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02 diciembre 2022

Colores de piel. Max Hering S. Torres

 



Colores de piel


Max Hering S. Torres

 


En la Edad Media, por lo general, no existen referencias al color de la piel; éstas giran en torno al «color del cuerpo». Para explicar este revelador matiz se deben refrescar algunos planteamientos greco-latinos de la medicina humoral, aunque no se pretende reconstruirla en su totalidad debido a su complejidad.


Los médicos greco-latinos partían, según la filosofía natural, de la siguiente premisa: todas las cosas existentes en el cosmos, incluyendo la alimentación y los líquidos, están conformadas por cuatro elementos: fuego, aire, tierra y agua. Además a las cosas del cosmos se adjudicaban «cualidades primarias»: calor, frío, sequedad y humedad. La alimentación y los líquidos tenían una función primordial en cuanto, durante la digestión, los alimentos se transformaban en sustancias corporales, denominadas «humores»; a saber, sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. Después de dicho proceso de transformación, los humores no solamente nutrían el cuerpo sino que también conformaban su constitución. El concepto de «complexión del cuerpo» expresaba diferentes cualidades y mezclas de humores. El equilibrio entre los humores aseguraba la salud mientras que su desequilibrio causaba la enfermedad.


Así mismo, la constitución de los humores determinaba la fisonomía y el color del cuerpo. Según la patología (hu)moral, la constitución del cuerpo se asociaba asimismo con principios morales. El principio de la kalokagathía refleja con toda puntualidad la lógica en alusión: no podía existir belleza sin salud; por tanto, salud o bondad no podían existir sin belleza. Los criterios estéticos, evidentemente, estaban relacionados con el color, el cuerpo y la moral. Para Cicerón (106 a. C.-43 a. C.) y San Agustín (354-430), la belleza corporal era un todo armónico de proporciones y colores. El autor de la Physiognomia, atribuida a Aristóteles, afirmaba que no siempre era fácil descifrar a una persona a través de su aspecto. Recomendaba no confiarse excesivamente en la apariencia porque «un cobarde y un valiente a veces tienen el mismo aspecto». Según el pensador griego, era necesario establecer series de observación en aras de hacer inteligible el carácter de la persona. Por ello, el fisonomista debía ordenar sus criterios obedeciendo a los siguientes factores observables: 1. movimientos, 2. formas, 3. colores y 4. hábitos o costumbres. Suplementariamente se debía atender al color y la calidad del pelo, la piel, la carne y a la tonalidad del cuerpo. En conclusión, Aristóteles enlazaba la fisiognómica con la tradición de la patología humoral. Más adelante, y sobre el trasfondo aristotélico, Galeno reproducirá en su trabajo Quod animi mores corporis temperamenta sequantu la hipótesis de que las facultades del alma (facultates animae) dependían del temperamento corporal (corporis temperamenta). Según él, reconocer esto era de gran utilidad para las personas preocupadas por la condición de su alma, ya que, si al consumir bebidas y alimentos, los individuos se preocupasen por mantener una mezcla armónica en el cuerpo, ayudarían al alma en su pretensión de alcanzar la virtud.


Teniendo en cuenta lo anterior se puede afirmar que el color del cuerpo estribaba en la proporcionalidad de los humores, la cual, a su vez, no sólo determinaba el físico sino también la ética de las personas. Al invertir esta lógica se entiende que mediante el color del cuerpo se pretendiera conocer el carácter de los seres humanos. No es extraño que en los tratados medievales citados se discutiera la cuestión del color del cuerpo y no la del color de la piel. Incluso algunos médicos de la Edad Media, entre ellos el aragonés Arnaldo de Villanova (1235-1311) en su Speculum medicine, opinaban que la piel de los seres humanos era transparente como las uñas y por tanto permitía ver los colores de la carne y de los humores; en sus palabras, la piel era «alba quasi perspicua». 


Pero, debido a la relación del color del cuerpo con la constitución humoral —siempre susceptible al cambio según el clima y la alimentación—, en la Edad Media el color no personificaba una categoría inamovible, natural y esencial. Para entonces, el «color del cuerpo» representaba una disposición variable, flexible e individual que no operaba como una referencia regional. Según los planteamientos médicos, el equilibrio y la adecuada proporción de los humores garantizaban el estado de salud de una persona; por analogía, el tipo ideal de color del cuerpo se condicionaba a una mezcla armónica del color como reflejo de una constitución equilibrada, aunque, en otros casos, el color del cuerpo se explicaba por el clima e, incluso, por la imaginación de la mujer durante el acto sexual. No obstante, el blanco no representaba en ese entonces el color ideal. El color blanco se asociaba con una sobrecarga de humedad, con la falta de hombría, con la barbarie y con las condiciones climáticas del norte de Europa. La flema blanca no era un humor predilecto; el blanco se utilizaba para caracterizar a las mujeres y a los castrati y se empleaba para aludir a los homosexuales, los impuros y los leprosos. Los fisonomistas señalaban que las personas de «cara roja» se caracterizaban por una demasía de sangre y calor; complementariamente, las personas de piel oscura tenían una constitución caliente y seca.


A la luz de las fuentes presentadas es claro que, para la Antigüedad y la Edad Media, el ‘deber ser’ no estaba representado por el «color blanco»; lo ideal era poseer una mezcla proporcional de colores. Dicho equilibrio era reflejo de moralidad, de salud y de buen carácter. El color de piel dependía del estado de los humores y, por tanto, se entendía como unadisposición variable. En la medida en que los europeos se involucraron en la trata de esclavos durante los siglos xvi y xvii, y a medida que se cimentaban las taxonomías del siglo xviii, los colores empezaron a funcionar como categorías clasificadoras que implicaban origen, cultura y estado de civilización.


Confusión de colores: viajeros y conquistadores.


Lo expuesto —la inestabilidad del color— no solamente se manifiesta en los tratados de fisiognómica de la Edad Media sino también en las crónicas y los relatos de los viajeros y conquistadores del siglo XVI. En el caso de la Conquista se ha comprobado que en las crónicas se inventó la categoría ‘indio’ por medio de procedimientos retóricos y de la «alegoresis» y mediante imaginarios sobre los enanos, gigantes y monstruos de la Antigüedad y la Edad Media. Como es evidente, la elaboración de las narrativas coloniales no supuso su adecuación a unos objetos preexistentes en la realidad sino conjeturó la construcción de lo «real americano» en términos de una invención discursiva de carácter eurocéntrico con pretensiones universales. Su objetivo no era conocer al «indio» sino dominarlo. Paradójicamente, con la bula Sublimus Deus (1537), del papa Pablo III, no se superaron los imaginarios que les negaban humanidad y libertad a los indígenas. Es decir, aunque en la bula se determinaba que los indios, como hombres verdaderos, podían ser libres y cristianos y no debían ser reducidos a servidumbre, se evidencia que en muchos casos los cronistas insistían en su «salvajismo», su «barbarie» y su antropofagia.


Con este telón de fondo preguntemos: ¿cómo se manifestaba el color en los relatos de la conquista de América? Aunque no se conserva la versión original del diario de Cristóbal Colón, gracias a los escritos de Bartolomé de Las Casas sabemos que el genovés tuvo la siguiente impresión al llegar, el 11 de octubre de 1492, a San Salvador: «D’ellos se pintan de prietoy ellos son de la color de los canarios, ni negros ni blancos, y [algunos] d’ellos se pintan de blanco y [otros] d’ellos de colorado». Américo Vespucio escribía, el 18 de julio de 1500, desde Sevilla, lo siguiente en una carta a Lorenzo di Pierfrancesco de Medici: 


Digo que después que dirigimos nuestra navegación hacia el septentrión, la primera tierra que encontramos habitada fué una isla, […] y la gente como nos vió saltar a tierra, y conoció que éramos gente diferente de su naturaleza, porque ellos no tienen barba alguna, ni visten ningún traje, así los hombres como las mujeres, que van como salieron del vientre de su madre, que no se cubren vergüenza ninguna, y así por la diferencia del color, porque ellos son de color pardo o leonado y nosotros blancos, de modo que teniendo miedo de nosotros todos se metieron en el bosque, y con gran trabajo por medio de signos les dimos seguridades y platicamos con ellos; y encontramos que eran de una raza [original en italiano: generazione] que se dicen caníbales. 


Giovanni da Varrazzano llega a la costa oriental de Norteamérica en 1524 y percibe a sus habitantes, a primera vista, como «negros»; al viajar al norte reconsidera su opinión y afirma que son mucho más claros. Según su informe, en lo alto de las Rhode Islands se encontraban personas de color de piel «cobre», aunque algunos tendían a ser más «blancos» y otros a tener un color «dorado-amarillento». Francisco López de Gómara (1511-1566), clérigo e historiador, se destacó como cronista en la Conquista, a pesar de no haber atravesado el Atlántico. En su obra Historia general de las Indias (1555) comentó, en varios pasajes, el color de la piel de sus habitantes. Al dirigirle la obra a Carlos V afirmaba que, 


aunque provenían de Adán y Eva como los españoles, los indígenas se diferenciaban por el color de su cuerpo pero también por no tener letras ni moneda, ni bestias de carga; cosas principalísimas para la policía y vivienda del hombre; que ir desnudos, siendo la tierra caliente y falta de lana y lino, no es novedad. Y como no conocen al verdadero Dios y Señor, están en grandísimos pecados de idolatría, sacrificios de hombres vivos, comida de carne humana, hablan con el diablo, sodomía, muchedumbre de mujeres y otros así.


Al referirse a los habitantes de la isla Española afirmaba que eran «de color castaño claro» y que parecían algo «triciados», de «mediana estatura y rehechos; tienen ruines ojos, mala dentadura, muy abiertas las ventanas de las narices, y las frentes demasiado anchas […] Ellos y ellas son lampiños, y aun dicen que por arte; pero todos crían cabello largo, liso y negro». De hecho consagra un capítulo, titulado «Del color de los indios», al tema de la piel. En esta breve sección afirma la naturaleza divina del color de la piel rescatando la oposición entre el negro y el blanco a pesar de que toda la humanidad tenga un mismo origen. Sin embargo rescata que, al mezclar estos colores con el color bermejo, 


En el proceso de acercamiento entre Europa, África y América existieron múltiples categorías para ordenar la percepción del color de las personas De ahí, también, el amplio abanico de colores y categorías manifiestas en las fuentes; incluso los cronistas eran conscientes de la gran variabilidad de las denominaciones de la tez. Tal es el caso de Bernabé Cobo (1582- 1657), quien en su obra Historia del Nuevo Mundo elaborada en 1653 lo indicaba con toda claridad: 


El color de los indios es algo moreno, el cual suelen explicar nuestros escritores con muchos nombres, como son: loro, aceitunado, leonado, bazo y con el color de membrillo cocido, castaño claro, y el que mejor que todos lo explica es el color amulatado; sólo es de advertir, que como el color de un español, siendo siempre de un mismo grado de blancura en sí, se varía en las Indias con más o menos de colorado, según la calidad de la tierra […].


Es evidente que, con el trasfondo esclavista, los españoles fueron autodenominándose progresivamente «blancos» en comparación con los indígenas. Pero también queda claro que la denominación de color de los naturales de América no representaba una categoría estable; era todavía variable, incluso para los contemporáneos. No en vano Bernabé Cobo continuó discutiendo el origen del color de los indios, ya que no era evidente si «viene de casta o va en la constelación de la tierra, cuya propiedad sea no producir hombres blancos como Europa, ni del todo negros como Guinea, sino de un color medio». Sin embargo postula que el color no era algo que se dejara explicar solamente por el entorno, aunque no niega su influencia sino lo califica como una cuestión de la naturaleza, a pesar de considerar que toda la humanidad tenía un mismo origen. Aunque, en la Colonia, el saber greco-latino tuvo una fuerte incidencia en los imaginarios y los esquemas perceptivos de los colonizadores, Cobo lanza una propuesta distinta, pero complementaria. Primero deja de percibir el color como una variable dependiente del clima, la alimentación y los humores. Segundo —y como consecuencia—, el color empieza a percibirse como un ente determinado por la descendencia, como algo que «lo traemos por naturaleza». En este sentido, el negro y el blanco se convierten en categorías estables y, a su vez, opuestas, que hacen referencia a espacios geográficos; sin embargo, el indígena continúa siendo un cuerpo de «color medio» entre los dos extremos. Las dos explicaciones —el determinismo ambiental y el determinismo natural— coexistirán en tensión discursiva a lo largo de la Edad Moderna. Esta tensión se manifestaba sobre todo en la creencia de que, según la teoría ambiental, los españoles nacidos en América iban a degenerar progresivamente y, según la teoría natural, el cambio sería inocuo para los criollos.


La invisibilidad de la diferencia.


Como bien se sabe, durante la Conquista de América no sólo se impuso el sistema normativo, económico y cultural de los colonizadores sino que también se transfirió una gran variedad de esquemas perceptivos que, en la gran mayoría de casos, estuvieron determinados por estereotipos y prejuicios. Los estigmas que existieron en la Península sobre los moriscos y los judeoconversos se proyectaron parcialmente sobre la población del Nuevo Mundo, adaptando los estereotipos a un nuevo contexto sociocultural y geográfico. Para profundizar en las categorías de «color» que existieron en las colonias españolas de Hispanoamérica se hace imprescindible rastrear, primero, el concepto —de la modernidad temprana— de «raza» (= linaje, tacha) y el sistema de la limpieza de sangre en la Península Ibérica. Aunque nos aparte por un momento de Hispanoamérica, este paso será imprescindible por el siguiente motivo: en su inicio, el sistema segregacionista de la limpieza de sangre no tuvo una relación discursiva con el color de la piel; pero, más adelante se demostrará que, precisamente, la limpieza de sangre y la raza se entretejieron, durante la Colonia, con el color de la piel.


Tras la persecución y los motines de 1391 contra los judíos en la Península Ibérica, gran parte de la comunidad sefardí consideró como única posibilidad de supervivencia su conversión al cristianismo. Un siglo más tarde se repitieron las conversiones en masa, como consecuencia del edicto de expulsión de los judíos promulgado por los Reyes Católicos en 1492. La nueva posición socioeconómica de los neófitos, derivada de su conversión, estimuló reacciones de envidia y angustia generadas por la competencia en un sinnúmero de oficios y beneficios. Además, algunos conversos de la primera generación continuaron practicando su cultura y su religión judía bajo el manto del cristianismo (criptojudaísmo), incurriendo así en el delito de herejía. Como secuela, en las instituciones españolas se difundió rápidamente una tendencia excluyente. Con el fin de impedir a los judeoconversos el acceso a las instituciones del poder y del saber se promulgaron los «Estatutos de limpieza de sangre». Su instauración se inició en el Concejo de Toledo en 1449, para difundirse progresivamente en numerosas instituciones y organismos a lo largo de los siglos xv, xvi y xvii. Estos estatutos y las investigaciones genealógicas derivadas de ellos prohibían el acceso a colegios mayores, órdenes militares, monasterios, cabildos catedralicios y la propia Inquisición a aquellos cristianos en cuyos antepasados se pudiese comprobar sangre «judía, mora o hereje». Es pertinente señalar que la limpieza de sangre se construyó en sus inicios como resultado de lo que se percibía como el problema judeoconverso. Más adelante, el sistema de la limpieza de sangre se impuso al morisco, pero sólo a partir de las conversiones subsiguientes de los musulmanes, en 1502, y a los mulatos, mestizos, tercerones, cuarterones, &c., a partir de la conquista de América.


Para acceder a las instituciones regidas por dichos estatutos se hizo menester certificar la «pureza de sangre» mediante la presentación de un árbol genealógico que los «informantes genealógicos» de las correspondientes instituciones examinaban. El procedimiento de ingreso se denominaba «prueba de sangre» y, con base en interrogatorios, se elaboraba un protocolo y se verificaba la genealogía, indagando sobre su supuesta condición «inmaculada». Inquisidores y moralistas no titubearon en transferir la culpabilidad de judaizantes a todos los conversos para, así, darle un matiz de legitimidad a la introducción de los estatutos. De hecho, las cláusulas de «Limpieza de sangre» reflejan primordialmente el miedo de la sociedad «cristiana vieja» ante una asimilación judeoconversa que, a pesar de las serias dificultades iniciales de aculturación, se hacía cada vez más evidente. Para evitar dicha asimilación se hizo imprescindible elaborar una «definición legal» de los «cristianos nuevos». Tal proceso debe entenderse como un impulso determinante que permitió la introducción de los «Estatutos de limpieza de sangre». De esta manera, a través de la «limpieza de sangre», el antijudaísmo clásico fue objeto de una metamorfosis: de un «antijudaísmo religioso» se transformó en un «antijudaísmo religioso-racial». El concepto de «limpieza» desplaza parcialmente la religión como criterio de diferenciación y, por primera vez en la historia europea, engloba dos criterios fundamentales con el fin de marginar: «raza» e «impureza» —dos términos conceptualmente entretejidos—. El término ‘raza’, fundamentado en la estructura de pensamiento de la «limpieza de sangre», significaba en los siglos XVI y XVII tener un «defecto», una «tacha», una «mácula» en la ascendencia; en otras palabras, siendo cristiano, tener una ascendencia judía o musulmana. 


¿Cómo se llegó a este significado? María Rosa Lida comprobó en 1947 que el término ‘raza’ se utilizó por primera vez en los territorios de habla hispana en la obra Corvacho, escrita por el arcipreste Alfonso Martínez de Toledo y publicada en 1438. El pasaje al que se refiere reza de la siguiente manera:


[…] toma dos fijos, uno de un labrador, otro de un cavallero: críense en una montaña so mando e disciplina de un marido e muger. Verás cómo el fijo del labrador todavía se agradará de cosas de aldea, como arar, cavar e traher leña con bestias; e el fijo del cavallero non se cura salvo de andar corriendo a cavallo e traer armas e dar cuchilladas e andar arreado. Esto procura naturaleza; asy lo verás de cada día en los logares do byvieres, que el bueno e de buena rraça todavía rretrae dó viene, e el desaventurado, de vil rraça e linaje, por grande que sea e mucho que tenga, nunca rretraerá synón a la vileza donde desciende […].


En este fragmento es evidente que con el término ‘raza’ se hacía referencia a la procedencia, es decir al linaje. En principio, el autor utiliza la expresión ‘raza’ de manera neutral, y sólo mediante la adición de un adjetivo positivo —«buena raza»— o de uno negativo —«vil raza»— adquiere un carácter calificativo. La palabra ‘raza’, en sí misma, no tenía, por tanto, una connotación halagadora ni peyorativa. Sin embargo es importante señalar que dicha concepción de ‘raza’ hacía referencia a la herencia de un ethos natural, de carácter inmanente e invariable. Alfonso Martínez demuestra estar convencido de las diferencias naturales de calidad estamental; a saber, la diferencia entre el labrador y el caballero. Ésta es, según el arcipreste, natural y no depende del contexto sociocultural ni educativo de la persona. En otras palabras, si el labrador y el caballero crecen y se educan alejados de sus correspondientes ámbitos sociales, distanciados de sus valores, comportamientos y tipos ideales, no dejarán, por naturaleza, de pertenecer a su linaje ni de comportarse como tales. 


Sin embargo, el humanista Antonio de Nebrija (1441-1522) demuestra que el modo en que el arcipreste Alfonso Martínez utilizaba el término ‘raza’ no representaba la forma habitual y generalizada en que lo usaban sus contemporáneos. En su Diccionario, publicado en 1493, le asigna dos significados diferentes a este término. El primer uso se deriva de su aplicación en el lenguaje cotidiano, el cual traduce del latín «radius solis per rimam» al castellano como «raça del sol». Un segundo significado deltérmino lo relaciona Nebrija con una expresión frecuentemente utilizada por el gremio de sastres, «raça del paño», que traduce del latín «panni raritas». Nos encontramos entonces ante un doble significado: por un lado, el de «raça del sol» y, por otro, el de «raça del paño», que se refiere a un defecto o irregularidad de la tela que permite el paso de los rayos del sol. Con base en estos pasajes se constata que, si bien la palabra ‘raza’ tiene en la época una variedad de significados, todavía no manifiesta un enlace ideológico o semántico con el imaginario de la «limpieza de sangre».


Sólo a partir de mediados del siglo XVI se entrelazó el ideario de la «limpieza de sangre» con el principio de la «raza». Esto se comprueba a partir de los formularios de las investigaciones genealógicas, las apologías de los «Estatutos de limpieza de sangre» y ciertas obras filológicas. Veamos primero los formularios de las pruebas genealógicas. 


En los tratados teológicos también se introducía el término ‘raza’ a mediados del siglo xvi. En el debate llevado a cabo en el Cabildo Catedralicio de Toledo en 1547, en relación con la implementación de los «Estatutos de la limpieza de sangre», el arzobispo Juan Martínez de Silíceo utilizó así el término: «[…] se propuso un estatuto por nos Arzobispo de Toledo en esta Santa Iglesia en el cual se contenía desde aquel día en adelante todos los Benefiziados de aquella Santa Iglesia a Dignidades como Canonigos Razioneros Capellanes y clerizones fuesen xristianos Viejos sin raza de Judio ni de Moro ni hereges […]». En 1638, el teólogo Jiménez Patón aborda igualmente la pregunta sobre el significado de «ser limpio» y afirma «que son los limpios Christianos viejos, sin raza, macula, ni descendencia, ni fama, ni rumor dello».


El filólogo Sebastián de Covarrubias lo definía de la siguiente manera en el Tesoro de la lengua castellana o española (1611): «raza […] en los linages se toman en mala parte, como tener alguna raza de Moro, o Judio». En su Vocabolario español, e italiano, Lorenzo Franciosini Florentin, posiblemente inspirado en Covarrubias, desarrolla de la siguiente manera una definición que pone de manifiesto nuevamente la cercanía entre «limpieza» y «raza»: «Limpio: si dice taluolta in Spagna. Colui che è Christiano vecchio, e che non há razza, ne dependenza da Moro, ne Giudeo»; en su traducción, «[l]impio: es a veces utilizado en España. Todo el que es cristiano viejo, es porque no tiene raza, ni procedencia  mora ni judía».


La visibilidad del color.


En la Península Ibérica, a mediados del siglo XV, la conversión de los judíos al cristianismo era un hecho reciente (1391-1414), por lo que el pasado genealógico era fácilmente rastreable. No obstante, después de dos, tres y más generaciones, el pasado se hacía cada vez más opaco y nebuloso. En la medida en que la fisonomía no ofrecía ningún indicio para reconocer el pasado religioso, la otredad debía «visualizarse» a través de categorías genealógicas que permitieran captar la «impureza» del linaje. Como consecuencia de este fenómeno de mimesis se hicieron imprescindibles dos cosas: por un lado, crear un sistema burocrático de investigación genealógica, supuestamente estructurado y bien reglamentado, que permitiera administrar el saber sobre el pasado de los súbditos, vigilar y controlar, y, por el otro, visualizar la diferencia genealógica a través del cuerpo. En el caso de los judeoconversos, por ejemplo, algunos inquisidores proponían fijarse en la circuncisión y otras características imaginadas pero entonces consideradas verdaderas: su hedor, su espinazo prolongado e incluso las almorranas, éstas últimas tanto judías como musulmanas.  Para los cristianos viejos, la impureza de la sangre comenzó a ser reconocible, a partir de la conversión de los musulmanes en Granada (1503), por el color de la piel y la fisonomía. Sin embargo, la relación conjetural entre color y pureza sólo llegó a desarrollarse con impacto en el Nuevo Mundo. A finales del siglo XVII y, especialmente, en el siglo XVIII, en la monarquía española, el «problema de los conversos» se había desvanecido progresivamente tanto para los inquisidores como para los informadores genealógicos. Entre tanto, en América, el fenómeno del mestizaje era cada vez más actual y representaba un problema para el poder colonial. El mestizaje influyó en los siglos xvii y xviii y le dio un nuevo significado a la limpieza de sangre. Por eso es pertinente apartarse de la Península Ibérica y preguntar: ¿cómo se visibilizó la impureza en las colonias?, ¿cómo se entretejieron la impureza de la sangre y la idea premoderna de la raza con el color de la piel? En América, al igual que en España, la limpieza de sangre operó como un sistema de inclusión y exclusión de losorganismos e instituciones del poder. La transferencia al Nuevo Mundo de la idea de la limpieza de sangre partió, desde luego, de un principio de control y orden social, político y religioso de las provincias de ultramar por parte de la Península. Aunque .era proclive a la tergiversación y la manipulación de las genealogías, el sistema resultó un mecanismo efectivo para excluir de las instituciones civiles, educativas, militares y eclesiásticas hispanoamericanas no sólo a los descendientes de judeoconversos sino también, posteriormente, a los africanos, la población indígena, sus descendientes y las mezclas de estos grupos. Si bien el poder colonial marcaba como «impuros» tanto a los nativos como a los esclavos y pardos libres y percibía cualquier mezcla entre ellos en términos negativos, era tener «sangre de negro» lo que se entendía sistemáticamente como impureza del linaje. Las prácticas de la limpieza de sangre en las Américas dejaron de ser, por lo menos en un primer momento, la búsqueda obsesiva de un antepasado judío o musulmán. Es decir, la supuesta impureza judía o musulmana, palpable solamente a partir de la memoria y las categorías genealógicas, se transfirió al color de piel: negros, mulatos, zambos, cuarterones, &c. se convirtieron en nuevos objetos del sistema discriminatorio de la «pigmentocracia». De ahí que el «blanqueamiento» —es decir, la búsqueda de un mejor estatus a través de casamientos con personas «más blancas»— se convirtiera en un modo de conducta paradigmático con el fin de evitar la impureza del color o del linaje.


Con este telón de fondo se aclara cómo se articularon los imaginarios sobre el color de la piel y la limpieza de sangre con la finalidad de reproducir y sustentar un sistema de segregación a partir de la apariencia y de la genealogía. A continuación se examinarán algunos ejemplos que permiten develar la función y el significado de los conceptos de color y raza en términos coloniales. En un expediente de mediados del siglo XVII, el capitán del pueblo indio de Suta, en el altiplano cundiboyacense, legitima su sucesión con las siguiente palabras: «Hera y auia sido vso el tenerlo de su autoridad […] vn capitan de la qual linea y rasa proçeden este don Juan Guayana». En este pasaje se puede comprobar que el concepto de «raza» significaba en las colonias, al igual que en España, linaje. Y, al igual que allí, en el Nuevo Mundo, «tener raza» también implicaba tener un defecto, una tacha en el linaje. En las colonias, esta mácula se traslucía en la memoria, el color de la piel y la calidad de una persona. Veamos algunos ejemplos. En 1766, Miguel Gómez Carranza se sometió a una indagación para comprobar su «blancura». Uno de los testigos que se presentaron declaró que lo conocía, que estaba casado con María Candelario Bernardo y que ambos estaban «limpios de toda mala rasa, de Indio, negro, ni Mulato». En 1773, Carlos José de Villarino, natural de Galicia (España) y residente en Maracaibo, solicitaba que se reconociese su limpieza de sangre y que se amparara su calidad. En una de las declaraciones a su favor lo describían como «hombre de buen nacimiento, limpia sangre, y sin raza de Negro, mulato, moro Judio, ni penitenciado por el Santo Oficio, ni otra que lo inhavilite, […] como declarar, al Don Carlos Villarino por hombre blanco, de buen nacimiento, sin macula […]». 


A partir de estos casos se puede afirmar que el color no era siempre observable; era, básicamente, una categoría social entrelazada con dos principios rectores de la sociedad colonial: la «calidad» y la «limpieza». Para comprobar la blancura se debía gozar de buena reputación —de buena fama y opinión— en la sociedad, de modo que los testigos validaran dicha notoriedad con sus testificaciones. Por ello, la calidad, el color y la limpieza dependían de las posibles relaciones de amistad o de la eventual inquina de una comunidad. La blancura estaba condicionada por «no tener raza»; es decir, por no tener indios, negros, mulatos, musulmanes o judíos —o incluso neófitos de estos grupos— en el árbol genealógico. En analogía con la limpieza, la blancura estaba relacionada con categorías morales, y era fundamental que el solicitante y sus ascendientes no hubieran incurrido en el delito de herejía ni hubieran causado «escándalo público» punible por autoridades eclesiásticas o civiles. Importante «no era ser “realmente” blancos […] sino escenificarse socialmente como blancos y ser aceptados como tales por los estratos sociales más preeminentes». Por esta razón, la blancura era una categoría supremamente dúctil y maleable y se definía según el entramado sociocultural. Fue así como el principio premoderno de «raza» se articuló con el imaginario relativo al color de la piel. 


Las informaciones de blancura y limpieza eran típicas en las colonias españolas del siglo XVIII, sin embargo es pertinente averiguar cómo se justificó discursivamente la relación entre limpieza de sangre, color y raza en el siglo XVII. Para entenderlo es esencial develar la circulación de los saberes que evidencian cómo los estigmas existentes sobre los neófitosen España se proyectaron más adelante sobre la población en América, adaptándolos al nuevo tejido sociocultural sin que importaran sus evidentes contradicciones. 


En este sentido no es de extrañar que para entonces se discutiera controversialmente si los indígenas descendían de los judíos. Según el cronista fray Pedro Simón, «los indios de estas tierras se originan y tienen su principio de las diez tribus de Israel que se perdieron». Este relato se fundaba en la siguiente premisa: los indígenas representaban una de las tribus a las que Dios castigó con el perpetuo destierro; por ello estaban relacionadas con los inicios del cristianismo y merecían la posibilidad de salvación. Aunque la teoría sobre el origen judío de los indígenas fuera refutada por otros teólogos, como José de Acosta, dicha presunción operaba como trasfondo epistémico idóneo para transferir dispositivos de discriminación. 


Fray Prudencio Sandoval (1553-1620), clérigo benedictino y obispo de Pamplona, en Navarra, es uno de los primeros historiadores en presentar una analogía entre la impureza de la sangre, la raza de los neófitos de España y el color negro de la piel, haciendo alusión tácitamente a las colonias hispanoamericanas. En su reflexión histórica hacía referencia a la implementación de los «Estatutos de limpieza de sangre» en el Cabildo Catedralicio de Toledo, preconizado por su arzobispo, Silicio Martínez, uno de los más exaltados apologistas de la limpieza de sangre de mediados del siglo xvi. Para esta época, el arzobispo de Toledo había utilizado el término ‘raza’ por primera vez en el contexto de la limpieza, haciendo referencia al linaje y a la negación del acceso de los judeoconversos a oficios y beneficios eclesiásticos. Así mismo, Prudencio Sandoval señalaba la reprobable moralidad de los conversos, que, según él, constituía una constante en el tiempo. A partir de esta apócrifa deducción, el autor proyecta el principio de la inmoralidad y lo inscribe, por analogía, en la negrura, entendiéndola, en términos aristotélicos, como «accidente». De ahí concluye «[q]ue si bien mil vezes se juntan [los negros] con mujeres blancas, los hijos nacen con el color moreno de sus padres. Assi al Iudio no le basta por tres partes hidalgo, o Christiano viejo, que sola vna raza lo inficiona, y daña, para ser en sus hechos de todas maneras Iudios dañosos por estremo en las comunidades». En virtud de lo anterior, el color «negro» operó no sólo como una metáfora de la servidumbre sino también, según el catolicismo, como metáfora y marca de amoralidad que permitía visualizar el vicio del linaje y la falta de limpieza.


Para el siglo XVI, el color negro ya poseía un poder simbólico, pues en el Antiguo Testamento se encontraban mitos fundacionales que más adelante se articularían con el color. Por ello, la equivalencia que planteaba Prudencio Sandoval tenía un sustento teológico y debía considerarse una verdad incuestionable. En el Génesis, Dios maldice a Cam, hijo de Noé, por el «manifiesto pecado» de haber visto a su padre desnudo y en estado de embriaguez. Pero Dios no solamente maldijo a Cam sino también a su hijo Canaán, condenando a todos sus descendientes a la servidumbre. Aunque en el Génesis no se mencione el color de piel, en el siglo VII el arzobispo Isidoro de Sevilla se refiere a Cus como hijo de Cam, el supuesto progenitor de los etíopes. De esta manera entrelaza la esclavitud de los cananeos con su color negro, como una especie de somatización del pecado. 


Indudablemente, estos planteamientos tuvieron un fuerte impacto en los teólogos que se encontraban en las colonias españolas. Varios estudios hacen énfasis en la importancia de la obra del padre jesuita —del mismo apellido del teólogo anterior— Alonso Sandoval, quien vivió gran parte de su vida en Cartagena de Indias. Su función era misionar a los esclavos que llegaban al puerto, y, con base en dicha experiencia, elaboró la obra Instauranda Aethiopum Salute, publicada en dos versiones: la primera, en 1627, y la segunda, ampliada y revisada, en 1647. Entre varios temas, el autor discurría sobre las distintas teorías mediante las cuales se explicaba el «color etíope»; para dicho efecto señalaba la importancia de la imaginación de la mujer durante el acto de procreación, la incidencia del clima y la relevancia del Génesis. Incluso ilustraba las narraciones de los portugueses sobre el interior de África, según las cuales, en el reino del gran Fulo, había negros, amulatados, pardos, zambos e individuos de color bazo, loro, castaño y tostado, pero también «hombres y mugeres más blancos, y rubios que Alemanes.


Claramente, Alonso Sandoval integraba la explicación que ofrecían las interpretaciones de la Biblia. Por un lado afirmaba que el color negro era una categoría «innata e intrínseca» determinada por la crianza que Dios le administró a Cham. Pero, por el otro, complementa la explicación teológica basándose en la patología humoral greco-latina y haciendo énfasis en el exceso de calor en el cuerpo. Es indudable que consideraba al color negro un tizne y una mancha, e incluso después de hacer una analogía con el pueblo judío y referirse al deicidio describía el color etíope como «sambenito de los negros». Incluso los hijos de Mizraim, segundo hijo de Cam, habían nacido, según su opinión, sobre negros, deformes y feos como «los vemos en los Egypcios, y Getulos: los quales demas del color negro, tienen tambien mal olor en la boca». Lo anterior muestra cómo se amalgamaron los argumentos sobre los humores del cuerpo con planteamientos teológicos para justificar la inferioridad de la población de origen africano. En este sentido, el color negro representó un código de significado diferencial para justificar la inferioridad social y la sumisión moral. No obstante, estos modelos de explicación no eran del todo nuevos: en España ya se había recurrido a ellos para justificar la herencia de la impureza de la sangre. En su obra Tractatus Bipartitus, el inquisidor sevillano Escobar de Corro recurrió a afirmar —con Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás— que las cualidades de la fisonomía (qualitates Physiognomiae) y la constitución de los fluidos humorales (complexionis), así como los temperamentos y las características morales (affectibus, qui sunt inclinationes naturales ad bene vel pravè operandum), se trasferían en el momento de la concepción (instanti conceptiones). Básicamente, Escobar del Corro articuló tres ideas implementadas por Alonso de Sandoval como factores heredables: la culpa, los rasgos físicos y la moral.


Lo paradójico de esta misión era que, mediante el bautismo, se postulaba un sacramento de integración religiosa mientras que, en la práctica social, dicha integración resultaba inconclusa. Esto se ve claramente en el sistema de limpieza de sangre, que excluía de cargos eclesiásticos y públicos a toda persona de color o de linaje maculado, y también en el sistema de tributación colonial, diseñado con base en el color de la piel: los hombres negros libres y los indios estaban obligados a tributar mientras los considerados «blancos» o «mestizos» estaban exentos de esa carga fiscal. De ahí que el blanqueamiento haya representado una vía de ascenso social, en cuanto la blancura de la piel facilitaba el acceso a una variedad de oficios y traía consigo la exención tributaria. En la medida en que la mezcla «fenotípica» se intensificaba en la sociedad colonial, la diferenciación por medio del color se fue convirtiendo en algo realmente difuso. Las fronteras del color perdieron nitidez, y elcontrol social se hizo cada vez más difícil. Con el término ‘casta’ —que, por lo menos en las colonias españolas, poseía connotaciones claramente peyorativas porque en dicho contexto hacía referencia al mestizaje— se intentó conferir inteligibilidad al amplio abanico de colores y fenotipos. En otras palabras: aunque ser mestizo implicaba un privilegio tributario y podía ser una vía de ascenso social a través del blanqueamiento, el mestizaje era negativo desde el punto de vista del blanco y del indígena: para el blanco siempre fue considerado algo «envilecedor», era una «macha de color vario»; para el indígena era, igualmente, algo ignominioso. Según Jaime Jaramillo Uribe se puede constatar que, para mediados del siglo xvii, el calificativo ‘mestizo’ era insultante. Con el ánimo de ilustrar su afirmación, el autor señala el juicio criminal de 1643 contra Juan, esclavo de Francisco Sánchez de Oliva, a quien se acusaba, entre varios cargos, de haber insultado al español Francisco García llamándolo «perro mestizo».


En el lenguaje colonial, la palabra ‘casta’ designaba a personas «de variado color con ancestro africano (mulatos, zambos, cuarterones, &c.) y en quienes pesaba el prejuicio de la ilegitimidad, la carga de la tributación y el estigma social». No obstante, la connotación despectiva se construyó a raíz de un giro del significado, hecho que sólo fue posible debido al trasfondo colonial. Según el filólogo Covarrubias, en la Península Ibérica ‘casta’ significaba linaje y descendencia; es decir que, en España, el término era neutral. Pero es importante señalar que, según el imaginario de la época, los vicios y las virtudes de las personas se transmitían mediante el linaje. En España, el vocablo ‘casta’ sólo adquirió un significado negativo o positivo según la valoración. Por ejemplo, en términos desfavorables, «villa casta» o «casta judía», en términos favorables, «casta pura», «casta real» y «gran casta».


La construcción del concepto de casta durante la Colonia se explica por la necesidad de las élites de controlar la sociedad, de identificar y diferenciar a los individuos. Las castas se convirtieron en un axioma de las relaciones interpersonales y en un regulador social. Los estudios sobre la pintura de castas han demostrado que las representaciones reflejan el complejo proceso de mestizaje entre españoles, indígenas y africanos. 


En la administración no se utilizaba la categoría ‘casta’ sino que, por lo general, se recurría a denominaciones de color o denominaciones que implícitamente hacían referencia al color: blancos, indios, esclavos y libres de todos los colores. Estas y otras categorías explícitas o implícitas de color aparecían en documentos oficiales tales como «codificaciones de la legislación colonial, libros parroquiales, procesos inquisitoriales, casos criminales, censos y en las Relaciones geográficas que la Corona solicitó con regularidad a las autoridades coloniales a partir del siglo xvi».


Disciplinamiento de los colores.


En Europa, las reflexiones científicas sobre la diversidad humana y su color aumentan notablemente a lo largo de los siglos XVII y XVIII como resultado del conocimiento y del contacto con las culturas transoceánicas —hasta el siglo xvi, parcialmente desconocidas en Occidente—. En la perspectiva del europeo, tanto lo foráneo como su evidente alteridad debían ordenarse y sistematizarse en categorías que hicieran plausible el entendimiento de aquella diversidad.


En este contexto se aplica por primera vez el término ‘raza’ con el significado contemporáneo; desde ahora, aquel operará como un criterio «científico» para clasificar a los seres humanos con base en características fenotípicas; entre ellas, el color de la piel. Al iniciarse un proceso de disciplinamiento y de ordenamiento de los saberes, dicha tendencia creará categorizaciones que, a partir del cuerpo, reducirán progresivamente al mínimo el amplio abanico de color presente en la premodernidad, hecho que puede entenderse como la negación de la pluralidad somática y cultural de «los Otros».


La novedad de este planteamiento radicaba no sólo en la intención de categorizar a la humanidad en cuatro o cinco «especies» o «razas» sino también en la de ordenar y sistematizar la diversidad humana con base en el aspecto externo del cuerpo y del rostro. En la categoría de la «primera raza», el autor circunscribía a los europeos —exceptuando a los moscovitas—, a los habitantes de las costas del norte de África y a los asiáticos del Imperio Osmano, Persia, India y gran parte del sureste asiático, incluyendo, por ejemplo, a Borneo. Para justificar esta teoría recurría a la observación del color de la piel afirmando que, aunque los egipcios y los indios fuesen «muy negros o, mejor dicho, café quemados», esto era una simple consecuencia de los fuertes rayos de sol. Quien no se exponía mucho al sol no era más oscuro que los españoles. Además aclaraba otro factor: que los indios asiáticos se caracterizaran por otra fisionomía o tuvieran una inclinación al color amarillo no era suficiente para considerarlos una «raza» independiente. También afirmaba que la población autóctona de América pertenecía a esta primera categoría, aunque fueran, según su aspecto, diferentes a los europeos y tuvieran la piel color oliva.


La «segunda raza» constaba de la población del resto de África, que se caracterizaba por el color negro, los labios gruesos, sus narices chatas y el cabello crespo; todas estas características heredadas, pero no debido al clima, si no a la sangre y al semen. En la «tercera raza» clasificaba a los habitantes de las regiones de sureste asiático, Asia oriental y grandes partes de Asia central. Todos ellos eran de color realmente blanco perode hombros anchos, cara plana, nariz chata y ojos rasgados. La «cuarta raza» la conformaban los lapones del norte de Europa, quienes, en su opinión, eran detestables. Sin juzgar excesivamente, Bernier diferenció racialmente la población de la Tierra al definir el aspecto físico del cuerpo como criterio de categorización y aunque el color era importante, no era el único y no era decisivo. Sin embargo, el haberle conferido un nuevo significado a la «raza» como categoría del orden global, era algo novedoso. El médico francés estableció que en cada categoría racial existían evidentes contrastes pero encontraba la belleza femenina en todo el mundo, aunque con diferencias regionales. La belleza estaba, según él, influenciada por el clima, la alimentación, la calidad del agua y el aire, pero también por la naturaleza del semen que variaba según la «raza». Así, Bernier elaboró la categoría racial «científica» que poco después habría de utilizarse con otras agrupaciones para formular mediante un «orden» las escalas jerárquicas en términos taxonómicos.


El nexo que Linneo trazó entre la fisonomía y la patología humoral de Hipócrates y Galeno relacionaba el espíritu con la apariencia física. Su innovación, sin embargo, fue asociar «científicamente» un simbolismo de colores con las posibles cualidades o defectos de los taxones raciales. Este proceso de adscripción por pigmentación era, por supuesto, un proceso discursivo enmascarado por el empirismo epistemológico y el positivismo científico. Aun así, tuvo un impacto determinante en la historia: ordenó los saberes, prefiguró los esquemas perceptivos ante el prejuicio y la alteridad y, por último, les otorgó legitimidad a través de la ciencia taxonómica. En suma, Linneo desarrolló una estética y una valoración racista al ordenar y disciplinar los saberes.


Empero, al deconstruir la quimérica lógica de la taxonomía se demuestra la arbitrariedad de atribuir colores de piel por medio del ordenamiento del saber. La supuesta pigmentación de la piel planteada por Linneo —blanco, rojo, amarillo y negro— no se puede comprobar a través de la epidermis: la piel oscura, en comparación con una menos oscura, no es negra, al igual que la piel clara, en contraste con una menos clara, tampoco es blanca, y hablar de piel amarilla o roja es una ficción racista y una tergiversación de la otredad. Los colores postulados por Linneo, aunque no se reflejan en la piel, se reflejarán, desde el siglo XVIII, en las estructuras, las normatividades, las relaciones sociales y las mentalidades. La ficción racista y la tergiversación de la otredad se convirtieron, de esta manera, en una realidad sociohistórica.


Es indudable que famosos pensadores de la Ilustración como Voltaire (1694-1778) o Kant (1724-1804) propiciaron principios de igualdad, favorecieron los derechos humanos y lucharon por la tolerancia. De hecho, en su obra ¿Qué es la Ilustración? [1784]), Kant hizo un llamado para que los individuos se emanciparan de su «minoría de edad» —término que también podría traducirse como ‘estado de ignorancia’ o ‘falta de voz y voto’—. Sin duda, a Kant puede considerársele uno de los pilares de la modernidad. 


No obstante debemos preguntarnos si el proyecto del Siglo de las Luces exigía incondicionalmente la igualdad para todos. ¿Encontramos en los tratados filosóficos del siglo XVIII también ideas que, implícita o explícitamente, delimiten el proyecto de la Ilustración en detrimento de aquellos seres que se percibían en Europa como no blancos? Con el fin de dar respuesta a esta pregunta me concentraré a continuación en uno de los filósofos más representativos de la Ilustración: el ya aludido Kant.


El filósofo alemán fue, tal vez, uno de los personajes que más insistió en  la diferenciación de las «razas» mediante el color. Según Hund, Kant se apoyó en diversas piezas del inventario argumentativo existente en su época: derivó de Linneo la diferenciación sistemática entre la razas humanas con base en los diferentes colores, tomó de Buffon la caracterización de las «razas» como unidades capaces de entrecruzarse y de producir descendientes fértiles, se inspiró en Montesquieu y su teoría de los factores ambientales para forjar su idea del inicio y el origen de las «razas» y adoptó las teorías del progreso de Adam Ferguson y Adam Smith, entre otros, para explicar las relaciones de jerarquía entre ellas.


Según los valores de la Ilustración, los seres humanos son sus propios creadores. En consecuencia, la historia se entiende como un proceso evolutivo en que los esfuerzos de cada individuo repercuten en el bienestar y el progreso de cada persona. Este proceso debe apreciarse como una secuencia de distintos niveles de crecimiento y desarrollo. El filósofo alemán no solamente reproduce estas ideas; es más: enfatiza la utilidad de la categoría ‘raza’. El «beneficio científico» de tal categoría, según Kant, radica en poder entrever las diferencias entre una misma especie, dado que ésta ha desarrollado una variedad de características hereditarias. Las diferencias de color de piel no hacen referencia, entonces, a distintas clases de hombre, pues todos pertenecen al mismo tronco. En su ensayo «Sobre las diferentes razas humanas» [1775]) afirma:


Creo que sólo es necesario presuponer cuatro razas para poder derivar de ellas todas las diferencias reconocibles que se perpetúan [en los pueblos]. 1) La raza blanca, 2) la raza negra, 3) la raza de los hunos (mongólica o kalmúnica), 4) la raza hindú o hinduística […] De estas cuatro razas creo que pueden derivarse todas las características hereditarias de los pueblos, sea como [formas] mestizas o puras.


Diez años más tarde, Kant agrega la «raza» de los indios americanos, a quienes había considerado una variante de la «raza mongólica». De hecho, en su «Definición de la raza humana», de 1785, las cuatro «razas» fundamentales serían la blanca, la amarilla, la negra y la roja. En sus lecciones de «Geografía física» [1804]) no titubeó en presentar esquemas jerárquicos de las «razas»: «La humanidad existe en su mayor perfección en la raza blanca. Los hindúes amarillos poseen una menor cantidad de talento. Los negros son inferiores, y en el fondo se encuentran una parte de los pueblos americanos».


A los indígenas, Kant les asignaba una piel «roja», y afirmaba que no tenían la capacidad de adquirir cultura, que se caracterizaban por su profunda indiferencia y que su amor por la paz era solamente un reflejo de su «independencia haragana». Más arriba en su escalafón situaba a los africanos: daba por sentado que la «raza» de los negros se determinaba por su propia pasión sin que este grupo pudiese controlarla, razón por la cual estaban restringidos a desarrollar únicamente una cultura de esclavos; y, como supuesto corolario, hacía hincapié en su carácter pueril —hechoque demostraba su dependencia ante el liderazgo—. A los hindúes los situaba en una escala superior a las dos últimas: los consideraba «amarillos» y les concedía la posibilidad de tener civilización; sin embargo los definía como representantes de una «cultura de habilidades» y no como partícipes de una «cultura de la ciencia»; de ahí deducía que los hindúes siempre serían aprendices. Los «blancos» encarnaban todos los talentos necesarios para la «cultura de la civilización»; sólo ellos podían producir cambio y progreso, sólo ellos podían liderar; en la «raza blanca» se condensaba la más alta perfección. 


Así pues, la ambivalencia de la Ilustración está constituida, de una parte, por los ideales de igualdad, derechos humanos y libertad de expresión y, de otra, por ideologías como el racismo y el antisemitismo «científicos» y el concepto de propiedad, que apuntalan nuevos parámetros de diferenciación y exclusión. El triunfo definitivo del proyecto de sociedad europea decimonónica —burgués, industrial y parlamentario— representó, sin duda alguna, un legado central de las sociedades contemporáneas al construir identidades, naciones, fronteras y nuevas «verdades» y dogmas. La ambivalencia de la «desigualdad en la igualdad» de la Ilustración se manifiesta cuando, a través del discurso racista desarrollado por Kant, se introducen fronteras simbólicas, ideológicas y parcialmente imaginarias entre las diferentes «razas», lo cual es típico de cualquier discurso racista. Pero la innovación estriba, precisamente, en haber invalidado y monopolizado, para el proyecto de emancipación del Homo europeus, las ideas fraguadas en torno a la nueva igualdad de las razas supuestamente «inferiores». En este contexto, el racismo genera una especie de regresión sincrónica a fin de implementar y salvaguardar todo un sistema de códigos, símbolos y valores inequitativos e inicuos puestos en contra de la otredad. El racismo perpetuó la exclusión en una sociedad europea que, paradójicamente, reclamaba igualdad, derechos participativos, parlamentarismo y democracia. La filosofía de la Ilustración preconizaba la abolición de las formas feudales de producción, postulaba la igualdad de todos los seres humanos y, además, propiciaba el principio de la propiedad privada en un temprano proyecto capitalista; pero todo ello solamente para el «hombre blanco». La razón de Kant representaba un raciocinio racista.



Tomado de:

HERING TORRES, Max: "Colores de piel. Una revisión histórica de larga duración" En: MOSQUERA ROSERO LABBE, C. (2010): Dabates sobre ciudadanía y políticas raciales en las Américas Negras. Parte I, Capítulo I. Universidad Nacional de Colombia. pp. 113-160.


06 mayo 2022

Paradigma y episteme. Raúl Gómez Marín

 



Paradigma y episteme


Raúl Gómez Marín


Para dar inicio a nuestra reflexión sobre la noción de paradigma, lo primero que queremos advertir es lo siguiente: el término «paradigma» no determina una noción univoca, clara y distinta; pues, como veremos, dicho término porta una gran diversidad de sentidos, o sea, porta en sí una abigarrada polisemia. Por esta razón, cuando el término «paradigma» se usó por primera vez con una connotación epistemológica, algunos epistemólogos inmediatamente cuestionaron su valor teórico-explicativo. Empero, esa carga crítica no logró obstruir la evolución epistemológica de la noción de paradigma, y más bien ocurrió lo contrario: se generó un gran debate, a partir del cual la noción de paradigma se densificó y adquirió un lugar privilegiado en el seno de las epistemologías de la vanguardia contemporánea.


Por otra parte, como se puede hoy en día constatar, la palabra «paradigma» cayó en la red de las «modas discursivas», lo cual enmaraño aún más su significado. Con todo, la noción de paradigma logró resistir los efectos negativos del uso y del abuso. Para sacar a flote la polisemia de la noción de paradigma, exploremos un poco la diversidad de sentidos que se le han otorgado al término «paradigma».


Al recurrir al diccionario de la real academia de la lengua podemos leer: “Paradigma (del Latín: paradigma, y del Griego: paradigma):  Ejemplo o ejemplar”. En Platón, “el significado del término “paradigma” oscila en torno a la ejemplificación del modelo o la regla. Para Aristóteles, el paradigma es el argumento que, fundado en un ejemplo, está destinado a ser generalizado”. Pero, es obvio que para dar cuenta del sentido de una palabra es preciso ir más allá del significado de diccionario e interrogar a los textos —pues, un diccionario se construye bajo el supuesto de que el significado de las palabras es algo fijo—. Esto es, si para interpretar el significado de una palabra alguien apela únicamente al significado de diccionario, inevitablemente asume que la lengua es un sistema estático de palabras y reglas de uso; lo cual, obviamente, lo pone en contradicción con la realidad. Por lo tanto, para ganar comprensión sobre el tema que nos ocupa, es de vital importancia reconocer que:


1. Los textos producidos en una determinada lengua son entidades dinámicas.

2. El sentido lo genera cada texto.

3. El significado de una palabra puede cambiar de un texto a otro, y se transforma con el uso. Esto es, las palabras no se quedan en su supuesto lugar de ‘origen’; migran de discurso en discurso y mutan su significado, incluso hasta el punto de abandonar su referente original, si lo tienen, por supuesto.

4. Si trabajamos en el análisis del discurso con la idea de que las palabras son entidades cambiantes y dinámicas, entonces podremos ver cómo el sentido o la supuesta unidad de significado de las oraciones explota en una multiplicidad de sentidos. Ahora, si el lector se diese a la tarea de revisar cuidadosamente diversos textos en los que se haga uso de la palabra ‘paradigma’ (especialmente aquellos que traten cuestiones relacionadas con el conocimiento), es muy probable que en dichos textos descubra cosas como las siguientes:


a) Que en ciertos casos, el término ‘paradigma’ se usa para designar un principio epistemológico (un principio que prescribe cómo se debe proceder para conocer en general; por ejemplo, cuando se habla del paradigma cartesiano).

b) Que a veces el término ‘paradigma’ se usa para nombrar un modelo, una regla o norma general, por ejemplo: un experimento crucial que se instituye en paradigma; o para referir el modo como se realizó o debe realizarse algo; o cuando se afirma que el modo de operar de un personaje político se ha convertido en un paradigma político, un modo de hacer política.

c) Que otras veces, la palabra ‘paradigma’ se usa para nombrar al conjunto de ideas, creencias y formas de actuar de un grupo social, el paradigma militar, por ejemplo.

d) Que en otros casos, la palabra ‘paradigma’ se usa para nombrar al conjunto de conceptos, hipótesis y métodos de una teoría: por ejemplo, algunos autores para referirse a la física moderna utilizan la expresión ‘paradigma de la física clásica’. Lo mismo ocurre con la lógica moderna, algunos autores utilizan la expresión ‘paradigma de la lógica clásica’. En tales casos lo que se busca señalar es que el método, las hipótesis, reglas lógicas etc. de tales teorías rigen el modo de pensar y plantear los problemas de investigación.


Así, dado que la palabra ‘paradigma’ no tiene un único sentido, tenemos que confrontarnos con la siguiente disyuntiva radical: o bien desechamos la noción correspondiente, o bien aprendemos a sacar ventajas de su polisemia.


El problema del valor teórico-epistemológico de la noción de paradigma.


En el ámbito histórico-epistemológico, la noción de paradigma aparece por primera vez en La estructura de las revoluciones científicas, la célebre obra de Thomas S. Kuhn. Después de la publicación de ‘La estructura’ algunos epistemólogos (por cierto, inscritos en la episteme moderna) se dieron a la tarea de censar los diversos significados que adquiere el término ‘paradigma’ en dicha obra. El resultado los sorprendió: localizaron cerca de 23 significados diferentes. Obviamente, para ellos —que valoraban las cosas desde la perspectiva de la episteme moderna— dicha polisemia es inadmisible; pues, según ellos, tal polisemia hace inasible a la noción de paradigma, por lo tanto, cuestionaron su valor como categoría epistemológica. 


Empero, otros epistemólogos no aceptaron tal cuestionamiento y, por el contrario, le otorgaron un gran valor epistemológico a la noción kuhniana de paradigma. Edgar Morin, por ejemplo, considera que, justamente, es dicha polisemia la que le otorga su riqueza conceptual: “En el pensamiento de Kuhn el concepto de paradigma toma un sentido riguroso y preponderante, aunque diverso”. Así, el hecho de que la palabra ‘paradigma’ nos permita nombrar cosas tan diversas (modelos, prácticas culturales, experimentos cruciales, hipótesis y métodos de una teoría, etc.), es un señuelo de que su sentido, lo que ella nombra, no es una multiplicidad; es decir, tiene diversas dimensiones, inaprehensibles por un concepto monológico o monosémico.


Lo que ocurre con el sentido de la noción de paradigma también ocurre casi con toda noción: el sentido se actualiza de modo diferente en cada caso, según las circunstancias epistemológicas, la situación hermenéutica, las intensiones discursivas del sujeto, etc. En otras palabras, lo que se pone en juego en el discurso no es propiamente el significado (de diccionario) de las palabras, sino y sobre todo su sentido. El sentido que emerge en el discurso es siempre parcial, pues es una construcción discursiva; por consiguiente, nunca tendrá una forma cristalizada (como si la tiene el significado de diccionario). 


La dimensión teórica de la noción de paradigma.


Con todo, pese a la complejidad que se cierne sobre la noción de paradigma, en este parágrafo intentaremos circunscribirla mediante una cierta definición abierta, es decir, que sea lo más globalmente posible. La idea con tal definición global es que, según el caso, la podamos modular bien sea en el estudio de los ‘fundamentos’ epistemológicos de una determinada teoría, o bien en la construcción del «marco epistemológico» de una determinada investigación. Empezaremos nuestra tentativa de definición poniendo en alto relieve algunos de los rasgos generales de la noción de paradigma:


1) Todo paradigma contiene oculto un pequeño núcleo de postulados y de principios de conocimiento. Este primer rasgo general lo inferimos de la lectura que Morin hizo de la obra de Kuhn: “La originalidad de Kuhn consistió en detectar que debajo de los presupuestos o postulados de una teoría hay un núcleo oculto de evidencias e imperativos, núcleo que él denominó paradigma” (Morin). Así, sea cual fuere el sentido del termino paradigma que esté en cuestión, nosotros consideramos que es fundamental indagar qué postulados y qué principios paradigmáticos (principios generales de conocimiento) están ocultos en el núcleo de dicho paradigma (pues, en general, no están explicitados). Por ejemplo, una vez precisado el marco epistemológico de una investigación—marco que puede estar constituido por una o varias teorías en las que se propone un cierto modo interpretar, objetivar y explicar un determinado fenómeno o conjunto de fenómenos—, es sumamente importante realizar una dialéctica de «va y viene» para determinar el paradigma de inscripción de dicho marco, y así dilucidar los postulados, hipótesis y principios paradigmáticos que rigen el modo como se interpreta objetiva, concibe, formula, organiza, explica y valida el conocimiento en dicha teoría. 


2) Un paradigma rige y controla todo el campo cognitivo de referencia. Este segundo rasgo de la noción de paradigma nos permite comprender uno de los asuntos más vitales de cualquier investigación, a saber: un paradigma impone la lógica con la que han de operar los discursos y teorías sujetos a é l—o sea, las formas de proceder, las normas o reglas para establecer la pretensión de validez de los enunciados—. Un paradigma controla las prácticas, las formas de verificar y las formas experimentar. Es decir, desde su núcleo —postulados ontológicos, hipótesis, categorías, criterios de verdad y principios generales de conocimiento— el paradigma impone las condiciones epistemológicas que deben orientar la producción de los discursos y la producción del conocimiento de las teorías que estén inscritas en su campo, ya que todo conocimiento, científico o no, se produce de conformidad con un paradigma. En síntesis, un paradigma tiene de por sí un valor radical de orientación metódica: esto es, un paradigma traza los caminos que deben seguir las prácticas, los discursos y las teorías que él controla, y, en últimas, obedece a una voluntad de poder, tiene el poder para regir la «visión-de-mundo» que con él emerge.


3) El conjunto de creencias, imaginarios, prácticas discursivas, conceptos, ideas, valores reconocidos, técnicas, criterios de verdad que son comunes a los miembros de una comunidad constituye un paradigma, el paradigma de esa comunidad. Este otro rasgo nos permite comprender el siguiente asunto, por cierto, relacionado de modo esencial con la cuestión de la objetividad del conocimiento: el paradigma de una comunidad (científica o no) se reproduce y legitima permanentemente mediante las interacciones comunicativas de sus miembros, las cuales, junto con los criterios de verdad, determinan la interpretación, la comprensión y la explicación del conocimiento, a partir de la construcción de consensos y disensos, la vía para legitimar y consolidar las visiones y concepciones de esa comunidad. En términos hermenéuticos, la comunicación lingüística es el ámbito donde se construye permanentemente tanto la intersubjetividad como las ideas de aquellos individuos que se reconocen entre sí como legítimos otros. Es mediante la comunicación que se legitiman «las reglas metodológicas y los criterios de validez» que fundamentan la ‘objetividad’ del conocimiento producido en el marco de las teorías y discursos inscritos en un paradigma. En este sentido, el término paradigma designa a la «comunidad» y se refiere específicamente al conjunto de creencias, imaginarios, acciones, prácticas discursivas, conceptos, ideas, valores reconocidos, técnicas, criterios de verdad que son comunes a los miembros de esa comunidad.


En suma, un paradigma no sólo produce y reproduce los criterios que fundamentan las pretensiones de validez de los enunciados y la objetividad del conocimiento, sino que también organiza y sujeta en red a los individuos de una comunidad; sujeta los discursos, las teorías, las acciones y, en fin, controla las visiones de los miembros de esa comunidad. Así, este tercer rasgo global de la noción de paradigma nos advierte de la importancia de indagar, en una determinada investigación, por ejemplo, mediante qué criterios culturales, mediante qué normas, lenguajes y prácticas discursivas, etc. construyen los miembros de una comunidad el consenso y el disenso (tanto sobre sus acciones como sobre la pretensión de validez de sus enunciados).


4) El sistema de ideas, valores, creencias y prácticas de una cultura se estructura y desarrolla en virtud de una red de paradigmas subyacente a dicha cultura. Este rasgo global nos indica que los grupos o las comunidades humanas están sujetados por un determinado paradigma cultural. Los sujetos de una cultura perciben, sienten, aman, valoran, conocen, piensan, interactúan, se organizan, actúan, etc. de conformidad con los paradigmas culturalmente inscritos en ellos. En síntesis, aunque abierta a su entorno, toda sociedad está condicionada socio-culturalmente mediante una red de paradigmas o paradigma cultural.


Thomas S. Kuhn (1922-1996)
& Michel Foucault (1926-1984)


La dimensión epistemológica de la noción de paradigma.


El estatuto epistemológico de cualquiera de las nociones claves del pensamiento contemporáneo, y en particular el de la noción de paradigma, está muy lejos del ideal de simplicidad trazado por la modernidad (circunscrito por la episteme moderna). Como hemos visto, la noción de paradigma no se deja reducir ni cristalizar en sólo un sentido; tiene una multiplicidad de sentidos. La polisemia del término paradigma abre en el horizonte una multiplicidad de referentes; luego, aquello a lo cual ella se reporta es una multiplicidad. ¿Por qué? Porque un paradigma, cualquier paradigma, no se conecta únicamente con el lenguaje, y menos aún con una única lógica. Un paradigma tampoco se conecta de modo único con el espíritu humano, ni con la cultura, ni con el pensamiento. En síntesis, el estatuto epistemológico de la noción de paradigma es global y complejo; por ende, no es posible cristalizarlo en sólo un sentido y menos aún a referirlo a una sola entidad. 


Para apreciar un poco más la complejidad de la resbaladiza noción de paradigma, ilustrémosla, a nuestro modo, a partir del análisis que hace Morin respecto de la relación hombre–naturaleza, la cual puede ser considerada en términos de dos paradigmas dominantes. En el primer paradigma, se incluye lo humano en lo natural; por ende, cualquier discurso o teoría que obedezca a este paradigma hace del hombre un ser natural y, obviamente, allí se reconoce la ‘naturaleza animal’ de lo humano. El segundo paradigma, prescribe la disyunción entre los términos de la relación hombre-naturaleza; es decir, este paradigma determina el concepto de hombre excluyendo el concepto de naturaleza. Empero, estos dos paradigmas, aunque opuestos, tienen algo en común: uno y otro le obedecen a un paradigma mayor, un paradigma que los incluye, a saber: el paradigma de simplificación. El paradigma de simplificación— impuesto por el proyecto de reconstitución cartesiana del saber— es en verdad un macro paradigma. Él le ordena al espíritu científico que ante cualquier complejidad (conceptual o real) separe el objeto de su entorno; en consecuencia, así el sujeto de conocimiento se ve conducido a romper las solidaridades que dicho objeto guarda con su entorno, con otros objetos y con otras nociones de su episteme de inscripción; es decir, según este macro paradigma, el espíritu científico debe buscar reducir toda complejidad a lo más simple y elemental posible. 


Pero, como lo señalamos en la introducción, hoy en día el dominio del macro paradigma de simplificación se ha debilitado fuertemente. La época contemporánea se ha caracterizado por su espíritu de trasgresión. Así, a lo largo del siglo XX acontecieron diversas revoluciones paradigmáticas (por ejemplo, en física, lógica, química, biología, antropología, filosofía, teorías de la comunicación, etc.); revoluciones que, en buena parte, desmantelaron los presupuestos o postulados epistemológicos de la episteme inmediatamente anterior: la episteme moderna. Empero, a nuestro juicio, la episteme moderna continúa aún activa en diversos campos. Por ello, dado el estado actual de cosas, Morin, en casi todos sus textos, plantea y expone el porqué de la necesidad de «cambiar de paradigma»: él propone específicamente cambiar el macro paradigma de simplificación/reducción de la episteme moderna por un paradigma de complejidad. 


Según nuestro modo de pensar la pregunta por el conocimiento, nos parece que la apuesta de Morin es sumamente lúcida y sensata. La noción de paradigma nos puede ayudar a comprender algunas de las razones en las que se fundamenta tal propuesta. ¿Por qué? Porque, por un lado, como lo dijimos más arriba, pese a que la segunda revolución científica debilitó muchísimo al macro paradigma de simplificación-reducción, éste rige aún los destinos del conocimiento y del hombre en varios campos, como por ejemplo el de la Educación; y, por otro lado, porque la noción de paradigma es muy efectiva cuando se está interesado en discutir las siguientes problemáticas —por cierto, bastante álgidas en la época en que Kuhn escribe la Estructura—: ¿Hay progreso en el conocimiento? Y si hay progreso: ¿es continuo o es discontinuo? ¿El conocimiento progresa de modo acumulativo? O, ¿hay rupturas epistemológicas radicales a partir de las cuales se mutan tanto los conocimientos como las prácticas y los métodos anteriores?


Estas preguntas las podemos responder con Kuhn del siguiente modo: claro que el conocimiento sí progresa. Pero dicho progreso acontece sólo cuando en el respectivo ámbito de referencia ocurra una revolución paradigmática. Una revolución paradigmática en un determinado ámbito del saber ocurre cuando se allí se dé una ruptura epistemológica, o sea, un cambio radical en el correspondiente paradigma: cambio radical de sus postulados y principios; cambio radical en la concepción de la verdad; cambio radical de método, de criterios de objetividad. En general, ocurre una revolución paradigmática en un determinado ámbito cuando se da un cambio radical en el modo de preguntar, en el método y en la lógica; en fin, en el modo de interpretar, explicar y producir el conocimiento en ese ámbito.


Ahora, cuando una revolución paradigmática es general, o sea, afecta a todo paradigma, ocurre un cambio de episteme. Por ejemplo, la revolución paradigmática general que aconteció, según la indicación de Foucault, cuando se pasó de la episteme clásica a la episteme moderna. Una revolución paradigmática generalizada desmantela, pues, toda la episteme anterior. ¿Por qué? Porque ella cambia los postulados ontológicos, la concepción de la verdad y los macro principios de conocimiento que regían a la episteme anterior; y, por ende, con la instauración de la nueva episteme se mutan todas las preguntas y las condiciones de posibilidad del conocimiento: las condiciones de producción del conocimiento, la concepción de la verdad, los criterios de verdad y de validez, el sentido de las palabras y de las cosas, etc.


Pasemos ahora a circunscribir lo mejor posible la complejidad que se traslapa bajo el campo semántico de la noción de paradigma. Para tal efecto, haremos tres cosas: en primer lugar, formularemos una cierta definición de paradigma; una definición abierta, pero que en todo caso sea lo más global posible. En segundo lugar, reseñaremos algunas de sus implicaciones epistemológicas más notables; y, en tercer lugar, enlistaremos algunos rasgos característicos de la noción de paradigma. 


Para formular la mencionada definición de paradigma nos apoyamos en el concepto de red, como sigue: un paradigma es una red compleja. Una red cuyos nodos son «postulados o creencias básicas», «principios epistemológicos» (o principios generales de cono-cimiento), normas, criterios de verdad, nociones pilotos y categorías de inteligibilidad. Una red cuyas aristas son los métodos, las lógicas, los criterios de validez o de falsación del conocimiento y, por supuesto, las prácticas, discursos y teorías mediante los cuales se reproduce y desarrolla tal red.


La estructura de un paradigma se teje tanto discursiva como lógicamente. Entre otros, los instrumentos mediante los cuales él produce y reproduce su tejido son: las prácticas, los métodos, los discursos, los argumentos y las diversas relaciones lógicas que se establecen entre los nodos.


Desde una perspectiva aún más general, los paradigmas son redes que subyacen en el seno de una episteme. Y es, justamente mediante dichas redes que en una episteme se distribuyen las determinaciones históricas y culturales que han de condicionar la interpretación y la producción de las cosas y del conocimiento; en síntesis, mediante dichas redes se distribuyen y disponen los saberes de la episteme. Ahora, para no quedarnos en la simple metáfora de la red, pasemos a poner en alto relieve algunas de las implicaciones epistemológicas más notables de la noción de paradigma. Morin distingue en cualquier paradigma tres dimensiones, a saber: la dimensión semántica, la dimensión lógica y la dimensión ideológica.


“Semánticamente, el paradigma determina la inteligibilidad y le da sentido. Lógicamente, determina las operaciones lógicas rectoras. Ideológicamente, es el principio primero de asociación, eliminación, selección que determina las condiciones de organización de las ideas” (Morin). Creo que en virtud de estas tres implicaciones epistemológicas podemos comprender más claramente por qué:


a) Un paradigma impone y controla las reglas mediante las cuales se legitima la validez de los razonamientos y de los argumentos.

b) Un paradigma es uno de los organizadores de la percepción, la representación y la interpretación de los fenómenos, tanto en los individuos como en las comunidades.

c) Un paradigma, gobierna y controla los principios generales de conocimiento: por ejemplo, controla los principios de aso-ciación, eliminación y selección de las ideas y categorías de los discursos y teorías que le obedecen.

d) Un paradigma construye, junto con el lenguaje y con los esquemas histórico-culturales, un mundo-posible, el cual es reproducido permanentemente mediante las interacciones comunicativas que efectúan los sujetos y las comunidades que están sujetados por dicho paradigma.

e) En términos más generales, un macro-paradigma se genera siempre en el marco de una episteme, y se establece allí como una de las condiciones de posibilidad de todo conocimiento. 


Por último, cerremos el tema que nos ocupa con el siguiente listado de rasgos de la noción de paradigma:


 • Un paradigma es una entidad casi invisible, se sitúa en el orden de lo no-consciente y de lo supra-consciente. Por lo tanto, es muy difícil de criticar por aquellos estén inmersos en él.• Un paradigma no es verificable ni falsable. Es decir, si bien algunos enunciados empíricos pueden llegar a ser refutables, en cuanto tal, un paradigma está fuera del alcance de cualquier prueba o experimento que lo valide o lo refute.

• Un paradigma dispone de un núcleo axiomático. Es a partir de este núcleo que él se impone.

• Un paradigma dispone en su núcleo de un principio de inclusión/exclusión: excluye todo aquello que no responda a las exigencias de sus postulados, principios de explicación y de sus métodos.

• Un paradigma es el organizador invisible del campo de visibilidad abierto por la teoría: no se puede inteligir lo que ese campo no deja ver.

• Un paradigma crea en el sujeto de conocimiento la ilusión de que sus interpretaciones obedecen a la experiencia, cuando de hecho es a él a quien responde. 

• Un paradigma condiciona la interpretación de los fenómenos y genera, conjuntamente con el lenguaje, una cierta realidad y un sentimiento de verdad.

• Un paradigma articula y está recursivamente articulado a los discursos y teorías que él genera. Por tal razón, tales discursos y teorías lo re-generan.

• Un paradigma, conjuntamente con el lenguaje, construye un cierto «mundo-de-la-vida»; por lo tanto, nutre y condiciona toda interpretación que hagamos en él, y de ese modo produce una cierta visión-de-mundo. ¿Por qué? Porque desde su episteme de inscripción, mediante sus postulados metafísicos, un paradigma nos impone ciertos criterios ontológicos; es decir, las preconcepciones y prejuicios sobre lo ente, así como una determinada concepción de la verdad. En consecuencia, de suyo, determina el sentido de la búsqueda de lo verdadero, pues, como plantea Heidegger, las ciencias no investigan la verdad, buscan lo verdadero, lo cual obviamente depende de qué concepción se tenga de la verdad.• Al cambiar de paradigma se muta la percepción de los fenómenos que son, justamente, los objetos que se disponen a nuestra consideración, y en cuya constitución interviene activamente el sujeto. Por lo tanto, al cambiar de paradigma, cambia tanto el sujeto como el horizonte de interpretación de los fenómenos y, necesariamente, se ha de mutar tanto nuestra comprensión como la descripción-explicación de los fenómenos.


La noción de episteme.


Los filósofos griegos usaron el término ‘episteme’ bien sea para referirse al conocimiento, a un saber, o bien sea para nombrar la ciencia. Pero la introducción en el vocabulario filosófico contemporáneo de la noción de episteme se le debe al filósofo francés Michel Foucault. Para él una episteme es lo que define las condiciones de posibilidad de todo saber. Así, por una parte, Foucault afirma que “en una cultura y en un momento dado nunca habrá más que una sola episteme, que define las condiciones de posibilidad de todo saber”. Y, por otra parte, al develar en el Prefacio de Las palabras y las cosas la intención de ese texto, declara: “No se tratará de conocimientos descritos en su progreso hacia una objetividad en la cual nuestra ciencia de hoy pudiese al fin reconocer; lo que se intentará sacar a la luz es el campo epistemológico, la episteme en la que los conocimientos, considerados por fuera de cualquier criterio que se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y manifiestan así una historia que no es propiamente la de su perfección creciente, sino más bien la de sus condiciones de posibilidad; en este relato lo que debe aparecer son, al interior de ese espacio de saber, las configuraciones que le dieron lugar a las diversas formas de conocimientos empíricos”. La episteme de una época es medio y mediación La episteme no es sinónimo de saber sino que es la expresión de un orden o, mejor dicho, del principio de un ordenamiento histórico de los saberes, principio anterior al ordenamiento del discurso efectuado por la ciencia e independiente de él. “La episteme es el orden specífico del saber, la configuración, la disposición que toma el saber en una determinada época y que le confiere una positividad en cuanto saber”.


Para ganar una mayor comprensión sobre el aspecto global de la noción de episteme, podemos recurrir a la siguiente metáfora agraria, por cierto, ideada por el mismo Foucault: una episteme es un suelo, un campo de positividades. Al igual que un suelo del agro, una episteme contiene los ‘nutrientes’ y las condiciones de posibilidad para que, cual semillas, germinen en ella sólo cierto tipo de preguntas. Así, de entrada y por sí misma una episteme condiciona tanto las preguntas como el modo de formularlas; en consecuencia, una episteme posibilita o no posibilita la aparición de una cierta clase de saberes, de ciertas tecnologías, de cierto tipo de prácticas cotidianas y, finalmente, de un cierto tipo de hombre.


Así pues, según esta línea de pensamiento, es en el marco de una episteme que se generan las preguntas, los problemas y las condiciones de posibilidad de las teorías y los saberes. Por ende, de ser así, en el estudio y diseño del marco epistemológico de una investigación debemos atender a la noción de episteme, y de suyo, hay que comprenderla lo mejor posible. Otro de los rasgos claves que singulariza a cualquier episteme, y que es de vital importancia pensar cuidadosamente es el siguiente: de un modo velado, en toda episteme se establece un tráfico de relaciones indirectas entre los saberes que allí aparecen. Este rasgo es tan decisivo que llevó al mismo Foucault a afirmar que la formación de un nuevo discurso o de una nueva teoría en el seno de una episteme tiene más que ver con este tráfico de relaciones que con los saberes que la preceden (aquellas teorías o discursos que supuestamente fungen en calidad de antecedentes). Si avalamos la existencia del tal tráfico en el seno de cualquier episteme, entonces, de ser así las cosas, al investigar nos veremos inevitablemente confrontados con el siguiente dilema:


1) Sabemos que ninguna investigación parte del vacío.

2) Pero, si aceptamos que en una episteme acontece un tráfico de relaciones indirectas entre los saberes, entonces tenemos un serio problema con uno de los asuntos más vitales de toda investigación: el recurso a la tradición (tan caro para la hermenéutica) o con la construcción de los antecedentes de investigación. Otro de los rasgos fundamentales de toda episteme es el llamado sistema de simultaneidad. Foucault llama sistema de simultaneidad al modo como se disponen y organizan las teorías o saberes en una episteme; o dicho en otros términos, los dominios con los cuales se establecen relaciones de contigüidad y de solidaridad epistemológica.


Es decir, la disposición de las teorías o saberes en una episteme no se da sólo mediante relaciones históricas o lineales directas, ni se trata de una simple yuxtaposición inconexa, ni tampoco se disponen o coexisten insularmente, sino que se disponen y organizan según un sistema de simultaneidad. Ilustremos, a nuestro modo, este asunto con la disposición de la lingüística en la episteme moderna (uno de los casos que Foucault pone en consideración en Las palabras y las cosas). La lingüística fue uno de los tantos saberes que encontró ciertas condiciones de posibilidad para su emergencia en la episteme moderna.


Si nos situamos en la perspectiva de Foucault y nos dejamos guiar por la idea de sistema de simultaneidad, entonces, para buscar los lugares de emergencia de muchas de las preguntas, conceptos y enunciados que hicieron posible la aparición de la lingüística, también tenemos que dirigir la mirada a otros ámbitos de preguntas, conceptos y métodos de investigación que poco tenían que ver en ese entonces con las gramáticas que se elaboraron en el siglo XVII, o con la gramática histórica, o con el Cratilo de Platón, supuestos antecedentes. La tesis que queremos plantear en este punto es que los dominios de emergencia de las preguntas y las hipótesis que pueden haber contribuido (en una episteme) a la aparición de un determinado saber o teoría no sólo hay que rastrearlos en los supuestos antecedentes, también hay que tener muy en cuenta la idea de sistema de simultaneidad. O sea, los dominios de las relaciones de contigüidad y de solidaridad epistemológica de una teoría o de un saber no hay que buscarlos sólo mediante retrocesos lineales. Así las cosas, consideramos que al reflexionar sobre la pregunta por el conocimiento o al emprender una investigación es de vital importancia tener en cuenta las siguientes cuestiones:


1) Todo problema de investigación tiene sus raíces en una determinada episteme.

2) En toda episteme se entroniza un cierto tipo de racionalidad. Por lo tanto, el investigador debe tratar de elucidar lo mejor posible los elementos claves del núcleo de la racionalidad de la episteme en la que se enmarca su problema de investigación. 

3) La noción de episteme nos avoca irremediablemente a confrontar el problema de la interpretación. Dicho en palabras de Gadamer: «todo esfuerzo investigativo auténtico exige elaborar una conciencia de la situación hermenéutica».

4) El azar juega un papel importante en la aparición de los saberes y teorías. ¿Por qué? Porque a nuestro juicio, el sistema de simultaneidad nos advierte que los problemas de investigación no necesariamente siguen un desarrollo lineal, y raras veces obedecen a un plan estrictamente predeterminado.

5) La noción de sistema de simultaneidad nos pone frente al problema de la interpretación, y por lo tanto a asumir la verdad como interpretación y no como correspondencia, lo cual conduce a una cierta relativización de la pretensión de validez de los saberes.

6) Aunque sea necesario recurrir críticamente a la tradición, también hay que trabajar en términos genealógicos. Trabajar en términos genealógicos quiere decir arqueologizar el problema de investigación; es decir, buscar sus vestigios, situar-los en una episteme e intentar descubrir las solidaridades que él guarda con otros problemas ya formulados en otras teorías de dicha episteme, por alejadas o extrañas que ellas nos parezcan. 


En suma, trabajar en términos genealógicos significa abandonar la búsqueda de un origen luminoso del conocimiento. En síntesis, al investigar, es imperativo atender a la noción de episteme y, de algún modo, confrontar el dilema planteado más arriba, pues, de otra manera no veo como realizar una aproximación rigurosa a la construcción del marco epistemológico de una investigación. Por ejemplo, si nos dejamos guiar por la noción de episteme, entonces debemos situar el problema en una episteme e investigar qué relaciones de contigüidad, solidaridad y simultaneidad guarda nuestro problema con otros problemas ya formulados en dicha episteme. Pienso que en función de los conceptos de contigüidad, simultaneidad y solidaridad: a) podemos avanzar en el desentrañamiento riguroso de buena parte de los antecedentes de investigación, b) podemos estudiar más críticamente los textos de la tradición; atendiendo, en cada caso, al paradigma en cuestión y a su inscripción en una determinada episteme. En otras palabras, podemos hacer una indagación sobre las condiciones de producción del conocimiento en el marco de la respectiva episteme y, por supuesto, sobre los criterios mediante los cuales se interpreta y se legitiman las pretensiones de validez de los enunciados. 


Por último, para dar por cerrada la reflexión sobre el tema que nos ocupa, cabe preguntar si existe algún nexo entre las nociones de episteme y paradigma. En efecto lo hay. Como lo sugiere Morin, la noción de episteme de Foucault tiene un sentido más radical y más amplio que la noción de paradigma de Kuhn. Morin considera que “la episteme de Foucault se encuentra casi en el fundamento del saber y recubre todo el campo cognitivo de una cultura”, aunque, por otra parte hace la siguiente critica: “Foucault concibió la relación cultura/episteme de forma simplificada, pues «en una cultura, en un momento dado, sólo hay una episteme…»”.  Por nuestra parte, como lo dejamos entre ver en el apartado donde pusimos en consideración la noción de paradigma, juzgamos que ambas nociones son distintas, aunque inseparables. La noción de episteme es más amplia y extensa que la noción de paradigma; en otras palabras, se nos antoja que una episteme puede ser vista como una suerte de recubrimiento del conjunto de todos los paradigmas. ¿Por qué? Porque todo paradigma germina y florece en el suelo de una determinada episteme y es, justamente la episteme la que le suministra a cada paradigma los postulados ontológicos, los macro principios de conocimiento y la concepción de la verdad que determinan su núcleo paradigmático. A partir de este núcleo, justamente, se generan y plantean los problemas, se formulan las preguntas y se establecen los puntos de partida de las teorías y de los saberes engendrados en esa episteme, a partir de una determinada red paradigmática.





Tomado de:

GÓMEZ MARÍN, Raúl (2010): "De las nociones de paradigma, episteme y obstáculo epistemológico" En: Co-herencia, vol. 7, núm. 12. Universidad EAFIT, Medellín, Colombia, enero-junio, 2010, pp. 229-255.