El libro y sus símbolos
Raúl Dorra
En el Fedro de Platón, Sócrates cuenta que el dios egipcio Teut oToth, inventor de numerosas artes, un día fue a Tebas para anunciarle al Rey Tamus que acababa de concebir un invento que resguardaría al conocimiento de los accidentes de la memoria. El rey le preguntó en qué consistía aquel invento y el dios le explicó que se trataba de signos visibles que representarían a las palabras. Dado que los signos quedarían grabados sobre una superficie, su duración en el tiempo estaría asegurada.
Enterado de estos pormenores, el rey rechazó la invención del dios alegando que, lejos de salvar el conocimiento, esos signos escritos significarían su perdición pues los hombres se volverían perezosos y acabarían depositando sobre los trazos externos una confianza que sólo se puede tener en lo que está en el alma. La ciencia, pensaba el rey Tamus, es lo que va formándose en el discípulo por la palabra viva del maestro y la escritura, al reemplazarla, no haría sino crear un vano simulacro, una sombra de ciencia que usurparía el lugar de la ciencia verdadera. Sócrates, que considera ejemplar este rechazo, agrega a los argumentos del rey su propio razonamiento para convencer a Fedro de que la escritura es una simulación inerte: no puede ser interrogada puesto que si bien parece hablar, en realidad es muda: ella se limita a repetir algo que no entiende.
La escritura, además, tiene el peligroso defecto de echarse a rodar sin inteligencia suficiente para saber cuándo se debe hablar y cuándo es necesario callarse, razón por la cual ella pasa, inadvertidamente, tanto bajo los ojos de un sabio como bajo los de un necio. En última instancia, Sócrates sólo está dispuesto a conceder que la escritura puede servir como recurso, y que no hace otra cosa que producir reminiscencia en el alma de aquel que ya conoce el objeto de que se trata. La ciencia, corrobora Sócrates, no está escrita en otro lugar que en el alma del que estudia. Este diálogo nos persuade de que la cultura egipcia había desarrollado la idea de que el saber debe permanecer oculto y de que ese modelo es el que prefería Platón. Ernst Robert Curtius —en Literatura europea y Edad Media latina— señala que el menosprecio de la escritura exhibido por Platón es «algo típicamente griego» y agrega que los griegos de la antigüedad se mantuvieron lejos de la idea de la santidad del libro. Para estos griegos, la palabra —el logos— era portadora de conocimiento y este conocimiento no tenía autor sino que provenía de una iniciativa de la inteligencia, es decir, era un efecto de la recepción; por lo tanto el libro tenía en todo caso una función secundaria.
No obstante esta desconfianza, los griegos desarrollaron algunas importantes metáforas referidas al libro. En la Odisea, Homero había dicho que los dioses tejen las desdichas de los hombres a fin de que los poetas tuvieran terna para sus cantos y aunque aquellos poetas componían sus cantos siguiendo la tradición oral, en esa imagen subyace la idea de que las desdichas de los hombres forman una especie de escritura. Más tarde los poetas trágicos hablarán de la memoria como de una escritura. En particular, Esquilo afirmará —en La euménides— que los hechos de los hombres perduran registrados en el Hades mientras que en Las suplicantes dirá que las leyes morales están escritas en un código de justicia. Por su parte, Eurípides adelantará una metáfora que muchos siglos después explotarían los poetas románticos: el corazón —dirá en Las troyanas— es un rollo de papiro que se desenrolla sin pausa. Pero el mismo Platón —en el Teeteto— comparará al alma con una tabla encerada en la cual se graban los signos de las cosas, comparación que retomará Aristóteles —en Del alma— para decir que antes de dirigirse al objeto de conocimiento el espíritu «es como una tabla en la que realmente no hay nada escrito», lo que a su vez explotará más tarde la filosofía escolástica al describir la conciencia inicial como una tábula rasa.
La idea de que el libro es una entidad mitológica, un hecho sagrado y total, idea que sigue siendo familiar para el hombre contemporáneo, proviene en realidad de la cultura hebrea a través del cristianismo. Para el pueblo hebreo, el Pueblo elegido de Dios, toda palabra se remonta a Yahweh. Ella es el lugar de la revelación y el instrumento de mando. En principio, la cultura hebrea parece no reconocer una diferencia esencial entre la palabra hablada y la palabra escrita, pues Dios se sirvió de la primera para ordenar la creación del mundo, y de la segunda para revelar sus obras. Del mismo modo, en su comunicación con los hombres Dios utilizó tanto la voz del profeta como los signos trazados por la mano del escriba. Pero aunque esto fuera así, es sin embargo el Libro, la Escritura, lo que está en el origen de la cultura hebrea como garantía de una alianza indestructible entre Dios y los hombres. Como sabemos, esta alianza estuvo mediada por la poderosa figura de Moisés, profeta y escriba, además de legislador y caudillo de las doce tribus de Israel. Según el libro del Éxodo su oficio de profeta estaba perturbado por una particularidad cuyo valor simbólico no debe ser desestimado: Moisés era tartamudo. Ese libro informa que cuando Dios le ordenó ponerse al frente de las tribus para atravesar el desierto, Moisés invocó aquel defecto a fin de que lo relevara de esa carga y que Dios, en vez de relevarlo, removió el obstáculo ordenando una curiosa triangulación: Él diría a Moisés su palabra y Moisés se la transmitiría a su hermano Aarón para que fuese este último quien se dirigiera al pueblo: «Él hablará por ti al pueblo —dijo en esa oportunidad Yahweh—; él te será a ti en lugar de boca y tú serás a él en lugar de Dios» (Ex. 4,16). Así, la palabra hablada sufriría una mediación y un distanciamiento y tal vez ello explique su relativa debilidad frente a la contundencia de la escritura y sobre todo el hecho de que Moisés sea recordado, por sobre todas las cosas, como el autor de los cinco rollos de la Ley que los israelitas llaman la Torah y nosotros, por influencia griega, llamamos Pentateuco. Esos cinco rollos son, propiamente, el fundamento de la cultura hebrea clásica y de la religión que se confunde con ella.
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La Torah o Pentateuco |
Se trata, pues, del libro sagrado por excelencia, de la fuente de toda la justicia y de la revelación de toda la verdad. Sagrado e irrebasable, este Libro desarrolló una poderosa actividad metonímica que contagió su sacralidad a todo lo que quedó relacionado con él: el lugar donde se deposita, los hombres que lo tocan y manejan, los caracteres con que está escrito, los instrumentos de que se sirve, la voz que lo da a conocer, el día y la hora en que los fieles escuchan su lectura. Esta sacralidad que lo volvía inamovible era tan restrictiva que, hacia los siglos VI y V a. C., cuando la escritura paleohebrea en que estaba compuesto fue cediendo a un nuevo tipo de caracteres que tendían a una forma angulosa y rectangular que los eruditos denominan «escritura cuadrada», los escribas y sacerdotes afrontaron una larga discusión para determinar si era lícito volcar el Libro en esos caracteres, habida cuenta de que a esa altura casi nadie era capaz de leer los caracteres antiguos. A la larga la actitud renovadora terminó por triunfar pero no sin graves deterioros para el Pueblo de Dios: los samaritanos, que no aceptaron la renovación, formaron su propia comunidad y desde ese momento iniciaron una perdurable y trágica enemistad con el resto de los israelitas quienes, acaso presionados por la inseguridad, decidieron mantener los antiguos caracteres para escribir las cuatro letras del tetragrama sagrado que forma el nombre divino. El nombre de Dios, los caracteres que lo representaban y los sonidos que lo reproducían llegaron a acumular un poder de tal modo temible que los israelitas prefirieron evitarlo reemplazándolo por denominaciones perifrásticas y sobre todo por el sustantivo Adonay (Señor).
La fase decisiva del culto al libro en la cultura hebrea se inició hacia el siglo VI a. C. cuando Nabucodonosor sometió los territorios palestinos e inició una serie de deportaciones que obligaron a unos 50 mil israelitas a permanecer cautivos en Babilonia. Lejos de la patria, separados del templo y de sus tradiciones, hablando una lengua que no era la de Moisés estos hombres sintieron como nunca la necesidad de restaurar el libro original y organizar a su alrededor todo el ritual litúrgico. En Babilonia comenzó la actividad de los soferim u hombres del libro que por primera vez se plantearon sistemáticamente todos los problemas relativos a la restauración, y esta actividad entrará en su fase mayor cuando, hacia el siglo siguiente, después de la liberación ordenada por Ciro, Artajerjes decida propiciar la reorganización de la nación judía enviando al rabino Esdras, el hombre más versado en la Escritura de su tiempo, para que éste reúna en Jerusalén a sus compatriotas y anuncie la promulgación de la Ley de Moisés. Muchos estudiosos de la escritura regresaron entonces con Esdras pero otros decidieron permanecer en Babilonia y, como consecuencia de esto, se formaron dos escuelas de escribas que trabajaron paralelamente. De ambas escuelas se sirvió Esdras en sus trascendentales decisiones acerca de la fijación de los caracteres, de la selección de los instrumentos escriturarios, de la anotación de los sonidos vocálicos y de los acentos de intensidad, de la separación de los párrafos, de la división de los capítulos, de la competencia de las traducciones, de las disposiciones para la lectura, etc. A esta tarea de piedad y erudición verdaderamente gigantesca me he referido en un ensayo —El Libro y el Espíritu— y por lo tanto no volveré sobre ella. Sólo diré que aunque el trabajo de los escribas siguió desarrollándose a lo largo de los siglos, la iniciativa de Esdras alcanzó en su momento para una organización completa de la liturgia del libro: se decidió la versión más autorizada, se legisló sobre el targum, o sea la traducción aramea de la escritura hebrea a fin de que el pueblo, que no entendía el hebreo sino el arameo, pudiera seguir la lectura, se dividió el texto en secciones, se prescribió que la lectura debía hacerse en las reuniones sabáticas, sección por sección, para que en un ciclo de tres años el Libro estuviera leído de manera completa. Así, sábado a sábado, dentro de una sinagoga repleta de fieles, después de los cánticos y de la acción de gracias, un hombre de ademanes solemnes y vestiduras de lino abría un armario de fragante cedro y sacaba un rollo de papiro o pergamino y se lo entregaba a otro que desde un estrado comenzaba a desenrollarlo para dar, en voz alta y grave, forma sonora a los caracteres hebreos, deteniéndose después de entonar cada versículo a fin de que un tercer hombre, desde un escalón más bajo y también con voz más baja y rústica, volcara al arameo lo que acababa de oír en aquella lengua santa, pero lo hiciera sin ningún rollo en la mano, entregado sólo a la memoria oral pues la lengua que él hablaba no era digna de ser fijada por la escritura. Cuando se piensa en esta impresionante ceremonia es fácil imaginar cómo la sensibilidad y la imaginación de aquellos hombres, cómo todo su horizonte espiritual estaba dominado por la forma del Libro.
Al libro se alude en hebreo, de manera abreviada, con la palabra megillah (rollo) o, de manera completa, con la expresión megillah sefer (libro en forma de rollo). Materialmente, el libro consistía en una serie de hojas papiráceas o de planchas preferentemente de pergamino (las había también de metal) escritas en columnas paralelas y unidas por los extremos. Aunque lo común era que se escribiera sólo en la cara anterior, cuando se trataba de pergamino (sobre todo de un pergamino bien tratado), el rollo podía estar escrito por ambas caras. Cuando contenía mensajes reservados, se aseguraba su privacidad envolviéndolo con tiras o, sobre todo, cerrándolo con un sello. Para leerlo era necesario que una mano, la derecha, lo tomara y lo sostuviera firmemente mientras la izquierda, tirando de un extremo, lo fuera desenrollando a fin de poner las letras bajo los ojos, y que enseguida lo fuera enrollando a fin de quitar de la vista la parte ya leída. Esta forma física del libro, así como la técnica material de su lectura se proyectarán sobre la imagen del universo humano y también darán forma a la extensión del cielo y de la tierra. Así, el autor de los Salmos dirá por ejemplo: «En el rollo del libro está escrito de mí/ Y tu Ley está en medio de mi corazón» ( 40, 7); por su parte, el profeta Isaías, anunciará la ira de Yahweh con estas terribles palabras: «y se enrollarán los cielos como un libro; y caerá todo su ejército como se cae la hoja de la parra y de la higuera» (34,4), mientras Ezequiel comunica de este modo la experiencia de una lectura funesta: «Y miré, y he aquí una mano extendida hacia mí, y en ella había un rollo de libro./Y la extendió delante de mí y estaba escrito por delante y por detrás, y había en él escritas endechas y lamentaciones y ayes» (2,9-10). Según ello, Dios es el único autor de los libros revelados, y también es autor de otros libros de lectura reservada, el autor, sobre todo, del Libro de la Vida donde se asienta la vicisitud de cada criatura y su destino final. Este Dios consiente a veces en dar un anticipo de su con tenido a través de un enviado. El profeta Daniel informa que, en una de sus visiones, vio «un varón vestido de lino» que le dijo estas palabras: «pero en aquel tiempo será liberado tu pueblo, todos los que se hallen escritos en el libro./Y muchos de los que duermen en el polvo serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua…/Pero tú, Daniel cierra las palabras y sella el libro hasta el tiempo del fin».
Esta última imagen del libro de Daniel perdurará en el libro del Apocalipsis, en el que la figura del sello se reitera casi obsesivamente: «Y vi en la mano derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos./Y vi un ángel fuerte que pregonaba a gran voz: ¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos?» (5,1-2). Apocalipsis quiere decir revelación. El Apocalipsis multiplica las imágenes del libro porque es de los libros de donde provienen las revelaciones. Se trata en este caso de una imagen circular, de un despliegue que, alejándose, siempre viene de regreso hacia un centro secreto. La revelación proviene de un libro sellado que se abre pero, una vez conocida, esta revelación se muestra de tal modo enigmática que es como si el libro continuara sellado. Debemos pensar que es voluntad divina que el libro se desenrolle y de nuevo se enrolle en espirales incesantes.
También debemos pensar que, más que la cifra del mundo, el Libro es el mundo mismo. Que todo está dentro de él: las criaturas del aire y de la tierra y la arena del desierto; lo grande y lo ínfimo. Que los hombres no son más que caracteres trazados por la mano de Yahweh. El libro del Éxodo refiere que Moisés, afligido por el pecado de idolatría que su pueblo acababa de cometer, conminó a su Dios diciéndole: «Te ruego... que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito», y que éste, sin deponer la ira, le respondió indicándole los términos de su justicia: «Al que pecare contra mí, a éste raeré yo de mi libro» (Ex. 32,32-33). Muchos siglos más tarde, el propio Jesús ratificará la certeza de que la mirada de Dios lee todos los signos: «¿No se venden cinco pajarillos por dos cuartos? —reflexionará ante sus discípulos— Con todo, ni uno de ellos está olvidado delante de Dios. Pues aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (Le 12,6-7).
El cristianismo continuará la idea hebrea del Libro como entidad de naturaleza sagrada y de dimensiones absolutas pero le irá agregando formas derivadas de su propio desarrollo. Jesús era un Maestro de la escritura, un individuo dotado de tal conocimiento del libro y de tan minuciosa sabiduría interpretativa que ya a los doce años pudo asombrar a los doctores de la ley cuando se sentó en medio de ellos en el Templo. Sin embargo, al revés de Moisés, éste fue un Maestro oral, un elocuente que sólo una vez «inclinado hacia el suelo, escribió en tierra con el dedo» (Jn 8,6). Esta paradójica imagen de Jesús —esencial para la teología de la contradicción que desarrolló el cristianismo— no quedaría sin consecuencias: ella pondría en actividad, más o menos rápidamente, los términos polares de la oralidad y la escritura, de lo popular y de lo culto, y, más a la larga, determinaría una tensión entre la naturaleza y el espíritu, la experimentación científica y la especulación teológica. El equivalente de la Torah en la literatura cristiana son los Evangelios pues, como sabemos, en ellos está contenida la revelación central. Los manuscritos evangélicos circularon como libros en forma de rollo pero lo hicieron en un tiempo en que esa forma comenzaba a ser reemplazada por la del códice, sobre todo desde que se fabricaba la vitela, un pergamino más suave y más ligero confeccionado con pieles de animales jóvenes. Un códice era un conjunto de pergaminos cortados, plegados y metidos uno dentro del otro. El códice tenía casi la forma actual del libro pues constaba de varias hojas escritas por los dos lados, hojas a las que era necesario volver una por una tomándola con dos dedos de la mano. Mucho más rápidamente que los escritores hebreos, los escritores cristianos adoptaron el códice, pues permitía un manejo más hábil del libro y esto convenía mejor a sus prisas de comentadores y polemistas.
Esta forma favoreció una imaginación metafórica donde las hojas pasaban en silencio como las horas del día, como las estaciones del año, como las edades del hombre. El libro daba forma a la continuidad, a la infinitud circular, al tiempo ineluctable e idéntico a sí mismo. Dios volvía con sus dedos las hojas de la vida, hacía girar como un aire liviano el volumen de las criaturas, y a los hombres ya no los abandonaría esa sensación de que todo era continuo y a la vez irreversible. Los cimientos del pensamiento cristiano fueron echados durante los cuatro primeros siglos de nuestra era, en ciudades griegas de cultura helenística y sometidas al poder romano. Su lengua fue originalmente el griego y pronto también el latín. Ello significó, entre muchas otras cosas, que los escritores cristianos enfrentaran primero y asimilaran después a los escritores grecolatinos y que, para lo que nos interesa, intercambiaran imágenes referidas al libro. Tal circunstancia iba a motivar que Clemente de Alejandría, por ejemplo, quien fue uno de los grandes padres de la Iglesia pero cuya cultura conservó su formación pagana, reviviera el temor platónico a la escritura con esta metáfora: «Escribir en un libro todas las cosas es dejar una espada en las manos de un niño».
Inversamente, también iba a motivar que, como recuerda Curtius, los poemas de Homero se convirtieran en textos sagrados a los que los escritores paganos citaban como si se tratara de la Biblia. Pero hubo una tercera consecuencia, mucho más importante que aquellos dos de talles: los pensadores cristianos, formados en tradiciones de la antigüedad clásica, comenzarían a adquirir un tipo de erudición enciclopédica que llegó a abarcar todo lo que entonces era la cultura. Ese proceso de reunión de conocimientos, que constituyó una verdadera empresa del saber, fue tomando la forma del libro, de un libro que intentaba ser la síntesis de todos los libros, de un dilatado y acaso inverosímil libro destinado a contener el mundo entero y aun el saber que los hombres habían expuesto sobre el mundo. Iniciadas cuando el imperio romano de occidente, ya mortalmente herido, comenzaba a disolverse por obra de sus excesos y por obra de la barbarie, estas desmesuradas empresas respondían al propósito consciente de salvar el legado cultural del mundo antiguo. Un erudito de nuestro siglo, Ramón Menéndez Pidal, ha recordado a los autores de aquellas vastedades como capítulos de una única respuesta ante una parecida adversidad: «Primero en el siglo V, en África romana que iba a ser ocupada por los vándalos, escribe Marciano Capella; después, en el siglo VI, en la Italia de los ostrogodos, Boecio; más tarde, siglo VII, en la España de los visigodos, San Isidoro; luego, comienzo del siglo VIII, en la Britania de los anglosajones, Beda el Venerable».
Decididos a retener la memoria de los libros, esos hombres construyeron con su erudición una impalpable biblioteca universal, un paraíso de la inteligencia. En nuestros días, al abrir por ejemplo el volumen de las Etimologías de Isidoro de Sevilla uno vuelve a vivir ese espectáculo de un hombre que, decidido a luchar contra todas las tinieblas, se dispone a escribir con la misma autoridad, y en único libro (cito el índice), «acerca de la gramática, acerca de la retórica y la dialéctica, acerca de la matemática, acerca de la medicina, acerca de las leyes y los tiempos, de los libros y oficios eclesiásticos, acerca de Dios, los ángeles y los fieles, acerca de la Iglesia y de las sectas, acerca de las lenguas, pueblos, reinos, milicia, ciudades y parentescos, acerca de las palabras, acerca del hombre y de los seres prodigiosos, acerca de los animales, acerca del mundo y de sus partes, acerca de la tierra y de sus partes, acerca de los edificios y los campos, acerca de las piedras y los metales, acerca de la agricultura, acerca de la guerra y los juegos, acerca de las naves, edificios y vestidos, acerca de las provisiones y de los utensilios». Tan pasmosa variedad de capítulos hoy nos parece a nosotros más propia de la literatura de ficción que del tratado científico.
Sin duda eso se debe solamente a que la distancia nos confunde. De todos modos, más que un libro, lo que componen las Etimologías es una completa geografía del saber que a su vez se reproduce en cada uno de los capítulos. En el capítulo dedicado a los libros, por ejemplo, Isidoro pasa revista al Antiguo y al Nuevo Testamento, a los escritores sagrados y profanos, a las bibliotecas judías, griegas, romanas y cristianas, a la historia del libro, a los géneros literarios, a los materiales sobre los que se escribe y a los utensilios que se usan para escribir. Allí, recordando que en la antigüedad los griegos escribían sobre una tabla encerada con un estilo de hueso, recuerda también que los escribas solían referirse a su tarea con esta metáfora: «Conduzcamos el arado por la cera, y aremos con una reja de hueso», metáfora en la que el estilo era la reja del arado, y la tablilla de cera la tierra que el arado fecundaba. Y no la recordaría en vano. Revivida por el tan prestigioso autor de las Etimologías, esta metáfora se desarrollará venturosamente entre los escritores cristianos cambiando parcialmente sus términos, pues la tierra en la que la escritura abría surcos ya no será la tablilla de cera sino el alma de los hombres.
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Etimologías de Isidoro de Sevilla |
De ese modo el cultivo de la tierra mediante los instrumentos de labranza pasará a ser el equivalente exacto y material de la cultura que, por definición, es el cultivo de las almas mediante la escritura. Quizás esa metáfora recuperada por Isidoro de Sevilla alentó también el silencioso trabajo de los copistas, aquellos operarios del libro que un día tras otro, a lo largo de toda la Edad Media, repasaron con sus plumas los surcos de la escritura doblados sobre una mesa de madera basta, bañados por una lenta luz que bajaba de los altos ventanales en aquellos scriptoria que Umberto Eco evocó tan vivamente en El nombre de la rosa. Tal vez en los inviernos, cuando la luz declinaba demasiado pronto y la página se alejaba de sus ojos debilitados ya por la edad y el ejercicio, ellos se interrumpían un momento pero enseguida, buscando un tintero donde mojar el cálamo, volvían a decirse: «Conduzcamos el arado por la cera, y aremos con una reja de hueso».
Un siglo después de las Etimologías de Isidoro de Sevilla, España sería escenario de la irrupción del mundo árabe y esa conflictiva singularidad le depararía entre otras cosas un contacto con libros aún más asombrados, pues contenían un saber al que los cristianos no se habían asomado: el saber de la naturaleza. La física y la medicina, la astronomía y la botánica, los tesoros de la tierra y la arquitectura del cielo estaban ahí, ofrecidos y al mismo tiempo privados por los caracteres de una escritura desconocida para los hombres cultos. Era lógico, pues, que los hombres cultos, sobre todo los deseosos de la novedad, se preguntaran más de una vez cómo llegar a ella. Hacia el siglo XII, cuando la sociedad española estaba integrada, no sin conflicto, por comunidades árabes, judías y cristianas, el arcediano de la catedral de Toledo, Domingo Gonzalvo, invitó a un judío de cultura árabe y hablante del español vulgar, a que vertiera oralmente en esta lengua lo que iba leyendo en la otra para que él a su vez fuera pasando al latín lo que estaba escuchando en romance castellano. Nacería de ese modo la célebre escuela de traductores de Toledo, encargada de trasladar la ciencia árabe a la lengua universal de la cultura europea y encargada, por eso mismo, de transformar irreversiblemente todas las formas de la vida en Europa. La escuela de traductores de Toledo reunió a las tres grandes culturas del momento y esa fecunda reunión fue, podríamos decir, un efecto del libro. También lo fue, hacia esa misma época, la creación de las universidades de Bolonia, París, Montpellier, Oxford y Cambridge, repúblicas de la inteligencia en cuyos claustros el pensamiento comenzaría a ser más poderoso que las guerras. A favor de ambos procesos, a favor del interés por lo natural y material que las traducciones habían incentivado y a favor, también, del sistemático análisis de lo real que pronto se impondría en las universidades, hacia fines de la Edad Media tomó fuerza la idea de que existía un libro inmenso y completo y desplegado ante los ojos de todos los hombres, un texto de sabiduría infalible que viene del origen y que nadie puede dejar de leer: el libro de la naturaleza.
Jorge Luis Borges insistió en la idea de que la literatura universal no es sino el resultado de la combinación, incesante, fecunda, de unas pocas metáforas fundamentales. Trasladada esta idea al dominio de la cultura, tal vez podríamos decir que la cultura moderna es también el resultado de unas cuantas imágenes fundantes y que una de ellas debe ser sin duda la del libro de la naturaleza. Es difícil saber cuándo tomó forma esta metáfora pero consta que hacia el siglo XIII San Buenaventura explicó, invocando al profeta Ezequiel, que Dios es autor de dos libros: el volumen de las sagradas escrituras (libro inteligible y de sabiduría eterna) y el volumen de las criaturas (libro sensible y de sabiduría exterior), y aseguró que si había obrado de ese modo es porque quiere ser conocido a través de ambos libros.
Siguiendo su lección, la montaña y los insectos, el vuelo de las hojas que caen de los árboles, el latido de la sangre y el rugido del león deberían ser descifrados como si se tratara de signos de una escritura universal. En el alba del Renacimiento, todos hablaron a favor de ese gran libro de la naturaleza y comenzaron a oponerlo al libro de los hombres, incierto y de limitados alcances. Nicolás de Cusa, fiel a la lógica de esta metáfora, alegó su convicción de que los libros de escuela son por naturaleza engañosos y aseguró que el ignorante está dotado de mayor sabiduría que los letrados pues éstos leen los libros escritos por los hombres mientras aquél tiene ante sí los signos que Dios «escribió con su propio dedo».
La idea de un libro de la naturaleza opuesto al libro de los hombres se desarrolló en un vasto sistema de oposiciones que hizo pensar el proceso de la cultura como una confrontación entre lo artificial y lo natural, lo mediato y lo inmediato, lo educado y lo espontáneo, lo cerrado y lo abierto, la escuela y el aire libre, y por fin los estudios y la vida. Generalizada en todas las direcciones, la metáfora invadió la oratoria sagrada, la especulación filosófica, la investigación científica, la literatura, la medicina y la alquimia. Paracelso, recordando a Hipócrates, diría que el enfermo es el libro del médico y agregaría que es necesario indagar la escritura de los astros pues el firmamento es «otra farmacopea» casi al mismo tiempo en que Galileo encontraba que la naturaleza es un tratado científico pues «está escrito en lenguaje matemático, y los signos son triángulos, círculos y otras figuras geométricas».
En el Renacimiento cundirá la idea de que para todo género de saber había que dirigirse al libro de la naturaleza antes que al libro de los hombres. Galileo Galilei, con su autoridad de padre de la física, estaba convencido de que el libro de la naturaleza era un texto reservado a los científicos pero su convicción a pocos convenció. Después de sus declaraciones, el libro de la naturaleza siguió abierto a los hombres y se convirtió incluso en una interminable variedad de libros: el libro del mundo, el libro de la vida, el libro del entendimiento, el libro de la historia, el libro de la experiencia, el libro del corazón, el libro de los libros. En la literatura del libro, ninguna imagen alcanzó tanta fortuna como ésta. En sus célebres Ensayos, Montaigne repitió que ese libro plural es la quintaescencia de la realidad y en su Discurso del Método Descartes contó cómo, en cuanto pudo librarse de la sujeción de sus tutores, decidió alejarse del estudio de las letras y convertirse en viajero a fin de leer paralelamente en sí mismo y en el mundo. A ese libro se entregaron, o declararon entregarse, a lo largo de la historia de las letras, Donne y Milton, Voltaire y Diderot, Herder y Goethe, Bécquer y José Hernández. ¿Pero qué escritor no juró estar convencido de que era entre sus signos donde debía buscarse la verdad? En el siglo XVIII Rousseau recomendó a los pedagogos enseñar a los niños a leer en los árboles, no en las páginas. «No consultemos otro libro que el mundo —reitero— ni tengamos otra instrucción que los hechos» (Emilio). En el siglo XIX, Walt Witman ejercitó una gran voz para convencer a sus lectores de que lo que les estaba entregando era un hombre, no un libro; vida, no literatura; un cuerpo, no palabras. En nuestro siglo XX, André Gide finalizó las páginas de Los alimentos terrestres con esta consigna que era necesario seguir con decisión: «Y ahora, lector, arroja de ti este libro».
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Emilio de J. J. Roussseau. |
No habría lista más extensa que la que se propusiera registrar las metáforas del libro de la naturaleza, pues nuestra cultura constantemente nos exige pensar en los términos que esa metáfora propone. Evocando aun unos pocos ejemplos sería fácil pensar que ese libro existe para excluir el libro de los hombres y que el crecimiento de aquél necesariamente se completa con una declinación de éste. Nada sería, sin embargo, más ingenuamente inexacto que ese pensamiento. Los que cultivaron la metáfora del libro de la naturaleza no fueron otros que los hombres del libro, y no podían ser otros. Pocos temas como éste fueron tan seductores para la imaginación de poetas y filósofos. Nada, tal vez, como esta negación de la escritura, produjo tanta escritura. San Buenaventura escribió, y Nicolás de Cusa. André Gide no hizo otra cosa que escribir, aun para recomendar que su libro fuera objeto de rechazo. Witman no sólo escribió sino además se proveyó de una imprenta y él mismo imprimió ese libro que negaba los libros. Rousseau terminó de hundirse en la locura cuando se convenció de que no había lector para sus libros ni en la tierra ni en el cielo: lo último que intentó en su obsesión persecutoria fue llevar un manuscrito al altar de Nuestra Señora de París para que Dios mismo lo leyese. Eso ocurrió una tarde de febrero de 1776. Encontró que la verja estaba cerrada e interpretó que Dios también se negaba a ser su lector y eso fue ya demasiado para él.
En realidad, lo que esta metáfora supone es que el libro y el mundo, o el libro y el hombre, se corresponden y se continúan como si uno fuera el espejo del otro. Acaso el que vio primero esta verdad sea John Owen, un autor de epigramas del siglo XVI de quien Curtius nos informa que en vez de decir que el mundo era un libro prefirió declarar que su libro era el mundo. Creo que la tan fecunda imagen del libro de la naturaleza y todos sus derivados no son sino un símbolo del creciente poder de la lectura motivada a su vez por la expansión del libro. Se supone que hacia el siglo I de nuestra era los chinos ya producían el papel con trapos o sustancias vegetales fibrosas, pero se sabe que esa antigua invención comenzó a difundirse sólo cuando en el siglo VIII los árabes aprendieron a fabricarlo. Se sabe que la técnica de fabricación del papel fue otro bien que llegó a Europa desde la España musulmana y que el primer libro de ese nuevo material conservado en Occidente es un misal toledano del que, en un inventario del siglo XIII, se registra que estaba confeccionado en «pergamino de trapo».8 Aunque lentamente, las obvias ventajas del papel para la circulación de la escritura lo fueron imponiendo y hacia el siglo XV su uso se había generalizado. También en ese siglo se desarrolló el arte de la tipografía con el auxilio de la imprenta, una invención cuya paternidad los alemanes atribuyeron a su conciudadano Gutenberg y cuyos rudimentos ya habían ensayado los chinos de la Dinastía Tang, hacia el siglo VII. El desarrollo del arte de la tipografía multiplicó la circulación de los libros y abarató sus precios hasta volverlo progresivamente un objeto doméstico. Esta nueva circunstancia inauguró otro tipo de contacto entre el lector y el libro, un acceso personal privado y silencioso.
La relativa facilidad en que el libro llegaba hasta el lector fue haciendo de la lectura un acto de recogimiento. Leer fue entonces leerse, entrar profundamente en la propia intimidad, tal como, mucho después, Marcel Proust describiera la operación de la lectura. El libro llegó incluso a los altos aposentos de las damas aristócratas cuyas tardes a menudo solitarias comenzaron a poblarse de las quejas de Tristán, el caballero al que un filtro de amor arrastraba sin remedio hasta los brazos de la Rubia Isolda, o de las aventuras que la Reina Geneviéve inspiraba en Lancelote, otro adúltero como aquél, otro inocente. Esa forma de lectura promovió una nueva sensibilidad, se convirtió en tentación y hasta a veces en un vicio de mujeres y de tímidos; pero fue sobre todo un ejercicio intelectual que adquiriría valores absolutos. A comienzos del siglo XVII un hombre confesó su costumbre —acaso maniática— de leer hasta los papeles que encontraba tirados por la calle e imaginó otro lector desmesurado que recorría el mundo armado de una lanza sobre un flaco rocín para obligar al mundo a ser fiel a los libros. Uno perseguía los signos trazados en la página y el otro encontraba que esos signos se habían trasladado de la página al mundo y que todo era materia de lectura: las ventas a la orilla del camino, los hombres que salían a esperarlo, la sociedad entera, él mismo. «Todo existe para desembocar en un libro », insistiría en el siglo XIX el poeta Mallarmé. La frase de Mallarmé, tan desmesurada al parecer como las lecturas de don Quijote, no hace en realidad sino sintetizar una idea que la propia cultura desarrolló sin pausa. El libro sostuvo la cultura de la contemplación que atribuimos a la Edad Media, como después sostendría la cultura de la acción que caracterizaría al Occidente a partir del Renacimiento. Volcado sobre la historia, dispuesto a convertir el mundo en morada para los seres humanos, casi no podemos imaginar al hombre del Renacimiento sino como un sujeto colocado ante dos imperativos: hacer y conocer. Las ciencias y los viajes, el amor y la política, los oficios y las técnicas, las armas y las letras, todo en conjunto fue motivo de interés ante este sujeto que por primera vez quería conscientemente para sí una inteligencia universal.
Pero una inteligencia universal requería un lenguaje universal, que algunos buscaron en las matemáticas, otros en la reflexión lingüística y otros en la ciencia del mundo natural. Como quiera que sea, la misma inquietud que tenía varias formas había lanzado a los hombres sobre el vasto proceso de un conocimiento que abarcaba por igual la sociedad y el mundo. Muchos vieron un símbolo de ese proceso en el incesante apetito del que Francois Rabelais dotó a su gigante Pantagruel, pero lo cierto es que su resultado tarde o temprano tenía que expresarse en escritura. Creo que los 35 tomos de la Enciclopedia o diccionario razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios, publicados por Diderot y D’ Alembert entre 1751 y 1780 resultan, sin discusión y crasamente, la desembocadura inevitable de una forma de concebir la inteligencia y construir el mundo. Acaso la frase de Mallarmé aludía a procesos todavía más sutiles pero los tomos de esa Enciclopedia hacen evidente que esta inteligencia necesita que todo desemboque en un libro, pues el libro es el lugar donde finalmente todo se organiza para ella. Es como si el mundo no tomara forma —es decir: no se hiciera mundo— sino ante la mirada que es capaz de recorrerlo como si fuera un libro. Mundo y libro, naturaleza y signo, todo es una continuidad que construye la lectura.
Con la mirada pasamos el arado. La cultura, para nosotros, casi no consiste en otra cosa que en aprender a leer. Los libros nos enseñaron a leer la escritura y también nos enseñaron a leer la naturaleza, a convertir todo en signo. Otras culturas procedieron de otros modos, trazaron otros signos sobre otros espacios, procesaron otras metáforas. La nuestra consiste en un movimiento circular que comienza y termina en el libro. Nuestra inteligencia es una mirada. Su oficio es el desciframiento y, por ello, la construcción de símbolos. La poesía romántica, la literatura mística nos han asegurado que el verdadero conocimiento es inefable y por lo tanto el libro no puede contenerlo. Acaso sea así, pero aun esas voces nos llegan con el libro. Avanzamos sobre el mundo elaborando textos, descubriendo gramáticas.
El tiempo y nuestros hábitos mentales hicieron que las líneas de las manos, el viaje de las nubes, los impulsos del corazón, las arrugas del rostro y la llegada del invierno se convirtieran en libro. Así, las cosas revelaron su lenguaje, instauraron ante nuestros ojos su capacidad significante. Mucho hemos aprendido sobre esta capacidad en el presente siglo, dominado por las ciencias del lenguaje, un siglo en el que hemos visto cómo la lingüística se continúa naturalmente con la semiótica, es decir, cómo el proceso de los signos verbales nos lleva a descubrir y analizar el conjunto de los signos por el que la naturaleza se convierte en cultura. Desde la antigüedad se conoce la gramática de la lengua, pero ahora sabemos que también hay una gramática del espacio, una gramática de las relaciones sociales, de las formas de vestir, de comer, de conducir el cuerpo, una gramática de las sensaciones y también del temor, de la felicidad o de los celos. Todo es, o puede ser, lenguaje para una mirada que nos salva del caos obligándole al mundo a convertirse en libro. Una breve reflexión para terminar. Acaso resulte paradójico, o extemporáneo, exhibir este entusiasmo por el libro en un momento en que el desarrollo —impresionante, en verdad— de las técnicas de la comunicación convence a tanta gente de que el libro comienza a convertirse en una cosa del pasado. Hoy con facilidad se pronostica la desaparición del libro y su consecuente reemplazo por formas derivadas de la tecnología electrónica. Quizás ese pronóstico, que tiende a hacer pensar que la lectura no es ya una actividad compatible con el hombre moderno, sea fruto de un apresuramiento. Para empezar, lejos de alejar el libro de nuestros ojos, la electrónica se dispone a acercarlo más que nunca haciendo de todas las bibliotecas una sola biblioteca, una biblioteca universal a la que podrá llegarse desde todos los sitios del planeta.
Tomado de:
DORRA, Raúl (2004): "El libro y sus símbolos" En: Revista Magistralis 28. Universidad Iberoamericana Puebla. pp. 159-180.