(Auto)biografía, memoria e historia
Leonor Arfuch
El contorno abierto e impreciso del “espacio biográfico” –en verdad, una espacio/temporalidad– no ha cesado de expandirse en el marco de la globalización, alentado por el despliegue sin fin de las tecnologías: multiplicidad de formas, géneros, estilos y soportes, que tanto remedan como contrarían a sus antecesores, ocurrencias mediáticas, académicas, literarias, cinematográficas, en las artes visuales, en Internet, prácticas que alteran decisivamente los umbrales entre lo público, lo privado y lo íntimo, y que dan cuenta, más allá del análisis específico de sus géneros, de una verdadera reconfiguración de la subjetividad contemporánea.
Es sin duda esa diseminación, que en una lectura sintomática podríamos quizá pensar como búsqueda utópica de autenticidad, autoafirmación y singularidad ante la uniformidad y el anonimato de nuestras sociedades, la que motiva el creciente interés académico por los estudios (auto)biográficos; pero es también la enorme importancia que ese espacio ha adquirido en relación a las esferas del saber, del conocimiento y del reconocimiento, en todas sus dimensiones: teórica, estética, ética y política. Ese registro de la voz –la primera persona, el testimonio– en tanto expresión altamente valorada de la experiencia, tanto individual como colectiva, resulta hoy imprescindible en relación, justamente, con la dimensión sociohistórica de nuestro conflictivo presente.
El “espacio biográfico” altera decisivamente, como ya dijimos, las esferas clásicas de lo público y lo privado para delinear una nueva “intimidad pública”, tanto en su carácter modélico de “educación sentimental”, ligada al despliegue subjetivo y hasta narcisístico, como en la dramaticidad del vivir y la elaboración testimonial de memorias traumáticas. Así, ese espacio podrá cobijar, además de sus “clásicos”, orientaciones colectivas del deseo, el placer, la notación emocional de la cultura, la experimentación autoficcional y crítica, la afirmación de identidades colectivas, la ampliación de derechos y la búsqueda de reconocimiento –es notable, por ejemplo, el papel que jugaron ciertos relatos autobiográficos en la escena pública para la sanción de la ley de matrimonio igualitario en la Argentina–; el creciente interés en la relación entre afectividad y política; la importancia testimonial y terapéutica del relato de experiencias traumáticas, tanto en lo que hace a historias familiares como a violencias políticas y crímenes de lesa humanidad; la relevancia ética de las historias de vida en la configuración de nuevas identidades –migrantes, (trans)culturales, sexuales, de género– así como en situaciones y conflictos cotidianos; la obsesión de la autoexposición en la escena pública a través de los medios y las redes de Internet; un énfasis en la visualidad que se expresa, entre otras cosas, en el auge de la fotografía. En fin, una auténtica heterogeneidad bajtiniana en cuanto a formas, estilos y objetivos que remiten a distintos sistemas de valoración del mundo pero que guardan entre sí ciertos “parecidos de familia”.
Es esa diversidad la que quise aprehender en mi definición del “espacio biográfico” aún a riesgo de incomodar visiones más tradicionales, apegadas a la especificidad de los géneros y su posible ordenación jerárquica. Pero ese desplazamiento de las “grandes obras”, de emblemáticas construcciones de la subjetividad al terreno común de la discursividad social, requería asimismo de otros instrumentos teóricos, de una “teoría sin fronteras”, si pudiera decirse, donde la materialidad lingüística, literaria y narrativa dialogara con el psicoanálisis, la sociología, la semiótica, la filosofía política, la antropología, la estética, los estudios culturales.
Propongo pensar los “espacios (auto)biográficos” en ese terreno, en relación con los otros significantes del título: la memoria y su dimensión sociohistórica, una cuestión de particular relevancia en cuanto a las narrativas del pasado reciente en la Argentina, que comparte la inquietud memorial con otros países de América Latina, como Chile, Colombia y también Brasil. El tema de la memoria, en estrecha relación con la justicia y con la afirmación ética de los derechos humanos, ha sido siempre un objeto preciado de mi investigación: he trabajado sobre discursos, acontecimientos, debates y expresiones del arte, pero lo que me interesa abordar aquí es justamente el cruce entre lo biográfico y lo memorial, la manera sutil en que se entraman, en diversas narrativas, la experiencia individual y la colectiva, en el camino de una memoria histórica.
Como en mi trabajo sobre el espacio biográfico, al abordar esas narrativas no quise hacerlo desde la delimitación canónica de los géneros –y entonces hablar de un “nuevo cine argentino” o una “nueva literatura” o un “nuevo arte político”– sino atender a las articulaciones entre los diversos registros significantes, a la emergencia sintomática y periódica de múltiples formas de la memoria, a sus diálogos, hiatos y confrontaciones, a las tensiones y conflictos que inevitablemente suscitan; en definitiva, a la definición posible de un espacio memorial –o un “estado de memoria”, según la feliz expresión de Tununa Mercado (2008)– atravesado profundamente por lo (auto)biográfico. Difícil tarea, que hace a una reflexión constantemente desafiada por nuevos acontecimientos de toda índole: políticos, jurídicos, teóricos, estéticos.
Esa voluntad articuladora –que también podría llamarse semiótica– es ante todo teórica: desde qué lugar pensar la cuestión de la memoria, especialmente la traumática, en distancia crítica de su “naturalización” como consigna que puede derivar en automatismo, pero también de su oscurecimiento en el devenir histórico tras las ideas de “amnistía” o “reconciliación”. Aquí, la vuelta a los clásicos, de la mano de Paul Ricoeur (2004), es inspiradora: la memoria como “huella en la cera” según Platón –y entonces como afección, marca en el alma–, la memoria como imagen en Aristóteles –y entonces en cercanía de la imaginación. Memoria como trabajo, como rememoración –anamnesis– y no como azarosa emergencia del recuerdo, como un esfuerzo afectivo y reflexivo, en búsqueda de razones –aun para lo que parece irracional–; memoria no tanto conmemorativa como prospectiva, podríamos decir, memoria del por-venir.
Memoria fluctuante, sujeta al vaivén de la temporalidad y no sólo a la pugna con el olvido –por otra parte, su otro constitutivo– que nunca se establece por entero, jaqueada siempre por la aparición de un algo más, huella, revelación, testimonio, prueba. Memoria plural, memorias, apenas pasa de ser un concepto teórico a configurarse en la diversidad narrativa, a expresar tanto la aporía aristotélica de “hacer presente lo que está ausente” como la desconcertante reflexión de Maurice Halbwachs (1992) al formular su concepto de “memoria colectiva”: pese a que hay experiencias compartidas por una comunidad, sólo los individuos, las personas, recuerdan.Memorias en plural y, entonces, como terreno de conflicto: la pugna por el sentido de la historia comienza también en su paso inicial; qué es lo que se recuerda, qué es lo que permanece en el flujo del acontecer y accede a la dignidad de la memoria, qué es lo que se silencia, se rechaza o se obnubila. En otras palabras, qué, para quién, para qué.
Todos estos aspectos adquirieron especial relevancia al abordar ese “pasado reciente” de la Argentina, un pasado profundamente traumático, tanto en su historicidad como en su actualidad, el presente del pasado, podría decirse, su insistencia punzante, su pendiente, ese “salir al paso” benjaminiano, que se expresa tanto en la proliferación de narrativas testimoniales, académicas, ficcionales, como en la lucha política y en el accionar de la justicia: juicios abiertos a represores que están teniendo lugar, búsqueda infatigable de niños apropiados, nuevas denuncias que salen a la luz mostrando complicidades cívicas, debates críticos sobre la violencia revolucionaria, demandas de “memoria completa” que involucra también a las víctimas de la guerrilla...
El trauma es entonces otro concepto ineludible en la articulación de una perspectiva teórica: su carácter elusivo e intratable que sin embargo se revela en síntomas, su insistencia maníaca en relatos y gestos reiterados, el desborde de palabra que suele rodear aquello resistente a todo decir. Sin embargo, el narrar, aún compulsivo, que hasta puede infringir –en muchos relatos testimoniales– el umbral del pudor, conlleva un efecto terapéutico, no sólo por la posibilidad cierta de poner en forma una experiencia, que es también una puesta en sentido, sino sobre todo por la instauración de la escucha como apertura dialógica al otro, recuperación del lazo de la comunicación en su sentido ético.
El testimonio fue –y continúa siendo, en la medida en que se abren nuevos juicios– un género privilegiado en los trabajos de la memoria. En su primera fase, la de la presentación de víctimas y testigos ante la Comisión de notables (la CONADEP) que convocó el gobierno de Alfonsín y que dio lugar a la recopilación de relatos en el Nunca Más (1984), reiterados poco después en el Juicio a las ex Juntas militares (1985), tuvo el carácter indelegable de prueba para una acusación y constatación de los crímenes de lesa humanidad perpetrados sobre la base de una planificación perfectamente orquestada desde las instituciones del Estado. Pero su potencia narrativa no se agotó allí sino que siguió desplegándose, en etapas sucesivas, en otros géneros y formatos: recopilaciones en libros, filmes, videos, investigaciones. Hay quienes explican esta primacía del género por la falta de documentación probatoria, de archivos y registros que eximan de la palabra reiterada de las víctimas (que realizan, performativamente, el precepto austiniano en el que volver a decir es volver a vivir). Otros ponen el acento en una excesiva “victimización” de la memoria, en una exacerbada asunción del yo que se instituye en prueba suficiente, relativizando otras fuentes consustanciales a la disciplina histórica. Por cierto, la valoración del testimonio y el respeto a las víctimas no excluye la distancia crítica, tanto en términos de ese “yo” que se estructura en el relato (donde pesan las restricciones del inconsciente, su “no todo”) como de la supuesta espontaneidad del decir sobre la cual nos alertaba Roland Barthes [1967] (1984), y la no desdeñable vecindad entre memoria e imaginación, que no desdice la “verdad” de los hechos pero la pone en el contexto situado de una experiencia singular e irrepetible.
Y aquí tocamos otro concepto esencial en nuestra problemática: el de experiencia, revisitado actualmente desde distintas ópticas, donde vuelven a resonar los ecos benjaminianos de la “pérdida de la experiencia”. Si nos atenemos a la proliferación de relatos en el escenario argentino, ella desdice la “mudez” de lo intransferible que encerraba ese concepto en relación a un peculiar momento histórico –el regreso de los soldados de la Gran Guerra, que había alterado todo lo conocido–, pero quizá haya que repensar el concepto en lo que supone como pérdida de los espacios comunes de recepción, pérdida de la distancia que hace al relato incorporable desde una tradición, susceptible de ser acogido, interpretado e incluso intervenido para asimilarse a la “propia” experiencia. Por el contrario, el testimonio crudo, investido de su carga fantasmática, de su horror reciente y reiterado, del detalle del agravio a los cuerpos es difícilmente asimilable, pese a la conmoción que suscita, a ese impacto en la sensibilidad que no siempre puede identificarse con una ética de la responsabilidad. Pero quizá esa pobreza de la experiencia pueda ser suplida por la riqueza de la imaginación, por el trabajo de la escritura, como afirmaba recientemente el escritor Carlos Gamerro (2010): “No sólo el que padeció puede hablar, no siempre el que ha tenido la experiencia será el que mejor la cuente”. “La literatura –agregaba– puede ser autobiográfica en negativo, no como la historia de lo que nos pasó sino de lo que nos pudo haber pasado”. En ese “podría haber sido”, en esas otras vidas que podríamos haber vivido en la misma época –o en cualquier otra– se juega, creo, un rasgo esencial en la elaboración memorial que cada uno pueda realizar de ese pasado.
Pero quizá el espacio biográfico mismo se juegue precisamente en ese “podría haber sido”, tanto por el infinito fluir de las identificaciones que nos hacen adictos a las vidas de los otros, como por la ficción de sí mismo que todos alimentamos, por esas otras vidas deseables que estaban disponibles para nosotros por azar o por elección.
En la vecindad del testimonio y en la larga temporalidad de la memoria han surgido, además de los identificados como “ficción”, infinidad de relatos –artísticos, cinematográficos, literarios, críticos–que se ubican en alguna región del espacio biográfico, aunque no siempre en ajuste a sus géneros canónicos. Son trabajos del arte de la memoria, podríamos decir, alejados de la función probatoria, de la figura del testigo, ligados a las modulaciones de una historia personal pero sin intervención de lo privado o bien bajo formas autoficcionales, donde el yo fluctúa en diversas identificaciones y se deslinda de la verdad referencial.
A rasgos generales, y en coincidencia con la opinión de Gamerro sobre la literatura, es el arte quizá, en relación con la memoria, el que aporta un impacto simbólico irremplazable, en tanto modo de significar que va más allá del “relato de los hechos” para desplegar sin límites la dimensión de la metáfora, cuyo don es, volviendo a Aristóteles, el innegable privilegio icónico de “hacer ver el mundo de otra manera”. Potencia de la imagen –o de la palabra como imagen, en su textura poética y sensible– que toca otros registros de la percepción y, por ende, de la comprensión. Digo esto pensando en particular en el trabajo de algunos artistas contemporáneos a los que me voy a referir, pero sigo creyendo que la mejor obra de arte, la que anuda de modo inconfundible memoria, imagen e identidad, es esa estructura móvil y cambiante que componen las fotos de los desaparecidos que las Madres llevan en cada conmemoración y que también nos hablan en muros y pancartas.
Es que la desaparición traza un espacio sin equivalente donde presencia y ausencia se tensan en una simultaneidad dolorosa, sin pausa, sin aquietamiento. La visualidad aparece así como un terreno privilegiado: hay necesidad de recuperar las imágenes, los rostros, los momentos, las expresiones cotidianas de la vida que súbitamente se tornaron en sombras. La ausencia, la búsqueda identitaria y los intentos vanos de ocupar los espacios vacíos caracterizan una serie de filmes de hijos de desaparecidos que pueden agruparse en una línea común, sin perjuicio de sus diferencias estéticas y hasta políticas. Entre ellos, María Inés Roqué, con su obra pionera, Papá Iván (2000), abría un camino de indagación respecto de su padre, un destacado dirigente guerrillero, y también de rebeldía, de lo que se llamó “memoria airada”, anunciada por un epígrafe inicial: “Prefiero un padre vivo a un héroe muerto”. Un film documental, de formato más o menos tradicional, con fotografías, diálogos, entrevistas, imágenes de archivo, vuelta sobre lugares altamente simbólicos (la casa, la escuela, el barrio). En él se alternaban la mirada de la niña y de la adulta, cuyo peculiar involucramiento personal y autobiográfico lo inscribía en el marco de una nueva nominación que tornaba en canon lo que podría pensarse como oxímoron: “documental subjetivo”.
Papá Iván (2000) de María I. Roqué |
Posteriormente, y en la misma línea del documental subjetivo, Albertina Carri, con su polémico film Los Rubios (2002), introducía una variante en la que la rebeldía no era sólo afectiva sino también formal: el deseo de incomodar, de molestar las conciencias más que de producir catarsis, el rechazo a recorrer caminos trillados, a tratar de suplir la ausencia –del padre y de la madre en este caso, desaparecidos cuando ella tenía 3 años– con palabras de otros –testimonios, cartas, recuerdos–, la fluctuación entre “poner el cuerpo” y ser representada por una actriz –es decir, el dilema de la primera persona–, la certeza desoladora de que no hay ninguna verdad a descubrir sino quizá solamente la imaginación para suplir los retazos faltantes de la infancia; aquí, los míticos muñequitos Playmobil, animados, juegan escenas profundamente conmovedoras. Más tarde, Nicolás Prividera, con M (por “Mamá” y por “Memoria”) (2007) se planteó una aproximación diferente, inquisitiva, buscando testigos y huellas no sólo familiares sino de hechos, reacciones y complicidades en la desaparición de su madre, una obra en algún sentido detectivesca –él mismo vestido con el típico piloto inglés a lo Sherlock Holmes–, más política, formulando preguntas ante los eslabones sueltos de la historia, tomando posición y enjuiciando; un modo, quizá, de intentar colmar la ausencia con razones.
Los rubios (2002) de Albertina Carri
Otras dos obras visuales podrían integrarse a este grupo: la instalación Arqueología de la ausencia de Lucila Quieto, y las fotografías de Gustavo Germano, Ausencias. En el primer caso la desaparición del padre ha sido anterior a su nacimiento; en el segundo, es el hermano mayor el que ha desaparecido a los 18 años. Si la memoria se enfrenta a la aporía aristotélica de “hacer presente lo que está ausente”, ¿cómo suplir la ausencia de quien ni siquiera ha estado, en algún momento, presente? El camino de Lucila fue el de la invención de la presencia, podríamos decir, la creación de un recuerdo inexistente: proyectó fotos de su padre desaparecido y se fotografió a sí misma participando de la escena. En palabras de la curadora de la muestra, Julieta Escardó (2006): “Lucila Quieto parte de fotografías heredadas para crear fotos imposibles. Obsesionada por la idea de no tener fotos junto con su padre, decidió que si no tenía ‘esa imagen’ a partir de la cual poder recordar, debía producir primero aquella fotografía que le permitiera crear el recuerdo”. Luego ofrece su “invento” a otros amigos, también hijos de desaparecidos, con una invitación que decía: “Ahora podés tener la foto que siempre quisiste”. Así los hijos, ya casi de la edad que tenían sus padres cuando desaparecieron o cuando fueron retratados tal vez por última vez, aparecen compartiendo en las imágenes lo que les fue negado en la vida, nuevamente, el “podría haber sido”.
Si la inquietud de la ausencia inspiró también la obra de Gustavo Germano, su modalidad expresiva fue radicalmente diferente: mostrar justamente esa ausencia como una anomalía del presente. Para ello volvió a su provincia natal, Entre Ríos, contactó a distintas familias, seleccionó 15 casos, entre ellos el propio, y confrontó viejas fotografías, en las que algunos de los retratados están desaparecidos, con nuevas fotografías que tomó, treinta años después, recreando la misma escena con los sobrevivientes, familiares o amigos, buscando el exacto lugar, la pose, el momento del día, la semejanza de la luz, para poner justamente de manifiesto la falta, el hueco reconocible del cuerpo en la imagen, las huellas del tiempo y de la pérdida en los personajes, incluido él mismo con sus dos hermanos, confrontados a una fotografía de cuando eran niños. El armado de la exposición reponía los nombres de los retratados en la primera imagen y sólo un punto para el/la ausente en la segunda, un minimalismo quizá cuestionable –el nombre es justamente lo que sobrevive a la muerte y lo que intentó ser borrado en las tumbas bajo el “NN”– pero de un fuerte impacto simbólico.
De la serie Ausencias de Gustavo Germano |
En ambos casos se hace manifiesto ese perturbador efecto de la fotografía que algunos autores ven en cercanía de la muerte: lo que no está contenido en el recuadro, lo que escapa, el misterio de su más allá, pero también su temporalidad, lo que dice del devenir del tiempo la imagen capturada en un instante fugaz. Este conjunto de obras –que no pretendo “representativo”– da cuenta, sin embargo, de la potencia de la relación memoria/imagen/imaginación en el trazado hipotético de una biografía, así como de ciertos rasgos que definen al espacio biográfico: el involucramiento personal en la historia que se cuenta, el impacto emocional que eso supone, la narración como puesta en forma de la vida, la inquietud del pasado, la búsqueda de huellas, la necesidad de recurrir a otros para armar la propia historia, el yo que se objetiva en un “otro yo” –en los filmes, por ejemplo, desdoblamientos entre personaje y narrador, cuerpo presente en la imagen o sólo voz–; una búsqueda que hasta podría decirse genealógica pero no tanto en el sentido de quiénes fueron los padres (en algún lado escribí que los padres son nuestros más entrañables desconocidos: el misterio de sus vidas siempre se nos escapa, hay secretos, cosas de las que no se habla o no tuvimos nunca el tiempo suficiente) sino más bien de quiénes son esos hijos, es decir, cómo se construye una identidad a partir de esa ausencia que supone también una gran violencia. Por eso quizá tantas preguntas sobre el pasado que se escurre en el devenir de los días, búsqueda de sentidos de la vida y de esas otras vidas, tan próximas y tan lejanas.
Pero lo que también ponen en escena estas obras es la sutil relación entre (auto)biografía y testimonio, su compromiso y su dilema. El compromiso que supone trabajar una materia sensible para muchos, más allá de la modulación personal. El dilema de respetar cierta fidelidad a los hechos sin perder la libertad metafórica, si pudiera decirse, que coloca a estas obras más bien del lado de la autoficción. Un desafío no sólo temático sino también ético y estético: cómo contar, cómo eludir el estereotipo –aunque se camine siempre sobre terreno hollado– y decir algo diferente. Cada uno en su estilo, sin embargo, creo que ha logrado esa difícil articulación: poner al desnudo la huella lacerante de la pérdida singular y en ese gesto hacer visible la tensión entre lo individual y lo colectivo. Creo además que esa invención de sí y/o de otro que cada uno intentó a su manera tiene menos que ver con la nostalgia que con la fuerza del recuerdo, con cierta energía de la recuperación del pasado y la apertura hacia el futuro.
Tomado de:
ARFUCH, Leonor "(Auto)biografía, memoria e historia" En: Clepsidra, revista Interdisciplinaria de Estudios sobre Memoria n°1, marzo 2014, pp. 68-81.