Eduardo Viveiros de Castro |
Colonialismo y
metafísica caníbal
Rodrigo Castro
Orellana
Se cuenta que
hacia el año 1520, en la zona de lo que hoy en día se conoce como Puerto Rico,
los indígenas asesinaban a los conquistadores españoles ahogándoles en el río.
Después, permanecían durante semanas contemplando los cadáveres, con el
objetivo de saber si dichos cuerpos entraban o no en putrefacción. Esta
historia la relata Claude Lévi-Strauss en Tristes Trópicos concluyendo,
con una cierta ironía, que si los españoles apelaban a las «ciencias sociales»
en su intento de comprender la realidad sociocultural y la naturaleza humana de
los indígenas, estos últimos confiaban más bien en las «ciencias naturales»
tratando de descifrar la materialidad de los cuerpos castellanos.
Tal vez podría
observarse aquí la contraposición de dos modelos antropológicos. Por una parte,
el interés hispánico por dilucidar el dilema de si los indios tenían o no un
alma, si eran humanos, bárbaros o animales. Por otro lado, la curiosidad
indígena sobre las propiedades del cuerpo de los españoles o la duda de si
éstos eran dioses o no. Ambas antropologías parecen compartir una ignorancia
similar acerca del lugar del otro, coinciden en la incapacidad para
aceptar que las diferencias del Otro puedan integrarse en el concepto
universal que se tiene de sí mismo y de la propia identidad. En tal sentido,
podría decirse que el etnocentrismo no es un rasgo privativo de algunos tipos
de civilización, sino una de las cosas más compartidas del mundo.
En cualquier
caso, lo interesante de comparar estas dos modalidades de etnocentrismo no
estaría en comprobar que los españoles y los indígenas eran igualmente
ignorantes unos de otros en el contexto de la colonización. El problema
decisivo consistiría en que el Otro del indígena no se corresponde con el
Otro del español o, para decirlo con mayor precisión, que la experiencia de
la alteridad de las sociedades amerindias resulta radicalmente diferente de la
experiencia de lo Otro que está en condiciones de vivenciar el
conquistador hispánico.
Sobre la
experiencia de los españoles, disponemos de un abundante y complejo archivo que
nos permite estudiar las representaciones que se construyeron del indígena
americano durante las primeras décadas de la conquista. Al respecto podemos revisar
las cartas de los descubridores y conquistadores o las crónicas del siglo XVI
de Díaz del Castillo, Benavente, Landa o Las Casas. Por el contrario, la
documentación que permitiría identificar la estructura cultural indígena en
relación con sus específicas
percepciones sobre el extranjero, lo diferente o lo Otro, resulta mucho
más limitada y no ha sido objeto de una investigación tan abundante.
Probablemente, por este motivo, ha podido prosperar a lo largo de los siglos
una interpretación mítica, lírica o retórica de la subjetividad indígena, que
utiliza de múltiples formas la vieja figura del «buen salvaje» y que describe
su percepción de la alteridad como la vivencia de la crueldad y el terror
impuestos por el invasor.
Desde este punto
de vista, considero que la obra del antropólogo postestructuralista Eduardo
Viveiros de Castro, constituye una aportación decisiva para una nueva lectura
histórico-filosófica de la conquista y la colonización de América. Su trabajo
etnológico con los pueblos indígenas del Amazonas y su teoría del perspectivismo,
lo han convertido en un autor imprescindible para la antropología científica
contemporánea. Mi propósito en este texto es abordar algunos aspectos de su
trabajo que poseen importantes rendimientos filosóficos.
En particular,
pretendo analizar las consecuencias de sus planteamientos para una reconceptualización
del mundo indígena y de la historia latinoamericana. La hipótesis principal de
Viveiros de Castro consiste en identificar la existencia de un régimen ontológico
amerindio que se diferencia de los regímenes occidentales en cuanto a la
función semiótica inversa que se le atribuye al cuerpo y al alma. Regresando a
la historia que relata Lévi-Strauss, podríamos observar que el núcleo del
sentido para los españoles se encontraba en el alma, mientras que para los
indios residía en el cuerpo. Los primeros nunca se preguntaron si el cuerpo de
los indios era similar o no al de ellos. Todo ser vivo, animal o humano se
manifestaba indiscutiblemente como una realidad corporal.
Del mismo modo,
la inquietud indígena nunca tuvo que ver con el hecho de si los europeos tenían
o no un alma, puesto que se entendía que cualquier realidad (incluyendo a los
animales o los espectros de los muertos) necesariamente la tiene. El problema
de los españoles consistía en dilucidar si los cuerpos similares se
correspondían con la presencia de almas similares, mientras que la pregunta de
los indígenas era si idénticas realidades espirituales podían estar presentes
en cuerpos materialmente iguales.
Esta inversión
de la economía alma/cuerpo involucraría un tipo de pensamiento que subvierte
la idea occidental de la naturaleza como una
realidad dada y del espíritu como potencia activa y creadora. Para los indios, el
alma constituye una dimensión implícita en todas las cosas, lo cual
convierte al mundo en un orden poblado por «toda clase de seres reflexivos:
fuerzas, espíritus, gentes animales». No hay aquí ninguna posibilidad de una historia
del espíritu, porque solamente el cuerpo se inscribe en un horizonte
abierto de construcción y transformación de sí mismo. En palabras de Viveiros,
el cuerpo sería aquello que difiere y que descansa en la responsabilidad de los
agentes. Por este motivo, el acto colonizador como proceso de apropiación de la
alteridad no podría ser concebido como una característica exclusiva de la
civilización europea, sino que debe comprenderse desde una perspectiva más
general que muestre las diferentes modalidades de colonialidad, en
función de las distintas conceptualizaciones de la naturaleza y la cultura.
Como es evidente, la producción del Otro en el contexto indígena no
puede ser equivalente, por ejemplo, al dispositivo de evangelización hispánico,
cuyo propósito último era la incorporación de un alma cristiana en los cuerpos
infieles. Necesariamente la colonialidad amerindia, como veremos,
consistirá en una praxis ligada a la materialidad del cuerpo y a los ritos de
metamorfosis del mismo.
Para avanzar en
la comprensión de esto último, debemos observar que la concepción indígena
del alma y del cuerpo involucra también una reformulación de la relación
hombre-animal. Peter Sloterdijk en su conocido texto: Normas para el
parque humano (Regeln für den Menschenpark), identificaba la
potencia domesticadora que ha caracterizado al humanismo filosófico occidental
como una forma de refrenar la fuerza anómica de la animalidad, mediante una
idea ampliada del sujeto que introduce el añadido de su espiritualidad. Esta
lógica, según él, ni siquiera habría sido abandonada completamente por
Heidegger y su proyecto de descartar de un modo radical la definición del
hombre desde la perspectiva biológica, puesto que dicha ruptura conduciría a
apelar al señorío del Ser como último recurso post-humanista de
domesticación.
Solamente dentro
de los márgenes del pensamiento amerindio sería posible encontrar una
transgresión efectiva de esta lógica, puesto que para los indios la
«animalidad» no es una propiedad que define a hombres y animales, sino que más bien existe una
intencionalidad que atraviesa la totalidad de lo vivo y que nosotros podríamos
denominar: «humanidad». En este punto, Viveiros nos recuerda que los
mitos amazónicos relatan cómo se produjo la transformación de algunos cuerpos
humanos en cuerpos animales y cómo otros cuerpos humanos conservaron su
morfología hasta el presente. De tal manera que el cuerpo irrumpe como un
elemento plástico y un indicador inestable. No se trata de que los animales
sean parecidos a los humanos o de que en el fondo ellos sean en verdad hombres.
La cuestión está en que los animales poseerían una «humanidad», siendo a la vez
algo distinto de los cuerpos humanos. En efecto, «nada es humano en forma clara
y distinta» y, por lo mismo, la inquietud domesticadora no puede existir como
tal, ya que no hay algo así como una exclusión del factor animal.
El pensamiento
indígena sería «una ontología de lo múltiple que se despliega en la serie
entrecruzada de perspectivas animales, humanas, sobrehumanas, y sobre la cual
se constituye el plano de consistencia mítico de la naturaleza». Esta
multiplicidad de puntos de vista, en donde se disuelve la oposición
humano/animal y se privilegia una variación no evolutiva ni teleológica de la
naturaleza, constituye lo que Viveiros denomina «perspectivismo amerindio». La
pregunta por «el lugar del otro» en las sociedades amerindias exigiría, por
tanto, reconocer la especificidad e importancia de estas estructuras culturales
para el desarrollo de una particular economía de la alteridad.
Devorar
al otro
El acto caníbal
representa un factor decisivo para la organización sociopolítica de las
comunidades precolombinas. En el caso de las sociedad maya o azteca, que
despliega una forma de organización institucional, la antropofagia se presenta
como una exigencia que los dioses imponen a los humanos para la continuación
del ciclo cósmico. En este contexto, el consumo ceremonial de carne o sangre
humana es descrito por los códices como un privilegio de los dignatarios o los
sacerdotes.
Por el
contrario, en el caso de las comunidades selváticas sin Estado, si bien la
antropofagia continúa operando en el nivel de la relación de los hombres con
los dioses, adquiere una función subjetiva que se refiere a la apropiación de
la energía del guerrero sacrificado. Además, en este contexto la estructura
ceremonial no deriva del soporte de la escritura, sino de una tradición oral y
se convierte en un ritual colectivo. Habría, por tanto, una cierta tipología
política del canibalismo que va desde su articulación aristocrática y
selectiva, hasta una modalidad festiva y popular.
Estas prácticas,
se encuentran integradas a una cosmovisión que tiene por fundamento el rasgo
predatorio. La noche se come al sol, la tierra engulle los cadáveres de los
seres vivos, los dioses beben la sangre del sacrificio, los guerreros devoran a
los prisioneros y los hombres se comen a los dioses representados en figuras de
maíz. Se trata de un complejo movimiento de la totalidad de la naturaleza, en
donde no existe un principio rector evolutivo.
El mundo
indígena sería un universo saturado de múltiples procesos de devoramiento. Hay
una cosmogonía caníbal que implica un dinamismo de lo real en que las
transformaciones corporales y energéticas proliferan y atraviesan a hombres,
plantas, animales y fuerzas sagradas. No podría afirmarse, entonces, que la
conducta antropófaga se limite a una ampliación de los ritos vinculados a la
guerra permanente, sino que contiene una «fuerza del pensamiento» que
manifiesta una concepción del mundo, un modo de subjetivación y un campo de
significaciones para el conjunto social. En tal sentido, según Viveiros de
Castro, podría suscribirse la idea de Lévi-Strauss de una «metafísica de la
predación» como característica principal de la sociedad primitiva, es decir:
una forma de pensamiento que define a la sociedad como una realidad que
solamente llega a ser «ella misma» fuera de sí. El cuerpo social estaría
constitutivamente determinado por la captura o asimilación de recursos
simbólicos del exterior (nombres, almas, personas, trofeos, palabras, memorias,
etcétera).
Entre tales
recursos que se persigue asimilar, se encuentra la figura clave de la alteridad
indígena: el enemigo. Cuando uno se come la carne del enemigo, lo que se está
devorando es la propia condición de enemigo del prisionero. Dicho de otro modo,
en el acto caníbal se asimila la perspectiva del enemigo, disolviendo e
integrando su diferencia como si fuese un alimento. El guerrero indígena se
apropia de la mirada de su víctima, hasta el punto que habla de sí mismo desde
la perspectiva del enemigo muerto, dentro de una economía que establece
ventajas simbólicas para el victimario y el prisionero. Cada uno ampliaría su
poder a través del otro desplazando su cuerpo a una instancia superior. El
guerrero conquista la dignidad del vencedor, mientras que la víctima que perece
se libera «para acceder a la auténtica condición de guerrero». La práctica
caníbal constituye, entonces, un rito de tránsito del cuerpo devorado a la
inmortalidad que otorga el cuerpo antropófago y, en dicho juego ceremonial, se
instaura una nueva alianza con aquel que fue mi enemigo.
De esta manera,
la cultura amerindia desarrollaría una estructura del pensamiento en que el
enemigo se convierte en una determinación trascendental. Es todo lo contrario
de lo que ocurre en la tradición occidental, donde los conceptos de amistad y
verdad resultan indisociables para una fundamentación del conocimiento (por
ejemplo: en la filosofía) y para el ordenamiento mismo de la sociedad (por
ejemplo: la idea de una comunidad sustentada por el pacto amistoso o el
consenso). Desde estos criterios, la enemistad tiene un puro carácter
defectivo, representa una negatividad que solamente puede socavar la cultura.
Sin embargo, en el contexto del pensamiento indígena, la alteridad radical del
enemigo hace posible otra relación con el saber y otro régimen de verdad. El
perspectivismo amerindio sería un enemiguismo, en donde la dicotomía
social interior/exterior desaparece para convertir a lo Otro, lo extraño
o lo extranjero en una fuente de subjetivación y en un principio aglutinador de
la comunidad. Ahora bien, esta contraposición entre el paradigma occidental de
la amistadverdad y la cosmovisión caníbal del enemigo, no pretende establecer
la existencia de un abismo cultural insalvable entre ambos modelos. Lo
interesante del enfoque de Viveiros sobre el pensamiento amerindio, reside en
que se desprende de la acusación eurocéntrica de «primitivismo», así como
también del supuesto de que aquí estaríamos ante creencias originales
superiores en cuanto a su concepción de las relaciones entre el hombre y la
naturaleza.
No se trata, por
tanto, de justificar que los indígenas tengan procesos cognitivos diferentes de
los que tendría cualquier ser humano. Viveiros entiende que los amerindios
piensan como piensa el hombre occidental, pero aquello sobre lo que piensan y
los conceptos de los que se sirven para hacerlo, marcan una diferencia
sustantiva. Esto último supone ir más allá de la centralidad de los signos, las
imágenes y los símbolos, para inferir una estructura conceptual que define al
pensamiento indígena. Aquí se encuentra, entonces, una decisión teórica de
Viveiros que es fundamental: tomarnos en serio el pensamiento indígena como
algo que no encaja en el juego de lo racional contra lo irracional. Pensar la
cosmovisión amerindia como una actualización de virtualidades insospechadas de
nuestro pensamiento.
Shamán Araweté |
Pensamiento
decolonial y canibalismo.
La hipótesis
caníbal interpela, de un modo significativo, la representación dominante del
indígena, que ha caracterizado la historia del pensamiento hispanoamericano.
Ésta incide de múltiples maneras en la existencia de una identidad sustantiva
del indio que sobreviviría más allá de los dispositivos occidentales de
dominación. Este esencialismo de la subalternidad indígena, de hecho, tiene una
presencia muy relevante en la teorización latinoamericana contemporánea. Por
ejemplo, en la filosofía de la liberación o en el proyecto decolonial. En
relación con el primero de estos programas teóricos, resulta muy ilustrativa la
construcción que Dussel ha hecho del concepto de trans-modernidad. Esta
noción implica el reconocimiento de que más allá de la modernidad eurocéntrica,
se encontraría un potencial de humanidad decisivo para el desarrollo de una
civilización futura, el cual descansaría en el sustrato cultural de los pueblos
que han sido sometidos, despreciados o ignorados. En tal sentido, habría un
retorno del inconsciente histórico excluido que arremete contra la falsa
pretensión totalizadora de la modernidad, como una enorme fuerza heterogénea
que contiene el rostro de los damné de la terre.
Evidentemente,
este argumento le permite a Dussel reafirmar el valor de las culturas indígenas
originarias de América Latina, en un sentido similar al reclamo que Mignolo ha
hecho de recuperar estructuras epistémicas que se derivarían de las
«cosmovisiones precolombinas suprimidas». El planteamiento decolonial
apuesta por una operación de auto-reconocimiento y auto-valoración de los
principios culturales más propios y auténticos de los pueblos subyugados,
como única alternativa para superar las falencias y asimetrías de una
modernidad intrínsecamente aferrada a la violencia colonizadora. Así pues, con
conceptos como transmodernidad o decolonialidad se reactiva un viejo
sueño de emancipación, autenticidad, identidad y retorno de las potencias
locales de la naturaleza, una utopía que ha acompañado la historia intelectual
del continente americano desde las ilusiones del «arielismo» hasta el activismo
indígena contemporáneo.
El problema
fundamental residiría aquí en la imagen «amorosa» que se presenta del indígena
precolombino. Una estrategia de adulteración histórica que recuerda la figura
rousseauniana del «buen salvaje», ese sujeto apegado a la naturaleza que pone
de manifiesto con su pureza la profunda potencia corruptora de la sociedad
moderna. Dussel y Mignolo reducen las distintas realidades de los indígenas
precolombinos a una tipología única que parece inspirarse en el paraíso perdido
que Diego Rivera dibujó en su Mercado de Tlatelolco. Esa perfecta forma
de convivencia comunitaria de la sociedad azteca, esa imagen luminosa de una
paz perpetua consumada antes de la llegada del invasor, obedecería a ideas y
valores espirituales superiores del mundo indígena que se conservan y llegan
hasta nuestro presente, pese a los obstáculos que supone la maquinaria
destructiva del eurocentrismo. De ahí la esperanza en un retorno efectivo de
las formas puras y verdaderas de lo humano, como lo creía el indigenista
González Prada cuando en 1894 profetizó que un día los indígenas descenderían
de las cumbres andinas para, en un apocalipsis mesiánico, revertir la historia
de victimarios y de víctimas que inició la conquista.
Como se
comprenderá, en todo este enfoque no hay ningún reconocimiento efectivo de la
pluralidad indígena pasada o presente, y lo que es más inquietante: se produce
una especie de re-esencialización de las culturas originarias que las
convierte en sistemas carentes de todo devenir y en estructuras que se
preservan como espacios incontaminados. No resulta extraño, por lo tanto, que
dentro de este marco la descripción del pensamiento amerindio como una
«metafísica caníbal» sea profundamente problemática. Entiéndase bien, el
problema no estaría en el rechazo de las supuestas implicaciones morales que
tendría afirmar que la antropofagia fue decisiva en las sociedades
precolombinas. Es decir, la dificultad no reside en la supuesta legitimación
del poder colonial como fuerza civilizadora frente a la barbarie. Lo realmente
inaceptable de la hipótesis caníbal, para el esencialismo indígena,
residiría más bien en que ofrece un modelo de comprensión del proceso de
colonización centrado en el devenir intensivo de los cuerpos, lo cual no
permite postular identidades transhistóricas y niega la existencia de
territorios puros que sean ajenos a la hibridación. En efecto, podríamos
considerar que el sujeto colonizado devieneotro «a través de la
incorporación de las formas de subjetivación, los modos de producción y los
arquetipos deseantes del colonizador», en una dinámica que no puede ser
explicada sólo desde el ángulo de la violencia. Ciertamente, los actos de
colonización obedecen a dispositivos de poder etnocéntricos y
subalternizadores, pero sus resultados no pueden ser interpretados de igual
forma si la alteridad sobre la cual se inscriben se autodefine desde un
paradigma cultural de la identidad o de la diferencia. En el caso de las
sociedades amerindias, las derivaciones metonímicas del acto caníbal y los
modos de subjetivación antropofágica, explicarían el mimetismo y la hibridación
de los procesos culturales desarrollados desde la época de la conquista
española. Así, por ejemplo, no sería lo mismo analizar la producción del «alma
indígena» mediante el dispositivo de evangelización del siglo XVI, si
consideramos dicho proceso como la pura coerción que se ejerce sobre una
identidad sustantiva, o si lo entendemos como un simulacro en que se efectúa
una transmutación de aquellos bienes simbólicos que se persigue imponer.
Desde este
último punto de vista, la descripción caníbal del pensamiento indígena
precolombino, permitiría introducir una perspectiva complementaria del proceso
colonizador, que relativiza la centralidad del gesto de la violencia y del acto
de imposición de una cultura sobre otra. Este nuevo punto de vista haría
posible una interpretación del evento colonizador como una específica modalidad
de realización de la pulsión predatoria, una paradójica actualización de la
«vivencia del jaguar» que devora los códigos culturales del conquistador y
acaba transformándose.
Sostenemos, por
tanto, que establecer las características del pensamiento amerindio acerca de
la alteridad, representa una cuestión clave para comprender todo lo que estaría
involucrado en la compleja historia de la colonización americana. Si en la
cultura amerindia se experimenta al Otro como una materialidad plástica
que puede ser incorporada a través de procedimientos rituales, nada nos
predispone a pensar que la intervención conquistadora castellana gatille
exclusivamente una defensa radical de la identidad. Por el contrario, todo hace
suponer que existe una sincronía entre la penetración colonizadora y una
cosmovisión conquistada que está orientada a la diferenciación.
En este punto,
resulta relevante la descripción de la conquista de América como un proceso de sobre-codificación,
en donde la consistencia del sistema de signos impuesto sobre la sociedad
indígena generó efectivamente una destrucción de los códigos arcaicos, pero
también una suplantación, inversión, modificación y/o sincretismo de las
estructuras simbólicas. Este es el planteamiento de Gruzinski quien sostiene,
por ejemplo, que la desaparición del sistema social azteca no trajo consigo una
disolución de la economía general del sacrificio. Dicha pervivencia de
creencias y prácticas antiguas, según el historiador francés, explicaría un
proceso de «colonización del imaginario» que dota de sentido las diversas
manifestaciones sincréticas del México colonial. Sin embargo, la tesis de una
dinámica de sobre-codificación durante la época colonial que
determinaría la existencia de una guerra simbólica, continúa siendo un punto de
vista excesivamente apegado a los criterios de una racionalidad moderna
occidental.
Ciertamente, la
colonización constituye un proceso de transformaciones culturales en que se
produce una revisión, repercepción o recodificación a partir de la subsistencia
de códigos indígenas, pero este enfoque excluye lo que propiamente significa
para el pensamiento amerindio el hecho mismo del cambio o el devenir. Las
complejas dinámicas de modificación social y cultural que involucra la
conquista y colonización de América, no sólo pueden ser leídas como cambios en
las formas de representación o mutaciones en los modos de pensar. Como afirma Viveiros,
para los indios no son las ideas o los puntos de vista los que cambian, sino
más bien los cuerpos.
El cambio,
entonces, dentro de una dinámica de colonización, no se referiría a que los
indios comiencen a pensar diferente. Esto más bien se correspondería con el
modelo eurocéntrico de colonización, el cual depende significativamente de la
idea de una conversión espiritual. Los indígenas realmente se convertirían «en
otros» porque sus cuerpos abandonan los hábitos de la vida amerindia: el tipo
de comida, las costumbres relativas a la bebida y la vestimenta, las marcas y
decorados de la piel o el cabello, la vivencia de la sexualidad, etcétera. Aquí
la pregunta fundamental sería: ¿no resulta significativo, para una comprensión
de la colonización, tener presente cómo los indígenas conciben el cambio? De la
misma manera que defendemos que el pensamiento amerindio sobre la alteridad
cultural o el enemigo, nos proporciona un concepto más complejo del espacio de
interacciones entre colonizadores y colonizados, consideramos que resulta
decisivo que dicho pensamiento entienda al cuerpo como el lugar privilegiado de
la variación y la multiplicidad. Ambas cuestiones: la experiencia sobre la
alteridad y el significado del cambio, remiten a la estructura caníbal como una
clave del mundo indígena que pone de manifiesto la matriz eurocéntrica que
subyace en la defensa decolonial de la identidad.
Viveiros ha
expuesto con mucha claridad la incompatibilidad entre la estructura caníbal y
una concepción identitaria. A partir del análisis de los ceremoniales
practicados por los Tupinambá en siglo XVI, concluye que el canibalismo no es
una absorción del Otro
que se incorpora como una parte integrante de mi identidad. Se trata, por
el contrario, de una forma de salir de sí mismo, de transformarse en Otro.
El acto antropófago no anula la diferencia o la alteridad radical que enfrenta,
sino que la reposiciona en una interioridad que se modifica simultáneamente).
La diferencia exterior no desaparece cuando es devorada, pervive en un interior
que se convierte en algo Otro. En tal sentido, el canibalismo ofrecería
un modo para pensar el proceso de sobrecodificación característico de la
colonización, no como la imposición violenta de una identidad que excluye otras
identidades que permanecen silenciadas u olvidadas, ni tampoco como la
producción de mestizajes y mezclas en medio de las cuales se conserva un
resabio de identidades ancestrales. La hipótesis caníbal permite ir más
allá de estos relatos que se centran en el privilegio del invasor como agente
de todos los procesos, para vislumbrar el papel activo del indígena que encara
una diferencia radical que irrumpe en su horizonte existencial.
Mi tesis es que,
frente a dicha diferencia, el pensamiento amerindio no apela a una defensa de la
identidad ni tampoco la retiene de algún modo en la dinámica de asumir e
incorporar nuevos y extraños códigos. Lo único que cabría desprender desde la
estructura caníbal sería el gesto de habitar esa diferencia, el acto de ser
ella misma pero no simplemente reproduciéndola. La diferencia se incorporaría
no para seguir afirmando pese a todo un «Yo», ni para que el sujeto se vista
con los ropajes de la identidad hispánica, sino para transformarse en un Otro
que no es el indio ni tampoco el español.
Tomado de:
CASTRO
ORELLANA, Rodrigo (2018): "Pensar el lugar del otro. Colonialismo y
metafísica caníbal". En: Revista Tabula Rasa, n° 28, pp.257-274.