29 septiembre 2018

Esclavas. Gerda Lerner





Esclavas

Gerda Lerner



La esclavitud es la primera forma institucionalizada de dominio jerárquico en la historia humana: está relacionada con la creación de una economía de mercado, las jerarquías y el estado. Por muy agresiva y brutal que indudablemente resultara a aquellos que fueron sus víctimas, supuso un avance fundamental en el proceso de organización económica, avance sobre el cual descansaría el desarrollo de la civilización antigua.


La esclavitud sólo podía darse cuando existían ciertas precondiciones: tenía que haber un excedente alimentario; tenía que existir medios para sojuzgar a los prisioneros recalcitrantes, tenía que haber una distinción (visual o conceptual) entre ellos y sus esclavizadores. Para que el estatus de esclavo estuviera institucionalizado, la gente tenía que ser capaz de formarse un concepto mental de la posibilidad de que ese dominio pudiera realmente funcionar.


Este invento crucial, además de tratar brutalmente a otro ser humano y forzarle a trabajar en contra de sus deseos, hace posible designar al grupo dominado como completamente diferente al grupo dominador. Naturalmente esta diferencia es más obvia cuando quienes se esclaviza son miembros de una tribu extranjera, literalmente “los otros”. Sabemos que las construcciones mentales generalmente provienen de algún modelo de la realidad y que son una ordenación nueva de las experiencias pasadas. Esta experiencia, al alcance de los hombres antes de la invención de la esclavitud, era la subordinación de las mujeres de su propio grupo.


La opresión de las mujeres antecede a la esclavitud y la hace posible. La sexualidad y el potencial reproductivo de las mujeres se convirtió en una mercancía de intercambio o para ser adquirida, al servicio de las familias; por tanto, se concibió a las mujeres como un grupo con una autonomía menor que los hombres. En los comienzos de la formación del estado y de la implantación de las jerarquías y las clases, los hombres debieron de observar esta mayor vulnerabilidad de las mujeres y aprendieron con ello que se pueden utilizar las diferencias para separar y dividir un grupo humano de otro. Estas diferencias pueden ser “naturales” y biológicas, como de sexo y la edad, o pueden ser una creación masculina, como la cautividad y el señalar con una marca.


El invento de la esclavitud conlleva el desarrollo e técnicas de esclavización permanente y el concepto, tanto en el dominador como en el dominado, de que una impotencia permanente en una de ambos lados y un poder absoluto en el otro son las condiciones aceptables para la interacción social. Los testimonios históricos hacen pensar que este proceso de esclavización se desarrolló por vez primera y se perfeccionó con las prisioneras de guerra; que se reforzó mediante las prácticas ya conocidas del intercambio matrimonial y el concubinato. Durante largos períodos, quizá siglos, mientras que los enemigos varones eran matados por sus capturadores, o terriblemente mutilados o trasladados a lugares remotos y aislados, las mujeres y niños eran apresados y se les incorporaba a las familias y a la sociedad de los capturadores. El proceso de deshonra podía, en el caso de las mujeres, combinarse con el acto final de dominación masculina: la violación de la cautiva. Si una mujer había sido capturada con sus hijos, se sometería a cualquier condición que le impusiera sus apresadores con tal de asegurar la supervivencia de los niños. Si no tenía hijos, la violación o el abuso sexual la dejarían al cabo de poco embarazada, y la experiencia demostraría a los apresadores que las mujeres soportarían la esclavitud y se adaptarían a ella con la esperanza de salvar a sus hijos y mejorar al final su suerte.


A cada pueblo le llevará su tiempo percatarse de que se podía reducir a la esclavitud a los seres humanos y controlarlos por otros medios distintos a la fuerza bruta. Orlando Patterson describió algunas de las medidas a través de las cuales las personas libres se convertían es esclavas: “Los eslavos eran personas a las que se había deshonrado de forma generalizada… El esclavo no podía tener honor a causa de origen de su estatus, la indignidad y la presencia constante de su deuda, la ausencia de cualquier tipo de existencia social independiente, pero sobre todo porque él no tenía ningún poder si no era a través de otra persona” Uno de los aspectos de este proceso de deshonra es cortar los lazos con la familia: “El rechazo formal a reconocer las relaciones sociales del esclavo tuvo profundas implicaciones emocionales y sociales. En todas las sociedades esclavistas las parejas de esclavos podían ser y eran separadas por la fuerza, y las esposas que los amos aprobaban para los esclavos eran obligas a someterse sexualmente antes a ellos; los esclavos no tenían la patria potestad ni autoridad sobre los hijos, y éstos no heredaban derechos ni obligaciones de sus padres”


Con el típico enfoque androcéntrico, Patterson incluye a las mujeres esclavas bajo el genérico “él”, hace caso omiso a la prioridad histórica de la esclavización de las mujeres y por ellos descuida la importante diferencia implícita en la manera en que hombres y mujeres experimentan la esclavitud.


La mulata de Diego Velázquez


El efecto que tenía sobre los conquistadores la violación de las mujeres apresadas era doble: las deshonraba a ellas y, por implicación, suponía una castración simbólica de sus hombres. Los hombres de sociedades patriarcales que no pueden proteger a la pureza sexual de sus esposas, hermanas e hijas con verdaderamente impotentes y quedan deshonrados. La práctica de violar las mujeres de un grupo conquistado ha seguido siendo un rasgo característico de las guerras y las conquistas desde el segundo milenio a. c. hasta el presente. Constituye una práctica social que, igual que la tortura de los prisioneros, se ha resistido al “progreso”, a las reformas humanitarias y a las más sofisticadas consideraciones del orden ético y moral. Creo que se debe a que se trata de una práctica incorporada y básica en la estructura de las instituciones patriarcales, siendo inseparables de ellas.


El verdadero concepto del honor para los hombres personifica la autonomía, el poder de disponer de uno mismo y de decidir por uno mismo, y el derecho a que los demás reconozcan esa autonomía. Pero las mujeres, bajo el régimen patriarcal, no disponen de sí mismas ni deciden por sí solas. Sus cuerpos y sus servicios sexuales están a disposición de su grupo de parentesco, de sus maridos, de sus padres. Las mujeres no poseen derecho a tutelar ni tienen autoridad sobre sus hijos. Las mujeres no tienen “honor”. El concepto de que el honor de una mujer reside en su virginidad y en la fidelidad de los servicios sexuales a su marido no estaba completamente desarrollado en el segundo milenio a. c. Pienso que la esclavitud sexual de las mujeres cautivas fue en realidad el primer paso hacia el desarrollo y la elaboración de instituciones   patriarcales, tales como el matrimonio patriarcal, y su ideología concomitante de depositar el “honor” femenino en la castidad. Al experimentar con la esclavitud de las mujeres y los niños, los hombres aprendieron que todos los seres humanos poseen la capacidad de tolerarla, y desarrollaron las técnicas y formas de esclavización que les permitirían transformar su absoluta dominación en una institución social.  


Factores biológicos y culturales predispusieron a los hombres a esclavizar a las mujeres antes de haber aprendido a cómo esclavizar otros hombres. El terror y la coacción física, ingredientes esenciales en el proceso de transformar personas libres en esclavos, adoptaron en el caso femenino la forma de la violación. Se les sometía físicamente por medio de la violación; una vez embarazadas quedarían psicológicamente ligadas a sus amos. De ello derivó la institucionalización del concubinato, que pasó a ser instrumento social gracias al cual se integraba a las cautivas dentro de las casas de sus apresadores a los que, de este modo, aseguraban no sólo sus leales servicios sino también los de su descendencia.


Todos los historiadores que han escrito sobre la esclavitud describen el uso sexual de las esclavas. Robin Links, resumiendo los conocimientos históricos existentes sobre el tema, declara que: “el libre acceso sexual a las esclavas las separa de todas las demás personas tanto como su clasificación jurídica de que son propiedad de alguien” las esclavas babilonias podían se alquiladas como prostitutas a un precio fijado, a veces al propietario de un burdel, a veces a clientes privados, y el amo se quedaba con el pago. Esta práctica estaba extendida por todo Próximo Oriente, Egipto, Grecia y Roma, durante la antigüedad: de hecho, en cualquier lugar donde existiera la esclavitud. las esclavas jóvenes proveyeron de personal los burdeles y llenaron los harenes del mundo antiguo. La práctica de utilizar a las esclavas de sirvientas y objetos sexuales pasó a ser el modelo para la dominación de clase sobre las mujeres de todos los períodos históricos. Se esperaba que las mujeres de las clases subordinadas (siervas, campesinas, trabajadoras) que sirvieran sexualmente, tanto si querían como si no, a los hombres de la clase alta. El droit du seigneur feudal, el derecho a la primera noche, que pertenecía al amo que había concedido a su siervo el permiso para casarse, no hizo más que institucionalizar una práctica que ya estaba establecida. El abuso sexual de las jóvenes sirvientas por parte de sus amos es un tema constante en toda la literatura europea del siglo XIX, incluidas la Rusia zarista y la Noruega democrática. El uso sexual de las mujeres negras por cualquier hombre blanco fue característico asimismo de las relaciones raciales en los siglos XVIII y XIX en E.U., pero sobrevivió a la abolición de la esclavitud y se convirtió, entrando ya en el siglo XX, en uno de los rasgos de la opresión de razas y clase.





















Tomado de:
LERNER, Gerda (1986): La creación del patriarcado. Ed. Crítica, pp. 122-140.

10 septiembre 2018

Libertad de expresión, poder y censura.


El blasfemo de William Blake


Libertad de expresión, poder y censura


Edda Cavarico


Tal vez el único derecho humano que es inviolable porque está encerrado en la conciencia de cada persona, es la libertad de pensamiento. La tortura podrá anular el cerebro y confundir el pensamiento, pero la interiorización que elaboró la conciencia del individuo no puede ser borrada; seguramente anularán las facultades del pensamiento pero lo que ya se guardó en el cofre, que nadie sabe ciertamente dónde está, ya fue ejercido y es posible que el subconsciente lo aflore.


Por eso las dictaduras anulan a la persona o la matan; otro tanto hacen los tiranos, que no solamente están en la política; parten del poder mal ejercido en la familia, en el centro académico, en el trabajo, en el vecindario... Lo que es vulnerable, comprable, vendible y amedrentable, es el derecho de expresión. Se prohíbe hablar y/o difundir las ideas, por ser éstas fruto del pensamiento diferente o combativo. Así proceden, generalmente, los movimientos políticos y religiosos, generando conflictos internos y externos que seguramente van acompañados de la ambición económica y el poder desmedido. 


La censura puede ser autocensura cuando, como consecuencia del amedrentamiento, el miedo acalla la verdad individual y enmudece al derecho de opinión, cercenando las ideas que genera el pensamiento. Pero, cuando es sencillamente censura, el origen parte del temor del otro, o del falso dueño de una verdad, que siempre es relativa así hayamos sido testigos de un acontecimiento, puesto que cada quien ve a su manera, desde su cultura, con la afectación de sus emociones.


En este punto entra a jugar la violencia que ocasiona la denuncia. Es decir, cuando comunicar el testimonio resquebraja la falsedad montada con los intereses de algunos —a su vez, sometidos por alguna tiranía a la que se doblegan por debilidad, perdiendo la dignidad humana—, se requiere de justicia para que la denuncia sea aceptada y sirva para  enmendar errores o castigar delitos. Otra consecuencia se refleja en el control y/o autocontrol de los medios de comunicación masivos o alternativos, por parte de la dictadura de la publicidad que está unida a la información y la somete a los intereses empresariales dependientes de la pauta publicitaria gubernamental o comercial.


Al final, los artículos 18 y 19 de la Carta de los Derechos Humanos son de los más discutidos en el ámbito de la comunicación, pero los menos defendidos por la persona humana puesto que muchas culturas deseducan en la obediencia castrante de la libertad. Si de literatura se trata, la tiranía de las editoriales reemplaza o es similar a la de los medios, sólo que éstas buscan el máximo rendimiento en venta sacrificando expresiones libres, creativas, novedosas; el catalizador es el termómetro de lo vendible, consumible en un mundo manipulado por la ideología consumista que, inclusive, genera problemas psiquiátricos en la sociedad y el individuo


Marianne Díaz Hernández



La libertad de expresión y la censura son una pareja antagónica e inseparable: la censura, como medio de expresión del poder, requiere la voluntad de manifestar ideas, opiniones o representaciones culturales por parte de aquellos que no lo ostentan. La censura es un mecanismo de preservación del statu quo, y como tal, se encuentra indefectiblemente ligada al poder: aquel que detenta el poder, al verse o sentirse amenazado por las ideas, opta por mecanismos de conservación, desde los más explícitos hasta los más sutiles. De este modo, se observará que en múltiples ocasiones la censura ejercida por un gobierno no dista tanto, en mecanismos, fines y formas, de la ejercida por una religión o por un medio de comunicación.


Tradicionalmente, las ideas consideradas atentatorias contra la moral, las buenas costumbres y el statu quo suelen estar relacionadas, directa o indirectamente, con expresiones de creencias (políticas, religiosas o ideológicas) o con expresiones de la sexualidad. En ambos casos, el fin es el mismo: se busca homogeneizar al individuo con la finalidad de controlarlo con mayor facilidad. Quien controla lo que una sociedad «consume», en términos de información, controla lo que ésta piensa, y en consecuencia, cómo actúa. La censura, al fin y al cabo, no es otra cosa sino una forma más o menos sofisticada de condicionamiento de la conducta.


A través de siglos enteros, incontables obras literarias serían censuradas por la Iglesia o por el Estado, por contener pasajes eróticos o referencias a conductas sexuales deploradas por la moralidad de turno. La censura de siglos de la Iglesia Católica abarcaría desde al Decamerón de Bocaccio o Justine, de Sade, por sus escenas eróticas, hasta la obra completa de André Gide, por su defensa de la homosexualidad. El Index Librorum Prohibitorum no sería abandonado hasta 1966, y su aplicación no sólo traía medidas como la excomunión, sino que acarreó la destrucción de un sinnúmero de obras consideradas «atentatorias contra la moral y las buenas costumbres». Sin embargo, a pesar de ser la mayor fuente de censura literaria, la Iglesia Católica no sería la única: el gobierno de Estados Unidos prohibía la obra de Henry Miller prácticamente a la misma velocidad con que éste la iba escribiendo, lo que no impidió su venta y distribución clandestina, al igual que Lolita, de Nabokov, que también estuvo prohibida en el Reino Unido.


Diversos factores, más allá del contenido sexual, llevaban a una obra literaria a ser vetada, desde postular el socialismo hasta presentar relaciones sociales interraciales. No obstante, la prohibición de libros por su contenido erótico sería, por mucha diferencia, la que dispararía más ostensiblemente las ventas clandestinas de estas obras.


La literatura quizás sea la única forma artística que se ha censurado a sí misma: las mujeres que deseaban escribir se vieron largamente, a través de la historia, repudiadas por los «escritores» de sexo masculino. No era tan sólo que la mujer no debía escribir, ni tan sólo que lo que escribía no fuese digno de ser leído, sino que no debía cultivarse, pues era inútil y peligroso: Molière señalaría que «Por muchas razones no es bueno que la mujer estudie y sepa tanto», y Schopenhauer, célebre misógino, diría que «La mujer es un animal de cabellos largos e ideas cortas». Y no tan sólo en el siglo XVIII se podían leer expresiones como la citada: aun recientemente, la narradora Adriana Villanueva citaba a José Balza, quien en una columna en el diario de mayor circulación regional hablaba, y repudiaba, a «las mujercitas escritoras», tal como Villanueva señala, «en una columna en contra de autoras como Isabel Allende, Marcela Serrano y Ángeles Mastretta, escritoras latinoamericanas que tienen enorme éxito de ventas con una supuesta fórmula de narrar historias que apelan a cierta sensibilidad femenina».


La religión no se ha quedado atrás a la hora de prohibir a las mujeres que ejerciten su pensamiento: el Corán señala que «El silencio es el mejor adorno de la mujer», y por su parte, el Nuevo Testamento (1 Timoteo 2:11, 12) dice: «Que la mujer aprenda en silencio, con plena sumisión. No permito que la mujer enseñe, ni que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que esté en silencio».


De este modo, la censura previa se convertiría en la forma de mantener calladas a las mujeres por milenios. La primera obra literaria de cuyo autor se tiene noticia data del siglo XVIII a.C. (La Ilíada, de Homero), y sin embargo, aún en el siglo XIX d.C., Aurore Dupin y Mary Ann Evans tenían que disfrazarse de George Sand y George Eliot para que sus obras fueran tomadas en serio. La censura a las mujeres no pasaba por la quema o prohibición de sus obras publicadas, sino directamente por su no publicación. El sexo, de nuevo, explica la razón oculta tras este estigma social: la mujer, desde antes de la Inquisición, era vista como la fuente de todo pecado, y la lujuria no era sino un hechizo arrojado por estas mujeres-brujas sobre los creyentes. Las brujas, recordemos, «copulaban con el demonio», y de esta forma obtenían su poder.


En 1912, la Junta de Censores Cinematográficos de EEUU, se encargaba de filtrar todas aquellas películas que pudieran contener «conducta lasciva, vestimentas lascivas, relaciones sexuales entre blancos y gente de color, seducción, prostitución, incesto», entre otros factores considerados inmorales. El Código Hays prohibía todo «comportamiento sexual ilícito» en el cine, e indicaba que «las escenas de pasión no deben ser introducidas en la trama salvo que sean indispensables. No se mostrarán besos ni abrazos de una lascividad excesiva, de poses o gestos sugestivos», y para 1934, establecía cuántos centímetros podía bajar un escote, y por cuántos segundos podía prolongarse un beso. Parecerá puritano, pero la verdad es que hoy en día se mantiene la censura al erotismo en el cine, en países como China, donde se contemplan penas de hasta cinco años de inhabilitación a quienes participen en la creación de películas con contenido sexual. Apenas en 2007, la película Lust, Caution (Peligro, lujuria) de Ang Lee, fue censurada con la eliminación de todas las escenas de sexo entre los protagonistas, con la venia de su director. 


¿Qué se persigue con la censura? Toda manifestación de poder requiere, por definición, una contrafuerza a la cual oponerse y sobre la cual imponerse. Cuando el poder se impone a través de manifestaciones ideológicas (sean religiosas o políticas), el aspecto moral se vuelve esencial: requiere, quien detenta el poder,identificarse con «lo bueno» y «lo correcto» en la mente de sus gobernados, y para esto (como en toda dualidad) requiere un «algo» a lo cual estigmatizar como «lo malo» y «lo incorrecto». La estigmatización de la sexualidad como pecado proviene del cristianismo, pero no es propiedad exclusiva de éste, y al ser una fuerza inherente al ser humano, provee de un factor ideal para controlarlo ideológicamente: a través de la idea de que hay algo en sí mismo que está mal, y que sólo el Mesías político o religioso de turno puede salvarlo de ello, de ese peligro, de ese pecado, para lo cual deberá entregar el rumbo de su vida y su autodeterminación.


Lo que no puede perderse de vista, es que la moral es, por definición, interna y subjetiva, de modo tal que en el momento en que una fuente de poder se abroga la potestad de determinar lo que es moralmente correcto o incorrecto, ha nacido un censor arbitrario de las ideas, peligro del que toda sociedad que se considere a sí misma democrática y libre, debería huir despavorida.







Tomado de:
AAVV (2010): Libertad de expresión, poder y censura. Revista Letralia, Colección especial 14 años, pp. 77,78 y 89-92.

04 septiembre 2018

La identidad liberal de Sur. Mauro Moratto



La identidad liberal de Sur

Mauro Moratto



Ha sido habitual distinguir a la revista Sur como un espacio en el que confluía un sector de la intelectualidad definido corrientemente como liberal, en contraposición a otros grupos de la cultura letrada. De tal suerte, los escritores vinculados a la red intelectual organizada por Victoria Ocampo alrededor de la publicación suelen ser percibidos como un conjunto social fácilmente identificable a través de un perfil ideológico más o menos homogéneo. La propia Victoria Ocampo ha insistido retrospectivamente, a partir de los años cincuenta, en la pertenencia política de la revista a una “línea liberal”. Sin embargo, y al mismo tiempo, ha afirmado repetidas veces el carácter apolítico de la publicación, en tanto su objeto excluyente era el arte y las demás expresiones del “espíritu”. Liberalismo y apoliticismo, entonces, han sido dos ingredientes esenciales de la percepción que la revista construía de sí misma y de la imagen que proyectó hacia afuera, sin que se intuyera una posible paradoja en la intersección entre un posicionamiento ideológico determinado y una actitud de distanciamiento.


Sin embargo, no resultaría sencillo registrar en la revista una preocupación central y expresa por sostener una posición doctrinaria fuerte, si por tal entendemos la afirmación de un cuerpo más o menos coherente y sistemático de ideas, adoptado explícitamente y puesto como fundamento de la acción y la opción partidaria. De hecho, sólo ocasionalmente hallamos en sus páginas alusiones al liberalismo como teoría filosófica, política o económica, y no siempre ni necesariamente han sido elogiosas. Entonces, ¿en qué sentido pudo identificarse a Sur con una “línea liberal”? En verdad, lo que en la caracterización de Sur se ha pensado bajo la noción de liberalismo es una serie de inflexiones verbales en que se expresaba la adhesión a un democratismo cosmopolita, individualista y humanista. Pero tal adhesión, lejos de representar la defensa explícita de un cuerpo de ideas sobre los mecanismos de gobierno, las formas de la organización del cuerpo social o un programa de dirección política, ha consistido principalmente en la construcción de un complejo discursivo a partir del cual se organizaba un sistema definido de valores particulares; ellos mismos, por supuesto, articulables sólo como momentos de un vocabulario que se fue vinculando a aquel núcleo “democrático”: “libertad”, “persona”, “espíritu”, “inteligencia”, “orden”, “civilización”, “moral”, “ justicia”, “cultura”, “decencia”, fueron significantes típicos de la retórica de Sur que pretendían definir una posición ideológica, pero que condensaban una carga afectiva que se alimenta del conjunto resumido bajo el término “democracia”. Esa carga afectiva procedía de la fuerza subyacente de un imaginario identitario compartido sobre la figura del escritor o del artista, al que remitían subrepticiamente esos valores.


El intelectual era representado como un individuo autónomo, consciente y autotransparente, integrado a una minoría esclarecida (la “inteligencia”) portadora de virtudes intelectuales y morales aseguradas por su vínculo esencial con la cultura europea, y guardiana de las verdades universales del espíritu, por contraposición a la naturaleza materialista, opresiva y mesocrática de las masas. Por tanto, “libertad”, “ justicia”, “cultura” y los demás, en tanto referían indirectamente a esa identidad, se conformaron como dispositivos de autoafirmación que cobraban consistencia en su subsunción conjunta e inmediata a una manera reivindicativa de hablar sobre la “democracia”. Posiblemente, la densidad de este “liberalismo” se alcanzaba porque nunca esta operación, por la que ciertos elementos axiológicos ocultaban su naturaleza afectiva en su remisión inmediata a un vocabulario ideológico, se volvía explícita.


Justamente, Sur no podía definir sus valores “liberales” porque ello hubiera implicado hacerlos depender de un entramado conceptual explícito (una doctrina, por ejemplo) al interior del cual ganaran un significado concreto, desnudando su naturaleza relativa, ya que en ese caso su “verdad” dependería de la posibilidad de sostener la legitimidad de ese entramado conceptual al nivel de la disputa política. Antes bien, en el discurso de Sur, la “civilización”, la “libertad”, los “derechos del hombre”, la “dignidad del individuo” o “la nobleza del espíritu”, junto con todas sus retraducciones ideológicas (democratismo, antitotalitarismo), funcionaron como términos primitivos cuyo sentido y validez se daba por evidentes y universales. Como sugiere el pasaje de King, por otra parte, la eficacia de ese discurso fue posible gracias a que Sur disponía de una referencia histórica concreta que permitiera una comprensión intuitiva de su tabla de valores: la tradición político-cultural vinculada con las fases clásicas del proyecto de la élite dirigente argentina (la “línea Mayo-Caseros”, como se la llamaría, y que podría incluir sin desarmonías los símbolos de 1880 y el Centenario). Así, en una primera instancia, el “liberalismo” de Sur consiste en un simple gesto de identificación prerreflexiva con una cierta trama de herencias e imaginarios culturales, que de alguno u otro modo han sido vinculados históricamente con una noción algo autóctona de liberalismo (y posiblemente de ella recibiera su nombre: “liberalismo”).


Pero, además, ese mismo proceso de identificación que lleva a cabo la revista es en sí mismo histórico y, por tanto, en una segunda instancia, el “liberalismo” de Sur es el modo concreto como la propia revista fue construyendo discursivamente ese autorreconocimiento a partir de una serie de valores heredados. En este sentido, la axiología “liberal” de Sur no puede reducirse a un conjunto cerrado y definitivo de símbolos reapropiados del pasado, sino que ese mismo legado tuvo que ser rearticulado a partir de las experiencias sociales en que el propio grupo se vio involucrado. Desde este punto de vista, el auge del nacionalismo, la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial y, finalmente, el advenimiento del peronismo al poder, deben contarse como los grandes acontecimientos frente a los cuales este colectivo debió posicionarse. Dentro de este proceso, aquellos valores ganaron significado y eficacia al interior de la prédica antifascista, cuya pregnancia social trascendía largamente los límites de la revista. De este modo, el antifascismo del que participó Sur puede ser visto como el espacio discursivo del cual tomó a préstamo el juego de oposiciones antagónicas con las que esta “franja liberal” formó su propia identidad social y organizó sus valores “liberales”. Por supuesto, esta identidad antagónica era en sí misma política; por lo que el apoliticismo predicado era el ingrediente retórico que disimulaba esa su raíz política y contingente. En este trabajo quisiera analizar algunos de los gestos y recursos principales de los que se sirvió Sur con el fin de constituir, afirmar y conservar esa identidad en el transcurso de un tiempo conflictivo y bajo la necesidad de ajustarse a diferentes circunstancias políticas.


La consigna y la formación de una intervención colectiva En primer lugar, a diferencia de la generalidad de los fascículos de la revista, estos dos números se destacan por estar presentados con sendos títulos que intentan organizarlos temáticamente. El aspecto general que ganará esa unidad temática no será, en ninguno de ambos casos, la proliferación de un debate interno entre distintas perspectivas individuales, sino el acomodamiento de sus diferentes colaboraciones a una misma plataforma interpretativa, a la que en todo caso enriquecen con diversas inflexiones particulares. La eficacia de esta articulación radica en que la amplitud temática denotada por la superficie semántica de estos títulos (usual en una convocatoria general al intercambio intelectual) tiene por referencia oblicua una situación coyuntural acuciante que obliga con urgencia al posicionamiento ético bajo las formas principales de la condena o la aprobación morales, aunque ello no sea una demanda expresa de la propia revista. De esta forma, los autores se ven movidos a adoptar una determinada posición “política” que tiende a coincidir con la postura común de la revista, ya que la misma está de algún modo previamente constituida en el vocabulario general compartido.


De esa manera, la homogeneidad alcanzada en estos números puede ostentar el aspecto de una intervención colectiva, donde los desarrollos individuales parecen quedar subsumidos a una posición prefigurada en el imaginario y en la retórica de esta intelectualidad. Así, por su parte, el nº 129 aparece encabezado por el título “Declaraciones sobre la paz”, motivo que a un nivel abstracto sin dudas hace sistema con el cosmopolitismo humanista de la revista, pero que acentúa su fuerza pragmática por la presencia fantasmal de los últimos clamores de la Guerra Mundial, a pocas semanas de la rendición del Eje. De tal modo, todo el trasfondo político e ideológico originado en el contexto europeo en torno a los avatares de la guerra, y las réplicas que el mismo tuvo en la escena local, colma el horizonte de las consideraciones en torno a la paz. Sin duda, entonces, el argumento más frecuente y visible —por momentos, simplemente supuesto— a lo largo de los artículos vincula estrechamente la posibilidad de un mundo pacificado con la eliminación del fascismo y el nazismo. Pero éstos no son tomados sino secundariamente como las fuerzas políticas concretas que fueron derrotadas por los aliados. Antes bien, ellos representan fenómenos sociales, culturales, espirituales y psicológicos cuya expansión y eficacia no puede determinarse por la carta geopolítica bosquejada por la victoria bélica. El fascismo es una amenaza que se infiltra al interior de todas las sociedades e inocula el germen de la guerra, de modo tal que la paz se hace inviable con su presencia. 


Miembros de Sur.


Esta suerte de equivalencia del problema de la paz con la recusación del fascismo garantizará la univocidad política de esta 
intervención colectiva, tensionada subrepticiamente por la competencia ideológica que podría haberse supuesto a priori entre, por ejemplo, la filiación socialista de Anderson Imbert, el comunismo de Ernesto Sabato o el liberalismo conservador de Guillermo de Torre; e incluso el apoliticismo pretendido de Borges u Ocampo. En todo caso, la homogeneidad alcanzada logrará que domine la serie de motivos que típicamente articula el pensamiento espiritualista de Sur con la retórica del democratismo antifascista. Así, no dejarán de entrar armoniosamente en el sistema de referencias comunes, por ejemplo, los tratamientos sobre la defensa de la democracia y su fortaleza, la identificación con Occidente, el rechazo al nacionalismo, la supeditación de la noción de soberanía al derecho e instituciones internacionales, la valoración del individuo (la persona espiritual) frente al colectivo, el rol de la intelectualidad esclarecida, entre otros.


Por su parte, la consigna “Por la reconstrucción nacional” que encabeza el nº 237 de 1955 apenas disimula el aire de celebración causado por la reciente caída del gobierno de Juan Domingo Perón y su reemplazo en el poder por las facciones pro occidentales de las Fuerzas Armadas Argentinas. Por supuesto, la idea de reconstrucción ya supone la percepción de un momento de destrucción previo a partir del cual se piensa la posibilidad de reconfigurar las diferentes dimensiones de la vida nacional. Pero ese momento negativo cobrará en esta intervención colectiva  mayor relevancia que el momento positivo o constructivo, de modo que en general la reflexión no estará enfocada en el diagrama de un proyecto futuro, sino más bien a la diagnosis del pasado reciente o, en todo caso, a una evaluación de la situación en que el peronismo había dejado al país y a las condiciones de su superación inmediata; condiciones que, en todo caso, dependerían más de una impugnación sistemática del peronismo que de la afirmación de un modelo político independiente. El nombre más general y común que determinará el contenido de este abordaje de la destrucción será el de “tiranía” (y algunos equivalentes como “dictadura”, “despotismo”, “totalitarismo”), que funcionará como el sustituto casi permanente del tema de la reconstrucción, en tanto eje explícito de la publicación. Es a través de esos nombres —que suponen la continuidad entre fascismo y peronismo, pero a su vez insinúan una cierta diferencia— que el discurso de Sur pudo desplegar el antagonismo a partir del cual reconocer su propia posición. Así, en contraposición a la gama de elementos que se vincularían con la “tiranía” (irracionalidad, barbarie, vulgaridad, resentimiento, caos, hedonismo, ignorancia, etcétera), pudieron ser desplegados a lo largo de la publicación aquellos valores que componían la identidad “liberal” de Sur (civilización, cultura, espíritu, conciencia moral, orden, refinamiento, decencia), articulados en torno al núcleo principal de la “libertad”, obturada por el régimen depuesto y, por tanto, postulada como lo otro de la “tiranía”. Precisamente porque la libertad que se sentía avasallada era el símbolo de la propia identidad es que el impacto del enfrentamiento con la tiranía pudo ganar un tono tan dramático, íntimo y perturbado.


Tan fuerte resultó la definición de identidades que este antagonismo produjo en el discurso de la revista, que las mismas pudieron adoptar la forma más cruda de una mutua exclusión entre un “ellos” peronista y un “nosotros” antiperonista, en la que el uso de los pronombres personales plurales (tanto explícitos como tácitos) demuestra el nivel de compromiso afectivo colectivo involucrado en esa construcción retórica:


Hasta ayer nomás, triunfantes, creían que no existíamos. [...] Nosotros aguardábamos en la desconfianza, en las reuniones prohibidas, en la confortación amistosa, en las entrelíneas de algún artículo. Ellos habían confundido su propio desenfreno con la realidad del país. Este espejismo llegaba a convencernos: [...] creíamos, por momentos, que nosotros no éramos el país, sino un empeño gratuito [...] llegábamos a creer que ellos, en su orfandad de improvisadores, pesaban más que las lentas acumulaciones de nuestro pasado. ¿Pero de dónde salieron esas armas gloriosas [...]? Vinieron, sin duda, desde el corazón del país, desde el fondo insospechado de nosotros mismos. [...] La libertad trajo una restitución de la verdad argentina: ahora podemos palpar los rostros y conocernos más allá del odio y la violencia (Victor Massuh, Sur n° 237)


Como se ve, el pasaje crea un espacio simbólico identificado con el país y disputado por dos entidades contradictorias que, por tanto, no pueden coexistir en él; no pueden ser ambas verdaderas en relación con ese espacio que establece los marcos de pertenencia. Pero a su vez, sólo es posible determinar la posición verdadera por la falsedad de su contraria; lo que convierte a la mentira del otro en el elemento constitutivo de la propia verdad. Al cabo del argumento, atrapado en ese juego de alteridades tensionadas, será la libertad —como condensación de los valores “liberales” del grupo— el deus ex machina que promueva la reconciliación entre la “realidad” (la verdad argentina) y “nosotros”, obviando que ese “nosotros” se vuelve tal por la presencia de “ellos”. De esta forma, la unidad del sujeto de esta enunciación colectiva —la posibilidad de un “nosotros”— se alcanza nuevamente por la vía política que asocia la propia posición democratista a una idea de reconstrucción que niega aquello otro que supone, esto es, la destrucción tiránica.



Sur replica sus propias palabras del pasado, de modo tal que la eficacia de las mismas se ajuste a las circunstancias que las reclaman en cada ocasión. Se cita, citándose; cita sus propias citas, iterando el contenido de sus propias intervenciones en cada caso, como si cada vez que se pronuncia sobre los hechos, en coyunturas diferentes, se tratara, en el fondo, de una misma intervención; pero permitiendo a su vez que los efectos de sentido se diversifiquen en contacto con las nuevas situaciones.


En el nº 129 de 1945, Ocampo cita un pasaje de la propia revista de septiembre de 1939 (primer nivel de la cita) en el que a su vez se citaba “algunas líneas” de otro número de agosto de 1937 (segundo nivel de la cita), alegando que “nos parece oportuno volver sobre ellas” (1939). No es poco relevante el carácter de oportunidad que se le asigna a esta citación múltiple, ya que lo que se quiere enfatizar precisamente es la pertinencia de unas mismas palabras en contextos históricos diferentes. Esas palabras —oriundas de 1937, pero recogidas de 1939— son: “Queremos continuar en la tradición profunda de nuestro país que es una tradición democrática”. Luego de recogidas —en 1939— estas palabras de 1937, el pasaje de 1939 continúa desagregando lo que permanece implícito en ellas:


Conocíamos, sí, las deficiencias de los regímenes democráticos —deficiencias inherentes a todo lo humano—. Pensábamos que podrían corregirse y que eran, de cualquier modo, preferibles al sistema de bárbaros atropellos y al ordenado desorden de los totalitarismos. Lo que ignorábamos era hasta qué punto de farsa, de indignidad, de traición y de vileza organizadas podían llegar las dictaduras de izquierda o de derecha. Ahora lo sabemos. (Victoria Ocampo, Sur n° 129).
  

Aunque el rápido desplazamiento desde la noción de “tradición democrática” a la de “régimen democrático” intenta vestir de un aspecto conceptual a la posición adoptada por Sur, la matriz moralizante de esta embestida demuestra que a la base de ese posicionamiento democrático no actúa un concepto de la organización política del cuerpo social (que es lo que sugiere la noción de régimen), sino un conjunto de valores historizados (esto es, una tradición) que se percibe amenazados y que se intenta proteger precisamente con la certeza moral que domina el discurso.


La “evidencia” de la validez de esa plataforma axiológica que se intenta “conceptualizar” con la noción de “democracia” habilita la condena de un adversario que contradice su bondad inherente. Las argumentaciones sobre la legitimidad política de la democracia frente al totalitarismo entonces se vuelven superfluas. Pero de manera inversa, la esencialidad que esa “tradición profunda” mostraba en su enunciación original de 1937 desnuda su fragilidad en la versión de 1939, ya que su bondad sólo parece poder afirmarse en relación con la maldad de su oponente. La democracia exhibe su relatividad en el hecho de que es “preferible” al totalitarismo.


Para poder despegar a la propia identidad democrática de este círculo de dependencia respecto del contrincante totalitario, la contraposición moral entre ambas posiciones tuvo que perfeccionarse en un nivel eminentemente formal: los defectos de la democracia no son intrínsecos a la misma (de hecho, son herencia de un nivel más alto y universal: o humano en cuanto que tal), mientras que los del totalitarismo corresponden a su propia estructura interna (sistema bárbaro, “ordenado desorden”, vicios “organizados”). Es esa inherencia del error —su desvío y su monstruosidad intrínsecos— la que parece tener por consecuencia necesaria su propia anulación moral. De tal suerte, la revista parece querer resaltar una especie de carácter contradictorio del totalitarismo, por contraposición a su propia coherencia; coherencia que se ve representada en la constante reinscripción de Sur en la genuina tradición nacional a través de los años (1937, 1939, 1945). Continúa el pasaje de 1939:


Nosotros no somos neutrales. No lo éramos en agosto de 1937. Defendíamos entonces lo que seguimos defendiendo hoy. Defendíamos lo que ya corría peligro y levantábamos nuestra voz contra una política que paraliza la inteligencia y a la vez destruye los principios de la moral evangélica [...]. Para nosotros un acto degradante es siempre degradante, aunque favorezca el interés nacional. Nosotros necesitamos creer que nuestro país se conduce como una persona decente. Otra idea de la patria no nos cabe en el corazón ni en la cabeza (Victoria Ocampo, n° 129)


Estas palabras corren el argumento hacia el contenido propiamente político de la intervención. La negación de la neutralidad alude directamente a una toma de posición determinada que adquiere su primer nivel semántico de la guerra europea y rechaza la tradicional posición oficial argentina ante los conflictos del viejo continente. Pero en seguida esa posición política se apoya en la impugnación de “una política” determinada que ataca precisamente los valores afirmados por el “liberalismo” de Sur, designados aquí con los nombres de la inteligencia (asociado al elitismo espiritualista) y de la moral evangélica (asociado al personalismo humanista de Ésprit). Es la persistencia (“defendíamos entonces lo que seguimos defendiendo hoy”) en ese rechazo a lo que asedia la propia identidad la que justifica la posición —política— antineutralista.


Esta proclama política de base moral, que apunta a posicionarse principalmente en la disputa ideológica nacional, exhibe su doble naturaleza en las últimas líneas del pasaje:  la oposición entre degradación y decencia se sobrepone al arbitraje del “interés nacional”, entendido evidentemente en un sentido material (¿económico, social?) en el que se decide la pragmática espuria de la lid política. Esa noción de interés nacional es suplantada por la de patria, de raíz emocional e intelectual (“en el corazón ni en la cabeza”) —es decir, ajustada a la retórica espiritualista de Sur- habitada por un imperativo de dignidad definido por los valores que actúan a la base de la identidad del grupo.


Así, el grupo de intelectuales que se aferraba a aquella “tradición democrática” de la élite liberal argentina se predisponía a percibir totalitarismo allí donde sintiera que su propia escala de valores resultase vulnerada, precisamente porque esos mismos valores, como ingredientes esenciales de su propia constitución identitaria, componían un sistema cerrado en su común oposición a un enemigo específico. Mientras ese enemigo fuera el mismo, ellos habrían de ser los mismos.















Tomado de:
MORATTO, Mauro: "Políticas de la revista Sur. Formas retóricas de una identidad liberal" En: PRISLEI (Dir.) (2015): Polémicas intelectuales, debates políticos. Las revistas culturales del siglo XX. Bs. As. Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras UBA. pp. 119-146.