13 junio 2022

Canibalia. Carlos Jáuregui

 


Canibalia


Carlos Jáuregui


El cuerpo constituye un depósito de metáforas. En su economía con el mundo, sus límites, fragilidad y destrucción, el cuerpo sirve para dramatizar y, de alguna manera, escribir el texto social. El canibalismo es un momento radicalmente inestable de lo corpóreo y, como Sigmund Freud suponía, una de esas imágenes, deseos y miedos primarios a partir de los cuales se imagina la subjetividad y la cultura. En la escena caníbal, el cuerpo devorador y el devorado, así como la devoración misma, proveen modelos de constitución y disolución de identidades. El caníbal desestabiliza constantemente la antítesis adentro/afuera; el caníbal es –parafraseando a Mijail Bajtin– el “cuerpo eternamente incompleto, eternamente creado y creador” que se encuentra con el mundo en el acto de comer y “se evade de sus límites” tragando. El caníbal no respeta las marcas que estabilizan la diferencia; por el contrario, fluye sobre ellas en el acto de comer. Acaso esta liminalidad que se evade –que traspasa, incorpora e indetermina la oposición interior/exterior– suscita la frondosa polisemia y el nomadismo semántico del canibalismo; su propensión metafórica.


La palabra caníbal es, como se sabe, uno de los primeros neologismos que produce la expansión europea en el Nuevo Mundo. También es –como diría Enrique Dussel– uno de los primeros encubrimientos del Descubrimiento, un malentendido lingüístico, etnográfico y teratológico del discurso colombino. Sin embargo, este malentendido es determinante; provee el significante maestro para la alteridad colonial. Desde el Descubrimiento, los europeos reportaron antropófagos por doquier, creando una suerte de afinidad semántica entre el canibalismo y América. En los siglos XVI y XVII el Nuevo Mundo fue construido cultural, religiosa y geográficamente como una especie de Canibalia. En las islas del Caribe, luego en las costas del Brasil y del norte de Sudamérica, en Centroamérica, en la Nueva España y más tarde en el Pacífico, el área andina y el Cono sur, el caníbal fue una constante y una marca de los “encuentros” de la expansión europea. Pero antes de cualquier observación empírica de la práctica que denota dicho significante, la semántica del canibalismo inicia ya una fuga vertiginosa en la constelación de lo que Jacques Derrida denomina différance: los caníbales evocan inicialmente a los cíclopes y a los cinocéfalos y luego parecen ser –conforme a la primera especulación etimológica del Almirante– soldados del Khan; rápidamente se convierten en indios bravos y su localización coincide con la del buscado oro; los caníbales son definidos también porque pueden ser hechos esclavos o porque moran en ciertas islas. El canibalismo llega a ser producto de una lectura tautológica del cuerpo salvaje: los caníbales son feos y los feos, caníbales. Lejos de encontrar un momento de sosiego semántico, el caníbal se desliza constantemente a lo largo de un espacio no lineal: el espacio de la différance colonial; un espejo turbio de figuración del Otro y del ego, así como de áreas confusas en las que reina la opción ineludible de lo incierto.


Como imagen etnográfica, como tropo erótico o como frecuente metáfora cultural, el canibalismo constituye una manera de entender a los Otros, al igual que a la mismidad; un tropo que comporta el miedo de la disolución de la identidad, e inversamente, un modelo de apropiación de la diferencia. El Otro que el canibalismo nombra está localizado tras una frontera permeable y especular, llena de trampas y de encuentros con imágenes propias: el caníbal nos habla del Otro y de nosotros mismos, de comer y de ser comidos, del Imperio y de sus fracturas, del salvaje y de las ansiedades culturales de la civilización. Y así como el tropo caníbal ha sido signo de la alteridad de América y ha servido para sostener el edificio discursivo del imperialismo, puede articular –como en efecto ha hecho– discursos contra la invención de América y el propio colonialismo. El canibalismo ha sido un tropo fundamental en la definición de la identidad cultural latinoamericana desde las primeras visiones europeas del Nuevo Mundo como monstruoso y salvaje, hasta las narrativas y producción cultural de los siglos XX y XXI en las que el caníbal se ha re-definido de diversas maneras en relación con la construcción de identidades (pos)coloniales y “posmodernas”. El tropo del canibalismo cruza históricamente –en sus coordenadas de continuidad y de resignificación o discontinuidad– diferentes formulaciones de representación e interpretación de la cultura y hace parte fundamental del archivo de metáforas de identidad latinoamericana. El caníbal es –podría decirse– un signo o cifra de la anomalía y alteridad de América al mismo tiempo que de su adscripción periférica a Occidente. 


El caníbal que funciona como estigma del salvajismo y la barbarie del Nuevo Mundo llega a ser: un eje discursivo de la crítica de occidente, del imperialismo y del capitalismo; un personaje metáfora en la emergencia de la conciencia criolla durante el Barroco y la Ilustración americana; un tropo para las otredades étnicas frente a las cuales se definieron los nacionalismos latinoamericanos; una de las metáforas claves del surgimiento discursivo de Latinoamérica en la segunda mitad del siglo XIX; y una herramienta de identificación y auto-percepción de América Latina en la modernidad. Asimismo, el canibalismo hace parte de la tropología de las apropiaciones digestivas y el consumo de bienes simbólicos, así como de la formación de identidades híbridas en la llamada posmodernidad.


En la historia cultural latinoamericana el caníbal tiene que ver más con el pensar y el imaginar que con el comer, y más con la colonialidad de la Modernidad que con una simple retórica cultural. El canibalismo siempre nombra, o serefiere a, otras cosas: la fuerza laboral; el indio insumiso; el motivo de un debate entre juristas sobre el Imperio; es una herramienta de la imaginación del tiempo de la modernidad; el epítome del terror y el deseo colonial; una marca cartográfica del Nuevo Mundo; el nombre de unas islas y de una amplia región atlántica desde la Florida hasta Guyana incluyendo el golfo de México y partes de Centroamérica; la expresión de terrores culturales y un artefacto utópico para imaginar la felicidad; un aborigen inhospitalario, un monstruo rebelde que maldice a su amo, un salvaje filósofo y un intelectual periférico; la multitud siniestra; lo popular; los esclavos insurrectos; una metáfora modélica para pensar la relación de Latinoamérica con centros culturales y económicos como Europa y los Estados Unidos y para imaginar modelos de apropiación de lo “foráneo”; el epíteto para el imperialismo norteamericano y el símbolo del pensamiento antiimperialista; .el consumidor devorante y el devorado. 


El canibalismo es, como veremos, un signo palimpséstico, producto de diversas economías simbólicas y procesos históricos que lo han significado. Por ejemplo, el Calibán de Shakespeare es un anagrama del caníbal de Colón y de Anglería y, también, un personaje conceptual con el que se caracterizó al proletariado del siglo XIX, así como al imperialismo norteamericano en el Caribe en la crisis de fines del siglo XIX. Luego, ese Calibán monstruoso y voraz se convierte en el símbolo de identidades que intentan una descolonización de la cultura y colocan entre su genealogía simbólica al salvaje caníbal que resistió la invasión de la Conquista. De la misma manera trashistórica, en el antropófago que la vanguardia brasileña recogió en los años 20 como símbolo de formación de la cultura nacional en la modernidad, encontraremos sedimentadas las huellas de los relatos de los viajeros franceses del siglo XVI, así como los buenos caníbales que imaginó Montaigne, y los salvajes (buenos y malos) de las novelas de José de Alencar. No se trata simplemente de la intertextualidad de la cultura latinoamericana, sino de re-narraciones de la identidad que se sirven de la enorme carga simbólica que significa que América fuera construida imaginariamente como una Canibalia: un vasto espacio geográfico y cultural marcado con la imagen del monstruo americano comedor de carne humana o, a veces, imaginada como un cuerpo fragmentado y devorado por el colonialismo.


Caspar Plautius. Adoración al diablo y canibalismo
en América del Sur
(1621).


“Sarta de textos” Para una cartografía nocturna. 


Forzosamente tengo que insistir en que no me estoy refiriendo a la práctica de comer carne humana, sino a lo que podríamos llamar las dimensiones simbólicas del canibalismo. Esta indagación no se interna en la “verdad histórica” sino en la semiótica cultural. Como se sabe, sobre la llamada realidad histórico-etnográfica del canibalismo hay desde hace algunos años un debate acalorado. The Maneating Myth (1979) de William Arens marca la emergencia de la pregunta por la razón colonial de los relatos sobre caníbales en la antropología contemporánea. La impugnación de la fidelidad de las fuentes y de la credibilidad de las pruebas antropo-arqueológicas y documentos históricos que hizo Arens –aunque controvertida y controvertible, acusada de sensacionalista y generalizadora– acierta en discutir la presunción de superioridad que conlleva tener el poder de decir y decidir quién es caníbal. El argumento de Arens ha sido a menudo deformado como si se tratara de la denegación de la ocurrencia histórica de casos de canibalismo y no como lo que es: un cambio de problema y de pregunta. Arens propuso una corrosiva hermenéutica de duda y una crítica del régimen de verdad de los relatos sobre canibalismo. La autoridad de los mismos –señalaba– depende frecuentemente del aislamiento ideológico de las circunstancias históricas en que fueron producidos, que en su mayoría corresponden a las invasiones coloniales europeas de América, África y Asia, y al sometimiento de grupos humanos a la esclavitud. El canibalismo funciona como un mito no sólo del colonialismo, sino de las disciplinas que producen el saber sobre la Otredad. De esta manera, Arens no reflexiona sobre el canibalismo en sí, sino sobre la disciplina antropológica que hizo de éste su objeto predilecto. 


Arens llamó la atención sobre el blind spot colonial de la concurrida asamblea de estudios sobre las causas y el significado del canibalismo que se daba en diversas disciplinas como la antropología, la historia y la psicología. La tesis psicologista y desarrollista de Eli Sagan (1974), por ejemplo, intentaba comprender y explicar la práctica caníbal como una forma de agresión institucional que la civilización habría sublimado: el canibalismo marcaría la hora del salvajismo. Sagan proponía que así como, según Freud, la incorporación oral es la respuesta agresiva primaria a la frustración y al deseo de dominar la resistencia del objeto, el canibalismo “es la forma elemental de agresión institucionalizada”. Según él, todas las formas subsecuentes de agresión “están relacionadas de alguna manera con el canibalismo”, presente en formas sublimadas como la caza de cabezas, los sacrificios humanos y de animales, el imperialismo y el capitalismo, las guerras religiosas, el fascismo y el machismo, y la competencia social. Para Sagan, el caníbal se come a aquellos que son Otros al tiempo que las sociedades “civilizadas” esclavizan, explotan o hacen la guerra a aquellos fuera de los linderos del yo. El verbo dominar ha tomado el lugar de matar y explotar, el de comer. La cultura es para Sagan el espacio de la sublimación del canibalismo; sin cultura, tendríamos el negativo de la cultura: “estaríamos todos comiéndonos a nuestros ene-migos”. La comparación es productiva políticamente, pero yerra en la proposición secuencial: para Sagan, primero es el canibalismo y luego, por ejemplo, el colonialismo; cuando históricamente el caníbal es un constructo colonial, independientemente de que la gente se comiera entre sí en Ubatuba, Tenochtitlán o Nueva Guinea.


La antropología no es acusada de una conspiración intelectual sino de trabajar dentro de –y reproduciendo– un sistema mitológico e inconsciente de sus implicaciones ideológicas. Una acusación de conspiración hubiera, sin duda, sido mejor recibida. La lectura de los relatos sobre canibalismo como alegatos justificativos del colonialismo es de vieja data. Ya Bartolomé de las Casas había notado que frecuentemente las noticias sobre caníbales correspondían a rumores y acusaciones y que las áreas en las que habitualmente aparecían coincidían con aquellas en las que el encuentro colonial enfrentaba resistencias. Esto no quiere decir que hubo una vasta conspiración que decidió e implementó la aparición del caníbal. Mala fe hubo, sin duda; pero los relatos sobre caníbales no pueden entenderse como simples farsas. Ello supondría que hay una verdad sobre el canibalismo americano y que dicha verdad hubiera podido ser políticamente significativa de ser develada. Canibalia no entra en la discusión sobre la existencia de la práctica caníbal en América o el análisis de las hipótesis propuestas en torno a sus causas; entre otras razones, porque, como señalaba Said, no debe asumirse que el discurso colonial sea una mera estructura de mentiras o de mitos que desaparecerían si la verdad acerca de ellos fuera contada, pues éste es más revelador como signo del poder atlántico-europeo que como un discurso de verdad. El tropo caníbal fue resultado de un tejido denso de prácticas sociales discursivas, narrativas, legales, bélicas y de explotación colonial. La verdad del canibalismo, si tal cosa existiera, debería indagarse primeramente en las relaciones materiales y de explotación que sobredeterminan dicho tropo.


Nos importa es el canibalismo en la cultura, y qué nos puede decir algo de ella y de nosotros, mejor que de la práctica de comer carne humana o de los Otros señalados como antropófagos. El análisis de las transformaciones y diferentes valores ideológicos y simbólicos del canibalismo tiene que ver no con la “verdad” sino con representaciones e imaginarios culturales; con aquello que Jorge Luis Borges llama –citando a Robert Luis Stevenson– textura o “sarta de textos” al hablar del problema histórico versus el problema estético del canibalismo que Dante le habría imputado al conde Ugolino en La divina commedia. Como se sabe, Dante coloca en el noveno y último círculo de su infierno a los traidores. Entre ellos está Ugolino, tirano de Pisa, que destronado por su pueblo fue encerrado en una prisión junto con sus hijos. En un acto de dolor, Ugolino muerde sus manos, y sus hijos –pensando que es por hambre– le ofrecen su propia carne que él rechaza. Cuando finalmente ellos mueren, Ugolino –al parecer llevado por el hambre– habría comido la carne de sus propios hijos antes de, él mismo, morir. Borges retoma la larga y tradicional discusión sobre si los versos con los que concluye Dante la historia de Ugolino indicarían o no que en efecto el conde comió la carne de sus hijos: “Poscia, più che ’l dolor, poté ’l digiuno” (Canto xxxiii) (“luego el hambre hizo lo que el dolor no pudo”). Para Borges se trata de una “inutile controversia” pues el Ugolino de Dante es una “textura verbal”: una serie de palabras es Alejandro y otra es Atila. De Ugolino debemos decir que es una textura verbal, que consta de unos treinta tercetos ¿Debemos incluir en esa textura verbal la noción de canibalismo? Repito que debemos sospecharla con incertidumbre y temor. 

 

El discurso colonial es menos un sistema que una sarta de textos y significantes relativos a un mundo del cual ellos guardan un índice –en fragmentos– de su significación. Llegamos a esa textura a través de lo que Heidegger en el contexto del conocimiento llama entendimiento previo o pre-comprensiones y con innumerables mediaciones, traducciones, silencios y olvidos. En el estudio de las dimensiones simbólicas del canibalismo es necesario –como Borges frente al canibalismo de Ugolino– optar por la incertidumbre y guardar frente al debate de la “verdad” histórica una distancia interesada; ver en el mismo la oportunidad no de encontrar los hechos, sino, por ejemplo, de reflexionar sobre la conformación colonial de los idearios de la modernidad. Siendo Canibalia un estudio tropológico sobre la retórica de la colonialidad que el canibalismo articula, rehúye –como el ensayo de Borges– la idolatría de lo fáctico. 


La identidad es producto de procesos históricos que han depositado una infinidad de rastros sin dejar un inventario. El canibalismo es en el caso latinoamericano acaso uno de los índices privilegiados a través de los cuales puede delinearse un inventario de trazos en la conformación palimpséstica de la(s) identidad(es) latinoamericana(s); un índice que, lejos de ser una lista exhaustiva, es una maraña de huellas para travesías que pueden hacer visibles (hacer brillar de manera fugaz) determinadas interrelaciones histórico-culturales. Clifford Geertz decía que la cultura puede concebirse como una articulación de historias, un intrincado tejido narrativo de sentido, producto y determinante de interacciones sociales; es decir, una narración que continuamente escribimos y leemos, pero en la cual también somos escritos y leídos. Apenas podemos, como instaba Said, “describir partes de ese tejido [cultural] en ciertos momentos, y escasamente sugerir la existencia de una totalidad más larga, detallada, e interesante, llena de [...] textos y eventos”. Estas travesías por la Canibalia americana no aspiran a ser una historia enciclopédica de las ocurrencias textuales del canibalismo; por lo menos, no en el sentido más obvio de la enciclopedia, de conocimientos organizados con una pretensión de totalidad. Sí, empero, en su sentido etimológico –que reivindica Edgar Morin en Antropología del conocimiento (1994)– de movimiento y circulación del saber en la cultura. Por eso, estas travesías de las que hablamos pueden concebirse únicamente como recorridos parciales –no hay alternativa– de lectura y, a la vez, como escritura de una geografía cultural que la analogía del mapa nocturno usada por Jesús Martín-Barbero expresa adecuadamente.  Podemos recorrer fragmentos de ese mapa como se recorre con la imaginación una cartografía: sabiendo que aquí y allá, por cada trazo, hay cientos de cosas que el mapa no representa y ni siquiera intenta representar.














Tomado de:

JÁUREGUI, Carlos (2008): Canibalia. Canibalismo, calibalismo, antropofagia cultural y consumo en América Latina. Introducción. Premio Casa de las Américas 2005. Madrid, Iberoamericana.

10 junio 2022

La distopía digital. La desaparición de los rituales. No Cosas. Tres Videos sobre Byung Chul Han




Tres videos sobre Byung Chul Han





La Distopia Digital

Byung Chul Han plantea la dicotomía entre la sociedad analógica y la sociedad digital. Una inquietante cuestión que plantea en su libro En el enjambre es si vivimos en una distopía digital y en qué medida somos víctimas y cómplices de la alienación que deriva del nuevo orden contemporáneo. Su reflexión aborda con crudeza la impronta de las tecnologías de la información en cuatro aspectos que sugieren una respuesta afirmativa: la pérdida del respeto, la atrofia cognitiva, la neurosis digital y el enjambre social. 




La desaparición de los Rituales.

Dos cuestiones abren la disertación: Por qué las formas simbólicas de los rituales cohesionan las sociedades y qué nos espera cuando se abandonen estas formas simbólocas. La sociedad sin rituales vive sin demoras, de sensación tras sensación. Se produce un desplazamiento identitario hacia el individualismo dirigido por el imperativo de la producción y el consumo. En este sentido, avanza el embrutecimiento y retrocede la comunidad y la resonancia.




No cosas.

Estamos viviendo la transición de la era de las cosas a la era de las no cosas. El frenesí de la información que nos somete y hemos naturalizado rebela un orden digital volátil, donde lo falso y lo verdadero se nivelan. Las informaciones no hacen la historia, simplemente se suceden, no se combinan para narrar, son fragmentarias. De esta manera seguiremos confinados en una infoesfera sin romper con lo existente, seducidos por el juego débil y el disfrute, distanciados de los otros en una soledad narcisista, aturdidos por la droga digital.