11 agosto 2013

Buenos lectores y buenos escritores. Vladimir Navokov




Buenos lectores y buenos escritores  

Vladimir Navokov


«Cómo ser un buen lector», o «Amabilidad para con los autores»; algo así podría servir de subtítulo a estos comentarios sobre diversos autores, ya que mi propósito es hablar afectuosamente, con cariñoso y moroso detalle, de varias obras maestras europeas. Hace cien años, Flaubert, en una carta a su amante, hacía el siguiente comentario: Comme l’on serait savant si l’on connaissait bien seulement cinq à six livres; «qué sabios seríamos si sólo conociéramos bien cinco o seis libros».



Al leer, debemos fijarnos en los detalles, acari¬ciarlos. Nada tienen de malo las lunáticas sandeces de la generalización cuando se hacen después de reu¬nir con amor las soleadas insignificancias del libro. Si uno empieza con una generalización prefabricada, lo que hace es empezar desde el otro extremo, ale¬jándose del libro antes de haber empezado a com¬prenderlo. Nada más molesto e injusto para con el autor que empezar a leer, supongamos, Madame Bovary, con la idea preconcebida de que es una denun¬cia de la burguesía. Debemos tener siempre presente que la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo, de manera que la primera tarea consiste en estudiar ese mundo nuevo con la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente des¬conocido, sin conexión evidente con los mundos que ya conocemos. Una vez estudiado con atención este mundo nuevo, entonces y sólo entonces estaremos en condiciones de examinar sus relaciones con otros mundos, con otras ramas del saber.



Otra cuestión: ¿Podemos obtener información de una novela sobre lugares y épocas? ¿Puede ser alguien tan ingenuo como para creer que esos abul¬tados best-sellers difundidos por los clubs del libro bajo el enunciado de «novelas históricas» pueden contribuir al enriquecimiento de nuestros conoci¬mientos sobre el pasado? Pero ¿y las obras maestras? ¿Podemos fiarnos del retrato que hace Jane Austen de la Inglaterra terrateniente, con sus baronets y sus jardines paisajistas, cuando todo lo que ella conocía era el salón de un pastor protestante? Y Casa Deso¬lada, esa fantástica aventura amorosa en un Londres fantástico, ¿podemos considerarla un estudio del Londres de hace cien años? Desde luego que no. Y lo mismo ocurre con las demás novelas de esta serie. La verdad es que las grandes novelas son grandes cuentos de hadas.



El tiempo y el espacio, el color de las estaciones, el movimiento de los músculos y de la mente, todas estas cosas no son, para los escritores de genio (por lo que podemos suponer, y confío en que suponemos bien), nociones tradicionales que pueden sacarse de la biblioteca circulante de las verdades públicas, sino una serie de sorpresas extraordinarias que los artis¬tas maestros han aprendido a expresar a su manera personal. La ornamentación del lugar común incum¬be a los autores de segunda fila; éstos no se molestan en reinventar el mundo; sólo tratan de sacarle el jugo lo mejor que pueden a un determinado orden de cosas, a los modelos tradicionales de la novelística. Las diversas combinaciones que un autor de segunda fila es capaz de producir dentro de estos límites fijos pueden ser bastante divertidas, pese a su carácter efímero, porque a los lectores de segunda les gusta reconocer sus propias ideas vestidas con un disfraz agradable. Pero el verdadero escritor, el hombre que hace girar planetas, que modela a un hombre dor¬mido y manipula ansioso la costilla del durmiente, esa clase de autor no tiene a su disposición ningún valor predeterminado: debe crearlos él. El arte de escribir es una actividad fútil si no supone ante todo el arte de ver el mundo como el substrato potencial de la ficción. Puede que la materia de este mundo sea bastante real (dentro de las limitaciones de la realidad), pero no existe en absoluto como un todo fijo y aceptado: es el caos; y a este caos le dice el autor: «¡Anda!», dejando que el mundo vibre y se funda. Entonces, los átomos de este mundo, y no sus partes visibles y superficiales, entran en nuevas combinaciones. El escritor es el primero en trazar su mapa y poner nombre a los objetos naturales que contiene. Estas bayas son comestibles. Ese bicho moteado que se ha cruzado veloz en mi camino se puede domesticar. Aquel lago entre los árboles se llamará Lago de Opalo o, más artísticamente, Lago Aguasada. Esa bruma es una montaña... y aquella montaña tiene que ser conquistada. El artista maes¬tro asciende por una ladera sin caminos trazados; y una vez arriba, en la cumbre batida por el viento, ¿con quién diréis que se encuentra? Con el lector jadeante y feliz. Y allí, con un gesto espontáneo, se abrazan y, si el libro es eterno, se unen eternamente.


Dibujos y anotaciones de Navokov 
sobre La. Metamorfosis de Kafka


A propósito, utilizo la palabra lector en un sen¬tido muy amplio. Aunque parezca extraño, los libros no se deben leer: se deben releer. Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un «relector». Y os diré por qué. Cuando leemos un libro por primera vez, la operación de mover labo¬riosamente los ojos de izquierda a derecha, línea tras línea, página tras página, actividad que supone un complicado trabajo físico con el libro, el pro¬ceso mismo de averiguar en el espacio y en el tiempo de qué trata, todo esto se interpone entre nosotros y la apreciación artística. Cuando miramos un cua¬dro, no movemos los ojos de manera especial; ni siquiera cuando, como en el caso del libro, el cua¬dro contiene ciertos elementos de profundidad y de¬sarrollo. El factor tiempo no interviene realmente en un primer contacto con el cuadro. Al leer un libro, en cambio, necesitamos tiempo para familia¬rizarnos con él. No poseemos ningún órgano físico (como los ojos respecto a la pintura) que abarque el conjunto entero y pueda apreciar luego los deta¬lles. Pero en una segunda, o tercera, o cuarta lec¬tura, nos comportamos con respecto al libro, en cierto modo, de la misma manera que ante un cua¬dro. Sin embargo, no debemos confundir el ojo físico, esa prodigiosa obra maestra de la evolución, con la mente, consecución más prodigiosa aún. Un libro, sea el que sea —ya se trate de una obra literaria o de una obra científica (la línea divisoria entre una y otra no es tan clara como generalmente se cree)—, un libro, digo, atrae en primer lugar a la mente. La mente, el cerebro, el coronamiento del espinazo, es, o debe ser, el único instrumento que debemos uti¬lizar al enfrentarnos con un libro.




Sentado esto, veamos cómo funciona la mente cuando el melancólico lector se enfrenta con el libro risueño. Primero, se le disipa la melancolía, y para bien o para mal, el lector participa en el espíritu del juego. El esfuerzo de empezar un libro, sobre todo si es elogiado por personas a las que el lector joven considera en su fuero interno demasiado anti¬cuadas o demasiado serias, es a menudo difícil de realizar; pero una vez hecho, las compensaciones son numerosas y variadas. Puesto que el artista maestro ha utilizado su imaginación para crear su libro, es natural y lícito que el consumidor del libro también utilice la suya.



Sin embargo, hay al menos dos clases de imagi¬nación en el caso del lector. Veamos, pues, cuál de las dos es la más idónea para leer un libro. En primer lugar está el tipo, bastante modesto por cierto, que busca apoyo en emociones sencillas y es de naturaleza netamente personal (hay diversas sub¬especies en este primer apartado de lectura emocio¬nal). Sentimos con gran intensidad la situación ex¬puesta en el libro porque nos recuerda algo que nos ha sucedido a nosotros o a alguien a quien conoce¬mos o hemos conocido. O el lector aprecia el libro sobre todo porque evoca un país, un paisaje, un modo de vivir que él recuerda con nostalgia como parte de su propio pasado. O bien, y esto es lo peor que puede hacer el lector, se identifica con uno de los personajes. No es este tipo modesto de imagi¬nación el que yo quisiera que utilizasen los lectores.



Así que, ¿cuál es el auténtico instrumento que el lector debe emplear? La imaginación impersonal y la fruición artística. Tiene que establecerse, creo, un equilibrio armonioso y artístico entre la mente de los lectores y la del autor. Debemos mantenernos un poco distantes y gozar de este distanciamiento a la vez que gozamos intensamente —apasionada¬mente, con lágrimas y estremecimientos— de la tex¬tura interna de una determinada obra maestra. Por supuesto, es imposible ser completamente objetivo en estas cuestiones. Todo lo que vale la pena es en cierto modo subjetivo. Por ejemplo, puede que voso¬tros allí sentados no seáis más que un sueño mío, y puede que yo sea una de vuestras pesadillas. Lo que quiero decir es que el lector debe saber cuándo y dónde refrenar su imaginación; lo hará tratando de dilucidar el mundo específico que el autor pone a su disposición. Tenemos que ver cosas y oír cosas: visualizar las habitaciones, las ropas, los modales de los personajes de un autor. El color de los ojos de Fanny Price, protagonista de Mansfield Park, y el mobiliario de su pequeña y fría habitación, son importantes.



Cada cual tiene su propio temperamento; pero desde ahora os digo que el mejor temperamento que un lector puede tener, o desarrollar, es el que resulta de la combinación del sentido artístico con el cien¬tífico. El artista entusiasta propende a ser demasiado subjetivo en su actitud respecto al libro; por tanto, cierta frialdad científica en el juicio templará el calor intuitivo. En cambio, si el aspirante a lector carece por completo de pasión y de paciencia —pasión de artista y paciencia de científico—, difícilmente go¬zará con la gran literatura.



La literatura es invención. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la architramposa Natura¬leza. La Naturaleza siempre nos engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilu¬sión prodigiosa y compleja de los colores protecto¬res de las mariposas o de los pájaros, hay en la Natu¬raleza todo un sistema maravilloso de engaños y sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de la Naturaleza.



Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como narrador, como maestro, y como encantador. Un buen escritor com¬bina las tres facetas; pero es la de encantador la que predomina y la que le hace ser un gran escritor.



Al narrador acudimos en busca del entreteni¬miento, de la excitación mental pura y simple, de la participación emocional, del placer de viajar a alguna región remota del espacio o del tiempo. Una mentalidad algo distinta, aunque no necesariamente más elevada, busca al maestro en el escritor. Propa¬gandista, moralista, profeta: ésta es la secuencia ascendente. Podemos acudir al maestro no sólo en busca de una formación moral sino también de cono¬cimientos directos, de simples datos. ¡Ay!, he conoci¬do a personas cuyo propósito al leer a los novelistas franceses y rusos era aprender algo sobre la vida del alegre París o de la triste Rusia. Por último, y sobre todo, un gran escritor es siempre un gran en¬cantador, y aquí es donde llegamos a la parte verda¬deramente emocionante: cuando tratamos de captar la magia individual de su genio, y estudiar el estilo, las imágenes, y el esquema de sus novelas o de sus poemas.



Las tres facetas del gran escritor —magia, narra¬ción, lección— tienden a mezclarse en una impre¬sión de único y unificado resplandor, ya que la ma¬gia del arte puede estar presente en el mismo esque¬leto del relato, en el tuétano del pensamiento. Hay obras maestras con un pensamiento seco, limpio, organizado, que provocan en nosotros un estremeci¬miento artístico tan fuerte como puede provocarlo una novela como Mansfield Park o cualquier torrente dickensiano de imaginación sensual. Creo que una buena fórmula para comprobar la calidad de una novela es, en el fondo, una combinación de precisión poética y de intuición científica. Para gozar de esa magia, el lector inteligente lee el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espina dorsal. Es ahí donde tiene lugar el estremecimiento revelador, aun cuando al leer de¬bamos mantenernos un poco distantes, un poco des¬pegados. Entonces observamos, con un placer a la vez sensual e intelectual, cómo el artista construye su castillo de naipes, y cómo ese castillo se va con¬virtiendo en un castillo de hermoso acero y cristal.












Tomado de:
NABOKOV, Vladimir (1983): Curso de literatura Europea. Barcelona, Bruguera, pp. 12-15.

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Vanilla Sky (Crowe,USA,2001) Fabricio Borja




Estamos hechos de la misma madera
 que nuestros sueños

Fabricio Ernesto Borja





La historia de Vanilla Sky cuenta un pasaje en la vida de David Aimes, millonario presidente y principal accionista de un consorcio editorial, quien lleva una vida de lujos y puede, si quiere, conseguirlo todo. En su cumpleaños conoce por casualidad a Sofía y comienza un romance con ella. David cree haber encontrado una mujer a quien amar de verdad. Pero sucede el accidente con el auto de Julianna Gianni, que modifica para siempre su vida: todo lo que fue hasta allí se termina y se produce la revelación de su sombra o monstruosidad. Su mundo de apariencia y codicia se quiebra con la desfiguración de su rostro, y ante este nuevo estado de cosas está dispuesto a todo para evadir la angustia, el dolor y el sufrimiento de ya no ser. Cuerpo inaceptable que debe desaparecer en una operación mental que se entrega al poder al subconsciente.


El orden y la mezcla de secuencias no son caóticos, ya que responden a una vida psíquica compleja, en las que abundan deseos y juegos alucinatorios. Se intenta en cada desplazamiento abarcarlo todo, el reencuentro, el cortejo, las ridiculeces habladas, la complicidad, el sexo, la imagen que creemos que el otro tiene de uno. Decía Borges que a cada hombre le está dado, con el sueño, una pequeña eternidad personal que le permite ver su pasado y su porvenir de un solo vistazo. Los sueños guardan una interpretación y en la vigilia podemos narrarlos, darle un orden secuencial. Como estamos acostumbrados a la vida sucesiva, damos forma narrativa a nuestro sueño, pero nuestro sueño ha sido múltiple y simultáneo a la vez. Sueños que al volver a imaginarlos son como imágenes de un recuerdo verdaderamente vivido: en la memoria, sueño y acontecimiento real se confunden, y algunos sueños, como la memoria, condicionan las acciones futuras en la vigilia, así también cada registro -consciente o no- durante la vigilia puede aparecer en sueños. Todo se hace de modo inconsciente y todo tiene una vividez que no suele tener en la realidad. Hay sueños muy vívidos: generan felicidad o terror, hasta tormento; están ahí, a poca distancia, desestabilizando cualquier tipo de lógica, revelando y ocultando nuestra monstruosidad.








David guarda en sus sueños referencias cinematográficas como la del póster de Jules et Jim (1961), una película francesa en la cual la escena cumbre incluye a una actriz junto con su novio tirándose en un coche por un puente. Su plano real repitió estas escenas, porque allí están las maravillosas marcas de la individualidad, el mundo de los objetos amados y compartidos. No podemos demostrar lo que somos si no transmitimos nuestra memoria de lo que nos conmovió alguna vez y ahora nos hace únicos.


Es notable cómo en Vanilla Sky, el rol del espectador sufre un desplazamiento, por lo que resulta difícil conectarse y adoptar una posición activa. Ésta es una película producida fundamentalmente para los que no vieron la versión original (Abre los ojos, 1997) de Alejandro Amenábar. El director Cameron Crowe se enfrenta a una historia que toma distancia de las películas comerciales: sus esfuerzos se dirigen a desembrollar el libreto de Mateo Gil y Amenábar, en otros espacios, con otra música y otros ángulos de cámara. El guión original se filma esta vez con mano firme, auxiliado por los mejores efectos técnicos disponibles que se muestran en beneficio de la historia y no como vulgares adornos. Con un gusto musical extraordinario, Crowe realiza una portentosa selección musical para Vanilla sky. Contando con grandes músicos como Thom Yorke, ubica la canción Everything in its right place, en la apertura del film; en tan sólo un par de versos, da cuenta de los dos motores que marcan la vida presente y futura del protagonista ( Everything in its right place / There are two colours in my head). La banda de sonido acompaña a la mayoría de las escenas del filme. Si bien la elección de temas es excelente, estos parecen cumplir con la función de apaciguar el oscuro dramatismo en cada secuencia de la historia.


El tratamiento del sueño y de la pesadilla desafía la percepción del espectador, parece confundir secuencias entre recuerdos o flash backs, fantasías, terrores, alusiones a la iconografía norteamericana (Crowe dijo que existen 428 referencias a la cultura pop en la película), y envuelve el doble rostro a David (normal/monstruoso) en una conjunción donde uno no existe sin el terror o la atracción
 por el otro. Una cara propia, al ser aceptada es también la aceptación de una persona, la idea que nuestro rostro representa, y de un ciclo biológico, el inexorable paso del tiempo, el frágil y continuo tránsito hacia la muerte. Sin una cara normal él se siente poco menos que nada. Por ello este rostro monstruoso debe cubrirse con una máscara. La usa porque teme al verdadero, lo imagina atroz, es en sí mismo una pesadilla producida por su miedo y el nuestro a perdernos en la incertidumbre de nuestra imagen social. Se le teme a las máscaras; durante la infancia se tiene la idea de que si alguien usa una máscara es porque esconde algo horrible. La pesadilla como la máscara, guardan en sí la sensación de horror.


En su sueño, David inventa de un modo tan rápido que confunde su pensamiento con lo que está inventando. Sueña con Sofía y la verdad es que está inventado cada mirada, cada gesto, cada palabra, cada instante con ella. Pero no se da cuenta, la toma como ajena. Cuando ella le pregunta algo y no sabe qué contestar, le da respuestas que lo sorprenden, respuestas que son absurdas pero para el sueño son exactos. Todo esta preparado por él, hasta la forma de ser amado. En su sueño David es todo, es Sofía, es Julianna, es el psicólogo, es el amigo de su padre, es lo bello y lo monstruoso al mismo tiempo, la libertad y la opresión, es su deseo de vida y plenitud, y su deseo de muerte. Toda esta dualidad simultánea corresponde al horror de la pesadilla. Su caída final desde lo alto del rascacielos revela a la subjetividad triunfante sobre la dominación represiva, la salida de ese mundo de cielo vainilla, zona de sombras, laberinto de sueños. La caída es para David, un llamado a sobrellevar el infierno de la vigilia y no el infierno de la pesadilla, y gracias a ello nada menos que a existir.

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Cautivas. Libertad Demitrópulos


Monumento a las cautivas en Corrientes

Cautivas

Libertad Demitrópulos



Uno de los problemas sociales y políticos que tuvo por escenario la frontera interior con el indio durante el siglo pasado es un campo de gran riqueza para la persona que investiga la literatura, fundamentalmente la narrativa, aunque también el tema haya interesado a la poesía. El origen del cautiverio de la mujer como prenda de canje, rescate o como objeto del deseo debe buscarse en la secular disputa por la posesión de la tierra desde la llegada de los conquistadores. Fue una experiencia límite vivida por miles de mujeres de la campaña argentina, también un campo de observación del comportamiento femenino en relación con un hecho de violencia en su más alta expresión ya que se trataba del cautiverio físico, mental, cultural, religioso y moral de mujeres que fueron arrancadas de su contexto histórico y social y abandonadas a su suerte, verdadera muerte en vida. Ese comportamiento puede ser seguido en diversas obras literarias donde las cautivas, salvo alguna excepción, llevadas por la desilusión que les produjo el abandono en el desierto por su propia sociedad de origen prefirieron seguir soportando la vida en las tolderías antes que volver avergonzadas, sin los hijos habidos con el indio, a integrarse a la comunidad que tan poco hiciera por recuperarlas.


Antecedentes.


El problema de mujer cautiva quedó planteado desde el momento de la llegada de los españoles y sedujo desde el comienzo a escritores coloniales. Martín del Barco Centenera, en su poema La Argentina, permite leer un drama tensional protagonizado por la doncella blanca española y la mujer guaraní, víctimas ambas de la lucha por el poder y la tenencia de la tierra. Así describe a “aquesta Ana Valverde / de dorados cabellos maldiciendo / las flechas y los dardos, la crudeza / del indio Mañuá que así ha robado / al mundo de virtudes un dechado”. Pero también los blancos cautivaban a indias y del Barco Centenera aconseja que para apresar al indio “prenderles las mujeres que prendidas / darán en trueque de ellas dos mil vidas”. Hace observaciones sobre la intimidad del indígena con respecto a sus mujeres: “Es cosa de notar de aquesta gente / en cómo a su mujer ama el marido / que ni hijos ni padres, ni pariente / venir tras su mujer muy diligente / el indio con tristeza lastimera / por verse sin su dulce compañera”. Ruy Díaz de Guzmán, relata la historia de Lucía Miranda, mujer blanca proveniente del mundo llamado “civilizado” y Siripo su captor “bárbaro”. María, de La cautiva escrito por Esteban Echeverría es vista con los ojos de un romántico, pues ella no es solamente cautiva de los indios, de los cuales consigue liberarse, sino también de la tierra, de la extensión, del desierto y de su bárbara soledad. También José Hernández tiene su cautiva y en su poema Martín Fierro asoma una expresión nueva: la intervención de la identidad hispano-mestiza, puesto que esta cautiva es salvada por el gaucho Martín Fierro.



Cautivas de Marie Claire


Las cautivas de carne y huesoa.


Hemos de circunscribirnos a la época de la Confederación Argentina que es cuando el problema se agudiza y las cautivas dejan de ser idealizaciones para transformarse en mujeres concretas, identificables, con nombre y apellido, originarias de lugares también concretos llamados Río IV, 25 de Mayo, Pergamino, Santa Fe, Bahía Blanca, Santiago del Estero, Córdoba, etc. El país se ha divido en dos áreas enfrentadas: la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires. Desatada la lucha entre porteños y federales, ambas políticas dieron como resultado la conformación de una tercera fuerza que había estado contenida, representada por la marejada de malones. El centro de operaciones de la embestida indígena era la hegemonía de Calfucurá. Dos políticas diferentes se delinearon: la de Buenos Aires que enfrentó los ataques con la misma intensidad y por medio de las armas, y la de la Confederación que buscó la negociación a través de hábiles intermediarios a fin de asegurar la paz con los caciques y sus tribus y afirmar la línea de frontera que había retrocedido donde se encontraba varias décadas atrás. Buenos Aires y la Confederación se acusaban de la responsabilidad de la guerra del malón. Los indios, por su parte, aprovechaban la coyuntura para intensificar sus ataques sin dejar de acordar con ambos bandos tratados beneficiosos para su política territorial y comercial, especialmente subvenciones en dinero y especies. Es entonces cuando una cautiva desde el desierto escribe una carta. Se trata de un valioso documento escrito por Paulina Belascuen dirigido a su hermano residente en Córdoba. La carta fue llevada a su destinatario por un amigo del indio en cuyo poder estaba prisionera. Dice: “Tierra adentro. Paulo Belascuen. Hermano: Te aviso la desgracia que hemos tenido, nos han llevado los indios de Baigorria a mí, a Micaela, Pepa, Sinforosa, Manuela, Alustiza, Hilaria y Secundina Pereyra. Te suplico, hermano, que te valgas del señor gobernador Díaz para que nos pida a Urquiza, y harás saber a mi tata cuanto antes para que se empeñe con el señor Taboada. Paulina Belascuen”. Esta carta hizo un largo y azaroso recorrido. Desde Tierra Adentro fue a San Luis, de allí a Córdoba, luego a Santiago del Estero y de allí a Paraná para llegar finalmente a San José, residencia de Urquiza. Pero Paulina Belascuen nunca fue rescatada. El historiador Juan Severino López dice que la invasión a 25 de Mayo significó el cautiverio de más de quinientas mujeres. “Lo más precioso de su botín era un lote de cautivas que habían apresado a orillas del pueblo aunque también capturaron algunas pertenecientes de familias principales”.


Los caciques Catriel y Calcufucurá habían derrotado a las huestes porteñas en Sierra Chica y el joven cacique Yanquetruz aniquiló por su parte a otro grueso de tropas dirigidas por el coronel Nicolás Otamendi. A continuación Calcufurá derrotó al general hornos en San Jacinto, lugar próximo al arroyo Tapalqué. Estos brillantes triunfos dieron tal prestigio a Calfucurá que la Confederación India por él organizada llegó a cubrir un área de más de 60.000 km2. Buenos Aires cambió entonces su política de guerra y entró en tratados de paz con los caciques Catriel y Juan Manuel Cachul, luego con Yanquetruz. Una maniobra para quebrar la gran Confederación India. Las cautivas se encontraban dentro de la política acordada por los gobiernos blanco e indígena. Si lograban entrar en alguno de los tratados de paz eran, no obstante, retenidas en el desierto para poder negociar ante cualquier fisura o mayor exigencia indígena. Y así envejecían en el cautiverio. Donde no había tregua –o sea, en las tribus de Calfucurá– imposible soñar con un rescate. Los gobiernos y la sociedad olvidaban a las cautivas. En su libro Del Plata a los Andes cuenta el escritor Arnold Mayer que al pasar por la desolada llanura de Santa Fe en un paraje llamado La Candelaria descendió en una posta. Allí “una vieja mujer, único habitante del bello sexo que habían perdonado del cautiverio los indios y dos hijos suyos, nos recibieron. Esta pobre mujer que había sido despojada de dos hijas suyas, inútilmente rogó a los salvajes la llevaran a las tolderías junto con ellas pero los bárbaros la despreciaron por su vejez. En cada invasión que hacen por allí, ella sale a preguntarles por el malogrado fruto de sus entrañas y a suplicarles de rodillas la lleven de esclava, pero en vano”.



Las Cautivas de Evariste Luminais


Cuando Lucio V. Mansilla visitó –para firmar un tratado de paz– la Tierra Adentro de los ranqueles y penetró hasta las mismas tolderías allí se encontró con numerosas cautivas pertenecientes a distintos caciques y capitanejos. Habló con ellas, les preguntó sus nombres y el lugar de origen. Muchas le contaron sus sufrimientos y cuando Mansilla interrogó a una de ellas cómo le iba, ésta le dijo: “Antes, cuando el indio me quería, me iba muy mal, porque las otras mujeres y las chinas me mortificaban mucho; en el monte me agarraban entre todas y me castigaban. Ahora, que ya el indio no me quiere, me va muy bien, todas son amigas mías”. La madre del cacique Baigorrita fue una cautiva natural del Morro, por eso Baigorrita tenía una fisonomía de tipo español. Al visitar el toldo de Epumer, Mansilla observó que este cacique tenía una sola mujer y varias hijas con ella. En el mismo toldo encontró otras cautivas y conversó con ellas: “¿Cómo les va, hijas? Muy bien, señor, contestaron. ¿No tienen ganas de salir? No, contestaron y se ruborizaron. Epumer dijo entonces: Si tienen hijos y no les falta hombre! Las cautivas añadieron: Nos quieren mucho. Una de ellas agregó: Ojalá todas pudieran decir lo mismo, gúeselencia!” Echeverría y Hernández hablan con compasión de la mujer cautiva, pero Mansilla, que convivió con ellas, que las conoció y trató a lo largo de su itinerario, informa sobre un número considerable presentándolas siempre como mujeres realistas descreídas del mundo llamado “civilizado”, superando la frustración y la esperanza de salir del desierto, dueñas de una gran capacidad de adaptación al medio en el que tuvieron que sobrevivir. En el entrevero de una lucha a sangre y fuego entablada entre las fuerzas del poder, ellas quedaban en medio del campo desvalidas, disponiendo apenas de sus cuerpos como único recurso de expresión y transacción. El desierto es el escenario donde la literatura, pero fundamentalmente la narrativa, capta una grieta del fenómeno bélico, un flanco donde la mujer es la víctima y el precio a pagar en el conflicto de poderes. Marginal de ambas fronteras, ella prefiere finalmente plantarse en la realidad y olvidar el mundo que la había olvidado.



















Tomado de:
DEMITRÓPULOS, Libertad: “La mujer cautiva en la literatura argentina”. En FLECHER, Lea (1994): Mujeres y culturas en la Argentina del siglo XIX. Bs. As. Feminaria Editora, pp.159-165.
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