Las dos esferas de la producción
Jacques Dubois
Retomaremos a grandes rasgos el análisis realizado por Pierre Bourdieu en su texto intitulado “El mercado de bienes simbólicos” (1971). Dicho análisis se articula alrededor de tres temas esenciales:
1) La autonomización relativa de la esfera literaria.
2) La división de esta esfera en dos campos separados, opuestos y complementarios.
3) La constitución del campo de producción letrada en un sistema provisto de una estricta lógica interna.
Si nos apoyamos en este análisis es porque creemos que ofrece la base más sólida que existe hoy en día para la construcción de una teoría de la institución literaria. No obstante, también somos conscientes de que en la relación que dicha teoría establece entre una estructura determinada y la historia, es la primera la que recibe el acento y la que termina por ser sobredeterminada. Esto se puede notar en dos aspectos particulares: en primer lugar, la idea de un campo autónomo conduce a la teoría a plantear lo social y sus determinaciones como algo que proviene del exterior, como si la institución no dependiera del espacio social o no contribuyera a forjarlo. En estos términos, la sociedad es considerada como algo abstracto, origen de determinismos situados por debajo de toda forma instituida. Por otra parte, las interferencias, esas acciones recíprocas que relacionan los diferentes campos sociales, son, en la mayoría de los casos, relegadas o minimizadas. En segundo lugar, la confianza en la lógica del sistema lleva a un análisis que privilegia las formas más predominantes de organización, de intercambio y de competencia. Por eso debe tenerse en cuenta que la significación de lo que escribe un agente literario está lejos de absorberse en la manera como el organismo institucional distingue y califica su actividad. Así, para una metodología que hace del surgimiento cíclico de las escuelas literarias el elemento fundamental del proceso de producción-reproducción, Leconte de Lisie constituye un caso mucho más emblemático y significativo que Baudelaire, ya que su trayectoria en la institución se encuentra ligada al destino de un cenáculo. No obstante, el autor de Las flores del mal no se escapa del “sistema”, aunque, como puede adivinarse, su carrera asume mucho más intensamente las contradicciones de este y no podría reducirse a un esquema unívoco. En lo sucesivo, un análisis de la institución literaria no solo deberá tener en cuenta ese tipo de contradicciones y de desvíos propios de la historia, sino que deberá integrar aquello que se escapa a ciertas regularidades.
Aparte de su arbitrariedad, el sistema implica un orden que clasifica y jerarquiza y que, debido a cierta forma de transposición y de imposición, opera como un aparato discriminatorio. Es en este punto donde se puede designar la estrecha relación entre la institución literaria, con sus criterios de valor y sus estratificaciones, y la jerarquizada estructura social en la que esta institución aparece. Aunque este tema no lo desarrollaremos como quisiéramos a lo largo de nuestro estudio, constituye el horizonte permanente de este. Así pues, no hay que olvidar que para realizar de manera sistemática un estudio interno de la institución, es preciso tener en cuenta el rol constituyente que invariablemente asumen la historia y la formación social en su totalidad.
Como lo señalamos en el capítulo anterior, la aparición en Francia de la institución literaria moderna es el resultado de determinaciones históricas precisas. Lo mismo puede decirse de la división del trabajo, cuya consecuencia es la profesionalización del oficio de escritor, y del desarrollo de la educación, que conducirá, gracias al acceso de las nuevas clases sociales a la lectura, a la diversificación del público lector y de sus exigencias. Pero el aspecto central que nos interesa señalar aquí es que la institucionalización de la literatura corresponde a un nuevo modo de producción y de consumo propio del sistema capitalista y burgués. Es justamente esta constatación la que le permite a Bourdieu hablar de un “mercado de bienes simbólicos”. Dicho modo producción y de consumo se actualiza en dos planos: un plano económico, en el que priman la fabricación de productos, la búsqueda de la rentabilidad y el intercambio comercial, y un plano institucional, en el que prima ante todo el valor simbólico de los bienes puestos en circulación. Por tal razón, a principios del siglo xix en Francia, el modo de producción literario conduce a la constitución de dos campos separados y con finalidades propias: un campo centrado en la búsqueda del valor simbólico y de la legitimidad, y un campo centrado en la producción, las ventas y el éxito comercial. Esta dicotomía fundamental es señalada por Bourdieu al oponer y definir en su complementariedad el campo de la producción restringida, en el que prevalece el esquema institucional, y el campo de la gran producción, en él que prevalece el esquema económico. Observemos ante todo que, al reproducir la posición dominante que la burguesía ocupa en el seno mismo de las relaciones de clase, el campo de la producción restringida detenta, a su vez, la situación dominante al interior del sistema literario:
La importancia radica, por un lado, en que los dos campos de producción, por muy opuestos que estén debido a sus funciones y a su lógica de funcionamiento, coexisten en el mismo sistema; por el otro, en que sus productos (debido a su grado desigual de consagración, puesto que participan de un poder de distinción muy desigual), reciben, en el mercado de las producciones culturales, valores simbólicos y materiales muy desiguales. Este mercado, que se unifica según las formaciones sociales y se presenta como legítimo, está dominado por las normas del mercado dominante. A este se oponen las obras de arte cultas, accesibles únicamente mediante el sistema educativo, pues estas imponen sus propias normas de consagración (Bourdieu, 1971).
Esta división explica un fenómeno advertido antes. Con el siglo xix nace, por una parte, una literatura popular (folletín, melodrama), cuyo desarrollo estará esencialmente asegurado por dos momentos capitales de la historia de la gran prensa: la Restauración y el Segundo Imperio; por otra parte, en la esfera letrada surge, paralelamente, una literatura que se reproducirá a través de la sucesión de escuelas (y de sus programas) y se someterá a una crítica profesional y doctrinal. Esta polarización del mercado la advierten rápidamente los artistas mismos: tanto los escritores románticos como los parnasianos oponen, bajo un aura mítica, la calidad de su creación pura y desinteresada a la depauperación mercantil de los productores del campo opuesto.
Comencemos, pues, por caracterizar en forma breve el campo de la gran producción. Históricamente, sus productos van de las novelas y dramas populares de la época romántica a la “literatura de masas” de hoy en día. Escribe Bourdieu: “El sistema de gran producción simbólica, cuya sumisión a una demanda externa se marca, en la producción, por la posición subordinada de sus productores con respecto a los detentores de los instrumentos de producción, obedece primordialmente a los imperativos de la lucha por la conquista del mercado. Asimismo, la estructura de cualquiera de sus productos se deduce de las condiciones económicas y sociales de su producción”. En síntesis, dicho campo se rige ante todo por las leyes del mercado y por la búsqueda de la rentabilidad de sus inversiones. Por eso está consagrado a la fabricación en serie, la cual lleva la escritura a formas estereotipadas y a motivos reciamente ideológicos y fantasmagóricos. Por lo general se cree que el criterio decisivo en el mundo de la gran producción es la demanda, o por lo menos la expectativa del público. Sin embargo, hay que aclarar estas dos nociones: “demanda” y “público”. La demanda se inscribe en el sistema segundo del consumo. Sabemos también, gracias a Marx, que el sistema de producción origina el modo de consumo, el cual crea las expectativas del gran público influyendo en las tendencias profundas mediante un trabajo de inculcación que pasa por la moda, la reproducción en serie, la publicidad, etc. Esto explica la fama, limitada en el tiempo, de la novela médica o de cierta forma de novela policial. En cualquier caso, tal y como insiste Bourdieu, la gran producción tiende hacia la elaboración de una literatura mediocre, apta para satisfacer el interés del público en general, siempre por motivos de rentabilidad. Lo que define ese arte mediocre es su preocupación por corresponder al “gran denominador social” neutralizando todos los temas ideológicos propios de la controversia. Sin embargo, en términos de evolución histórica, las cosas no son tan simples. Así, en los inicios del sistema la oposición entre la novela popular y la novela burguesa jugaba un papel determinante. Gracias al desarrollo de los grandes medios de comunicación, se canaliza, a lo largo del siglo xx, la evolución hacia formas cada vez más masivas. Hay que señalar, sin embargo, que esta transformación se acompaña de un contrapeso entre ciertos géneros o formas y los públicos a los que van dirigidos (mujeres, jóvenes, autodidactas, etc.). En este punto las tendencias no mienten. Esta espedalización no pretende acomodarse a la división en clases o en fracciones de clases sociales homogéneas, sino coincidir con las “categorías estadísticas” capaces de reagrupar el mayor número de individuos acostumbrados a cierto tipo de lectura y de consumo. Pierre Bourdieu observa también que dichos productos del arte mediocre obedecen a otro tipo de determinación, que resulta de los compromisos que se establecen entre los diversos grupos de agentes comprometidos en la esfera de la producción: relaciones entre los productores y los dueños de los medios de producción (directores de grandes diarios, por ejemplo) y relaciones entre diversas categorías de productores. Esta práctica revela el carácter relativamente colectivo de la gran producción. Hoy en día sabemos que la factura y el éxito de una canción popular están determinados por las intervenciones conjuntas del letrista, del músico, del cantante, del empresario, de la compañía discográfica, de los locutores de radio, etc. Así, el consumidor regular —lector o escucha— se convierte en la preocupación principal de todo un equipo que se reúne tanto para colmar sus expectativas como para suscitarlas.
No obstante, la producción literaria para el gran público no constituye un bloque homogéneo, pues se distribuye a partir de diferentes niveles. Así, Pierre Bourdieu distingue, según la jerarquía del público deseado, entre la cultura de marca (por ejemplo, las obras coronadas por los grandes premios literarios), la cultura cliché, entendida como el conjunto de mensajes dirigidos especialmente a la clase media y, en particular, a las fracciones en ascenso de dichas clases (como las obras de divulgación literaria y científicas) y la cultura de masas, esto es, el conjunto de obras del montón o, por decirlo de otra manera, ómnibus. Como se puede observar, dicha tríada no toma en consideración la literatura popular, lo que lleva a preguntarse por su existencia o por su desaparición. En cualquier caso, lo que reúne los tipos de literatura mencionados es precisamente que estos no se benefician, en el campo cultural, de la legitimidad o del reconocimiento propio de la producción letrada. Esto se puede observar a partir de dos hechos en particular: en primer lugar, estos tipos de literatura no son comentados por el discurso crítico y, en segundo lugar, el único criterio de valor que los gobierna es la búsqueda del éxito y de la eficacia técnica de las recetas empleadas. Asimismo, estas recetas y técnicas son generalmente retomadas y adaptadas del viejo fondo de la producción letrada. Sin embargo, hay que señalar que estos desplazamientos pueden operarse de un campo al otro, es decir, en los dos sentidos. Así, sucede que, según las transformaciones sociales particulares (como el acceso de las nuevas clases a la educación y, con esto, al manejo de las categorías estéticas), ciertas formas o ciertos géneros de la literatura de gran producción pueden introducirse en la esfera de las producciones legítimas. Es lo que ocurre hoy en día con los cómics, sin olvidar que, paralelamente, este género, recién promovido, evoluciona hacia nuevas formas estéticas y hacia una renovación de sus contenidos. De ahí que la ideología empírica y ecléctica de la buena fabricación adopte, sin ninguna dificultad, los principios del arte por el arte, que se encuentran en la base misma de la literatura legítima.
Así, mientras que la literatura de gran producción está destinada a ese vasto público, conformado por las clases dominadas y por las fracciones poco cultivadas de la clase dominante, la producción letrada, al encerrarse en sí misma, deviene tendencialmente una literatura de productores que producen para sus pares. El criterio decisivo de la fundación del campo restringido de la producción literaria es la etapa que atraviesa la literatura francesa alrededor de 1830- 1840, cuando esta, como consecuencia del rechazo de ciertos escritores hacia el público burgués, se autonomiza y se encierra en sí misma, aislándose progresivamente de la floreciente literatura industrial. El romanticismo desencadena el movimiento, el parnasianismo y el simbolismo perfeccionan el modelo. Si quisiéramos esquematizar los principios que constituyen el nuevo sistema, podríamos reducirlos a cinco rasgos estrechamente ligados entre sí. Observemos, ante todo, que estos rasgos responden a un modelo de organización en el que la circularidad juega un papel decisivo:
1. El campo autónomo elabora por sí mismo su propia legitimidad, la cual comprende tanto la creación de leyes distintivas como la imposición de reglas de trabajo y de evaluación.
2. Para que dicha legitimidad sea instituida y respetada, la institución crea diferentes instancias de reproducción y de consagración.
3. El campo se organiza en torno a una ley de competencia que, en lugar de adoptar el carácter económico propio del campo de gran producción, se expresa en las luchas por la conquista y la conservación del reconocimiento cultural y del “capital simbólico”.
4. La lógica del campo impone como único criterio de distinción el criterio del valor estético. Por este motivo predominan las teorías del arte por el arte.
5. La búsqueda de la distinción y de la consagración conduce a un sistema de reproducción en el que los grupos literarios emergen gracias a la afirmación de una originalidad que, al fin de cuentas, termina siempre en un retorno a una ortodoxia, como la de la poesía pura o la del teatro auténtico.
La importancia radica, pues, en insistir en que el momento fundador de la institucionalización coincide con la aparición de una legitimidad que se establece al interior de la esfera literaria y califica su propia actividad como autónoma y distintiva. Más que constituir un corpus de reglas y de técnicas, la institución le confiere un sentido a la actividad literaria y permite distinguir entre aquello que es aceptado y aquello que no lo es. De hecho, la institución tiende a mitificar las prácticas que consagra. Así, para escaparse del círculo tautológico en el que podría encerrarse fla literatura es la literatura), la institución está obligada a apelar, religiosamente, a una gracia. No obstante, la institución se fundamenta en un aparato crítico capaz de enunciar sus leyes y sus sanciones. Veamos, pues, cómo “El mercado de bienes simbólicos” analiza esta función crítica con base en su legitimidad:
El grado de autonomía del campo de producción restringida se determina en función de su capacidad de producir e imponer sus propias reglas de producción y los criterios de evaluación de sus productos, esto es, en función de su capacidad de retraducir y reinterpretar todas las determinaciones externas según sus propios principios. Dicho de otra forma, entre más está en capacidad de funcionar como un campo cerrado en el que se libra una lucha por la legitimidad cultural y por el poder propiamente cultural de otorgarla, mayor es la posibilidad de que los principios que operan las demarcaciones internas aparezcan como irreductibles a los principios externos de división, es decir, a principios de diferenciación económica, social o política como el nacimiento, la fortuna, el poder o, incluso, las diferentes posiciones políticas. Resulta significativo que la autonomización progresiva del campo de producción restringida esté determinada por la tendencia de la crítica (de la que una importante parte es reclutada en el cuerpo mismo de los productores) a suministrar una interpretación “creadora” dirigida exclusivamente a los “creadores”, en lugar de producir los instrumentos de apropiación exigidos imperativamente por la obra a medida que esta se aleja del público (Bourdieu, 1971).
Hemos visto hasta ahora que los escritores se encuentran comprometidos en una lógica de la distinción. Así, para obtener el reconocimiento de sus pares y rivales, los escritores dotan sus prácticas de escritura de marcas culturalmente pertinentes en un estado determinado del campo con el fin de que estas marcas, portadoras de valor, retransfieran ese valor al agente que las hace suyas. El campo reivindica entonces la originalidad, pero, al mismo tiempo, sospecha de las rupturas radicales y no tolera los comportamientos anémicos. La vía más segura en la búsqueda de la diferencia es la que afirma con mayor rigidez la especificidad de la práctica estético-literaria y el carácter autónomo de la creación. Insistamos por ahora en el carácter contradictorio de la institución. Conservadora, implica el mantenimiento y el ejercicio constante de una ortodoxia; innovadora, solo puede subsistir y reproducirse gracias a la perpetua búsqueda de la diferencia heterodoxa propia de las luchas entre los grupos y las generaciones. Para cada estado histórico de la institución, existe un capital simbólico que se distribuye de manera desigual entre los agentes y cuya conquista genera rivalidades que se renuevan permanentemente. De tal suerte, el campo se estructura a partir del sistema de posiciones que ocupan sus agentes y que se determinan según la posesión de dicho capital (que confiere también cierta legitimidad). Como lo señala Bourdieu, la obra literaria legítima refleja siempre, en cierto grado, la manera como el autor define su originalidad con respecto a los otros escritores, ya sean del pasado o del presente.
Si se considera que, en los límites de la institución, el criterio de emergencia es la originalidad controlada, se explica entonces que el campo de las letras sea la escena de luchas aguerridas entre escritores y grupos de escritores que desean afirmarse y convertirse en los representantes de la legitimidad literaria. Estas luchas se expresan en una forma histórica reconocida: la concurrencia entre escuelas (o movimientos). Observemos que tal concurrencia se ejerce generalmente en dos direcciones. En primer lugar, el nuevo grupo sólo emerge si se afirma contra otros grupos igualmente emergentes. En segundo lugar, esa emergencia solo encuentra su verdadero trampolín en la oposición a la legitimidad vigente, es decir, en la oposición a la escuela o movimiento que ha acumulado el capital simbólico suficiente para el ejercicio de una dominación temporal. Por eso la reproducción del sistema instituido está asegurada por la rivalidad entre las escuelas y por su sucesión. En la práctica, y por lo menos al interior de dominios específicos como la poesía y el teatro, podemos decir que el ascenso de una generación (o de media generación) se polariza en el advenimiento de un solo grupo, esto es, en la dinámica a partir de la cual parece concentrarse su propia fuerza. Esto significa también que otros grupos no se benefician del reconocimiento y, por lo tanto, no acceden, o lo hacen en menor grado, a la legitimidad.
De todas formas, según el principio de reproducción, se instaura una suerte de ciclo que puede ser comparado con el ciclo de la moda. Por esta razón es posible hablar de un efecto pendular: si una escuela excluye a otra al rechazar su programa, lo que hace es reencontrar o reactivar, siguiendo un modelo de oposición simplificada, el programa de la escuela anterior al equipo vigente. De ahí nace una pura alternancia, como aquella del formalismo y del realismo, según consta en la historia concreta de estos dos movimientos. Pero explicar las cosas a partir de esta pura circularidad conlleva desdeñar dos hechos: en primer lugar, que el realismo, fundado en principios estetizantes, participa de la postura formalista, la cual parece constituir la tendencia mayor del sistema. En segundo lugar, que cada credo estético nuevo, de un período al otro, retoma de su contexto social elementos ideológicos específicos que le dan una orientación particular.
Podemos deducir hasta el momento tres mecanismos de la dinámica institucional. En primer lugar, diremos que el autor que entra en el campo literario y en su juego de concurrencia está obligado a adaptar su estrategia de emergencia a la relación que se establece entre su capital sociocultural y el conjunto estructurado de posiciones en el campo, propias de los agentes, los géneros y las instancias de consagración. Estas posiciones definen una jerarquía de legitimidad.
No obstante, diferentes factores intervienen en este proceso: además de la distribución jerárquica, se debe tener en cuenta el grado de inversión en los diferentes sectores del campo o, incluso, la rentabilidad que confiere esta inversión, considerada desde un ángulo económico o simbólico. Para resumir este punto, diremos que toda estrategia está determinada tanto por las relaciones de poder como por la estructura objetivante que se define a partir de las posibilidades de carrera. Así, en el análisis que hace Remy Porton, resulta interesante observar que, después de 1880, diversos jóvenes escritores (Bourget, Barres, etc.), cuyas características socioculturales los conducen a la carrera literaria con mayor prestigio (la carrera poética), se desvían de esta, puesto que dicha carrera ya se encuentra saturada. Por lo tanto, podemos interpretar su elección del género novelesco como una estrategia de reconversión que consiste en invertir en un género que, hasta entonces, posee un débil grado de legitimidad, pero que, gracias a su dinámica expansiva, les permite entrever la posibilidad de dotar al rol del novelista y a la novela misma de un “aumento en su legitimidad cultural”. Y es justamente eso lo que va a ocurrir. Dotados de una fuerte distinción personal (estatuto social, cursas académicos), Bourget y Barres aportan al género sus cartas de nobleza, al renovarlo gracias a la introducción de la psicología, saber que para entonces cuenta ya con un discurso serio y reconocido, y así dan lugar al surgimiento de la novela psicológica, subgénero que eleva el género novelesco algunos grados en la escala de los valores literarios. De esta forma, aparece un segundo mecanismo, corolario del primero, según el cual se puede afirmar que si el escritor se define por el género que practica, este puede, a su vez, redefinirlo y modificar su estatuto relativo. El tercer mecanismo consiste, por regla general, en que el escritor (o la escuela literaria) traduce, en su programa y en sus realizaciones, tanto en lo temático como en lo estilístico, un aspecto de las posiciones estratégicas que lleva a cabo. La significación de una obra está determinada, hasta cierto punto, por la posición que el escritor ocupa y por la trayectoria que debió seguir para asegurar su surgimiento. Por esta razón, el origen social del escritor también se encuentra traducido en su programa y en sus obras, pero mediatizado por la compleja estructura del campo. La obra moderna reproduce, “en abismo”, el estatuto del escritor.
El modelo explicativo que acabamos de describir tiene un valor operatorio auténtico. Podemos incluso afirmar que este modelo se aplica perfectamente a los movimientos literarios del siglo xx, como, por ejemplo, a la escuela del nouveau román. Sin embargo, vale la pena preguntarse si ese análisis, que explica algunas trayectorias ejemplares definidas por el principio de distinción, puede explicar también el conjunto de la actividad creadora en una época determinada. Pongamos por caso aquellos movimientos que, en la competencia, fracasan o son por lo menos borrados por otros movimientos que acceden al poder simbólico. La historia de los actores (o de los grupos) no consagrados está por escribirse. Así, puesto que ya hemos citado el caso de la novela psicológica, tomemos como ejemplo el caso de un movimiento prácticamente contemporáneo y rival: la novela simbolista, simbolista, registrada, por la historia literaria, sin explicación alguna, como un fracaso relativo. A manera de explicación diremos que, a diferencia del movimiento psicológico, la escuela simbolista, que, por lo demás, triunfa en poesía, no está en condiciones de afrontar la dinámica ascendente del género novelesco. De inspiración subversiva o negativista, esta escuela aplica a la novela el mismo proyecto crítico y formalista de la poesía, en el mismo momento en que la ideología literaria dominante se encuentra lejos de advertir los recursos positivos de la novela. Su acción en la estructura novelesca produce formas —como el monólogo interior que inaugura Edouard Dujardin en Les Lauriers sont coupés— que son provisionalmente inadoptables, puesto que se perciben como anómalas. Habrá que esperar el siglo xx para que la lógica del campo, gracias a Proust, Joyce, Gide y los “nuevos novelistas”, acepte la aparición de tales anomalías. Así, resulta fácil comprender que, a finales del siglo xix, sea la novela psicológica la que ocupe el centro de la escena, mientras que la novela simbolista, “nacida prematuramente”, se vea eclipsada. Por supuesto, Lo anterior no explica que ciertos agentes, llámense Dujardin, Poictevin o Lorrain, hayan optado, debido a su estatuto sociocultural particular, por la “vía errónea”.
En el caso de Baudelaire, que no participa en el ascenso del pamasianismo, o incluso de Flaubert, que accede tardíamente a la emergencia del grupo naturalista, se observa un fenómeno diferente. Sus carreras de outsiders se mantienen alejadas de los grupos constituidos y de sus estrategias de posicionamiento. Así, sorprende que, en el momento en que la institución literaria francesa accede a una etapa decisiva de su constitución, la trayectoria de estos dos autores esté determinada por una obra juzgada y sancionada como escandalosa por el aparato judicial (condenación, en 1857, de Madame Bovary y de Las flores del mal). Dicha sanción les ayudó, sin duda alguna, a ser reconocidos al interior de la institución: los nuevos cenáculos consideraron a ambos autores como precursores y maestros. Pero la importancia radica, para nosotros, en señalar que el escritor que permanece fuera de la dialéctica distintiva fundada en la diferencia formal experimenta la necesidad particular de redoblar esta diferencia, cualquiera que sea su voluntad de escándalo, con una transgresión de orden moral e ideológico. Para el outsider la ruptura apela a otro código distinto del estrictamente literario.
El caso de Zola es aún más complejo. El autor de Les Rougon-Macquart, que practica plenamente, y algunas veces con cierto cinismo, el juego de la carrera y de las estrategias de emergencia, suscitará el escándalo alrededor de su persona y de su obra por lo menos en dos ocasiones: un escándalo moral, provocado por la publicación de L’Assommoir, y un escándalo político, provocado por la publicación, durante el caso Dreyfus, de su Yo acuso. No obstante, su posición no puede ser confundida con la de Flaubert. Émile Zola siempre jugó en diferentes tableros. Independientemente de su preocupación por ocupar la posición de guia en el cerrado campo de la lucha por el poder simbólico, Zola le dio a sus obras novelescas un carácter comercial que les permitió conocer los primeros tirajes masivos de la historia de la novela. Al inventar la novela de art moyen, el escritor naturalista se adjudicó un papel tanto en la esfera restringida como en la esfera de gran producción.
Sumado a esto, el escándalo provocado por su Yo acuso adquiere otra significación, que prolonga el efecto deseado por un proyecto novelesco como el de Germinal. Como en el caso de Baudelaire y de Flaubert, la estrategia de Zola va más allá del campo específicamente literario, con la diferencia de que, en su caso, el objetivo es renovar los lazos con el terreno político. Aun cuando esa estrategia representa un beneficio simbólico que se traduce en su carrera literaria, semejante intervención ideológica no solo pone en evidencia el hermetismo de la institución, sino que manifiesta el proyecto de romper con el círculo cerrado de sus “pares” para reencontrar el terreno de todos, aunque sea de manera simbólica. De tal suerte, Zola impone la imagen del escritor comprometido. Pero no es el análisis de esta imagen, y de los fracasos relativos que la conducirán a lo largo de su práctica hasta Sartre, lo que nos interesa resaltar aquí, aunque esos fracasos probaron que el hermetismo de la institución es eficaz y, por lo tanto, reacio a todo proyecto de acción (y de escritura) que sobrepase sus propias normas. Lo que nos interesa señalar aquí es el caso de los autores que, a pesar de poseer un estatuto de autonomía incontestable, asumen de manera consciente y manifiesta la mala conciencia del escritor separado de las clases sociales y de sus luchas.
Así pues, la lógica del sistema de reproducción no es favorable, y lo es cada vez menos, al tipo de rupturas de la institución como las que intentó inaugurar Zola. En efecto, la dialéctica de la distinción supone una búsqueda de la diferencia que conduce a un formalismo cada vez más marcado (cada escuela o movimiento poético refina las diferencias anteriores). Esta tendencia conlleva una suerte de esoterismo y corre el riesgo de caer en la anomia (por ejemplo, el movimiento letrado del siglo xx). Así, según Bourdieu, “al agotar todas las posibilidades inherentes al sistema convencional de procedimientos, los diferentes tipos de producción restringida (pintura, música, novela, teatro, poesía, etc.) están destinados a realizarse en aquello que los hace más específicos y más irreductibles a cualquier otra forma de expresión”. En el siglo xx, las nuevas escuelas le dan un giro radical a esa vocación y se presentan como las vanguardias. Al perseguir deliberadamente la diferencia en sí misma, las vanguardias hicieron del rechazo y de la provocación un valor o, dicho de otro modo, un contravalor que inscribe el proyecto literario bajo el signo de la negatividad. Para Julia Kristeva, el origen de esta evolución se encuentra en la obra de Lautréamont y de Mallarmé. Sin embargo, es preciso señalar también que con el surrealismo y con otras escuelas, los mismos movimientos vanguardistas pretenden transformar la práctica literaria en acción política: las vanguardias aspiran a ser revolucionarias en ambos terrenos. Considerar esta forma de intervención como nostálgica y sostener que esta busca, ante todo, ocultar los artificios del culto instituido de la diferencia bajo la máscara de un pretendido retomo a la praxis sodal, sería esquematizar con ligereza una relación más compleja. No hay que minimizar el efecto que esa contestación de la literatura instituida ha tenido durante los últimos cien años. René Lourau analizó el movimiento surrealista como modelo de acción antiinstitucional y contrainstitucional que ataca tanto el estilo de vida burgués y las grandes instituciones como el sistema literario. Así pues, las vanguardias introducen, con una instancia que se reafirma cada vez más, la idea de una crisis de la literatura que se revela en su incapacidad creciente de adaptarse al sistema cerrado de la institución.
La vanguardia se presta, en un momento dado de su trayectoria, al juego del “poder literario” y, al aceptar las ventajas que le ofrece la consagración institucional, es recuperada por el sistema. Lo anterior no significa que en cada ocasión las cosas vuelvan a su estado anterior. De Dada y el surrealismo al nouveau román y a Tel Quel, se puede observar un tipo de disfuncionamiento global, diferente de las rupturas momentáneas y fácilmente recuperables, que se introduce poco a poco en el sistema amenazando su legitimidad, su modo de organización y su poder ideológico. Las prácticas de escritura propias de este tipo de ruptura minan las bases del modelo dominante de la representación, del discurso y de las ideologías.
Tomado de:
DUBOIS, Jacques (2014): La institución literaria. Medellín, Universidad de Antioquía, pp. 39-52.