El cuerpo, el capitalismo y la reproducción de la fuerza de trabajo
Silvia Federici
No hay duda de que el cuerpo está hoy en el centro del discurso político, disciplinario y científico, con el intento de redefinir sus principales cualidades y posibilidades en cada campo. Es la esfinge a la que debe interrogarse y lo que debe ponerse en práctica hacia el cambio social e individual. Sin embargo, es casi imposible articular una visión coherente del cuerpo sobre la base de las teorías más acreditadas en el ámbito intelectual y político. Por un lado, tenemos las formas más extremas de determinismo biológico, con la asunción del ADN como el deus absconditus (dios oculto) que presumiblemente determina, a nuestras espaldas, nuestra vida fisiológica y psicológica. Por otro lado, tenemos teorías (feministas, trans) que nos animan a descartar todos los factores "biológicos" a favor de las representaciones performativas o textuales del cuerpo y a abrazar, como parte constitutiva de nuestro ser, nuestra creciente asimilación con el mundo de las máquinas.
Sin embargo, una tendencia común es la ausencia de un punto de vista desde el cual identificar las fuerzas sociales que están afectando nuestros cuerpos. Con una obsesión casi religiosa, la biología circunscribe el área de actividad significativa a un mundo microscópico de moléculas, cuya constitución es tan misteriosa como la del pecado original. En lo que respecta a quienes estudian la biología, llegamos a este mundo ya contaminado, predispuesto, predestinado o a salvo de enfermedades, porque todo está en el ADN que un dios desconocido nos ha asignado. En cuanto a las teorías discursivas y performativas del cuerpo, ellas también guardan silencio sobre el terreno social a partir del cual se generan ideas sobre el cuerpo y las prácticas corporales. Quizás existe el temor de que la búsqueda de una causa unitaria nos pueda cegar ante las diversas formas en que nuestros cuerpos articulan nuestras identidades y relaciones con el poder. También existe una tendencia, recuperada desde Foucault, de investigar los "efectos" de los poderes que actúan sobre nuestros cuerpos en lugar de sus fuentes. Sin embargo, sin una reconstrucción del campo de fuerzas en el que se mueven, nuestros cuerpos han de permanecer ininteligibles o han de desencadenar visiones desconcertantes de sus operaciones. ¿Cómo, por ejemplo, podemos imaginar "ir más allá de lo binario" sin comprender su utilidad económica, política y social dentro de sistemas particulares de explotación y, por otro lado, comprender las luchas por las cuales se identifican las identidades de género que se transforman continuamente? ¿Cómo hablar de nuestro "performance" de género, raza y edad sin un reconocimiento de la compulsión generada por formas específicas de explotación y castigo?
Debemos identificar el mundo de las políticas antagónicas y las relaciones de poder mediante las cuales nuestros cuerpos están constituidos y repensar las luchas que han tenido lugar en oposición a la "norma" si queremos idear estrategias para el cambio.
Este es el trabajo que realicé en Calibán y la bruja (2004), donde examiné cómo la transición al capitalismo cambió el concepto y el tratamiento del "cuerpo", argumentando que uno de los principales proyectos del capitalismo ha sido la transformación de nuestros cuerpos en máquinas de trabajo. Esto significa que la necesidad de maximizar la explotación del trabajo vivo, también a través de la creación de formas diferenciadas de trabajo y coerción, ha sido el factor que más que ningún otro ha moldeado nuestros cuerpos en la sociedad capitalista. Este enfoque ha contrastado conscientemente con el de Foucault, que arraiga los regímenes disciplinarios a los que el cuerpo fue sometido al comienzo de la "era moderna" en el funcionamiento de un "Poder" metafísico que no se identifica mejor en sus propósitos y objetivos.
En contraste con Foucault, también he argumentado que no tenemos una sino múltiples historias del cuerpo, es decir, múltiples historias de cómo se articuló la mecanización del cuerpo, pues las jerarquías raciales, sexuales y generacionales que el capitalismo ha construido desde su inicio descartan la posibilidad de un punto de vista universal. Por lo tanto, la historia del "cuerpo" debe contarse entretejiendo las historias de las personas que fueron esclavizadas, colonizadas o convertidas en asalariadas o en amas de casa no remuneradas, y las historias de las niñas/es, teniendo en cuenta que estas clasificaciones no son mutuamente excluyentes y que nuestra sujeción a los "sistemas de dominación entrelazados" siempre produce una nueva realidad. Agregaría que también necesitamos una historia del capitalismo escrita desde el punto de vista del mundo animal y, por supuesto, de las tierras, los mares y los bosques.
Necesitamos mirar "el cuerpo" desde todos estos puntos de vista para comprender la profundidad de la guerra que el capitalismo ha librado contra los seres humanos y la "naturaleza", y para diseñar estrategias capaces de poner fin a tal destrucción. Hablar de guerra no es asumir una totalidad original ni proponer una visión idealizada de la "naturaleza". Es para resaltar el estado de emergencia en el que vivimos actualmente y cuestionar, en una época que promueve la reestructuración de nuestros cuerpos como un camino hacia el empoderamiento social y la autodeterminación, los beneficios que podemos derivar de políticas y tecnologías que no son controlados desde abajo. En realidad, antes de celebrar nuestro devenir en cyborgs, debemos reflexionar sobre las consecuencias sociales del proceso de mecanización que ya hemos experimentado. De hecho, es ingenuo imaginar que nuestra simbiosis con máquinas necesariamente da como resultado una extensión de nuestros poderes e ignorar las limitaciones que las tecnologías imponen a nuestras vidas y su uso cada vez mayor como medio de control social, así como el costo ecológico de su producción.
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El capitalismo ha tratado nuestros cuerpos como máquinas de trabajo porque es el sistema social que más sistemáticamente ha hecho del trabajo humano la esencia de la acumulación de riqueza y lo más necesario para maximizar su explotación. Eso lo ha logrado de diferentes maneras: con la imposición de formas de trabajo más intensas y uniformes, así como con múltiples regímenes e instituciones disciplinarias y con terror y rituales de degradación. Ejemplares fueron aquellas que en el siglo XVII se impusieron a personas reclusas de las casas de trabajo holandesas, quienes se vieron obligadas a pulverizar bloques de madera con el método más atrasado y agotador, sin ningún propósito útil, sino el de que se les enseñara a obedecer órdenes externas y experimentar en cada fibra de sus cuerpos su impotencia y sujeción.
Otro ejemplo de los rituales de rebajamiento empleados para romper la voluntad de resistencia de la gente fueron los impuestos, desde principios del siglo XX, por médicos en Sudáfrica, a las personas africanas destinadas a trabajar en las minas de oro. Bajo la apariencia de "pruebas de tolerancia al calor" o "procedimientos de selección", se les ordenó que se desnudaran, se alinearan y palaran rocas y luego se sometieran a exámenes radiográficos o a mediciones con cinta y balanzas, todo bajo la mirada de médicos forenses, quienes con frecuencia permanecieron invisibles para la gente evaluada. El objetivo del ejercicio supuestamente era demostrar a futuras trabajadoras/es el poder soberano de la industria minera e iniciar a la gente africana en una vida en la que se le privaría de cualquier dignidad humana.
En el mismo periodo, en Europa y Estados Unidos, los estudios de tiempo y movimiento del taylorismo —que luego se incorporaron a la construcción de la línea de ensamblaje— convirtieron la mecanización de los cuerpos de las trabajadoras/es en un proyecto científico, a través de la fragmentación y atomización de tareas, la eliminación de cualquier elemento decisivo del proceso de trabajo y, sobre todo, el despojo del trabajo en sí de cualquier conocimiento y factor de motivación. El automatismo, sin embargo, también ha sido el producto de una vida laboral de repetición infinita, una vida "sin salida", como el de nueve a cinco en una fábrica u oficina, donde incluso las vacaciones se vuelven mecanizadas y rutinarias, debido a sus limitaciones de tiempo y previsibilidad.
Sin embargo, Foucault tenía razón: la "hipótesis represiva" no es suficiente para explicar la historia del cuerpo en el capitalismo. Tan importante como lo reprimido han sido las "capacidades" que se desarrollaron. En Principios de economía (1890), el economista británico Alfred Marshall celebró las capacidades que la disciplina capitalista ha producido en la fuerza laboral industrial, declarando que pocas poblaciones en el mundo eran capaces de lo que en ese momento podían hacer personas trabajadoras europeas. Elogió la "habilidad general" de quienes trabajaban en industrias para seguir haciéndolo continuamente, durante horas, en la misma tarea, para recordar todo, para recordar, mientras realizan una tarea, cuál debería ser la siguiente, para trabajar con instrumentos sin romperlos, sin perder el tiempo, tener cuidado al manejar maquinaria costosa y constante, incluso haciendo las tareas más monótonas. Estas, argumentó, eran habilidades únicas que pocas personas en todo el mundo poseían, lo que demuestra, en su opinión, que incluso el trabajo que parece no calificado en realidad es altamente calificado.
Marshall no dijo cómo se creó este personal maquinista tan maravilloso. No dijo que las personas debían ser separadas de la tierra y aterrorizadas con torturas y ejecuciones ejemplares. A los vagabundos les cortaron las orejas. Las prostitutas fueron sometidas a "submarinos", el mismo tipo de tortura a la que la CIA y las Fuerzas Especiales de Estados Unidos someten a quienes acusan de "terrorismo". Atadas a una silla, las mujeres sospechosas de comportamiento inapropiado fueron sumergidas en estanques y ríos hasta el punto de casi ser asfixiadas. Personas esclavizadas fueron azotadas hasta arrancarles la carne de los huesos; se las quemó, mutiló y dejó bajo un sol abrasador hasta que sus cuerpos se pudrieron.
Como he argumentado en Calibán y la bruja, con el desarrollo del capitalismo no solo "se clausuraron" los campos comunales, sino también el cuerpo. Pero este proceso ha sido diferente para hombres y mujeres, de la misma manera que ha sido diferente para quienes su destino fue la esclavitud y para quienes fueron sometidas y sometidos a otras formas de trabajo forzado, incluido el asalariado.
Las mujeres, en el desarrollo capitalista, han sufrido un doble proceso de mecanización. Además de ser sometidas a la disciplina del trabajo, remunerado y no remunerado, en plantaciones, fábricas y hogares, han sido expropiadas de sus cuerpos y convertidas en objetos sexuales y máquinas de reproducción.
La acumulación capitalista (como reconoció Marx) es la acumulación de trabajadoras/es. Esta fue la motivación que impulsó el comercio de esclavas/es, el desarrollo del sistema de plantación y, según he argumentado, las cazas de brujas que tuvieron lugar en Europa y el "Nuevo Mundo". A través de la persecución de las "brujas", las mujeres que querían controlar su capacidad reproductiva fueron denunciadas como enemigas de las niñas/es y, de diferentes maneras, sometidas a una demonización que ha continuado hasta el presente. En el siglo XIX, por ejemplo, quienes defienden el "amor libre", como Victoria Wood, recibieron el calificativo, en la prensa estadounidense como personas satánicas, representadas con las alas del diablo y demás atributos. Hoy también, en varios estados de Estados Unidos, las mujeres que acuden a una clínica para abortar tienen que abrirse paso a través de masas de "pro-vidas" que gritan "asesinas de bebés " y las persiguen, gracias a un fallo de la Corte Suprema, hasta la puerta de la clínica.
En ningún lugar el intento de reducir los cuerpos de las mujeres a máquinas ha sido más sistemático, brutal y normalizado que en la esclavitud. Mientras se les exponía a constantes asaltos sexuales y al dolor abrasador de ver a su progenie vendida como esclava, después de que Inglaterra prohibió el comercio de esclavas/es en 1807, las mujeres esclavizadas en Estados Unidos se vieron obligadas a procrear para alimentar una industria de cría, con su centro en Virginia. Thomas Jefferson hizo todo lo posible para que el Congreso de Estados Unidos limitara la importación de personas esclavizadas de África, a fin de proteger los precios de esclavas/es que procrearían las mujeres en las plantaciones de Virginia. "Considero", escribió, "a una mujer que trae a un ser humano, cada dos años, más rentable que el mejor hombre de la granja. Lo que ella produce es una adición al capital, mientras que sus labores desaparecen en el mero consumo”.
Aunque en la historia de Estados Unidos ningún grupo de mujeres, fuera de la esclavitud, se ha visto directamente obligado a tener descendencia, con la criminalización del aborto, la procreación involuntaria y el control estatal del cuerpo femenino se han institucionalizado. El advenimiento de la píldora para control de la natalidad no ha alterado decisivamente esta situación. Incluso en países donde se ha legalizado el aborto, se han introducido restricciones que dificultan el acceso a muchas mujeres. Esto se debe a que la procreación tiene un valor económico que de ninguna manera se ve afectado debido al mayor poder tecnológico del capital. De hecho, es un error suponer que el interés de la clase capitalista en el control sobre la capacidad reproductiva de las mujeres puede estar disminuyendo debido a su capacidad para reemplazar a trabajadoras/es con máquinas. A pesar de su tendencia a despedir a trabajadoras/es y crear "poblaciones excedentes", la acumulación de capital aún requiere mano de obra humana. Solo el trabajo crea valor, las máquinas no. El crecimiento mismo de la producción tecnológica es posible gracias a la existencia de desigualdades sociales y la intensa explotación de trabajadoras/es en el "Tercer Mundo". Lo que está desapareciendo hoy es la compensación por el trabajo que en el pasado se realizó, no el trabajo en sí. El capitalismo necesita a quienes trabajen; también, a quienes consuman, y a personal militar. Por lo tanto, el tamaño real de la población sigue siendo una cuestión de gran importancia política. Es por eso por lo que, como lo ha demostrado Jenny Brown en su Birth Strike (2018), se imponen restricciones al aborto. Es tan importante para la clase capitalista controlar los cuerpos de las mujeres que, como hemos visto, incluso en Estados Unidos, donde en la década de 1970 se legalizó el aborto, los intentos de revertir esta decisión continúan hasta nuestros días. En otros países, Italia, por ejemplo, la escapatoria está otorgando al personal médico la posibilidad de convertirse en "objetoras y objetores de conciencia", con el resultado de que muchas mujeres no pueden abortar en las localidades donde viven.
Sin embargo, el control sobre los cuerpos de las mujeres nunca ha sido un asunto puramente cuantitativo. Siempre, el Estado y el capital han tratado de determinar quién puede reproducirse y quién no. Por eso, simultáneamente tenemos restricciones sobre el derecho al aborto y la criminalización del embarazo, en el caso de las mujeres de las que se espera que generen "alborotadoras/es". No es accidental, por ejemplo, si desde la década de 1970 hasta la de 1990, a medida que las nuevas generaciones de personas africanas, indias y otros sujetos descolonizados estaban llegando a la era política, exigiendo una restitución de la riqueza que los europeos habían robado a sus países, se organizó una campaña masiva para contener lo que se definió como "explosión demográfica" en todo el antiguo mundo colonial, con la promoción de la esterilización y los anticonceptivos, como Depo Provera, Norplant, los DIU que, una vez implantados, las mujeres no podían controlar. A través de la esterilización de las mujeres en el antiguo mundo colonial, el capital internacional ha intentado contener una lucha mundial por las reparaciones; de la misma manera que, en Estados Unidos, los sucesivos gobiernos han tratado de bloquear la lucha de liberación de negras/es a través del encarcelamiento masivo de millones de jóvenes hombres y mujeres negras.
Como cualquier otra forma de reproducción, la procreación también tiene un claro carácter de clase y está racializada. Relativamente pocas mujeres en todo el mundo pueden decidir hoy si tienen hijas/es y las condiciones en las cuales tenerlos. Mientras el deseo de procreación de las mujeres blancas y ricas ahora se eleva al rango de un derecho incondicional, para ser garantizado a toda costa, las mujeres negras, a quienes les resulta más difícil tener cierta seguridad económica, son excluidas y penalizadas si tienen una hija/e. Sin embargo, la discriminación que enfrentan tantas mujeres negras, inmigrantes y proletarias en el camino a la maternidad no debe interpretarse como una señal de que el capitalismo ya no está interesado en el crecimiento demográfico. Como dije anteriormente, el capitalismo no puede prescindir de trabajadoras/es. La fábrica sin trabajadoras/es es una farsa ideológica destinada para asustar a quienes trabajan en el sometimiento. Si la mano de obra fuera eliminada del proceso de producción, el capitalismo probablemente colapsaría. La expansión de la población es en sí misma un estímulo para el crecimiento; por lo tanto, ningún sector del capital puede ser indiferente a si las mujeres deciden procrear.
Este punto se destaca con fuerza en Birth Strike, donde Jenny Brown analiza minuciosamente la relación de la procreación con todos los aspectos de la vida económica y social, demostrando de manera convincente, que hoy las políticas y políticos se preocupan por la disminución mundial de la tasa de natalidad, la cual interpreta ella como una huelga silenciosa. Brown sugiere que las mujeres deberían aprovechar conscientemente esta preocupación para negociar mejores condiciones de vida y trabajo. En otras palabras, sugiere que usemos nuestra capacidad de reproducirnos como una herramienta de poder político. Esta es una propuesta tentadora. Es tentador imaginar a las mujeres en huelga abierta, de nacimientos, y declarando, por ejemplo, que "no traeremos más bebés a este mundo hasta que las condiciones que les esperan cambien drásticamente". Digo "abierta” porque, como lo documenta Brown, ya se está produciendo un rechazo amplio pero silencioso de la procreación. La disminución mundial de la tasa de natalidad, que ha alcanzado su punto máximo en países como Italia y Alemania desde el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, ha sido el signo de esta huelga de producción. La tasa de natalidad ha estado disminuyendo durante algún tiempo también en Estados Unidos. Las mujeres de hoy tienen menos hijas/es porque significa menos trabajo doméstico, menos dependencia de los hombres o un trabajo, porque se niegan a ver sus vidas consumidas por los deberes maternos, o no desean reproducirse y, especialmente en Estados Unidos, porque no tienen acceso a los anticonceptivos y al aborto. Sin embargo, es difícil ver cómo se podría organizar una huelga abierta. Muchas niñas/es no se planean ni se desean. Además, en muchos países, tener descendencia es una póliza de seguro para el futuro de las mujeres. En países donde no hay seguridad social ni sistema de pensiones, tener una niña/e puede ser la única posibilidad de supervivencia y la única forma en que una mujer puede tener acceso a la tierra o pueda obtener reconocimiento social. Las niñas/es también pueden ser una fuente de alegría, con frecuencia la única riqueza que tiene una mujer. Nuestra tarea, entonces, no es decirles a las mujeres que no deberían tener descendencia, sino asegurarnos de que las mujeres puedan decidir si tenerla y asegurarnos de que la maternidad no nos esté costando la vida.
El poder social que la maternidad potencialmente brinda a las mujeres es quizás la razón por la cual, bajo el pretexto de combatir la infertilidad y brindarles más opciones, el personal médico se esfuerza por reproducir la vida fuera del útero. Esta no es una tarea fácil. A pesar de que se habla mucho de "bebés de probeta", la "ectogénesis" sigue siendo una utopía médica. Pero la fertilización in vitro (FIV), la detección genética y otras tecnologías reproductivas están allanando el camino para la creación de úteros artificiales. Algunas feministas pueden aprobarlo. En la década de 1970, feministas como Shulamith Firestone aclamaron el día en que las mujeres serían liberadas de la procreación, lo que ella consideró la causa de una historia de opresión. Pero esta es una posición peligrosa. Si el capitalismo es un sistema social injusto y explotador, es preocupante pensar que en el futuro los planificadores capitalistas podrían ser capaces de producir el tipo de seres humanos que necesitan.
No más que poseer un útero o un seno es la capacidad de dar a luz una maldición, de la cual debe liberarnos la profesión médica (que nos ha esterilizado, lobotomizado, ridiculizado cuando lloramos de dolor al dar a luz). Tampoco la maternidad es un acto que performa el género. Más bien, debe entenderse como una decisión política y de valor. En una sociedad de autogobierno y autónoma, tales decisiones se tomarían en consideración de nuestro bienestar colectivo, los recursos disponibles y la preservación de la naturaleza. Hoy también tales consideraciones no pueden ser ignoradas, pero la decisión de tener descendencia también debe verse como un rechazo a permitir que los planificadores del capital decidan quién puede vivir y quién debe morir o ni siquiera pueda nacer.
Tomado de:
FEDERICI, Silvia (2022): Más allá de la periferia de la piel. Repensar, reconstruir y recuperar el cuerpo en el capitalismo contemporáneo. Traducción de Gabriela Huerta Tamayo. Toronto, Ed, Corte y confección, pp. 15-28.