un reflejo, nos evita, afortunadamente, la pretensión de hacer «Arte». Se compone casi al mismo tiempo en que se aprieta el  disparador y, al colocar la cámara más o menos lejos del tema, dibujamos el detalle, lo subordinamos, o por el contrario, nos dejamos tiranizar por él. En ocasiones, insatisfechos, quedamos atrapados, esperando que ocurra alguna cosa; a veces se rompe todo y no habrá foto, pero si, por ejemplo, de repente alguien cruza ese espacio, seguimos su trayectoria a través del cuadro del visor, esperamos, esperamos… disparamos, y nos vamos con la sensación de haber obtenido algo. Después, podremos entretenernos trazando la media proporcional en la foto o alguna otra figura, y comprendemos que disparando en ese preciso instante, hemos fijado, instintivamente, los lugares geométricos precisos sin los que la foto sería amorfa y carente de vida. La composición tiene que ser una de nuestras preocupaciones constantes, pero en el momento de fotografiar no puede ser más que intuitiva, ya que nos enfrentamos a instantes fugitivos en que las relaciones son móviles. Para aplicar la relación de la «sección áurea», el compás del fotógrafo no puede estar más que en su ojo. Ni que decir tiene que todo análisis geométrico, toda reducción a un esquema, sólo puede producirse cuando ya está hecha la foto, cuando está revelada, cuando hemos sacado copia y no sirve más que de materia de reflexión. Espero que no llegue el día en que se vendan los esquemas grabados sobre cristales pulidos. La elección del formato de la cámara juega un papel determinante en la expresión del tema; el formato cuadrado tiende a ser estático por la similitud de sus lados; por algo será que, no hay lienzos cuadrados. Si recortamos, aunque sea un poco, una buena foto, destruimos fatalmente este juego de proporciones y, por otra parte, es muy raro que una composición cuya toma es floja pueda salvarse buscando la manera de recomponerla en el cuarto oscuro; al recortar el negativo en la ampliadora, se pierde la integridad de la visión. A menudo oímos hablar «de los ángulos de toma de vistas» cuando los únicos ángulos que existen son los ángulos de la geometría de la composición. Son los únicos ángulos válidos y no los que consigue el tipo que se tumba en el suelo para «obtener efectos» u otras extravagancias. 









Tomado de:
CARTIER-BRESSON, H. (2003): Fotografiar al natural. G gili. p. 10-15.

30 diciembre 2013

El valor de las apariencias. Susan Sontag








El valor de las apariencias


Susan Sontag



Es común entre quienes han vislumbrado algo bello la expresión de pesadumbre por no haber podido fotografiarlo. La cámara ha tenido tanto éxito en su función de embellecer el mundo, que las fotografías, mas que el mundo, se han convertido en la medida de lo bello. Orgullosos anfitriones  bien pueden presentar fotografías de sus casa para mostrar a los visitantes lo esplendida que es en verdad. Aprendemos a vernos fotográficamente: tenerse por atractivo es, precisamente, juzgar que se saldría bien en una fotografía. Las fotografías crean lo bello y lo desgastan. Algunos esplendores de la naturaleza, por ejemplo, se han abandonado del todo a las infatigables atenciones de los entusiastas aficionados a la cámara. A los saciados de imágenes es probable que las puestas de sol les parezcan sensibleras; se parecen ya demasiado, ay, a fotografías.


Muchas personas se inquietan cuando están por ser fotografiadas: no porque teman, como los primitivos, un ultraje, sino porque temen la reprobación de la cámara. quieren la imagen idealizada: una fotografía donde luzcan mejor que nunca. Se sienten reprendidas cuando cuando la cámara no les devuelve una imagen mas atractiva de lo que son en realidad. Pero pocos tienen la suerte de ser "fotogénicos" , o sea, de lucir mejor en fotografías que en la vida real. Que las fotografías sean a menudo elogiadas por su veracidad, su honradez, indica que la mayor parte de las fotografías, desde luego, no son veraces.


Las consecuencias de la mentira deben ser mas centrales para la fotografía de lo que nunca serán para la pintura, pues las imágenes planas y rectangulares de las fotografías ostentan una pretensión de verdad que jamas podrían reclamar las pinturas. Una pintura fraudulenta (cuya atribución es falsa) falsifica la historia del arte. Una fotografía fraudulenta (que ha sido retocada o adulterada) falsifica la realidad. La historia de la fotografía podría recapitularse como la pugna de dos imperativos diferentes: el embellecimiento que viene de las bellas artes, y la veracidad, que sólo se estima mediante una noción de verdad al margen de los valores, legado de las ciencias, sino mediante un ideal moralizado de la veracidad, adaptado de los modelos literarios del siglo XIX y de la (entonces) nueva profesión del periodismo independiente. Se suponía que el fotógrafo , como el novelista prerromántico y el reportero, iba a desenmascarar la hipocresía y combatir la ignorancia. 


Desnudo de Edward Weston


Liberados de la necesidad de restringir sus opciones (como los pintores) en cuanto a las imágenes que merecía la pena contemplar, a causa de la rapidez con que las cámaras registraban todo, los fotógrafos transformaron la visión en un nuevo tipo de proyecto: como si la propia visión, cultivada con suficiente avidez y resolución, pudiera en verdad conciliar las exigencias de la verdad con la necesidad de encontrar bello el mundo. Objeto antes admirado por su capacidad para verter fielmente la realidad y también despreciado por su grosera exactitud, la cámara ha terminado por promover enérgicamente el valor de la apariencias. Las apariencias tal como las registra la cámara. Las fotografía no se limitan a verter la realidad de modo realista. Es la realidad la que se somete a escrutinio y evaluación según su fidelidad a las fotografías.


Los primeros fotógrafos hablaban como si la cámara fuera una copiadora; como si cuando una persona opera un cámara , fuera la cámara la que ve. El fotógrafo era tenido por un observador agudo pero imparcial: un escriba, un poeta. Pero como la gente pronto descubrió que nadie retrata lo mismo de la misma manera , la suposición de que las cámaras procuran una imagen objetiva e imparcial cedió ante el hecho de que las fotografías no sólo evidencian lo que hay allí sino lo que un individuo ve, no son sólo un registro sino una evaluación del mundo. 


Retrato de Gaspar Nadar



Aunque la mayoría de la gente meramente secunda las ideas recibidas de lo bello cuando hace fotografías, los profesionales ambiciosos suelen pensar que la desafían. De acuerdo con los héroes de la modernidad como Weston, la aventura del fotógrafo es elitista, profética, subversiva, reveladora. Los fotógrafos manifiestan estar efectuando una tarea blakeana de depurar los sentidos, "revelando a otros el mundo viviente que los rodea, mostrándoles lo que sus propios ojos ciegos habían pasado por alto".



La visión fotográfica, cuando se examinan sus pretensiones, consiste sobre todo en la práctica de una especie de visión disociativa, un habito subjetivo que se afianza en las discrepancias objetivas entre el modo en que la cámara y el ojo humano enfocan y juzgan la perspectiva. Tales discrepancias no pasaron inadvertidas para el público en los primeros tiempos de la fotografía. Una vez que se acostumbro a pensar en términos fotográficos, la gente dejo de hablar de distorsión fotográfica, como se denominaba. Así, uno de los éxitos peremnes de la fotografía ha sido su estrategia de transformar seres humanos en cosas y cosas en seres humanos. Los pimientos que Weston fotografió en 1929 y 1930 tienen un voluptuosidad infrecuentes en sus desnudos femeninos. 



Para Weston, la belleza misma era subversiva, y la gente que se escandalizaba ante sus ambiciosos desnudos parecía corroborarlo. Ahora los fotógrafos propenden mas a enfatizar la llana humanidad de sus revelaciones . Aunque no han cesado de buscar la belleza, ya no se piensa que la fotografía propicia una revelación psíquica bajo la égida de lo bello. Los modernistas ambiciosos como Weston y Cartier-Bresson, que entienden la fotografía como una manera genuinamente nueva de ver (precisa, inteligente, incluso científica), han sido desafiados por fotógrafos de una generación posterior, como Robert Frank, que quieren una cámara no incisiva sino democrática, que no se proclaman adalides de una nueva visión.


Jacob Riis, hoscos y difusos habitantes de Nueva York



En la medida en que la fotografía sí arranca los envoltorios secos de la visión habitual, crea otro habito de visión: intenso y desapasionado, solicito y distante a la vez; hechizado por el detalle insignificante, adicto a la incongruencia. Pero la visión fotográfica debe ser renovada constantemente con nuevos choques, ya por el tema o la técnica, para dar la impresión de infligir la visión ordinaria. Pues la visión, puesta en jaque por las revelaciones de la fotografía, tiende a adecuarse a las fotografías. Lo que antes sólo veía un ojo muy inteligente ahora lo puede ver cualquiera.


Así como los ideales formalistas de la belleza perecen, en perspectiva, vinculados con un determinado talante histórico, el optimismo acerca de la época moderna (la nueva visión, la nueva era), el declive de las pautas de pureza fotográfica representadas por Weston y la escuela de la Bauhaus  ha acompañado la desilusión moral experimentada en los recientes decenios. en el actual talante histórico, la noción formalista de la belleza tiene cada vez menos sentido. Han adquirido prominencia modelos de la belleza más oscuros y incircunscriptos a su tiempo., lo cual ha inspirado una revaloración de la fotografía del pasado; y, en una aparente revuelta contra lo Bello, las generaciones recientes de fotógrafos prefieren mostrar el desorden, destilar una anécdota antes de aislar una forma simplificada, en ultima instancia tranquilizadora. Pero a pesar de las manifiestas pretensiones de una fotografía indiscreta, improvisada, con frecuencia cruda, de revelar la verdad y no la belleza, la fotografía todavía embellece. En efecto, el triunfo más perdurable de la fotografía ha sido su aptitud para descubrir la belleza en lo humilde, lo inane, lo decrépito. En el peor de los casos, lo real tiene un pathos. Y ese pathos es la belleza.


La fuerza de una fotografía reside en que preserva abiertos al escrutinio instantes que el flujo normal del tiempo reemplaza inmediatamente. Este congelamiento del tiempo -la insolente y conmovedora rigidez de la fotografía- ha producido cánones de belleza nuevos y mas excluyentes. Pero las verdades que se pueden representar en un momento disociado, por muy significativo y decisivo que sea, tienen una relación muy restringida con las necesidades de la comprensión. contrariamente a lo que proponen las declaraciones del humanismo a favor de la fotografía, la capacidad de la cámara para transformar la realidad en algo bello deriva de su relativa debilidad de como medio para comunicar la verdad. 



















Tomado de:
SONTAG, Susan (2006): Sobre la fotografía. Bs. As. Alfaguara, pp. 125-160.

10 abril 2013

El encanto fotográfico. Joseph M. Catala Doménech



El encanto fotográfico

Joseph M. Catàla Doménech



Es muy probable que las primeras fotografías causaran una impresión un tanto fantasmagórica y que, a los ojos de aquellos que estuvieran acostumbrados a contemplar un buen dibujo o una buena pintura, parecieran un poco deslucidas. Pero de lo que no cabía ninguna duda era de su fidelidad. La intervención de una máquina -de la técnica- en su elaboración alteraba básicamente la ley enunciada más arriba, en el sentido de que transmutaba su realismo básico no en un escepticismo ingenuo, como ocurría con la pintura o el dibujo, sino en la agudización de una fe no menos pueril. Es precisamente la producción, o reproducción, mecánica de la realidad que se ejecuta con la fotografía la que le otorga a ésta su sensación de identidad con lo real. El hecho de que las fotografías fueran realizadas por una máquina las convertía, a los ojos de los contemporáneos, en algo diferente de las otras formas de representación, hacía que fueran contempladas con cierto respeto. Las fotografías no eran más informativas que un dibujo de Doré o de Daumier (los cuales, indudablemente, contenían mucha más información que ciertas fotografia primitivas), pero tenían sobre éstos la ventaja de que se las consideraba reales, un sencillo pero admirable pedazo de realidad fijado para siempre.


Debió ser sin duda esta característica fue la realidad se pudiera fijar sobre un pedazo de papel, es decir, que se pudiera trascender el flujo del tiempo, lo que hizo de las tempranas fotografías algo tan peculiar. Pero creer que esto es posible, que la complejidad de la vida puede ser abstraída de su constante flujo y conservada sobre una superficie bidimensional, es creer también que la realidad no es otra cosa que su imagen. Y esto es a lo que puede conducir el empiricismo ingenuo, lo que a la postre implican las ideas de Hobbes y Bacon acerca de la visión. Y lo que vino a proclamar Bergson a las puertas mismas de nuestra era. Si nuestro cerebro funciona por medio de datos procesados por los sentidos, y creemos que estas impresiones sensuales constituyen el mundo real, no podemos hacer otra cosa que considerar que este mundo real (real solamente para aquellos cuyos sentidos funcionen de forma similar) y sus imágenes que a través del ojo alcanzan el cerebro son completamente equivalentes. Es más, la imagen mental tiene que ser más subjetivamente real, puesto que parece ser más indudablemente nuestra.


La aparente confusión entre estos dos niveles de realidad, igual que la confusión entre los dos niveles de imaginería -mental y física- corresponde precisamente al giro final que ha tomado la postmodernidad después del largo proceso que empezó con la fotografia.


Es la misma existencia de la memoria lo que ocasiona el miedo a olvidar: la habilidad de recordar algo nos hace conscientes de la imposibilidad de recordarlo todo. Y puesto que la memoria es tan extremadamente frágil, se ha buscado siempre alguna ayuda artificial para la misma. La escritura, las artes y técnicas representacionales, el arte específico de la memoria y finalmente la fotografía, son algunas de estas ayudas, implícitas o explícitas.


Aunque no resultaría excesivamente arriesgado interpretar en general la historia de la evolución cultural como una lucha humana contra el olvido, hay que tener en cuenta que no todos los mecanismos concebidos, desde el arte a la escritura, han tenido o tienen el mismo efecto ni actúan al mismo nivel. Las imágenes, por ejemplo, poseen un relación más cercana con la memoria y con la estructura general de nuestra mente y por lo tanto, cualquier medio que se valga de ellas se encontrará en más directa conexión con la memoria. No creo que sea éste el momento de dilucidar si recordamos mediante imágenes o si lo hacemos por medio de conceptos, pues una disputa de este tipo puede llegar a ser tan inútil como intentar esclarecer si soñamos en blanco y negro o lo hacemos en color. Creo que lo acertado es convenir que si bien nuestro pensamiento aún se encuentra organizado principalmente por una estructura lingüística -la escritura-, la memoria trabaja primariamente por medio de imágenes. Así como una ordenador guarda la información en sus unidades de memoria, codificada según cierto lenguaje, pero luego cuando la extrae de esa memoria y la muestra en la pantalla del monitor, esta información se convierte en imagen (porque aparece dentro de un recuadro y porque se puede modificar espacialmente, entre otras razones), nuestra memoria actúa a la inversa: ofrece imágenes a un pensamiento que las procesa mediante una estructura lingüística. Pero cada vez más, ayudado por la internalización del encuadre televisivo, nuestro pensamiento va adoptando mecanismos formalmente parecidos a los del ordenador, con lo que se va aproximando paulatinamente a una situación en que memoria y pensamiento se confunden. De esta confusión surge un recuerdo débil teñido de actualidad y un pensamiento igualmente débil que se diluye en su propia inmediatez. El encuadre, un encuadre virtual, enmarca este pensamiento altamente fluido e imaginativo.


El marco o encuadre ha constituido en la tradición de la imaginería occidental el locus de la representación figurativa, incluso cuando no estaba explícitamente presente, como en el caso de los murales o incluso de la página escrita. Podría decirse que, en cierta forma, el proceso de fragmentación que han sufrido las imágenes a partir de la fotografía constituye un intento de escapar a esta supuesta esclavitud, pero el marco, a pesar de la creciente intensidad de las fragmentaciones, aún domina la existencia de la imagen, hasta tal punto que, como veremos más adelante, ha acabado por erigirse no solamente en fundamento de la misma, sino en su territorio ontológico: es la presencia del marco alrededor de la imagen lo que permite la existencia de la misma, es decir, que es el espacio delimitado, y creado, por el marco lo que forma la imagen. En una palabra, la imagen es ese espacio. En principio, todo lo que esté fuera del marco queda excluido de la condición de imagen, pero lo cierto es que, por definición, nada existe fuera de un marco que lo envuelva. Incluso las representaciones mentales se producen siempre dentro de un marco, aunque este sea virtual. Para Sartre, una imagen (mental) "es un acto de conciencia irreductiblemente estructurado''. No parece posible pues la existencia de una imagen difusa, una imagen sin límites, por lo menos como tal imagen, no como una alucinación.


La fotografía materializa la historia.


Una fotografía constituye un tipo de imagen muy especial. Se trata de una imagen que reorganiza totalmente la relación entre imágenes y memoria. La fotografía materializa la historia, convierte la realidad en un objeto material, a la vez que, por el mismo proceso, rompe su continuidad. El tiempo se congela en el interior del marco; sigue existiendo pero adquiere características espaciales: se convierte en cíclico, en multidimensional.


La fotografía ha representado desde sus comienzos -y especialmente en sus comienzos- un proceso de adquisición de la realidad, un proceso por el que la persona se adueñaba -en el sentido literal del término- de la misma mediante su fraccionamiento en múltiples y diminutas porciones con las que se podía establecer un comercio. La posibilidad tan natural de ser dueño de los propios recuerdos llega a tener en el siglo XIX una connotación mercantil, en el sentido de que la propiedad privada lo es en tanto que es pública y por lo tanto sujeta a un intercambio comercial. Con la fotografía, los recuerdos, en lugar de estar almacenados en la mente -en lugar de ser subjetivos, personales, privados- pueden sostenerse con la mano frente a la mirada -son objetivos, intercambiables, públicos-. Estos recuerdos objetivados son incluso más reales que los sucesos que retratan, los cuales en ese momento en que contemplamos su fotografía, ya se han perdido en el pasado. La presencia de las fotografías origina un fenómeno doble: de un lado, genera una disposición a poseer tiempo, a acumularlo negativamente, pues se trata de tiempo muerto (o quizá la base del fenómeno se halle precisamente en creer que el tiempo puede seguir siendo incluso después de haber dejado de existir como continuo). Esta acumulación temporal ya revela una tendencia a situarse fuera del flujo del tiempo (así como a colocarse fuera de la realidad; solamente puede haber una disposición a adquirirla si se considera que hay una diferencia específica entre ella y el comprador, es decir, en el momento en que éste no se siente inmerso en ella, sino que la contempla -como con la vista- ante sí). Esta primera cara del fenómeno tiene, como he dicho, su contrapartida, pues querer poseer tiempo significa también una forma de luchar contra la muerte, representada, en este caso, por la pérdida de memoria. El paso del tiempo, su incesante huida fuera del alcance del aparente inmovilismo del Yo, lejos del ansia de posesión tan representativa del paradigma burgués, revela la fragilidad de la memoria como mecanismo de defensa. Crece la consciencia de que la memoria no puede mantener vivo todo lo que el tiempo arrastra (y esto sólo sucede cuando se ve pasar el tiempo, cuando éste transcurre -otra vez el mismo fenómeno- ante el espectador, en lugar de ser el espectador quien se produce gracias a su cauce). La externalización del tiempo produce una aguda confrontación con la volatilidad de la existencia; el ser se encuentra indefenso ante una vida -un tiempo- que se aleja de él, desvaneciéndose tan pronto como se crea bajo la forma de un escurridizo presente. Si tan sólo pudiera detener ese transcurrir enloquecido, podría vivir eternamente... Y de pronto, aparece un mecanismo que ofrece precisamente esto: la detención del tiempo. La fotografía parece ser, pues, el antídoto para una angustia que su propia presencia produce (o cuando menos, si no la produce directamente, es uno de los síntomas principales de aquel cúmulo de mecanismo sociales que la produjeron), a no ser por el hecho de que sus productos, las fotos, no formando ya parte de la propia estructura mental como lo eran los recuerdos memorísticos, si bien pueden interrumpir la continua conversión del presente en pasado, no dejan de recordar, e incluso de representar, la propia mortalidad. De esta forma, la fotografía se manifiesta como un truco mefistofélico: permite la inmortalidad perseguida, pero se la adjudica no a la persona sino a sus recuerdos, de cuya eternidad se desprenderá una perenne constancia de la propia condición efímera. Ahora ya no es el tiempo el que se aleja hacia el pasado, sino uno mismo el que se diluye ante la fijeza de la foto.


Desde esta perspectiva, podríamos contemplar el proceso de conversión de la fotografía en arte como una reacción ante esta interpretación de la misma. Al introducir arte en la imagen, se la hace también perecedera, indeterminada, se la convierte en sobrehumana, en el sentido de que se anula la relación directa que poseía con la memoria. El arte significa subjetividad y por lo tanto, abolición de la ruptura entre la realidad y el Yo que estaba en la base del fenómeno fotográfico. Introducir arte en una imagen puede considerarse una introducción, puesto que en su mayoría, las fotos artísticas lo son por un procedimiento de laboratorio, de una real introducción o superposición de técnicas y elementos en la imagen inicial- es una forma de engañar al diablo, una forma de entrar en el marco con la esperanza de vivir para siempre.


El cumple de la directora (2008) 
de Marcos López.

Pero no importa cuánto arte se le añada a las fotografías, que éstas siempre serán antes que nada un documento, o por lo menos esto es lo que constituían a los ojos de los tempranos consumidores de las mismas. Esta condición documental puede explicar por qué, en ese tiempo, fueron con tanta frecuencia y voluntariamente sometidas a un proceso que las hacía borrosas. Esta falta de nitidez se añadía no tanto para imitar la pintura, como se ha dicho, sino para borrar de las obras el estigma de documento, en un gesto desesperado de aquellos fotógrafos que realmente anhelaban ser considerados artistas. La relación del nuevo medio con la realidad -con la memoria del sujeto y con su propia subjetividad, debería decir- era tan fuerte que la fotografía no podía convertirse en arte por sí misma, sino que tenía que ser empujada hacia él. Esta suerte de esquizofrénica contradicción entre el arte y la realidad puede ser considerada una alegoría de la modernidad, a la vez que nos muestra su inherente idealismo. Vale la pena recalcar cuán ridículos parecen ahora aquellos forzados intentos de hacer foto-pintura (Drtikol, Polak), en los cuales el fotógrafo-artista organizaba sus personajes en imitación de pinturas clásicas, especialmente del Manierismo. Así, pues, aquello que consideramos perfectamente aceptable en un Tintoretto o incluso en un Delacroix (a los que podemos considerar pasados de moda, si queremos, pero nunca ridículos), no resiste nuestra mirada en una fotografia. Y esto se debe a que la fotografia siempre nos habla de la realidad de sus sujetos y por lo tanto, en ella captamos el ridículo -la calidad kitsch- no tanto en la imagen -el objeto artístico- como en el modelo -la realidad representada. Por ello, debido a esta inmanencia de la fotografia -en conexión con su relación primaria con el sujeto, no en cuanto a toda la fotografia como una entidad- las únicas formas de artistificación de la misma que han acabo aceptándose son o bien producto de una instantánea o al resultado de una manipulación en el proceso de revelado. En el primer caso, la calidad artística se obtiene por casualidad: el artista es sólo una presencia menguada, alguien que se encuentra en el lugar de forma aleatoria, como el mismo sujeto de la fotografía. Es más, el fotógrafo constituye una presencia -se supone que tiene que estar allí , justo hasta el instante en que se obtiene la fotografía, pero tiene que desvanecerse en el mismo momento en que el suceso se convierte en material fotográfico. En el segundo caso, el concepto de fotografía se difumina detrás del de pintura: el fotógrafo usa las fotografías para hacer pinturas. El estilo (irreal, expresionista) de la obra lo revela. Lo que vemos en las fotos de este tipo ya no es verdad puesto que lo que contemplamos tampoco es una fotografía.


La fotografía se encarga también de alimentar la visión de la historia como algo material, objetual, casi como una especie de cadena de momentos-objeto que pueden ser recogidos en un museo. Hasta la invención de la fotografía, el pasado era recuperado principalmente a través de la historia, una disciplina que puede ser considerada una rama de la narrativa. Pero la posibilidad de revivir el pasado -usualmente un pasado lejano- a través de las crónicas escritas, no era un obstáculo para que se manifestara la urgencia de poder detener el presente antes de que pudiera convertirse en sujeto histórico y por lo tanto, sólo posible de ser recuperado a través de la disciplina histórica. Y esto fue intentado, entre otros mecanismos ya mencionados, por medio de la conservación de objetos, de reliquias o fetiches del pasado. Fetiches lo eran especialmente y no tan sólo porque sustituían lo real, sino también porque de hecho eran parte de esa realidad ya desaparecida. Los objetos tienen la virtud de mantener la integridad del evanescente acontecimiento, ejercen una suerte de centrifuga atracción con respecto a un recuerdo que tiende a la dispersión. De hecho, en su momento, el suceso, en forma de tiempo, pasa sobre los objetos como una ligera brisa en una tarde calurosa, pero a pesar de la fugacidad de este contacto, los objetos quedan saturados de temporalidad, aunque sean tan periféricos con respecto a ella. El resplandor del tiempo, sin embargo, no dura demasiado, y los objetos, convertidos en reliquias, acaban no pudiendo apoyar su testimonio más que con su reseca y significativamente agotada carcasa. La fotografía no es un fetiche ni una reliquia; no representa algo, ni tampoco forma parte de nada. La fotografía no asegura, como el objeto, la integridad del recuerdo, sino que mantiene físicamente unidos los distintos objetos o sujetos que forman el recuerdo. Y asegura esta integridad no en la memoria, sino en el mundo material, por lo que aquella remembranza difuminada que procuraba el objeto en sí, se solidifica en la fotografía permitiéndole ejecutar una simulación de la vida (todavía no la simulación postmoderna, pero más una copia de la vida, una copia auténtica, que una representación de la misma) que acaba convirtiéndola en cadáver, en un cadáver momificado.


Este proceso no tan sólo materializa la historia, sino que en realidad la aniquila, ya que, como hemos visto, la persecución de la eternidad no puede llevarnos más que a la imagen, o lo que ya es más o menos lo mismo: una imagen muerta. Si la evolución de la imagen se hubiera detenido en el período incipiente de la fotografía, las fotos no hubieran hecho más que aumentar la pila de objetos que ya estaban acumulando polvo en los trasteros victorianos. Pero tal como fueron las cosas, en los años siguientes a su invención, el mundo entero fue convertido, a los ojos occidentales, en una suerte de enorme sala victoriana del British Museum en la cual el visitante ha acabado perdiendo el sentido de la orientación y en la que por lo tanto ha decidido quedarse a vivir.


Podemos ver en toda esta serie de laberínticas gesticulaciones un ejemplo de la posición inversa que tan claramente emergerá en el mundo postmodernista, cuando la realidad empiece a copiar (a fotografiar) imágenes. Abstrayendo de la realidad imágenes, la fotografía preparaba el camino para que esta misma realidad acabara por convertirse ella misma en imagen.




















Tomado de:
CATÀLA DOMÉNECH, Joseph M.: La violación de la mirada. La imagen entre el ojo y el espejo.

09 junio 2012

Ventanas a lo insólito. Julio Cortázar




Ventanas a lo insólito

Julio Cortázar


Se tiende a pensar que la fotografía como un documento o una composición artística; ambas finalidades se confunden a veces en una sola: el documento es bello, o su valor estético contiene un valor histórico o cultural. Entre esa doble propuesta o intención se desliza alguna veces lo insólito como el gato que salta a un escenario en plena representación, o a aquel gorrioncito que una vez, cuando era joven, voló largo ato sobre la cabeza de Yahudi Menuhin que tocaba Mozart en un teatro de Buenos Aires (Después de todo no era tan insólito; Mozart es una prueba perfecta de que el hombre puede hacer alianza con el pájaro.


Hay una búsqueda deliberada de lo excepcional, y hay eso que aparece inesperadamente y que sólo se revela cuando la foto ha sido revelada. Sus maneras de darse no tienen importancia, y si una irrupción no buscada es acaso la más bella y la más intensa, también es bueno que el fotógrafo pararrayos salga a la calle con la esperanza de encontrarla; toda provocación de fuerzas no legislables alcanza alguna vez su recompensa, aunque ésta pueda darse como sorpresa e incluso como pavor.


Dime cómo fotografías y te diré quién eres. Hay gente que a lo largo de la vida sólo colecciona imágenes previsibles (son en general, los que hacen bostezar a sus amigos con interminables proyecciones de diapositivas), pero otros atrapan lo inatrapable a sabiendas o por lo que después la gente llamará casualidad. Algo sabía de eso Brancusi el día que un joven pintor desconocido rumano como él, llegó a su taller en busca de lecciones. Antes de aceptar, el maestro le puso en las manos una vieja Kodak y le pidió que tomara fotos de París y que se las trajera. Asustado ante esta conducta zen avant la leerte, el joven tomó las fotos que se le ocurrieron, y Brancusi las aprobó como si la bastaran para saber que ese muchacho era ya, avant la lettre, Victor Brauner. Lo que no sabía ni el uno ni el otro era que una de las fotos callejera incluía la fachada de una hotel donde años después, en una noche demasiado llena de alcohol, un vado arrojado por el escultor Domínguez le arrancaría un ojo a Brauner. Allí lo insólito jugó un billar complejo, y se deslizó en una imagen que sólo parecería tener finalidades estéticas, adelantándose al presente y fijando (un visor, y detrás de él un ojo) ese destino no sospechado.


Desde que empecé a tomar fotos en mi lejana juventud de pampas argentinas, el sentimiento de lo fantástico me esperó en ese momento maravilloso en que el papel sensible, flotando en la cubeta, repite en pequeño el misterio de toda creación, de todo nacimiento. Los negativos pueden ser leídos por los profesionales, pero sólo la imagen positiva contiene la respuesta a esas preguntas que son las fotos cuando el que las toma interroga a su manera la realidad exterior. No estaba en mí el don de atrapar lo insólito con una cámara, pues aparte de algunas sorpresas menores mis fotos fueron siempre la réplica amable a lo que había buscado en el instante de tomarlas. Por eso, y por estar condenado a la escritura, me desquité en ella de la decepción de mis fotos, y un día escribí “Las babas del diablo” sin sospechar que lo insólito me esperaba más allá del relato para devolverme a la dimensión de la fotografía el año en que Michelangelo Antonioni convirtió mis palabras en las imágenes de Blow up. También aquí lo insólito lanzó su lento bumerang: mi esperanza y mi nostalgia de fotógrafos sin dominio sobre las fuerzas extrañas que suelen manifestarse en las instantáneas, despertó en un cineasta el deseo de mostrar cómo una foto en la que se desliza lo inesperado puede incidir sobre el destino de quien lo toma sin sospechar lo que allí se agazapa. En este caso lo excepcional no repercutió en la realidad exterior; incapaz de captarlo a través de la fotografía, me fue dada la admirable recompensa de quien alguien como Antonioni convierte mi escritura en imágenes, y que el bumerang volviera a mi mano después de un lento, imprevisible vuelo de veinte años.


No me atraen demasiado las fotos en las que el elemento insólito se muestra por obra de la composición, del contraste de heterogeneidades, del artificio en último término. Si lo insólito sorprende, también él tiene que ser sorprendido por quien lo fija en una instantánea. La regla del juego es la espontaneidad, y por eso las fotos que más admiro en ese terreno son técnicamente malas, ya que no hay tiempo que perder cuando lo extraño asoma en un cruce de calles, en un juego de nubes o en una puerta entornada. Lo insólito no se inventa, a lo sumo se lo favorece, y en ese plano la fotografía no se diferencia en nada de la literatura y del amor, zonas de elección de lo excepcional y lo privilegiado.


Como en la vida, lo insólito puede darse sin nada que lo destaque violentamente de lo habitual. Sabemos que esos momentos en que algo nos descoloca o se descoloca, ya sea el tradicional sentimiento de déjà vu o ese instantáneo deslizarse que se opera por fuera o por dentro de nosotros y que de alguna manera nos pone en el clima de una foto movida, allí donde una mano sale levemente de sí misma para acariciar una zona donde a su vez un vaso resbala como una bailarina para ocupar otra región del aire. Hay así fotos en las que nada es les por sí insólito: fotos de cumpleaños, de manifestaciones callejeras, de combates de box, de campos de batalla, de ceremonias universitarias. Uno las mira con esa indiferencias a la que nos han acostumbrado las mass media; una foto más después de tantas otras, recurrencia cotidiana de periódicos y revistas. De golpe, ahí donde Jacques Marchais estrecha la mano de un campesino normando en un mercado callejero, ahí donde un banquero de Wall Street celebra sus bodas de plata en un salón de inenarrable estupidez decorativa, el ojo del que sabe ver (¿pero quien sabe nada en este terreno de instantáneos cortes en el continuo del tiempo y del espacio?) percibe la mirada horriblemente codiciosa que un camarero perdido en el fondo de una sala dirige a una señora afligida por un sombrero de plumas, o más allá de una puerta distingue temblorosamente algo que podría se un velo de novia en el austero tribunal que está juzgando a un ladrón de caballos. He visto fotos así al o largo de toda mi vida, del mismo modo que siendo niño descubrí rincones misteriosamente develadores en los grabados que ilustran a Julio Verne o a Héctor Malos: rincón de la maravilla, mínima línea de fuga que convertía una escena trivial en un lugar privilegiado de encuentro, encrucijada donde espera otras formas, otros destinos, otras razones de vida y de muerte.



Quizá, finalmente, la fotografía dé razón a quienes creyeron en el siglo pasado que los ojos de los asesinatos conservan la imagen última del que avanza con el puñal en alto. No sé si me equivoco, creo que uno de los episodios en Rocambole hay alguien que fotografía los ojos de un muerto y rescata la imagen que delatará al culpable, en todo caso recuerdo como uno de mis muchos pavores de infancia. Por eso quizá sigo entrando en cualquier foto como si fuera a darme una respuesta o una clave fuera del tiempo: ese novio sonriente al pie del altar, ¿no será ya el asesino futuro la mujer que lo contempla enamorada? De alguna manera, la exploración de cualquier fotografía es infinita puesto que admite, como todas las cosas, múltiples lecturas, y lo insólito se sitúa casi siempre en la más prosaica y la más inocente. Estamos en una no man’s land cuya combinatoria no conoce límites, como no sea la imaginación de quien entra en el territorio de ese espejo de papel orientado hacia otra cosa; la sola diferencia entre ver y mirar, entre hojear y detenerse, es la que media entre vivir aceptando y vivir cuestionando. Toda fotografía es un reto, una apertura, un quizá; lo insólito espera a ese visitante que sabe servirse de las llaves, que no acepta lo que se le propone y que prefiere, como la mujer de Barba Azul, abrir las puertas prohibidas por la costumbre y la indiferencia.



Todo fotógrafo convencional confía en que sus instantáneas reflejarán lo más fielmente posible la escena escogida su luz, sus personajes y su fondo. A mí me ha ocurrido desear desde siempre lo contrario, que bruscamente la realidad se vea desmentida o enriquecida por la foto, que se deslice en ella el elemento insólito que cambiará una cena de aniversario en una confesión colectiva de odios y envidias o, todavía mas deliberadamente, en un accidente ferroviario o en un concilio papal. Después de todo, ¿quién puede estar seguro de la fidelidad de las imágenes sobre el papel? Basta mirarlas de cerca para sentir que hay algo más o algo menos que desplaza los centros usuales de la gravedad, así como en las fotos de grupos escolares donde se trata de mostrar a posteriori la presencia ilustre de Rómulo Gallegos o de Alain Fournier, es fatal que otros rostros se interpongan con más fuerza y que el único recurso sea indicar con una cruz menos presente, al menos interesante del grupo.
 

Las cámaras polaroid multiplican el vértigo de quien presiente la irrupción de lo insólito en la imagen esperada. Nada más alucinante que ver nacer los colores, las formas, avanzar desde el fondo del papel una silueta, un caballo, una bicicleta o un cura párroco que lentamente se concretan, se concentran en sí mismos, parecen luchar por definirse y copiar lo que son fuera de la cámara. Todo el mundo acepta en resultado, y pocos son los que perciben que el modelo no es exactamente el mismo, que el aura de la foto muestra otras cosas, descubre otras relaciones humanas, tiende puentes que sólo la imaginación alcanza a franquear. En un cuento mío (ya se sabe que no soy fotógrafo) alguien que ha tomado instantáneas de cuadros naif pintados por campesinos de Nicaragua, descubre al proyectar las diapositivas en París que el resultado es otro, que las imágenes reflejan en sus formas más horribles y más extremas la realidad cotidiana del drama latinoamericano, la persecución y la tortura y la muerte que han sentado ahí sus cuarteles de sangre. Como se ve, mi sentimiento de lo insólito en la fotografía no es demasiado verificable. ¿Pero no es precisamente eso signo de lo insólito?

(1978)










Tomado de:
CORTÁZAR, Julio (2011): Papeles inesperados. Bs. As. Alfaguara, pp.442-447.