10 agosto 2020

El miedo en la otredad. Elisa Gianuzzi

 

Supay. Máscara aymara.



El miedo en la otredad


Elisa Gianuzzi

 

En el NOA (Noroeste Argentino) la cultura popular propicia un sincretismo religioso en el que se mezclan elementos de la religión católica con creencias prehispánicas transmitidas de generación en generación, en la cual el rol de las instituciones es central ya que imponen y propician ciertas condiciones para que el proceso se genere. Si bien el sincretismo, como concepto religioso, supone la incorporación de elementos de una religión a la otra, la religión popular, como tal, es la que ha agregado preponderantemente elementos de la religión católica. Es común que cierta raigambre cultural tenga fuertes resistencias a desaparecer frente a un conquistador, pero este último en su afán de superioridad intentará ejercer un dominio sobre la cultura del “conquistado” instalándole una relectura a la cultura de este último. Otros autores si bien consideran que dicho proceso es un acto más de ‘’colonización’’, lo piensan también como una forma de resistir (Colombres, 2007). El catolicismo o religiosidad popular es uno de los elementos más representativos de la cultura popular. Para Colombres, “la cultura popular debería ser definida como un concepto oposicional y mostrar cuál es su dinámica, cómo es penetrada y colonizada, y también como resiste y renace para convertirse en el fundamento de los movimientos de liberación, como señala Amílcar Cabral (líder fundador de la nacionalidad africana), ya que solo pueden movilizarse y luchar los pueblos que conservan su cultura’’.


Dice Colombres que no alcanza solo con que la cultura popular resista, sino que habría que pasar de la resistencia cultural activa a una ofensiva cultural necesaria para ganar terreno por su propia movilización y no por concesiones paternalistas. Un proceso revolucionario trae cambios de contenido, pero éstos solo significarán un avance si se sitúan en la auténtica liberación del poder creador del pueblo, en una transformación profunda de las formas de producción de cultura.


Para Canclini, en cambio; las culturas populares son el resultado de la absorción de las ideologías dominantes y las contradicciones de las propias clases oprimidas. Para el autor sería una “solución romántica” aislar lo creativo y lo manual, la belleza y la sabiduría del pueblo, imaginar sentimentalmente comunidades puras sin contacto con el desarrollo capitalista.


Ahora bien, las creencias prehispánicas han pasado históricamente por el filtro de la iglesia católica. Tal es así, que la palabra Supay, de la lengua quechua, fue traducida por los evangelizadores –y luego por los lingüistas– como Diablo o Satanás. Según la definición de la Real Academia Española, el Diablo o Satanás en la tradición judeocristiana es cada uno de los ángeles rebelados contra Dios y arrojados por él al abismo. Es además el Príncipe de esos ángeles que representa el espíritu del mal.


Para el etnohistoriador peruano Wladimir Soriano, Supay quiere decir “solamente: alma de los muertos, de los cadáveres” o “sombra, fantasma, duende”, cuyos sinónimos andinos eran sacra, japinuno, visscochu y humapurick, palabras que jamás significaron demonio ni diablo de conformidad a los esquemas religiosos europeos. Los evangelizadores eligieron Supay para señalar al demonio de su propia cultura que no existía en la andina. De allí compusieron otra palabra: supaihuasi o infierno. Fueron dicciones completamente arbitrarias, ya que de alma de los muertos, sombra y fantasma, los españoles lo convirtieron en Satanás y Lucifer, es decir, en “ángel bueno y malo”.


La transformación del significado de la palabra Supay se muda en una categoría más del pensamiento que, como tal, lo organiza. En su traducción como Diablo o Demonio, tiene la particularidad de representar no solo a alguien con quien se puede interactuar, sino también aquel a quien se teme encontrar en aquellos “paisajes del miedo” que constituyen el escenario en el que se despliega el mito, por ejemplo. En los mitos, en los que se menciona al Supay, éste aparece simbolizado como una figura poderosa que seduce, sabe afligir a los hombres con los males, tiene el imperio de la muerte, entre otras características. Según Nash (1979), “el sistema aparentemente contradictorio de creencias está basado no en el usual sincretismo descripto para los pueblos indígenas del nuevo mundo, sino más bien en una compartimentalización del tiempo y del espacio”. Es decir, que la modificación del sentido conceptual de los dioses indígenas significó también distintas formas de relacionarse con la naturaleza y con los otros hombres para las comunidades indígenas.


La categoría Diablo, o las expresiones que lo evocan (con el fin de evitar nombrarlo), tales como el Tío, el Amigo, el Malo, el Maligno, es una de las formas en las que se construye la otredad. Para Lacan el pequeño “otro” es simultáneamente el semejante y la imagen especular, inscrito en el orden imaginario. El yo es otro y sin embargo lo desconoce, cree ser él cuando en realidad es otro. El sujeto se identifica con ese otro en una necesidad peculiarmente humana en la que le demanda reconocimiento. En Fenomenología del Espíritu y sobre la dialéctica del Amo y del Esclavo, Hegel intenta explicar que, en el desarrollo de la humanidad, la alienación asume un rol fundamental. En la vida en sociedad el hombre se somete a prácticas sociales que implican su alienación y posterior superación. La sociedad sería entonces un producto humano que construyó el hombre con otros, comprender esto, le permitió devenir autoconsciente.


Decíamos entonces que el sujeto necesita ser reconocido por el otro. Esta demanda se genera por la apetencia de la autoconciencia: “La autoconciencia sólo está cierta de sí misma mediante la superación de este otro, que aparece ante ella como vida independiente, es una apetencia. Cierta de la nulidad de este otro, pone para sí esta nulidad como su verdad, aniquila el objeto independiente” (Hegel, 1987).


Se produce entonces una lucha de las autoconciencias contrapuestas, que no deben anularse, porque al desaparecer uno de los extremos, lo hace también el reconocimiento. Hay entonces dos momentos esenciales: a) la conciencia, que es ser para otro, quien la conoce como a una cosa y por lo tanto es dependiente. Y b) la autoconciencia pura, para sí, que busca verse en el otro y anularlo para volverse independiente. La primera es el siervo, la segunda el Señor. En Lacan encontramos además al gran Otro, este designa la alteridad radical, la otredad que trasciende la otredad ilusoria de lo imaginario, porque no puede asimilarse mediante la identificación. El gran Otro es lo simbólico en cuanto está particularizado para cada sujeto. No obstante, el significado de “el Otro como otro sujeto” es estrictamente secundario respecto del sentido de “el Otro como orden simbólico”; el Otro debe en primer lugar ser considerado un lugar, el lugar en el que está constituida la palabra.


Estos fenómenos por ende no solo constituyen al psiquismo “individual”, sino que también se los puede hallar en el plano de lo social. Dice Freud (1921) que, en la vida anímica del individuo, el otro cuenta con toda regularidad como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente psicología social. En base a ésta idea, fue que el autor analizó a la estructura del yo como idéntica a la de la masa. La psicología de la masa es la más antigua, ya que se reconoce en ella la persistencia de otra masa, la de la horda primordial. Freud utiliza la conjetura de Darwin, para quien la forma primordial de la sociedad humana fue la de una horda gobernada despóticamente por un macho fuerte. Con esta conjetura darwiniana, ha intentado demostrar que los destinos de esta horda han dejado huellas indestructibles en el linaje de sus herederos; en particular que el desarrollo del totemismo, que incluye en sí los comienzos de la religión, la eticidad y la estratificación social, se entrama con el violento asesinato del jefe y la transformación de la horda paterna en una comunidad de hermanos. En las masas artificiales, como la iglesia y el ejército, se emplea cierta compulsión externa para prevenir su disolución, e impedir alteraciones de su estructura.


En este sentido los mitos, desde antaño, han servido para evitar la disolución social causada por la naturaleza egoísta, individualista y competitiva del hombre, para así conformar y fundamentar un orden socio-político que rija en la comunidad. Pero también han sido utilizados por demagogos políticos y hombres poderosos para sacar provecho, empleándolos para sus propios fines e incluso abusando de ellos. Este “uso” de los mitos, en los que “domina” el miedo, vuelve a plantear la cuestión de la individualidad desde el punto de vista social. Para autores como Alicia Lindón:


“La tensión otro-miedo se tiñe con lo mítico y con el individualismo. El matiz individualista se cristaliza en la noción de que el encuentro con esos otros agresores es un problema del individuo que vivencie dicho encuentro y que debe enfrentarse de manera individual, ya que no es visible, ni tampoco concebido como algo social. La condición de sobrenatural en el otro peligroso, adquiere una connotación de inevitabilidad e incontrolabilidad, frente a esto, el acechado sólo puede intentar huir o emprender una heroica lucha individual.” (Lindón, 2007)

 

Definiciones de mito: ¿‘’un simbolismo a develar’’?

 

Según Valentié, el mito es una obra colectiva resultado de un conocimiento de tipo especial (sintético y descubridor de sentidos) que se expresa mediante un lenguaje simbólico, dotado de una coherencia que le es propia, que narra acciones paradigmáticas y, en consecuencia, puede ser desencadenante de nuevas acciones y que alude a realidades últimas, las cuales atañen al ámbito de la religión o de la ideología. Para Malinowski, el mito cumple una función esencial al codificar los conocimientos y las prácticas sociales, morales y religiosas de cuyos restos arqueológicos e históricos da cuenta. Como una suerte de pasión sublimada se posibilitan los procesos identificatorios con ciertos productos culturales como los mitos y leyendas en los que la trasgresión se visibiliza y materializa. El mito tiene una doble función social y psíquica que sirven a diferentes propósitos: por un lado, permite los procesos de socialización y aculturación a partir de la moraleja y el temor al castigo por la infracción; y por otro, facilita la realización proyectiva de deseos inconscientes proscritos, tales son las vertientes y el espacio paradojal en que se desenvuelve la mitología.


En Eliade hallamos la idea del mito como el relato de una historia sagrada, es decir, un acontecimiento primordial que tuvo lugar en el comienzo del tiempo. Equivale en realidad a revelar un misterio, ya que los personajes no son seres humanos sino dioses o héroes civilizadores. El mito es, pues, la historia de lo acontecido, el relato de lo que los dioses o los seres divinos hicieron al principio del tiempo. Una vez dicho, el mito pasa a ser la verdad absoluta:


“Consiste siempre en el relato de una ‘creación’; se cuenta cómo se efectuó algo, cómo comenzó a ser. He aquí la razón que hace al mito solidario de la ontología; no habla sino de realidades, de lo que sucedió realmente, de lo que se ha manifestado plenamente (…) Lo sagrado es lo real por excelencia (…) La función magistral del mito es la de fijar los modelos ejemplares de todos los ritos y de todas las actividades humanas significativas (…)” (Eliade, 1967)


En ninguna de estas definiciones el mito es considerado como un falso discurso, tal como lo pensaban los iluministas. Contrariamente a esta idea, algunas de las acepciones castellanas del vocablo griego mýthos son: palabra, discurso, razón, dicho; discurso público; relato, comunicación, noticia, mensaje; conversación, plática; deliberación consigo mismo, reflexión, pensamiento, opinión, resolución, proyecto, designio, plan; consejo, propuesta, mandato, encargo; rumor, habilla; relato imaginado, invención, leyenda, mito, fábula, cuento; objeto de la conversación, asunto, historia.

 

Lo “objetivado” en la conciencia mítica es la dimensión emotiva y social del ser humano. En tanto que, para constituirse como tal, necesita de la presencia de los otros. Sostiene Cassirer: “no puede describirse al mito como una simple emoción, porque constituye la expresión de una emoción. Es una emoción convertida en imagen (…). En el mito el hombre empieza a aprender un arte nuevo y extraño: el arte de expresar, lo cual significa que organiza sus instintos más hondadamente arraigados, sus esperanzas y temores”.


Analizar los mitos para Freud implicaría develar lo oculto detrás de lo manifiesto; ir más allá de sus narraciones, de su literalidad. Para el psicoanálisis los individuos heredan, a la vez, ciertas experiencias inconscientes arcaicas de carácter colectivo, que incluso llegan a reprimir. Freud emparenta el mito y los sueños, a su vez, analiza que en ambas producciones simbólicas y temporales el inconsciente es la verdad a revelar. En este sentido Manuel Herrera expresa que:


“Los sueños se constituyen a partir de un contenido manifiesto que obedece en general a intereses culturales al servicio de la acción civilizatoria, y un contenido latente que alude a pulsiones y deseos socialmente prohibidos y por ende reprimidos. Es en virtud de ésta dualidad que el estudio del mito permite una comprensión profunda de la psicología de los pueblos, ya que el mito entraña las contradicciones y dilemas éticos y morales que viven las sociedades, esto es, sus más elevadas y sublimes aspiraciones y sus más secretos e inconfesables deseos. Análogamente el mito posibilita desentrañar los procesos y contenidos subjetivos e inconscientes que caracterizan a la individualidad” (Herrera, 2010).


Los mitos trágicos de la Grecia antigua, por ejemplo, habrían permitido “develar” las formas en que se ha idealizado a la cultura griega. Ésta ha sido considerada por los estudiosos de la cultura como una “cultura bella” debido a su producción cultural, sobre todo en lo que refiere a su arquitectura y a sus esculturas. La imagen de Grecia como símbolo de la belleza clásica si bien representó un momento histórico -el de la Atenas del siglo V a.C.-, fue el cristianismo el que jugó un papel importante en la representación social de la antigüedad, en sus rasgos clásicos. Sin embargo, los mitos trágicos, junto a otros fragmentos marginales muy presentes en la sabiduría popular, pusieron al descubierto dos cuestiones: 1) lo alejado del mundo griego de aquella armonía clásica representada en la cultura apolínea; 2) que detrás de esas simbolizaciones se podría interpretar que lo manifiesto –lo que se haya latente– es el gobierno de otro principio, lo dionisiaco.


Apolo era el principio de la individuación, el representante del equilibrio, de la forma armoniosa y bella, del control, de la serenidad y la mesura. Dionisio, en cambio, representaba el caos, el fin del principio de individuación, el descontrol, la desmesura. En él solo hay lugar para el instinto, la fuerza sexual, extática, natural e incomprensible. Era la tendencia hacia la ausencia de límites. La relación entre ambos es una relación de fuerzas en el interior del individuo pero, también en el interior de la cultura que es el fruto de la tensión constante entre dos impulsos. Es decir, la cultura parece ser nada más y nada menos que la lucha entre esas dos fuerzas: la una que tira hacia lo “uno” indiferenciado y la otra que busca la claridad, la individuación, el límite, la diferencia.


Este conflicto, entre fuerzas contrarias, nos permite pensar en el origen mismo de la organización del aparato psíquico. En la primera tópica, Freud planteó que el conflicto psíquico producto de exigencias pulsionales inconciliables con el yo es constitutivo del aparato; por ende, el conflicto es inevitable y existe siempre y en todas las culturas. Es decir que cultura, aparato psíquico y mito, claramente interrelacionados entre sí, están atravesados por la puesta en juego de elementos opuestos que los determinan de diferentes maneras. Esta coexistencia de opuestos, es lo que le permitió a Sigmund Freud desarrollar su teoría sobre el inconsciente, el conflicto psíquico, la ambivalencia amor-odio, presentes en toda su obra, en la que se basó además en la lectura analítica de los mitos para confirmar sus hipótesis. La idea de contrapuestos en la mitología también fue trabajada por Lévi-Strauss. En efecto, cuando analizó la psicología de los mitos planteó que sus orígenes son el fruto de la tendencia de la mente a polarizar la experiencia describiéndola en series de opuestos, en una clasificación binaria, y que aparecen como intentos de conciliación de estos contrarios. Para este autor, la evolución de los mitos va cambiando datos superficiales pero su estructura permanece.



Referencias.

Colombres, A. (ed.) (2007): Sobre la Cultura y el Arte popular. Bs. As., Sol.

Hegel, G. (1987): Fenomenología del Espíritu. México, FCE

Freud, S. ([1921] 2003): “Psicología de las masas y análisis del yo”. En: Obras Completas, tomo XVIII. Bs. As., Amorrortu.

Elíade, M. (ed.) (1985): Lo sagrado y lo profano. Barcelona, Labor.


Tomado de:

GIANUZZI, Elisa (2012): "El miedo en la 'otredad': mito y cultura popular en el noroeste argentino".En Revista Cuadernos intercultuales, Vol 10, n° 18. Universidad de Playa Ancha, Viña del mar, Chile.



02 agosto 2020

La Divina Comedia. Un libro extraordinario. José María Micó






Un libro extraordinario


Tres conferencias de José María Micó.




Esta primera sesión, se dedica al análisis de la figura y la época de su autor, Dante Alighieri (1265-1321). La situación política y la sociedad del tiempo de Dante, con la contienda religiosa entre güelfos y gibelinos, son claves para la comprensión de la obra. Micó se detiene en cuestiones biográficas, como el exilio del poeta o el personaje de Beatriz, y en otras particularidades de la Comedia: el simbolismo numérico, la invención literaria de una lengua y de una estrofa -el terceto encadenado-, o el origen del añadido epíteto de “divina” –a partir de Boccaccio– que dio título a la obra.





Dante comienza un viaje alegórico –emprendido en el año 1300– que durará una semana. En su descenso al Infierno, el poeta florentino será guiado por Virgilio, considerado como el mayor de los poetas épicos y además el más cristiano de los poetas paganos. Compuesto por nueve gradas circulares en forma de cono invertido, el Infierno dantesco es descrito círculo por círculo, el primero es el limbo y los círculos segundo a noveno albergan a los pecadores, dispuestos en función de la gravedad de su culpa y a quienes se castiga por “contrapaso”. 






Dante continúa su viaje con el ascenso a la montaña del Purgatorio, el último tramo que realiza con Virgilio. El poema concluye con el encuentro de Dante y su amada Beatriz, quienes emprenden el recorrido por el Paraíso, dividido en nueve cielos concéntricos, y habitado por espíritus que se manifiestan ante la visión de Dante como luces en forma de figuras alegóricas. La contemplación de la visión final, es una experiencia mística e iluminadora que supone la unión con Dios y la comprensión del mundo.