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12 septiembre 2017

Textos "cerrados" y textos "abiertos". Umberto Eco



Textos "cerrados" y textos "abiertos"


Umberto Eco



Ciertos autores determinan su Lector Modelo con sagacidad sociológica y con un brillante sentido de la media estadística: se dirigirán alternativamente a los niños, a los melómanos, a los médicos, a los homosexuales, a los aficionados al surf, a las amas de casa pequeñoburguesas, a los aficionados a las telas inglesas, a los amantes de la pesca submarina, etc. Como dicen los publicitarios, eligen un perfil (target) (y una "diana" no coopera demasiado: sólo espera ser alcanzada). Se las apañarán para que cada término, cada modo de hablar, cada referencia enciclopédica sean los que previsiblemente puede comprender su lector. Apuntarán a estimular un efecto preciso; para estar seguros de desencadenar una reacción de horror dirán de entrada "y entonces ocurrió algo horrible"


En ciertos niveles, este juego resultará exitoso. Pero bastará con que el libro de Carolina Invernizio, escrito para modistillas turinesas de finales del siglo pasado, caiga en manos del más entusiasta de los degustadores del kitsch literario para que se convierta en una fiesta de literatura transversal, de interpretación entre líneas, de gusto huysmaniano por los textos balbucientes. Ese texto dejará de ser "cerrado" y represivo para convertirse en un texto sumamente abierto, en una máquina de generar aventuras perversas.


Pero también puede ocurrir algo peor (o mejor, según los casos): que la competencia del Lector Modelo no haya sido adecuadamente prevista, ya sea por un error de valoración semiótica, por un análisis histórico insuficiente, por un prejuicio cultural o por una apreciación inadecuada de las circunstancias de destinación. Un ejemplo espléndido de tales aventuras de la interpretación lo constituyen Los misterios de París, de Sue. Aunque fueron escritos desde la perspectiva de un dandy para contar al público culto las excitante s experiencias de una miseria pintoresca, el proletariado los leyó como una descripción clara y honesta de su opresión. Al advertido, el autor los siguió escribiendo para ese proletariado: los embutió de moralejas socialdemócratas, destinadas a persuadir a esas clases "peligrosas" -a las que comprendía, aunque no por ello dejaba de temer- de que no desesperaran por completo y confiaran en el sentido de la justicia y en la buena voluntad de las clases pudientes. Señalado por Marx y Engels como modelo de perorata reformista, el libro realiza un misterioso viaje en el ánimo de unos lectores que volveremos a encontrar en las barricadas de 1848, empeñados en hacer la revolución porque, entre otras cosas, habían leído Los misterios de París. ¿Acaso el libro contenía también esta actualización posible? ¿Acaso también dibujaba en filigrana a ese Lector Modelo? Seguramente; siempre y cuando se le leyera saltándose las partes moralizantes o no queriéndolas entender.


Nada más abierto que un texto cerrado. Pero esta apertura es un efecto provocado por una iniciativa externa, por un modo de usar el texto, de negarse a aceptar que sea él quien nos use. No se trata tanto de una cooperación con el texto como de una violencia que se le inflige. Podemos violentar un texto (podemos, incluso, comer un libro, como el apóstol en Patmos) y hasta gozar sutilmente con ello. Pero lo que aquí nos interesa es la cooperación textual como una actividad promovida por el texto; por consiguiente, estas modalidades no nos interesan. Aclaremos que no nos interesan desde esta perspectiva: la frase de Valéry "íl n'y a pas de vrai sens d'un texte" (no hay/no existe el sentido verdadero de un texto) admite dos lecturas: que de un texto puede hacerse el uso que se quiera, ésta es la lectura que aquí no nos interesa; y que de un texto pueden darse infinitas interpretaciones, ésta es la lectura que consideraremos ahora.


Estamos ante un texto "abierto" cuando tiene una hipótesis regulativa de su estrategia. Decide (aquí es precisamente donde la tipología de los textos corre el riesgo de convertirse en un conntinuum de matices) hasta qué punto debe vigilar la cooperación del lector, así como dónde debe suscitarla, dónde hay que dirigida y dónde hay que dejar que se convierta en una aventura interpretativa libre. Dirá " una flor" y, en la medida en que sepa (y lo desee) que de esa palabra se desprende el perfume de todas las flores ausentes, sabrá por cierto, de antemano, que de ella no llegará a desprenderse el aroma de un licor muy añejo: ampliará y restringirá el juego de la semiosis ilimitada según le apetezca. Una sola cosa tratará de obtener con hábil estrategia: que, por muchas que sean las interpretaciones posibles, unas repercutan sobre las otras de modo tal que no se excluyan, sino que, en cambio, se refuercen recíprocamente.


Podrá postular, como ocurre en el caso de Finnegans Wake, un autor ideal afectado por un insomnio ideal, dotado de una competencia variable: pero este autor ideal deberá tener como competencia fundamental el dominio del inglés (aunque el libro no esté escrito en inglés "verdadero"); y su lector no podrá ser un lector de la época helenista, del siglo II después de Cristo, que ignore la existencia de Dublín ni tampoco podrá ser una persona inculta dotada de un léxico de dos mil palabras (si lo fuera. se trataría de otro caso de uso libre, decidido desde afuera. o de lectura extremadamente restringida.limitada a las estructuras discursivas más evidentes).


De modo que Finnegans Wake espera un lector ideal, que disponga de mucho tiempo, que esté dotado de gran habilidad asociativa y de una enciclopedia cuyos límites sean borrosos: no cualquier tipo de lector. Construye su Lector Modelo a través de la selección de los grados de dificultad lingüística. de la riqueza de las referencias y mediante la inserción en el texto de claves. remisiones y posibilidades. incluso variables de lecturas cruzadas. El Lector Modelo de Finnegans Wake es el operador capaz de realizar al mismo tiempo la mayor cantidad posible de esas lecturas cruzadas. Dicho de otro modo: incluso el último Joyce. autor del texto más abierto que pueda mencionarse. construye su lector mediante una estrategia textual. Cuando el texto se dirige a unos lectores que no postula ni contribuye a producir, se vuelve ilegible (más de lo que ya es), o bien se convierte en otro libro.




Así, pues. debemos distinguir entre el uso libre de un texto tomado como estímulo imaginativo y la interpretación de un texto abierto. Sobre esta distinción se basa, al margen de cualquier ambigüedad teórica, la posibilidad de lo que Barthes denomina texto para el goce: hay que decidir si se usa un texto como texto para el goce o si determinado texto considera como constitutiva de su estrategia (y, por consiguiente, de su interpretación) la estimulación del uso más libre posible. Pero creemos que hay que fijar ciertos límites y que, con todo, la noción de interpretación supone siempre una dialéctica entre la estrategia del autor y la respuesta del Lector Modelo. 


Naturalmente, además de una práctica. puede haber una estética del uso libre, aberrante, intencionado y malicioso de los textos. Borges sugería leer La Odisea o La Imitación de Cristo como si las hubiese escrito Céline. Propuesta espléndida, estimulante y muy realizable. Y sobre todo creativa, porque, de hecho, supone la producción de un nuevo texto (así como el Quijote de Pierre Menard es muy distinto del de Cervantes, con el que accidentalmente concuerda palabra por palabra). Además, al escribir este otro texto (o este texto como Alteridad) se llega a criticar al texto original o a descubrirle posibilidades y valores ocultos; cosa, por lo demás, obvia: nada resulta más revelador que una caricatura. precisamente porque parece el objeto caricaturizado, sin serlo; por otra parte, ciertas novelas se vuelven más bellas cuando alguien las cuenta, porque se convierten en "otras" novelas.


Desde el punto de vista de una semiótica general, y precisamente a la luz de la complejidad de los procesos pragmáticos y del carácter contradictorio del Campo Semántica Global, todas estas operaciones son teóricamente explicables. Pero aunque, como nos ha mostrado Peirce, la cadena de las interpretaciones puede ser infinita, el universo del discurso introduce una limitación en el tamaño de la enciclopedia. Un texto no es más que la estrategia que constituye el universo de sus interpretaciones, si  no "legítimas", legitimables. Cualquier otra decisión de usar libremente un texto corresponde a la decisión de ampliar el universo del discurso. La dinámica de la semiosis ilimitada no lo prohíbe, sino que lo fomenta. Pero hay que saber si lo que se quiere es mantener activa la semiosis o interpretar un texto.


Añadamos, por último, que los textos cerrados son más resistentes al uso que los textos abiertos. Concebidos para un Lector Modelo muy preciso, al intentar dirigir represivamente su cooperación dejan espacios de uso bastante elásticos. Tomemos. por ejemplo, las historias policíacas de Rex Stout e interpretemos la relación entre Nero Wolfe y Archie Goodwin como una relación "kafkiana". ¿Por qué no? El texto soporta muy bien este uso, que no entraña pérdida de la capacidad de entretenimiento ni del gusto cuando, al final, se descubre al asesino. Pero tomemos después El proceso de Kafka y leámoslo como si fuese una historia policíaca. Legalmente podemos hacerla, pero textualmente el resultado es bastante lamentable. Más valdría usar las páginas del libro para liarnos unos cigarrillos de marihuana: el gusto será mayor.









Tomado de:
ECO, Umberto (1987): Lector in fabula Barcelona, Lumen.

Cine y literatura: el problema de la estructura temporal. U. Eco




Cine y literatura: 
el problema de la estructura temporal 

Umberto Eco


Es evidente que para hablar de las relaciones o analogías entre cine y narrativa es necesario, ante todo, distinguir rigurosamente las características específicas de estas dos formas de arte, distintas por la «materia» artística de que se sirven por la relación de placer que se establece entre el producto estético y el consumidor, tanto a un nivel psicológico como sociológico, y, por consiguiente, por todos esos elementos «gramaticales» y «sintácticos» que se derivan de estos factores. En este sentido toda la discusión de Chiarini me parece aceptable al menos como discurso preliminar para limpiar el campo de una serie ele equívocos, en primer lugar el que se refiere a los «géneros», que en una determinada etapa de la estética italiana se creyó oportuno arrinconar.


Chiarini insiste en la diferencia substancial entre un arte que utiliza palabras-conceptos y un arte que utiliza imágenes; y debemos pensar que en el primer caso (el de la literatura) el consumidor es provocado por un signo lingüístico recibido bajo forma sensible, pero consumido sólo a través de una operación más bien compleja, aunque inmediata, de exploración del «campo semántico» ligado a dicho signo, hasta que, sobre la base de los datos del contexto, el signo evoque, con la acepción apropiada, una suma de imágenes capaces de estimular emotivamente al receptor. Por el contrario, en el caso de estímulo-a través de una imagen (el caso del cine), el proceso es inverso y el primer estímulo procede del dato sensible sin racionalizar ni conceptualizar, recibido con toda la viveza emotiva que esto entraña. En otros términos (y como han demostrado recientes estudios, por ejemplo los análisis de Cohen-Séat), la primera reacción frente a la imagen no es, no ya intelectiva, sino ni siquiera «intuitiva» (en el sentido que la estética crociana suele conferir a este término); es precisamente fisiológica: una pulsación cardíaca acelerada precede a toda comprensión y decantación crítica del dato, el esbozo de respuesta motora registrado por el encefalograma precede no sólo al asentimiento de la inteligencia sino también al de la fantasía. Sin hablar de la relación diferente de contacto con el objeto artístico, según la cual el lector de la obra literaria recibe el complejo de estímulos cuando se halla en relación individual y privada con la página escrita, mientras que el espectador de la ,obra cinematográfica consume dicha obra en un ambiente social de características muy concretas, cuyas repercusiones psicológicas han sido ya objeto de demasiados estudios y discusiones para que nosotros nos ocupemos aquí de ellas.


Bastan estas diferencias tan evidentes para desaconsejar una comparación demasiado fácil entre cine y narrativa. Por consiguiente tiene razón Chiarini cuando rechaza, por ejemplo, la analogía entre la noción de «imagen» fílmica y la de «imagen» narrativa, o la analogía entre determinadas nociones de gramática fílmica (travelling, corte, etc.) y determinados procedimientos literarios. Pero obsérvese que cuando alguien utiliza tales analogías lo hace en forma de metáfora: del mismo modo, podríamos decir, que un crítico literario que afirme que la figura del Cardenal Federico está «esculpida» con vigor. A un nivel crítico esta utilización de expresiones metafóricas es correcta; más aún, en la medida en que la crítica es una disciplina que no puede proceder a través de como probaciones cuantitativas, sus valoraciones no pueden expresarse, en general, más que a través de metáforas. El error empieza cuando de este uso empírico de una metáfora se pasa a una teorización en la que la metáfora se considera válida, confiriéndole valor literal.


Pero ocurre que muchas disciplinas contemporáneas proceden en sus análisis transformando la investigación de analogías en determinación de «homologías»: es decir, determinando homologías de estructura entre fenómenos pertenecientes a distintos órdenes y, sin embargo, descriptibles e interpretables recurriendo a modelos estructurales que, en su forma general, son iguales. Pensemos en los estudios de Lévi-Strauss sobre las homologías entre las estructuras de la familia y las estructuras lingüísticas en determinadas civilizaciones; o, a un nivel bastante más sencillo, en las homologías de estructura entre ciertos minerales y los cristales de nieve; por último, hasta un límite a partir del cual puede empezar la libre e inverificable intuición interpretativa y la reconstrucción novelada, en los estudios realizados por Panofsky sobre las homologías entre el modo de organizar los elementos en la planta de una catedral gótica y el modo de organizar los elementos de un tratado teológico (homologías que permiten al historiador de arte hallar criterios operativos en el ámbito de una misma cultura). De este tipo de homologías considero que puede hacerse una utilización metodológicamente cauta, encaminada simplemente, a una estudio unitario de un complejo de fenómenos (sociológicos, físicos o culturales), hoy, cuando no admitimos la posibilidad de recurrir a la noción dogmática de un designio metafísico inherente a las cosas, capaz de explicar con una fórmula única la complejidad de los fenómenos conocidos; y la aplicación de la homología estructural facilita un terreno en el que moverse para adelantar hipótesis acerca de la conexión de dos fenómenos, sin que, por otra parte, la conexión se haya establecido a priori como condición de la inteligibilidad del fenómeno, y teniendo plena consciencia del hecho de que la homología se presenta únicamente porque para describir e interpretar los diversos fenómenos se recurre al convencionalismo de ciertos módulos descriptivos que permiten su determinación. Hay quien, al aplicar en otro campo un método de este tipo, ha acusado al método mismo de no ser más que un enmascaramiento de la noción de «reflejo», utilizada para determinar conexiones entre fenómenos culturales y fenómenos económicos y sociales; y hemos de responder que no se trata de ninguna forma de enmascaramiento, sino de un procedimiento descriptivo preliminar en base al cual se podría, después, llevar a cabo de forma útil una interpretación en términos de reflejo.


Ahora bien, volviendo a las relaciones entre cine y narrativa, creo que entre ambos «géneros» artísticos puede determinarse al menos una especie de homología estructural sobre la que se puede investigar: y es que ambos son artes de acción. Y entiendo «acción» en el sentido que da al término Aristóteles en la Poética: una relación que se establece entre una serie de acontecimientos, un desarrollo de' hechos reducido a una estructura de base. Que después esta acción en la novela sea «narrada» y en el cine «representada» (y aquí se establece la diferencia sobre la que acertadamente insiste Chiarini) no invalida el hecho de que en ambos casos se estructure una acción (aunque sea con medios distintos).


La diferencia entre la acción fílmica y la narrativa parece ser la siguiente: la novela nos dice «sucede esto y aquello, etc.», mientras que el film nos sitúa ante una sucesión de «esto + esto + esto etc.», una sucesión de representaciones de un presente, jerarquizables sólo en la fase de montaje.


Pensemos en el episodio de la sala de máquinas en el Potemkin: es sólo una sucesión de momentos «presentes» que, inteligentemente montada, se convierte en un discurso capaz de ofrecernos motivaciones psicológicas, el desarrollo de una disposición interior, un choque de sentimientos. Y por este motivo Balázs (citado por Chiarini) recordaba cómo -a propósito del Potemkin-había podido eludirse la censura dejando para el final la escena inicial del fusilamiento.


El tratamiento de la temporalidad que el film introduce no carece, ciertamente, de efectos en la cultura contemporánea: ha propuesto de una forma tan violenta un nuevo modo de entender la sucesión y la contemporaneidad de los acontecimientos que incluso las demás artes han reaccionado ante esta provocación. Y si varios autores han hablado tan insistentemente de las relaciones entre cine y narrativa y si Hauser ha podido plantear «bajo el signo del cine» casi todo el arte contemporáneo, esto significa que, si bien estos autores utilizaban a menudo analogías-metáforas advertían también, quizá sin analizarlas, homologías de estructura.


Y si es cierto que puede analizarse el Ulises y demostrar que el modo de expresar la inmediatez de los monólogos interiores de Bloom no tiene nada que ver con la inmediatez de las imágenes fílmicas, sin embargo, tratando de analizar el episodio de los Wandering Rocks vemos que, en la descomposición del episodio en dieciocho episodios menores nos hallamos frente a un tratamiento ele la acción que permitiría perfectamente pasar al comienzo el episodio del final sin que ninguna censura se percatase del hecho, puesto que bastaría recurrir a este subterfugio para camuflar el capítulo en cuestión.


Arte y técnica del film de
 L. Chiarini (1962)


Pensemos ahora en una novela como Dans le Labyrinthe de Robbe-Grillet: también en este caso el uso del presente permite en realidad concebir la acción como un sistema de yuxtaposiciones de la estructura temporal más próximo al de una película que al de una novela tal como tradicionalmente se ha venido entendiendo.


Pero no necesitamos recurrir a obras de refinada estructura experimental; estoy pensando en una novela policíaca comercial, En La vorágine del tiempo, de B. S. Ballinger, que empieza con el hallazgo de un cadáver y continúa, a través de una serie de fragmentos narrativos, con la crónica de la encuesta que se lleva a cabo sobre dicho cadáver; pero estos fragmentos se dividen a su vez en otra serie de fragmentos, la sucesión de los cuales nos va ofreciendo paralelamente la historia de un individuo que, al final, es asesinado y resulta ser el cadáver aparecido al principio. El procedimiento de la novela muestra tales características que muy bien podría constituir el guión de una película. Cada fragmento, aunque en su interior está articulado de acuerdo con la temporalidad propia de la novela tradicional, en relación con los fragmentos alternos no se «compromete» hasta el punto de revelar su posición temporal recíproca. Si la segunda serie precediese, reunida en bloque, a la primera y ésta se pusiera completa a continuación, el relato podría seguirse igualmente. Sólo le faltaría el suspense y ese sutil sentimiento de angustia, de fatalismo, de inquietud, que impregna esta digna, aunque artesanal, novela. En otras palabras, la calidad de la novela deriva de la aceptación de una temporalidad «ajena» que la literatura ha «aprendido» viendo cine e intentando trasladar sus artificios a un nivel literario. Esto no significa que la novela (aparte de su valor artístico) sea una falsa novela o un film abortado: constituye un determinado tipo de novela, posible solamente en una cultura provocada por el cine, y que ha alcanzado su especial calidad narrativa precisamente aceptando homologías de estructura con el film.


Estos intercambios son más frecuentes de lo que a primera vista parece, y no son tampoco demasiado nocivos. Por ejemplo: el film puede presentar como contemporáneas dos escenas ocurridas en distintas épocas. Habitualmente hace uso de ello con sobriedad (representación del recuerdo, por ejemplo) pero dos films como Robo a mano armada y Salvatare Giuliano se basan, en cambio, exclusivamente en el uso de flash-back: en el primer caso para poder presentar todas las acciones paralelas-ejecutadas a un mismo tiempo por distintos personajes, en el segundo caso para romper la sucesión temporal de una acción única y dar la sensación de una verdad de los hechos que se perfila confusamente, bajo la forma de las distintas etapas de una encuesta, y de modo contradictorio. Ahora bien, es indudable que al menos en una medida tan rigurosa e intensa, técnicas de este tipo han sido utilizadas antes por la literatura (pensemos en el ejemplo citado de Joyce). El hecho de que procedan de la literatura no ha llevado a nadie a acusar a estos dos films de «literarios»; y, de hecho, no podría afirmarse que sus dos directores tuvieran en la mente modelos literarios. Lo único que puede legítimamente afirmarse es que existen homologías en la forma de estructurar la acción en films de este tipo y en obras narrativas como las de Joyce y Robbe-Grillet.


Poner de relieve homologías de estructura significa simplemente esto: insinuar la sospecha de que la observación de Balázs sobre el final del Potemkin puede aplicarse también a una obra como Composition N°1 de Max Saporta (dejando a un lado el hecho de que en el primer caso nos enfrentamos con una obra de arte y en el segundo con un juego que sólo es válido por las reflexiones que inspira). La conclusión, preliminar, cauta, y, sobre todo, modesta, es que resulta posible establecer comparaciones entre la forma de un film v la forma de una novela al menos en el plano ele la estructuración de la acción; y aquí existe una posibilidad de investigación para quien quiera profundizar más el hecho de que en un determinado clima cultural distintas artes planteen problemas del mismo género con soluciones estructuralmente semejantes. Y tiene razón Chiarini cuando advierte que ciertos paralelismos entre distintas artes no deben nunca verificarse en base al patrón de una absoluta contemporaneidad; existen variaciones de decenios, décalages de diverso tipo. Una propuesta para un desarrollo posterior podría ser la siguiente: el film, cuando descubre la posibilidad de jugar, a través del montaje, con varios «presentes» y poner así en tela de juicio una determinada noción de sucesión temporal, se sirve de esta prerrogativa como de un medio para representar algo distinto: mientras que la narrativa, en el momento en que descubre esta posibilidad, la elige como objeto de discurso, es decir, no se sirve de la combinación de series temporales para narrar una historia que exigiera este artificio, sino que, en realidad, relata determinadas historias para poder profundizar el tema de la posibilidad de combinación de series temporales, eligiendo, en definitiva, como «terna» del relato el problema del tiempo (y a través de éste el de la consciencia).


Pero tampoco el film se ha mantenido al margen de esta consciencia: en el Potemkin el hecho de que la escena final pueda trasladarse al comienzo no tiene nada que ver con las intenciones del autor y sólo accidentalmente se deriva de la naturaleza misma del lenguaje fílmico, basado precisamente en una sucesión de representaciones del presente; pero en Salvatore Giuliano el hecho de que la escena final (la descarga de fusiles, pudiera ser muy bien la escena inicial -y se pone al final precisamente por concretas razones polémicas, para poner de manifiesto que la historia no ha terminado, que todo vuelve a empezar como al principio -no es un hecho casual, sino que depende de una rigurosa voluntad formativa del director que ha asumido intencionadamente una visión polémica de las relaciones temporales y ha sometido un determinado esquema estructural a las exigencias de un discurso comprometido. Vemos, por lo tanto, que el problema de la estructura temporal, tanto en el film como en la narrativa, se convierte en objeto consciente de reflexión. En último extremo, un film como El año pasado en Marienbad utiliza la historia como un simple pretexto para representar la problematicidad de las sucesiones temporales; y, por «literario» que resulte, ha resuelto, sin embargo, su vocación literaria en una materia fílmica, asumida como tal por el espectador en la oscuridad de la sala, ese mismo espectador que, lector de Robbe-Grillet, «razona» sobre la descomposición del tiempo «relatada» en El Laberinto pero, espectador de Resnais, «sufre» sobre todo como choque emotivo la misma descomposición del tiempo. En último extremo Marienbad podría considerarse como un film fallido, pero un film, no una novela fallida. Nos hallamos frente a dos «géneros. distintos a pesar de una enorme homología de estructura que, una vez evidenciada, nos debe llevar a un estudio más general sobre la circulación de las ideas en un determinado ámbito cultural y sobre la forma que asumen, en el ámbito de distintos géneros artísticos, los mismos problemas culturales.

1962



















Tomado de:
Eco, Umberto (1970): La definición del arte. Madrid, Ed. Martínez Roca. 

12 noviembre 2013

Géneros críticos. Umberto Eco




Géneros Críticos

Umberto Eco



Debemos preguntarnos, pues, qué se entiende por crítica (de arte o de literatura) y, por comodidad, me limitaré a hablar de la crítica literaria.


Ahora bien, creo que es preciso distinguir, entre discurso sobre las obras literarias y crítica literaria. Sobre las obras literarias se puede hacer toda una serie de discursos, y una obra puede tomarse como campo de investigación sociológica, como documento para una historia de la ideas, como informe psicológico o psiquiátrico, como pretexto para una serie de consideraciones morales. Hay civilizaciones, en primer lugar la anglosajona, donde -por lo menos desde la llegada del New Criticism- el discurso sobre las obras literarias era ante todo un discurso moral. Ahora bien, todos estos modos discursivos son legítimos en sí, a no ser porque, en el momento mismo en que se plantean, suponen, implican, sugieren, remiten a un juicio crítico-estético que alguien distinto, o el mismo autor en otro ámbito, debería haber pronunciado ya.


Este discurso es el de la crítica en sentido propio, y puede subdividirse en tres modos. Debe quedar claro que estos tres modos son "géneros críticos", tipos ideales, y suele suceder que, amparándose en un género o modo, alguien ofrezca, de hecho, ejemplos ilustres de otro modo, o que mezcle, para bien o para mal, los tres modos al mismo tiempo.


Denominaremos al primer modo reseña, donde se les habla a los lectores de una obra que todavía no conocen. Una buen reseña puede recurrir también a modalidades más complejas, como las otras dos de las que hablaré, pero está fatalmente vinculada a la inmediatez, al breve espacio que media entre la aparición de la obra, la lectura y la escritura del juicio. La reseña, en el mejor de los casos, puede limitarse a dar a los lectores una idea somera de la obra que todavía no se ha leído, y luego imponerles el juicio (de gusto) del crítico. Su función es eminentemente informativa (dice que se ha publicado una obra que más o menos es así o asá) y diagnóstico-fiduciaria: los lectores creen en el autor de la reseña como creen en el médico, el cual, despues de haberles hecho decir treinta y tres, determina someramente un principio de bronquitis y prescribe un jarabe. Este diagnóstico reseñador no tiene nada que ver con los análisis químicos o con esas exploraciones con sonda, que el mismo paciente puede seguir ahora en una pantalla televisiva. y durante los cuales ve y entiende qué tiene y por qué su cuerpo estaba reaccionando como lo hacía. 


El segundo modo de la crítica, la historia literaria, habla de textos que el lector conoce o, por lo menos, debería conocer, porque ya ha oído hablar de ellos. A menudo estos textos tan solo se le mencionan, aveces se le resumen, también con la ayuda de alguna cita ejemplar, o se agrupan, se asignan a corrientes, dispuestas en secuencia cronológica. Una historia de la literatura puede ser llanamente naturalista; a veces llega ser al mismo tiempo reconocimiento de las obras e historia de la ideas. En los mejores casos se encamina hacia el reconocimiento final y total de una obra, orienta las expectativas y el gusto del lector, abre panoramas ilimitados.


En el primer caso, el crítico, más que explicarnos la obra, nos ofrece el diario de las propias emociones en el transcurso de la lectura, inconscientemente intenta superar en excelencia al objeto de su humilde dedicación, a veces lo consigue y conocemos perfectamente páginas sobre literatura que son más hermosas, literariamente, que la literatura de la que hablan, al igual que son altamente musicales las páginas de Proust sobre la música mala.


En el segundo caso, el crítico intenta mostrarnos, a la luz de algunas categorías y criterios de juicio,, por qué es bella la obra. Pero en el caso de la reseña no tiene espacio suficiente para decirnos a fondo cómo está hecha la obra (y, por consiguiente, para revelarnos las maquinaciones de su estilo) y en el caso de la historia literaria debe mantener necesariamente su análisis en un nivel obligado de generalidad. Por desgracia, para esclarecer el estilo de una página se necesitan cien, y en una historia de la literatura la relación es fatalmente inversa.


Lleguemos ahora al tercer modo, la crítica del texto: aquí el crítico tiene que suponer que el lector no sabe nada de la obra, aunque se trate de la divina comedia. tiene que hacérsela descubrir por primera vez. Si el texto no es breve, tal que se pueda reproducir entero, subdividido en párrafos o versículos, es necesario suponer que el lector puede disponer de él, porque la finalidad de este discurso es llevar descubrir paso a paso cómo está hacho el texto, y por qué funciona como funciona. Este discurso puede aspirar a una confirmación ("ahora les muestro por qué todos consideran a este texto espléndido"), a un revaloración o a la destrucción de un mito. Los modos en que se puede mostrar cómo está hecho un texto (y porqué está bien que esté hecho así, y por qué no podía ser sino así, y por qué hay que considerarlo excelso precisamente porque está hecho así) pueden ser innumerables. Se articulen como se articulen, esta crítica no puede ser sino un análisis semiótico del texto.


Una lectura semiótico del texto posee, de la verdadera crítica que debe llevar a entender un texto en todos sus aspectos y posibilidades, las cualidades que normal y fatalmente carece la crítica reseñadora y la crítica histórica: no prescribe los modos del placer del texto, sino que nos muestra por qué el texto puede producir placer.










Tomado de:
ECO, Umberto (2012 [1996]): "Sobre el estilo". En: Sobre literatura. Bs. As. Sudamericana, pp. 174-177.

25 julio 2012

La lengua, el poder, la fuerza. Umberto Eco




La lengua, el poder, la fuerza

Umberto Eco



El 17 de enero de 1977, ante el público numeroso de las grandes ocasiones mundanas y culturales, Roland Barthes pronunciaba su lección inaugural en el Collége de France, donde acababa de ser designado para ocupar la cátedra de semiología literaria. Esta lección, de la que se ocuparon los periódicos de entonces (Le Monde le dedicó una página entera), aparece ahora publicada por Editions du Seuil, bajo el título humilde y orgullosísimo de Lepon, comprende poco más de cuarenta páginas y se compone de tres partes. La primera trata del lenguaje, la segunda de la función de la literatura respecto al poder del lenguaje y la tercera de la semiología y, en particular, de la semiología literaria.


La lección inaugural de Barthes, construida con una retórica espléndida, comienza con un elogio de la dignidad con la que va a ser investido. Como se sabe, los profesores del Collége de France se limitan a hablar: no realizan exámenes, no están investidos del poder de aprobar o suspender, se les va a escuchar por amor a lo que dicen. De ahí la satisfacción (una vez más humilde y muy orgullosa) de Barthes: accedo a un lugar que está fuera del poder. Hipocresía, sí, puesto que, en Francia, nada confiere mayor poder cultural que enseñar en el Collége de France, produciendo saber. Pero nos estamos anticipando. En esta lección (que como veremos versa sobre el juego con el lenguaje), Barthes, aunque sea con candor, juega:adelanta una definición de poder y presupone otra.


En realidad, Barthes es demasiado sutil para ignorar a Foucault, a quien, por el contrario, le agradece haber sido su patrocinador en el Collége: y sabe por tanto que el poder no es «uno» y que, mientras se insinúa allí donde no se le percibe en primera instancia, es «plural», una legión como los demonios. «El poder está presente en los mecanismos más sutiles del intercambio social: no sólo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, la opinión corriente, los espectáculos, los juegos, el deporte, la información, las relaciones familiares y privadas y hasta en los impulsos liberadores que intentan contestarlo». Por lo que: «Llamo discurso de poder a todo discurso que genera la culpa, y por tanto la culpabilidad de quien lo recibe». Haced una revolución para destruir el poder y éste renacerá en el seno del nuevo estado de cosas. «El poder es el parásito de un organismo transocial, ligado a toda la historia del hombre, y no sólo a su historia política, histórica. Este objeto en el que se inscribe el poder, por toda la eternidad humana, es el lenguaje o, para ser más precisos, su expresión obligada: la lengua».


No es la facultad de hablar lo que establece el poder, es la facultad de hablar en la medida en que se rigidiza en un orden, en un sistema de reglas: la lengua. La lengua, dice Barthes (con un discurso que repite a grandes rasgos, no sé hasta qué punto conscientemente, las posiciones de Benjamín Lee Whorf), me obliga a enunciar una acción poniéndome como sujeto, de manera que a partir de ese momento todo lo que haga será consecuencia de lo que soy; la lengua me obliga a elegir entre masculino y femenino, y me prohíbe concebir una categoría neutra; me impone comprometerme con el otro, ya sea a través del «usted» o a través del «tú»: no tengo derecho a dejar imprecisa mi relación afectiva o social. Naturalmente, Barthes habla del francés, el inglés le restituiría las dos últimas libertades citadas, aunque (como justamente señalaría él) le sustraería otras. En conclusión: «A causa de su misma estructura, la lengua implica una relación fatal de alienación». Hablar es someterse: la lengua es una reacción generalizada. Además: «No es ni reaccionaria ni progresista, sino simplemente fascista, ya que el fascismo no es impedir decir, es obligar a decir».


Desde el punto de vista polémico, esta última afirmación es la que, desde enero de 1977, había provocado más reacciones. Las demás que siguen se derivan de ella: no nos sorprenderá, por consiguiente, oír decir que la lengua es poder porque me obliga a usar estereotipos preformados, entre ellos las mismas palabras, y que está tan fatalmente estructurado que, esclavos en su interior, no logramos liberarnos en su exterior, porque no hay nada exterior a la lengua.


El Placer del texto y Lección
 Inaugural de Roland Barthes


De ahí el esbozo de una teoría de la literatura como escritura, juego de y con palabras. Categoría que no abarca sólo las prácticas literarias, sino que también puede encontrarse operante en el texto de un científico o de un historiador. Pero, para Barthes, el modelo de esta actividad liberadora es siempre, en suma, el de las actividades llamadas «creativas» o «creadoras». La literatura pone en escena el lenguaje, trabaja sus intersticios, no se mide con los enunciados ya hechos, sino con el juego mismo del sujeto que enuncia, descubre la sal de las palabras. La literatura sabe muy bien que puede ser recuperada por la fuerza de la lengua, pero, justamente por esto, está pronta a abjurar, dice y reniega de lo que ha dicho, se obstina y se aleja con volubilidad, no destruye los signos, los hace jugar y juega con ellos. Que la literatura sea liberación del poder de la lengua depende de la naturaleza de este poder, y en este punto Barthes nos parece evasivo. Por otra parte, no sólo cita directamente a Foucault como amigo, sino también indirectamente en una especie de paráfrasis, al referirse, con unas pocas frases, a la «pluralidad» del poder. Y la noción de poder elaborada por Foucault es quizá la más convincente, si no la más provocadora, de cuantas circulan hoy. Noción que encontraremos, construida paso a paso, en toda su obra.


A través de la diferenciación que se opera de obra en obra, de las relaciones entre poder y saber, entre prácticas discursivas y prácticas no discursivas, se diseña claramente en Foucault una noción de poder que presenta por lo menos dos características que en este caso nos interesan: en primer lugar, el poder no sólo es represión e interdicción, sino también incitación al discurso y producción de saber; en segundo lugar, y como señala también Barthes, el poder no es uno, no es macizo, no es un proceso unidireccional entre una entidad que ordena y sus propios súbditos.


«Hay que admitir, en suma, que este poder se ejerce más que se posee, que no es el privilegio adquirido o conservado por la clase dominante, sino el efecto conjunto de sus posiciones estratégicas, efecto que manifiesta y quizá reconduce la posición de aquellos que son dominados. Este poder, por otra parte, no se aplica pura o simplemente, como una obligación o una interdicción, a quienes no lo tienen"; el poder les inviste, se impone por medio y a través de ellos; se apoya en ellos, exactamente como ellos mismos, en su lucha contra él, se apoyan a su vez en las presas que él ejerce sobre ellos» (Vigilar y castigar). Y sigue: «Por poder yo no entiendo tampoco un modo de sometimiento, que, por oposición a la violencia, tomaría la forma de una regla. Por último, tampoco entiendo un sistema general de dominación ejercido por un elemento o un grupo sobre otro, y cuyos efectos por sucesivas derivaciones atravesaría todo el cuerpo social. El análisis, en términos de poder, no debe postular, como datos iniciales, la soberanía del Estado, la forma de ley o la unidad global de una dominación, no siendo éstos otra cosa que formas terminales. Creo que por el término poder hay que entender ante todo la multiplicidad de relaciones de fuerzas inmanentes al campo en el que se ejercen y que constituyen su organización; el juego que a través de choques y luchas incesantes las transforma, las refuerza y las invierte; los apoyos que estas relaciones de fuerza encuentran unas en otras para formar una cadena y un sistema o, por el contrario, las diferencias, las contradicciones que las aíslan unas de otras; las estrategias, en fin, con que realizan sus efectos, y cuyo diseño general o su cristalización institucional toman cuerpo en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales».


El poder no debe buscarse en un centro único de soberanía, sino como la «base móvil de las relaciones de fuerza que, por su disparidad, inducen sin pausa situaciones de poder, aunque siempre locales e inestables [ ] El poder está en todas partes, no porque lo abarque todo, sino porque viene de todos lados [ 1 El poder viene de abajo [ 1 no hay, en el origen de las relaciones de poder, y como matriz general, una oposición binaria y global entre dominadores y dominados [ 1 Hay que imaginar más bien que las múltiples relaciones de fuerza que se forman y operan en los aparatos de producción, en la familia, en los grupos restringidos, en las instituciones, sirven de soporte a amplios efectos de división que recorren el conjunto del cuerpo social» (La voluntad de saber).


Ahora bien, esta imagen del poder recuerda muy de cerca la idea de ese sistema que los lingüistas denominan lengua. La lengua es, ciertamente, coercitiva (me prohibe decir «yo queríamos un como», bajo pena de incomprensibilidad), pero su carácter coercitivo no depende de una decisión individual, ni de un centro desde donde irradian las reglas: es un producto social, nace como un aparato restrictivo justamente a causa del consenso de todos, cada uno es renuente a tener que observar la gramática, pero consiente en ello y pretende que los demás la observen porque ahí encuentra su beneficio.


No sé si podría decirse que una lengua es un dispositivo de poder (incluso cuando a causa de su carácter sistemático es constitutiva de saber), pero es cierto que es un modelo del poder. Podríamos decir que, aparato semiótica por excelencia, o (como dirían los semiólogos rusos) sistema modelizante primario, la lengua es un modelo de aquellos otros sistemas semióticos que se establecen en las diversas culturas como dispositivos de poder, y de saber (sistemas modelizantes secundarios).


En este sentido, Barthes tiene pues razón cuando define la lengua como algo vinculado con el poder, pero se equivoca al sacar de ahí dos conclusiones: que la lengua es fascista, y que es «el objeto en el que se inscribe el poder», es decir, su epifanía ominosa.


Acabemos rápidamente con el primer, y clarísimo, error: si el poder es lo que Foucault define, y si las características del poder se encuentran en la lengua, afirmar por ello que la lengua es fascista es más que una boutade, es una invitación a la confusión. Puesto que entonces el fascismo, al estar en todas partes, en toda situación de poder, y en toda lengua, desde el origen de los tiempos, no estaría en ninguna parte. Si la condición humana se pone bajo el signo del fascismo, todo el mundo es fascista y nadie lo es. Con lo cual puede verse hasta qué extremo son peligrosos los argumentos demagógicos, que vemos abundantemente usados en el periodismo cotidiano, y sin la finura de Barthes, quien por lo menos sabe usar paradojas y las emplea con fines retóricas.


Más sutil me parece el segundo equívoco: la lengua no es eso donde se inscribe el poder. Francamente, jamás he comprendido esta manía francesa o afrancesada de inscribirlo todo y verlo todo como inscrito: en pocas palabras, no sé muy bien qué quiere decir «inscribirse»; me parece una de esas expresiones que resuelven de modo autorizado unos problemas que no se sabe definir de otra manera. Pero, aun considerando adecuada esta expresión, yo diría que la lengua es el dispositivo a través del cual el poder se inscribe allí donde se instaura. 













Tomado de:
ECO, Umberto (1996): La estrategia de la ilusión. Barcelona, Lumen, pp. 255-268.