La identidad liberal de Sur
Mauro Moratto
Ha sido habitual distinguir a la revista Sur como un espacio en
el que confluía un sector de la intelectualidad definido corrientemente como liberal,
en contraposición a otros grupos de la cultura letrada. De tal suerte, los
escritores vinculados a la red intelectual organizada por Victoria Ocampo
alrededor de la publicación suelen ser percibidos como un conjunto social
fácilmente identificable a través de un perfil ideológico más o menos
homogéneo. La propia Victoria Ocampo ha insistido retrospectivamente, a partir de
los años cincuenta, en la pertenencia política de la revista a una “línea
liberal”. Sin embargo, y al mismo tiempo, ha afirmado repetidas veces el carácter
apolítico de la publicación, en tanto su objeto excluyente era el arte y las
demás expresiones del “espíritu”. Liberalismo y apoliticismo,
entonces, han sido dos ingredientes esenciales de la percepción que la revista
construía de sí misma y de la imagen que proyectó hacia afuera, sin que se intuyera
una posible paradoja en la intersección entre un posicionamiento ideológico
determinado y una actitud de distanciamiento.
Sin embargo, no resultaría sencillo registrar en la revista una
preocupación central y expresa por sostener una posición doctrinaria fuerte, si
por tal entendemos la afirmación de un cuerpo más o menos coherente y
sistemático de ideas, adoptado explícitamente y puesto como fundamento de la
acción y la opción partidaria. De hecho, sólo ocasionalmente hallamos en sus
páginas alusiones al liberalismo como teoría filosófica, política o económica,
y no siempre ni necesariamente han sido elogiosas. Entonces, ¿en qué sentido
pudo identificarse a Sur con una “línea liberal”? En verdad, lo que en
la caracterización de Sur se ha pensado bajo la noción de liberalismo
es una serie de inflexiones verbales en que se expresaba la adhesión a un
democratismo cosmopolita, individualista y humanista. Pero tal adhesión, lejos
de representar la defensa explícita de un cuerpo de ideas sobre los mecanismos
de gobierno, las formas de la organización del cuerpo social o un programa de
dirección política, ha consistido principalmente en la construcción de un
complejo discursivo a partir del cual se organizaba un sistema definido de
valores particulares; ellos mismos, por supuesto, articulables sólo como
momentos de un vocabulario que se fue vinculando a aquel núcleo “democrático”:
“libertad”, “persona”, “espíritu”, “inteligencia”, “orden”, “civilización”,
“moral”, “ justicia”, “cultura”, “decencia”, fueron significantes típicos de la
retórica de Sur que pretendían definir una posición ideológica, pero que
condensaban una carga afectiva que se alimenta del conjunto resumido bajo el
término “democracia”. Esa carga afectiva procedía de la fuerza subyacente de un
imaginario identitario compartido sobre la figura del escritor o del artista,
al que remitían subrepticiamente esos valores.
El intelectual era representado
como un individuo autónomo, consciente y autotransparente, integrado a una
minoría esclarecida (la “inteligencia”) portadora de virtudes intelectuales y
morales aseguradas por su vínculo esencial con la cultura europea, y guardiana
de las verdades universales del espíritu, por contraposición a la naturaleza materialista,
opresiva y mesocrática de las masas. Por tanto, “libertad”, “ justicia”,
“cultura” y los demás, en tanto referían indirectamente a esa identidad, se
conformaron como dispositivos de autoafirmación que cobraban consistencia en su
subsunción conjunta e inmediata a una manera reivindicativa de hablar sobre la
“democracia”. Posiblemente, la densidad de este “liberalismo” se alcanzaba porque
nunca esta operación, por la que ciertos elementos axiológicos ocultaban su
naturaleza afectiva en su remisión inmediata a un vocabulario ideológico, se volvía explícita.
Justamente, Sur no podía definir sus valores “liberales” porque
ello hubiera implicado hacerlos depender de un entramado conceptual explícito
(una doctrina, por ejemplo) al interior del cual ganaran un significado
concreto, desnudando su naturaleza relativa, ya que en ese caso su “verdad” dependería
de la posibilidad de sostener la legitimidad de ese entramado conceptual al
nivel de la disputa política. Antes bien, en el discurso de Sur, la “civilización”, la
“libertad”, los “derechos del hombre”, la “dignidad del individuo” o “la
nobleza del espíritu”, junto con todas sus retraducciones ideológicas
(democratismo, antitotalitarismo), funcionaron como términos primitivos cuyo
sentido y validez se daba por evidentes y universales. Como sugiere el pasaje
de King, por otra parte, la eficacia de ese discurso fue posible gracias a que Sur
disponía de una referencia histórica concreta que permitiera una comprensión
intuitiva de su tabla de valores: la tradición político-cultural vinculada
con las fases clásicas del proyecto de la élite dirigente argentina (la “línea
Mayo-Caseros”, como se la llamaría, y que podría incluir sin desarmonías los
símbolos de 1880 y el Centenario). Así, en una primera instancia, el
“liberalismo” de Sur consiste en un simple gesto de identificación
prerreflexiva con una cierta trama de herencias e imaginarios culturales, que de
alguno u otro modo han sido vinculados históricamente con una noción algo
autóctona de liberalismo (y posiblemente de ella recibiera su nombre: “liberalismo”).
Pero, además, ese mismo proceso de identificación que lleva a cabo la
revista es en sí mismo histórico y, por tanto, en una segunda instancia, el
“liberalismo” de Sur es el modo concreto como la propia revista fue
construyendo discursivamente ese autorreconocimiento a partir de una serie de valores
heredados. En este sentido, la axiología “liberal” de Sur no puede
reducirse a un conjunto cerrado y definitivo de símbolos reapropiados del
pasado, sino que ese mismo legado tuvo que ser rearticulado a partir de las
experiencias sociales en que el propio grupo se vio involucrado. Desde este
punto de vista, el auge del nacionalismo, la Guerra Civil Española, la Segunda
Guerra Mundial y, finalmente, el advenimiento del peronismo al poder, deben
contarse como los grandes acontecimientos frente a los cuales este colectivo debió
posicionarse. Dentro de este proceso, aquellos valores ganaron significado y
eficacia al interior de la prédica antifascista, cuya pregnancia social
trascendía largamente los límites de la revista. De este modo, el antifascismo
del que participó Sur puede ser visto como el espacio discursivo del
cual tomó a préstamo el juego de oposiciones antagónicas con las que esta
“franja liberal” formó su propia identidad social y organizó sus valores
“liberales”. Por supuesto, esta identidad antagónica era en sí misma política;
por lo que el apoliticismo predicado era el ingrediente retórico que
disimulaba esa su raíz política y contingente. En este trabajo quisiera
analizar algunos de los gestos y recursos principales de los que se sirvió Sur
con el fin de constituir, afirmar y conservar esa identidad en el
transcurso de un tiempo conflictivo y bajo la necesidad de ajustarse a
diferentes circunstancias políticas.
La consigna y la formación de una intervención colectiva En primer
lugar, a diferencia de la generalidad de los fascículos de la revista, estos
dos números se destacan por estar presentados con sendos títulos que
intentan organizarlos temáticamente. El aspecto general que ganará esa unidad temática
no será, en ninguno de ambos casos, la proliferación de un debate interno entre
distintas perspectivas individuales, sino el acomodamiento de sus diferentes colaboraciones
a una misma plataforma interpretativa, a la que en todo caso enriquecen con
diversas inflexiones particulares. La eficacia de esta articulación radica en
que la amplitud temática denotada por la superficie semántica de estos títulos
(usual en una convocatoria general al intercambio intelectual) tiene por
referencia oblicua una situación coyuntural acuciante que obliga con urgencia al
posicionamiento ético bajo las formas principales de la condena o la aprobación
morales, aunque ello no sea una demanda expresa de la propia revista. De esta
forma, los autores se ven movidos a adoptar una determinada posición “política”
que tiende a coincidir con la postura común de la revista, ya que la misma está
de algún modo previamente constituida en el vocabulario general compartido.
De esa manera, la homogeneidad alcanzada en estos números puede ostentar
el aspecto de una intervención colectiva, donde los desarrollos
individuales parecen quedar subsumidos a una posición prefigurada en el
imaginario y en la retórica de esta intelectualidad. Así, por su parte, el nº
129 aparece encabezado por el título “Declaraciones sobre la paz”, motivo que a
un nivel abstracto sin dudas hace sistema con el cosmopolitismo humanista de la
revista, pero que acentúa su fuerza pragmática por la presencia fantasmal de
los últimos clamores de la Guerra Mundial, a pocas semanas de la rendición del
Eje. De tal modo, todo el trasfondo político e ideológico originado en el
contexto europeo en torno a los avatares de la guerra, y las réplicas que el
mismo tuvo en la escena local, colma el horizonte de las consideraciones en
torno a la paz. Sin duda, entonces, el argumento más frecuente y visible —por momentos,
simplemente supuesto— a lo largo de los artículos vincula estrechamente la posibilidad
de un mundo pacificado con la eliminación del fascismo y el nazismo. Pero éstos
no son tomados sino secundariamente como las fuerzas políticas concretas que fueron
derrotadas por los aliados. Antes bien, ellos representan fenómenos sociales, culturales,
espirituales y psicológicos cuya expansión y eficacia no puede determinarse por
la carta geopolítica bosquejada por la victoria bélica. El fascismo es una
amenaza que se infiltra al interior de todas las sociedades e inocula el germen
de la guerra, de modo tal que la paz se hace inviable con su presencia.
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Miembros de Sur. |
Esta suerte de equivalencia del problema de la paz con la recusación del fascismo garantizará la univocidad política de esta intervención colectiva, tensionada subrepticiamente por la competencia ideológica que podría haberse supuesto a priori entre, por ejemplo, la filiación socialista de Anderson Imbert, el comunismo de Ernesto Sabato o el liberalismo conservador de Guillermo de Torre; e incluso el apoliticismo pretendido de Borges u Ocampo. En todo caso, la homogeneidad alcanzada logrará que domine la serie de motivos que típicamente articula el pensamiento espiritualista de Sur con la retórica del democratismo antifascista. Así, no dejarán de entrar armoniosamente en el sistema de referencias comunes, por ejemplo, los tratamientos sobre la defensa de la democracia y su fortaleza, la identificación con Occidente, el rechazo al nacionalismo, la supeditación de la noción de soberanía al derecho e instituciones internacionales, la valoración del individuo (la persona espiritual) frente al colectivo, el rol de la intelectualidad esclarecida, entre otros.
Por su parte, la consigna “Por la reconstrucción nacional” que encabeza
el nº 237 de 1955 apenas disimula el aire de celebración causado por la
reciente caída del gobierno de Juan Domingo Perón y su reemplazo en el poder
por las facciones pro occidentales de las Fuerzas Armadas Argentinas. Por
supuesto, la idea de reconstrucción ya supone la percepción de un
momento de destrucción previo a partir del cual se piensa la posibilidad
de reconfigurar las diferentes dimensiones de la vida nacional. Pero ese
momento negativo cobrará en esta intervención colectiva mayor relevancia que el momento positivo
o constructivo, de modo que en general la reflexión no estará enfocada en el diagrama
de un proyecto futuro, sino más bien a la diagnosis del pasado reciente o, en
todo caso, a una evaluación de la situación en que el peronismo había dejado al
país y a las condiciones de su superación inmediata; condiciones que, en todo
caso, dependerían más de una impugnación sistemática del peronismo que de la
afirmación de un modelo político independiente. El nombre más general y común que
determinará el contenido de este abordaje de la destrucción será el de
“tiranía” (y algunos equivalentes como “dictadura”, “despotismo”,
“totalitarismo”), que funcionará como el sustituto casi permanente del tema de
la reconstrucción, en tanto eje explícito de la publicación. Es a través de
esos nombres —que suponen la continuidad entre fascismo y peronismo, pero a su
vez insinúan una cierta diferencia— que el discurso de Sur pudo
desplegar el antagonismo a partir del cual reconocer su propia posición. Así,
en contraposición a la gama de elementos que se vincularían con la “tiranía” (irracionalidad,
barbarie, vulgaridad, resentimiento, caos, hedonismo, ignorancia, etcétera),
pudieron ser desplegados a lo largo de la publicación aquellos valores que componían
la identidad “liberal” de Sur (civilización, cultura, espíritu,
conciencia moral, orden, refinamiento, decencia), articulados en torno al
núcleo principal de la “libertad”, obturada por el régimen depuesto y, por
tanto, postulada como lo otro de la “tiranía”. Precisamente porque la
libertad que se sentía avasallada era el símbolo de la propia identidad es que
el impacto del enfrentamiento con la tiranía pudo ganar un tono tan dramático,
íntimo y perturbado.
Tan fuerte resultó la definición de identidades que este antagonismo
produjo en el discurso de la revista, que las mismas pudieron adoptar la forma
más cruda de una mutua exclusión entre un “ellos” peronista y un “nosotros” antiperonista,
en la que el uso de los pronombres personales plurales (tanto explícitos
como tácitos) demuestra el nivel de compromiso afectivo colectivo involucrado
en esa construcción retórica:
Hasta ayer nomás, triunfantes, creían que no existíamos. [...] Nosotros aguardábamos en la desconfianza, en las reuniones prohibidas, en la confortación amistosa, en las entrelíneas de algún artículo. Ellos habían confundido su propio desenfreno con la realidad del país. Este espejismo llegaba a convencernos: [...] creíamos, por momentos, que nosotros no éramos el país, sino un empeño gratuito [...] llegábamos a creer que ellos, en su orfandad de improvisadores, pesaban más que las lentas acumulaciones de nuestro pasado. ¿Pero de dónde salieron esas armas gloriosas [...]? Vinieron, sin duda, desde el corazón del país, desde el fondo insospechado de nosotros mismos. [...] La libertad trajo una restitución de la verdad argentina: ahora podemos palpar los rostros y conocernos más allá del odio y la violencia (Victor Massuh, Sur n° 237)
Como se ve, el pasaje crea un espacio simbólico identificado con el país
y disputado por dos entidades contradictorias que, por tanto, no pueden
coexistir en él; no pueden ser ambas verdaderas en relación con ese espacio que
establece los marcos de pertenencia. Pero a su vez, sólo es posible determinar
la posición verdadera por la falsedad de su contraria; lo que convierte a la
mentira del otro en el elemento constitutivo de la propia verdad. Al
cabo del argumento, atrapado en ese juego de alteridades tensionadas, será la libertad
—como condensación de los valores “liberales” del grupo— el deus ex
machina que promueva la reconciliación entre la “realidad” (la verdad argentina) y “nosotros”, obviando que ese
“nosotros” se vuelve tal por la presencia de “ellos”. De esta forma, la unidad
del sujeto de esta enunciación colectiva —la posibilidad de un “nosotros”— se
alcanza nuevamente por la vía política que asocia la propia posición democratista
a una idea de reconstrucción que niega aquello otro que supone, esto es,
la destrucción tiránica.
Sur replica sus
propias palabras del pasado, de modo tal que la eficacia de las mismas se
ajuste a las circunstancias que las reclaman en cada ocasión. Se cita, citándose; cita sus propias citas, iterando el contenido de sus propias
intervenciones en cada caso, como si cada vez que se pronuncia sobre los hechos,
en coyunturas diferentes, se tratara, en el fondo, de una misma intervención;
pero permitiendo a su vez que los efectos de sentido se diversifiquen en
contacto con las nuevas situaciones.
En el nº 129 de 1945, Ocampo cita un pasaje de la propia revista
de septiembre de 1939 (primer nivel de la cita) en el que a su vez se citaba
“algunas líneas” de otro número de agosto de 1937 (segundo nivel de la
cita), alegando que “nos parece oportuno volver sobre ellas” (1939). No es poco
relevante el carácter de oportunidad que se le asigna a esta citación
múltiple, ya que lo que se quiere enfatizar precisamente es la pertinencia de
unas mismas palabras en contextos históricos diferentes. Esas palabras
—oriundas de 1937, pero recogidas de 1939— son: “Queremos continuar en la
tradición profunda de nuestro país que es una tradición democrática”. Luego de recogidas —en 1939— estas palabras de 1937, el
pasaje de 1939 continúa desagregando lo que permanece implícito en ellas:
Conocíamos, sí, las deficiencias de los regímenes democráticos —deficiencias
inherentes a todo lo humano—. Pensábamos que podrían corregirse y que eran, de cualquier modo, preferibles al sistema de bárbaros atropellos y al
ordenado desorden de los totalitarismos. Lo que ignorábamos era hasta qué punto
de farsa, de indignidad, de traición y de vileza organizadas podían llegar las
dictaduras de izquierda o de derecha. Ahora lo sabemos. (Victoria Ocampo, Sur n° 129).
Aunque el rápido desplazamiento desde la noción de “tradición democrática”
a la de “régimen democrático” intenta vestir de un aspecto conceptual a
la posición adoptada por Sur, la matriz moralizante de esta embestida
demuestra que a la base de ese posicionamiento democrático no actúa un
concepto de la organización política del cuerpo social (que es lo que sugiere
la noción de régimen), sino un conjunto de valores historizados (esto
es, una tradición) que se percibe amenazados y que se intenta proteger
precisamente con la certeza moral que domina el discurso.
La “evidencia” de la validez de esa plataforma axiológica que se intenta
“conceptualizar” con la noción de “democracia” habilita la condena de un
adversario que contradice su bondad inherente. Las argumentaciones sobre la
legitimidad política de la democracia frente al totalitarismo entonces se
vuelven superfluas. Pero de manera inversa, la esencialidad que esa “tradición
profunda” mostraba en su enunciación original de 1937 desnuda su fragilidad en
la versión de 1939, ya que su bondad sólo parece poder afirmarse en relación
con la maldad de su oponente. La democracia exhibe su relatividad en el hecho
de que es “preferible” al totalitarismo.
Para poder despegar a la propia identidad democrática de este círculo de
dependencia respecto del contrincante totalitario, la contraposición moral
entre ambas posiciones tuvo que perfeccionarse en un nivel eminentemente formal:
los defectos de la democracia no son intrínsecos a la misma (de hecho, son
herencia de un nivel más alto y universal: o humano en cuanto que tal),
mientras que los del totalitarismo corresponden a su propia estructura interna (sistema
bárbaro, “ordenado desorden”, vicios “organizados”). Es esa inherencia del
error —su desvío y su monstruosidad intrínsecos— la que parece tener por
consecuencia necesaria su propia anulación moral. De tal suerte, la revista
parece querer resaltar una especie de carácter contradictorio del
totalitarismo, por contraposición a su propia coherencia; coherencia que se ve
representada en la constante reinscripción de Sur en la genuina
tradición nacional a través de los años (1937, 1939, 1945). Continúa el pasaje
de 1939:
Nosotros no somos neutrales. No lo éramos en agosto de 1937. Defendíamos
entonces lo que seguimos defendiendo hoy. Defendíamos lo que ya corría peligro
y levantábamos nuestra voz contra una política que paraliza la
inteligencia y a la vez destruye los principios de la moral evangélica [...]. Para
nosotros un acto degradante es siempre degradante, aunque favorezca el interés
nacional. Nosotros necesitamos creer que nuestro país se conduce como una
persona decente. Otra idea de la patria no nos cabe en el corazón ni en la
cabeza (Victoria Ocampo, n° 129)
Estas palabras corren el argumento hacia el contenido propiamente
político de la intervención. La negación de la neutralidad alude directamente a
una toma de posición determinada que adquiere su primer nivel semántico de la
guerra europea y rechaza la tradicional posición oficial argentina ante los
conflictos del viejo continente. Pero en seguida esa posición política se apoya
en la impugnación de “una política” determinada que ataca precisamente los
valores afirmados por el “liberalismo” de Sur, designados aquí con los nombres
de la inteligencia (asociado al elitismo espiritualista) y de la moral
evangélica (asociado al personalismo humanista de Ésprit). Es la
persistencia (“defendíamos entonces lo que seguimos defendiendo hoy”) en ese
rechazo a lo que asedia la propia identidad la que justifica la posición
—política— antineutralista.
Esta proclama política de base moral, que apunta a posicionarse
principalmente en la disputa ideológica nacional, exhibe su doble naturaleza en
las últimas líneas del pasaje: la
oposición entre degradación y decencia se sobrepone al arbitraje
del “interés nacional”, entendido evidentemente en un sentido material
(¿económico, social?) en el que se decide la pragmática espuria de la lid
política. Esa noción de interés nacional es suplantada por la de patria,
de raíz emocional e intelectual (“en el corazón ni en la cabeza”) —es decir,
ajustada a la retórica espiritualista de Sur- habitada por un imperativo de dignidad definido por los valores que actúan a la base de la
identidad del grupo.
Así, el grupo de intelectuales que se aferraba a aquella “tradición democrática”
de la élite liberal argentina se predisponía a percibir totalitarismo allí
donde sintiera que su propia escala de valores resultase vulnerada,
precisamente porque esos mismos valores, como ingredientes esenciales de su
propia constitución identitaria, componían un sistema cerrado en su común
oposición a un enemigo específico. Mientras ese enemigo fuera el mismo, ellos
habrían de ser los mismos.
Tomado de:
MORATTO, Mauro: "Políticas de la revista Sur. Formas retóricas de
una identidad liberal" En: PRISLEI (Dir.) (2015): Polémicas intelectuales,
debates políticos. Las revistas culturales del siglo XX. Bs. As. Editorial de
la Facultad de Filosofía y Letras UBA. pp. 119-146.