Saer: un escritor de lugar
Julio Premat
Junto con Borges, Saer es uno de los autores argentinos que con más clarividencia y dramática intensidad instaló en el centro de su literatura la pregunta del cómo ser, o volver a ser, o seguir siendo, escritor. Las respuestas que fue dando, sea en las modalidades peculiares que tomó la producción de sus ficciones (lo.que cabría denominar su proyecto), sea en un uso original de la metaliteratura (representación ficticia de escritores, de medios literarios, de procesos de escritura), sea en una teorización sobre el lugar del escritor (en particular en sus ensayos de los años setenta, período de afirmación de su obra) y en las estrategias de intervención o de no intervención en medios académicos, periodísticos y culturales (estrategias que, a su vez, fueron transformándose a medida que se transformaba lo escrito). Todas estas respuestas tienen en común dos elementos. Por un lado, la afirmación tenaz de un modo de pertenencia: ser escritor es, en Saer, ser un escritor con un territorio, un escritor que se construye un lugar, que transforma las coordenadas del propio origen para hacer de él el cimiento de una identidad literaria. A la pregunta “cómo ocupar un lugar”, Saer parece entonces responder escribiéndose él mismo ese lugar –que es también un lugar de lectura, un modo de recepción de sus textos–.
Por otro lado, esa afirmación de una pertenencia, ese lugar en la literatura y en el mapa argentino, son, como todas las otras respuestas dadas, móviles, inestables y, macedonianamente, paradójicas. Es decir, que las respuestas al “cómo ser escritor” o al “cómo ocupar un lugar” integran, aquí también, la coexistencia simultánea de posiciones opuestas, para construir sistemas que vuelvan viable la creación. Como queda dicho en la introducción, son ficticias o sea, en la versión de Saer, son una mezcla inextricable de empírico y de imaginario, una manera de dar cuenta de la indeterminación del sentido del universo y del hombre, una propuesta para redefinir, problemáticamente, lo que entendemos por “verdad”. Una constante dimensión contradictoria va a caracterizar, por lo tanto, los diferentes aspectos analizados en el texto que sigue.
La muerte del autor.
Más que de obra o de saga, el conjunto de los relatos escritos por Juan José Saer podría calificarse de cadencia, es decir que esos textos se caracterizan por una frecuencia de producción, por una singular manera de avanzar, por un ritmo, por una continuidad que se prolonga de título en título. Así, desde su primer.libro de cuentos, En la zona (1960), vemos aparecer y reaparecer personajes y situaciones que se prolongan, se cruzan, se completan, dejando siempre la puerta abierta para otra página, para otra peripecia, para otra frase que suena y resuena como una melodía a la vez conocida y diferente. A pesar de algunos puntos en común con dos modelos eventuales, Balzac y Proust, la práctica es original: no hay ninguna visión panorámica de una sociedad (como en Balzac), ni una continuidad que termina, en un último suspiro y página escrita, recuperando tiempos perdidos, armando la historia de una escritura (como en Proust), sino que hay un movimiento incesante, un conjunto inconsistente. Glosa, que es quizás la novela central del corpus saeriano, nos propone una imagen posible para describir el funcionamientoLa escritura sería como esa caminata de Leto y el Matemático a lo largo de veintiuna cuadras y cincuenta y cinco minutos el 23 de octubre de 1961: un avanzar constante, tan lineal como zigzagueante. Cierto es que una serie de digresiones, a lo largo del paseo, narran el pasado de Leto y del Matemático y narran también lo que les sucederá a los personajes entre esa mañana de 1961 y algún día trágico de 1979, o sea que el recorrido lineal tiene, en realidad, bifurcaciones, variaciones, pausas. Pero, contra vientos y mareas, la novela continúa su movimiento, de cuadra en cuadra. Igualmente, aunque los relatos de Saer vayan integrando variantes, innovaciones, trasgresiones del propio principio de construcción, una frase lleva a la otra, una página a la siguiente, una novela a su continuación futura.
El conjunto da una impresión de proyecto y de homogeneidad prevista de antemano, porque ciertas reglas, que se van definiendo de libro en libro, rigen su funcionamiento, y también porque el lector atento descubre, ante cualquier texto nuevo, indicios y anuncios en textos anteriores (por ejemplo, algún cuento de En la zona anuncia la primera novela redactada, La vuelta completa y varias posteriores, como Glosa y La grande). Con una singular coherencia retrospectiva, todo parece previsto desde el inicio, todos los textos parecen haber existido desde el primer texto, o al menos, ese efecto se produce cuando leemos ahora las ficciones juveniles. Efecto de coherencia, creado por la dinámica de expansión y variación de la obra, que es inseparable de otro efecto: el de inventar a un autor, centro y responsable de esta arquitectura.
Una articulación significativa al respecto es el prólogo incluido en En la zona, que puede tomarse como el prólogo de toda la obra. Ahí leemos: “Para todo escritor en actividad la mitad de un libro suyo recién escrito es una estratificación definitiva, completa, y la otra mitad permanece inconclusa y moldeable, erguida hacia el futuro [...]. Si ante un libro suyo in-completo un escritor muere o se dedica a otra cosa, era que en realidad ya no le quedaba nada por decir y su visión del mundo era incompleta”.
Ya a los veintitrés años Saer afirmaba ese principio de lo incompleto y de la cadencia que trato de describir, principio que constituye el marco en que se definirán las especificidades de su función de autor. Escribir no es cerrar, terminar y completar, sino que supone una doble operación: fijar un sentido hoy y erguir otro, la otra mitad, para el futuro: un libro escrito tiene siempre una mitad “inconclusa y moldeable”. Si a un escritor le quedan cosas por decir, si tiene una visión del mundo, todo libro incompleto lo protege de la muerte. La firmeza de la cadencia de escritura más la impresión de lucidez e intencionalidad –como si, desde el inicio de los tiempos, en el mundo saeriano todo estuviese predeterminado a ocupar el lugar que, más tarde, ocupará–, dan, ambas, una impresión fuerte de presencia autoral, de sujeto dueño de una voluntad clarividente y todopoderosa, poco compatible con el borrado del autor que, en otras perspectivas, constatamos en los textos de Saer. Pero se trata de un efecto producido por los textos y no una causa u origen de esos textos: la cadencia, el modo de producción, dibuja entonces una figura imaginaria de autor.
Porque en la práctica, no es que todo esté pensado y previsto (que la obra esté cerrada, aunque más no fuera a nivel del proyecto), al contrario: cada paso implica, por supuesto, una novedad e incluso un cambio con respecto al episodio precedente. Sin embargo, una serie sutil de mecanismos lleva siempre a integrar el desvío, a naturalizar lo extraño y a producir lo que se podría calificar de coherencia retrospectiva, sugiriendo una apertura hacia lo que vendrá (una nueva mitad inconclusa, “erguida hacia el futuro”). La obra es una totalidad dinámica, y de ninguna manera una estructura rígida. Cada novela produce un cambio de reglas, y el cambio de reglas, nuevas novelas. La incorporación de cada parte en una totalidad redefinida no es entonces una rectificación del conjunto sino un modo de funcionamiento: el efecto se vuelve causa; la excepción, norma; lo inédito, lo extraño, lo sorprendente se convierten en un episodio ya previsto y programado. Se trata de un principio de inclusión a posteriori: cada texto funciona como una anomalía con respecto al sistema, pero el trabajo de escritura supone una adaptación, una transformación del sistema, para poder integrarlo.
Así, esa cadencia de escritura es, en sí, el proyecto. El proyecto es un efecto de dos o tres reglas básicas y de esa cadencia. El seguir siempre escribiendo, el ampliar, variar e integrar, son un modo de movimiento, un ritmo que también identificamos en el estilo del escritor, esas largas frases, a la vez extensas, digresivas y de pulso seguro; frases que parecen poder integrar todo lo lateral y lo inédito, sin perder de vista su sentido. En una obra que habla obsesivamente de los estragos del tiempo y de la muerte, esta cadencia está, a su manera, negando también toda idea de cierre: el punto final es lo único que nunca puede suceder. Nada parece poder interrumpir ese flujo, nada parece poder quebrar un dispositivo de singular perennidad. Si en Glosa el narrador nos transporta hacia otras circunstancias y peripecias que transforman la caminata juvenil y primaveral en el anticipo de una tragedia ineluctable, cierto es que el libro vuelve, al final del paseo, a esa mañana de 1961 y nos deja la imagen de un Leto joven, para quien la vida está todavía por delante. Esos cincuenta y cinco minutos, los de la obra literaria, desafían lo que el narrador sabe y narra del desenlace de las biografías de los personajes: en alguna medida, ese tiempo se puede prolongar para siempre. Para hablar de los textos de Saer habría entonces que utilizar una forma verbal imperfectiva: no están escritos, sino siendo escritos, siempre por escribirse, siempre en movimiento. La obra es eterna y nosotros, los lectores, lo somos con ella.
Estas características de la composición del corpus se confirman si observamos el proceso de escritura (que pude estudiar para una edición genética de Glosa y El entenado). Saer escribía lentamente a mano, en prolijos cuadernos con renglones y márgenes, en donde iba inscribiendo el texto sin borradores anteriores, sin blancos, sin pausas, sin arrepentimientos. Sus textos están escritos así: una frase después de la otra, una página después de otra, con una especie de fuerza tranquila, de fluidez que se siente, luego, en el resultado. Glosa, por ejemplo, cuya complejidad estilística, cuya trama intrincada de planos temporales, cuya red fluctuante de versiones y personajes, son notables, está escrita así: una palabra después de la otra, un paso y otro paso, una frase después de la otra, de cuadra en cuadra, una página y otra página y por fin tres cuadernos, veintiuna cuadras y una estructura impecable. Por otro lado, es imposible fijar el comienzo y el fin de la producción de un texto: en los documentos preparatorios aparecen pistas para novelas distintas, a veces muy alejadas en el tiempo y, en última instancia, puede considerarse que cada novela sirve de borrador para la siguiente. Esa cadencia también se percibe entre cada fragmento del corpus: sólo unos días separan el fin de la escritura de El entenado y el inicio de la de Glosa. Y Glosa se cierra, en el medio de un cuaderno, con una fecha (“11 de septiembre de 1986”) e, inmediatamente después, en la página siguiente, sin ni siquiera dar vuelta la hoja, se lee otro título (“De lo imposible”), otras fechas (“13/4/87”, “15/5/87”, “10/9/87”) y otros tanteos de comienzos. Otros tanteos de comienzos que se inician repetidamente con la palabra “Sigo”. Y así es: se trata de la novela que sigue, de La ocasión. La cadencia es ésa, la cadencia es eso: la escritura de Saer “sigue”. Este “seguir” es un elemento importante de lo que cabría denominar el “efecto Saer”: es una obra que se va leyendo y releyendo a sí misma, pero siempre esperando o incluyendo la expectativa de otro episodio, de otraperipecia, de un retorno de la misma melodía, del mismo ritmo, de la misma mirada lúcida, irónica, hedonista y espantada del mundo. Y también es este seguir, esta cadencia, esta dinámica a la vez decidida y reticente, lo que traza, con peculiar constancia, una presencia de autor, como aquél, no que sabe, decide y determina, sino como esa fuerza que prolonga, a lo largo de los años y de los libros, la frase, el fantasma, el epifánico percibir.
A la descripción que precede hay que leerla en realidad en tiempos pasados. La muerte de Juan José Saer el 11 de junio del 2005 fue un cataclismo que, a su manera, trastocó un mundo, ese espacio único, la zona. Carlos Tomatis, Pichón Garay, Washington Noriega y tantas otras figuras que transitaban de relato en relato, han desaparecido, o al menos se han fijado para siempre en las mismas frases socarronas y los mismos comportamientos dubitativos. Los insistentes interrogantes a la percepción y a lo real quedarán, ahora, determinados en características restringidas y resumibles. Y ese fluir estilístico deja de ser un movimiento continuo que parecía no poder agotarse nunca para formar un círculo cerrado. La cadencia se detuvo, el tiempo queda suspendido. En el plano estrictamente literario, la muerte de Saer es, entonces, un acontecimiento mayor: la última página está escrita. Se suele decir, de cara a la muerte de un escritor, que él sigue vivo en sus textos. En el caso de Saer no es así: su muerte, la frontera entre lo que escribió y lo que no escribirá nunca, son una revolución que pasa a formar parte de la obra, que la transforma. Sin lugar a dudas, el sistema productivo y su capacidad de integrar lo anómalo van a atribuirle un lugar específico a ese final, van a hacerlo resonar como algo extrañamente previsto, como un efecto retrospectivo. Otra obra comenzó entonces, diferente de la que habíamos leído.
Esas resonancias, esos efectos retrospectivos, empiezan ya a percibirse. Porque significativamente, la última página es una novela inconclusa, La grande, en donde reaparecen personajes eintrigas de la obra anterior, en una dinámica narrativa de gran amplitud. Final abierto que, por supuesto involuntariamente, cierra una posible continuación. Una novela que, coincidencia, vuelve a pasar por En la zona, La vuelta completa, por Cicatrices, por La mayor, por Glosa, por La pesquisa, por Lugar. Una novela que transita, como quizás nunca antes en Saer, por territorios relativamente tradicionales: intrigas complejas, referencialidad estricta, fuerte impregnación autobiográfica. Es decir que la obra se termina y se detiene en esa “gran” novela que a su manera refleja y retoma lo ya escrito, tanto en la propia obra como en la literatura universal. Repito: esto no es más que una dramática casualidad o, como hubiese dicho Saer, una contingencia (una contingencia de ésas que, según él, rigen buena parte de lo que los hombres pretenden entender, reivindicar o dominar). Ver un testamento en este último relato, ver un cierre voluntario en esa novela trunca, sería aberrante: el proyecto de La grande se confunde con el de Glosa, es decir que tiene más de veinte años y Saer preveía una novela breve que, de alguna manera, prolongaría La grande. Pero, de nuevo, la causalidad es significativa retrospectivamente: es en el momento de casi terminar este recuento y este panorama de lo anterior que la escritura se detiene.
Es más, se detiene en un momento, de una manera, en una frase, que merecen comentario. Como sabemos, La grande termina en la última parte de la novela, una especie de breve epílogo intitulado “Lunes”. La novela está dividida en siete días, de “Martes” a “Lunes” y la acción principal terminaba al final del “Domingo”. Lo que queda, entonces, pasado en limpio en una computadora, prolijo y aparentemente listo para su publicación, son los seis primeros días, luego el título “Lunes”, un subtítulo, “Río abajo”, y la primera frase de ese epílogo: “Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino.” La última frase está allí, río abajo y hablando del otoño, del tiempo y del vino. La obra se cierra con un epílogo que es un inicio, elinicio de un párrafo, el inicio de un texto nuevo y el inicio de una semana nueva. Lunes, primera frase y después nada, nadie, nunca. Escritura suspendida en un momento cualquiera, disponible para una continuación imposible. El escenario de la escritura queda vacío, sin que haya habido gesticulaciones patéticas ni tonos definitivos. De pronto, la cadencia se interrumpe, el escritor se esfuma.
Encuentro, en la obra misma de Saer, una situación que podría servir de alegoría de esta muerte percibida como una suspensión cotidiana, como una interrupción suave y total al mismo tiempo. Me refiero a la descripción que leemos, en La pesquisa, de la casa de Rincón después del secuestro del Gato y Elisa (episodio anunciado entre líneas en Nadie nada nunca y narrado en Glosa): después de un paseo en barco, los personajes y la novela “pasan” por el espacio de la acción de Nadie nada nunca. La irrupción del horror deja, según se nos cuenta entonces, la casa intacta, en una sobria descripción que, aunque algo extensa, vale la pena citar:
De esa casa habían desaparecido varios años antes, sin dejar literalmente rastro, el Gato y Elisa. Fueron, como tenían la costumbre de hacerlo desde hacía años, a pasar un par de días juntos, y nunca nadie más volvió a verlos. La casa de Rincón había sido desde siempre para ellos el recinto sacrosanto donde repetían periódicamente el ritual del adulterio. La puerta de calle estaba como de costumbre sin llave, pero todo seguía limpio y ordenado. No había señales de lucha o de presencias extrañas. Las camas estaban hechas y la mesa puesta. En la heladera, los alimentos para varios días se encontraban todavía en buenas condiciones. Aunque había algunos objetos de valor, máquina de escribir, ventiladores y otros artefactos, no faltaba nada y cada cosa seguía, intacta y en perfecto estado de funcionamiento, en su lugar. Un amigo publicitario, para el que el Gato hacía de tanto en tanto algún trabajito, fue el que descubrió que habían desaparecido: como eran tiempos de terror y de violencia, y como al entrar en la casa silenciosa, empezó a sentir un olor nauseabundo, el amigo publicitario se asustó bastante, pero cuando entró en la cocina descubrió que el olor venía de un pedazo de carne que se descomponía sobre el fogón, en un plato. Al lado había un gran cuchillo de cocina y una tabla de picar carne, pero no habían tenido tiempo de usarlos. En el momento en que habían sacado el plato de carne de la heladera y lo habían depositado sobre las baldosas rojas del fogón, el fluir de sus actos se había detenido y ellos se habían como quien dice volatilizado.
Así queda la zona de Saer, con sus calles y casas, con su luz y sus árboles, con su río y sus personajes: decorado y elenco inmovilizados. Así, dejando todo el dispositivo de su obra en orden, intacto y en “perfecto estado de funcionamiento”, de pronto se detiene el fluir de la escritura y el autor se volatiliza del escenario de creación. Ese fue, ése es el último gesto, la manera extraña en que se suspende, más que termina, la producción literaria de Juan José Saer.
Doble constatación de lo que precede. Por un lado, esta suspensión, en vez de una palabra final, un cierre o un clímax después de una vida de escritura, acentúa la impresión de una cadencia autónoma, independiente del sujeto. Pero al mismo tiempo, la fuerza que cobra este final discreto es una confirmación, a posteriori, de la eficacia del procedimiento. Evidentemente, en una obra que insiste en el borrado de toda voluntad, en una práctica escéptica del concepto de personaje y en una teorización de la ausencia de autor, es singular que la muerte del escritor sea un acontecimiento que transforma el sentido de los textos y reorganiza el conjunto de la producción. Por lo tanto algo, antes, debía preparar este efecto inesperado. Porquela cadencia productiva y la definición, digamos, retrospectiva del proyecto planteaban ya el problema de la intencionalidad; el proyecto es, en alguna medida, la materialización de un sujeto autor: el autor no es nada, nadie, según la frase saeriana, a lo que cabría agregar que no es nada y nadie más que esa palabra –ese flujo, esa cadencia– y ese deseo que le daban a la obra su potencia tranquila. Si se quiere, esa cadencia implica ciertas modalidades, procesos y momentos de la definición de un autor, visto como un efecto de la escritura, como un efecto transformado legendariamente en causa de lo escrito.
La cadencia arriba resumida tendría por lo tanto dos resultados simultáneos y superpuestos: la constitución de una serie de textos en obra, la transformación de la instancia engendradora de esos textos en autor. Su interrupción marca una extraña modalidad de ausencia, es decir, fija para siempre una presencia pasada. Ésa es la paradoja saeriana que, me parece, se sitúa en el centro de su producción y de su manera, a la vez lateral y sintomática, de ser escritor, de seguir siendo escritor o de volver a ser escritor, después de Borges.
Los tíos narradores.
En los textos de Saer vemos repetirse la puesta en abismo, a nivel temático o argumental, del engendramiento del texto y de su funcionamiento estructural. Siempre, en algún rincón de una ficción saeriana, se encuentra, a veces disimulado, el espejo que refleja el propio relato, su lógica de construcción, sus condiciones de posibilidad. Y, siempre, ese reflejo, esa puesta en escena inmediata o mediatizada, gira alrededor de lo problemático y lo indeterminado, cuando no de lo arcaico y lo originario. El tema de la escritura es también el sistema productivo, su dinámica y su inestabilidad, dramatizados como una peripecia angustiante que incluye, lateralmente, la promesa de una posible continuación. Así, en la ficción saeriana la creación supone plasmar en la hoja lo que se escribe como mensaje sin sentido para una vidente que no ve y para un escritor que observa, incrédulo, lo que está escribiendo: “el sopor, la somnolencia, la miopía, llenan mi carta de presentación”, leemos en la “Carta a una vidente” que cierra La mayor. Los personajes de autor en la obra y los episodios de escritura que figuran en ella presentan, todos, cierta indefinición, cierto automatismo, cierta sumisión a un dictado de algo que viene de otra parte. Vemos repetirse imágenes de escritores que no escriben, como Tomatis, que se hunden en el agua chirle de la melancolía, que bromean con desesperada ironía. O que se van y regresan (Pichón Garay, Gutiérrez), o que llegan a la zona (el entenado, Bianco, el doctor Real). El que no está, el que no escribe, el que perdió, el que vuelve en busca de un pasado quimérico, el que no logra descifrar lo real: esas coordenadas recurrentes constituyen las coordenadas de un “ser-en-el-mundo” saeriano, y por lo tanto son inherentes a la tarea de escritura. La puesta en escena en el relato del propio engendramiento significaría, en todo caso, una incredulidad y las ilusiones perdidas del narrador, en palabras del propio Saer en “Razones”. O sea que se interroga la escritura y la autoría como un enigma, en una galería de personajes que son autorretratos desautorizados y falsos, modos soñados de ser escritor que funcionan como imágenes de una posibilidad: todos son y ninguno es, mientras la escritura sí “está siendo”.
Matizando esta primera constatación general, vemos yuxtaponerse dos ficciones distintas sobre el origen de los textos. La primera sería histórica, hecha de una puesta en escena de escritores de la zona, de grupos artísticos, de polémicas y modalidades de funcionamiento de un medio literario mínimo y particular que, según uno de los postulados esenciales de la obra, tendría la capacidad de significar lo universal: es decir, una herencia, una colectividad, una situación en la tradición occidental. La segunda toma la forma de un mito que narra, una y otra vez, el momento de aparición de la palabra, gracias a una regresión, un despojamiento, un hundimiento en lo anterior y lo informe; en sus versiones más complejas, la ficción supone remontar hasta tiempos fuera del tiempo y, desde el barro primero y la página en blanco, ver surgir, a partir de esa nada, el propio mundo narrativo, la propia obra.
Del lado de la ficción histórica, hay que notar la constancia, quizás desdeñada por la crítica, con la cual Saer fue construyendo una narración de la vida intelectual y literaria de la ciudad. Desde las deshilachadas conversaciones de –ya– Tomatis y tres amigos en “Algo se aproxima” (1960) a una de las líneas argumentales fundamentales de La grande (2005) (la anécdota del “falso vanguardista”, que es el punto de partida del proyecto de la novela en los años ochenta), pasando por las discusiones estéticas de la primera parte de Cicatrices (1969), las irónicas y chispeantes polémicas del cumpleaños de Washington en Glosa (1986), o las peripecias ocasionadas por la herencia literaria de ese mismo Washington en La pesquisa (1994), la obra vuelve, una y otra vez, a narrar o a representar un medio artístico en general y literario en particular, una manera de situarse frente a la cultura universal, frente a las tensiones políticas y estéticas argentinas, frente a las ideologías, al regionalismo, a la moral, al poder económico, etc. Y a poner en escena, como un modo natural de estar en el mundo, a escritores o a hombres más o menos directamente relacionados con la literatura, empezando por Tomatis y Pichón Garay, los dos personajes más importantes de la obra. Se narra así un primer plano amistoso –el grupo, en el que se incluyen los recurrentes personajes de la zona– y, luego, las interrelaciones de ese grupo al que se pertenece con los otros, los adversarios, con el poder económico, político y artístico de ciudad o de la región.
O sea que, en contrapunto a las figuras estériles de escritores melancólicos, la obra reproduce y construye un mundo intelectual en el que fue o habría sido engendrada, inscribiendo a la creación en cierto tipo de prácticas literarias, en cierto arte de la conversación muy determinado, en ciertos tonos y preocupaciones identificables con una época y un lugar: Saer renueva el tópico literario argentino de la reunión de amigos y las trasnochadas discusiones intelectuales. Las descreídas representaciones de escritores que caracterizan sus relatos, así como los vehementes postulados universalizantes que los rigen, son la otra vertiente de un gesto repetido que tiende a arraigar a los textos en un contexto fuerte, en un horizonte de origen en parte legendario y en parte referencial –en parte empírico, en parte imaginario–, reivindicando un espacio inédito en la literatura nacional. O si se quiere, en una obra marcada por una especie de orfandad cósmica y de autonomía exacerbada –si tomamos al pie de la letra ciertas articulaciones y afirmaciones metaliterarias del escritor–, los textos ponen en escena, se detienen detalladamente, en la narración de un origen colectivo, de un medio, es decir, en una pertenencia. Según una frase conocida de Saer (de Una literatura sin atributos) “todos los narradores viven en la misma patria: la espesa selva virgen de lo real”, pero él, antes de irrumpir en esa espesa selva virgen, delimita un medio literario tan afabulado como santafesino.
Ahora bien, el contrapunto entre la afirmación normativa del ensayo –en general polémica– y la sutil práctica narrativa es más que significativo; o, si se quiere, el hecho de que a la pertenencia (a un grupo, a una corriente literaria, a una generación, a un período histórico, lo que podría considerarse como una etapa indispensable en la construcción de una figura de autor) se la exponga más en la ficción que en ensayos o entrevistas es un gesto fuerte, ya que, consecuentemente, esa pertenencia será rastreable, referencial, y al mismo tiempo creada por lasnecesidades o el deseo del sujeto que escribe. La pertenencia es una ficción personal, una apropiación imaginaria de lo existente, lo que implica un doble movimiento: por un lado, situar un pasado, un nosotros, un origen intelectual y espacial para la obra. Por el otro, en la afirmación misma de esa pertenencia, exponer una singularidad, una diferencia radical, ya que ese grupo, ese medio, ese lugar y ese tiempo son ficciones. Porque a pesar de la parcial referencialidad de lo representado (comprobable en el caso de algunos personajes y peripecias, según rumores santafesinos), la transformación que lleva a cabo Saer de esos materiales hace de su propia historia y de su propio origen intelectual una leyenda. Y, repito, en contradicción con esta fuerte pertenencia afabulada, los textos ensayísticos afirman, intensamente, una especificidad, un rechazo de cualquier determinación de origen, una individualidad que, aunque sea incierta y escéptica, no por ello es menos sólida. Si, siguiendo a Nathalie Heinich, los escritores vacilan por un lado entre la nostalgia por los grupos literarios, la incorporación en una tradición y el reconocimiento de modelos, y, por el otro, un “ascenso en singularidad” que lleva a una diferenciación radical y la definición de una especificidad, esta pertenencia ficticia de Saer es, sin duda, un compromiso entre una socialización y un particularismo reconocible.
En esa dinámica, el gesto más importante será, quizás, la construcción dentro de ese medio, grupo o generación, de una filiación. El personaje de Washington Noriega supone, gracias a su figura, una recuperación personal de Juan L. Ortiz, más allá de la defensa directa del valor de su obra, a menudo expuesta en los ensayos. En esa defensa Saer desbarata los juicios tradicionales que forman el canon literario argentino –Juanele, repetidamente, es el “mejor poeta argentino”–, y al hacerlo sitúa en el Litoral la escritura de una obra de gran envergadura y de ambición universalizante. De esta manera, se inscribe a sí mismoen una filiación de poetas y no de narradores: un lugar posible para su propia obra se encuentra así dibujado. Y hay que notar también que en Washington encontraríamos elementos de Macedonio, según alguna declaración suya, lo que se corresponde con una voluntad de superponer las dos figuras. Más allá: con una intención de poseer su “propio” Macedonio, pero sobre todo de transformar a Macedonio en un antepasado para el propio proyecto –un antepasado que no sea Borges–; en este caso, el iniciador de una experimentación narrativa extremada en la literatura argentina. Vía un personaje inventado, Washington, Juanele y Macedonio se vuelven los padres putativos en esa “gran tradición de Occidente” reivindicada en La narración-objeto, “compuesta casi exclusivamente de marginales”. Padres putativos o, para decirlo con Saer, tíos narradores, según la expresión que usa en un artículo sobre Guimarães Rosa incluido en Trabajos. Allí, efectivamente, el escritor defiende la creación de una filiación novedosa, tomando el ejemplo de Dostoievski, torturado por la muerte del padre:
A esa fatalidad familiar, en tanto que novelista, le opuso una filiación propia, personal, una filiación cultural [...]. Sus tíos narradores se llamaban Gogol, Balzac, Cervantes, Shakespeare, Homero. Transportándolo a un mundo más grande y más flexible que el de su fatalidad biológica y familiar, no solamente lo salvaron, sino que lo hicieron uno de los suyos, apto a transmitir no únicamente una visión propia, sino también, como ellos, una tradición renovada.
Pero más allá de las especulaciones sobre el valor del personaje de Washington en tanto que posición de lectura ante la biblioteca literaria argentina, conviene subrayar un gesto más simple, esa discreta ficción de filiación entre el viejo sabio y los jóvenes intelectuales (la fiesta de cumpleaños en Glosa es el momento cumbre al respecto), filiación que tendrá su vertiente legendaria en la relación entre el Padre Quesada y el entenado. Frente al escritor que vive en la “selva espesa de lo real”, que no es “nadie y nada”, que escribe despojándose de todas sus determinaciones y todos los elementos que harían de él “alguien”, es decir, también, que anula toda posibilidad de ser el hijo de otro, los relatos vienen, en sentido inverso, a narrar una sucesión de generaciones, un modo de transmisión, un lazo entre el sujeto que escribe y los que lo precedieron. Aunque entrecortada, hay entonces en ese grupo literario un esbozo de novela familiar. Un grupo literario regido por la incredulidad, una filiación de desconfianza, un código común de negatividad: ése sería el linaje intelectual, tan argentino después de todo, que Saer crea en sus ficciones.
En el universo de la zona, Washington no es el único “antepasado”, ya que en algunos textos dispersos aparecen dos otros personajes de escritores de la misma generación que Washington, Higinio Gómez y Adelina Flores, que, aunque no ocuparon, finalmente, un lugar importante en la obra, están presentes en textos preparatorios de las novelas como dos “pares” del viejo poeta. Los tres personajes (asociados por la edad y por la actividad de escritura, según Saer) son mencionados en un documento prerredaccional de El entenado, que tiene la forma de una cronología de los principales acontecimientos de esa novela (en 1515 se señala la muerte del capitán, en 1525 el encuentro con españoles que llevan al entenado de vuelta a Europa, y así sucesivamente). Al final, dando un salto vertiginoso, aparecen estas últimas fechas y estos últimos acontecimientos: “1577 Muerte del entenado; 1891 Nace en San Javier Jorge Washington Noriega; 1908 Nace, en la ciudad, en el Barrio Sur, Adelina Flores 1915 Nace en Rincón Higinio Gómez.” Luego de la “prehistoria” –la vida de la tribu colastiné–, empieza entonces la historia de la zona, con sus primeros personajes “históricos” (y el gesto se repite, también, con la insistente evocación de la fundación dela ciudad, en particular la que, supuestamente, lleva a cabo un antepasado de los mellizos Garay). O sea que, si construye y reconoce una filiación santafesina, atribuyéndole un lugar a un Washington –bastante Juanele y algo Macedonio–, también es cierto que el propio Washington es a su vez un heredero, el heredero de un personaje saeriano, es un vástago del entenado. El título de la novela en francés fue, con el acuerdo de Saer, L’ancêtre (el antepasado), lo que funciona, lo vemos, como una interpretación de la relación de esa novela con el resto de la obra, como una afirmación de la creación de linajes imaginarios en ella, pero también como una afirmación, por parte del propio Saer, de su lugar de heredero de un personaje suyo, un heredero de sí mismo, un heredero de un personaje sin origen, sin familia y sin linaje.
Estas últimas afirmaciones nos llevan a las ficciones legendarias o míticas sobre el origen de los textos, esa serie de relatos de autoengendramiento que vuelven, una y otra vez, a una especie de grado cero u hora primera, en la cual no sólo surge la escritura, sino, cósmicamente, el mundo entero. La nada, la incredulidad, la incomprensión y la desorientación que caracterizan al acto de creación en sus versiones ficcionales son las condiciones para integrar una recurrente representación arcaizante de la escritura: una y otra vez, la obra parece perder en el camino todo saber, toda cronología, toda determinación cultural, y retroceder hasta un tiempo fuera del tiempo, a un instante mágico, involuntario y sufriente, a una dimensión en la cual la tradición, ausente, se encuentra reemplazada por la pulsión: sólo entonces se logra pasar de la nada a la primera palabra.
“La mayor” es un ejemplo perfecto de esa regresión y ese despojamiento: después de dejar de lado la posibilidad de prolongar el gesto proustiano de recuperación del tiempo perdido, después de haber desplegado hasta la exasperación la desorientación de la conciencia ante el lenguaje y el paso a la representación, después de haberse desnudado en un frío hostil, allí, en la somnolencia de un duermevela atónito, Tomatis recupera, uno a uno, rasgos narrables de una experiencia del pasado. O sea, deja de lado a Proust y afirma una impotencia radical, como para lograr renovar su gesto: él también, como el pequeño Marcel en la primera frase de En busca del tiempo perdido, “Longtemps, je me suis couché de bonne heure”, se acuesta (la historia no precisa, hay que reconocerlo, si se acuesta temprano o tarde). O, si se quiere, borra a Proust para efectuar otra vez ese gesto, más allá de toda repetición o prolongación de lo ya escrito. En El limonero real, varias veces, encontramos la misma dinámica de anulación del relato en una nada originaria y una progresiva reconstrucción de la literatura a partir de ella. La caída de la palabra en un rectángulo negro y el inicio desde cero –desde el balbuceo de un lenguaje infantil–, peripecia muy comentada de la obra, son otro ejemplo de este movimiento de anulación cósmica de lo dicho y de puesta en escena de una primera página, de una primera palabra, producida por un sujeto único. Por eso, retomando una afirmación de Saer sobre Onetti leída en Trabajos, podemos matizar la aparente modestia del gesto y considerar que “algo hay de heroico” en ese descenso al infierno del sentido disuelto y de la frase empantanada para lograr reinventar una mínima expresión, aunque más no sea –siguiendo con la cita sobre el escritor uruguayo– “para narrar la imposibilidad de vivir, el fracaso, el desengaño”. Es el heroísmo de Tomatis, de nuevo, en Lo imborrable, cuando desciende así hasta el “penúltimo escalón” y entra en contacto con el agua “chirle” de la depresión, para después remontar hacia la escritura gracias a un soneto dedicado a la mujer prehistórica, Lucy (el personaje practica el soneto “como terapia”).
Esta ficción mitificante del origen de la propia obra se cristaliza, límpida, en El entenado, que es la historia legendaria de una escritura, una escritura que supone ante todo una regresión radical en el tiempo, la pérdida de la cultura y de la lengua, la confrontación con el más recóndito mundo pulsional del hombre, la inscripción del pasado familiar como el de un huérfano que elige y construye su filiación, la recuperación de una figura paterna y el reaprendizaje de la palabra simbólicamente significativa, y por fin la evocación nostálgica e incierta de algo que existió otrora y que desapareció para siempre. La proeza narrada en esa novela no cambia el valor paradójico del proceso. Escribir es una misión que supera la conciencia y la voluntad, en donde se intenta, en buena medida inútilmente, decir lo pulsional y lo reprimido; la negatividad posee, ahora, una vertiente anterior, una página fundacional. Y al mismo tiempo, Saer crea allí su propio espacio, se vuelve el primer escritor de Santa Fe, pero también de Argentina, asumiendo, como un demiurgo, el papel de hacedor de lo existente; hasta la localidad en donde vivió durante unos años (Colastiné Norte), termina transformándose en el nombre, histórico a decir verdad, de una tribu legendaria.
Dos retratos de escritor se desprenden de este relato. Primero, ser escritor es ser el def-ghi, función enigmática que exige toda una vida para ser descifrada (sólo en la vejez el grumete entiende que los indios esperaban que él sobreviviese para ser “ante el mundo, su narrador”), y en ese enigma y en la polisemia del término, ya se sugiere la dificultad esencial de definir al autor, de entender su papel y trazar su identidad: en realidad, es la escritura, es el cumplimiento inconsciente de la función que se le atribuyó otrora, lo que hace de él un escritor. Ser escritor aparece así como una consecuencia y no como una causa: es el resultado de la obra. Porque de lo que se trata no es de una autobiografía, sino de un rito colectivo, de un mandato de los otros, o sea, de llegar a ser un escritor-testigo de la orgía, ser un escritor-testigo espantado de la locura de lo real, de lo irreductiblemente pulsional del hombre, ser la simple memoria inciertade lo perdido para protegerse de la muerte. Ser la voz de aquello que, mágica y enigmáticamente, engendra la escritura sin que el sujeto consciente y racional llegue a dominarlo o comprenderlo. Y cualquier hombre, entendemos leyendo la novela, puede, circunstancialmente, ocupar ese lugar: cada año, un extranjero diferente es el def-ghi. El escritor, en sí, no es nadie.
Pero también, ser escritor es ser el entenado, ser aquél que tira por la borda toda una tradición (la de la picaresca, la de las novelas de aventuras o de aprendizaje, la de las Crónicas), y que desde la segunda página del texto parte hacia un más allá quimérico, hacia otra orilla, virgen y utópica, en donde la fruta es “más sabrosa y más real”. Es escribir desde afuera, desde el despojamiento, desde un destierro visto como situación existencial definitoria de lo humano. Ser escritor es olvidar su lengua y su cultura, es inventar las circunstancias desde las cuales se vuelve a aprender esa lengua y esa cultura. Es ser un escritor huérfano, un escritor adoptado por varios grupos humanos hasta construirse una filiación afectiva, eligiendo a sus “tíos narradores”, en un otrora situado antes del comienzo de la historia argentina. Y al mismo tiempo, es escribir desde el inicio, despojado de todo, es fundar, heroicamente, un territorio y una literatura. Huérfano radical o función de testigo de lo otro del hombre, en ambos casos el origen de la escritura se sitúa, imaginariamente, fuera de la razón, de la tradición y de la herencia.
En todo caso es significativo que en esa novela Saer, como quizás nunca en toda su obra, haya representado la práctica material de la escritura, o si se quiere, llevado hasta sus últimas consecuencias la alucinación del propio gesto de escribir: los prolijos cuadernos que contienen el manuscrito y que hablan de esa mano trémula de un viejo que escribe en el umbral de la muerte sobre un episodio enigmático de su juventud son un espejo en donde el escritor escribió delirándose a sí mismo con su propia ficción de escritura. Por un lado, esta mitificación yesta creación de una versión imaginaria de la actividad creadora no desembocan en respuestas operativas ni en afirmaciones tajantes, ya que la duda y la prudente modestia acompañan el proceso, es decir que la dimensión problemática de la escritura se prolonga en su versión legendaria. Pero también se le atribuye a una práctica incierta, como es la creación, una serie de ecos intensos en un pasado fuera del tiempo. La escritura, la posición del sujeto que escribe, son suficientemente enigmáticos para merecer la invención de un mito privado que tendría un valor indefinidamente explicativo. Así, la zona saeriana, pasa a tener un rutilante relato fundador. La fuerte reorientación de la producción de Saer después del El entenado no sería ajena a esa reinvención de lo propio, a saber, la figura de autor y el lugar de lo narrado.
Un lugar de autor.
“Mito” e “historia”, autoengendramiento o ficción de pertenencia son las maneras de construirse una figura de autor o, como lo indica la insistente espacialización metafórica del fenómeno que vengo repitiendo, la manera de hacerse un lugar. Ambos relatos desembocan, en todo caso, en la problemática del territorio de las ficciones, la zona. Ahora bien, la elección de un espacio único que sería el lugar de origen del escritor, Santa Fe, pero con exclusión sistemática del nombre constituye, como es bien sabido, uno de los puntos de partida más evidentes del proyecto y un eje alrededor del cual van girando y escribiéndose las diferentes variaciones de la obra. Es, incluso, una condición necesaria, de valor general, para cualquier obra, según repetidas afirmaciones del escritor: “la invención de un territorio propio para implantar en él [las] ficciones [...] es la condición necesaria de casi todas las empresas narrativas”, escribe en Trabajos,sobre, otra vez, Onetti, haciendo hincapié en la especificidad irredimible de ese territorio inventado: “Hay que decir también que, con su propio nombre o con un nombre inventado, como la Cacania de Musil, o sin nombre en absoluto, el territorio en el que un narrador instala sus ficciones, sólo tiene un parentesco lejano con el espacio o la geografía habitados por los seres de carne y hueso que chapaleamos en lo empírico”.
Consecuentemente, cuando Arcadio Díaz Quiñones le propuso a Saer establecer un mapa de la zona (según el modelo del mapa del condado de Yoknapatawapha de Faulkner), la respuesta del escritor fue un gesto en tres etapas que se asemeja a su propia escritura: desplegar un mapa de Santa Fe, borrar el nombre de la ciudad y sólo entonces situar en él los principales lugares de los relatos ya escritos, convirtiendo al espacio existente en espacio ficticio.
Sin embargo, y desde ya paradójicamente, dentro de los documentos preparatorios para la escritura de Glosa se encuentra, por ejemplo, un diario de viaje a Santa Fe (llevado a cabo en septiembre/octubre de 1982), con precisiones y detalles referenciales (sobre clima, vegetación, cambios de la ciudad, modos de hablar, etc., etc.) dignos de una ficha redactada por un escritor naturalista, viaje y diario que jugaron probablemente un papel esencial en el proceso de creación de la novela. O, con respecto a otros textos, existen trazas de indagaciones minuciosas –sobre el comercio de vino en Santa Fe, por ejemplo– que prueban una constante y quizás creciente preocupación por la, sino “verdad” referencial, cierto tipo de verosimilitud de lo narrado. Y, claro está, el despliegue topográfico de La grande, con sus repetidos recorridos por una ciudad reconocible, refuerzan esa impresión. Por lo tanto, el “parentesco” entre el territorio de las ficciones y el espacio de Santa Fe y sus alrededores será “lejano” (siguiendo la cita precedente), pero el trabajo del escritor parece haberlo llevado, sobre todo en las últimas etapas de suobra, a aumentar el parentesco en vez de a volver más visible la lejanía.
Porque resulta, en un punto, demasiado fácil resolver la cuestión afirmando que la zona saeriana es una Santa Fe ubicada en un mapa literario, que es una Santa Fe imaginada, y que el anonimato postula, como una frontera infranqueable, la especificidad del mundo ficticio frente al mundo real o, si se quiere, la fractura sin solución entre lo real y la representación. Demasiado fácil ya que, una vez que reconocemos estos postulados, la continua referencialidad de la zona sigue resonando. ¿En qué y por qué ese espacio no sería “realista”? ¿Alcanzaría la ausencia de nombre para propulsarlo en una esfera de literariedad? ¿La ausencia de nombre no es una modalidad de, no sólo postular negativamente, sino también intentar llevar a cabo positivamente la representación de esa ciudad? El asunto es seguramente mucho más complejo de lo que una primera impresión, respetuosa de las posiciones de Saer al respecto, nos indica. Entre otras cosas, porque las posiciones son coherentes y constantes, pero la praxis narrativa de ese “lugar” es inestable, evolutiva y a menudo contradictoria. En ese sentido, hay que notar también la sucesión de, por un lado, una ampliación vertiginosa del concepto de lugar (en los cuentos del libro Lugar, del 2000): al haber ya construido un espacio literario fuerte y reconocible, el mundo entero entra en él. En esos relatos, el lugar puede ser cualquier lugar, El Cairo, Chernobil, Cadaqués o Viena. Por otro lado, inmediatamente después de haber afirmado la universalidad del lugar y su carácter, digamos, virtual (sería un espacio puramente literario), en La grande Saer vuelve, con una inédita meticulosidad referencial y evocativa, a la ciudad de Santa Fe. Plenamente propietario de ese mundo, lo despliega y hacer funcionar con evidente placer, como si la universalización del libro precedente liberara su capacidad de nombrar el espacio de siempre, el espacio propio. Y no sólo de nombrar, yaque entretejida en las intrigas proliferantes de la novela, Saer se acerca, como nunca antes, a la narración de una trama autobiográfica, inseparable, por supuesto, de esa ciudad, de ese lugar.
Podemos suponer que de lo que se trata no es, solamente, de plantear lo problemático de la representación de una realidad y la defensa de un estatuto ambiguo del texto literario (que son afirmaciones programáticas repetidas), sino de, repito, “hacerse un lugar”, es decir, hacer de un espacio existente, anónimo, quizás gris y sin relieve, el propio espacio para una literatura. O sea, transformarlo gracias a una mirada, a una perspectiva personal. Transformarlo no en el sentido de convertirlo en un espacio fabuloso o legendario (como, para tomar un ejemplo radical, García Márquez cuando pasa de su pueblo natal, Aracataca, a Macondo), sino transformarlo en el sentido de una apropiación, es decir, hacerlo existir exclusivamente a través de la propia percepción y sensibilidad. El ejemplo que podría ser modélico, a pesar de algunas diferencias conocidas, es el de Santa María de Onetti: crear otro espacio, una ciudad propia, mundo aparte de la ficción, que al mismo tiempo es un territorio que no tiene ninguna característica peculiar, que no es un espacio de pesadilla ni de maravilla, que es el mismo espacio disfórico y triste de la vida cotidiana (o del magma empírico en donde chapalean los hombres de carne y hueso). Pero que es un espacio dominado por la imaginación o el sueño de un sujeto. Para ser escritor hay, entonces, que crear lo existente, hay que empezar de nuevo la fundación del mundo (y de la literatura): hacerse un lugar es edificar una ciudad que, aunque sea semejante a la real, pueda ser sin embargo propia, dominable. Es la sensibilidad y el tono –la mirada, la perspectiva– o, para decirlo con Saer, la manera –“es la manera lo que cuenta”–, aquello que convierte a ese territorio en epítome del universo entero, por supuesto, pero sobre todo lo que hace de ella el lugar de una escritura diferenciada.
Si tomamos a Borges como paradigma de una entrada en escritura y de las estrategias del ser autor en Argentina –lo que es discutible y lo que Saer hubiese rechazado con virulencia– podemos encontrar analogías entre el Borges de los años 20, que se inventa una ciudad y un espacio para su proyecto literario (esa invención de las orillas y esa “Fundación mítica de Buenos Aires”, que también pasa por Díaz de Solís) y Saer, que en su primer libro se sitúa (En la zona) y en su primera novela funda (recuérdese la historia de los orígenes de la ciudad narrada en La vuelta completa). O sea: hacer de una ciudad existente un lugar literario como manera de hacerse/volverse escritor. La comparación con Borges, sea cual fuere su pertinencia, tiene, al menos, un interés, el de medir la creencia en el propio destino literario que supone ese gesto y también, por qué no reconocerlo, la ambición así marcada. No es casual entonces que, al final de El entenado, después del amenazante eclipse que permite palpar la “pulpa brumosa de lo indistinto”, el entenado confiese una –inverosímil– pertenencia: “Al fin podíamos percibir el color justo de nuestra patria”. El escritor, después de ese mito fundacional, se inscribe en un nosotros, en una tierra de padres (una patria) y tiene un “suelo firme” en el que, como lo afirma el narrador de esa novela al llegar a las costas americanas, es posible “plantar [su] delirio”. El escritor acaba de encontrar, de fundar, su lugar.
La invención de un territorio es un proceso particular: el territorio inventado termina inventando al autor, en el sentido de imponerle rasgos, características, limitaciones, postulados, dinámicas, relatos. El territorio es el lugar para contarse, para trazar las peculiaridades de un tono, para decir un deseo y una pérdida, para desplegar un modo de percibir; es el lugar para, ante el amplio horizonte de todo lo posible, refugiarse en una pertenencia, inscribirse en una filiación; es el lugar para expresar el espanto ante el mundo y cantar el maravilloso cabrilleo de lo existente; es el lugar, por fin, para convertir en materia narrativa variable la confusa red de acontecimientos, recuerdos e impresiones que constituyen la propia vida. Si ampliamos vertiginosamente el análisis y el concepto, la conclusión sería que, en Saer, el lugar es su más nítida figura de autor o que es, al menos, la condición indispensable para balbucear un relato personal que logre trazar, paso a paso y página a página, el mapa de su cara.
Las teorías de autor.
A la luz de las afirmaciones precedentes, puede llevarse a cabo una lectura peculiar de los discursos críticos de Saer, en particular de sus ensayos. Una lectura desde la propia producción y no desde los objetivos explícitos de esos textos. Allí encontramos un pensamiento que no guía y prepara la propia práctica, sino un pensamiento que surge de una práctica y que, con otro efecto de causalidad retrospectiva, viene a justificar y a atribuirle sentido a gestos y elecciones ya realizados (y, por lo tanto, a preparar nuevos gestos y elecciones que darán lugar, a su vez, a otras teorizaciones). Ante todo, en ese conjunto de textos se define una ética del rechazo como condición elemental para la propia escritura: las tomas de posición prefieren a menudo afirmar lo que no se quiere en vez de lo que se quiere –en oposición al gesto repetido de fundación y autofundación en sus relatos–. Un ejemplo sacado de “Razones”:
En mi caso, el trabajo mismo de la escritura se hace sin preconceptos teóricos. En cierto modo, me valgo de una poética negativa: tengo mucho más claro lo que no quiero o no debo hacer que lo que voy a hacer en las próximas páginas. ¡A lo mejor todo es una simple cuestión de fobias! Es mucho más lo que descarto que lo que encuentro. Podría compararse al trabajo alquímico en la medida en que, seleccionando elementos y poniéndolos en relación para que se modifiquen mutuamente, busco obtener un residuo de oro.
En su trayectoria intelectual se suceden así los escándalos contra las instituciones tradicionales y porteñas de la literatura argentina, contra los imperativos del regionalismo o del realismo (en los años sesenta); una oposición al Boom, al realismo mágico en tanto que identidad literaria para América Latina, a la integración de discursos mediáticos en la literatura, al exilio y el sufrimiento como pathos ineluctable del escritor rioplatense (en los setenta); se sucede la puesta en duda del culto a Borges y de ciertas operaciones literarias que integrarían mercado y teoría literaria, como la de Umberto Eco (en los ochenta y los noventa), etc. Estas lecturas trastocan las figuras fuertes de la literatura, creando una filiación paralela, leyendo en los otros los propios principios o leyendo lo que en los otros vendría a justificar la propia obra. Por ejemplo, se protege del Boom gracias a la austeridad del Nouveau roman, entra en los debates sobre el compromiso o sobre el realismo con ideas freudianas sobre la creación, ataca al canon establecido gracias a Juan L. Ortiz y a Antonio Di Benedetto, retoma la negatividad de Adorno frente a la poética positiva del realismo mágico, elude toda rigidez teórica gracias a Barthes y a su escritura del “cuerpo” y así sucesivamente.
Hay que notar, matizando y precisando las afirmaciones precedentes, que la recuperación de tal o cual bandera programática es siempre utilitaria, en la medida en que no implica una adhesión concreta. Por ejemplo, si retoma las teorías del texto, los postulados del Nouveau roman y el psicoanálisis en contra del realismo mágico y la cuestión del compromiso, también denuncia, muy tempranamente (desde 1972-1973, o sea, en el momento de escritura de los relatos considerados más “maximalistas”) el sectarismo teórico de Ricardou y de Robbe-Grillet o critica la lingüística-ficción que, como una paranoia teórica, perseguiría a los escritores. El mejor ejemplo de este fenómeno es, seguramente, el desparpajo con el que proclamó, una y otra vez, la muerte del género novelesco desde un proyecto de renovación de ese género y de escritura sistemática de grandes y ambiciosas novelas. O sea, aun en las reivindicaciones polémicas de los otros o de principios programáticos, encontramos la búsqueda de una singularidad, de una escritura titánica a su manera, asumida hasta sus últimas consecuencias y por lo tanto autónoma, cuando no opuesta a los demás escritores, a las teorías, al mercado, a las convicciones y creencias.
Los ensayos de los fines de los sesenta y de los setenta ponen en duda el pensamiento metaliterario, afirman la necesidad de despojarse, de escribir desde una intemperie, en contra de su propio tiempo –para llegar a ser paradójicamente, su tiempo mismo–: “No ha de tener, el narrador, ningún compromiso previo con nadie ni con nada, y sobre todo, con ninguna teoría”, leemos en “Narrathon” (1973). De hecho, no hay tal despojamiento ni singularidad radical, pero toda lectura será autocentrada, preocupada por las eventuales apropiaciones de saberes y discursos. Por ejemplo, también en “Narrathon”, postula que el escritor debe trabajar imaginariamente la lingüística o la teoría de la narración ya que lo que cuenta son “los ecos indecibles que ese repertorio conceptual despierta, de un modo vago, en él” (así funciona, dicho sea de paso, su relación con el psicoanálisis, la filosofía, la antropología o la historia: El entenado es, en ese sentido, un espléndido ejemplo de una lectura autocentrada). O sea, en la visión saeriana, que no es ajena a una idealización legendaria personal, la creación exige una posición “superyoica” potente, porque se lleva a cabo desde una tensión entre las exigencias de la obra y las solicitaciones de una carrera literaria (tensión que, según Saer, suscita un desgarramientoy que sólo puede remediarse con el éxito del escritor): en todo caso, es lo que escribe en un ensayo sobre El hacedor de 1971.
Estas tomas de posición, en algunos casos impregnadas de un espíritu de denuncia y provocación, son a menudo contradictorias con las prácticas literarias (algunas contradicciones resultan evidentes en los párrafos precedentes). De lo que se trata, más bien, es de crear un espacio para el propio proyecto, es delimitar un terreno de lo posible y de lo legible para lo que se está escribiendo. Porque lo singular del fenómeno es que, en contrapeso a ese rechazo no encontramos tanto una estética operativa, clara y reivindicable, o una posición programática y vanguardista (a pesar de la importancia atribuida a lo nuevo y a la experimentación, afirmaciones que se corresponden, también, con la posición de rechazo ya mencionada), sino que encontramos una prolongación de la indeterminación de las representaciones ficcionales de la escritura. Lo reivindicado es la dimensión involuntaria, cuando no inconsciente, de la creación; de una creación vista como un dictado fuera de todo proyecto, de una creación para la que se reivindica vehementemente un valor ético y un espacio de libertad. Así se desarrolla una teoría de la anulación de la voluntad, de una somnolencia, que termina rastreándose en la historia de la literatura y en una familia literaria que se va esbozando de ensayo en ensayo. Ser escritor sería saber canalizar un flujo discursivo e imaginario cuyo origen se desconoce y que apenas se comprende. Esta canalización supone una posición modesta, la de una literatura sin atributos, en la que el autor se representa a sí mismo y representa a la escritura como instancias dudosas; supone una teorización de ese surgimiento enigmático; supone, consecuentemente, un activo y enérgico rechazo de todo lo que trabaría, limitaría o volvería ilegible “eso” que se escribe.
Este tipo de opciones y de tensiones se observa también en la esfera, ya más directa, de construcción de una figura pública del escritor Juan José Saer. Me refiero a sus intervenciones mediáticas, al lugar atribuido a la autobiografía en sus declaraciones y textos, a sus acciones y modos de vida, tal cual trascendieron y circularon en los medios literarios. Por lo pronto, hay que señalar una peripecia biográfica de inmensas consecuencias: el viaje a París en 1968. Poco importa cuáles hayan sido las motivaciones personales de ese viaje, el efecto fue el de desplazarse (el de borrarse a medias, se diría desde sus ficciones) con respecto al espacio de origen, Santa Fe, y de cara al centro literario del momento, Buenos Aires. París vivido como un lugar de margen, como un afuera en donde es posible escribir (y casi todos los grandes textos surgen allí); escribir, digamos, “no estando” o, si se quiere, no siendo escritor, no lidiando con la construcción de una imagen pública de escritor. En ese sentido, su posición se asemeja a otra, conocida y comentada por Saer, la de Gombrowicz al mantener una ex-centricidad argentina frente al sistema literario polaco de posguerra –ejemplo citado en la introducción de este libro–: París y Buenos Aires, en ambos casos, son una tierra de nadie, en donde la propia escritura se vuelve posible.
Esta constatación, novedosa si se la compara con la posición de Cortázar y con la larga tradición argentina sobre exilios parisinos, va a la par con una de esas afirmaciones negativas –lo que no se quiere–: el rechazo de todo discurso autobiográfico público. No sólo me refiero a la displicencia con la que intituló “Una concesión pedagógica” la presentación de su biografía en escuetas frases (en un texto esencial para su recepción en Argentina, como lo fue la antología Juan José Saer por Juan José Saer), sino incluso, y mucho más allá, a la manera en que manejó durante años su imagen como la de un escritor sin imagen. Con una notable constancia, Saer buscó, no ocultar, sino excluir a la vida privada de la esfera de los discursos críticos y literarios, afirmando que únicamente si desdibujaba su figura y sus intervenciones en el mercado, podría, tal vez, tener alguna certeza sobre la recepción y valor de sus textos. Los textos, así, deberían funcionar “solos”, sin autor. Asimismo, sus entrevistas buscan, sistemáticamente, tomar posición sobre fenómenos culturales, literarios y a veces políticos del momento, intentan sugerir pistas de lectura de tal o cual libro suyo, tratando de orientar la recepción, pero nunca introducen, en términos de discursos explícitos, una historia personal, una exaltación de lo vivido, un relato complaciente sobre sí mismo.
Aun en los últimos años de su vida, cuando la repercusión mediática de su obra lo llevó a sistemáticas intervenciones públicas, el mismo rechazo siguió, a su manera, actuando. Por ejemplo, a la hora de aceptar ser el centro de un documental (me refiero a la película de Rafael Fillippelli, Retrato de Juan José Saer, 1996): efectivamente, en él observamos cierta intimidad del escritor (una comida con amigos y su compañera Laurence en París, otra en Buenos Aires, una tercera en Santa Fe), pero esa intimidad está signada por una voluntad explícita (y afirmada como tal): la de mostrar que se rechazan tajantemente los remanidos procedimientos de autorrepresentación y de puesta en escena personal que utilizan los escritores; la de mostrar, por lo tanto, gracias a la prueba visual, que no hay nada que mostrar, que el escritor es un hombre como todos y que, en el fondo, el autor no está en la película que vemos, que el autor es ese nadie del que nada puede saberse.
Todo lo que antecede, de más está decirlo, produce uno de los mayores “efectos retrospectivos” que intentamos definir en el inicio de este capítulo: el de una estrategia, que podrá ser involuntaria, que podrá ser el fruto de una serie de reacciones y decisiones contingentes, pero que termina cobrando un sentido: una estrategia de ser escritor sin serlo, de escribir una gran obra sin un pathos de creación, de situarse en un lugar desde el cual se puede todavía renovar un género y una forma de narrar Porque el rechazo sistemático de ciertas posiciones, ciertas actitudes, ciertas maneras de ser escritor, tienen que ver con la eventualidad, entrevista, de relacionar elementos y obtener, por fin, ese “residuo de oro” mencionado en una cita anterior. Dicho de otra manera: el ser un gran novelista, según los mejores ejemplos de la historia literaria, pasó en Saer por una toma de distancia con el repertorio disponible de figuras de autor y de modos de escribir. Rechazar las poses, los mitos, los rituales, no sólo por lucidez y descreimiento, sino como un intento de poder ser realmente escritor, más allá de poses, mitos y rituales –aunque la duda y el pesimismo lo condenasen a la incertidumbre al respecto y aunque el rechazo sea, a su vez, un modo de autorrepresentación, una pose legendaria–.
Porque es interesante volver a recordar que los diferentes rasgos de una anulación de su figura pueden discutirse y cotejarse, paradójica cuando no conflictivamente, con otras posiciones, afirmaciones, intenciones. Por ejemplo, sus opiniones sobre la muerte de la novela, sobre las exigencias de experimentación, sobre las tensiones y originalidad de la forma, sobre la indeterminación del sujeto que escribe, deben leerse conjuntamente con una reivindicación explícita del trabajo de escritor (una profesionalización, una exaltación del esfuerzo, una “seriedad” y un “peso” de la escritura); leerse conjuntamente con la precisión de su estilo, con la intención de producir algunos efectos afectivos característicos de la gran literatura (tanto el humor como la emoción). O sea, leer el borrado del autor junto con una singular tenacidad, que aunque pase por el no estar allí en donde se lo podría encasillar, mantiene siempre una misma orientación en un mismo camino (o en lo que termina siendo hoy perceptible como un camino). Todo lo que lleva, por lo tanto, a la defensa de un profesionalismo y a un juicio radical sobre la trascendencia, la vitalidad, la importancia de la literatura, para sí mismo, para los hombres, las culturas y los grupos sociales.
En ninguna medida se puede entonces esbozar una imagen de Saer como un escritor ingenuo o espontáneo, marginal o atípico. De lo que se trata es de cómo fue tomando forma su figura personal y su proyecto para resolver las aporías de toda creación y, en particular, de la creación literaria en la época en que le tocó vivir, logrando así innovar, reinventar, afirmar un estilo, una manera, una personalidad literaria. Y esa novedad pasó tanto por un sistema de producción (la cadencia de escritura), por la delimitación de un territorio, como por la compleja elaboración en negativo de su figura de autor. Ésa sería la simetría con Borges: para ser un gran escritor en Argentina se lleva a cabo una construcción negativa y, por eso mismo, potente.
Porque la defensa sistemática del “vacío” del escritor, su afirmación del carácter involuntario y pulsional de la actividad literaria, el rechazo frontal de toda mitificación de su figura y de su biografía (la reticencia y la incomodidad a la hora de ocupar un lugar del escritor), los peculiares senderos de su filiación intelectual, su alejamiento de Argentina, el silencio mediático que caracterizó buena parte de su carrera son, también, gestos reactivos. Reactivos en el sentido de que deben comprenderse en el marco de la “muerte del autor” de los setenta, de la tiranía de ciertos pensamientos críticos, de la crisis de la función de los discursos literarios en nuestras sociedades, de la invasión del mercado y de las instituciones, no sólo en la circulación y recepción, sino también en la producción de los textos. La posición, dijimos, sería la de un borrado, la de una modestia negativa, la de un abandono de ciertos mitos y espacios que los autores ocupaban tradicionalmente. Pero ese abandono tiene como consecuencia entonces afirmar lo negado, reintroducir lo perdido, restaurar la autoridad del escritor, en otro espacio y de otra manera. La literatura es fantasma y deseo, de acuerdo, pero el sujeto de ese fantasma soy yo. La novela, en su forma decimonónica no existe más, pero a partir de esa idea escribo grandes novelas. La experiencia es inenarrable y la percepción se difunde en ecos proliferantes, pero la experiencia sensible será lo más poderosamente evocador en mis textos, etc. No hay discursos válidos que den cuenta de la creación, pero esa misma complejidad de la situación es un motor y un vector de una creación original. Así la trayectoria de Saer define otra manera de ser escritor, postula una teoría propia de la literatura, una forma de intencionalidad y de control que renuncian a la omnipotencia pero no al lugar del sujeto en el proceso de creación. Su trayectoria, su manera de ser escritor, son respuestas personales a esa pregunta, a ese cómo ser escritor, a cómo seguir siendo escritor, hoy, a pesar de todo.
En el conjunto de sus intervenciones mediáticas y editoriales, en resumen, vemos una constancia notable, la atribución a la literatura de una función de primera importancia y, paradójicamente, un retraimiento del yo que escribe. Más que de modestia, de marginalidad o de desinterés por las estrategias propias de una carrera literaria, lo que puede leerse en su trayectoria es entonces un intento de poner a sus relatos en el primer plano, invirtiendo un funcionamiento más tradicional, el del autor que domina y determina los textos. Así como el proyecto se reduce, in fine, al resultado, el autor Saer está ausente, no es nadie, para que se lean distorsionadas figuras de autor en Tomatis, en Washington, en el entenado, en Pichón Garay, en el hombre saeriano en general –para poder estar en todos ellos al mismo tiempo–. Lo que hay para decir se encuentra en los textos y el resto (poéticas, ensayos, entrevistas, imágenes, autobiografías) funciona como un complemento que debe llevar a ellos. Renunciar al mito de autor público fue, para él, crear un mito en el texto, o sea, reivindicar y defender el valor de su obra; la obra, en su propia dinámica, irá creando en espacios inéditos, otras identidades y figuras de autor. Si la ciudad es una Santa Fe ficticia, el escritor no es por lo tanto el Saer biográfico sino que lo son sus personajes, sus textos, su territorio. Así logró, no sólo escribir novelas, seguir escribiendo novelas, sino también escribir la gran novela que Macedonio dejó inconclusa o la que Borges no escribió nunca. Así logró avanzar en el más amplio y ambicioso proyecto novelesco de la literatura argentina.
Tomado de:
PREMAT, Julio (2009): Héroes sin atributos. Figuras de autor en la literatura argentina. Bs. As. Fondo de Cultura Económica, pp.167-202.