29 marzo 2018

La fuerza motriz del mito del héroe. Fabricio Borja


Tablilla XI de la Epopeya de Gilgamesh
 la cual narra el episodio del diluvio


La fuerza motriz del mito del héroe

Fabricio Ernesto Borja



El siguiente artículo considera el mito del nacimiento del héroe. De acuerdo con la definición del Diccionario de Pierre Grimal, pertenece a un subtipo de lo que llama ciclo heroico, que consiste en “una serie de historias cuya única unidad viene dada por la identidad del personaje que es su principal protagonista” (1)


Los mitos ¿corresponden a un período superado de la humanidad o bien se tratan de estructuras profundas del psiquismo en general y en todos los tiempos? El psicoanálisis postula la existencia de deseos profundos e inconscientes característicos de la condición humana. De acuerdo con esto, cabe pensar que existen mitos modernos. Mircea Eliade cree que ciertos comportamientos míticos perduran todavía: “No se trata de supervivencias de una mentalidad arcaica, sino de que ciertos aspectos y funciones del pensamiento mítico son constitutivos del ser humano” (2).


La mitología articula la oposición mito/logos. Se pueden tomar los mitos al pie de la letra como una realidad prehistórica que da cuenta del origen y razón de ser de todo lo existente; se los puede desechar considerándolos ficciones o fábulas sin valor; o bien, pensarlos como dotados de un valor simbólico en relación a algo que no puede expresarse de otro modo. En este último caso se trata de un relato que tiene dos caras, una ficticia y otra real: en la primera nunca ha ocurrido lo que el mito cuenta y en la segunda lo que dice el relato responde a otra clase de realidad. 


Sigmund Freud (3) , en primer lugar y luego Otto Rank pusieron de manifiesto que la estructura del mito correspondía a la arquitectura del sueño. Al igual que este último estaría compuesto por un mecanismo complejo, síntesis entre la expresión de un deseo inconsciente y las deformaciones consiguientes debidas a los procesos defensivos. Detrás de su aspecto de ficción expresan deseos inconscientes que han sido desterrados por la represión pero nunca destruidos. Mitos y sueños serían fenómenos de la misma serie, y detrás de ellos nos encontraríamos con el Inconsciente y sus modalidades de funcionamiento. 


Al respecto, Joseph Campbell expresa que “(Freud) con su descubrimiento de que los patrones y la lógica del cuento de hadas y del mito corresponden a los del sueño, las hace mucho desacreditadas quimeras del hombre arcaico han regresado dramáticamente al campo de la conciencia moderna”(4)


De acuerdo con estas ideas, el sueño es un fenómeno individual mientras que los mitos son sueños colectivos cuyo denominador común estaría dado por los deseos ancestrales que forman parte constitutiva, desde siempre, de las profundidades del alma humana. Si La interpretación de los sueños aporta la idea del deseo inconsciente como motor del aparato psíquico, la novela familiar del neurótico nos acerca al contenido del material deseante. 


Freud escribe en la novela familiar… que “para todo niño pequeño los padres son al comienzo la única autoridad y la fuente de toda creencia. Llegar a parecerse a ellos –vale decir al progenitor de igual sexo- a ser grande como el padre y la madre: he ahí el deseo más intenso y más grávido en consecuencias de esos años infantiles”(5)


 A esta primera identificación le seguiría el discernimiento crítico. Esto significa que el niño ha advertido ya una distancia entre sus padres reales y aquellas figuras idealizadas de la etapa anterior. Se trata de un discernimiento crítico cargado de determinaciones inconscientes: pequeñas desilusiones respecto de ellos y la llegada de un hermanito serían algunos de los motivos que introducirían elementos hostiles en el vínculo con los padres. A partir de este momento se va a producir un movimiento psíquico de sustitución, en la fantasía, de los padres reales por otros mejores y de mayor alcurnia.  


En un tercer tiempo que llama estadio sexual, aparecerá la rivalidad sexual, debido a que ya se ha hecho el descubrimiento de que el padre es incierto y la madre cierta. Ahora sólo es sustituido el padre y se lo enaltece en lo imaginario. Se atribuye el propio origen a una infidelidad de la madre en relación al padre real. Al final de este proceso el sujeto ha modificado sus vínculos genealógicos, inventándose una familia que no es la real. 


Si se observa esta novela y el esquema arquetípico del nacimiento del héroe se verá que existe un parentesco estructural, el mito aludido también realiza esta sustitución y la plasma en forma poética. Los padres verdaderos son de alta alcurnia lo que otorga al héroe un origen aristocrático; aquellos que lo han recogido y criado son modestos labriegos o animales. Que esto es una inversión de la situación originaria se pondría de manifiesto en aquellos mitos en los que el héroe es recogido de las aguas, en tanto este acontecimiento alude simbólicamente al acto de nacer: recogido de las aguas/nacimiento; quien recoge/madre que da a luz.

Pero, en el caso del niño y, por extensión, en el del héroe: ¿al servicio de qué estaría esta construcción fantasmática que modifica la genealogía? 


El hijo varón se desembaraza del padre y de los hermanos: “Muy en particular son los niños nacidos después que otros hermanos quienes mediante esas imaginerías arrebatan la primacía sobre todo a los predecesores” (6)


Freud señala la existencia de un segundo nivel que podríamos llamar regresivo, en tanto el niño intenta recuperar un estado anterior. Nivel de unión identificatorio con ambos progenitores. Es decir que, de lo que se trataría en el fondo es de recuperar un estado narcisista, aconflictivo, no perturbado por la aparición del tercero. Desde esta óptica el mito del nacimiento del héroe da expresión a uno de los deseos, quizá, más profundos del ser humano, el de ser Uno, de recuperar el Yo Ideal. 


Tanto Freud como Rank, al poner el acento en lo intrapsíquico del niño-héroe, atribuyen tanto a la profecía como el intento de filicidio, a la proyección de la agresión hacia el padre. Hay que consignar que, Rank, hace notar que, en la novela familiar es el niño quien se desembaraza del padre mientras que, en el mito, es el padre quien intenta desembarazarse del hijo (7). En la relación entre padres e hijos se esconde más de un motivo de hostilidad por la rivalidad sexual (8). Estos textos plantean el tema de una lucha generacional, dado que señalan la existencia de una estructura intersubjetiva padre/hijo cuyos polos se alimentan mutuamente, y podemos mirar también desde esta óptica el tema del nacimiento del héroe.


La oposición hostil entre generaciones hace que el hijo combata al padre y el padre al hijo. Como si el padre creyera que sin sucesor va a vivir eternamente, y como si el hijo creyera que matando al padre reeditaría la dupla narcisista con la madre. Circula a lo largo de estas historias una fantasía omnipotente que rehuye de la muerte, de la finitud. 


Si bien todo mito se refiere a un tiempo primordial o tiempo de los orígenes (9) es necesario preguntarse si, como actividad mental, el pensamiento mítico es algo que podamos reducir a la infancia individual o colectiva o bien está presente en las profundidades mentales del ser humano moderno. 


El mito del nacimiento del héroe plasma en forma poética esta problemática: los padres modestos no son los verdaderos a pesar de que en ellos aparecen las expresiones de cuidados y de amor; los padres son de alcurnia lo que destina al futuro héroe a una vida de triunfos. Es decir, el héroe nació en una cuna noble, fue expulsado de ella pero la recuperará para cumplir su destino heroico (10). Al respecto dice S. Freud : 


“Cuándo el individuo, a medida de su crecimiento consigue liberarse de sus padres, incurre en una de las consecuencias más necesarias, aunque también una de las más dolorosas que el curso de su desarrollo le acarreará, Es absolutamente inevitable que dicha liberación se lleve acabo, al punto que debe haber sido cumplida en determinada medida por todo aquel que haya alcanzado un estado normal. Hasta el progreso mismo de la sociedad reposa esencialmente sobre esta oposición de las generaciones sucesivas.” 


El tiempo del mito es supratemporal, no sólo es un tiempo pasado, primordial sino que, por sobre todas las cosas es otro tiempo. El mito debe ser reactualizado a través del ritual. Pero no se trata de una conmemoración, si fuera así nos encontraríamos en el tiempo profano. Se trata de una reactualización o, mejor, de un revivir el tiempo primordial. El mito abre así una  dimensión sagrada del tiempo. Dice M. Eliade: “Al recitar los mitos se reintegra ese tiempo fabuloso y, por consiguiente se hace uno de alguna manera contemporáneo de los acontecimientos evocados, se comparte la presencia de los dioses o de los héroes…” (11) Estas ideas de un tiempo recuperable, nos hace pensar en esos deseos profundos y universales de trascender el tiempo biológico que nos conduce inexorablemente a la muerte. 


Hay autores que separan dos conceptos: el de mito y el de ciclo heroico. Pierre Grimal define así a este último: “Un ciclo heroico se compone de una serie de historias cuya única unidad viene dada por la identidad del personaje que es su principal protagonista.” Estos teóricos reservarían el nombre de mito para aquellos que suponen una cosmogonía mientras que los ciclos heroicos no comprometen el orden del universo. 


Existe un esquema llamativamente semejante en los protagonistas de estos ciclos. En general su nacimiento va precedido de una profecía o sueño profético que determina que el futuro héroe matará o destronará a su padre o representante. El héroe resultará abandonado y en muchos casos este abandono será en las aguas.  


Freud es muy explícito en afirmar que el avance cultural se asienta sobre una lucha generacional y que una de las tareas más difíciles y dolorosas es el desligamiento de los progenitores. Es necesario que los hijos encuentren en los padres figuras idealizadas con las que identificarse, así también que se produzca un fenómeno de desidealización para que los hijos puedan adquirir una identidad diferenciada de los padres. Este proceso puede encontrar fuertes resistencias por parte de los progenitores estableciéndose así una lucha generacional que, en condiciones favorables debe conducir a la muerte simbólica de los padres. 


Conocido es el trabajo de Rank sobre el mito del nacimiento del héroe en el que pone de manifiesto una semejanza: en la novela familiar del neurótico el niño rechaza a sus padres verdaderos para erigir en su fantasía, otros, ennoblecidos. El héroe parece la expresión de esta fantasía. Escribe Rank: “El esfuerzo para sustituir al padre real por otro más distinguido, no es sino la expresión de la nostalgia del niño por aquella época feliz desaparecida, en que el padre parecía todavía el más fuerte y más grande de los hombres, y la madre la más buena y hermosa de todas las mujeres” (12)


La comparación entre la novela familiar y el mito del héroe le permite a Rank establecer un paralelismo entre el Yo del niño y el Yo del héroe (este último representa un Yo colectivo) que realiza la fantasía megalómana de desprenderse de los padres reales y desvalorizados para crearse otros, enaltecidos que, a su vez enaltecen al yo propio.  




Estas formulaciones que refieren lo mítico a lo infantil hay un pensamiento del que debemos despojarnos. Aquello que Rank llama lo infantil es parte constitutiva del sustrato más profundo de la mente humana. Pienso que llamarlo de este modo es sostener la ilusión de que la madurez psíquica nos pondría a cubierto de enfrentarnos con esta problemática. Aquí se debate el problema de decidir si la actividad mitopoiética pertenece a un pasado remoto de la humanidad, o bien, es el trasfondo de la vida mental humana que impone permanentemente un trabajo psíquico. Personalmente me incliné por la segunda hipótesis y tomé como referencia a dos pensadores que han aportado mucho a este tema. 



Otto Rank (1884-1939)
y Sigmund Freud (1856-1939)




El rey Gilgamesh, origen y destino del héroe.



En el mundo antiguo la religión impregnaba toda actividad intelectual. La epopeya de Gilgamesh transmite por tanto un mensaje religioso que determina cuáles son los deberes de los hombres y de los reyes según las exigencias de los dioses, verdaderos padres de alta alcurnia.


Los babilonios creían que el fin del género humano era servir a los dioses. Antes de la creación del hombre, nos dice el mito, los únicos habitantes de las ciudades de la Mesopotamia inferior eran los dioses, quienes se alimentaban y vestían por sus propios medios. Bajo la supervisión de Enlil, el señor de la Tierra, las deidades menores criaban y cosechaban los alimentos de los dioses, labraban la tierra y excavaban los ríos para el riego de los campos. Este trabajo resultó excesivo para ellos y se amotinaron. El ingenioso dios Ea fue el primero en idear la tecnología necesaria para producir a partir de la arcilla un trabajador que los sustituyera. Así, los primeros humanos nacieron del vientre de la Diosa Madre y afrontaron su destino, realizar la tarea impuesta por Enlil. Este acto de creación podía repetirse cuando fuera necesario (13). 


El fin de todo el género humano era labrar la tierra, apacentar los rebaños y acometer cualquier otra actividad que favoreciera la comodidad, la satisfacción y el mejor provecho de sus señores divinos. No obstante, la creación del hombre por Ea llevaba incorporado un fallo que los convertía en una herramienta imperfecta. La arcilla que Ea entregó a la Diosa Madre como materia prima para que de ella engendrara al género humano se animaba —se le infundía espíritu— mezclándola con la sangre de un dios.


El elemento divino en la creación del género humano explica por qué, en lo que supone una diferencia obvia con respecto a los animales, tiene conciencia de la propia identidad y razón. También explica por qué, conforme a la creencia babilónica, los hombres siguen viviendo después de la muerte como espíritus o fantasmas en el otro mundo, tal como se informa en el célebre pasaje del sueño de Enkidú. Pero el problema era que el dios al que había ejecutado para obtener la sangre no constituía el mejor material. Según la tradición, era el jefe de los rebeldes, por ello no es de extrañar que el género humano sea díscolo. 


La civilización del género humano también fue obra de los dioses. Ea envió a los Siete Sabios a Eridu y otras ciudades antiguas, y con ellos todas las artes y los oficios de la vida urbana. Fueron éstos los seres que, según el prólogo de la epopeya, fundaron Uruk con su muralla. De este modo se impusieron a los hombres el gobierno, la sociedad y el trabajo. 


La tradición que sostiene que los primeros hombres vagaban en libertad y sin ley y que no estaban sometidos a los reyes contribuyó a dar origen al mito de que los reyes habían sido creados como seres diferenciados, muy distintos de otros mortales en apariencia, capacidades y deberes. El dios Ea y la Diosa Madre crean al hombre de barro y después crean a un ser superior y le dan las herramientas para gobernar (14). Esta imagen del rey como un hombre de belleza perfecta, dispuesto a combatir, pero guiado por consejos de inspiración divina, impregna la epopeya de Gilgamesh. 


Además de librar los combates de los dioses en su nombre —manteniendo la ley y el orden en la tierra mediante el rechazo del avance del enemigo y el sometimiento de la rebelión interna—, el principal deber del rey era supervisar la reparación y el mantenimiento de los centros de culto de los dioses y asegurar su abastecimiento de alimentos y tesoros.  


Gilgamesh rechaza los sabios consejos y emprende el peligroso viaje hasta el Bosque de los Cedros. Allí, Enkidú y Gilgamesh matan al ogro Humbaba, plenamente conscientes de que el dios Enlil, el mayor poder sobre la tierra, ha confiado a este ser la tarea de custodiar los cedros. Gilgamesh tampoco se guarda de profanar allí las arboledas sagradas de los dioses. Un desprecio de tal calibre hacia los poderes divinos se da también cuando el rey de Uruk repudia a la diosa Ishtar con agravios gratuitos y después mata en combate al toro celeste en el que la deidad deposita sus esperanzas de venganza. Los dioses, impulsados a actuar por la reiterada transgresión de su orden, condenan a Enkidú a morir joven y sin familia, cumpliendo así la maldición del moribundo Humbaba. En este punto Gilgamesh abandona todas las responsabilidades propias de su posición por fines personales y se interna en la estepa. 


Sólo cuando llega al reino de Uta-napishti, sobreviviente del Diluvio y a quien se le ha concedido la inmortalidad, comienza a perder su instinto violento.  Uta-napishti representa el papel del sabio que conoce los secretos del cosmos y el sentido de la vida. Él y sus conocimientos son el final de la larga y ardua búsqueda de Gilgamesh en la encuentra a una figura ideal. Le reprocha a éste que ha andado errante, solo, cubierto con pieles harapientas, y no se ha comportado como un rey. Gilgamesh debería velar por los dioses, sus señores, y por el pueblo, sus súbditos. La tercera parte de los consejos de Uta-napishti será su discurso sobre la vida y la muerte, y la inutilidad de la búsqueda de la inmortalidad. Por sus consejos Gilgamesh se hace sabio, en el sentido de aprender cuál es su lugar en el esquema de las cosas, ordenado por los dioses. Pero su cambio o evolución no se produce hasta después de una larga historia de heroicas fechorías (15). Su último destino será conocido por todos los babilonios: después de su muerte se convertirá en el soberano deificado y el juez de los espíritus de los muertos, puesto que le es confiado por los dioses a causa de la divinidad de su madre.





Notas


(1) GRIMAL, P. (1979): Diccionario de Mitología Griega y Romana. Bs. As, Paidós, p. 24.   
(2) ELIADE, M. (1981) Mito y Realidad. Barcelona, Labor, p. 192  
(3) Ver en específico La interpretación de los sueños (1899), El creador literario y el fantaseo (1908) y La novela familiar del neurótico (1909).
(4) CAMPBELL, J. (1959): El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito. Méx, FCE
(5) FREUD, S. ([1909]1979) La novela familiar del neurótico. Bs. As. A.E.m p. 217.
(6) Ibídem, p. 219.
(7) RANK, O. (1991): El mito del nacimiento del héroe. Barcelona,  Paidós,  p 87.
(8) Cfr. BAUZÁ, H. (2007): El mito del héroe. Morfología y semántica de la figura heroica. Bs. As. FCE.p. 147.
(9) Siguiendo a GRIMAL,  P. (1979) Op. Cit.:“Se ha convenido en llamar mito, en sentido estricto, a una narración que se refiere a un orden del mundo anterior al mundo actual…”  
(10) Cfr. BAUZÁ, H. (2007). Op. Cit. p. 146.
(11) ELIADE. M. (1994) Op Cit, p. 24 
(12) RANK, O. (1991), Op. Cit. p.86.
(13 ) Enkidú será entonces una réplica del primer hombre, creado por la diosa Aruru, a partir de una pizca de arcilla que arrojó a la estepa.
(14) Recordemos, en este sentido, que el rey Gilgamesh es hijo de la diosa Ninsun, y por ello dos tercios divino.
(15) La evolución del héroe le permite al poeta reflexionar sobre la juventud y la edad, el triunfo y la desesperación, los hombres y los dioses, la vida y la muerte. Como poema que explora la verdad de la condición humana, la epopeya transmite un mensaje a las generaciones venideras



24 marzo 2018

Lope. Mary Shelley


Lope de Vega (1562-1635)

Lope

Mary Shelley


La reputación que alcanzó despertó la animadversión de rivales y críticos. Cuando Cervantes publicó Don Quijote, en 1605, Lope se había elevado muy alto en la estima pública; era aplaudido por todos, casi adorado. La abundancia y facilidad de sus versos y lo atractivo de su carácter fueron en parte motivos de ello, pero la causa principal fue su teatro, que estamos tardando en presentar para no interrumpir demasiado el hilo de la historia de su vida, pero cuya originalidad, novedad, viveza y adaptación al gusto español le cosecharon un éxito sin precedentes. Cervantes no apreció los méritos de estas innovaciones, pero se consideraba el inventor de muchas mejoras que se atribuían a Lope y que a él no se le reconocían. Ya hemos visto en qué consistían las pretensiones dramáticas de Cervantes: escenas trabajadas y apasionadas que no se conectaban entre sí mediante los entresijos de una trama metódica, sino mediante la simple textura de sus causas y efectos, como sucede en la vida misma. Cervantes pensaba que era buen escritor y no estaba dispuesto a reconocer que Lope era mejor, ni, en efecto, lo era como conocedor del corazón humano y como creador de situaciones emocionantes; pero sí que lo era en el sentido de que supo entender y representar las costumbres y opiniones del momento con mayor veracidad. Cervantes percibió con facilidad los defectos de su rival: descubrió sus incongruencias y notó la vanidad o avaricia que le hizo ser más abundante que correcto, y su aduladora adaptación a los depravados gustos del momento llevado por el deseo de ser popular. En suma, Lope no era perfecto, pero tenía algo que mientras vivía se acercó mucho a la perfección: dio con el gusto popular, lo alimentó con siempre frescos y deliciosos nutrientes, gustaba, interesaba, fascinaba. Asumir la posición de la posteridad y juzgar fríamente sus obras era una tarea de envidiosos y aunque era natural que un hombre tan profundo y sagaz como Cervantes se viera impelido a hacerlo, sin embargo, atacándole y demostrando sus errores no logró disminuir su influencia, pero se ganó un enemigo. Hay un soneto contra Lope que se le atribuye que no resulta agudo, pero que rezuma desprecio por sus églogas y epopeyas y que alude con sarcasmo a su demasiado abundante fertilidad. 


Su guerra contra Góngora fue mucho más grave, por lo que posponemos su descripción hasta que, en la vida de Góngora, expliquemos en cierto detalle su estilo poético. Mientras, la estima que el público sentía por Lope iba creciendo cada vez más. No hay apenas ejemplos en la historia de una popularidad semejante. Grandes, nobles, ministros, prelados, eruditos, todos buscaban tratarle. Los hombres venían de países lejanos para verle; las mujeres se asomaban a los balcones cuando pasaba, para contemplarle y aplaudirle. Recibía regalos de todas partes y se nos dice incluso que cuando compraba algo y el vendedor le reconocía se negaba a aceptar dinero de él. Su nombre se convirtió en proverbio, convirtiéndose en sinónimo de grado superlativo: un diamante «de Lope», una cena «de Lope», una mujer «de Lope», un vestido «de Lope», era la expresión que se usaba para expresar la perfección de algo. Todo esto podría compensar por los ataques recibidos, pero como estos se basaban en la verdad y como a veces debió de temer que hubiera una reacción contra su popularidad, a veces Lope se sintió hostigado e inseguro. 


Sus obras son más numerosas de lo que pueda imaginarse. Cada año daba a la imprenta un nuevo poema; cada mes, y a veces cada semana, producía una nueva comedia; y al menos estas eran de factura reciente, aunque los primeros eran comúnmente obras de sus años de juventud, luego corregidas y acabadas. Probó todo género de escritura y se hizo célebre en todos ellos. Sus himnos y poemas sacros le ganaron el respeto de los clérigos y mostraron su celo en el estado que había adoptado. Cuando Felipe IV ascendió al trono, inmediatamente colmó a Lope de honores, pues Felipe era un gran mecenas de los teatros y se le atribuyen varias comedias de mérito considerable que se publicaron escritas «por un ingenio de esta corte». Lope publicó en este momento sus novelas, imitación de las de Cervantes —al cual caballerosamente le reconoce que sabía escribir con cierta gracia y facilidad de estilo—, novelas tales que es milagroso que alguien las haya leído y que muestran que la moda lopesca debe de haber sido muy vehemente si les pudo conceder a los lectores la paciencia para aguantar su dispersión. 


Sin embargo, el gusto por la obra de Lope era genuino (aunque nos parezca desviado), como prueba el peligroso experimento que emprendió. Publicó un poema de manera anónima, para probar el gusto del público. El poema tuvo éxito y el favor con que se recibieron esos Soliloquios amorosos de un alma a Dios debió de fortalecer su confianza en sí mismo. La muerte de la desafortunada María, reina de Escocia, despertó en estos años por toda España un común sentimiento de compasión por ella y de indignación contra su rival. Lope convirtió el tema en la materia de un poema que llamó la Corona trágica y que dedicó al papa Urbano VIII, que le agradeció su esfuerzo con una carta de su puño y letra y el título de doctor en teología. Esa fue su época más gloriosa. El cardenal Barberini le seguía por la calle, el rey se detenía para verle pasar y las multitudes se agolpaban a su alrededor por dondequiera que iba. 


La cantidad escritos que produjo es increíble. Se calcula que hizo imprimir un millón trescientos mil versos, y esto es, dice, tan solo una pequeña parte de lo que escribió. Que no es mínima parte, aunque es exceso, de lo que está por imprimir lo impreso. Entre estos se afirma que imprimió mil ochocientas comedias y cuatrocientos autos sacramentales, opinión que durante mucho tiempo se consideró verdadera. Lord Holland detectó su falacia y el autor del artículo en la Quarterly Review adopta sus cálculos y demuestra lo absurdo de ese número. El propio Lope afirma en el prefacio al Arte nuevo de hacer comedias que hasta ese momento había producido cuatrocientas ochenta y tres. De ellas se conservan cuatrocientas noventa y siete. Algunas, ciertamente, se han perdido, pero no tantas como supone el número arriba citado. 


En cuanto al número de versos que escribió, también aquí hay cierta exageración. Dice que escribió cinco pliegos al día y se han hecho con esto los cálculos más extravagantes, como si hubiera podido escribir a este ritmo desde el día de su nacimiento hasta un mes o dos antes de su muerte. Sin embargo, es obvio que la época en la que escribía cinco pliegos al día y una comedia en veinticuatro horas está limitada a unos pocos años. Con todo esto, Lope es, sin duda, e incluso en la prolífica España, el escritor más prolífico y el más fértil. 


Ganó mucho con sus escritos. Los regalos recibidos de diversos nobles sumaban una gran cantidad. Sus comedias y autos, y sus diversas publicaciones, le aportaron cuantiosas ganancias. Recibió una dote con cada matrimonio. El rey le concedió diversas pensiones y capellanías. El papa le regaló diversos beneficios. Con todo esto no llegó a ser rico: aparentemente, sus ingresos totales se elevaron solamente a 1.500 ducados, y abundantes limosnas y una generosidad pródiga vaciaron su bolsa a la misma velocidad con que se llenaba. Gastó mucho en festividades religiosas; fue hospitalario con sus amigos, dispendioso en sus compras de libros y cuadros y generoso en sus limosnas. De hecho, es propio de las posesiones adquiridas como las adquirió Lope que se gasten tan pronto como se ganan, pues como se reciben con irregularidad fomentan hábitos de gasto irregulares. Nos habría resultado chocante que Lope, gran observador, tan beneficiado por los pródigos dones de la naturaleza y la fortuna, hubiera sido avaricioso y miserable. Nos satisface leer acerca de su liberalidad: el terreno bien irrigado, si es generoso por naturaleza, produce abundante vegetación; el que ha recibido tanto muestra la liberalidad de su alma al conceder generosamente a otros la riqueza que tan liberalmente había obtenido él mismo.


Así pasó muchos años, viviendo de acuerdo con los dictados de su conciencia, con moderación y virtud, olvidado de la vida, pero muy atento a la muerte, de modo que siempre estuvo preparado para recibirla. Su piedad, en efecto, estaba teñida de superstición, pero era católico y español y se concentró fervorosamente en los medios de satisfacer la justicia de Dios en este mundo para asegurarse una mayor felicidad en el siguiente. Fue caritativo hasta la prodigalidad y en su vejez dedicó su pluma solo a temas sacros, algo arrepentido de sus trabajos de juventud.


Su salud era buena hasta que, muy poco antes de morir, cayó en un estado de hipocondría que oscureció el fin de sus días. Su amigo Alonso Pérez de Montalbán, viéndole tan melancólico, le invitó a cenar con él y un pariente el día de la Transfiguración, que fue el 6 de agosto. Después de cenar, conversando los tres sobre materias diferentes, dijo que tal era la depresión de espíritu que le afligía que sentía que su corazón le fallaba en el pecho y que le rogaba a Dios que acortase su vida. A lo cual Juan Pérez de Montalbán, su biógrafo, amigo y discípulo, replicó: «No piense Vuestra Merced en eso, que yo confío en Dios y en la buena complexión que tiene que se le ha de acabar ese humor y le hemos de ver con la misma salud de hoy en veinte años». A lo que Lope, con la misma emoción, contestó: «¡Ay doctor, plegue a Dios que salgamos deste!».


Sus presentimientos se hicieron realidad y Lope murió al poco. Se lo advertían sus sentimientos, preparándole así para la ocasión. El 18 del mismo mes se levantó temprano, rezó el oficio divino, dijo misa en su oratorio, regó su jardín y se encerró en su estudio. A mediodía sintió frío, ya por su trabajo con las flores, ya, según afirmaban sus sirvientes, por haber usado de la disciplina con severidad, como demostraban rastros recientes de sangre en su disciplina y en manchas de la pared del cuarto. Lope era, en efecto, un rígido observante del catolicismo, como muestra esta circunstancia, así como el negarse a comer otra cosa que fuera pescado, aunque tenía dispensa para comer carne y se le ordenó hacerlo durante su enfermedad. Al atardecer asistió a una reunión erudita, pero sintiéndose  mal de repente se vio obligado a volver a casa. Los médicos le rodeaban ya con sus recetas y como el doctor Juan de Negrete, médico de Su Majestad, pasaba por la calle y se le dijo que Lope de Vega estaba indispuesto, se apresuró a visitarle, no como médico, como se le había llamado, sino como amigo. Pronto vio el peligro y dejó entrever que sería mejor que tomara el sacramento, con la excusa habitual de que era un alivio para cualquier peligro y que solo podría beneficiarle si vivía. «Pues Vuestra Merced lo dice», dijo Lope, «ya debe de ser menester». Y esa misma noche recibió el sacramento. La extremaunción le siguió dos horas después. Entonces llamó a su hija y la bendijo y se despidió de sus amigos como uno que se dispone a un largo viaje, conversando sobre los intereses de los que quedaban atrás con amabilidad y piedad. Le dijo a Montalbán que la virtud era la verdadera fama y que daría todo el aplauso recibido por la conciencia de haber hecho un acto virtuoso más, y tras estos consejos se dio a la oración y actos de piedad católica. Pasó mala noche y expiró al día siguiente, débil y cansado, pero vivo hasta el final para la religión y la amistad.


Su funeral tuvo lugar al tercer día de su muerte y fue organizado con esplendor por el duque de Sessa, el más generoso de sus protectores, al que había nombrado testaferro. Don Luis de Usátegui, su yerno, y un sobrino, formaron el cortejo, acompañados por el duque de Sessa y muchos grandes y nobles. Clérigos de todas las órdenes llegaron en masa. La procesión atrajo a una multitud. Las ventanas y balcones estaban abarrotados y la magnificencia fue tal que una mujer que pasaba exclamó: «Es un entierro de Lope», ignorando que era el entierro del propio Lope y aplicando el nombre para expresar el grado máximo de esplendor. La iglesia se llenó de lamentos cuando al fin se le depositó en la tumba. Durante ocho días hubo ceremonias religiosas y al noveno se predicó un sermón en su honor, durante el cual la iglesia se volvió a llenar con los más principales personajes de España. Por su testamento, su hija, doña Feliciana de Vega, casada con don Luis de Usátegui, heredó la moderada fortuna que dejó Lope. Especificó en sus mandas algunas pequeñas herencias de cuadros, libros y reliquias para sus amigos. 


De apariencia, Lope fue alto, delgado y bien proporcionado. Era moreno y de expresión imponente. Su nariz era aguileña, sus ojos, vivos y claros, su barba, negra y espesa. Se había hecho muy ágil y era capaz de grandes esfuerzos. Siempre disfrutó de excelente salud, pues era moderado en gustos y de costumbres regulares. Deduciendo el carácter de Lope de su vida y de sus propias relaciones podemos suponer que cuando era joven tuvo toda la vivacidad propia del sur, que sus pasiones eran ardientes y sus sentimientos entusiastas, que fue incauto e imprudente, quizás, pero siempre amable y sincero. Generoso hasta el desprendimiento, devoto hasta la beatería, patriótico hasta la injusticia, era inclinado a los extremos, pero no tenía las cualidades superiores, la fortaleza alegre y el temperamento impávido de Cervantes. El tiempo y las penas suavizaron en su vejez algunos aspectos de su carácter, pero incluso en su jardín, entre sus flores y libros, era vivaz, quizás petulante (pues debemos atribuir a la petulancia más que a un temperamento quejumbroso sus quejas de que se le dejaba de lado), cálido, caritativo y sociable, aunque algo vano, como somos todos. La actividad de su mente tenía más de la espontánea fertilidad de la tierra que de los esfuerzos del trabajo: «las comedias y la poesía eran las flores de su vega», como dice él, y esto parece haber sido una descripción no hiperbólica de la facilidad con la que escribía. Casi no debemos recordar la hipocondría que oscureció sus últimas horas, pues Montalbán la considera solamente precursora de su muerte. Si fuera más que eso, lo deberíamos ver como una prueba más de que la mente no debe trabajar demasiado mientras tenga este frágil cuerpo por instrumento y apoyo.


Al describir el carácter de Lope, Montalbán alaba su natural agradable y modesto en el trato. Era atento en los intereses ajenos, descuidado en los propios; amable con sus sirvientes, cortés, galante y hospitalario, y de muy buenas maneras. Su temperamento, dice, no se molestaba sino con los que aspiraban tabaco delante de los demás, con los canosos teñidos, con los hombres que, nacidos de mujer, hablaban mal de ese sexo, con los sacerdotes que creían las supersticiones de los gitanos y con la gente que, sin intención de casarse, les preguntaban su edad a los demás. Estos pequeños detalles sobre su carácter demuestran buen gusto y buenos sentimientos: molestarse por ver aspirar tabaco es síntoma de limpieza, y hablar siempre bien de las mujeres, de justicia.


Como ningún escritor le ha superado en cantidad, es imposible dar relación cumplida de su obra. Ya hemos mencionado varias de ellas: su Arcadia, producto de su juventud que puede considerarse la mejor de sus obras no dramáticas; La hermosura de Angélica sirve principalmente para mostrar lo superiores que eran los romanzi italianos a cualquiera que haya producido España; La Dragontea es otro poema cuyo protagonista es Sir Francis Drake, en el que el autor no escatima vituperios. Se basa en la última expedición de Drake, cuando, para vengar la Armada y para propinar un profundo golpe al poder español, herido por la destrucción de su flota, arrasó la costa española e infligió inmensos daños a su tráfico marítimo. El poema de Lope es muy patriótico; el odio que se sentía en España hacia la reina de Inglaterra era furioso y personal: el matrimonio de Felipe II con la sangrienta reina María había estimulado el contacto entre las dos naciones y la subida al trono de Isabel había sido la señal con la que nuestra isla volvió a alejarse de la fe católica.


Por tanto, todo el horror que se pueda imaginar ante su herejía y maldad, y la de sus ministros, animaba el alma y dirigía la pluma de Lope.


Pero realmente la reputación de Lope no se asienta en ninguna de estas obras. Se funda en su teatro, y en él debe seguir basándose. Aquí se desempeñó como un maestro de su arte: original, fecundo, nacional, universal, veraz y vivido, produjo un tipo de arte dramático que, hasta hoy, domina la escena de todos los países del mundo. El teatro se estableció en España con considerable dificultad, pues la Iglesia se oponía a las representaciones teatrales. Este prejuicio subsiste incluso hoy en día. Ningún monarca español desde Felipe IV ha puesto pie en un teatro y Felipe V, cuando encontró en Farinelli un alivio para su doliente temperamento, no solo no le escuchó nunca en un teatro, sino que le forzó a abandonar la escena pública cuando le contrató para cantar en privado ante él. En la época temprana de la que estamos hablando la indignación clerical era furibunda y el teatro solo se pudo tolerar concediendo los teatros a dos corporaciones religiosas, una un hospital y la otra de flagelantes, con lo que la maldad de la escena se permitió por mor de los beneficios que resultarían así para la caridad y la religión. Los teatros se situaban en dos patios abiertos o corrales, pues ‘corral’ es el término español para designar un patio de una granja o un recinto para el ganado, y siguió durante mucho tiempo siendo sinónimo de teatro. Al principio las representaciones se hacían al aire libre. 


A Alberto Ganassa, un italiano que trajo consigo una compañía de bufones, le fue permitido gracias a su gran éxito cubrir el corral con toldo y empedrar el patio del corral y a poner en él bancos móviles, parte a la que se llamó ‘patio’ y a la que no podían entrar las mujeres. Los grandes se sentaban a las ventanas de las casas que daban al patio, de las que el gobierno se incautaba y disponía en esas ocasiones. A los príncipes o potentados se les asignaban habitaciones y a los caballeros particulares, una sola ventana, y en esta costumbre primitiva vemos el origen de nuestros palcos. Además, había varias galerías, en algunas de las cuales solo se admitía a las mujeres. Esta se llamaba cazuela y estaba abierta a todas las clases sociales. Sin embargo, ni el piadoso destino de las ganancias del teatro lograron silenciar a los clérigos. En 1600 Felipe III ordenó que el problema se expusiera ante una junta de teólogos. Este consejo estableció ciertas condiciones con las que se toleraría las representaciones, siendo la principal que las mujeres no podían ser actrices ni mezclarse con el resto del público. Fue en esta época y con esta licencia que Lope desarrolló su carrera. Él solo proveyó comedias para toda España y era tan amado del público que solo las suyas se recibían con aprobación. A la subida al trono de Felipe IV, hombre dado al placer, el teatro se hizo más frecuente que nunca. Sin embargo, todavía podemos observar que los clérigos albergaban prejuicios contra el espectáculo, censuraban a Lope por haber fomentado muchos pecados y le hicieron expresar, en su lecho de muerte, su arrepentimiento por haber escrito para la escena y prometer que si se recuperaba no volvería a hacerlo.

















Tomado de:
SHELLEY, Mary ([1837]2016): Cervantes y Lope. Vidas paralelas. Madrid, Calambur. pp.90-99.

05 marzo 2018

Opinión pública. Giovanni Sartori




Opinión pública


Giovanni Sartori 


Si la democracia es gobierno del pueblo sobre el pueblo, será en parte gobernada y en parte gobernante ¿Cuándo será gobernante? Obviamente, cuando hay elecciones, cuando se vota. Y las elecciones expresan, en su conjunto, la opinión pública.


Se dice que las elecciones deben ser libres. Sin dudas, pero también las opiniones deber ser libres, es decir, libremente formada. Si las opiniones se imponen, las elecciones no pueden ser libres. Un pueblo soberano, que no tiene nada que decir de sí mismo, un pueblo sin opiniones propias, cuenta menos que el dos de copas.


Por tanto, todo el edificio de la democracia se apoya en la opinión pública, y en una opinión que surja en el seno de los públicos que la expresan. Lo que significa que las opiniones en público tienen que ser también opiniones del público, opiniones que en alguna forma o medida el público se forma por sí solo.


La expresión “opinión pública” se remonta a las décadas que precedieron a la Revolución francesa. Y desde luego no es por casualidad. No sólo porque en aquellos años los ilustrados se asignaban a sí mismos la tarea de “iluminar”, de difundir las luces, y por tanto de formar las opiniones de un público más amplio, sino también porque la Revolución francesa preparaba una democracia a lo grande que, a su vez, presuponía y generaba un público que manifiesta opiniones. El hecho de que la opinión pública surja, como expresión y como fuerza activa, en concomitancia con el 14 de julio de 1789 también viene a indicar que la asociación primaria del concepto es una asociación política.


Que quede claro, una opinión difundida entre el gran público puede darse, y de hecho se da, sobre cualquier asunto. Por ejemplo, las opiniones sobre el fútbol, sobre lo bello, sobre lo bueno, son también opiniones públicas, pero cuando se dice opinión pública a secas hay que entender que tiene como objeto la res pública, el interés colectivo, el bien público.


Cuando se acuñó la expresión, los eruditos de la época sabían griego y latín, y sabían que la objeción de siempre contra la democracia es que el público “no sabe” De este modo, a Platón, que invocaba a un filósofo-rey porque gobernar exige episteme, verdadero saber; se le acabó objetando que a la democracia le basta con la doxa, es decir, es suficiente con que el público tenga opiniones. Por tanto, ni “voluntad cruda y ciega, ni tampoco “verdadero saber”, sino doxa, opinión: la democracia es gobierno de la opinión, una acción de gobierno fundada en la opinión.


Los procesos de formación de una opinión pública que sea en verdad del público, es decir, que sea relativamente autónoma, son muy complejos. Karl Deutsch nos ha proporcionado, para comprender dichos procesos, el “modelo de cascada”, de una cascada de agua con muchas charcas sucesivas en las que cada vez las opiniones que descienden desde arriba se mezclan y reciben nuevas diferentes aportaciones.


Sigue siendo cierto que, incluso cuando conseguimos una opinión pública relativamente autónoma, el resultado es frágil y relativamente incompleto. ¿Hasta qué punto debe preocuparnos esa naturaleza frágil e incompleta? La respuesta es que mientras nos atengamos al contexto de la democracia electoral, del demos que se limita a elegir a sus representantes, ese estado de cosas no plantea problemas serios. Es cierto que el público en general nunca está bien informado, no sabe gran cosa de política, y no se interesa demasiado por ella. Sin embargo, la democracia electoral no decide de las cuestiones, sino decide quién decidirá las cuestiones. La patata caliente pasa así del electorado a los electores, del demos a sus representantes.


Democracia refrendaria y directismo.


Vuelvo sobre la democracia refrendaria y la democracia electrónica. Aunque se trata efectivamente de democracia directa (por no haber intermediación de representantes ni representación), también son democracias amputadas y empobrecidas. La democracia directa como tal se basa en las interacciones “cara a cara” entre presentes, entre personas que se influyen mutuamente y que cambian opinión escuchándose entre sí. En la democracia refrendaria esto deja de ser así. Y por tanto deja de haber una democracia iluminada por la discusión que precede a la decisión.


El referéndum de que nos ocupamos aquí, que quede claro, no es la institución sagrada en la democracia representativa, sino un instrumento que la suplanta y que, precisamente, funda la “democracia refrendaria”. Este animal nuevo todavía no existe, pero palpita en el aire: es un sistema político donde el demos decide directamente sobre las cuestiones individuales, pero ya no colectivamente, sino separadamente y en soledad. Y la democracia electrónica constituye su encarnación más avanzada. Allí el ciudadano se sienta ante una mesa con su computadora y todas las tardes, supongamos, le llegan diez preguntas a las que ha de responder “sí” o “no” apretando una tecla. Con este sistema llegamos al autogobierno integral. Tecnológicamente la cosa es ya por completo factible. Pero ¿ha de hacerse?


El presupuesto y la condición necesaria para este desarrollo es para pasar de la democracia electoral basada en la opinión pública a una democracia en donde el demos decide por sí mismo cada una de las cuestiones haría falta un nuevo demos, un pueblo que esté verdaderamente informado y sea verdaderamente competente. Si no, el sistema se vuelve suicida. Si confiamos a unos analfabetos (políticos) el poder de decidir sobre cuestiones de las que no saben nada, entonces ¡pobre democracia y pobre de nosotros!


Sin llegar a hipótesis extremas, vale la pena entender cuáles son los límites intrínsecos del sistema refrendario. Ya hemos visto que el referéndum no es un verdadera forma de participación. Participar es “tomar parte” con los demás y en interacción con los demás. En cambio, las decisiones refrendarias son solitarias. Y, por añadidura, son decisiones de suma cero. ¿Qué quiere decir esto?


Una decisión es de suma positiva cuando todos los interesados salen beneficiados por ella en alguna medida, y salen ganando algo (por eso la suma es positiva) Por el contrario una decisión se define de suma cero cuando quien sale ganando lo gana todo, y quien sale perdiendo lo pierde todo (Aprovecho para recordar que existen también decisiones de suma negativa, a consecuencia de las cuales todos pierden algo) Ahora bien, en la democracia representativa es probable que todos salgan ganando algo (la suma es positiva) porque las decisiones de los representantes se negocian de forma que cada uno reciba un trozo del pastel. En cambio, en las democracias directas no hay negociación, no hay intercambio, y, por tanto, quien se impone se lleva todo el plato.


Por último, también hay que tener en cuenta que el “directismo” (en cualquiera de sus manifestaciones) sanciona un sistema mayoritario absoluto que es inaceptable, e incluso funesto para la democracia: porque la democracia es –como hemos visto- derecho de la mayoría en el respeto de los derechos de la minoría, y por tanto requiere un ejercicio del poder que podríamos definir “de suma positiva”



















Tomado de: 
SARTORI, Giovanni (2009): La democracia en 30 lecciones. México, Taurus, pp. 31-34 y 39-41.


03 marzo 2018

La literatura sublime. Harold Bloom




La literatura sublime

Harold Bloom


Durante más de medio siglo he intentado enfrentarme a la grandeza cara a cara, una postura muy poco de moda, pero no veo que la crítica literaria tenga ninguna otra justificación en las sombras de nuestra Tierra del Ocaso. Con el tiempo, los poetas poderosos dirimen estas cuestiones por sí mismos, y los precursores perviven en su progenie. En nuestro paisaje inundado, los lectores utilizan su propia perspicacia. Pero dar un paso adelante puede ser de ayuda. Si crees que con el tiempo el canon lleva a cabo su propia selección, puedes seguir sintiendo un impulso crítico para acelerar el proceso, como hice con Stevens, Ashbery, Ammons, y más recientemente, Henri Cole.


En mi papel de crítico veterano sigo leyendo y dando clases porque no es un pecado que un hombre trabaje en su vocación. Mi héroe de la crítica, Samuel Johnson, afirmó que sólo un asno escribiría por cualquier cosa que no fuera el dinero, pero esta es sólo una motivación secundaria. Yo sigo escribiendo con la esperanza stevensiana de que la voz que es grande dentro de nosotros se levante para responder a la voz de Walt Whitman o a las cientas de voces que inventó Shakespeare. A mis alumnos y a los lectores que nunca conoceré sigo insistiéndoles en que cultiven la sublimidad: que se enfrenten sólo a escritores que son capaces de darte la sensación de que siempre hay algo más a punto de aparecer


El tratado de Longino nos dice que la literatura sublime transporta y engrandece sus lectores. Al leer a un poeta sublime, como por ejemplo Píndaro o Safo, experimentamos algo parecido a la autoría: “Llegamos a creer que hemos creado aquello que solo hemos oído”. Samuel Johnson invocaba precisamente esta ilusión de autoría cuando elogiaba la capacidad de Shakespeare de convencernos de que ya conocíamos lo que el él de hecho nos estaba enseñando. Freud identificaba este aspecto de lo sublime en lo misterioso, que regresa de la huida de la represión como “algo familiar y arraigado dese mucho tiempo atrás en la mente”.


Todavía no estamos del todo seguros de quién escribió De lo sublime ni cuando; con toda probabilidad los fragmentos que han sobrevivido se compusieron en el siglo I o III de nuestra era. Pero la teoría de Longino alcanzó una amplia influencia sólo después de la publicación francesa de Nicolas de Booileu en 1674. Le siguió la traducción inglesa de William Smith en 1739., que culminó en lo que Wimsaff deploraba como “el sesgo longiniano” de “la totalidad del siglo XVIII”.


El tratado de Longino exalta lo sublime aunque también deja paso a la ambivalencia: “Lo que es maravilloso siempre va acompañado de una sensación de turbación” Pero esa ambivalencia es poca en comparación con las abiertas paradojas de los herederos modernos de Longino. Desde Edmund Burke a Immanuel Kant, de William Wordsworth a Percy Bysshe Shelley, lo sublime es al mismo tiempo magnífico y peligroso. La “Investigación filosófica del origen de nuestras ideas de lo sublime y hermoso” (1757), de Burke explica que la grandeza del objeto sublime provoca placer y terror. “El infinito tiene la tendencia de llenar la mente con esa especie de delicioso horror, que es el efecto más genuino y la prueba más fidedigna de lo sublime” La experiencia sublime consiste en una combinación paradójica de placer y dolor. Para Shelley lo sublime es un placer difícil, una experiencia abrumadora mediante la cual renunciamos a los placeres sencillos por los que son casi dolorosos. 


El crítico de finales de siglo XIX Walter Pater contribuyó a las teorías de lo sublime en su concisa descripción del romanticismo al afirma que añadía la extrañeza a la belleza. Para mí, la “extrañeza” es la cualidad canónica, la señal de la literatura sublime . En el diccionario se puede descubrir que el origen latino de la palabra extraño significa “extranjero”, “exterior”, “ajeno”. La extrañeza es lo misterioso: el alejamiento de lo que nos es familiar o banal. Este alejamiento es probable que se manifieste de manera distinta es escritores y lectores. Pero en ambos casos este alejamiento hace palpable la profunda relación entre sublimidad e influencia.


En el caso del lector poderoso, la extrañeza a menudo asume una guisa temporal. En su maravilloso ensayo “Kafka y sus precursores” Jorge L. Borges evócale misterioso proceso en el cual el novelista y ensayista Franz Kafka parece haber influido en el poeta Robert Browning, su precursor por muchas décadas. Lo más extraño de esos momentos borgianos no es que el poeta anterior parezca haber escrito el nuevo poema, sino que el nuevo poeta parece haber escrito el poema del poeta anterior. Ejemplos de este tipo de reordenación cronológica, en los que un poeta poderoso parece haber precedido milagrosamente a sus precursores, abundan en las páginas que siguen.


La influencia de Freud en nuestra idea de los sublime es un ejemplo de esta invención borgiana. La idea de los sublime, desde Longino hasta el romanticismo y más adelante, queda subsumida en la atrevida apropiación que hace Freud en das Unheimliche (de Friedrich Schelling), de manera que el sabio e Viena se convierte en la fuente parental a la que regresa en “Lo misterioso”. Si en este caso Freud triunfa sobre la tradición crítica literaria o queda subsumido por ella es algo que me resulta ambiguo. Pero en el siglo XX, y ahora en el XXI, se puede reformular lo sublime sin enfrentarse a Sigmund, cuyo nombre hebreo, Salomón, estaba mucho más acorde con él, pues no era una persona nada wagneriana y sí parte integrante de la sabiduría hebrea. Longino, Kant, Burke y Nietzsche son todos herederos de Freud.


Para un escritor poderoso, la extrañeza es la ansiedad de la influencia. La ineludible condición de los sublime o de la alta literatura es el agón: Píndaro, las tragedias atenienses, y Platón anfrentándose a Homero, que siempre gana. La gran literatura comienza de nuevo con Dante, y prosigue con Shkespeare, Cervantes, Milton y Pope. Implícita en la famosa celebración de lo sublime de Longino –“Llenos de placer y de orgullo creemos haber creado aquellos que sólo hemos oído”- estaba la ansiedad de la influencia. ¿Qué parte es creación mía y qué parte he oído antes? La ansiedad es una cuestión de identidad personal y literaria. ¿Qué es mi yo y que es mi no-yo? ¿Dónde acaban las voces de otros y empieza la mía? Lo sublime transmite poder y debilidad imaginativos al mismo tiempo. Nos transporta más allá de nosotros mismos, provoca el misterioso reconocimiento de que uno nunca es completamente el autor de su propia obra o de su propio yo.


El elemento de la extrañeza en la belleza posee el efecto contrario. Surge del contacto con una conciencia distinta a la nuestra, diferente, aunque no tan remota que no podamos compartirla en parte, como de hecho da a entender, a ese aspecto, la mera palabra “contacto”. La extrañeza, de hecho, provoca el asombro cuando no comprendemos: la imaginación estética cuando sí comprendemos.


Shakespeare, cuando te entregas por completo a su lectura, te sorprende por su extrañeza, que para mí es su cualidad sobresaliente. Sentimos la conciencia de Hamlet o Yago, y nuestra conciencia extrañamente se expande. La diferencia de leer a Shakespeare y leer prácticamente a cualquier otros escritor es que nuestra conciencia se ensancha más allá de lo que al principio parecía una aflicción o un asombro extraños. Cuando nos disponemos a encontrarnos con una conciencia más vasta, nos metamorfoseamos en una aceptación provisional que deja de lado cualquier juicio moral, mientras que el asombro se trasmuta en una comprensión más imaginativa.


Kant definió lo sublime como aquello que rehuye la representación. A lo que yo añadiría que la turbulencia de lo sublime necesita una representación si no queremos que nos supere. Comencé este libro especulando que el autor de Anatomía de la melancolía escribía para curarse de su propio saber, y que yo también escribo para curarme de la sensación de haberme visto demasiado influido desde mi infancia por las grandes obras del canon occidental. Mi precursor crítico Samuel Johnson también consideraba la escritura como una defensa contra la melancolía. Johnson a quien se puede calificar de poeta de la experiencia más que a ningún otro, tenía "el apetito de la imaginación”, y sin embargo cedía a él cuando leía la poesía que más le gustaba. Su mente, prodigiosamente activa, bordaba la depresión siempre que estaba indolente, y necesitaba estar en funcionamiento para alcanzar la libertad. Se trata de algo bastante distinto del Shakespeare de múltiples mentes, del implacable Milton, o del genial Pope. Entre los poetas, a quién más se parecía el reo que el moralista cristiano desaprobaba, o a Leopardi, un visionario del abismo que habría llenado de temor al gran ensayista inglés.



















Tomado de:
BLOOM, Harold (2011): Anatomía de la influencia. La literatura como modo de vida. Bs. As. Taurus,  pp. 35-39.