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05 marzo 2018

Opinión pública. Giovanni Sartori




Opinión pública


Giovanni Sartori 


Si la democracia es gobierno del pueblo sobre el pueblo, será en parte gobernada y en parte gobernante ¿Cuándo será gobernante? Obviamente, cuando hay elecciones, cuando se vota. Y las elecciones expresan, en su conjunto, la opinión pública.


Se dice que las elecciones deben ser libres. Sin dudas, pero también las opiniones deber ser libres, es decir, libremente formada. Si las opiniones se imponen, las elecciones no pueden ser libres. Un pueblo soberano, que no tiene nada que decir de sí mismo, un pueblo sin opiniones propias, cuenta menos que el dos de copas.


Por tanto, todo el edificio de la democracia se apoya en la opinión pública, y en una opinión que surja en el seno de los públicos que la expresan. Lo que significa que las opiniones en público tienen que ser también opiniones del público, opiniones que en alguna forma o medida el público se forma por sí solo.


La expresión “opinión pública” se remonta a las décadas que precedieron a la Revolución francesa. Y desde luego no es por casualidad. No sólo porque en aquellos años los ilustrados se asignaban a sí mismos la tarea de “iluminar”, de difundir las luces, y por tanto de formar las opiniones de un público más amplio, sino también porque la Revolución francesa preparaba una democracia a lo grande que, a su vez, presuponía y generaba un público que manifiesta opiniones. El hecho de que la opinión pública surja, como expresión y como fuerza activa, en concomitancia con el 14 de julio de 1789 también viene a indicar que la asociación primaria del concepto es una asociación política.


Que quede claro, una opinión difundida entre el gran público puede darse, y de hecho se da, sobre cualquier asunto. Por ejemplo, las opiniones sobre el fútbol, sobre lo bello, sobre lo bueno, son también opiniones públicas, pero cuando se dice opinión pública a secas hay que entender que tiene como objeto la res pública, el interés colectivo, el bien público.


Cuando se acuñó la expresión, los eruditos de la época sabían griego y latín, y sabían que la objeción de siempre contra la democracia es que el público “no sabe” De este modo, a Platón, que invocaba a un filósofo-rey porque gobernar exige episteme, verdadero saber; se le acabó objetando que a la democracia le basta con la doxa, es decir, es suficiente con que el público tenga opiniones. Por tanto, ni “voluntad cruda y ciega, ni tampoco “verdadero saber”, sino doxa, opinión: la democracia es gobierno de la opinión, una acción de gobierno fundada en la opinión.


Los procesos de formación de una opinión pública que sea en verdad del público, es decir, que sea relativamente autónoma, son muy complejos. Karl Deutsch nos ha proporcionado, para comprender dichos procesos, el “modelo de cascada”, de una cascada de agua con muchas charcas sucesivas en las que cada vez las opiniones que descienden desde arriba se mezclan y reciben nuevas diferentes aportaciones.


Sigue siendo cierto que, incluso cuando conseguimos una opinión pública relativamente autónoma, el resultado es frágil y relativamente incompleto. ¿Hasta qué punto debe preocuparnos esa naturaleza frágil e incompleta? La respuesta es que mientras nos atengamos al contexto de la democracia electoral, del demos que se limita a elegir a sus representantes, ese estado de cosas no plantea problemas serios. Es cierto que el público en general nunca está bien informado, no sabe gran cosa de política, y no se interesa demasiado por ella. Sin embargo, la democracia electoral no decide de las cuestiones, sino decide quién decidirá las cuestiones. La patata caliente pasa así del electorado a los electores, del demos a sus representantes.


Democracia refrendaria y directismo.


Vuelvo sobre la democracia refrendaria y la democracia electrónica. Aunque se trata efectivamente de democracia directa (por no haber intermediación de representantes ni representación), también son democracias amputadas y empobrecidas. La democracia directa como tal se basa en las interacciones “cara a cara” entre presentes, entre personas que se influyen mutuamente y que cambian opinión escuchándose entre sí. En la democracia refrendaria esto deja de ser así. Y por tanto deja de haber una democracia iluminada por la discusión que precede a la decisión.


El referéndum de que nos ocupamos aquí, que quede claro, no es la institución sagrada en la democracia representativa, sino un instrumento que la suplanta y que, precisamente, funda la “democracia refrendaria”. Este animal nuevo todavía no existe, pero palpita en el aire: es un sistema político donde el demos decide directamente sobre las cuestiones individuales, pero ya no colectivamente, sino separadamente y en soledad. Y la democracia electrónica constituye su encarnación más avanzada. Allí el ciudadano se sienta ante una mesa con su computadora y todas las tardes, supongamos, le llegan diez preguntas a las que ha de responder “sí” o “no” apretando una tecla. Con este sistema llegamos al autogobierno integral. Tecnológicamente la cosa es ya por completo factible. Pero ¿ha de hacerse?


El presupuesto y la condición necesaria para este desarrollo es para pasar de la democracia electoral basada en la opinión pública a una democracia en donde el demos decide por sí mismo cada una de las cuestiones haría falta un nuevo demos, un pueblo que esté verdaderamente informado y sea verdaderamente competente. Si no, el sistema se vuelve suicida. Si confiamos a unos analfabetos (políticos) el poder de decidir sobre cuestiones de las que no saben nada, entonces ¡pobre democracia y pobre de nosotros!


Sin llegar a hipótesis extremas, vale la pena entender cuáles son los límites intrínsecos del sistema refrendario. Ya hemos visto que el referéndum no es un verdadera forma de participación. Participar es “tomar parte” con los demás y en interacción con los demás. En cambio, las decisiones refrendarias son solitarias. Y, por añadidura, son decisiones de suma cero. ¿Qué quiere decir esto?


Una decisión es de suma positiva cuando todos los interesados salen beneficiados por ella en alguna medida, y salen ganando algo (por eso la suma es positiva) Por el contrario una decisión se define de suma cero cuando quien sale ganando lo gana todo, y quien sale perdiendo lo pierde todo (Aprovecho para recordar que existen también decisiones de suma negativa, a consecuencia de las cuales todos pierden algo) Ahora bien, en la democracia representativa es probable que todos salgan ganando algo (la suma es positiva) porque las decisiones de los representantes se negocian de forma que cada uno reciba un trozo del pastel. En cambio, en las democracias directas no hay negociación, no hay intercambio, y, por tanto, quien se impone se lleva todo el plato.


Por último, también hay que tener en cuenta que el “directismo” (en cualquiera de sus manifestaciones) sanciona un sistema mayoritario absoluto que es inaceptable, e incluso funesto para la democracia: porque la democracia es –como hemos visto- derecho de la mayoría en el respeto de los derechos de la minoría, y por tanto requiere un ejercicio del poder que podríamos definir “de suma positiva”



















Tomado de: 
SARTORI, Giovanni (2009): La democracia en 30 lecciones. México, Taurus, pp. 31-34 y 39-41.


12 diciembre 2016

El empobrecimiento de la capacidad de entender. Giovanni Sartori






El empobrecimiento de la capacidad de entender


Giovanni Sartori


El homo sapiens -volvemos a él- debe todo su saber y todo el avance de su entendimiento a su capacidad de abstracción. Sabemos que las palabras que articulan el lenguaje humano son símbolos que evocan también «representaciones» y, por tanto, llevan a la mente figuras, imágenes de cosas visibles y que hemos visto. Pero esto sucede sólo con los nombres propios y con las «palabras concretas» (lo digo de este modo para que la exposición sea más simple), es decir, palabras como casa, cama, mesa, carne, automóvil, gato, mujer, etcétera, nuestro vocabulario de orden práctico.


De otro modo, casi todo nuestro vocabulario cognoscitivo y teórico consiste en palabras abstractas que no tienen ningún correlato en cosas visibles, y cuyo significado no se puede trasladar ni traducir en imágenes. Ciudad es todavía algo que podemos «ver»; pero no nos es posible ver nación, Estado, soberanía, democracia, representación, burocracia, etcétera; son conceptos abstractos elaborados por procesos mentales de abstracción que están construidos por nuestra mente como entidades. Los conceptos de justicia, legitimidad, legalidad, libertad, igualdad, derecho (y derechos) son asimismo abstracciones «no visibles». Y aún hay más, palabras como paro, inteligencia, felicidad son también palabras abstractas. Y toda nuestra capacidad de administrar la realidad política, social y económica en la que vivimos, y a la que se somete la naturaleza del hombre, se fundamenta exclusivamente en un pensamiento conceptual que representa -para el ojo desnudo- entidades invisibles e inexistentes. Los llamados primitivos son tales porque -fábulas aparte- en su lenguaje destacan palabras concretas: lo cual garantiza la comunicación, pero escasa capacidad científico-cognoscitiva. Y de hecho, durante milenios los primitivos no se movieron de sus pequeñas aldeas y organizaciones tribales.


Por el contrario, los pueblos se consideran avanzados porque han adquirido un lenguaje abstracto -que es además un lenguaje construido en la lógica- que permite el conocimiento analítico-científico. Algunas palabras abstractas -algunas, no todas son en cierto modo traducibles en imágenes, pero se trata siempre de traducciones que son sólo un sucedáneo infiel y empobrecido del concepto que intentan «visibilizar». Por ejemplo, el desempleo se traduce en la imagen del desempleado; la felicidad en la fotografía de un rostro que expresa alegría; la libertad nos remite a una persona que sale de la cárcel. Incluso podemos ilustrar la palabra igualdad mostrando dos pelotas de billar y diciendo: «he aquí objetos iguales», o bien representar la palabra inteligencia mediante la imagen de un cerebro. Sin embargo, todo ello son sólo distorsiones de esos conceptos en cuestión; y las posibles traducciones que he sugerido no traducen prácticamente nada. La imagen de un hombre sin trabajo no nos lleva a comprender en modo alguno la causa del desempleo y cómo resolverlo. De igual manera, el hecho de mostrar a un detenido que abandona la cárcel no nos explica la libertad, al igual que la figura de un pobre no nos explica la pobreza, ni la imagen de un enfermo nos hace entender qué es la enfermedad. Así pues, en síntesis, todo el saber del homo sapiens se desarrolla en la esfera de un mundus intelligibilis (de conceptos y de concepciones mentales) que no es en modo alguno el mundus sensibilis, el mundo percibido por nuestros sentidos. Y la cuestión es ésta: la televisión invierte la evolución de lo sensible en inteligible y lo convierte en el ictu oculi, en un regreso al puro y simple acto de ver. La televisión produce imágenes ya nula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender.


Para el sensismo (una doctrina epistemológica abandonada por todo el mundo, desde hace tiempo) las ideas son calcos derivados de las experiencias sensibles. Pero es al revés. La idea, escribía Kant, es «un concepto necesario de la razón al cual no puede ser dado en los sentidos ningún objeto adecuado (kongruirender Gegenstandi». Por tanto, lo que nosotros vernos o percibimos concretamente no produce «ideas», pero se insiere en ideas (o conceptos) que lo encuadran y lo «significan». Y éste es el proceso que se atrofia cuando el homos sapiens es suplantado por el homo videns. En este último, el lenguaje conceptual (abstracto) es sustituido por el lenguaje perceptivo (concreto) que es infinitamente más pobre: más pobre no sólo en cuanto a palabras (al número de palabras), sino sobre todo en cuanto a la riqueza de significado, es decir, de capacidad connotativa.





















Tomado de:
SARTORI, Giovanni (1998): Homo Videns. La sociedad teledirigida. Bs. As. Taurus, pp. 45-48.