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18 febrero 2015

Contribución a la metafísica fascista. Tomas Abraham




Contribución a la metafísica fascista

Tomas Abraham



El problema de la decadencia de Occidente es de larga data. Los filósofos y los intelectuales tienen la tarea de situar el momento y seguir su evolución, mejor dicho su involución. Porque hubo épocas que los filósofos y pensadores de la Revolución Argentina consideraron ejemplares. Para empezar el Imperio Romano, modelo de civilización, sociedad vital con tendencia a la expansión como toda sociedad que se precie, un patriciado homogéneo y seguro de su destino, una administración ejemplar, un ejército civilizador, un derecho que fija los límites y los alcances de la propiedad privada, que sella con la ley las prerrogativas del poder del padre, que le da su lugar a la esposa, a la casa y a la familia, y, que, en su mejor momento, cae bajo las cenizas de sus excesos, dejando el marco adecuado para la Ciudad de Dios, el Imperio Católico Romano. La otra sociedad ejemplar es la gótica del medioevo, por su integridad, por la cohesión en todas sus partes, por el matrimonio entre el poder terrenal y el divino, por la proliferación de frailes, por la permanente invocación de cada cosa al Señor, feudal y celestial, por la conjunción entre caballeros de la espada y mensajeros de la Cruz, por la bendita cruzada, por Santo Tomás que demostró lógicamente la existencia de Dios y por el paisaje imponente de las Catedrales de la Fe. Después la nada, una nada que fue desparramándose de a poco como gelatina nihilista. Se acostumbra en nuestro país a creer que los filósofos y los pensadores son progresistas por definición y oficio, que resisten al poder, que tiene la rebeldía del que se opone, que tienen barba, miran con recelo y si no son comunistas lo fueron. Se cree además que la única historia de la filosofía es la historia oficial, la de la rutina académica que comienza con la luz griega, sigue con la luz cartesiana, luego la luz kantiana, la luz socialista, o si se es romántico, las tinieblas intensas de Schopenhauer, Nietzsche y Heidegger, y como cerecita de adorno: la última bolilla, el compromiso de Sartre. Para no mencionar a los que focalizan su atención en Frege, Russell, Carnap, y otros maestros de la precisión.


Pero filósofos hay muchos e historias de la filosofía más de una, y ediciones y lectores de la metafísica argentina muchos más de lo que se cree. En aquellos sesenta, en la época de la Revolución Argentina, la filosofía que circulaba entre los fundadores de la Nueva Argentina, tenía su trazo marcado. Porque había filosofía, importaba que la hubiera, el mundo se tensaba por la lucha entre el Dragón rojo y los Caballeros de la fe. Occidente se jugaba su destino, y se había llegado tan bajo que era de máxima urgencia revisar los fundamentos. Mariano Castex lo dice con precisión cuando no encuentra para nuestro destino otro que el que debemos forjar con nuestra sola estirpe, otra tradición que la de nuestros abuelos, la de los centuriones del Grial, que no hay país de la modernidad que no haya sido tragado por el descreimiento y el escepticismo liberal, la jungla del dinero, la compraventa de los principios, o por las hordas del ateísmo, de la sinarquía internacional y de la masonería librepensadora. Para el quiera tomar contacto con ella y no haya recibido la última guía Michelin, se llama Sinarquía según el estudioso Oscar Wast a una mezcla de humanismo laico de todas las tendencias (incluidos los comunistas), como los católicos progresistas, protestantes modernistas, conversos de toda índole, francmasones, tecnócratas, liberales, expertos en demografía, planificadores familiares, ultrahumanitarios... todos los amantes de la paz. La conspiración progresista. El mundo ha caído tan bajo para Castex que ya no se encuentran ejemplos encomiables, tan sólo la dignidad que siempre mantuvo Franco, la neutralidad de los suizos y alguna monarquía nórdica de la zona del séptimo sello. El resto es nihilismo. La decadencia de Occidente comienza a mediados del siglo XIV, hace unos seiscientos cincuenta años. El primer conspirador fue el franciscano Guillermo de Occam u Ockham. El centro de la conspiración fue Oxford, y la doctrina que crea y que da vueltas al mundo y no deja de darlas se llama nominalismo. Porque la sinarquía filosófica tiene la cualidad acumulativa. El nominalismo está en germen en todas las variantes del nihilismo de la modernidad. Jean Ousset, el padre filosófico del entorno doctrinario del General Onganía, el pensador traducido por el coronel J. F. Guevara, prologado por el cardenal Primado de la Argentina y comentado por el Arzobispo de Paraná, dedica a este momento crucial de la caída ética y metafísica, un libro, y la dimensión de un problema: el problema de los Universales.


Este problema tiene las apariencias de ser medieval, pero no lo es. Se trata de la Verdad, si existe o no, si la tiene Dios o el hombre, si es el hombre qué hombres, si son hombres sabios o santos, si son los santos qué santos son, si tienen aura pagana o cristiana, si son santos cristianos habría que ver si son recientemente canonizados o lo fueron hace tiempo, si fue hace tiempo en donde está el Beato, si no está, quien la tiene, la Verdad, y así en más. La Verdad es un problema filosófico que se parece a una cacería del tesoro, de esos que brillan en el Sahara. Pero no es un espejismo la Verdad, y menos para Ousset y los filósofos de aquella Revolución que se llamó Argentina. El problema de los Universales puede resumirse en el famoso ejemplo que dan los escolásticos y otros grandes medievalistas. Tomemos a tres individuos naturales. Uno es Sócrates, el otro es Platón, el tercero es un asno. La pregunta escolástica es: a quién se parece más Sócrates?, al Asno o a Platón? 


Aquí hay dos problemas, uno contingente, el otro necesario. El primero llamativo, aunque subsidiario, es el del Asno, animal medieval, ejemplar zoológico al que los filósofos remiten cuando quieren contrastar o llevar al límite del absurdo algún razonamiento. Por eso Occam dice —siguiendo su concepción voluntarista de la divinidad—que si Dios hubiera querido se habría convertido en un asno. El otro no es un asno, es un problema, el de la relación entre el lenguaje, las palabras, y la realidad. La palabra ‘hombre’ que asocia a Sócrates y a Platón, remite a un existente o es un invento de la semántica para que podamos entendernos? Es artificial o es natural? Cómo es posible que la misma naturaleza venga a ser por un lado pensamiento general y por el otro cosa individual? A través del problema del lenguaje se apunta al debate sobre el orden del mundo. Se empieza con el lenguaje porque lo primero es el Verbo, al menos para los humanos. Para discutir el orden del mundo antes que nada debemos ponemos de acuerdo sobre el instrumento: los nombres que les damos a las cosas. Porque si los nombres no tienen densidad, peso específico, si son acreedores de un nulo valor de verdad, mañana diremos que Sócrates rebuzna como el Asno y Platón cacarea y entonces ya serían cuatro los miembros del enigma y el problema jamás tendría solución. Nuestras palabras remiten o no a las cosas? El debate medieval gira alrededor de las relaciones necesarias de las cosas que pasan en el mundo, si pasan por alguna razón, si esta razón puede ser otra que la Divina, o si lo que ocurre en el mundo nada tiene que ver con lo que Dios quiere. Occam decía que Dios hace lo que quiere, y lo que quiere nos es absolutamente desconocido, que si creemos en él es por la fe, y nuestra fe no lo seduce porque sus designios, el modo en que se condujo, conduce o conducirá, sólo Él lo sabe; la suerte que nos toque, quienes de nosotros se salvará y quienes no, no depende de merecimientos porque Dios es altísimo y oculto, indiferente a nuestros desvelos y artimañas, no es una dama que está sola y espera. Por eso cuando nos refiramos al segundo momento de la caída ética de occidente, la que produjo Lutero, los acusadores insistirán en la formación nominalista del Reformador de Wittemberg. Para el nominalista Occam, Dios no quiere las cosas porque son justas sino que son justas porque las quiere Dios. De Dios depende el bien y no al revés. No hay causa para la voluntad divina. El nominalista descarta todo análisis de la voluntad divina. Afirma que no hay relaciones necesarias entre los seres del mundo, no hay leyes que no dependan de la voluntad de Dios; solo conocemos la jerarquía establecida por las Santas Escrituras, por la Iglesia y los Santos, y las recitamos y trasmitimos porque creemos en ellas, pero intentar hallar las verdades lógicas de tal encadenamiento, analizar el porqué, es tragarse la manzana con el gusano adentro. Si existe alguna semejanza entre Sócrates y Platón, o si simplemente, podemos usar abstracciones como los conceptos hombre o mamífero, esto no se debe a que hayan mamíferos celestiales, o porque exista una especie con espesor ontológico, sino por una conveniencia gradual entre una cosa y la otra, por la semejanza entre individualidades. Las cosas individualmente convienen entre sí, y la generalidad que abstraemos no es más que una intención mental que nos ayuda a clasificar pero no a descubrir ningún orden de lo real. Occam dice que la cosa es indivisa, si cada cosa fuera individual y universal a la vez, la forma individual Sócrates se combinaría con la forma universal hombre, y tendríamos una cosa bicéfala, lo que es imposible para Occam que define a la cosa como lo que no puede dividirse. 


Para los realistas como Duns Scot, entre nuestro intelecto que concibe lo común en la diversidad, y la naturaleza, existe un parentesco. Para el nominalista no hay tal familiaridad; pone a la cosa de un lado, indivisible, a la palabra por el otro como intención mental, y a Dios afuera de todo. Rey de reyes, amable, adorable pero incognoscible por la naturaleza humana. Esta diatriba medieval sembró el primer germen nihilista; la doctrina de Occam, furibundo opositor del Papa Juan XII en el debate sobre los pobres, dibujó la matriz sobre la que se moldearían los laicismos del futuro.



El filósofo Ousset, ideólogo de la Curia, de la jerarquía militar y del empresariado nacional católico, arremete contra el nominalismo por haber inaugurado la peste de occidente. Dice que es primordial reflexionar sobre el problema de los universales, porque se trata de fundamentar la distinción entre lo que es imperioso y lo que es libre, de lo que se impone universalmente y de lo que puede o debe variar con el tiempo, el lugar o las personas, en la organización de la sociedad humana. El problema de los universales vincula a la lógica del conoci-miento, con la ontología o las categorías del Ser, y con la política, el orden de la comunidad humana. El problema fundamental de la política, dice Ousset, es determinar las relaciones que en el orden humano se establecen entre lo que es contingente y lo que es  necesario, entre lo accidental y lo esencial, entre lo particular y lo universal. El nominalismo, como el liberalismo, tiene horror a las definiciones, dice Ousset, prefiere la indeterminación, o la invocación de categorías vaporosas como ‘la vida’ o ‘el sentido de la historia’. La verdad para el nominalismo no es sino se hace, se elabora y evoluciona sin cesar. No se la posee jamás, es sobre todo una búsqueda. Si lo real es sólo singular, si es puro devenir, entonces lo universal y lo general sólo pueden comprenderse como testimonio, como enunciado de una experiencia, como resultado de una encuesta. Es el dominio de la opinión, del azar, de la temporalidad recortada, del rechazo a toda formación doctrinal o dogmática. Por eso el nominalismo es consustancial con el relativismo que pregona la cohabitación general de las ideas que culmina con aquello que se llama respeto por las ideas de los demás, o la tolerancia ante la diversidad. El nominalismo es la vigencia de la pereza y la irresponsabilidad, pretende mostrarse en sociedad con una pose de urbanidad del que da lugar a todo y a todos, pero no hace más que exhibir su indiferencia, gemela de la indeterminación de su lógica. El nominalismo es el primer eslabón de una cadena que se continúa con el liberalismo y el marxismo. Por su base epistemológica no pueden fijar ninguna barrera, ni imponer ninguna regla a la ingeniosidad, al capricho, ni siquiera a la locura de los hombres... Ousset conoce la ciénaga doctrinaria de occidente, conoce la zona que nos chupa. Al nominalismo únicamente se le puede oponer un realismo integral en el que lo universal fundamente las cosas y nuestro pensamiento, en el que las leyes formales de nuestro intelecto y la sustancia del orden del mundo se superpongan sin restos. Si quedan migas, se barrerán. El seres continuo, es absurda la pretensión de Occam de separar fe y razón, de dar lugar al divino arbitrio, a su capricho endiosado. 




La noche de los bastones largos. 29 de julio de 1966:
Durante el gobierno de facto del general Onganía,  la policía
 reprimió a estudiantes y profesores de la UBA.


El orden del mundo carece de vacíos, su cemento es la fe, su estructura la lógica del ser. Las divisiones, el dualismo del mundo, se enlazan hacia una unidad superior. El sistema binario es el que le da forma a la luz, es el vitró arbóreo por el que pasan los rayos verticales, pero el Ser nunca deja de ser el mismo. Existe la verdad y la podemos conocer. ‘El mal que ataca como veneno a los individuos es la ignorancia de la verdad’, dice Ousset. Si Occam combatió los realismos, fue por razones políticas y económicas. Se opuso a la propiedad de los bienes eclesiásticos. Prefería que la tierra fuera administrada por los emperadores y no por los Papas. Pero su política ensamblaba con su lógica. Si no hay arquetipos, si no hay mediadores ideales entre sujeto y objeto, si no existe la posibilidad de la santa interpretación, tampoco existirían los santos lectores de la ley suprema. Si Dios hace lo que quiere sin postular un orden fijo de preferencias, no hay lugar para la jerarquía episcopal que trasmite la sacralidad de las escrituras. No habría Poder, y sin Poder no hay Dios. Ahí nos lleva el nominalismo, a combatir la tesis de la verdad que dice: omnia instaurare in Christo. Sin Poder no hay Verdad, y sin Verdad no hay Poder. Jordán Bruno Genta define a la filosofía como la ciencia de las esencias y de los fines de la existencia. Es la ciencia de la Verdad que el hombre debe servir. La filosofía, agrega, es el pilar del occidente cristiano, la ciencia de la eternidad y delo que es eterno de las cosas, la doctrina positiva que se funda en la Verdad de Dios o Revelación y en dos verdades objetivas del orden natural: la filosofía del Ser con su lógica de la identidad y el derecho romano como estructura básica del Estado o Poder político. Las instituciones de la fe y de la tradición que derivan de estas afirmaciones son: la Iglesia, la Patria, la Familia, la propiedad, la profesión, el municipio y el Estado —servidor del Bien común— más las Fuerzas Armadas. La familia se asienta en la Mujer, cuyo paradigma, dice Bruno Genta, es la Santísima Virgen María, Madre de Dios. Pero algo salió mal y la gestión ecuménica del catolicismo se vio perturbada. 


Pero lo que el protestantismo ha valorado es la ética comercial. La figura del comerciante ha sido deplorada en la metafísica argentina. Martínez Zuviría o Hugo Wast —Ministro de Educación de 1943 y nombre de honor que identifica a la primera sala de nuestra nueva Biblioteca Nacional— cada vez que debe describir a un comerciante o banquero, es decir para lo que entiende por judío típico, lo hace con bolsitas vomitaderas. En su gran obra de 24 ediciones El Kahal, da al banquero el nombre de Zacarías Blumen y lo ve así: “Perfil de tucán, cuello corto, espaldas cargadas, labios exangües, como la carne koscher, de un cordero sangrado por el rabino; fisonomía marcada por el talmud indeleble; traje pulcro y de buena tijera, pero demasiado nuevo...”; este no es el modo en que a partir de la ética protestante y de sociólogos como Weber y Sombart (sociología, una típica ciencia judía para los cruzados) se percibe a la figura del mercader. La piedad cristiana en el mundo mercantil ha generado lo que Sombart llama ‘el romanticismo de los números que opera con magia irresistible sobre los poetas que hay entre los mercaderes’. Poetas y virtuosos en el mundo del dinero es algo inconcebible para los amos de la tierra, de la tradición, de los antepasados, del Ser, de la Gracia, del Soldado, del Santo, de la Virgen, del Sabio, de la Sangre y del Intelectual Pudoroso. Ni qué decir de las virtudes empresariales como la agudeza, la comprensión rápida de lo esencial y la capacidad de descubrir el momento oportuno. O, siguiendo a Sombart, la viveza de espíritu que debe tener el especulador, representada por la caballería ligera. Por lo que, si el lector recuerda, las imágenes de Castex de la caballería de los jesuitas armados en su lucha contra la Bestia, y estas figuras de viajantes y textiles de una nueva caballería, presenciamos una agitada disputa por el privilegio ontológico de guardarse al hombre montado. Otra virtud mercantil es la perspicacia y la capacidad de conocer a los hombres y al mundo; capacidad de negociación que suma a la docilidad un gran poder de sugestión. Esta ética del capitalista que forma hombres que tienen un resorte en tensión, que los hostiga y que transforma en verdadero suplicio calentarse el andamiaje frente a las llamas de una chimenea, convierte al tiempo en algo que permanentemente se escapa, vuela, siempre nos falta. Ha dejado de ser el tiempo eterno en el que el Sabio contemplaba el orden del mundo. Esta valoración de los personajes del dinero es algo que también trajo el protestantismo. Una religión fatalista, de ascendencia nominalista, creyente en la predestinación, en la voluntad secreta de Dios, que produjo el efecto inverso al quietismo. 


Trabajar, obrar, crear, producir, para no pensar en el paraíso y no tentarse con el más allá y mucho menos en pedirle al Señor, rogarle, prometerle, confesarle, comprarlo. Las buenas obras para desprenderse de la angustia por la buenaventuranza y la profesión como ejercicio ascético y consecuente de la virtud. Genta se tomó demasiado a la letra la palabra protestante como de alguien que hace el libre examen de todo y protesta. El protestante, en realidad, es un trabajador austero que planifica su voluntad hasta en el baño, que no demuestra el más mínimo de sus afectos por temor a cometer el sacrilegio de la idolatría, que recorta un círculo de soledad interior infranqueable y que también se ha destacado por hacer la limpieza étnica de los perfiles de tucán.


Pero Lutero provocó la escisión, fue una herejía triunfal, debilitó al Imperio Religioso y sentó las bases del nihilismo de la modernidad. Aunque el laicismo que tanto inquietó a Genta está lejos de ser tan victorioso en vísperas del Nuevo Milenio, porque el protestantismo se ha descompuesto en innumerables sectas que desde el Norte de América llena los estadios en nombre de lo que Harold Bloom llama la religión norteamericana, un gnosticismo evangelista que grita Jesús! por las radios y las T.V., compra todos los teatros y todos los cines abandonados, hacen cruzadas de salvataje de almas y fundamentalmente de cuerpos, realiza milagros por segundo, que cuando hay comunistas sopla quienes son y cuando ya no hay los inventa. Estas sectas de Dios, desde la Ciencia Cristiana, los Testigos de Jehová, diferentes alquimias entre anabaptistas, mormones y cuáqueros, desde los pulpitos universales de Billy Graham, hasta Jimmy Swaggart y el Pastor Giménez, esta plaga apocalíptica y mística que le disputa a la Curia su clientela, puede hacer descansar a Genta y otros en paz. El trueno del Señor sigue vigente. En este curso de filosofía para cruzados, en esta genealogía de la caída de occidente y de lenta lucha contra la Bestia, no hay que olvidar el paso siguiente, el del nacimiento de la ciencia como otro avatar del libre examen. Occam y Lutero son dos traiciones en el interior de la Iglesia, el debilitamiento del Poder de la Iglesia permitió el alarde de los futuros doctores de la Sorbona, es decir de Descartes. 


Descartes hace radicar en el yo pensante el principio de la Verdad, más aún, si tomamos la palabra de Descartes, dice: el libre arbitrio es lo más noble que hay en nosotros. Y nos hace semejantes a Dios. Descartes inicia el liberalismo dando a la inspiración del sujeto el criterio supremo de validez. Protestantismo en el plano religioso; idealismo en el filosófico, uno y otro son expresiones del libre examen, principio, dice Genta, del liberalismo en todas sus formas. Pero lo que fundamentalmente trajo al mundo el pensamiento cartesiano es el fetiche de la ciencia. El Doctor de la Sorbona no dejó de rendirle loas al Señor, pero lo convirtió en una idea innata, en un huevo que empollamos en la cabeza por necesidad lógica. Una idea de lo infinitamente grande no puede ser creada por un débil y finito como el hombre. Este frágil homenaje no puede ocultar que es a través de Descartes, lector crítico de Galileo, que nace una modernidad que afirma que la ciencia concierne directamente la existencia de los hombres. Que un dominio de la naturaleza es indispensable para la liberación de los hombres. Control por la mecánica de la naturaleza exterior a los hombres, y por el conocimiento médico de la naturaleza interior a los hombres. Esta idea de una naturaleza como una entidad físico matemática que se establece por la idea de ley y no de Fin como en el pensamiento clásico, la afirmación de que cada cosa, lo singular, la parte, no es una expresión de un Todo, su mínimo reflejo, la aseveración de que el reino de las cosas se define y relaciona si es conmensurable, que la medida es el patrón de la cadena universal; la idea, en fin, de que para poner en movimiento las premisas de este saber no se duda como el escéptico que descree por decepción y distancia, sino que la duda es actividad, ejercicio motor, método aplicable para la discriminación entre lo verdadero y lo falso, que la única certeza posible es que estamos ejerciendo el método, que el pensamiento es el sello real del existir, estas definiciones marcan una ruptura con el pensamiento clásico. 










Tomado de:
ABRAHAM, Tomás (1994): "Introducción a la vida fascista". En: La caja revista del ensayo negro 7, pp. 41-59.

25 diciembre 2013

Elogio de Abraham. Sören Kierkegaard


El sacrificio de Issac (1600) de Caravaggio

Elogio de Abraham

Sören Kierkegaard


Si no existiera una conciencia eterna en el hombre, si como fun­damento de todas las cosas se encontrase sólo una fuerza salvaje y desenfrenada que retorciéndose en oscuras pasiones generase todo, tanto los grandioso como lo insignificante, si un abismo sin fondo, imposible de colmar, se ocultase detrás de todo, ¿qué otra cosa po­dría ser la existencia sino desesperación? Y si así fuera, si no existiera un vínculo sagrado que mantuviera la unión de la humanidad, si las generaciones se sucediesen unas 88a otras del mismo modo que renueva el bosque sus hojas, si una generación continuase a la otra del mismo modo que de árbol a árbol continúa un pájaro el canto de otro, si las generaciones pasaran por este mundo como las naves pasan por la mar, como el huracán atraviesa el desierto: actos inconscientes y estériles; si un eterno olvido siempre voraz hiciese presa en todo y no existiese un poder capaz de arrancarle el botín ¡cuan vacía y descon­solada no sería la existencia! Pero no es este el caso, y Dios que creó al hombre y a la mujer, modeló también al héroe y al poeta u orador. El poeta no puede hacer lo que el héroe hace, sólo puede admirarlo, amarlo y regocijarse en él. Y es tan feliz como él y su par, puesto que el héroe es como si fuese lo mejor de su ser, lo que más estima, y aún no siendo él mismo, se regocija de que su amor esté hecho de admira­ción. El poeta es el genio de la evocación, no puede hacer otra cosa sino recordar lo que ya se hizo y admirarlo; no toma nada de sí mis­mo, pero custodia con celo lo que se le confió. Sigue siempre el im­pulso de su corazón, pero en cuanto encuentra lo que buscaba, co­mienza a peregrinar por las puertas de los demás con sus cantos y sus palabras, para que a todos les sea dado admirar al héroe del mismo modo que él, y para que se puedan sentir tan orgullosos de aquél co­mo él se siente. Esa es su hazaña, ese su acto de humildad, ese el leal cometido que desempeña en la morada del héroe. Y si quiere mante­nerse fiel a su amor, habrá de luchar día y noche contra las astucias y artimañas del olvido que trata de burlarlo para arrebatarle su hé­roe, precisamente cuando, ya cumplida la propia hazaña, se une en vínculo de paridad con éste, quien lo ama con idéntica devoción, por­que el poeta es como si fuera lo mejor del ser del héroe, tan débil y a la vez tan persistente como sólo puede serlo un recuerdo. Por eso nunca será olvidado quien de verdad fue grande, y aunque transcurra el tiempo y aunque la nube de la incomprensión oculte la figura de héroe, su devoto amigo sabrá esperar, y cuanto más tiempo trans­curra tanto más fiel a el se mantendrá.



¡No! No será olvidado quien fue grande en este mundo, y cada uno de nosotros ha sido grande a su manera, siempre en proporción a la grandeza del objeto de su amor. Pues quien se amó a sí mismo fue grande gracias a su persona, y quién amó a Dios fue, sin embar­go, el más grande de todo. Cada uno de nosotros perdurará en el re­cuerdo, pero siempre en relación a la grandeza de su expectativa: uno alcanzará la grandeza porque esperó lo posible y otro porque esperó lo eterno, pero quien esperó lo imposible, ese es el más grande de to­dos. Todos perduraremos en el recuerdo, pero cada uno será grande en relación a aquello con que batalló. Y aquel que batalló con el mundo fue grande porque venció al mundo, y el que batalló consigo mismo fue grande porque se venció a sí mismo, pero quien batalló con Dios fue el más grande de todos. En el mundo se lucha de hombre a hom­bre y uno contra mil, pero quien presentó batalla a Dios fue el más grande de todos. Así fueron los combates de este mundo: hubo quien triunfó de todo gracias a las propias fuerzas y hubo quien prevaleció sobre Dios a causa de la propia debilidad. Hubo quienes, seguros de sí mismos, triunfaron sobre todo, y hubo quien, seguro de la propia fuerza, lo sacrificó todo, pero quien creyó en Dios fue el más grande de todos. Hubo quien fue grande a causa de su fuerza y quien fue grande gracias a su sabiduría y quien fue grande gracias a su esperan­za, y quien fue grande gracias a su amor, pero Abraham fue toda­vía más grande que todos ellos: grande porque poseyó esa energía cu­ya fuerza es debilidad, grande por su sabiduría, cuyo secreto es locu­ra, grande por la esperanza cuya apariencia es absurda y grande a causa de un amor que es odio a sí mismo.


Por la fe abandonó Abraham el país de sus antepasados y fue ex­tranjero en la tierra que le había sido indicada. Dejaba algo tras él y también se llevaba algo consigo: tras él dejaba su razón, consigo se llevaba su fe; si no hubiera procedido así nunca habría partido, porque habría pensado que todo aquello era absurdo. Por su fe fue extranjero en la tierra que le había sido indicada, donde no encontró nada que le trajese recuerdos queridos, antes bien, la novedad de to­das aquellas cosas agobiaba su ánimo con una melancólica nostal­gia. ¡Y, sin embargo, era el elegido de Dios, en quien el Señor tenía toda su complacencia! En verdad, habría podido comprender mejor aquello que parecía una burla contra él y su fe en el caso de haber sido un réprobo a quien se le hubiese retirado la gracia divina. Tam­bién ha habido en el mundo quien ha vivido desterrado del país de sus antepasados, y no ha sido olvidado, como tampoco lo han sido sus tristes lamentos, cuando en su melancolía buscó y encontró lo que había perdido. De Abraham no conservamos canto elegiaco alguno. Humano es lamentarse, humano es llorar con quien llora, pero creer es más grande y contemplar al creyente es más exaltante.



Gracias a su fe le fue prometido a Abraham que en su semilla serían benditos en él todas los linajes de la tierra. Pasaba el tiempo, la posibilidad continuada como tal y Abraham seguía creyendo; pa­saba el tiempo, la posibilidad se hizo absurda, pero Abraham conti­núa en su fe. También hubo en este mundo quien alimentó una espe­ranza. Transcurrió el tiempo, la tarde dio paso a la noche, pero él no era tan mezquino como para olvidar una esperanza, y por eso, tam­poco él será olvidado jamás. Entonces se afligió, pero el dolor no le engañó como había hecho la vida, sino que le asistió cuanto pudo: en la dulzura del dolor fue señor de su defraudada esperanza. Es hu­mano lamentarse, es humano afligirse con quien se aflige, pero es más grande creer y más exaltante contemplar a quien cree. De Abraham no conservamos canto elegiaco alguno. Mientras el tiempo transcu­rría, no se dedicaba a contar, lleno de melancolía, los días, ni dirigía a Sara miradas escrutadoras para descubrir si iba envejeciendo, ni de­tuvo la carrera del sol para evitar que Sara siguiese envejeciendo, y junto a ella, su esperanza, ni dedicó a Sara cánticos melancólicos y adormecedores. Abraham fue envejeciendo y Sara quedó expuesta al ridículo en aquel país, y sin embargo era el elegido de Dios y el heredero de la promesa de que todos los linajes de la tierra serían ben­ditos en su semilla. ¿No habría sido preferible no haber sido elegido por Dios? ¿Qué significa, entonces, ser un elegido del Señor? ¿Será, quizá, negarle a la juventud, para una vez soportadas incontables fa­tigas, poder colmarlo cuando ya se es viejo? Pero Abraham creyó y se asió firmemente a la promesa que le había sido hecha. Si hubiera vacilado habría tenido que renunciar a ella. Y entonces se habría diri­gido a Dios en los siguientes términos: «Quizás no es voluntad tuya que así suceda, y por ello renuncio a mi deseo, mi único deseo, en el que había cifrado toda mi felicidad. Mi alma, sincera, no alberga ningún secreto rencor hacia ti por lo que me has negado.» No habría sido olvidado y habría podido salvar a muchos con su ejemplo, pero, con todo, no se habría convertido en el padre de la fe, porque es grande renunciar al propio deseo, pero aún es más grande seguir en lo temporal, cuando ya se ha renunciado a ello. Después llegó la plenitud de su tiempo. Si Abraham no hubiese creído, habría muerto Sara, sin duda, de aflicción, y Abraham entonces, aturdido por la propia con­goja, no habría entendido la plenitud, sino que habría sonreído ante ella como un sueño de juventud. Abraham creyó: por eso era joven, pues a quien constantemente espera lo mejor lo envejecerán las de­cepciones que le deparará la vida, y quien espera siempre lo peor se hará muy pronto viejo: sólo quien cree conserva una eterna juven­tud. ¡Estimemos, por tanto, esta historia! Pues Sara, siendo de edad avanzada, fue lo bastante joven como para anhelar el regocijo de ser madre, y Abraham, aunque encanecido por la edad, fue lo bastante joven como para desear ser padre. Considerando en su apariencia ex­terna, el portento consistió en el hecho de acontecer conforme a sus esperanzas, pero el sentido profundo del prodigio de la fe lo encon­tramos en el hecho de que Abraham y Sara pudieran sentirse tan jó­venes como para poder desear, y que la fe les hubiese conservado en su deseo y, en consecuencia, en su juventud. Abraham acepto con fe la plenitud de la promesa y todo sucedió según la promesa y según la fe; pues Moisés hirió la roca con su cayado, pero no creyó.


Hubo entonces júbilo en la casa de Abraham, y Sara se desposó en el día de sus bodas de oro.Sin embargo, esta alegría no iba a durar largo tiempo: Abraham habría de ser probado de nuevo. Habría hecho frente a ese taimado poder que de todo se adueña, a ese enemigo vigilante, siempre insom­ne, a ese viejo que sobrevive siempre a todo: había luchado contra el tiempo y preservado su fe. Y ahora todo el espanto del combate se acumula en un instante: «Y Dios quiso probar a Abraham y le di­jo: Ve y toma a tu hijo, y unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve con él al país de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto en la mon­taña que yo te indicaré.»


¡Así que todo había sido en vano, y más terrible que si jamás hu­biera sucedido! ¿Así pues, el señor se mofaba de Abraham? Prodi­gioso había sido que lo absurdo llegase a ser realidad, y he aquí que ahora quería aniquilar su obra. Es una locura, pero esta vez Abra­ham no rió, como lo había hecho él y Sara cuando se les anunció la promesa. Todo había sido en vano. Setenta años de esperanza fiel y la breve alegría de la fe al ver cumplida la promesa. ¿Pero quién es ése que arranca el báculo al anciano? ¿Quién es ése que le exige quebrarlo con sus propias manos? ¿Quién es ése que deja sin consue­lo a un hombre de cabeza cana? ¿Quién es ése que le exige consumar personalmente el acto? ¿Es que no hay compasión para el venerable anciano ni para el inocente muchachito? Y, sin embargo, Abraham era el elegido de Dios, y quien le imponía la prueba era el mismo Se­ñor. Ahora todo habría de perderse: el espléndido recuerdo de su li­naje, la promesa de la descendencia de Abraham, resultaban ser tan sólo un capricho, un antojo ocasional que el Señor había tenido y que tocaba ahora a Abraham cancelar... Ese magnífico tesoro, tan an­tiguo en el corazón de Abraham, santificado por sus plegarias, ma­durado en el combate, esa bendición en boca de Abraham, ese fruto había de serle prematuramente arrancado y perder con ello todo su sentido, pues ¿qué sentido podía encerrar si había de sacrificar a Isaac? El momento triste y a la vez gozoso en que Abraham tendría que de­cir adiós a todo cuanto le era querido, ese momento en que levantan­do por última vez su venerable cabeza —resplandeciente su rostro co­mo la misma faz del Señor— concentraría toda su alma en una bendi­ción que habría de llenar la entera existencia de Isaac ¡sí! le tocaría decir adiós a Isaac, pero no de este modo, pues habría de ser él quien permaneciera: la muerte se presentaba a separarlos, pero su presa era Isaac. No le sería concedido al anciano —gozoso aún en su mismo lecho de muerte— posar su diestra sobre Isaac. Y era Dios quien lo sometía a esta prueba. ¡Ay! ¡Ay del mensajero que se hubiera acerca­do a Abraham con semejante noticia! ¿Quién habría osado ser el emi­sario de esta aflicción? Pero era Dios mismo el que así probaba a Abra­ham.


Pero, pese a todo, Abraham creyó en relación a esta vida. Si su fe sólo se hubiese referido a una vida venidera, habría podido des­prenderse fácilmente de todo, apresurándose a abandonar un mundo al cual ya no pertenecía. Pero la fe de Abraham no era de esa espe­cie, si es que puede existir una fe semejante, pues en verdad no es fe, sino su más remota posibilidad, capaz de descubrir su objeto en el extremo límite del horizonte, aun cuando este separada de él por un pavoroso abismo donde la desesperación tiene su sede. Pero la fe de Abraham se ejercía en cosas de esta vida, y en consecuencia tenía fe en que había de envejecer en aquel país, respetado por las gentes y bendecido en su descendencia, recordando en Isaac, es más preciado amor en esta vida, a quien abrazaba con tal afecto, que trocaba en pobre expresión el aserto de que cumplía con devoción su deber de padre —amar al hijo— tal como se halla en el texto: «tu unigénito a quien tanto amas». Doce hijos tuvo Jacob y amó sólo a uno; Abraham no tenía sino uno: aquel a quien tanto amaba.



La prueba de fe de Abraham. 
Ilustración de Gustave Doré


Pero Abraham creyó; no dudó y creyó en lo absurdo. Si hubiese dudado se habría comportado de distinto modo espléndido y gran­dioso, pues ¿cómo habría podido Abraham realizar un acto que no fuese espléndido y grandioso? Se habría encaminado al monte Moriah, habría preparado la leña, habría encendido la hoguera, y, em­puñando el cuchillo habría interpelado así a Dios: «No desdeñes este sacrificio. Sé que no es el más valioso de mis bienes, pues ¿qué vale un viejo en trueque del hijo de la promesa?, pero es lo mejor que pue­do darte. Y no permitas que jamás Isaac llegué a saberlo, de modo que pueda encontrar consuelo en su juventud.» Y habría clavado el cuchillo en su propio pecho. El mundo le habría admirado por ello, y su nombre se habría conservado; pero una cosa es ser admirado y otra bien distinta convertirse en la estrella que sirve de norte y salva­ción al acongojado.


Pero Abraham creyó. No pidió para sí, no trató de enternecer al Señor. Solamente en una ocasión, cuando un justo castigo estaba a punto de caer sobre Sodoma y Gomorra, sólo entonces, Abraham se adelantó al señor con su súplica.


Leemos en las Sagradas Escrituras: «Y queriendo Dios probar a Abraham, lo llamó y le dijo: ¡Abraham! ¡Abraham! ¿Dónde estás? Y Abraham respondió: Heme aquí.» Tú, a quien dirijo ahora mi dis­curso, ¿has hecho otro tanto? Cuando, desde lejos, viste acercarse los fatales infortunios, ¿no dijiste entonces a las montañas «cobijadme» y a las montañas «desplomaos sobre mí»?. O, suponiendo que hu­bieras demostrado mayor fortaleza, ¿no se habría movido, con todo, tu pie, con lentitud suma, hacia la senda, como quien añora el cami­no antiguo? Y cuando oíste que se te llamaba, ¿respondiste o perma­neciste mudo? Y si respondiste, ¿no fue tu voz sólo un susurro? No así Abraham, quien alegre, animado y confiado alzó la suya para res­ponder: «Heme aquí». Pero, continuemos leyendo: «Se levantó, pues, Abraham muy de mañana, y era aún temprano cuando se puso en camino hacia el lugar designado, en el monte Moriah. Nada había dicho a Sara, nada tampoco a Eleazar, pues ¿quién habría podido com­prenderle? ¿Acaso no le había impuesto voto de silencio la naturale­za misma de la prueba? Partió la leña, ató a Isaac, encendió la ho­guera y tomó el cuchillo». ¡Tú que me estás escuchando en estos mo­mentos! Muchos fueron los padres que al perder al hijo creyeron per­der con él lo que más amaban en este mundo y creyeron también que con él se les desposeía de toda esperanza futura, pero no hubo ningu­no, con todo, cuyo hijo fuese hijo de la promesa, en el sentido exacto del término, como Isaac lo era de Abraham. Muchos padres ha habi­do que perdieron al hijo, pero fue la mano de Dios —la voluntad ina­movible e insondable del Todopoderoso— la que se lo arrebató. Pero a Abraham no le ocurrió así: le estaba destinada una prueba más du­ra, y tanto la suerte de Isaac como el cuchillo estaban en la propia mano de Abraham.


¡Y allí se erguía aquel viejo, a solas con su única esperanza! Pero no dudó, no dirigió a derecha e izquierda miradas angustiadas, no provocó al cielo con sus súplicas. Sabía que el Todopoderoso lo esta­ba sometiendo a prueba; sabía que aquel sacrificio era el más difícil que se le podía pedir, pero también sabia que no hay sacrificio dema­siado duro cuando es Dios quien lo exige, y levantó el cuchillo.


¿Quién infundió la fuerza requerida en el brazo de Abraham? ¿Quién mantuvo su brazo derecho en alto, impidiéndole caer y que­dar pendiendo laxo junto al costado? Hasta un simple espectador de la escena se habría sentido paralizado. ¿Quien fortaleció el ánimo de Abraham para que sus ojos no se nublasen hasta el punto de no ha­ber podido ver ni a Isaac ni al carnero? Ciego se volvería el simple espectador de la escena. Y, sin embargo, raro es el hombre que se que­da paralizado y ciego, y más raro aún el hombre capaz de relatar con justeza lo que allí ocurrió. Todos nosotros lo sabemos: no era sino una prueba.


Si Abraham hubiese dudado en el monte Moriah; si, irresoluto, hubiera mirado en derredor; si, antes de echar mano al cuchillo, hu­biera descubierto, por azar, aquel carnero; si Dios le hubiese consen­tido sacrificárselo en lugar de Isaac, habría vuelto entonces a su ho­gar, y todo habría continuado del mismo modo que antes: habría te­nido a Sara, habría conservado a Isaac... y, sin embargo, ¡qué dife­rencia! Pues su regreso habría sido una huida y su salvación un hecho fortuito, su recompensa una vergüenza, y su futuro —bien pudiera darse el caso— la condenación. Pues entonces no habría dado testi­monio ni de su fe ni de la gracia divina, sino simplemente de cuan espantosa puede ser una subida al monte Moriah. Abraham no ha­bría sido relegado al olvido, ni tampoco el monte Moriah, nombre que se pronunciaría, no como el Ararat, donde se asentó el Arca, sino como se nombra algo terrible, pues habría sido el lugar donde Abraham dudó.


¡Venerable padre Abraham! Cuando regresaste del monte Moriah, no necesitaste de un panegírico que te viniese a consolar por algo per­dido, pues ¿no sucedió que lo ganaste todo y pudiste conservar a Isaac? Nunca más te lo volvió a pedir el Señor, y así en tu tienda y a tu mesa pudiste sentarte, dichoso, con él, del mismo modo que haces ahora por toda la eternidad allí arriba en el cielo.


¡Oh, padre Abraham, merecedor de toda veneración! Desde aquel día han transcurrido milenios, pero tú no necesitas de un amigo llega­do con demora que venga a arrancar tu recuerdo de las garras del ol­vido porque en todos los idiomas se te celebra; con todo, recompen­sas a ese amigo con mayor munificencia que nadie y allá en lo alto lo haces bienaventurado en tu seno, y aquí en la tierra cautivas su mi­rada y su corazón con el prodigio de tu acto. ¡Venerable padre Abra­ham! ¡Segundo padre del género humano! Tu que fuiste el primero en sentir y testimoniar esa pasión poderosa que desdeña el peligroso combate contra la furia de los elementos y las fuerzas de la creación, para pelear con Dios; tú, que antes que cualquier otro sentiste en ti esa elevada pasión, limpia y humilde —manifestación sagrada del ab­surdo divino—; tú, asombro de los gentiles, sé indulgente con quien pretendió contar tus alabanzas si no lo supo hacer adecuada­mente. Se expresó con humildad, pues así lo solicitaba su corazón, y habló con brevedad, considerando que ese era el modo adecuado; pero nunca olvidará que hubieron de transcurrir cien años para que tu tuvieses, contra toda esperanza, un hijo de tu vejez, y que hubiste de empuñar el cuchillo ante de poder conservar a Isaac; tampoco ol­vidará jamás que a tus ciento treinta años nunca habías tratado de ir más allá de la fe.


















Tomado de:
 KIERKEGAARD, Sören (2004): Temor y temblor. Bs. As. Losada, pp. 17-27