Exilio: lengua, escritura, literatura
José Luis De Diego
¿Cómo se procesa la experiencia del exilio a través de esa otra experiencia, la de la escritura?. Si cuando se habla de la experiencia histórica del exilio se admite que se pudo haber sido exiliado sin haber salido del país -el llamado ”exilio interior”-, de allí se deriva que no sólo es exiliado quien ha debido atravesar las fronteras de la propia tierra; pero si se pone en relación la noción de exilio con la de escritura, el uso metafórico suele desplazar aun más al literal. Se trata de una versión, digamos, laica y profesional, del exilio religioso. Para Kolakowski, el exilio de la escritura es una consecuencia del anterior: “La creación es hija de la inseguridad, de aquella clase de exilio, de la experiencia del hogar perdido”. Su formulación canónica se encuentra en la frase tantas veces citada de T. W. Adorno: “Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia”. Juan Martini es aun más explícito: “El escritor es siempre un exiliado (...). Escribir es la primera forma del exilio”. De manera que para algunos tener que irse del país era sentirse doblemente exiliado -de la tierra y de la lengua-; para otros, era simplemente un tránsito por una suerte de ‘estado natural’: si el escritor es siempre un exiliado, a la literatura poco le importa dónde un texto fue escrito. Así, en ciertos casos, la experiencia del exilio tiene como consecuencia la esterilidad creativa; en otros, funcionó como un acicate para repensar su producción y renovar su escritura.
Decíamos al comienzo que la identificación entre tierra y lengua viene de lejos, y será un tópico recurrente en los intelectuales exiliados. Arnoldo Liberman -quien dirigiera los primeros números de El Escarabajo de Oro junto a Abelardo Castillo-, exiliado en España, recupera un texto de Sigmund Freud en carta a su hija Anna: “Los infortunios políticos sufridos por la nación (judía) le enseñaron a valorar debidamente el único bien que le quedó: su Escritura”. “¿Hasta qué punto”, se pregunta Gerardo M. Goloboff, “no debía también a mis orígenes judíos esa veneración por el lenguaje, por las lenguas y, seguramente, el respeto por la escritura y por el libro?”. Reiteramos la cita de Kolakowski: “para los pueblos del Libro, tanto judíos como cristianos, el exilio es sin duda la condición normal e inevitable de la humanidad sobre la tierra”. En efecto, la sensación de condición normal e inevitable reconoce dos orígenes: uno, histórico -los numerosos casos de pueblos, como el judío, y escritores exiliados-; otro, consecuencia del primero, la recurrente identificación tierra/lengua; no serán, por lo tanto, sólo escritores de origen judío quienes se reconozcan en esa identificación:
No me siento extranjero en Argentina, ni en México, ni en cualquier otro lugar. Como dijo alguno, acá abajo la patria más importante es la vida. Extranjera es la poesía. (...) -Tu producción se ensancha en el exilio y sobre ese tema; es una marca ya de tu poesía. -Perdoname lo sentencioso: la poesía es puro exilio (Juan Gelman)
Pero si el exilio es una condición normal e inevitable para el escritor, ya que toda escritura es exilio, el problema central se planteará, en tanto escritor, en su relación con la/s lengua/s. El efecto en el escritor exiliado es doble: un primer momento de extrañamiento ante la lengua foránea; un segundo momento en que, a medida que se naturaliza el uso de la segunda lengua, se comienza a extrañar la propia, se desnaturaliza:
El bilingüismo me hizo adquirir una extraña conciencia lingüística: me había vuelto hablante y escucha a la vez, escucha de mí misma. La lengua extranjera se alzaba a cada momento como una evidencia material, un bloque entre la realidad y yo. Y lo mismo empezó a pasarme con mi propia lengua, que era objeto de observación en la intimidad y de juego con los amigos. ¿Qué era eso que se resistía a la pura comunicación? (Cristina Siscar)
Yo estaba en Italia y el italiano es un idioma dulce, suave, flexible, que se te mete en la oreja. Para contrarrestar esta situación escribí una serie de sonetos en lunfardo romano;... (Juan Gelman)
Sin embargo, como dice Martini, “en ningún país se es más extranjero que en aquel país en el que los usos de una misma lengua son diversos”, y la mayoría de los testimonios da cuenta de esa suerte de estrabismo lingüístico que implica habitar un país en el que se habla, de otro modo, la propia lengua; para un escritor, entonces, el mayor extrañamiento se produce no ante una lengua foránea, sino ante un uso diferente de la propia:
Durante años estuve escribiendo “en argentino” como una manera de ejercitar la memoria. Con la posibilidad del regreso, esa memoria se estaba transformando en presente. La escritura salía a la luz del día. Uno podía reconocerse en ella, porque uno era su lengua, su idioma, las entonaciones del habla familiar. Al irse, al dejar el país, uno pierde ese contacto cotidiano. El mismo idioma de pronto es otro. Entonces, sólo entonces, se percibe el extrañamiento del exilio (Pedro Orgambide)
Juan Gelman (1930-2014) y Pedro Orgambide (1929-2003)
De inmediato, en un exilio español, comienzan a incrustarse en la lengua coloquial voces como cerillas y mecheros, melocotones y albaricoques, gabardinas y gafas. Y, como también se sabe, no son lo mismo un fósforo y una cerilla, un durazno y un melocotón, una gabardina y un impermeable. (...) El español traducido al español. El castellano traducido al castellano. El lenguaje de los españoles traducido al lenguaje de los argentinos. Sobre el lenguaje de los argentinos considerado como una jerga o un argot portuario y desleído. (...) Vivir en Barcelona es vivir en una módica Babel donde todas las lenguas son el español. (Juan Martini)
En España era difícil escribir, entre otras cosas de orden práctico, jurídico o anímico, porque las palabras, aunque eran las mismas, significaban cosas distintas, tenían otra historia y sobre todo sonaban de otra manera. Porque las palabras, como la patria, son la infancia, se apoyan en ella para poder sonar y significar en niveles profundos. Después están las diferencias entre el español peninsular y el de América. Si yo hubiera vivido mi exilio en Alemania, al aprender la palabra “Kartoffeln” nombraba las papas y ahí acababa la cosa. En España no es así, basta entrar en una ferretería por ejemplo y tratar de comprar algo, decir pinzas, o alicates, o tornillo por ejemplo: todo cambia de nombre y el caos es total (Daniel Moyano)
En otros casos, como en el testimonio de Blas Matamoro, el cruce de usos de la misma lengua se verá como positivo y sin demasiadas aristas conflictivas:
Me enriqueció mucho en lo que se llama “competencia lingüística”. Me ha dado más palabras, más vocabulario, más posibilidades de elegir. De pronto hay palabras argentinas que no me gustan y pude reemplazar por su equivalente en español. A mí, personalmente, eso me permitió terminar con algunas construcciones viciosas y algunos galicismos que tenemos los argentinos.
Ahora bien, más allá de los testimonios en uno u otro sentido, es interesante observar hasta qué punto esa incidencia de la lengua foránea o de los diversos usos de la lengua propia produjeron alteraciones en la escritura, modificaciones en el procesamiento de la experiencia, formas híbridas en las que conviven y se fusionan expresiones propias y ajenas, o formas nuevas en que lo propio y lo ajeno terminan por neutralizarse. Cuando Augusto Roa Bastos afirma que “el lenguaje cambia: yo hablo y escribo en el lenguaje del exilio, no en el lenguaje del Paraguay”, admite la existencia de una nueva lengua que ya no reconoce -no puede reconocer- una marca de origen.
¿De qué manera la experiencia del exilio modificó -no ya la escritura misma-sino la práctica de la escritura?. Como en otros casos, aquí también estamos lejos de encontrar una respuesta unánime. Por un lado, algunos escritores dan cuenta de un efecto de parálisis, como si la experiencia traumática requiriera un tiempo doble: de un lento procesamiento de la experiencia propia y de una progresiva adaptación a la nueva realidad; recién entonces reaparece la escritura:
Jujuy es un anclaje. Recuerdo cuando partí al exilio en España en 1976. Fue dramático. No podía escribir. Estuve cinco años sin poder escribir. El exilio es un empujón inaceptable. Uno piensa, ¿por qué yo me tengo que ir, mientras que esos h... de p... se van a quedar? Para escribir uno necesita un anclaje, y sobre todo necesita tiempo (Héctor Tizón)
Me costaba escribir. Fui espaciando muchísimo mis poemas. La poesía española no me estimulaba a escribir. Buscaba libros de poetas latinoamericanos y casi no encontraba nada, de argentinos ni hablar (Horacio Salas)
En mi caso particular, después de un necesario retraso en la parición, consecuencia de un cambio de querencia, he retomado mi ritmo de trabajo. (...) Al llegar aquí a México hubo muchos motivos, físicos, económicos, anímicos, de preocupación, de angustia, que hicieron que el trabajo se demorara; y esto duró casi un año (Humberto Costantini)
Llegué a Madrid en 1976 con toda la familia y toda la casa, porque vine en barco. Durante cinco años no pude escribir. (...) La detención, luego la salida del país, el miedo, me habían dejado adormecido. Las cosas que escribí los primeros años del exilio eran todas historias de violencia, pesadillas. En realidad, no podía coordinar nada. Antonio Di Benedetto me decía que a él le pasaba lo mismo (Daniel Moyano)
Otros escritores relatan un efecto inverso de la experiencia sobre la práctica de la escritura; en lugar de causante de una parálisis, el exilio se transformó en un estímulo, a la vez que en una experiencia de libertad que a la postre resultó positiva para el trabajo de escritor:
Por otro lado, ese estado incierto, de transición indefinida, en suspenso, esa suerte de pérdida de la identidad, el anonimato (no había un solo testigo de mi pasado) me daban cierta levedad y un desapego muy favorables para la literatura. El presente se parecía a una hoja en blanco: no se podía dar nada por sentado, había que redescubrir el mundo y crear nuevas relaciones a cada paso. (...) Bueno, creo que ya expliqué que a mí, lejos de paralizarme, me puso en marcha (Cristina Siscar)
Pero el destierro no es necesariamente un obstáculo para escribir (Blas Matamoro)
El exilio geográfico puede ser, además, para el escritor, su mejor lugar. En ningún otro sitio, como allí, le será posible pensar y reformular, si lo desea, la posición de su escritura frente a ciertos aparatos ideológicos que operan en el llamado campo literario: la tradición, por ejemplo, y las políticas de lecturas que establecen la tradición. En ningún otro sitio, como en el exilio, le será tan fácil al escritor advertir el carácter socialmente inútil de su trabajo y resituar su trabajo frente a la tradición, las vanguardias o el mercado (Juan Martini)
Héctor Tizón (1929-2012) y Daniel Moyano (1930-1992)
Relaciones conflictivas entre la lengua de la “memoria” y la lengua de adopción, diferentes actitudes -parálisis o estímulo- frente a la práctica de la escritura; a pesar de los obstáculos, el exilio argentino ha producido numerosas obras que, con muchas dificultades, lograron finalmente darse a conocer: unas fueron publicadas en el exilio antes que en nuestro país; otras -las menos- sortearon innumerables escollos y se editaron en Argentina durante la dictadura; por último, la mayoría se conoció después de la caída de los militares en una irrupción de material acumulado que fue explosiva aproximadamente entre los años ‘83 y ‘85, y más espaciada en los años posteriores. En rigor, a los fines de un catálogo, poco importa cuál fue la circunstancia de su adición; incluiremos en él a los textos de narrativa -especialmente novelas- producidos en el exilio en el período que nos ocupa o poco después:
-El libro de todos los engaños (Buenos Aires, Bruguera, 1984), de Vicente Battista.
-Recuerdo de la muerte (Buenos Aires, Bruguera, 1984), de Miguel Bonasso.
-Ansay o los infortunios de la gloria (Buenos Aires, Ada Korn, 1984) y No velas a tus muertos (Buenos Aires, De la Flor,1986), de Martín Caparrós.
-El frutero de los ojos radiantes (Buenos Aires, Folios, 1984), de Nicolás Casullo.
-El pintadedos (Buenos Aires, Legasa, 1984), de Carlos Catania.
-Aquí me pongo a contar (México, Folios, 1983), de Marcelo Cereijido.
-El país de la dama eléctrica (Buenos Aires, Bruguera, 1984) e Insomnio (Barcelona, Muchnik, 1985), de Marcelo Cohen.
-De Dioses, hombrecitos y policías (Buenos Aires, Bruguera, 1984) y La larga noche de Francisco Sanctis (Buenos Aires, Bruguera, 1984), de Humberto Costantini.
-Vudú urbano (Barcelona, Anagrama, 1985), de Edgardo Cozarinsky.
-Cuentos del exilio (Buenos Aires, Bruguera, 1983) y Sombras nada más (Buenos Aires, Alianza, 1984), de Antonio DiBenedetto.
-Sermón sobre la muerte (Puebla, UAP, 1977) y La pasión, los trabajos y las horas de Damián (México, Premia, 1979), de Raúl Dorra.
-De pe a pa. De Pekín a París (Barcelona, Anagrama, 1986), de Luisa Futoransky.
-La revolución en bicicleta (Barcelona, Pomaire, 1980), Luna caliente (Buenos Aires, Bruguera, 1984) y Qué solos se quedan los muertos (Buenos Aires, Sudamericana, 1985), de Mempo Giardinelli.
-Caballos por el fondo de los ojos (Barcelona, Planeta, 1976) y Criador de palomas (Buenos Aires, Bruguera, 1984), de Gerardo Mario Goloboff.
-El ojo de jade (México, Premia, 1980) y El callejón (México, Plaza y Janés, 1987), de Noé Jitrik.
-Lugar común la muerte (Caracas, Monte Ávila, 1979; Buenos Aires, Bruguera, 1983) y La novela de Perón (Buenos Aires, Legasa, 1985), de Tomás Eloy Martínez.
-La vida entera (Barcelona, Bruguera, 1981) y Composición de lugar (Buenos Aires, Bruguera, 1984), de Juan Carlos Martini.
-En estado de memoria (Buenos Aires, Ada Korn, 1990), de Tununa Mercado.
-En breve cárcel (Barcelona, Seix Barral, 1981), de Sylvia Molloy.
-El desangradero (Buenos Aires, Legasa, 1984) y Balada de un sargento (Buenos Aires, Galerna, 1985), de Francisco Moreyra.
-El trino del diablo (Buenos Aires, Sudamericana, 1978), El vuelo del tigre (Madrid, Legasa, 1981) y Libro de navíos y borrascas (Buenos Aires, Legasa, 1983), de Daniel Moyano.
-El arrabal del mundo (México, Ed. Katún, 1984), Hacer la América (Buenos Aires, Bruguera, 1984) y Pura memoria (Buenos Aires, Bruguera, 1985), de Pedro Orgambide.
-El beso de la mujer araña (Barcelona, Seix Barral, 1976), Pubis angelical (Barcelona, Seix Barral, 1979), Maldición eterna a quien lea estas páginas (Barcelona, Seix Barral, 1980) y Sangre de amor correspondido (Barcelona, Seix Barral, 1982), de Manuel Puig.
-En otra parte (Madrid, Legasa, 1981) y El pasajero (Buenos Aires, Emecé, 1984), de Rodolfo Rabanal.
-Nadie nada nunca (México, Siglo XXI, 1980) y El entenado (Buenos Aires, Folios, 1983), de Juan José Saer.
-No habrá más penas ni olvido (Barcelona, Bruguera, 1980; Buenos Aires, Bruguera, 1982) y Cuarteles de invierno (Buenos Aires, Bruguera, 1983), de Osvaldo Soriano.
-A las 20. 25 la señora entró en la inmortalidad, (Buenos Aires, Sudamericana, 1986), de Mario Szichman.
-El traidor venerado (Buenos Aires, Sudamericana, 1978) y La casa y el viento (Buenos Aires, Legasa, 1984), de Héctor Tizón.
-Conversación al sur (México, Siglo XXI, 1981) y En cualquier lugar (México, Siglo XXI, 1984), de Marta Traba.
-En ninguna parte (Buenos Aires, Ed. de Belgrano, 1981), de Pablo Urbanyi.
-Como en la guerra (Buenos Aires, Sudamericana, 1977; México, UNAM, 1980) y
-Cola de lagartija (Buenos Aires, Bruguera, 1983), de Luisa Valenzuela.
-Cuerpo a cuerpo (México, Siglo XXI, 1979), de David Viñas.
-Informe de París (Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1990), de Paula Wajsman.
Desde luego, un catálogo tan extenso requiere de múltiples ajustes y aclaraciones. Por dar sólo un ejemplo, la novela de Puig El beso de la mujer araña aparece a menudo citada y comentada como parte de la producción del exilio argentino, aunque su publicación en España en 1976 permite suponer que su escritura es anterior al golpe militar del mismo año. En el mismo sentido, suele citarse Nadie nada nunca, de Juan José Saer, aunque el exilio voluntario del escritor santafesino data de 1968; sin embargo, y a diferencia de lo que ocurre con la novela de Puig, en ningún caso aparece mencionado su texto del ‘76, La mayor (editado por Planeta y reeditado por el Centro Editor en el ‘83), como parte de la producción del exilio argentino o como integrante de la narrativa producida en años de la dictadura. Este desajuste puede ocurrir o bien porque La mayor fue editada en Buenos Aires y El beso... en Barcelona, o bien porque Puig siempre fue considerado un exiliado más “político” que Saer, o bien porque El beso... es una novela que aborda temas “políticos” (cárcel, represión, tortura) y La mayor no. Sea cual fuere la causa, el ejemplo sirve para poner de manifiesto que este tipo de desajustes es muy frecuente y, a causa de ellos, resulta arduo determinar criterios sólidos para delimitar un corpus. En algunos casos, se ha utilizado el lugar de producción -escritas en el exilio-; en otros, el período de producción -la dictadura militar-; por último, los temas -textos que de alguna manera refieren la situación del exilio o episodios relacionados con el contexto político-. Hemos utilizado el primero de los criterios porque, a nuestro juicio, resulta el menos arbitrario, ya que el segundo de ellos -el período de producción- resulta imposible de precisar, y el tercero -el criterio temático- revela una concepción “contenidista” largamente cuestionada y anacrónica respecto de los nexos que enlazan a las producciones simbólicas con sus contextos de producción por un lado y, por otro, respecto de los modos en que la literatura cuestiona su propio poder de representación.
Con relación a la actividad editorial, aquí también es necesario destacar la labor desarrollada por dos editoriales con sede en España pero que prestaron especial interés a la producción de los escritores argentinos exiliados. Me refiero a la colección “Narradores de Hoy” de la Editorial Bruguera, que incluyó en su catálogo a Soriano, Costantini, Goloboff, Orgambide, Martini, Di Benedetto, Giardinelli, entre otros; en algunos casos, se trataba de primeras ediciones; en otros, de reediciones de textos publicados en el exilio, como las dos novelas de Soriano o De Dioses..., de Costantini, que había sido publicada en México en 1979 y en ese mismo año había ganado el Premio Casa de las Américas. La segunda colección ya fue mencionada en el capítulo anterior: “Narradores americanos”, de Editorial Legasa, que incluyó títulos de Rabanal, Moyano, Tomás E. Martínez y Héctor Tizón.
Tomado de:
DE DIEGO, José L. (2003): Campo intelectual y campo literario en la Argentina (1970-1986) Tesis de doctorado. UNLP, FHCE. pp, 142-148.