¿Quiénes son la “clase obrera”?
Richard Hoggart
Se afirma a menudo que ya no existe la clase obrera en Inglaterra; que las diferencias sociales se han reducido, gracias a una “revolución sin sangre”, y que la mayoría constituimos una base bastante homogénea, que abarca desde la clase medía baja hasta la clase media media. Desde luego, esta afirmación encierra cierta verdad, dentro de un contexto específico, y no deseo subestimar los alcances ni el valor de muchos cambios sociales recientes. Para poder apreciar la dimensión de estos cambios y cómo han afectado, a la clase obrera, sobre todo, sólo tenemos que revisar algún estudio sociológico o varias novelas de principios de siglo. Nos asombrará la manera como la clase obrera ha mejorado su nivel de vida, ha adquirido bienes y creciente poder, pero especialmente el que ya no se sienta parte de “las clases bajas”. Aún consideran que hay otras clases, por encima de ellos, pero esto se ha ido perdiendo.
Desde la compasión del “Serían maravillosos si tan sólo...”, hasta el elogio de “¡Qué maravillosos son ... !”, existe una amplia gama de mitos pastoriles y admiraciones que bien podrían estar en labios de la Viuda de Bath. En el fondo, la clase obrera es fundamentalmente “sana”, mucho más que otras clases; sus integrantes son un tanto rudos y ordinarios, quizá, pero diamantes al fin y al cabo; toscos, pero “valen su peso en oro”; ni refinados, ni intelectuales, pero con ambos pies en la tierra, capaces de reír de buena gana, caritativos y francos. Se expresan en un lenguaje florido, pictórico de ingenio, que sin embargo conserva el sentido común. Estas apreciaciones varían, desde la leve exageración en la descripción de aspectos típicos de su vida que han hecho varios grandes novelistas, hasta las fantasías baratas de ciertos escritores populares contemporáneos. ¿Cuántos grandes novelistas no han exagerado algunos rasgos de la vida obrera? George Eliot lo hizo, sin menoscabo de sus brillantes observaciones sobre los trabajadores, y esta tendencia es algo más evidente en Hardy. En nuestra época, novelistas populares de tendencia más conscientemente manipuladora nos describen a los hombrecitos de gorras planas y hablar poco pulido, con esposas relucientes frente a quicios relucientes... ¡Buenas personas, dignas de admiración! Incluso un autor tan cáustico y supuestamente antirromántico como George OrweIl nunca perdió el hábito de describir a la clase obrera inglesa desde la perspectiva de un saloncito victoriano.
La gama es amplia, y abarca desde actitudes como esas hasta el vergonzoso parloteo de los columnistas domingueros sobre las clases populares, gacetilleros que nunca olvidan citar con admiración el último chascarrillo de su amigo de bar “Alf”. Creo que habría que rechazar abiertamente estas caricaturas, ya que encierran cierta verdad presentada en tono de burla. También debemos ser cautelosos en cuanto a las interpretaciones de los movimientos obreros que hacen los historiadores. El tema resulta a tal grado fascinante y conmovedor, y existe tal cantidad de material sobre las aspiraciones sociales y políticas de la clase obrera,-que es fácil que el lector suponga que tal es la historia de la clase obrera, y no de una minoría. Da la impresión de que los autores sobrestiman el lugar que ocupa la actividad política en la vida del obrero, y de que realmente no conocen a fondo sus raíces.
La visión que un marxista de clase media tiene de la clase obrera a menudo incluye algunos de los errores antes mencionados. Siente compasión por el obrero, traicionado y degradado, de cuyos errores culpa casi en su totalidad al aplastante sistema que lo controla. Admira las reminiscencias del noble salvaje que en él quedan y siente nostalgia por “lo mejor- de¡ arte, por el folclor rural o por una clase de arte urbano genuinamente popular y -un especial entusiasmo por las migajas que de ello pueda detectar en la actualidad. Compadece y admira el aspecto de “Jude el Oscuro” que caracteriza a la clase obrera y, a menudo, el resultado es una actitud un tanto lastimera y paternalista, que rebasa cualquier viso de realidad.
Sin embargo, algunas novelas realmente nos han acercado a la esencia de la vida del obrero, como Hijos y amantes, de D.H. Lawrence, mucho más que otros relatos de carácter más popular o proletario. También lo han logrado, a su manera, las encuestas sociológicas que sobre clase obrera se han realizado en veinte años. Estos libros transmiten con gran fuerza la compleja y claustrofóbica impresión que siente el observador al intentar llegar de manera concreta a todos los aspectos de la vida de la clase obrera; sensación un tanto similar a la de estar sumergido en una selva interminable, llena de detalles mínimos y variados que, sin embargo, resultan parecidos: una gran masa de rostros, hábitos y acciones que, en apariencia, no son muy significativos. Esta sensación me parece a la vez correcta e incorrecta; correcta, en el sentido de que muestra la diversidad, multiplicidad e infinidad de detalles que caracterizan la vida del obrero, así como la imagen (a menudo depresiva para el extraño) de una gran uniformidad; de formar parte de una vasta y reconfortante multitud, muy afín aun en los asuntos más importantes e íntimos. Creo que esta impresión es incorrecta si nos induce a construir una imagen de la clase obrera a partir de la suma de varias estadísticas obtenidas en los estudios sociológicos, con cifras de quiénes hacen esto o aquello, con porcentajes de quiénes dicen creer en Dios o quiénes piensan que el amor libre “tiene su lado bueno”. Una encuesta sociológica puede o no sernos de utilidad, pero es preciso que intentemos ver más allá de los hábitos para comprender lo que éstos representan; no tomar las afirmaciones al pie de la letra, sino leer entre líneas lo que realmente significan (que muchas veces es exactamente lo contrario de lo que afirman); detectar las diferentes intensidades de emotividad que hay detrás de las frases idiomáticas y de los rituales.
Un escritor que provenga de la clase obrera también puede caer en ciertos errores de perspectiva, algo diferentes pero no menos significativos que los de otras clases sociales. Yo pertenezco a la clase obrera, y en la actualidad me siento a la vez cercano a ella y alejado de ella. Dentro de unos años, quizá esta ambivalencia ya no me resulte tan obvia, pero sin duda afectará lo que diga. Mi origen social me ayuda a plasmar los sentimientos de la clase obrera y a no caer en algunos de los lugares comunes en los que suele caer un extraño. Sin embargo, estar involucrado emocionalmente tiene sus peligros. Por ejemplo: considero que los cambios que se mencionan en la segunda parte del libro han hecho que la clase obrera pierda una valiosa cultura propia, a cambio de lo cual ha recibido mucho menos de lo que debería aceptar. Desde luego, intento ser objetivo; pero, al escribir, tuve constantemente que reprimir el impulso de hacer mucho más admirable lo antiguo que lo nuevo Y de condenar esto último de lo que conscientemente puedo afirmar. Es de suponer que siempre hay ciertos tintes de nostalgia que colorean el material de antemano; he tratado en lo posible de no incorporar estos efectos.
Como el tema forma parte de mis orígenes y formación, descubrí, en ambas partes del libro, una tendencia personal a ser demasiado severo con los aspectos de la clase obrera de los que difiero. Aunado a esto existe la tendencia de sacar los fantasmas propios, o en el peor de los casos, de “rebajar” a la propia clase, debido a la presión de actitudes tan ambiguas. Por otra parte, también me descubrí la tendencia a sobrestimar aquellos aspectos que considero valiosos, lo cual manifiesta cierto sentimentalismo y romanticismo en cuanto a mis antecedentes. Es corno si, desde el subconsciente, estuviera diciéndoles a mis conocidos: “Miren, a pesar de todo, mi infancia fue más enriquecedora que la de ustedes.”
El escritor debe estar consciente de estos peligros y tratar, en la medida de lo posible, de encontrar lo que verdaderamente quiere decir. Supongo que rara vez logra un éxito absoluto, por lo que el lector, al igual que los oyentes de Marlowe en Heart of Darkness, de Conrad, está en una posición más afortunada- “Por supuesto, amigos, en este sentido ustedes ven más que yo. Me ven a mí.” El lector ve lo que se intenta decir y, a partir del tono, del énfasis inconsciente y demás elementos, llega a conocer al hombre que escribe.
No resulta fácil definir a la “clase obrera”; sin embargo, para efectos de este estudio, hice las siguientes consideraciones: las publicaciones de masas, de donde obtuve la mayor parte de mi información, afectan a un grupo mucho más amplio que la clase obrera, a la que conozco de cerca. De hecho, al ser publicaciones que no pretenden dirigirse a una clase específica, afectan a todas las capas de la sociedad. No obstante, para poder analizar cómo estas publicaciones afectan sus actitudes, y para evitarla vaguedad casi inevitable que acompaña el hablar de¡ pueblo “común y corriente”, fue necesario adoptar un enfoque. Por tanto, tomé un grupo bastante homogéneo de personas de la clase obrera; traté de evocar su atmósfera, y su calidad de vida, a través de la descripción de su escenario y sus actitudes. Con este telón de fondo, es posible apreciar cómo los difusos estímulos de ¡as publicaciones de masas están relacionados con actitudes comúnmente aceptadas, cómo las están alterando y cuál es la resistencia que encuentran. A menos que esté muy equivocado, las actitudes descritas en la primera parte son compartidas por otros grupos que también forman parte de las “personas comunes y corrientes”, lo cual confiere a este análisis una mayor relevancia. En particular, muchas actitudes de éstas pueden atribuirse a quienes frecuentemente se denomina la “ clase media baja”. No encuentro la manera de evitar esta superposición, y espero que los lectores piensen, como yo, que esto no debilita lo fundamental de mi argumento.
El escenario y la comprobación de las actitudes están tomados principalmente de mi experiencia en las zonas urbanas de¡ norte de Inglaterra durante los años veinte y treinta, que fueron los de mi infancia, así como de mi contacto continuo con sus habitantes, aunque un tanto diferente desde entonces.
Mencioné más arriba que la gente de la clase obrera generalmente no se siente parte de un grupo “inferior”, como sucedía hace una o dos generaciones. Sin embargo, las personas que recuerdo aún conservan la sensación de pertenecer a un grupo propio, sin que esto implique necesariamente un sentimiento de inferioridad ni de orgullo. Sienten que son “clase obrera” en gustos y costumbres, en que “pertenecen” a ella. Esta distinción no resulta muy exacta, pero es importante; podrían añadirse otras, que aunque no fuesen determinantes, ayudarían a conformar el panorama general que necesitamos.
La clase obrera que aquí describimos vive en distritos como Hunslet Leeds, Ancoats, Manchester, Brightside y Attercliffe, Sheffield y más allá de las calles de Hessle y Holderness, en Hull. Mi experiencia está más ligada a quienes viven a lo largo de kilómetros de las casas amontonadas y humeantes de Leeds; casi todas las ciudades tienen este tipo de vivienda característica: en algunos casos el patio trasero da con el del vecino y en otros hay una especie de túnel que los conecta.
Generalmente, la casa es alquilada, y cada vez con-más frecuencia se ubican en las nuevas áreas, lo que no parece afectar de manera importante sus actitudes. La mayoría de los habitantes que trabajan de empleados perciben un jornal, y no un sueldo, jornal que se les paga semanalmente y la mayoría carece de otra fuente de ingresos. Algunos trabajan por su cuenta: tienen una pequeña tienda para miembros del grupo al que culturalmente pertenecen; otros prestan servicios, como es el caso de los zapateros, peluqueros, tenderos, reparadores de bicicletas o mercaderes de ropa usada. No es fácil distinguir a los trabajadores del resto por la cantidad de dinero que ganan, ya que hay una enorme variación de jornales entre la clase obrera.
Muchos de los trabajadores del acero, por ejemplo, pertenecen a la clase, obrera, pero ganan más que algunos maestros de escuela que no son de la clase obrera. Sin embargo, supongo que en la mayoría de las familias aquí descritas el jefe de familia percibe, un jornal semana¡ de nueve o diez libras esterlinas (en cifras de 1954). La mayoría se educó en lo que hoy llamamos una escuela secundaria moderna, aunque popularmente se le sigue conociendo como “escuela elemental”. Por lo general, trabajan de obreros calificados o no calificados, o de artesanos, y quizá aprendices. Esta débil frontera incluye, por tanto, lo que antiguamente se denominaba “peones”, que hacían trabajo manual, trabajadores del transporte público y comercial, muchachos y muchachas que realizan trabajos rutinarios en fábricas, así como obreros calificados, desde fontaneros hasta los especializados en industria pesada. Se incluyen los sobrestantes, pero no los empleados de oficina ni los de tiendas grandes porque, aunque vivan en estas áreas, generalmente se consideran de clase media baja. Como este ensayo está relacionado con el cambio cultural en la clase obrera, no utilizaré criterios económicos para definirla. Mis indicadores serán el habla, en especial el cúmulo de frases de uso común, el estilo de habla, el uso de dialectos urbanos, el acento, la entonación. Tenemos, por ejemplo, la voz quebrada, pero cálida, de la cuarentona que escupe ligeramente a través de su nueva dentadura postiza. Muchos comediantes suelen imitarla para evocar a la mujer de buen corazón que ya no tiene ilusiones ni se queja del pasado. También tenemos esa voz ronca, tan característica de las chicas más vulgares de la clase obrera, que la gente pretenciosa del medio considera una voz “ordinaria”. Desafortunadamente, no me es posible proseguir este análisis de formas de habla, aunque sin duda sería deseable abocarse a ello.
La producción a gran escala de ropa barata ha reducido mucho la posibilidad de reconocer de inmediato la clase social a la que pertenece un individuo, aunque no tanto como muchos creen. Un grupo de gente que sale del cine el sábado por la noche podría parecer superficialmente homogéneo. Sin embargo, a los ojos de un experto de cualquier sexo, ya sea una mujer de clase media o un hombre especialmente preocupado por la ropa, esto bastaría para “ ubicar” inmediatamente a las personas en determinada clase social. Existen múltiples detalles que nos permiten distinguir, a partir de la experiencia cotidiana, a las personas de la clase obrera, tales como la costumbre de pagar en pequeños abonos mensuales, o el que todo obrero está registrado en la “lista de pacientes” del médico de la localidad.
Tratar de aislar a la clase obrera, grosso modo, no implica que no exista gran número de diferencias, matices y distinciones de clase dentro del mismo grupo. De hecho, hay un amplio rango de posibilidades para catalogar a los demás. A lo largo de una misma calle hay complejas diferencias de categoría social y de “posición”; quizá una casa sea un poco mejor porque tiene la cocina separada, o porque está ubicada al final de la calle, o dispone de un pedacito de patio, o debido a que el alquiler es un poco más alto. También hay diferencias de grado entre los moradores; a esta familia le va bien porque el marido es un obrero calificado, y en su trabajo hay jerarquías muy rígidas; esa mujer es una excelente administradora, muy orgullosa de su casa, mientras que la de la casa de enfrente es sucia; esta familia ha vivido en Hunslet desde hace años y pertenece a la aristocracia del vecindario.
Hasta cierto punto, existe también una jerarquía por especialización en cualquier grupo de calles. Un hombre acaso tenga fama de “intelectual” porque posee una hilera de enciclopedias empastadas a la que siempre hace referencia, y que con gusto compartirá; otro es buen “escribiente”, por lo que ayuda a llenar las formas; otro más es particularmente “hábil de manos” para trabajar metal o madera, o para hacer reparaciones generales; esta mujer es experta en bordar, y se le puede contratar para ocasiones especiales. Sin embargo, estos servicios no se cobran, ya que se consideran servicios a la comunidad, más que profesionales, incluso en el caso de que esta persona desempeñe el trabajo por contrato en algún sitio. No obstante, este tipo de especialización está desapareciendo en los grandes centros urbanos de clase obrera que conocí cuando yo era niño. Un amigo que conoce bien los pequeña centros urbanos obreros de West Ridíng, como Keighley, Bingley y Heckmondwike, considera que estos hábitos persisten ahí.
Es posible, por tanto, generalizar, sin que esto implique que toda la clase obrera coincide en actitudes o creencias respecto al matrimonio o la religión; por otra parte, no hay manera de analizar una cultura sino a través de ¡as constantes de la uniformidad. En la mayoría de los casos, los integrantes de la clase obrera reconocen que existe una manera correcta de comportarse, aunque se alejen de la norma. Es pues, la definición socialmente avalada de actitud lo que tomo por objeto de estudio a lo largo de este libro o. e interesado la mayoría que Loma la vida tal como viene: aquéllos a los que algunos líderes sindicales, al lamentar la falta de interés en su movimiento, llaman “la gran masa apática”; a quienes los compositores mencionan en sus canciones como “la gente sencilla”, y a quienes la propia clase obrera describe, más seriamente, como “la gente común y corriente”.
De lo anterior se desprende, por consiguiente, que prestaré menos atención a las minorías dentro de la clase obrera que no forman parte de lo “tradicional”, como serían las personas de carácter resuelto, politizadas y piadosas o con expectativas de mejorar socialmente. No pretendo subestimar su valor, pero generalmente los estímulos de los publicistas de masas no van dirigidos a este tipo de gente. Tampoco pretendo que la descripción que hago de las diferentes actitudes sea un perfil cabal de la vida obrera. Recalco aquellos elementos que son especialmente explotables (como dirían los publicistas). Así, ciertos rasgos comunes a la mayoría -la autoestima, el ser ahorrativo-, no tienen el mismo peso que otros, corno la tolerancia o la insistencia en pasarla bien mientras se pueda. La estricta división entre actitudes “nuevas” y vieja',' tiene el propósito fundamental de la claridad, aunque de ninguna manera indica una sucesión cronológica rígida. Por supuesto, elementos tan sutiles corno tu actitudes no se pueden atribuir a una generación o a un decenio. Lo que se conoce corno actitudes “viejas” contienen elementos que han existido desde hace mucho tiempo; de hecho, la visión de “la gente común” de cualquier generación y de cualquier lugar las incluye. Algunas han cambiado muy poco y se han transmitido de la Inglaterra rural a la urbana; otras se han dado corno parte de la urbanización. Sin embargo, al describir las actitudes viejas, me he basado principalmente en los recuerdos de mi infancia, ya que las viví en su punto más extremo con los adultos de aquel entonces. Esa generación creció en un medio urbano y entre muchas dificultades pero no experimentó en el transcurso de su juventud el asalto de los mensajes culturales transmitidos por la prensa, la radio, la televisión y los cines baratos. Pero estas actitudes “viejas” no se encuentran sólo entre los ancianos o la gente de edad madura: forman un telón de fondo en la vida de buena parte de la juventud. Me pregunto cuánto tiempo más seguirán siendo tan poderosas, y de qué manera se han ido modificando.
Además, muchas de las que se consideran las “nuevas pautas”, así como las actitudes que les son inherentes, ya se encontraban en esa generación previa, e incluso antes. De hecho, muchos de los valores que se resaltan como de la clase obrera tienen una profunda raigambre entre los trabajadores de la mayoría de los países de Europa. Mi argumento no es que hace una generación había en Inglaterra una cultura urbana “auténticamente popular”, que en la actualidad ha sido sustituida por una cultura urbana de masas, sino que los estímulos de quienes controlan los medios masivos de comunicación son ahora, por muchas razones, insistentes, eficaces, centralizados que antes; que estamos yendo hacia la creación de una cultura de masas; que los residuos de lo que era, por lo menos parcialmente, una cultura urbana popular, están siendo destruidos; y que la nueva cultura urbana de masas es en muchos aspectos menos sana que la cultura primitiva a la que intenta remplazar.
No resulta muy fácil hacer la distinción entre actitudes nuevas y viejas; la utilizo por clara y útil, pero de ninguna manera, al referirme a actitudes viejas, quiero invocar ninguna tradición pastoril nebulosamente concebida, con el fin de ajustarla al presente. Es posible tener un antecedente cronológico más claro a partir de la historia de una familia y, en este caso, posiblemente la mía a tan ilustrativa como cualquier otra. Generalmente se acepta que, en Inglaterra, la pauta del desarrollo futuro se dio alrededor de 1830. Mi familia entró en este proceso un tanto tardíamente. Mi abuela se casó con un primo suyo; la familia era todavía rural, y vivía en un poblado que quedaba a unos veinte kilómetros de Leeds. Hacía 1870, mí abuela y su marido se mudaron a esa ciudad en expansión, a trabajaren las minas de acero de la zona sur. Ella se dedicó a criar una familia grande -nacieron diez, pero algunos se perdieron - en la extensa zona de nuevas construcciones de ladrillo de Hunslet. Lo mismo estaba sucediendo en el norte y en la región central de Inglaterra; la gente joven dejaba sus pueblos, y las ciudades comenzaron a manchar la campiña con construcciones de baja calidad. No había suficientes servicios médicos, educativos ni sociales; las calles carecían de limpieza e iluminación adecuadas, y cada vez estaban más atestadas de familias cuya pauta de vida era en gran medida rural. Muchos morían jóvenes, como lo recordaba la placa que aún estaba en un patio de maniobras de la estación ferroviaria por la que pasaba yo todos los días para ir a la secundaria y que decía: “La tuberculosis cobró muchas víctimas.”
La generación de mis padres, tíos y tías, aún conservó algunas costumbres rurales, aunque más bien con cierto sello de nostalgia, de veneración por los padres que “sabían distinguir lo que debe de lo que no debe ser, aunque los demás digan lo contrarío”; pero no pasaba de ser una cuestión meramente simbólica- En realidad, formaban parte de la nueva generación, y ese mundo les ofrecía grandes ventajas: ropa y comida variada y barata, carne congelada por unos cuantos peniques el kilo, piñas enlatadas casi regaladas, dulces enlatados a bajísimo precio, pescado y papas fritas a la vuelta de la esquina. También había medios de transporte cómodos y asequibles, como los tranvías, y medicinas empacadas que podían conseguirse en cualquier tienda.
Esta segunda generación tuvo menos hijos y mayor presión de la organización de la vida urbana; sin embargo, se sentían contentos de que “los muchachos tuvieran más oportunidades en la vida, pero se preocupaban de que no pudieran terminar la escuela. “El muchacho” y “la muchacha” éramos mis primos, mis hermanos y yo. Desde que nacimos, hemos sido habitantes de las ciudades, de tranvía y autobús; hemos formado parte de la intrincada red de servicios sociales, cadenas de tiendas, cines, viajes al mar. Para nosotros, el campo no es nuestra casa; ni siquiera el lugar donde nuestros padres fueron sanamente criados. Constituye el campo una urdimbre lejana; un lugar que se visita de vez en cuando. (...)
Tomado de:
HOGGART, Richard (1990): La cultura obrera en la sociedad de masas. Introducción. México, Grijalbo, 1990.