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01 agosto 2023

El espíritu de la música, origen de la tragedia. Friedrich Nietzsche

 



El espíritu de la música, 

origen de la tragedia


Friedrich Nietzsche


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Hasta ahora hemos venido considerando lo apolíneo y su antítesis, lo dionisíaco, como potencias artísticas que brotan de la naturaleza misma, sin mediación del artista humano, y en las cuales encuentran satisfacción por vez primera y por vía directa los instintos artísticos de aquélla: por un lado, como mundo de imágenes del sueño, cuya perfección no mantiene conexión ninguna con la altura intelectual o con la cultura artística del hombre individual, por otro lado, como realidad embriagada, la cual, a su vez, no presta atención a ese hombre, sino que intenta incluso aniquilar al individuo y redimirlo mediante un sentimiento místico de unidad. Con respecto a esos estados artísticos inmediatos de la naturaleza todo artista es un «imitador», y, ciertamente, o un artista apolíneo del sueño o un artista dionisíaco de la embriaguez, o en fin - como, por ejemplo, en la tragedia griega - a la vez un artista del sueño y un artista de la embriaguez: a este último hemos de imaginárnoslo más o menos como alguien que, en la borrachera dionisíaca y en la autoalienación mística, se prosterna solitario y apartado de los coros entusiastas, y al que entonces se le hace manifiesto, a través del influjo apolíneo del sueño, su propio estado, es decir, su unidad con el fondo más íntimo del mundo, en una imagen onírica simbólica.


Tras estos presupuestos y contraposiciones generales acerquémonos ahora a los griegos para conocer en qué grado y hasta qué altura se desarrollaron en ellos esos instintos artísticos de la naturaleza: lo cual nos pondrá en condiciones de entender y apreciar con más hondura la relación del artista griego con sus arquetipos, o, según la expresión aristotélica, «la imitación de la naturaleza». De los sueños de los griegos, pese a toda su literatura onírica y a las numerosas anécdotas sobre ellos, sólo puede hablarse con conjeturas, pero, sin embargo, con bastante seguridad: dada la aptitud plástica de su ojo, increíblemente precisa y segura, así como su luminoso y sincero placer por los colores, no será posible abstenerse de presuponer, para vergüenza de todos los nacidos con posterioridad, que también sus sueños poseyeron una causalidad lógica de líneas y contornos, colores y grupos, una sucesión de escenas parecida a sus mejores relieves, cuya perfección nos autorizaría sin duda a decir, si fuera posible una comparación, que los griegos que sueñan son Homeros, y que Homero es un griego que sueña: en un sentido más hondo que si el hombre moderno osase compararse, en lo que respecta a su sueño, con Shakespeare.


No precisamos, en cambio, hablar sólo con conjeturas cuando se trata de poner al descubierto el abismo enorme que separa a los griegos dionisíacos de los bárbaros dionisíacos. En todos los confines del mundo antiguo - para dejar aquí de lado el mundo moderno -, desde Roma hasta Babilonia, podemos demostrar la existencia de festividades dionisíacas, cuyo tipo, en el mejor de los casos, mantiene con el tipo de las griegas la misma relación que el sátiro barbudo, al que el macho cabrío prestó su nombre y sus atributos, mantiene con Dioniso mismo. Casi en todos los sitios la parte central de esas festividades consistía en un desbordante desenfreno sexual, cuyas olas pasaban por encima de toda institución familiar y de sus estatutos venerables; aquí eran desencadenadas precisamente las bestias más salvajes de la naturaleza, hasta llegar a aquella atroz mezcolanza de voluptuosidad y crueldad que a mí me ha parecido siempre el auténtico «bebedizo de las brujas». Contra las febriles emociones de esas festividades, cuyo conocimiento penetraba hasta los griegos por todos los caminos de la tierra y del mar, éstos, durante algún tiempo, estuvieron completamente asegurados y protegidos, según parece, por la figura, que aquí se yergue en todo su orgullo, de Apolo, el cual no podía oponer la cabeza de Medusa a ningún poder más peligroso qué a ese poder dionisíaco, grotescamente descomunal. En el arte dórico ha quedado eternizada esa actitud de mayestática repulsa de Apolo. Más dificultosa e incluso imposible se hizo esa resistencia cuando desde la raíz más honda de lo helénico se abrieron paso finalmente instintos similares: ahora la actuación del dios délfico se limitó a quitar de las manos de su poderoso adversario, mediante una reconciliación concertada a tiempo, sus aniquiladoras armas. Esta reconciliación es el momento más importante en la historia del culto griego: a cualquier lugar que se mire, son visibles las revoluciones provocadas por ese acontecimiento. Fue la reconciliación de dos adversarios, con determinación nítida de sus líneas fronterizas, que de ahora en adelante tenían que ser respetadas, y con envío periódico de regalos honoríficos; en el fondo, el abismo no había quedado salvado. Mas si nos fijamos en el modo como el poder dionisíaco se reveló bajo la presión de ese tratado de paz, nos daremos cuenta ahora de que, en comparación con aquellos saces babilónicos y su regresión desde el ser humano al tigre y al mono, las orgías dionisíacas de los griegos tienen el significado de festividades de redención del mundo y de días de transfiguración.


Sólo en ellas alcanza la naturaleza su júbilo artístico, sólo en ellas el desgarramiento del principium individuationis se convierte en un fenómeno artístico. Aquel repugnante bebedizo de brujas hecho de voluptuosidad y crueldad carecía aquí de fuerza: sólo la milagrosa mezcla y duplicidad de afectos de los entusiastas dionisíacos recuerdan aquel bebedizo - como las medicinas nos traen a la memoria los venenos mortales -, aquel fenómeno de que los dolores susciten placer, de que el júbilo arranque al pecho sonidos atormentados. En la alegría más alta resuenan el grito del espanto o el lamento nostálgico por una pérdida insustituible. En aquellas festividades griegas prorrumpe, por así decirlo, un rasgo sentimental de la naturaleza, como si ésta hubiera de sollozar por su despedazamiento en individuos. El canto y el lenguaje mímico de estos entusiastas de dobles sentimientos fueron para el mundo de la Grecia de Homero algo nuevo e inaudito: y en especial prodújole horror y espanto a ese mundo la música dionisíaca. Si bien, según parece, la música era conocida ya como un arte apolíneo, lo era, hablando con rigor, tan sólo como oleaje del ritmo, cuya fuerza figurativa fue desarrollada hasta convertirla en exposición de estados apolíneos. La música de Apolo era arquitectura dórica en sonidos, pero en sonidos sólo insinuados, como son los propios de la cítara. Cuidadosamente se mantuvo apartado, como no-apolíneo, justo el elemento que constituye el carácter de la música dionisíaca y, por tanto, de la música como tal, la violencia estremecedora del sonido, la corriente unitaria de la melodía y el mundo completamente incomparable de la armonía. En el ditirambo dionisíaco el hombre es estimulado hasta la intensificación máxima de todas sus capacidades simbólicas; algo jamás sentido aspira a exteriorizarse, la aniquilación del velo de Maya, la unidad como genio de la especie, más aún, de la naturaleza. Ahora la esencia de la naturaleza debe expresarse simbólicamente; es necesario un nuevo mundo de símbolos, por lo pronto el simbolismo corporal entero, no sólo el simbolismo de la boca, del rostro, de la palabra, sino el gesto pleno del baile, que mueve rítmicamente todos los miembros. Además, de repente las otras fuerzas simbólicas, las de la música, crecen impetuosamente, en forma de rítmica, dinámica y armonía. Para captar ese desencadenamiento global de todas las fuerzas simbólicas el ser humano tiene que haber llegado ya a aquella cumbre de autoalienación que quiere expresarse simbólicamente en aquellas fuerzas; el servidor ditiràmbico de Dioniso es entendido, pues, tan sólo por sus iguales. ¡Con qué estupor tuvo que mirarle el griego apolíneo! Con un estupor que era tanto mayor cuanto que con él se mezclaba el terror de que en realidad todo aquello no le era tan extraño a él, más aún, de que su consciencia apolínea le ocultaba ese mundo dionisiaco sólo como un velo. 


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Para comprender esto tenemos que desmontar piedra a piedra, por así decirlo, aquel primoroso edificio de la cultura apolínea, hasta ver los fundamentos sobre los que se asienta. Aquí descubrimos en primer lugar las magníficas figuras de los dioses olímpicos, que se yerguen en los frontones de ese edificio y cuyas hazañas, representadas en relieves de extraordinaria luminosidad, decoran sus frisos. El que entre ellos esté también Apolo como una divinidad particular junto a otras y sin la pretensión de ocupar el primer puesto, es algo que no debe inducirnos a error. Todo ese mundo olímpico ha nacido del mismo instinto que tenía su figura sensible en Apolo, y en este sentido nos es lícito considerar a Apolo como padre del mismo. ¿Cuál fue la enorme necesidad de que surgió un grupo tan resplandeciente de seres olímpicos? 


Quien se acerque a estos olímpicos llevando en su corazón una religión distinta y busque en ellos altura ética, más aún, santidad, espiritualización incorpórea, misericordiosas miradas de amor, pronto tendrá que volverles las espaldas, disgustado y decepcionado. Aquí nada recuerda la ascética, la espiritualidad y el deber: aquí nos habla tan sólo una existencia exuberante, más aún, triunfal, en la que está divinizado todo lo existente, lo mismo si es bueno que si es malo. Y así el espectador quedará sin duda atónito ante ese fantástico desbordamiento de vida y se preguntará qué bebedizo mágico tenían en su cuerpo esos hombres altaneros para gozar de la vida de tal modo, que a cualquier lugar a que mirasen tropezaban con la risa de Helena, imagen ideal de su existencia, «flotante en una dulce sensualidad». Pero a este espectador vuelto ya de espaldas tenemos que gritarle: No te vayas de aquí, sino oye primero lo que la sabiduría popular griega dice de esa misma vida que aquí se despliega ante ti con una jovialidad tan inexplicable. Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder cogerlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que, forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras,' en medio de una risa estridente: «Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti - morir pronto». 


¿Qué relación mantiene el mundo de los dioses olímpicos con esta sabiduría popular? ¿Qué relación mantiene la visión extasiada del mártir torturado con sus suplicios? Ahora la montaña mágica del Olimpo se abre a nosotros, por así decirlo, y nos muestra sus raíces. El griego conoció y sintió los horrores y espantos de la existencia: para poder vivir tuvo que colocar delante de ellos la resplandeciente criatura onírica de los olímpicos. Aquella enorme desconfianza frente a los poderes titánicos de la naturaleza, aquella Moira [destino] que reinaba despiadada sobre todos los conocimientos, aquel buitre del gran amigo de los hombres, Prometeo, aquel destino horroroso del sabio Edipo, aquella maldición de la estirpe de los Atridas, que compele a Orestes a asesinar a su madre 56, en suma, toda aquella filosofía del dios de los bosques, junto con sus ejemplificaciones míticas, por la que perecieron los melancólicos etruscos, - fue superada constantemente, una y otra vez, por los griegos, o, en todo caso, encubierta y sustraída a la mirada, mediante aquel mundo intermedio artístico de los olímpicos. Para poder vivir tuvieron los griegos que crear, por una necesidad hondísima, estos dioses: esto hemos de imaginarlo sin duda como un proceso en el que aquel instinto apolíneo de belleza fue desarrollando en lentas transiciones, a partir de aquel originario orden divino titánico del horror, el orden divino de la alegría: a la manera como las rosas brotan de un arbusto espinoso. Aquel pueblo tan excitable en sus sentimientos, tan impetuoso en sus deseos, tan excepcionalmente capacitado para el sufrimiento, ¿de qué otro modo habría podido soportar la existencia, si en sus dioses ésta no se le hubiera mostrado circundada de una aureola superior? El mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y una consumación de la existencia destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el mundo olímpico, en el cual la «voluntad» helénica se puso delante un espejo transfigurados Viviéndola ellos mismos es como los dioses justifican la vida humana - ¡única teodicea satisfactoria!. La existencia bajo el luminoso resplandor solar de tales dioses es sentida como lo apetecible de suyo, y el auténtico dolor de los hombres homéricos se refiere a la separación de esta existencia, sobre todo a la separación pronta: de modo que ahora podría decirse de ellos, invirtiendo la sabiduría silénica, «lo peor de todo es para ellos el morir pronto, y lo peor en segundo lugar el llegar a morir alguna vez». Siempre que resuena el lamento, éste habla del Aquiles «de corta vida», del cambio y paso del género humano cual hojas de árboles, del ocaso de la época heroica. No es indigno del más grande de los héroes el anhelar seguir viviendo, aunque sea como jornalero. En el estadio apolíneo la «voluntad» desea con tanto ímpetu esta existencia, el hombre homérico se siente tan identificado con ella, que incluso el lamento se convierte en un canto de alabanza de la misma.


Aquí hay que manifestar que esta armonía, más aún, unidad del ser humano con la naturaleza, contemplada con tanta nostalgia por los hombres modernos, para designar la cual Schiller puso en circulación el término técnico «ingenuo », no es de ninguna manera un estado tan sencillo, evidente de suyo, inevitable, por así decirlo, con el que tuviéramos que tropezamos en la puerta de toda cultura, cual si fuera un paraíso de la humanidad: esto sólo pudo creerlo una época que intentó imaginar que el Emilio de Rousseau era también un artista, y que se hacía la ilusión de haber encontrado en Homero ese Emilio artista, educado junto al corazón de la naturaleza. Allí donde tropezamos en el arte con lo «ingenuo», hemos de reconocer el efecto supremo de la cultura apolínea: la cual siempre ha de derrocar primero un reino de Titanes y matar monstruos, y haber obtenido la victoria, por medio de enérgicas ficciones engañosas y de ilusiones placenteras, sobre la horrorosa profundidad de su consideración del mundo y sobre una capacidad de sufrimiento sumamente excitable. ¡Mas qué raras veces se alcanza lo ingenuo, ese completo quedar enredado en la belleza de la apariencia! Qué indeciblemente sublime es por ello Homero, que en cuanto individuo mantiene con aquella cultura apolínea popular una relación semejante a la que mantiene el artista onírico individual con la aptitud onírica del pueblo y de la naturaleza en general. La «ingenuidad» homérica ha de ser concebida como victoria completa de la ilusión apolínea: es ésta una ilusión semejante a la que la naturaleza emplea con tanta frecuencia para conseguir sus propósitos. La verdadera meta queda tapada por una imagen ilusoria: hacia ésta alargamos nosotros las manos, y mediante nuestro engaño la naturaleza alcanza aquélla. En los griegos la «voluntad » quiso contemplarse a sí misma en la transfiguración del genio y del mundo del arte: para glorificarse ella a sí misma, sus criaturas tenían que sentirse dignas de ser glorificadas, tenían que volver a verse en una esfera superior, sin que ese mundo perfecto de la intuición actuase como un imperativo o como un reproche. Ésta es la esfera de la belleza, en la que los griegos veían sus imágenes reflejadas como en un espejo, los olímpicos. Sirviéndose de este espejismo de belleza luchó la «voluntad» helénica contra el talento para el sufrimiento y para la sabiduría del sufrimiento, que es un talento correlativo del artístico: y como memorial de su victoria se yergue ante nosotros Homero, el artista ingenuo.


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Nos acercamos ahora a la auténtica meta de nuestra investigación, la cual está dirigida al conocimiento del genio dionisíaco-apolíneo y de su obra de arte, o al menos a la comprensión llena de presentimientos del misterio de esa unidad. Ante todo vamos a preguntar aquí cuál es el lugar donde se hace notar por vez primera en el mundo helénico ese nuevo germen que evolucionará después hasta llegar a la tragedia y al ditirambo dramático. Sobre esto la Antigüedad misma nos ofrece gráficamente una aclaración al colocar juntos, en esculturas, gemas, etc., como progenitores y precursores de la poesía griega, a Homero y Arquíloco, con el firme sentimiento de que sólo a estos dos se los ha de reputar por naturalezas igual y plenamente originales, de las cuales sigue fluyendo una corriente de fuego sobre toda la posteridad griega. Homero, el anciano soñador absorto en sí mismo, el tipo de artista apolíneo, ingenuo, mira estupefacto la apasionada cabeza de Arquíloco, belicoso servidor de las musas salvajemente arrastrado a través de la existencia: y la estética moderna sólo ha sabido añadir, para interpretar esto, que aquí está enfrentado al artista «objetivo» el primer artista «subjetivo». Pequeño es el servicio que con esta interpretación se nos presta, pues al artista subjetivo nosotros lo conocemos sólo como mal artista, y en toda especie y nivel de arte exigimos ante todo y sobre todo victoria sobre lo subjetivo, redención del «yo» y silenciamiento de toda voluntad y capricho individuales, más aún, si no hay objetividad, si no hay contemplación pura y desinteresada, no podemos creer jamás en la más mínima producción verdaderamente artística. Por ello nuestra estética tiene que resolver primero el problema de cómo es posible el «lírico» como artista: él, que, según la experiencia de todos los tiempos, siempre dice «yo» y tararea en presencia nuestra la entera gama cromática de sus pasiones y apetitos. Precisamente este Arquíloco nos asusta, junto a Homero, por el grito de su odio y de su mofa, por las ebrias explosiones de su concupiscencia: él, el primer artista llamado subjetivo, ¿no es, por este motivo, el no-artista propiamente dicho? ¿De dónde procede entonces la veneración que le tributó a él, al poeta, precisamente también el oráculo dèlfico, hogar del arte «objetivo»?.


Acerca del proceso de su poetizar Schiller nos ha dado luz mediante una observación psicológica que a él mismo le resultaba inexplicable, pero que, sin embargo, no parece dudosa; Schiller confiesa, en efecto, que lo que él tenía ante sí y en sí como estado preparatorio previo al acto de poetizar no era una serie de imágenes, con unos pensamientos ordenados de manera causal, sino más bien urt estado de ánimo musical («El sentimiento carece en mí, al principio, de un objeto determinado y claro; éste no se forma hasta más tarde. Precede un cierto estado de ánimo musical, y a éste sigue después en mí la idea poética»). Si ahora añadimos a esto el fenómeno más importante de toda la lírica antigua, la unión, más aún, identidad del lírico con el músico, considerada en todas partes como natural - frente a la cual nuestra lírica moderna aparece como la estatua sin cabeza de un dios podremos ahora, sobre la base de nuestra metafísica estética antes expuesta, explicarnos al lírico de la siguiente manera. Ante todo, como artista dionisíaco él se ha identificado plenamente con lo Uno primordial, con su dolor y su contradicción, y produce una réplica de ese Uno primordial en forma de música, aun cuando, por otro lado, ésta ha sido llamada con todo derecho una repetición del mundo y un segundo vaciado del mismo; después esa música se le hace visible de nuevo, bajo el efecto apolíneo del sueño, como en una imagen onírica simbólica. Aquel reflejo a-conceptual y a-figurativo del dolor primordial en la música, con su redención en la apariencia, engendra ahora un segundo reflejo, en forma de símbolo o ejemplificación individual. Ya en el proceso dionisíaco el artista ha abandonado su subjetividad: la imagen que su unidad con el corazón del mundo le muestra ahora es una escena onírica, que hace sensibles aquella contradicción y aquel dolor primordiales junto con el placer primordial propio de la apariencia. El «yo» del lírico resuena, pues, desde el abismo del ser: su «subjetividad», en el sentido de los estéticos modernos, es pura imaginación. Cuando Arquíloco, el primer lírico de los griegos, proclama su furioso amor y a la vez su desprecio por las hijas de Licambes, no es su pasión la que baila ante nosotros en un torbellino orgiástico: a quien vemos es a Dioniso y a las ménades, a quien vemos es al embriagado entusiasta Arquíloco echado a dormir - tal como Eurípides nos describe el dormir en Las bacantes, un dormir en una elevada pradera de montaña, al sol de mediodía -: y ahora Apolo se le acerca y le toca con el laurel. La transformación mágica dionisíaco-musical del dormido lanza ahora a su alrededor, por así decirlo, chispas-imágenes, poesías líricas, que, en su despliegue supremo, se llaman tragedias y ditirambos dramáticos.


El escultor y también el poeta épico, que le es afín, están inmersos en la intuición pura de las imágenes. El músico dionisíaco, sin ninguna imagen, es total y únicamente dolor primordial y eco primordial de tal dolor. El genio lírico siente brotar del estado místico de autoalienación y unidad un mundo de imágenes y símbolos cuyo colorido, causalidad y velocidad son totalmente distintos del mundo del escultor y del poeta épico. Mientras que es en esas imágenes, y sólo en ellas, donde estos últimos viven con alegre deleite, y no se cansan de mirarlas con amor hasta en sus más pequeños rasgos, mientras que incluso la imagen del Aquiles encolerizado es para ellos sólo una imagen, de cuya encolerizada expresión ellos gozan con aquel placer onírico por la apariencia - de modo que gracias a este espejo de la apariencia están ellos protegidos contra el unificarse y fundirse con sus pensamientos -, las imágenes del lírico no son, en cambio, otra cosa que él mismo, y sólo distintas objetivaciones suyas, por así decirlo, por lo cual a él, en cuanto centro motor de aquel mundo, le es lícito decir «yo»: sólo que esta yoidad no es la misma que la del hombre despierto, empírico-real, sino la única yoidad verdaderamente existente y eterna, que reposa en el fondo de las cosas, hasta el cual penetra con su mirada el genio lírico a través de las copias de aquéllas. Ahora imaginémonos cómo ese genio se divisa también a sí mismo entre esas copias como no-genio, es decir, divisa su propio «sujeto», la entera muchedumbre de pasiones y voliciones subjetivas, dirigidas hacia una cosa determinada que él se imagina real; aun cuando ahora parezca que el genio lírico y el no-genio unido a él son una misma cosa, y que el primero, al decir la palabrita «yo», la dice de sí mismo: esa apariencia ya no podrá seguir induciéndonos ahora a error, como ha inducido indudablemente a quienes han calificado de artista subjetivo al lírico. En verdad Arquíloco, el hombre que arde de pasión, que ama y odia con pasión, es tan sólo una visión del genio, el cual no es ya Arquíloco, sino el genio del mundo, que expresa simbólicamente su dolor primordial en ese símbolo que es el hombre Arquíloco: mientras que ese hombre Arquíloco, cuyos deseos y apetitos son subjetivos, no puede ni podrá ser jamás poeta. Sin embargo, no es necesario en modo alguno que el lírico vea ante sí, como reflejo del ser eterno, única y precisamente el fenómeno del hombre Arquíloco; y la tragedia demuestra hasta qué punto el mundo visionario del lírico puede alejarse de ese fenómeno, que es de todos modos el que aparece en primer lugar.


Schopenhauer, que no se disimuló la dificultad que el lírico representa para la consideración filosófica del arte, cree haber encontrado un camino para salir de ella, mas yo no puedo seguirle por ese camino, aun cuando él fue el único que en su profunda metafísica de la música tuvo en sus manos el medio con el que aquella dificultad podía quedar definitivamente allanada: como creo haber hecho yo aquí, en su espíritu y para honra suya. Por el contrario, él define la esencia peculiar de la canción (Lied) de la manera siguiente (El mundo como voluntad y representación): «Es el sujeto de la voluntad, es decir, el querer propio el que llena la consciencia del que canta, a menudo como un querer desligado, satisfecho (alegría), pero con mayor frecuencia aún, como un querer impedido (duelo), pero siempre como afecto, pasión, estado de ánimo agitado. Junto a esto, sin embargo, y a la vez que ello, el cantante, gracias al espectáculo de la naturaleza circundante, cobra consciencia de sí mismo como sujeto del conocer puro, ajeno al querer, cuyo dichoso e inconmovible sosiego contrasta en adelante con el apremio del siempre restringido, siempre indigente querer: el sentimiento de ese contraste, de ese juego alternante, es propiamente lo que se expresa en el conjunto de la canción (Lied) y lo que constituye en general el estado lírico. En éste el conocer puro se allega, por así decirlo, a nosotros para redimirnos del querer y de su apremio: nosotros le seguimos; pero sólo por instantes: una y otra vez el querer, el recuerdo de nuestras finalidades personales, nos arranca a la inspección tranquila; pero también nos arranca una y otra vez del querer el bello entorno inmediato, en el cual se nos brinda el conocimiento puro, ajeno a la voluntad. Por ello en la canción y en el estado de ánimo lírico el querer (el interés personal de la finalidad) y la intuición pura del entorno ofrecido se entremezclan de una manera sorprendente: buscamos e imaginamos relaciones entre ambos; el estado de ánimo subjetivo, la afección de la voluntad comunican por reflejo su color al entorno contemplado, y éste, a su vez, se lo comunica a aquéllos: la canción es la impronta auténtica de todo ese estado de ánimo tan mezclado y dividido».


¿Quién no vería que en esta descripción la lírica es caracterizada como un arte imperfectamente conseguido, que, por así decirlo, llega a su meta a ratos y raras veces, más aún, como un arte a medias, cuya esencia consistiría en una extraña amalgama entre el querer y el puro contemplar, es decir, entre el estado no-estético y el estético? Nosotros afirmamos, antes bien, que esa antítesis por la que todavía Schopenhauer se guía para dividir las artes, como si fuera una pauta de fijar valores, la antítesis de lo subjetivo y de lo objetivo, es improcedente en estética, pues el sujeto, el individuo que quiere y que fomenta sus finalidades egoístas, puede ser pensado únicamente como adversario, no como origen del arte. Pero en la medida en que el sujeto es artista, está redimido ya de su voluntad individual y se ha convertido, por así decirlo, en un médium a través del cual el único sujeto verdaderamente existente festeja su redención en la apariencia. Pues tiene que quedar claro sobre todo, para humillación y exaltación nuestras, que la comedia entera del arte no es representada en modo alguno para nosotros, con la finalidad tal vez de mejorarnos y formarnos, más aún, que tampoco somos nosotros los auténticos creadores de ese mundo de arte: lo que sí nos es lícito suponer de nosotros mismos es que para el verdadero creador de ese mundo somos imágenes y proyecciones artísticas, y que nuestra suprema dignidad la tenemos en significar obras de arte - pues sólo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo: - mientras que, ciertamente, nuestra consciencia acerca de ese significado nuestro apenas es distinta de la que unos guerreros pintados sobre un lienzo tienen de la batalla representada en el mismo. Por tanto, todo nuestro saber artístico es en el fondo un saber completamente ilusorio, dado que, en cuanto poseedores de él, no estamos unificados ni identificados con aquel ser que, por ser creador y espectador único de aquella comedia de arte, se procura un goce eterno a sí mismo. El genio sabe algo acerca de la esencia eterna del arte tan sólo en la medida en que, en su acto de procreación artística, se fusiona con aquel artista primordial del mundo; pues cuando se halla en aquel estado es, de manera maravillosa, igual que la desazonante imagen del cuento, que puede dar la vuelta a los ojos y mirarse a sí misma; ahora él es a la vez sujeto y objeto, a la vez poeta, actory espectador.


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Tanto el sátiro como el idílico pastor de nuestra época moderna son, ambos, productos nacidos de un anhelo orientado hacia lo originario y natural; ¡mas con qué firme e intrépida garra asía el griego a su hombre de los bosques, y de qué avergonzada y débil manera juguetea el hombre moderno con la imagen lisonjera de un pastor delicado, blando, que toca la flauta! Una naturaleza no trabajada aún por ningún conocimiento, en la que todavía no han sido forzados los cerrojos de la cultura - eso es lo que el griego veía en su sátiro, el cual, por ello, no coincidía aún, para él, con el mono. Al contrario: era la imagen primordial del ser humano, la expresión de sus emociones más altas y fuertes, en cuanto era el entusiasta exaltado al que extasía la proximidad del dios, el camarada que comparte el sufrimiento, en el que se repite el sufrimiento del dios, el anunciador de una sabiduría que habla desde lo más hondo del pecho de la naturaleza, el símbolo de la omnipotencia sexual de la naturaleza, que el griego está habituado a contemplar con respetuoso estupor. El sátiro era algo sublime y divino: eso tenía que parecerle especialmente a la mirada del hombre dionisíaco, vidriada por el dolor. A él le habría ofendido el pastor acicalado, ficticio: con sublime satisfacción demorábase su ojo en los trazos grandiosos de la naturaleza, no atrofiados ni cubiertos por velo alguno; aquí la ilusión de la cultura había sido borrada de la imagen primordial del ser humano, aquí se desvelaba el hombre verdadero, el sátiro barbudo, que dirige gritos de júbilo a su dios. Ante él, el hombre civilizado se reducía a una caricatura mentirosa. También en lo que respecta a estos comienzos del arte trágico tiene razón Schiller: el coro es un muro vivo erigido contra la realidad asaltante, porque él - el coro de sátiros - refleja la existencia de una manera más veraz, más real, más completa que el hombre civilizado, que comúnmente se considera a sí mismo como única realidad. La esfera de la poesía no se encuentra fuera del mundo, cual fantasmagórica imposibilidad propia de un cerebro de poeta: ella quiere ser cabalmente lo contrario, la no aderezada expresión de la verdad, y justo por ello tiene que arrojar lejos de sí el mendaz atavío de aquella presunta realidad del hombre civilizado. El contraste entre esta auténtica verdad natural y la mentira civilizada que se comporta como si ella fuese la única realidad es un contraste similar al que se da entre el núcleo eterno de las cosas, la cosa en sí, y el mundo aparencial en su conjunto: y de igual modo que con su consuelo metafísico la tragedia señala hacia la vida eterna de aquel núcleo de la existencia, en medio de la constante desaparición de las apariencias, así el simbolismo del coro satírico expresa ya en un símbolo aquella relación primordial que existe entre la cosa en sí y la apariencia. Aquel idílico pastor del hombre moderno es tan sólo un remedo de la suma de ilusiones culturales que éste considera como naturaleza: el griego dionisíaco quiere la verdad y la naturaleza en su fuerza máxima - se ve a sí mismo transformado mágicamente en sátiro.


Con tales estados de ánimo y tales conocimientos la muchedumbre entusiasmada de los servidores de Dioniso lanza gritos de júbilo: el poder de aquéllos los transforma ante sus propios ojos, de modo que se imaginan verse como genios naturales renovados, como sátiros. La constitución posterior del coro trágico es la imitación artística de ese fenómeno natural; en esta imitación fue necesario realizar, de todos modos, una separación entre los espectadores dionisíacos y los hombres transformados por la magia dionisíaca. Sólo que es preciso tener siempre presente que el público de la tragedia ática se reencontraba a sí mismo en el coro de la orquesta, que en el fondo no había ninguna antítesis entre público y coro: pues lo único que hay es un gran coro sublime de sátiros que bailan y cantan, o de quienes se hacen representar por ellos. La frase de Schlegel tiene que descubrírsenos aquí en un sentido más profundo. El coro es el «espectador ideal» en la medida en que es el único observador, el observador del mundo visionario de la escena. El público de espectadores, tal como lo conocemos nosotros, fue desconocido para los griegos: en sus teatros, dada la estructura en forma de terrazas del espacio reservado a los espectadores, que se elevaba en arcos concéntricos, érale posible a cada uno mirar desde arriba, con toda propiedad, el mundo cultural entero que le rodeaba, e imaginarse, en un saciado mirar, coreuta él mismo. De acuerdo con esta intuición nos es lícito llamar al coro, en su estadio primitivo de la tragedia primera, un autorreflejo del hombre dionisíaco: lo que mejor puede aclarar este fenómeno es el proceso que acontece en el actor, el cual, cuando es de verdadero talento, ve flotar tangiblemente ante sus ojos la figura del personaje que a él le toca representar. El coro de sátiros es ante todo una visión tenida por la masa dionisíaca, de igual modo que el mundo del escenario es, a su vez, una visión tenida por ese coro sátiros: la fuerza de esa visión es lo bastante poderosa para hacer que la mirada quede embotada y se vuelva insensible a la impresión de la «realidad», a los hombres civilizados situados en torno en las filas de asientos. La forma del teatro griego recuerda un solitario valle de montaña; la arquitectura de la escena aparece como una resplandeciente nube que las bacantes que vagan por la montaña divisan desde la cumbre, como el recuadro magnífico en cuyo centro se les revela la imagen de Dioniso. Dada nuestra visión erudita de los procesos artísticos elementales, ese fenómeno artístico primordial de que aquí hablamos para explicar el coro trágico resulta casi escandaloso: mientras que no puede haber cosa más cierta que ésta, que el poeta es poeta únicamente porque se ve rodeado de figuras que viven y actúan ante él y en cuya esencia más íntima él penetra con su mirada. Por una peculiar debilidad de la inteligencia moderna, nosotros nos inclinamos a representarnos el fenómeno estético primordial de una forma demasiado complicada y abstracta. Para el poeta auténtico la metáfora no es una figura retórica, sino una imagen sucedánea que flota realmente ante él, en lugar de un concepto. Para él el carácter no es un todo compuesto de rasgos aislados y recogidos de diversos sitios, sino un personaje insistentemente vivo ante sus ojos, y que se distingue de la visión análoga del pintor tan sólo porque continúa viviendo y actuando de modo permanente. ¿Por qué las descripciones que Homero hace son mucho más intuitivas que las de todos los demás poetas? Porque él intuye mucho más que ellos. Sobre la poesía nosotros hablamos de modo tan abstracto porque todos nosotros solemos ser malos poetas. En el fondo el fenómeno estético es sencillo; para ser poeta basta con tener la capacidad de estar viendo constantemente un juego viviente y de vivir rodeado de continuo por muchedumbres de espíritus; para ser dramaturgo basta con sentir el impulso de transformarse a sí mismo y de hablar por boca de otros cuerpos y otras almas.


La excitación dionisiaca es capaz de comunicar a una masa entera ese don artístico de verse rodeada por semejante muchedumbre de espíritus, con la que ella se sabe íntimamente unida. Este proceso del coro trágico es el fenómeno dramático primordial: verse uno transformado a sí mismo delante de sí, y actuar uno como si realmente hubiese penetrado en otro cuerpo, en otro carácter. Este proceso está al comienzo del desarrollo del drama. Aquí hay una cosa distinta del rapsoda, el cual no se fusiona con sus imágenes, sino que, parecido al pintor, las ve fuera de sí con ojo contemplativo; aquí hay ya una suspensión del individuo, debida al ingreso en una naturaleza ajena. Y, en verdad, ese fenómeno sobreviene como una epidemia: una muchedumbre entera se siente mágicamente transformada de ese modo. El ditirambo es, por ello, esencialmente distinto de todo otro canto coral. Las vírgenes que se dirigen solemnemente hacia el templo de Apolo con ramas de laurel en las manos y que entre tanto van cantando una canción procesional continúan siendo quienes son y conservan su nombre civil: el coro ditiràmbico es un coro de transformados, en los que han quedado olvidados del todo su pasado civil, su posición social: se han convertido en servidores intemporales de su dios, que viven fuera de todas las esferas sociales. Todo el resto de la lírica coral de los helenos es tan sólo una gigantesca ampliación del cantor apolíneo individual; mientras que en el ditirambo lo que está ante nosotros es una comunidad de actores inconscientes, que se ven unos a otros como transformados. La transformación mágica es el presupuesto de todo arte dramático. Transformado de ese modo, el entusiasta dionisíaco se ve a sí mismo como sátiro, y como sátiro ve también al dios, es decir, ve, en su transformación, una nueva visión fuera de sí, como consumación apolínea de su estado. Con esta nueva visión queda completo el drama. 


De acuerdo con este conocimiento, hemos de concebir la tragedia griega como un coro dionisíaco que una y otra vez se descarga en un mundo apolíneo de imágenes. Aquellas partes corales entretejidas en la tragedia son, pues, en cierto modo, el seno materno de todo lo que se denomina diálogo, es decir, del mundo escénico en su conjunto, del drama propiamente dicho. En numerosas descargas sucesivas ese fondo primordial de la tragedia irradia aquella visión en que consiste el drama: visión que es en su totalidad una apariencia onírica, y por tanto de naturaleza épica, mas, por otro lado, como objetivación de un estado dionisíaco, no representa la redención apolínea en la apariencia, sino, por el contrario, el hacerse pedazos el individuo y el unificarse con el ser primordial. El drama es, por tanto, la manifestación apolínea sensible de conocimientos y efectos dionisíacos, y por ello está separado de la epopeya como por un abismo enorme.


El coro de la tragedia griega, símbolo de toda la masa agitada por una excitación dionisíaca, encuentra su explicación plena en esta concepción nuestra. Mientras que antes, por estar habituados a la posición que en el escenario moderno ocupa el coro, sobre todo el coro de ópera, no podíamos comprender en modo alguno que aquel coro trágico de los griegos fuese más antiguo, más originario, incluso más importante que la «acción» propiamente dicha - como nos decía con toda claridad la tradición -, mientras que antes tampoco podíamos compaginar con aquella elevada importancia y originariedad de que habla la tradición el hecho de que, sin embargo, el coro estuviese compuesto de seres bajos y serviles, más aún, al principio sólo de sátiros cabrunos, mientras que antes la colocación de la orquesta delante del escenario continuaba siendo para nosotros un enigma, ahora hemos comprendido que en el fondo el escenario, junto con la acción, fue pensado originariamente sólo como una visión, que la única «realidad» es cabalmente el coro, el cual genera de sí la visión y habla de ella con el simbolismo total del baile, de la música y de la palabra. Este coro contempla en su visión a su señor y maestro Dioniso, y por ello es eternamente el coro servidor: él ve cómo aquél, el dios, sufre y se glorifica, y por ello él mismo no actúa. En esta situación de completo servicio al dios el coro es, sin embargo, la expresión suprema, es decir, dionisiaca de la naturaleza, y por ello, al igual que ésta, pronuncia en su entusiasmo oráculos y sentencias de sabiduría: por ser el coro que participa del sufrimiento es a la vez el coro sabio, que proclama la verdad desde el corazón del mundo. Así es como surge aquella figura fantasmagórica, que parece tan escandalosa, del sátiro sabio y entusiasmado, que es a la vez el «hombre tonto» en contraposición al dios: reflejo de la naturaleza y de sus instintos más fuertes, más aún, símbolo de la misma, y a la vez pregonero de su sabiduría y de su arte: músico, poeta, bailarín, visionario en una sola persona.


Según este conocimiento y según la tradición, al principio, en el período más antiguo de la tragedia, Dioniso, héroe genuino del escenario y punto central de la visión, no está verdaderamente presente, sino que sólo es representado como presente: es decir, en su origen la tragedia es sólo «coro» y no «drama». Más tarde se hace el ensayo de mostrar como real al dios y de representar como visible a cualquier ojo la figura de la visión, junto con todo el marco transfigurados así es como comienza el «drama» en sentido estricto. Ahora se le encomienda al coro ditiràmbico la tarea de excitar dionisíacamente hasta tal grado el estado de ánimo de los oyentes, que cuando el héroe trágico aparezca en la escena éstos no vean acaso el hombre cubierto con una máscara deforme, sino la figura de una visión, nacida, por así decirlo, de su propio éxtasis. Imaginémonos a Admeto recordando en profunda meditación a su esposa Alcestis que acaba de fallecer, y consumiéndose totalmente en la contemplación espiritual de la misma - cómo de repente conducen hacia él, cubierta por un velo, una figura femenina de formas semejantes a las de aquélla, de andar parecido: imaginémonos su súbita y trémula inquietud, su impetuoso comparar, su convicción instintiva - tendremos así algo análogo al sentimiento con que el espectador agitado por la excitación dionisíaca veía avanzar por el escenario al dios con cuyo sufrimiento se había ya identificado. Involuntariamente transfería la imagen entera del dios que vibraba mágicamente ante su alma a aquella figura enmascarada, y, por así decirlo, diluía la realidad de ésta en una irrealidad fantasmal. Éste es el estado apolíneo del sueño, en el cual el mundo del día queda cubierto por un velo, y ante nuestros ojos nace, en un continuo cambio, un mundo nuevo, más claro, más comprensible, más conmovedor que aquél, y, sin embargo, más parecido a las sombras. Según esto, nosotros percibimos en la tragedia una antítesis estilística radical: en la lírica dionisíaca del coro y, por otro lado, en el onírico mundo apolíneo de la escena, lenguaje, color, movilidad, dinamismo de la palabra se disocian como esferas de expresión completamente separadas. Las apariencias apolíneas, en las cuales Dioniso se objetiva, no son ya «un mar eterno, un cambiante mecerse, un ardiente vivir», como lo es la música del coro, no son ya aquellas fuerzas sólo sentidas, pero no condensadas en imagen, en las que el entusiasta servidor de Dioniso barrunta la cercanía del dios: ahora son la claridad y la solidez de la forma épica las que le hablan desde el escenario, ahora Dioniso no habla ya por medio de fuerzas, sino como un héroe épico, casi con el lenguaje de Homero.














Tomado de: 

NIETZSCHE, Friedrich (2004): El origen de la tragedia. Bs. As., Siglo XX, pp. 41-47; 50-55; 64-67. 

23 julio 2023

La sublimación de la experiencia dionisíaca y su función cultural. Conferencia de Diego Sánchez Meca






La sublimación de la experiencia dionisíaca y su función cultural



Conferencia de Diego Sánchez Meca



La conferencia se orienta en el enfoque realizado por F. Nietzsche sobre la tragedia griega, combinando estudios filológicos con sociohistóricos de la polis griega en que las tragedias surgieron. El filosofo concertará lo dionisiaco y lo apolíneo en una misma unidad sometida a una experiencia sublimada para el beneficio de la comunidad. Para ello destacará a los elementos precivilizatorios, primitivos y sufrientes como los sátiros, las gorgonas, y las efigies, sobre los cuales la civilización olímpica se creo para sosegar aquel sentimiento instintivo. La tragedia griega como artilugio artístico nunca los reprimió sino que sublimó las experiencias espantosas y las placenteras asociadas a estos seres en algo útil, neutralizando con ello el pesimismo con el poder de la mentira o el sentimiento de una victoria de los bello.

17 diciembre 2022

Rostros kafkianos en la obra de Hannah Arendt

 



 Rostros kafkianos 

en la obra de Hanna Arendt

 

Nicolás de Navascués


Reconstruir la figura del paria en el pensamiento de Hannah Arendt implica acceder a los escritos de un período muy amplio: los años '30 y '40. Y, en esa misma medida, obliga a adentrarse en las vivencias de una mujer que pensó al hilo de lo que vivió. Vida y pensamiento son, aquí, inseparables. Desde ese manuscrito tan autobiográfico que es Rahel Varnhagen hasta The Origins of Totalitarianism nos encontramos con una gran cantidad de escritos en los que aborda la cuestión judía. De hecho, en 1948 Hannah Arendt publica La tradición oculta, una obra en la que reúne algunos de estos textos de los años '30 y '40 cuyo común denominador es la cuestión judía, o mejor, «los hechos de nuestro tiempo» en relación con «el destino de los judíos en nuestro siglo». En esta obra, fundamental para comprender el pensamiento político arendtiano previo a la sistematización llevada a cabo en The Origins of Totalitarianism, encontramos los dos textos fundamentales para reconstruir dos de los rostros de Kafka: el del paria de buena voluntad y el del contemporáneo apolíneo. Es tentador circunscribir el artículo «La tradición oculta» a la reflexión sobre Kafka como paria de buena voluntad y «Franz Kafka: una reevaluación» a la figura del contemporáneo apolíneo de la modernidad burocrática, pero hay que destacar que el segundo texto también se incluye en La tradición oculta


Pero también en esta problemática se ve incluida la cuestión judía. Aunque aquí lo tratemos como un rostro diferente, no podemos olvidar que todos los rostros se miran entre ellos y son inescindibles. Todos ellos son Franz Kafka, aunque tomen una forma u otra. Daglind Sonolet sintetiza muy bien la temática de la citada obra cuando escribe que «trata el tema del antisemitismo y el rol del intelectual judío en la cultura europea postrevolucionaria». En este sentido, hay que reforzar la idea de que Kafka es, en todos los rostros, un judío. 


El rostro de los años '40 es un rostro profundamente judío. Arendt se había tenido que exiliar primero a Francia y luego a EE. UU. —tras pasar por el campo de internamiento de Gurs— por su condición de judía. En ese sentido, Kafka significará, en esos años, un recordatorio de lo que es ser judío. Será en la biografía de Rahel Varnhagen cuando la pensadora alemana empezará a distinguir entre el paria y el parvenu o advenedizo. Ahí critica a aquellos que ascienden «haciendo trampas en una sociedad, en un estamento o en una clase social a la que no pertenecen» y se posiciona indudablemente a favor de aquellos que toman su existencia judía de manera clara, sincera, trayéndola al mundo sin servir a los gentiles de manera arribista, porque «el paria que quiere llegar a ser alguien se esfuerza por alcanzarlo todo en una generalidad vacía, pues está excluido de todo».


Entre estas dos actitudes radicalmente diferentes tiene que escoger el judío moderno, como explica muy claramente Benhabib: 


El paria aceptó la posición del outsider, y mantuvo esa otredad que la sociedad burguesa imponía sobre él o sobre ella, mientras que el parvenu buscó superar su estatus de outsider y de otredad negando radicalmente las diferencias o buscando la identificación de manera exagerada con los valores y el comportamiento de la sociedad gentil cristiana cuyo reconocimiento buscaba.


Se encontraban en un lugar donde el pasado les empujaba y el futuro les aprisionaba. Estaban en un lugar en el que no tenían un terreno que pisar. Una situación parecida a la de Karl Rossman en América, cuando se encuentra perdido en la casa de campo de un amigo de su tío, y de noche, en medio de un pasillo, después de que la joven Clara le expulse de su cuarto, piensa desesperado: «si por lo menos pudiera verse en alguna parte del pasillo una claridad que saliese de una puerta u oírse una voz aunque apenas fuera perceptible desde la lejanía». 


Para comprender su tiempo, era necesario comprender la cuestión judía. Arendt buscó diversos personajes, desde Rahel Varnhagen hasta Charles Chaplin pasando por Heinrich Heine. Pero, entre ellos, nos interesa uno: Franz Kafka. Como los demás, forma parte de la tradición oculta, de esos judíos a los que no se ha prestado atención y que han permanecido escondidos como parias conscientes. Al final de un artículo sobre los refugiados, Arendt indica que esta es una tradición minoritaria de judíos que 


no quisieron convertirse en advenedizos, sino que prefirieron el estatus de ‘parias conscientes’. Todas las grandes cualidades judías —el ‘corazón judío’, la humanidad, el humor, la inteligencia desinteresada— son cualidades del paria. Todos los defectos judíos —la falta de tacto, la estupidez política, el complejo de inferioridad y la avaricia— son características del advenedizo.


En el ensayo cuyo nombre dio título a la obra, «La tradición oculta», Arendt exploró la noción del paria a través de los rasgos que Heine, Lazare, Chaplin y Kafka podían aportar a esta figura. En el caso concreto del escritor de Praga, se trata de «la recreación poética del destino de un ser humano que no es sino alguien de buena voluntad». Por eso hemos querido denominar a este rostro el del paria de buena voluntad: no es sólo un paria consciente, como en Lazare, que es un rebelde y entra al escenario de la política; no es tampoco el inocente ni el Schlemihl de Heine, porque afronta el mundo concreto y vivirá agónicamente en el mundo; y tampoco es el sospechoso de Chaplin. En cierto sentido posee todos esos rasgos, pero hay uno que lo define de manera especial: su buena voluntad. Exigirá lo que le corresponde como ser humano, aunque sea un extraño. Por eso Arendt dirá que «su voluntad se aplica sólo a aquello a lo que todos los seres humanos tienen derecho de manera natural». La importancia de este hecho es que el paria de buena voluntad podrá convertirse en un mensajero universal, en la figura que observe cómo la universalización del paria es algo inminente. 


El paria kafkiano, que amenaza con esa universalización, encuentra una tercera salida ciertamente complicada que consiste en reclamar lo universal. Las dos salidas que en el siglo XIX habían podido ejercer los parias, hacia la bohemia o hacia la salvación a través de la naturaleza y del arte, no tenían ya sentido en el tiempo del escritor de Praga. Así, Arendt afirma que la figura del paria en la obra de Kafka aparece dos veces, «una, en su primer relato, Descripción de una lucha, y otra, en su última novela, El castillo». Si hemos argumentado que la obra completa de Kafka está transida por el judaísmo, encontraremos similitudes argumentativas y temáticas en otras obras —aunque estas dos sean ciertamente interesantes para la cuestión—. 


De hecho, hemos escogido aquí un texto relativamente desconocido dentro del corpus kafkiano: un breve cuento titulado «Un cruzamiento». Comienza así: 


Tengo un animal singular, mitad gatito, mitad cordero. Es una herencia de mi padre, aunque sólo se ha desarrollado desde que está conmigo, antes era mucho más cordero que gatito y ahora, en cambio, es ambos más o menos en la misma proporción. 


Resulta sorprendente encontrar descrita en unas breves líneas la problemática de una generación entera. Por un lado, la herencia del padre unida a la importancia de la tradición y de un pasado del que no se puede huir, pero al que uno mismo no pertenece. Por otro, la situación del que se encuentra en terreno de nadie: es y no es un gato; es y no es un cordero. No tiene unos atributos ni otros, pero los tiene todos. Es el judío centroeuropeo finisecular. Un ser humano extraño, un cruzamiento. 


Y es que los personajes con los que se cruzan los protagonistas de Kafka sufren siempre la misma expresión. A los héroes kafkianos se les dice, como el primer interlocutor de «Descripción de una lucha»: «¿sabe cómo es usted? Usted es muy raro». Y eso no les resulta desagradable, no a priori, porque en ello encuentran el interés que otra persona siente por ellos. No parecen ser invisibles. Les hace tambalearse hacia una cierta existencia de identificación con los demás. Y, sin embargo, las historias concluyen siempre de otra manera. En El castillo, llegando ya casi al final y culmen de la obra, los posaderos abroncan a K., ya que no pueden más que sorprenderse y decir: «¡Qué clase de hombre tiene que ser para no respetar nada de eso!». No respetar nada de las costumbres burocráticas, los irracionales deseos y las extrañas locuras burocráticas con las que todos viven. 


Pues bien, se trata de la clase de hombre que es el paria consciente, y mejor, el hombre de buena voluntad. La clase de hombre que lucha por sus derechos como un ser humano finito y consciente de su falibilidad y su limitación. Muchas veces la tensión que nos producen los personajes de Kafka proviene de que no podemos concebir que el héroe pueda caer en la infamia de ser un parvenu, pero el escritor nos muestra que es una posibilidad: son, como nosotros, seres humanos. Nos lo muestra en el darnos a un hombre corriente, a un médico rural, a un extranjero como el K. de El castillo. Y muchas veces sospechamos que puedan acabar por «sacrificar todo lo natural, disimular toda verdad, abusar de todo amor, y no sólo reprimir toda pasión, sino, lo que es peor, utilizarla como medio para ascender». Ese es el vigor de la literatura de este autor, que, al mismo tiempo, debido al carácter abstracto de sus personajes, hace difícil su identificación como judíos. Es cierto, como dice Nuria Sánchez Madrid, que «Kafka se habría convertido, con Heine, en el bardo del pariah consciente, conocedor de las trampas del asimilacionismo perseguido por los parvenus». 


Arendt, que en su trabajo en Shocken Books quiso mostrar a su país de adopción lo que Kafka había escrito, considera que El castillo es una «novela que uno casi diría dedicada al problema judío». Pero si se puede afirmar la judeidad de esta novela, las semejanzas con El proceso deben indicar una similitud relevante. Si en la primera leemos esta conversación, 


«Ayer Schwarzer exageró, su padre no es más que subalcaide e incluso uno de los de rango inferior». En este momento a K. el posadero le pareció un niño. «¡Es un bribón!», dijo K. riendo; pero el posadero no le acompañó con su risa, en lugar de lo cual dijo: «Su padre es también alguien poderoso». «¡Vamos!», dijo K. «A cualquiera consideras poderoso. ¿Tal vez también a mí?» «A ti», dijo tímidamente pero con tono serio, «no te considero poderoso». 


En la segunda nos podemos encontrar diálogos como este: 


El pintor se inclinó sobre él y le susurró al oído para que no le oyeran afuera: «También estas muchachas pertenecen al tribunal». «¿Cómo?, preguntó K., apartó la cabeza hacia un lado y miró al pintor. Pero éste volvió a sentarse en su silla y dijo en parte en broma y en parte como explicación: «Todo pertenece al tribunal» «Aún no me he dado cuenta de eso», dijo K., sin rodeos, la observación general del pintor le quitaba a su alusión a las muchachas todo lo que tenía de inquietante. 


Es posible, por tanto, afirmar que hay una reciprocidad conceptual entre las novelas que permite destacar elementos comunes y que convierte los rasgos fundamentales de una de ellas en temas subrepticios en la otra. En las conversaciones de los K. siempre hay una estructura parecida: todos son poderosos y no poderosos, siempre hay alguien por encima que convierte al otro en no poderoso y puede dominar, pero en cualquier caso K. nunca es poderoso. Siempre es otro: la piedra de toque será, al final, cómo aceptará la otredad el héroe kafkiano. En eso se encuentra la gran batalla, porque «con Hannah Arendt, los humillados y los ofendidos se convierten en portadores de nuevos valores».


En el proceso de llevar al mundo esos valores los parias de la filósofa judía se encuentran, precisamente, con el problema de encontrar una forma de pertenecer al mundo. En sus escritos, Arendt parece dar a entender que el único hombre de buena voluntad es el K. de El castillo, sin darse cuenta de que los Barnabases también lo son, y olvidándose de caracterizarlos como parias. Sin embargo, cuando al final Arendt afirma que lo que se desprende de la obra de Kafka es que todos podemos ser el hombre de buena voluntad, da muestras implícitas de haber comprendido que K. no está solo. Los Barnabases son auténticos parias, por eso donde K. se siente cómodo es en su casa. Por ejemplo, a K. le llama la atención la mirada de Amalia, «orgullosa y sincera en su recato». De ahí que le pregunte: «¿Eres de aquí de este pueblo? ¿Has nacido aquí?». La respuesta es afirmativa. Puede parecer extraño, pero el paria no tiene por qué venir de fuera, puede perfectamente estar asentado de alguna forma en la comunidad. He ahí el problema de los judíos. Sin embargo, podemos intuir un cierto destello de esperanza en esta novela: hay más hombres de buena voluntad además de K., y su muerte no es en vano porque ha enseñado a las personas del pueblo que se puede luchar, que se pueden exigir los universales. Ha logrado lo que esta familia no podría haber logrado jamás porque, sin ser advenedizos, eran tan profundamente rechazados que no luchaban. Solo había resistencia pasiva, como la de Amalia. Esa capacidad vital no es algo sencillo, porque los protagonistas siempre se topan con la respuesta de la posadera de El castillo a K.: 


Usted no es del castillo, usted no es del pueblo, usted no es nada. Pero por desgracia usted sí es algo, un forastero, alguien que está de más aquí, que estorba allá donde va, alguien por quien se está siempre metido en líos.


El paria, el extranjero, aquel que es nada, pero algo es. Se le conoce, pero no se le reconoce. Solo causa problemas, porque irrumpe en la cotidianidad y la normalidad del pueblo. De ahí que más adelante la posadera, indignada, espete a K. esta frase lapidaria:


Nada más que por esta razón voy a decirle que desconoce absolutamente las condiciones de trabajo que hay aquí, a uno le estalla la cabeza cuando se le escucha y cuando se compara mentalmente lo que usted dice y piensa con lo que es la realidad. 


El sueño se ha convertido en realidad, la pesadilla que leemos es la realidad. Lo que hay en la mente de K. es el sueño, la locura, la ignorancia. El mundo se ha invertido. El forastero no conoce la lengua, el lenguaje del castillo ni del pueblo: no sabe leer cartas, y no sabe leer el conjunto de significaciones lingüísticas, los códigos que constituyen el nomos, las costumbres, las formas de la comunidad que ha creado el sistema. Ahora, la auténtica rebeldía del paria debe consistir en que en ese proceso de lucha por desvelar el engaño de la creación artificial logre incluso enseñar y servir de ejemplo a los demás, como ocurre en el final de El castillo: que el héroe sea, así, un ejemplo de fabricator mundi. Y es que «la mayor herida que la sociedad ha causado desde siempre al paria que para ella es el judío ha sido dejar que éste dudase y desesperase de su propia realidad». El paria que logra superar las adversidades del mundo exterior y afirma una realidad se constituye como el héroe arendtiano. Ha ganado a esa sociedad de «absolutos nadies en frac»: ha afirmado con valentía que tiene derecho a tener derechos. Los K. algún día lograrán convertir, como quería Kafka, al pueblo judío en un «pueblo como los demás», eliminando la posición excepcional que éste tiene. 


Sólo conociendo a los dos grandes poetas de posguerra se conoce nuestro tiempo. Por un lado, está Brecht, al que Arendt dedicó también un ensayo, y cuyo poema sobre Lao Tse fue «un talismán» para la pareja Arendt- Blücher en la época de Gurs-Villemalard. Es de nuevo Young-Bruehl quien recuerda que, cuando en 1939 comienzan a llevarse a muchos exiliados a los campos de internamiento, Benjamin estaba en Dinamarca con Brecht, y éste le da un poema inédito. Benji se lo deja a sus amigos: Arendt se lo aprende de memoria y Blücher está encantado con esos versos. En el campo de Villemalard, a donde se lo llevan, «lo trató como un talismán sagrado, dotado de poderes mágicos; aquellos compañeros reclusos que, al leer el poema lo entendían, era sabido que podían convertirse en amigos». Brecht es fundamental no solo para el periodo de entreguerras, sino para el totalitarismo. Kafka, sin duda, también: cuando llegaba el final del día y Arendt tenía que volver a su barracón, debía pensar aquello que Kafka escribe en uno de sus primeros cuentos: «es extraño, ¿no?, que sólo la noche sea capaz de sumirnos por completo en los recuerdos». Sin conocerlos, no se comprende el presente. Hay parias que son, sin duda, los contemporáneos de Hannah Arendt. 


Kafka, un contemporáneo apolíneo.


En el Diario filosófico hay una breve anotación muy bella: «Sólo lo muerto —la letra muerta— sobrevive a la palabra viva». ¿Cómo puede ser, nos tenemos que preguntar una y otra vez, que Kafka sea contemporáneo de Hannah Arendt? Parece que la respuesta más evidente se encuentra en el carácter profético de sus escritos, aquellos documentos que uno puede encontrar y recuperar del olvido. Pero Franz Kafka no era profético: Franz Kafka vivía ya en un mundo mal construido. 


¿Era posible reconstruir el mundo? Esta pregunta, para la generación de Kafka, tenía que ver necesariamente con la cuestión judía. Esta generación se encontró en un no-lugar, porque no podían volver al judaísmo ni a ser como los judíos que el sionismo aspiraba a crear, pero tampoco podrían ir hacia un asimilacionismo antisemita. De ahí que la categoría fundamental para estos judíos, para Franz Kafka, para Walter Benjamin, para Moritz Goldstein, sea la ambigüedad. No son sionistas como tal, de ahí la dura frase de Kafka: «mi pueblo, suponiendo que tenga uno». Se encontraban en un tiempo y un lugar donde la tradición había perdido la legitimidad, donde el pasado y el futuro eran inciertos. Un lugar donde, como canta la escritora judía en un poema sin título, «Bienaventurado aquel que no tiene patria, porque la verá en sueños». Ahora bien, ¿qué relevancia tiene el carácter judío y la importancia del tiempo en la obra de Kafka para su expresión de contemporaneidad? 


En una reseña de aquel maravilloso descubrimiento que fue La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, dice Arendt: 


En cuanto a Kafka, es nuestro contemporáneo sólo en un grado limitado. Es como si hubiese escrito desde el punto de vista de un futuro distante, como si solo se hubiese sentido o hubiese podido sentirse en casa en un mundo que ‘todavía no’ es. Esto nos sitúa a cierta distancia de él siempre que nos disponemos a leer o discutir su obra, una distancia que no disminuirá, incluso aunque sepamos que su arte es expresión de algún mundo futuro que es nuestro futuro —si es que hemos de tener alguno—.  


Hermann Broch, piensa la filósofa alemana, es el nexo perdido que conecta a Kafka y a Proust, el último un pensador del «ya no» y el primero un escritor del «todavía no». Lo relevante es que el escritor de Praga y el escritor francés son judíos, pero también lo es Broch, como ya hemos recordado en otro momento. Arendt está apuntando ya al abismo entre el «ya no» y el «todavía no», un abismo que ella misma explica que se fue abriendo sangrientamente a partir de 1914. Eso esclarecería una diferencia curiosa entre la recepción que tuvo la lectura del cuento kafkiano «En la colonia penitenciaria» en un auditorio en 1914 y en 1916. Como observa Hernández Arias, 


Kafka redactó este relato en octubre de 1914, poco después del inicio de la I Guerra Mundial. Es muy probable que en el texto se reflejen los sentimientos de Kafka ante el conflicto bélico. Kafka lo leyó en público el 10 de noviembre de 1916 en Münich, fue la única lectura pública en su vida literaria. No se sabe bien por qué eligió este relato tan problemático; según algunos informes, la lectura causó un profundo desagrado entre muchos oyentes, algunas personas se desmayaron, otros abandonaron la sala antes de que terminara la lectura. 


Es interesante contrastar esta reacción con la que comenta, muy calmadamente, Kafka en su Diario el 2 de diciembre de 1914: «Por la tarde, en casa de Werfel, con Max [Brod] y [Otto] Pick. Les he leído En la colonia penitenciaria, no descontento del todo, exceptuando los errores clarísimos, indelebles». La tempestad, que todavía no era real para muchos, se estaba fraguando en 1914, pero había que ser Franz Kafka para comprenderlo. No como profeta, sino como un hombre que conocía el tiempo en que vivía… un tiempo muy lejano, un tiempo del «todavía no». 


Probablemente por esta capacidad de alejarse de su propio tiempo consideró Arendt que había podido prever magistralmente las derivas técnicas y científicas que llegarían en el siglo XX. De esta forma, el capítulo VI de La condición humana se encabeza con una cita de Kafka: «Encontró el punto de Arquímedes, pero lo usó contra sí mismo; parece que sólo se le permitió encontrarlo con esta condición». El escritor judío, afirma Arendt, nos avisó de que no usáramos el punto de Arquímedes contra nosotros mismos, que no lo aplicáramos al hombre. Pero, como bien muestra la Historia, son pocos los que hacen caso de las indicaciones de los artistas. De haber formulado públicamente sus pensamientos sobre el punto arquimédico y cómo lo usaríamos contra nosotros mismos, los contemporáneos de Kafka se habrían reído de él. Y, sin embargo, en 1956 Arendt anota en su Diario, después de la cita con la que poco después encabezaría el capítulo de La condición humana, que 


eso es exactamente lo que hacemos hoy en las ciencias naturales. El punto arquimédico está fuera de la tierra; si lo utilizan los hombres de la tierra no pueden menos de dirigirlo contra ellos; sólo bajo la condición de que los habitantes de la tierra sean capaces de prescindir de su bienestar puede encontrarse el adecuado punto arquimédico. 


El punto clave se encuentra, como ya hemos visto en cierta manera, pero que debemos desarrollar de forma más explícita, en el horror ante la burocracia que Kafka desarrolló. En la única ocasión en que Arendt cita a Kafka en The Origins of Totalitarianism menciona este hecho, que ya había estudiado en «Franz Kafka: una reevaluación». Y, de nuevo, alude a esa especial capacidad kafkiana para mirar más allá de su propio tiempo o para ser consciente de la deriva que iba a sufrir su tiempo: 


En lugar de inspirar una sensación de patraña, la burocracia austríaca llevó a su mayor escritor moderno a convertirse en el humorista y crítico de toda la cuestión. Franz Kafka conocía lo suficientemente bien la superstición del destino que posee a las personas que viven bajo la norma continua de los accidentes, esa tendencia inevitable hacia una lectura de un significado especial sobrehumano en los acontecimientos cuyo significado racional está más allá del conocimiento de los implicados. […] Expuso el orgullo en lo necesario como tal, incluso en la necesidad del mal, y mostró esa presunción nauseabunda que identifica el mal y la desgracia con el destino. Lo sorprendente es que pudiera hacer esto en un mundo en el que los principales elementos de esta atmósfera no estaban totalmente articulados; confió en el gran poder imaginativo que tenía para sacar todas las conclusiones necesarias y, por así decirlo, para completar con su imaginación lo que la realidad había fallado en mostrar de manera completa. 


Es cierto, Franz Kafka auguraba que una tormenta caería sobre Europa. Presintió que la tormenta que muchas veces él vivía como cayendo sobre sus propios hombros —con ese trágico carácter que tenía el escritor— llegaría a ser vivida por Europa en su conjunto. Y la raíz de la cuestión se encuentra en la burocracia: una fría, hostil, gris, presuntamente racional máquina que la modernidad había dado al hombre y de la que el hombre no conseguía despegarse. 


En 1945 los horrores de la racionalidad burocrática se hicieron patentes. Ese año, Kurt Blumenfeld, el amigo y maestro de Arendt en el sionismo, se va a Jerusalén. Arendt se escribe mucho en esos días con Scholem, que está en esa misma ciudad desde 1923: 


Junto con Scholem, comulga con la decepción de sus ilusiones y el desencanto del ideal sionista, en el que creyeron como fuerza espiritual, política, intelectual y cultural. Se consuelan releyendo a Kafka: él descifrando en sus obras una visión teológica del mundo, y ella reconociéndolo como el escritor de una culpabilidad que se transforma inexorablemente en destino. Desde el descubrimiento de la Shoah, Kafka es, a los ojos de Hannah, el único escritor que presintió que el universo a priori imaginario de la pesadilla se haría realidad. Kafka sigue siendo para ella una fuente, una clave para la comprensión del mundo contemporáneo, el único agitador de la conciencia europea. 


Es necesario agitar la conciencia europea para hacer flagrante el horror burocrático. Kafka descubrió que, en este sistema, sólo la máquina dota de reconocimiento y significación e importancia a las personas. Si no, no se es nadie, por eso es tan importante obedecer a los funcionarios. Se ve muy claramente con el ejemplo de Klamm, el gran funcionario, en El astillo. La posadera, antigua amante de ese funcionario —al que ni siquiera después de casarse ha podido olvidar—, le dice a K.: «Que ya no había vuelto a llamarme era una señal de que me había olvidado. A quien ya no vuelve a llamar le olvida por completo». Llamar es invocar el nombre de alguien, dotar de realidad, reconocer como un tú. Es participar del discurso y de la acción, es ser reconocido en el espacio público como ser humano. Pero si a un ser humano no se le llama, si se olvida, no se es nadie para el sistema. La existencia, en la modernidad burocrática, toma una extraña dependencia del sistema.


De ahí el afán de los individuos por realizar su función de manera perfecta, sin errores, hasta el punto de identificarse con ella. Hay una frialdad oscura porque el sistema, inhumano, pregunta lo obvio a los ojos humanos, pero que no es obvio a ojos de la burocracia. Esto, piensa Karl Rossman, es común tanto en Europa como en América, y recuerda «cuánto había tenido que irritarse su padre por las molestas e inútiles preguntas de la autoridad administrativa cuando fue a hacer el pasaporte». Kafka conocía esta realidad de primera mano a través de su trabajo, y siempre estuvo obsesionado con ella. La prueba está en que las tres novelas lo tienen inscrito en el origen, y no hacen más que dar pruebas de ello. La ausencia de vida es clara, pero los héroes siempre están sorprendidos porque se niegan a aceptar que el mundo se haya transformado en un lugar tal: «el castillo, cuya silueta comenzaba a desvanecerse, estaba quieto como siempre, nunca K. había visto en él el menor indicio de vida». 


De ahí también la continua reticencia a ser interrogados por autoridades que no les hacen saber sus delitos ni les quieren dar razones de nada. Una de las escenas más repetidas de El proceso es aquella en la que el protagonista se niega a ser interrogado porque él no ha cometido ningún delito, mientras exige que le expliquen qué está ocurriendo. También en El castillo K. se niega a ser interrogado: son héroes que ante lo irracional y sin sentido de lo burocrático creen ilusamente que no tiene importancia alguna. Pero, al final, toda conversación es, en Kafka, un interrogatorio. Todo es público, todo es conocido. 


Es evidente que El proceso es una novela guiada por la frialdad de una máquina burocrática a la que K. es sometido —y a la que él mismo se somete—. Lo inhumano de esa terrible burocracia elimina la vida; la vida es fría, es gris, y en esos espacios los personajes kafkianos siempre sufren incomprensibles mareos y pérdidas del sentido. Es decir, que hay una interrelación entre la salud de los seres humanos y la burocracia. Lo artificial se enfrenta con la naturalidad del ser humano abstracto que nos muestra Kafka, de ahí que, en El proceso, cuando K. pasa mucho tiempo en los negociados sufre mareos, incluso una especie de «transformación», que sólo terminará cuando salga: en ese momento, «su estado de salud, fortalecido por completo, no le había preparado nunca tales sorpresas». Los héroes kafkianos están acostumbrados a la humanidad y, cuando se encuentran con algo que la hace desaparecer por completo en favor de esa necesidad divina por la que funciona la máquina burocrática, se ven totalmente desamparados. 


Los personajes establecen siempre extrañas amistades. K., paradójicamente, se siente apreciado, reconocido y distinguido sólo por Barnabás, que es el único paria, como él. Y en esa misma medida podemos ver que Arendt se siente acompañada por Kafka, porque «consideraba a sus amigos el centro de su vida», y, como sus amigos eran parias, Kafka era su amigo. Las alegrías de los parias solo son reales cuando encuentran el reconocimiento de alguien como ellos. Lo vemos cuando Barnabás toca el hombro a K. y éste siente «como si ahora volviese a estar todo como antes, como entonces cuando Barnabás apareció por primera vez en su esplendor entre los campesinos que estaban en la taberna, sintió K. ese contacto, cierto que sonriendo, como una distinción». Hay un hombre real frente a lo gris de todo lo demás. Y aquí encontramos un nexo fundamental hacia la lectura previa, hacia la lectura del paria: es el paria el que da color al mundo destruido, es el paria el que puede ser fabricator mundi, el que puede destruir la máquina burocrática. 


Ante una burocracia que es tan supuestamente racional que es irracional, el paria tendrá que luchar. Es inhumano, como se muestra con el frío burocrático que les rodea: 


Con el fin de preservar la habitación del enfermo del frío que penetraba con intensidad, K. no pudo más que hacerle al alcalde una ligera inclinación. Arrastrando consigo después a los ayudantes, salió corriendo de la habitación y cerró apresuradamente la puerta. 


Al final, el héroe será el que descubra la verdad escondida detrás de esa falsa necesidad divina y afirme que la burocracia es «ese embrollo ridículo que en determinadas circunstancias determina la existencia de una persona». Un héroe asombrado que no puede hacer más que reírse ante la locura irracional de una burocracia tan racional e inhumana.

 

Y es que el gran problema que subyace en las tres novelas es que siempre se trata con asuntos, papeles, casos, secciones, no con personas. No hay un rostro humano, sino una necesidad divina. La desesperación de K. le llevará a buscar quién está detrás de eso, en unos casos asumiendo la culpa —El proceso—, en otros casos luchando —El castillo— y, en ocasiones, simplemente sobreviviendo —América—. 


En cualquier caso, el gran héroe kafkiano es el que logra luchar ante lo que el mundo exterior le ofrece como una realidad que él no puede aceptar. Hay un deber moral de los héroes que, además, se corresponde con el deber moral del ser judío, del paria que debe enfrentarse al mundo para declararse orgullosamente ciudadano. De esta manera, creo que podemos reinterpretar la tan conocida historia de «Ante la Ley» en términos del Kafka contemporáneo a través de la afirmación de un polémico artículo —«Para honor y gloria del pueblo judío»—, en el que Hannah Arendt argumentaba que 


Ser judío para ella es, una vez más, ser un combatiente y por lo tanto oponerse a todo aquello que se ha aprendido e interiorizado a lo largo de los siglos: la supresión de la propia identidad y la vergüenza del estar aún ahí. La historia del judaísmo se resume en un lamento de obediencia a la Ley y de interiorización de la diferencia. El nuevo judío al que ella aspira es un judío valiente, orgulloso de serlo, un individuo que considera que ser judío es combatir en la avanzadilla de la clandestinidad por una nueva Europa. 


«Ante la Ley» nos muestra al viejo judío, un ser que expresa un lamento de obediencia y que no lucha, sino que espera. Un ser que se siente diferente al guardián y considera que debe obedecer sus órdenes y hacer caso a lo que se le dicta. Pero el nuevo judío es valiente, es el judío kafkiano, y Arendt se presenta a sí misma como otro guardián que debe ayudar al nuevo judío a aceptar esa valentía. Pero este es el «todavía no», un lugar hacia el que los judíos deben ir aceptando su judeidad, defendiéndose como judíos. 


Podemos concluir recogiendo algunas de las tesis fundamentales que hemos mostrado en este eje que es Kafka como contemporáneo apolíneo. Paradójicamente, aunque como bien indica Daiane Eccel, «en relación con la maquinaria burocrática Kafka no podía referirse a un tiempo que no fuera el suyo propio», la actualidad de sus escritos en el pensamiento de Arendt es flagrante. Lo que ocurre es que es el mismo tiempo: en Arendt simplemente ha cristalizado, se ha radicalizado, pero los elementos de The Origins of Totalitarianism ya estaban en Kafka: la ruptura con la tradición, el espacio entre el «ya no» y el «todavía no». Será acerca de las reflexiones sobre este espacio donde Kafka acompañará, a partir de ahora, a Hannah Arendt.





Tomado de:

DE NAVASCUÉS. Nicolás (2022): "Hannah Arendt lee a Kafka: una conceptualización de los rostros kafkianos a lo largo de la obra arendtiana". En  Claridades. Revista de filosofía. Asociación para la promoción de la Filosofía y la Cultura en Málaga (FICUM) pp. 11-40. 


25 septiembre 2022

El rostro de la locura en nuestra cultura. Michel Foucault

 



El rostro de la locura

 en nuestra cultura


Michel Foucault


Algún día, quizás, ya no sabremos qué era la locura. Su forma se habrá cerrado sobre sí misma, y ​​las huellas que le quedarán ya no serán inteligibles. Para la mirada ignorante, ¿serán esos rastros algo más que simples marcas negras? A lo sumo, formarán parte de esas configuraciones que ahora no podemos formar, pero que serán las redes indispensables que harán legible nuestra cultura y a nosotros mismos para el futuro. Artaud pertenecerá entonces a la base de nuestro lenguaje, y no a su ruptura; las neurosis se colocarán entre las formas que son constitutivas (y no desviadas) de nuestra sociedad. Todo lo que experimentamos hoy como límites, extrañeza o intolerancia se habrá unido a la serenidad de lo positivo. Y lo que nosotros designamos como externo, podría llegar algún día, a designarnos.


Todo lo que quedará será el enigma de esa exterioridad. ¿Cuál será, se preguntarán, esa extraña delimitación que estuvo vigente desde principios de la Edad Media hasta el siglo XX, y tal vez más allá? ¿Por qué la cultura occidental expulsó a sus extremidades la misma cosa en la que podría haberse reconocido fácilmente, donde de hecho se había reconocido de manera oblicua? ¿Por qué, desde el siglo XIX, pero también desde la época clásica, había declarado claramente que la locura era la verdad desnuda del hombre, solo para colocarla en un espacio pálido y neutralizado, donde se canceló casi por completo? ¿Por qué había aceptado las palabras de Nerval y Artaud, y se había reconocido en sus palabras pero no en ellas?


De esta manera, la vívida imagen de las llamas de la razón se desvanecerá. El juego familiar de mirar lo más alejado de nosotros mismos en la locura, de prestar oído a esas voces que, desde lejos, nos dicen más claramente qué somos, ese juego, con sus reglas, sus tácticas, sus inventos, sus artimañas, sus ilegalidades toleradas, no serán más que un ritual complejo cuyos significados se habrán reducido a cenizas. Algo así como esas grandes ceremonias de intercambio y rivalidad en las sociedades arcaicas. Algo así como la atención ambigua que la razón griega prestó a sus oráculos. O esa institución gemela, desde el siglo XIV cristiano, de las prácticas y juicios de brujería. Para las civilizaciones de historiadores no habrá más que las medidas codificadas de confinamiento, las técnicas de la medicina y, por otro lado, lo repentino.


¿Cuál será el sustrato técnico de tal mutación? ¿La posibilidad de que la medicina domine las enfermedades mentales como cualquier otra condición orgánica? ¿El control farmacológico preciso de todos los síntomas psíquicos? ¿O una definición de desviaciones conductuales lo suficientemente rigurosas para que la sociedad pueda proporcionar, para cada una, el modo apropiado de neutralización? ¿O todavía otras modificaciones, ninguna de las cuales tal vez suprimirá realmente la enfermedad mental, pero cuyo significado será eliminar el rostro de la locura de nuestra cultura?


Soy muy consciente de que al formular esa última idea, estoy impugnando algo que normalmente se admite: que el progreso médico algún día podría causar la desaparición de enfermedades mentales, como la lepra y la tuberculosis; pero esa única cosa permanecerá, que es la relación entre el hombre y sus fantasías, su imposible, su dolor no corporal, su cadáver de la noche; que una vez que se anula lo patológico, la oscura pertenencia del hombre a la locura será el recuerdo eterno de un enfermo cuya forma como enfermedad ha sido borrada, pero que vive obstinadamente como infelicidad. A decir verdad, tal idea supone que lo que es más precario, mucho más precario que las constancias de lo patológico, es de hecho inalterable: la relación de una cultura con lo que excluye,


Lo que no tardará en morir, lo que ya está muriendo en nosotros (y cuya muerte lleva nuestro lenguaje actual) es el homo dialéctico, que es desde el principio, del regreso y del tiempo mismo, el animal que pierde su verdad. Ese hombre era el sujeto soberano y el objeto dominado de todos los discursos sobre el hombre, y especialmente sobre el hombre alienado, que han estado en circulación durante mucho tiempo. Afortunadamente, su charla lo está matando.


Tanto es así que ya no sabremos cómo el hombre fue capaz de proyectar a distancia esta figura de sí mismo, cómo pudo llevar más allá del límite lo que dependía de él. Ningún pensamiento podrá pensar en ese movimiento donde todavía muy recientemente el hombre occidental encontró su rumbo. Es esa relación con la locura (y no cualquier conocimiento sobre enfermedades mentales, o una cierta actitud frente al hombre alienado) lo que se perderá para siempre. Todo lo que se sabrá es que nosotros, hombres occidentales de cinco siglos de antigüedad, éramos, en la superficie de la tierra, aquellas personas que, entre muchas otras características fundamentales, tenían una que era más extraña que todas las demás: teníamos un profundo patetismo. La relación con la enfermedad mental, una que nosotros mismos encontramos difícil de formular, pero que era impenetrable para cualquier otra persona, y en el cual experimentamos el más vívido de todos nuestros peligros, y cuál fue quizás nuestra verdad más cercana. No se dirá que estábamos distante de la locura, pero que estábamos en la distancia de la locura. De la misma manera que los griegos no estaban distantes de la arrogancia porque lo condenaron, sino que estaban en el distanciamiento de ese exceso, en medio de la distancia a la que lo mantenían confinado.


Estas personas, que ya no serán nosotros, tendrán que considerar este enigma (un poco como lo hacemos nosotros, cuando tratamos de entender hoy cómo Atenas logró enamorarse y desenamorarse de la sinrazón de Alcibíades): cómo ¿Podrían los hombres haber buscado su verdad, sus palabras esenciales y sus signos en un riesgo que los hizo temblar, y de los cuales no pudieron desviar su mirada, una vez que les llamó la atención? Esto les parecerá aún más extraño que preguntarle a la muerte sobre la verdad del hombre; porque al menos la muerte dice lo que serán todos los hombres. La locura, por otro lado, es ese peligro raro, una posibilidad que pesa poco en relación con los temores que genera y las preguntas que se le hacen. ¿Cómo, en una cultura, podría una eventualidad tan delgada llegar a tener tal poder de temor revelador?


Para responder a esa pregunta, estas personas que nos mirarán por encima del hombro tendrán poco para continuar. Solo unas pocas pistas: un miedo que volvió repetidamente a lo largo de los siglos de que la locura se levantaría y hundiría al mundo; los rituales que rodean la exclusión e inclusión del loco; esa cuidadosa atención, desde el siglo XIX en adelante, que trató de sorprender en la locura algo que revelara la verdad del hombre; la misma impaciencia que rechazó y aceptó las palabras de locura, una vacilación para reconocer su estupidez o su decisión.


En cuanto al resto: ese único movimiento con el que vamos a encontrarnos con la locura de la que nos estamos distanciando, ese reconocimiento aterrado, que será para fijar el límite y compensarlo inmediatamente a través del tejido de un solo significado, todo eso quedará reducido al silencio, al igual que para nosotros hoy la trilogía griega de manía, arrogancia y alogia, o la postura de desviación chamánica en una sociedad primitiva particular, están en silencio.


Estamos en ese punto, ese pliegue en el tiempo, donde un cierto control técnico de la enfermedad oculta en lugar de designar el movimiento que cierra la experiencia de la locura en sí mismo. Pero es precisamente ese pliegue lo que nos permite desplegar lo que se ha enroscado durante siglos: enfermedad mental y locura: dos configuraciones diferentes, que se unieron y se confundieron a partir del siglo XVII, y que ahora se están separando ante nuestros ojos. o más bien dentro de nuestro idioma.


Decir que la locura está desapareciendo hoy es decir que la implicación que la incluyó tanto en el conocimiento psiquiátrico como en una especie de reflexión antropológica se está deshaciendo. Pero eso no quiere decir que la forma general de transgresión de la que la locura ha sido la cara visible durante siglos esté desapareciendo. Ni esa transgresión, justo cuando comenzamos a preguntarnos qué es la locura, no está en proceso de dar a luz una nueva experiencia.


No hay una sola cultura en ningún lugar del mundo donde todo esté permitido. Y se sabe desde hace algún tiempo que el hombre no comienza con la libertad, sino con los límites y la línea que no se puede cruzar. Los sistemas que los actos prohibidos obedecen son familiares, y cada cultura tiene un esquema distinto de prohibiciones de incesto. Pero la organización de las prohibiciones en el lenguaje todavía se entiende poco. Los dos sistemas de restricción no se superponen uno sobre el otro, como si uno fuera simplemente la versión verbal del otro: lo que no debe aparecer en el nivel del habla no es necesariamente lo que está prohibido en el orden de los actos. Los zuni, que prohíben el incesto de un hermano y una hermana, sin embargo lo narran, y los griegos contaron la leyenda de Edipo. Inversamente, el código de 1808 abolió las viejas leyes penales contra la sodomía, pero el lenguaje del siglo XIX era mucho más intolerante con la homosexualidad (al menos en su forma masculina) que el lenguaje de épocas anteriores. Y es bastante probable que conceptos psicológicos como la compensación y la expresión simbólica sean totalmente inadecuados para dar cuenta de tal fenómeno.


Algún día será necesario estudiar el campo de las prohibiciones en el lenguaje en toda su autonomía. Tal vez aún es demasiado pronto para saber exactamente cómo se podría realizar dicho análisis. ¿Se podrían usar las divisiones que actualmente están permitidas en el lenguaje? En primer lugar, en la frontera entre el tabú y la imposibilidad, debemos identificar las leyes que rigen el código lingüístico (las cosas que se llaman, tan claramente, fallas del lenguaje ); y luego, dentro del código, y entre las palabras o expresiones existentes, aquellas cuya articulación está prohibida (la serie religiosa, sexual, mágica de palabras blasfemas); luego las declaraciones que están autorizadas por el código, lícitas en el acto de hablar, pero cuyo significado es intolerable para la cultura en cuestión en un momento dado: aquí un desvío metafórico ya no es posible, porque es el significado en sí mismo el que es el objeto de censura. Finalmente, hay una cuarta forma de lenguaje excluido: consiste en enviar el discurso que aparentemente se ajusta al código reconocido a un código diferente, cuya clave está contenida dentro de ese discurso, de modo que el discurso se duplique dentro de sí mismo; dice lo que dice, pero agrega un excedente mudo que dice en silencio lo que dice y el código según el cual se dice. No se trata de un lenguaje codificado, sino de un lenguaje estructuralmente esotérico. Es decir que no comunica, mientras lo oculta, un significado prohibido; se establece desde el primer instante en un pliegue esencial del habla. Un pliegue que lo explota desde adentro, quizás hasta el infinito. Lo que se dice en tal lenguaje es de poca importancia, como lo son los significados que se entregan allí. Es esta oscura y central liberación del discurso en el corazón de sí misma, su vuelo incontrolable a una región siempre oscura, que ninguna cultura puede aceptar de inmediato. Tal discurso es transgresor, no en su significado, no en su materia verbal, sino en su lugar .


Es bastante probable que toda cultura, de cualquier naturaleza, sepa, practique y tolere (hasta cierto punto) pero igualmente reprima y excluya estas cuatro formas de discurso prohibido.


En la historia occidental, la experiencia de la locura ha cambiado a lo largo de esta escala. A decir verdad, durante mucho tiempo ocupó una región indecisa, que es difícil para nosotros definir, entre la prohibición de la acción y la del lenguaje: de ahí la importancia ejemplar del furor inanitas, maridaje que prácticamente organizó, según los registros de acción y discurso, el mundo de la locura hasta el final del Renacimiento. La época del Gran Confinamiento (los Hôpitaux généraux, Charenton, Saint-Lazare, que se organizaron en el siglo XVII) marca una migración de locura hacia la región de los locos: la locura en adelante guarda poco más que una relación moral con los actos prohibidos ( permanece esencialmente vinculado a tabúes sexuales), pero está incluido en el universo de las prohibiciones del lenguaje; con locura, el confinamiento clásico encierra el libertinaje del pensamiento y el habla, la obstinación en la impiedad o la heterodoxia, la blasfemia, la brujería, la alquimia, todo en resumen que caracteriza a la voz y mundo prohibido de sinrazón; la locura es el idioma excluido, el que contra el código del lenguaje pronuncia palabras sin significado (el ' loco', el ' imbéciles', el ' demente'), o el que pronuncia palabras sagradas (el ' violento', el ' frenético'), o el que pone en circulación los significados prohibidos ('libertinos', el ' obstinado'). La reforma de Pinel fue mucho más la consagración más visible de la represión de la locura como discurso prohibido que una modificación de la misma.


Esa modificación solo se produjo realmente con Freud, cuando la experiencia de la locura cambió hacia la última forma de prohibición del lenguaje mencionada anteriormente. En ese momento, dejó de ser una falla del lenguaje, una blasfemia pronunciada en voz alta o un significado intolerable (y en ese sentido, el psicoanálisis es de hecho el gran levantamiento de las prohibiciones que el mismo Freud definió); apareció como un discurso envuelto en sí mismo, diciendo, debajo de todo lo que dice, algo más, para lo cual es al mismo tiempo el único código posible: un lenguaje esotérico tal vez, ya que su lenguaje está contenido dentro de un discurso que finalmente no dice nada aparte de esta implicación.


El trabajo de Freud debe tomarse como lo que es; no descubre que la locura está atrapada en una red de significados que comparte con el lenguaje cotidiano, lo que nos autoriza a hablar de ello con los tópicos cotidianos del vocabulario psicológico. Desplaza la experiencia europea de la locura al situarla en la región peligrosa, aún transgresora (y, por lo tanto, aún prohibida, pero de una manera particular), que es la de las lenguas que se implican a sí mismas, es decir, qué estado en su declaración es la lengua con la que decirlo. Freud no descubrió la identidad perdida de un significado; identificó la figura irruptiva de un significante que es absolutamente diferente a los demás. Eso solo debería haber sido suficiente para proteger su trabajo de todas las intenciones psicologizantes que nuestro medio siglo ha empleado para sofocarlo en el nombre (el nombre irrisorio) del ' ciencias humanas' y su unidad asexual.


Por ese mismo hecho, la locura apareció, no como la artimaña de un significado oculto, sino como una prodigiosa reserva de significado. Pero " reserva" aquí debe entenderse menos como una acción que como una cifra que contiene y suspende el significado, lo que proporciona un vacío donde todo lo que se propone es la posibilidad aún no lograda de que un cierto significado pueda aparecer allí, o un segundo, o un tercero , y así hasta el infinito. La locura abre una reserva lacustre, que designa y demuestra este vacío donde el lenguaje y el habla se implican entre sí, formando uno sobre la base del otro, y hablando de nada más que su relación todavía muda. Desde Freud, la locura occidental se ha convertido en un no-idioma porque se ha convertido en un doble idioma (un idioma que solo existe en este discurso, un discurso que no dice nada más que su idioma), es decir, una matriz del idioma que, estrictamente hablando, dice nada. Un pliegue de lo hablado que es una ausencia de trabajo.


Algún día, habrá que reconocer que Freud no hizo hablar a una locura que había sido un idioma genuino durante siglos (un idioma que estaba excluido, la locura garrulosa, el habla que se extendía indefinidamente fuera del silencio reflexivo de la razón); lo que hizo fue silenciar el Logos irracional; lo secó; obligó a sus palabras a regresar a su fuente, todo el camino de regreso a esa región en blanco de auto-implicación donde nada se dice.


Percibimos cosas que actualmente están sucediendo a nuestro alrededor en una luz que aún es tenue; y, sin embargo, en nuestro idioma, se puede discernir un movimiento extraño. La literatura (y esto probablemente desde Mallarmé), a su vez, se está convirtiendo lentamente en un idioma [un idioma] cuyo discurso [ parole ] establece, al mismo tiempo que lo que dice y como parte del mismo movimiento, el idioma [la langue] que lo hace descifrable como discurso. Antes de Mallarmé, escribir era una cuestión de establecer el discurso dentro de un idioma determinado, de modo que una obra hecha del lenguaje fuera de la misma naturaleza que cualquier otro idioma, pero para los signos (y eran majestuosos) de Retórica, el Sujeto o Imágenes. A finales del siglo XIX (en el momento del descubrimiento del psicoanálisis, o sus alrededores), se había convertido en un discurso que inscribía en sí mismo el principio de su propia decodificación; o en cualquier caso, suponía, debajo de cada una de sus oraciones, cada una de sus palabras, el poder soberano para modificar los valores y significados del lenguaje al que a pesar de todo (y de hecho) pertenecía; suspendió el reinado del lenguaje en el presente de un gesto de escritura.


Una consecuencia es la necesidad de estos idiomas secundarios (lo que llamamos crítica, en resumen): ya no funcionan como adiciones externas a la literatura (juicios, mediación, retransmisiones que se consideraron útiles entre un trabajo examinado en el enigma psicológico de su creación y el acto de consumo que está leyendo). Ahora son parte, en el corazón de la literatura, del vacío que crea en su propio idioma; son el movimiento necesario, pero necesariamente inacabado, mediante el cual el habla vuelve a su lenguaje, y por el cual el lenguaje se establece en el habla.


Otra consecuencia es esa extraña proximidad entre la locura y la literatura, que no debe interpretarse como un parentesco psicológico que finalmente se ha puesto al descubierto. Descubierta como una lengua que se silencia a sí misma en su superposición sobre sí misma, la locura no demuestra ni relata el nacimiento de una obra (o algo que, por genio o por casualidad, podría haberse convertido en una obra); designa la forma vacía de la que proviene dicha obra, es decir, el lugar del que está incesantemente ausente, donde nunca se encontrará porque nunca ha estado allí. Allí, en esa región pálida, debajo de esa cubierta esencial, se revela la incompatibilidad gemela de una obra y locura; Es el punto ciego de la posibilidad de cada uno y de su exclusión mutua.


Pero desde Raymond Roussel, desde Artaud, también es el lugar donde el lenguaje se acerca más a la literatura. Pero no lo aborda como si su tarea fuera formular lo que ha encontrado. Es hora de entender que el lenguaje de la literatura no está definido por lo que dice, ni por las estructuras que lo hacen significar algo, sino que tiene un ser, y que se trata de ese ser que debe ser cuestionado. Pero, ¿qué es ese ser en la actualidad? Algo, sin duda, que está relacionado con la auto-implicación, con el doble y el vacío que está vacío dentro de él. En ese sentido, el ser de la literatura, tal como se ha creado desde Mallarmé y aún lo es hoy, alcanza la región donde, desde Freud, se ha promulgado la experiencia de la locura.


A los ojos de no sé qué cultura futura, y tal vez ya está muy cerca, seremos las personas que unieron más de cerca dos frases que nunca se pronuncian realmente, dos frases tan contradictorias e imposibles como las famosas ' ' Yo escribo' y ' Estoy delirando'. De esta manera nos encontramos junto a otras mil culturas que se agruparon ' Estoy enojado' con ' Soy un animal', o ' Soy un Dios' o ' Soy un signo', o incluso " Soy una verdad", como fue el caso durante el siglo XIX hasta Freud. Y si esa cultura tiene gusto por la historia, recordará que Nietzsche, enloqueciendo, proclamó (en 1887) que él era la verdad (por qué soy tan sabio, por qué sé tantas cosas, por qué escribo libros tan buenos, por qué soy una fatalidad); y que menos de cincuenta años después, Roussel, en vísperas de su suicidio, escribió en Comentario j'ai écrit certain de mes livres la historia, sistemáticamente hermanada, de su locura y sus técnicas de escritura. Y sin duda se sorprenderán de que hayamos podido reconocer un parentesco tan extraño entre lo que, durante tanto tiempo, fue temido como un grito, y lo que, durante tanto tiempo, fue esperado como una canción.


Pero tal vez esta mutación no parezca merecer ningún asombro. Después de todo, nosotros somos los que, hoy, nos sorprende ver que dos idiomas (el de la locura y el de la literatura) se comunican, cuando su incompatibilidad fue construida por nuestra propia historia. Desde el siglo XVII, la locura y la enfermedad mental han ocupado el mismo espacio en el campo de los idiomas excluidos (en términos generales, el de la locura). Cuando ingresa a otra región de lenguaje excluido (una que está circunscrita, se considera sagrada, se teme, se erige verticalmente sobre sí misma, reflejándose en un pliegue inútil y transgresor, y se conoce como literatura), la locura se libera de su parentesco (antiguo o reciente, según la escala que elijamos) con enfermedad mental.


Este último, con toda certeza, está listo para ingresar a una región técnica que está cada vez más bien controlada: en los hospitales, la farmacología ya ha transformado las habitaciones de los inquietos en grandes acuarios tibios. Pero por debajo del nivel de estas transformaciones, y por razones que les parecen externas (al menos para nuestra mirada actual), un desenlace está comenzando a ocurrir: la locura y la enfermedad mental están deshaciendo su pertenencia a la misma unidad antropológica. Esa unidad misma está desapareciendo, junto con el hombre, un postulado pasajero. La locura, el halo lírico de la enfermedad, atenúa sin cesar su luz. Y lejos de la patología, en el lenguaje, donde se pliega sobre sí mismo sin decir nada, una experiencia está surgiendo donde está en juego nuestro pensamiento; su inminencia, visible ya pero absolutamente vacía, aún no se puede nombrar.



Texto publicado en 1961.

Tomado de: bloguemia