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Autobiografía y memorias traumáticas. Leonor Arfuch
Autobiografía
y memorias traumáticas
Leonor Arfuch
La concepción de sujeto que anima nuestra indagación, donde confluyen el psicoanálisis y las ciencias del lenguaje: un sujeto fracturado, constitutivamente incompleto, modelado por el lenguaje y cuya dimensión existencial es dialógica, abierto a (y construido por) un Otro: un otro que puede ser tanto el tú de la interlocución como la otredad misma del lenguaje, y también la idea de un Otro como diferencia radical.
Esta concepción debe mucho a la teoría de Bajtín: la idea de un protagonismo simultáneo de los partícipes de la comunicación, en tanto la cualidad esencial del enunciado es la de ser destinado, dirigirse a un otro, el destinatario -presente, ausente, real o imaginado-, y entonces atender a sus expectativas, anticiparse a sus objeciones, responder, en definitiva, tanto en el sentido de dar respuesta como en el de hacerse cargo de la propia palabra y del Otro, en el sentido fuerte de decir "respondo por ti''. Así, respuesta y responsabilidad se anudan en un plano ético.
Pero estos protagonismos no implican estar en el origen del sentido. Por el contrario, la concepción bajtiniana presenta más de una coincidencia con el psicoanálisis, en especial en su vertiente lacaniana: la idea de un descentramiento del sujeto respecto del lenguaje, al que no domina como un hacedor sino que adviene a él, ocupa un lugar de enunciación habitado por palabras ajenas -aunque pueda hacerlas propias a través del género discursivo que elija y de la expresión de su afectividad-; un sujeto también descentrado respecto de su inconsciente, que aparece como un puro antagonismo, como auto -obstáculo, límite interno que le impide realizar su identidad plena y donde el proceso de subjetivación -del cual las narrativas son parte esencial- no será sino el intento, siempre renovado y fracasado, de "olvidar" ese trauma, ese vacío constitutivo.
Podemos encontrar aquí una de las razones del despliegue sin pausa del espacio biográfico, de esas innúmeras narrativas donde el yo se enuncia para y por un otro -de maneras diversas, también elípticas, enmascaradas-, y al hacerlo pone en forma -y, por ende, en sentido- esa incierta vida que todos llevamos, cuya unidad, como tal, no existe por fuera del relato. Dicho de otro modo: no hay "un sujeto" o "una vida'' que el relato vendría a representar -con la evanescencia y el capricho de la memoria-, sino que ambos -el sujeto, la vida-, en tanto unidad inteligible, serán un resultado de la narración. Antes de la narración -sin ella- sólo habrá ese sordo rumor de la existencia, temporalidades disyuntas en la simultaneidad del recuerdo, la sensación, la pulsión y la vivencia -con su inmediatez y su permanencia, su cualidad fulgurante y la capacidad de expresar, como la mónada, todo un universo-.
Desde esta óptica, la historia de una vida se presenta como una multiplicidad de historias, divergentes, superpuestas, donde ninguna puede aspirar a la mayor representatividad. Y esto no sólo es válido para la autobiografía -que podrá rehacerse varias veces a lo largo de una vida como género reservado a los ilustres de este mundo, sino también para la experiencia cotidiana de la conversación, ese lugar en el que todos somos autobiógrafos. Porque no contamos siempre la misma historia, aunque evoquemos los mismos acontecimientos: cada vez, la situación de enunciación, el género discursivo elegido y el otro, el interlocutor, impondrán una forma del relato que es la que, justamente, hará a su sentido.
En la misma dirección, Hayden White, uno de los exponentes del "giro lingüístico" postulará para la Historia, con mayúscula, no ya un papel meramente representativo de los acontecimientos del pasado -que estarían, cual originales, en algún medio neutral-, sino uno narrativo y, por ende, configurativo: la historia (¿cuál historia?) será también un resultado de la narración.
Ese rol configurativo del lenguaje es capital en relación con las narrativas que nos ocupan: el yo como marca gramatical que opera en la ilusoria unidad del sujeto, la forma del relato, que traza los contornos de lo decible dejando siempre el resto de lo inexpresable. En ese límite, la narrativa permite el despliegue de la temporalidad, esa cualidad humana del tiempo que no es aprehensible en singular y que el relato inscribe en tanto experiencia de los sujetos. Un tiempo narrativo, que Paul Ricoeur imagina en sintonía con una identidad narrativa, como figura del intervalo, de la oscilación entre dos polos, lo mismo (mismidad) y lo otro (ipseidad), entre el anclaje necesario del (auto) reconocimiento y la permanencia, y aquello cambiante, abierto a la temporalidad: una identidad no esencial, relacional, que se deslinda también en la otredad del "sí mismo''.
El concepto de identidad narrativa, aplicable tanto a individuos como a una comunidad -familia, grupo, nación-, permite aproximarnos a las narrativas -literarias, históricas, memoriales, biográficas- para considerarlas no solamente en cuanto a su potencialidad semiótica, ya sea lingüística o visual, sino también -y sobre todo- en su dimensión ética, en aquello que nos habla de la peripecia del vivir, de la rugosidad del mundo y de la experiencia, y fundamentalmente de la relación con los otros.
Lo biográfico, la memoria.
Si de algún modo las narrativas del yo nos constituyen en los efímeros sujetos que somos, esto se hace aún más perceptible en relación con la memoria en su intento de elaboración de experiencias pasadas, y muy especialmente de experiencias traumáticas. Allí, en la dificultad de traer al lenguaje vivencias dolorosas que están quizá semiocultas en la rutina de los días, en el desafío que supone volver a decir, donde el lenguaje, con su capacidad performativa, hace volver a vivir, se juega no solamente la puesta en forma -y en sentido- de la historia personal, sino también su dimensión terapéutica -la necesidad de decir, la narración como trabajo de duelo- y fundamental mente ética, por cuanto restaura el circuito de la comunicación -en presencia o en la "ausencia" que supone la escritura- y permite escuchar, casi corporalmente, con toda su carga significante en térm inos de responsabilidad por el Otro. Pero también permite franquear el camino de lo individual a lo colectivo: la memoria como paso obligado hacia la Historia.
Ese largo camino del decir ha caracterizado las últimas décadas en Argentina, donde las narrativas testimoniales y autobiográficas han sido esenciales para la elaboración de la experiencia de la última dictadura militar. En la primera etapa, luego del retorno a la democracia en 1983, fueron netamente testimoniales: la emergencia del horror en las voces de víctimas, sobrevivientes, familiares, testigos y hasta represores, convocadas por una comisión de notables, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), que luego se transformaron en pruebas para la justicia. En un segundo momento, se sumó la memoria de la militancia de los años setenta, que recuperaba la dimensión de lo político, su apuesta por un cambio radical, ya sea en la actividad de los movimientos de base como en la de los grupos guerrilleros que operaban en la clandestinidad. Fueron así surgiendo otras memorias, donde ambas figuras, el militante y la víctima, a menudo sin neta distinción -o tomados en su devenir, entre ascenso y "caída" - , aparecían en historias entramadas con hechos y personajes "reales" o apenas ficcionalizados, según diversos géneros y modalidades: entrevistas, biografías, autoficciones, novelas con pretensión autobiográfica, confesiones, relatos de ficción con marcas inequívocas de la experiencia.
En esta diversidad de géneros, incluso el recurso a la ficción, sin pretensión autobiográfica, se presentaba en muchos casos con un sesgo testimonial. Como si hablar de ese pasado todavía presente sólo fuera posible restituyendo la voz -aun idealmente- a sus protagonistas en su inmediatez, en ese grado cero en el cual, como afirmara Derrida, "no hay testigo para el testigo''. Voces que quizá franquearían la distancia de la experiencia y resistirían a su pérdida, poniendo en escena esa figura esquiva del narrador cuyo ocaso, junto con el de la narración a voz viva, inquietara a Benjamin hace ya varias décadas.
Más tarde apareció un cine con fuerte carga autobiográfica -abordado por varios hijos de desaparecidos-, filmes que van desde relatos clásicos .que pretenden recuperar -o aun cuestionar- esa vida escamoteada de los padres, buscarle un sentido, a otros, autorreferenciales pero elaborados con distancias "brechtianas".
En un tercer momento, a más de treinta años, estas memorias diversas conviven con autocríticas, con debates encarnizados sobre la violencia política de los años setenta, con una profusa investigación académica que ha producido una importante bibliografía, con la creación en distintas ciudades de archivos de la memoria que atesoran todo tipo de materiales, incluidos los archivos biográficos que las Abuelas de Plaza de Mayo construyen, con datos y objetos diversos, para entregar a los nietos "recuperados" como una primera aproximación a la historia de sus padres.
Ha llegado también el momento de discutir las políticas públicas de la memoria, de instaurar sitios memoriales y monumentos, de abrir a la visita los espacios sórdidos del horror, los ex centros clandestinos de detención, que fueron campos de concentración y también de exterminio, muchos de ellos en el corazón de las ciudades -apenas un delgado muro separaba a veces esos lugares de tortura, vejación y sufrimiento de la algarabía de la calle, la vida cotidiana de la gente, el tránsito normal hacia el trabajo o el ocio-, con el propósito de ofrecer una visión ejemplarizadora tanto para quienes vivieron la época como para la posteridad. Políticas de la memoria que conviven, en curiosa sintonía, con la (re)apertura de los juicios luego de la derogación de las leyes de impunidad, juicios orales y públicos que movilizan gran cantidad de asistentes y manifestaciones callejeras, coberturas mediáticas, opiniones encontradas, debates, en definitiva, un presente continuo de la actualidad que hace dudosa la denominación de "historia reciente':
Así, hablar de narrativas de la memoria, o de lugares de memoria, lejos está de la univocidad, de remitir simplemente a un conglomerado de voces o a ciertas materialidades que están allí, dóciles a la percepción o a la emoción, marcadas por la obligación ética de la memoria, que es, a esta altura de la civilización, casi un deber universal aunque desigualmente acatado. Por el contrario, la pugna por el sentido de los hechos -por el sentido de la historia- es casi cotidiana y hay divergencias inclusive entre quienes están sin duda del lado de las víctimas y de los derechos humanos tan seriamente vulnerados. Amén de las "contramemorias", que , como la célebre disputa de los historiadores en Alemania, intentan negar existencia y gravedad a los hechos o justificarlos bajo arteras equiparaciones entre la violencia de la lucha armada y el terrorismo de Estado," o bien abogan por un pasado "reconciliado''.
Si el conflicto es inherente a toda afirmación de una memoria colectiva, la experiencia argentina pone también en evidencia los dilemas de la memoria o bien la memoria como dilema, no solamente por sus con tenidos, por lo que ella trae al presente de la enunciación, por la vivencia herida en cuerpo y alma de quienes recuerdan, sino también por las formas que adopta esa evocación y las diferencias irreductibles de los puntos de vista. Porque no se trata simplemente de escamotearle retazos al olvido sin o de articular, trabajosamente, afecto, imaginación y reflexión. Aquí las modalidades del decir marcan fuertemente la dimensión ética de lo dicho: la posición del enunciador, su papel en la trama, su (auto)valoración, l a posibilidad de elaboración y de distancia crítica.
En tanto esas memorias son, por definición, inagotables, su proliferación puede producir también un efecto contrario, una saturación que lleve al límite de lo asimilable. Algo de eso ha sucedido -o viene sucediendo- con esta historia que todavía no es una: el testimonio y l a autobiografía, que expanden sus límites para cobijar todo tipo de recuerdos personales; el anclaje en la primera persona, que aparece, más allá de la autorreferencia, como prestigio de la palabra autorizada y razón suficiente de justificación histórica. Si bien esa exacerbación merece un análisis crítico, podría pensarse que en la emergencia quizá excesiva de esos "yo" se juega precisamente la propia figura de la desaparición: el silencio de los destinos, el vacío de los cuerpos , la penuria de los documentos -escamoteados, ocultos, destruidos-, las identidades apropiadas, esa fractura ir reparable en la idea misma de comunidad. Voces que dan cuenta de otras voces, acalladas, cuyos rostros nos siguen interpelando desde miles de fotografías, solicitando algo a la mirada, más allá de la rememoración: el tratar de responder de algún modo a esa pregunta, por demás perturbadora, de ¿cómo fue posible?
Pero hay también en la figura de la desaparición, en esa lógica implacable de aniquilamiento, otra singularidad: el ultraje al corazón del hogar, la irrupción violenta, el secuestro o asesinato de los padres frente a sus hijos y en ocasiones el rapto de los niños, el involucramiento liso y llano o la amenaza perpetua sobre las familias. Así, en ese incierto camino que comenzó con un enunciado imposible, aparición con vida: se fue desplegando lo que podríamos llamar una matriz genealógica de la memoria: Madres, Abuelas, Familiares, Hijos, Hermanos, nombres de las distintas agrupaciones concernidas por fines similares, donde también se juega la búsqueda y recuperación de los Nietos ilícitamente apropiados. Una memoria signada por la trama familiar pero afianzada institucionalmente, quizá un rasgo único entre los países de América Latina afectados también por experiencias dictatoriales en el pasado o violencias militares en el presente. En esa trama puede entenderse la fuerte identificación de jóvenes que, más allá de su eventual compromiso con los derechos humanos, irrumpen en la literatura, el cine, el teatro y las artes visuales como hijos de desaparecidos o nietos recuperados, una nominación que de algún modo marca en su obra la herencia y, en general, el orgullo de esa herencia, atemperado a veces por el dolor de la ausencia o por cierta culpabilización hacia esos padres por no haberlos antepuesto al deber militante. La creación artística deviene así una de las formas del trabajo de duelo.
Sin embargo, la impronta biográfica y testimonial de estas narrativas, que dan cuenta de experiencias vividas y aluden a hechos y personajes reales, no debe hacer olvidar la ya clásica distinción entre autor y narrador, que la teoría literaria instauró hace décadas y que comprende incluso a la autobiografía aunque ésta juegue a identificar ambas figuras. Así, más allá del grado de veracidad de lo narrado, de los propósitos de autenticidad o la fidelidad de la memoria -registros esenciales en el plano ético-, se tratará siempre de una construcción, en la que el lenguaje o la imagen -o ambos- imprimen sus propias coordenadas según las convenciones del género discursivo elegido -y sus posibles infracciones-, un devenir donde otras voces hablan -inadvertidamente- en la propia voz, sujeto a las insistencias del inconsciente y a la caprichosa asociación delos recuerdos. El yo narrativo no es necesariamente autobiográfico -aun que se presente como tal- y el yo autobiográfico no tiene patente de inequívoca unicidad por más que intente -y crea- contar siempre la misma historia: la iterabilidad derrideana pone en evidencia esa paradoja de ser el mismo y otro cada vez, en la deriva del lenguaje y la temporalidad, en el deslizamiento del discurso y lo ingobernable de su apropiación en la lectura o en la escucha, donde quizá hace sentido precisamente aquello no marcado, lo inesperado, lo relegado, el silencio .
Tal vez, lo que importe es encontrar un yo (que narra), y no el yo que se desplegaría en plenitud en el umbral de la enunciación. Un yo que presta un rostro a aquello que no lo tiene por sí mismo, como la figura retórica de la prosopopeya, que Paul de Man asociara a la autobiografía: una máscara que viene a ocupar el lugar de una ausencia, que dota de rostro y voz a lo que no es previamente un yo. Dicho de otro modo, un yo que no es sino su propia representación.
Estos resguardos teóricos -que no cuestionan la validez del testimonio como verdad del sujeto, prueba para una acusación, documento- quizá permitan ver, en esa multiplicación de narrativas, la falta como síntoma -los que faltan- y los rodeos reiterados a través de los cuales el trauma- la experiencia traumática- intenta decir lo indecible, aquello que escapa a toda simbolización, el resto, lo Real, en términos lacanianos. Un "decir todo" exacerbado porque "todo" no puede decirse.
En ese "decir todo" está el detalle aterrador de la tortura, la violación , el sufrimiento. Detalle que, lejos de lo morboso, se instituyó en necesidad de prueba ante un tribunal, atestación del delito para la intervención de la justicia, y también documento para el registro de la historia. En este punto, los testimonios de los sobrevivientes de los campos en Argentina se aproximan a los de la Alemania nazi. Llevados a decir, más allá de la necesidad imperiosa de reconfigurar una subjetividad arrasada, para dar cuenta de aquello que los tiene como únicos testigos -el propio cuerpo como prueba- , de lo que excede toda imaginación y deja las preguntas sin respuesta: esa aptitud humana para la crueldad, el escarnio, la vejación , la in fracción de todo límite. Es notable en los testimonios esa minucia del detalle, que va incluso más allá del umbral del pudor y que responde tanto al contrato de veridicción del testimonio -dar pruebas de una verdad que puede ser increíble- como a la propia restauración ante la culpa por haber sobrevivido.
Este último aspecto, ligado a una suerte de sospecha social por esa supervivencia -sobre todo entre militantes-, constituye un tema recurrente en los relatos. La figura del traidor -aquel que accedió a "colaborar" con el represor y por eso salvó su vida- está presente tanto en el testimonio como en la ficción, aunque con diversas gradaciones: quienes fueron obligados a realizar ciertas tareas dentro de los campos, quienes establecieron relaciones amorosas con el represor, quienes cambiaron lisa y llanamente de bando. La condena moral sin atenuantes se impone en muchos casos a una evaluación más distanciada, sobre todo respecto de la experiencia de los límites: cuánto de la voluntad y de la decisión puede jugarse en cautiverio, bajo constante amenaza de muerte, en condiciones de extrema incertidumbre. Esa "vida precaria" tomando la expresión de Judith Butler, en la cual no solamente la tortura se repetía por tiempos incontables, no sólo las condiciones eran infrahumanas sino que además no había ninguna previsión de los destinos, de saber quiénes, y por qué razones, iban a ser o no "trasladados" cada día, una de las metáforas de la muerte.
La experiencia extrema de los campos pudo así ser narrada por los sobrevivientes. Algunos tuvieron la opción de salir del país; otros, una liberación gradual y vigilada. Más allá de los testimonios que, al regreso de la democracia, dieron lugar al Nunca más, muchos de los cuales se repitieron durante las largas sesiones del Juicio a las ex Juntas Militares en 1985 , hubo una posteridad de esa memoria, que fue aflorando con los años y que se tradujo en diversas narrativas. Nos interesaron en particular algunas escrituras de mujeres, quizá por solidaridad de género, quizá porque nos suscitaron las preguntas más acuciantes.
Tomado de:
ARFUCH, Leonor (2013): Memoria y autobiografía. Exploraciones en los límites. Buenos Aires, FCE, pp.74-83.