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14 agosto 2015

Don Quijote lector: de la épica a la epopeya. Carlos Fuentes




Don Quijote lector: de la épica a la epopeya


Carlos Fuentes


Todo es posible. Todo está en duda. Sólo un hidalgo manchego sigue adhiriéndose a los códigos de la certidumbre. Como la España de la Contrarreforma, Don Quijote navega entre dos aguas y pertenece a dos mundos. Para él, nada está en duda y todo es posible: como la Invencible Armada derrotada en tiempo de Cervantes, es un anacronismo que no sabe su nombre. En el nuevo mundo de la crítica, don Quijote es un caballero de la fe. Esa fe proviene de una lectura. Y esa lectura es una locura. Don Quijote se empeña, igual que el monarca necrófilo de El Escorial, en restaurar el mundo de la certeza unitaria: se empeña, física y simbólicamente, en la lectura única de los textos e intenta trasladarla a una realidad que se ha vuelto múltiple, equívoca, ambigua. Pero porque es dueño de esa lectura, don Quijote es dueño de una identidad: la del caballero andante, la del héroe antiguo.


De ser el dueño de las lecturas previas que le secaron el seso, don Quijote pasa a ser, en un segundo nivel de lectura, dueño de las palabras del universo verbal del libro Quijote. Deja de ser el lector de novelas de caballería y se convierte en el actor de sus propias aventuras. De la misma manera que no había ruptura entre la lectura de los libros y su fe en lo que decían, ahora no hay divorcio entre los actos y las palabras de sus aventuras. Porque lo leemos y no lo vemos, nunca sabremos qué es lo que el caballero se pone en la cabeza: ¿tendrá razón don Quijote, habrá descubierto el fabuloso yelmo de Mambrino donde los demás, ciegos e ignorantes, sólo ven un bacín de barbero? Dentro de la esfera verbal, don Quijote comienza por ser invencible. El empirismo de Sancho es inútil literariamente, porque don Quijote, apenas fracasa, restablece su discurso y prosigue su carrera en el mundo de las palabras que le pertenecen.


Harry Levin compara la famosa escena del play within the play en Hamlet, con el capítulo del retablo de Maese Pedro en el Quijote. En la obra de Shakespeare (¿de quién?) el rey Claudio hace interrumpir la representación porque la imaginación empieza a parecerse peligrosamente a la realidad. En la obra de Cervantes (¿de  quién?) don Quijote se lanza contra «La titerera morisma» de Maese Pedro porque lo representado empieza a parecerse peligrosamente a la imaginación. Claudio desea que la realidad fuese una mentira: el asesinato del padre de Hamlet. Don Quijote desea que la fantasía fuese una verdad: el cautiverio de la princesa Melisendra por los moros.

La identificación de lo imaginario con lo real remite a Hamlet a la realidad, y de la realidad, naturalmente, le remite a la muerte: Hamlet es el embajador de la muerte, viene de la muerte y a ella va. La identificación de lo imaginario con lo imaginario remite a don Quijote a la lectura. Don Quijote viene de la lectura y a ella va: Don Quijote es el embajador de la lectura. Y para él, no es la realidad la que se cruza entre sus empresas y la verdad: son los encantadores que conoce por sus lecturas.


Nosotros sabemos que no es así, que es sólo la realidad la que se enfrenta a la loca lectura de don Quijote. Pero él no lo sabe, y esto crea un tercer nivel de lectura. «Mire vuestra merced, dice continuamente Sancho… Mire que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento.» Pero don Quijote no mira: don Quijote lee y su lectura dice que aquellos son gigantes. Don Quijote quiere meter al mundo entero en su lectura mientras cree que esa lectura es la de un código unitario y consagrado: el que, desde la gesta de Roncesvalles, identifica el hecho ejemplar de la historia con los hechos ejemplares de los libros. El sacrificio de Rolando defendió el ideal heroico de la caballería y la integridad política del cristianismo. Su gesta habría de convertirse en norma y forma ideales de los héroes de las ficciones de caballería. Don Quijote se sitúa a sí mismo en esta genealogía. El también cree que entre las gestas ejemplares de la historia y los gestos ejemplares de los libros no puede haber fisuras, pues por encima de ambos está el código consagrado que los rige, y por encima de éste, la visión unívoca de un mundo estructurado por Dios. Nacido de la lectura, don Quijote, cada vez que fracasa, se refugia en la lectura. Y refugiado en la lectura, seguirá viendo ejércitos donde sólo hay ovejas sin perder la razón de su lectura: será fiel a ella porque para él no hay otra lectura lícita.

El Quijote de Salvador Dalí (1945)


La sinonimia de la lectura, la locura, la verdad y la vida en don Quijote son de una evidencia llamativa cuando pide a los mercaderes que se encuentra en el camino que confiesen la belleza de Dulcinea sin haberla visto nunca, pues «lo importante es que sin haberla visto lo creyeres, confesares, jurares y defendieres». Ese lo es un acto de fe. Las fabulosas aventuras de don Quijote son impulsadas por un propósito avasallante: lo leído y lo vivido deben coincidir de nuevo, sin las dudas y oscilaciones entre la fe y la razón introducidas por el Renacimiento. Pero el siguiente nivel de la lectura empieza a minar esta ilusión. En su tercera salida don Quijote se entera, por noticias del bachiller Carrasco que Sancho le transmite, de la existencia de un libro llamado El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. «Me mientan a mí —dice Sancho con asombro— y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió.»


Cosas a solas. Antes, sólo Dios podía leerlas; sólo Dios era el conocedor y juez final de lo que sucedía en los recodos de nuestra conciencia. Ahora, cualquier lector que puede pagar el precio de cubierta de Don Quijote también puede enterarse: el lector es asimilado a Dios. Ahora, los Duques pueden preparar sus crueles farsas porque han leído la primera parte de la novela Don Quijote. Al entrar a la segunda, don Quijote ha sido tema de la relación apócrifa escrita por Avellaneda para aprovechar el éxito de la primera parte del libro de Cervantes. Los signos de la singular identidad de don Quijote se multiplican. Don Quijote critica la versión de Avellaneda; pero la existencia de otro libro sobre él mismo le hace cambiar de ruta e ir a Barcelona a «sacar a la plaza del mundo la mentira de este historiador moderno y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice».


Seguramente, ésta es la primera vez en la historia de la literatura que un personaje sabe que está siendo escrito al mismo tiempo que vive sus aventuras de ficción. Este nuevo nivel de la lectura, en el que don Quijote se sabe leído, es crucial para determinar los que siguen. Don Quijote deja de apoyarse en la épica previa para empezar a apoyarse en su propia epopeya. Pero su epopeya no es tal epopeya, y es en este punto donde Cervantes inventa la novela moderna. Don Quijote, el lector, se sabe leído, cosa que nunca supo Amadís de Gaula. Y sabe que el destino de don Quijote se ha vuelto inseparable del libro Quijote, cosa que jamás supo Aquiles con respecto a La litada. Su integridad de héroe antiguo, nacida de la lectura, a salvo en el nicho de la lectura épica previa, unívoca y denotada, es anulada, no por los galeotes o las burlas de Maritornes, no por los palos y pedradas que recibe en las ventas que imagina castillos o en los campos de pastoreo que confunde con campos de batalla. Su fe en las lecturas épicas le permite sobrellevar todas las palizas de la realidad. Su integridad es destruida por las lecturas a las que es sometido.


Y estas lecturas le convierten en el primer héroe moderno, escudriñado desde múltiples puntos de vista, leído y obligado a leerse, asimilado a los propios lectores que lo leen y, como ellos, obligado a crear en la imaginación a «Don Quijote». Doble víctima de la lectura, don Quijote pierde dos veces el juicio: primero, cuando lee; después, cuando es leído. Pues ahora, en vez de comprobar la existencia de los héroes antiguos, deberá comprobar su propia existencia. Lo cual nos conduce a otro nivel de la lectura crítica. En cuanto lector de epopeyas que obsesivamente quiere trasladar a la realidad, don Quijote fracasa. Pero en cuanto objeto de una lectura, empieza a vencer a la realidad, a contagiarla con su loca lectura: no la lectura previa de las novelas de caballería, sino la lectura actual del propio Quijote de la Mancha. Y esa nueva lectura transforma al mundo, que empieza a parecerse cada vez más al mundo del Quijote. Para burlarse de don Quijote, el mundo se disfraza de las obsesiones quijotescas. Pero, como dice Salvador Elizondo en su Teoría del disfraz, nadie se disfraza de algo peor que de sí mismo. El mundo disfrazado de quienes han leído el Quijote dentro del Quijote revela la realidad sin disfraces del mundo: su crueldad, su ignorancia, su injusticia, su estupidez. Cervantes no necesita escribir un manifiesto político para denunciar los males de ésa y de todas las épocas; no necesita recurrir al lenguaje de Esopo; no necesita romper radicalmente con las reglas de la épica tradicional a efecto de superarla: le basta entreverar la tesis épica con la antítesis realista para obtener, dentro de la lógica y la vida y la necesidad propias de su libro, la síntesis novelística. Nadie había concebido, con anterioridad a Cervantes, esta creación polivalente dentro de un libro.


Don Quijote, el caballero de la fe, sale al encuentro de un mundo infiel. Y a semejanza de don Quijote, el mundo tampoco sabe ya dónde está ubicada la realidad. ¿Logran burlarse de don Quijote, Dorotea cuando se disfraza de Princesa Micomicona, Sansón Carrasco cuando le desafía disfrazado de Caballero de los Espejos, los Duques cuando escenifican las farsas de Clavileño, la Dama Adolorida con sus doce dueñas barbudas y el gobierno de Sancho en la ínsula Barataría? ¿O es don Quijote quien se ha burlado de todos ellos, obligándoles a entrar, disfrazados de sí mismos, al universo de la lectura del Quijote? Discutible materia de psicoanálisis. Lo indiscutible es que don Quijote, el hechizado, termina por hechizar al mundo. Mientras leyó, imitó al héroe épico. Al ser leído, el mundo le imita a él. Pero el precio que debe pagar es la pérdida de su propio hechizamiento. Pródigo, Cervantes nos conduce a un nivel más de lectura. Cuando el mundo se quijotiza, don Quijote, cifra de la lectura, pierde la ilusión de su ser. Cuando ingresa al castillo de los Duques, don Quijote ve que el castillo es castillo, mientras que en las ventas más humildes podía imaginar que veía un castillo. La realidad le roba su imaginación. En el mundo de los Duques, ya no será necesario que imagine un mundo irreal: los Duques se lo ofrecen en la realidad. ¿Tiene sentido la lectura si corresponde a la realidad? Entonces, ¿para qué sirven los libros? De allí en adelante, todo es tristeza y desilusión, tristeza de la realidad, desilusión de la razón. Paradójicamente, don Quijote es despojado de su fe en el instante mismo en que el mundo de sus lecturas le es ofrecido en el mundo de la realidad. El paso decisivo por el castillo de los Duques permite a Cervantes plantar tres picas en el campo de su crítica de la lectura. Una cosa, nos está diciendo, es la idea que don Quijote tiene de una coincidencia épica entre sus lecturas y su vida: una fe nacida de los libros y totalmente definida por la manera como don Quijote ha leído esos libros.


Mientras esta coincidencia mental mantiene su supremacía, don Quijote no tiene dificultades para convivir con cuanto existe fuera de su propio universo: el hecho mismo de que la realidad no coincida con sus lecturas le permite, una y otra vez, imponer la visión de sus lecturas a la realidad.


Pero cuando lo que sólo pertenece a sus lecturas unívocas encuentra equivalentes en la realidad, la ilusión cae hecha pedazos. La coherencia de la lectura épica es derrotada por la incoherencia de los hechos históricos. Don Quijote debe vivir esta realidad histórica antes de alcanzar el nivel definitivo propuesto por Cervantes: el nivel de la novela en sí, síntesis entre el pasado que don Quijote pierde y el presente que lo anula. Arrojado en brazos de la historia, la historia priva a don Quijote de toda oportunidad para su acción imaginativa. Encuentra a un tal Roque Guinart, auténtico bandolero, vivo en tiempo de Cervantes. Guinart, totalmente inscrito en la historia, fue ladrón de la plata de Indias y agente secreto de los hugonotes franceses en la época de la matanza de la noche de San Bartolomé. Al lado de Guinart y de su historicidad tangible, como cuando es testigo (pero no partícipe) de un combate naval frente a Barcelona, don Quijote se convierte en simple espectador de hechos y personajes reales. El viejo hidalgo, para siempre privado de su lectura épica del mundo, debe enfrentar su opción final: ser en la tristeza de la realidad o ser en la realidad de la literatura: esta literatura, la que Cervantes ha inventado, y no en la vieja literatura de la coincidencia unívoca de la cual surgió don Quijote.


Aventura de la desilusión. Por algo llama Dostoyevski a la obra de Cervantes «el libro más triste de todos» y en ella se inspira para figurar al «hombre bueno», al príncipe idiota, Mishkin. El caballero de la fe se ha ganado, al terminar la novela, su triste figura. Y es que, como indica Dostoyevski, don Quijote sufre una «nostalgia del realismo». Pero, ¿de cuál realismo? ¿El de las imposibles aventuras de magos, caballeros sin tacha y descomunales gigantes? Exactamente: antes, todo lo dicho era cierto… aunque fuese fantasía. No había fisura alguna entre lo dicho y lo hecho en la épica. «Para Aristóteles y la Edad Media —explica Ortega y Gasset— es posible lo que no envuelve en sí contradicción. Para Aristóteles es posible el centauro; para nosotros no, porque no lo tolera la biología.» Es este realismo coincidente, sin contradicciones, el que añora don Quijote; en su camino podrán cruzarse la nueva ciencia, la nueva duda, todos los escepticismos que anacronizan la fe del caballero de la lectura única, del embajador de la lectura lícita. Pero por encima de todo, lo que rompe ese realismo son las lecturas plurales, las lecturas ilícitas.


Don Quijote ilustrado por Gustave Doré


Don Quijote recobra la razón y esto, para él, es la suprema locura: es el suicidio, pues la realidad, como a Hamlet, le remite a la muerte. Don Quijote, gracias a la crítica de la lectura inventada por Cervantes, vivirá otra vida: no le queda más recurso que comprobar su propia existencia, no en la lectura única que le dio vida, sino en las lecturas múltiples que se la quitaron en la realidad añorada y coincidente pero se la otorgaron, para siempre, en el libro y sólo en el libro. Octavio Paz ha escrito, memorablemente, que la aventura de la novela moderna puede resumirse entre dos títulos: Las grandes esperanzas y Las ilusiones perdidas. Y Don Quijote es la primera novela de la desilusión; es la aventura de un loco maravilloso que recobra una triste razón. Nadie ni nada, ni la burla heroica de Tasso, ni el crudo realismo documental de la picaresca, ni la gargantúica, insaciable y aterradora afirmación de la energía excedente del mundo humano lanzada como una alegre maldición contra el vacío de los cielos, en Rabelais, habían concebido, antes de Cervantes, la narración de una aventura de la desilusión y la pérdida.


Quizás, por ello, Don Quijote es la más española de todas las novelas. Su esencia poética es definida por la pérdida, la imposibilidad, una ardiente búsqueda de la identidad, una triste conciencia de todo lo que pudo haber sido y nunca fue y, en contra de esta des-posesión, una afirmación de la existencia total en la realidad de la imaginación, donde todo lo que no puede ser encuentra, en virtud, precisamente, de esta negación fáctica, el más intenso nivel de la verdad. Porque la historia de España (y podríamos añadir: la historia de la América Española) ha sido lo que ha sido, su arte ha sido lo que la historia ha negado a España. El arte da vida a lo que la historia ha asesinado. El arte da voz a lo que la historia ha negado, silenciado o perseguido. El arte rescata la verdad de manos de las mentiras de la historia. 


Posiblemente, esto es lo que quiso decir Dostoyevski cuando escribió que Don Quijote es una novela donde la verdad es salvada por una mentira. La profunda observación del autor ruso va mucho más allá de la relación entre el arte y la historia de una nación. Dostoyevski nos está hablando de la más ancha relación entre lo real y lo imaginario. Hay un fascinante momento del libro de Cervantes: En Barcelona, don Quijote rompe definitivamente los amarres de la ilusión realista y hace lo que jamás hicieron Aquiles, Eneas o Roldán: visita una imprenta, entra al lugar mismo donde sus hechos se convierten en objeto, en producto legible. Don Quijote es remitido a su única realidad: la de la literatura. De la lectura salió; a las lecturas llegó. Ni la realidad de lo que leyó ni la realidad de lo que vivió fueron tales, sino espectros de papel. Y sólo liberado de su lectura pero prisionero de las lecturas que multiplican hasta el infinito los niveles de la novela, sólo desde el centro de su verdadera realidad de papel, solitariamente solo, don Quijote clama: ¡Crean en mí! ¡Mis hazañas son reales, los molinos son gigantes, los rebaños son ejércitos, las ventas son castillos y no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso! ¡crean en mí! 


La realidad puede reír o llorar al escuchar semejantes palabras. Pero la realidad misma es invadida por ellas, pierde sus propias fronteras definidas, se siente desplazada, contagiada por otra realidad de palabras y papel. ¿Dónde terminan el castillo de Dunsinane o el páramo donde Lear y su bufón viven la helada noche de la locura? ¿Dónde termina la cueva de Montesinos y empieza la realidad? Nunca más será posible saberlo porque nunca más habrá lectura única: Cervantes ha vencido a la épica en la que se apoyó, ha puesto a dialogar a Amadís de Gaula con Lazarillo de Tormes y en el proceso ha disuelto la normatividad severa de la escolástica y su lectura unívoca del mundo.


Navegante en un mar donde se alternan las tormentas de la renovación y los sargazos de la inmovilidad, Cervantes debe luchar entre lo viejo y lo nuevo con una intensidad infinitamente superior a la de los escritores transpirenaicos que, sin mayores peligros, pueden promover los reinos paralelos de la razón, el hedonismo, el capitalismo, la fe ilimitada en el progreso y el optimismo de una historia totalmente orientada hacia el futuro. Cervantes, por ejemplo, no puede encarar al mundo con la seguridad pragmática de un Defoe. Robinson Crusoe, el primer héroe capitalista, es un self-made man, que acepta la realidad objetiva y en seguida la adapta a sus necesidades mediante la ética protestante del trabajo, el sentido común, la disciplina, la tecnología y, de ser necesario, el racismo y el imperialismo. Don Quijote es el polo opuesto de Robinson. El fracaso del Caballero de la Triste Figura en materia práctica, es el más gloriosamente cómico de la historia literaria y acaso sólo encuentra equivalentes modernos en los grandes payasos del cine silencioso: Chaplin, Keaton, Laurel y Hardy… Robinson y Quijote son los símbolos antitéticos de los mundos anglosajón e hispánico. Américo Castro, en España y su historia, la llama «la historia de una inseguridad». Francia ha asimilado su pasado al costo de sacrificios máximos, mediante las categorías del racionalismo y la claridad. Inglaterra lo ha hecho a través de las categorías del empirismo y el pragmatismo. El pasado no es un problema para el francés o el inglés. Para el español, es puro problema, o problema puro.




















Tomado de:
FUENTES, Carlos (1994): Cervantes o la crítica de la lectura. Centro de Estudios Cervantinos. pp. 37-43

17 junio 2015

Rulfo, el lenguaje del mito. Carlos Fuentes




Rulfo, el lenguaje del mito

Carlos Fuentes


 Giambattista Vico, quien primero ubicó el origen de la sociedad en el lenguaje y el origen del lenguaje en la elaboración mítica, vio en los mitos la «universalidad imaginativa» de los orígenes de la humanidad: la imaginación de los pueblos ab-originales. La voz de Rulfo llega a esta raíz. Es, a la vez, silencio y lenguaje; y, para no sacrificar en ningún momento sus dos componentes, es, sobre todo, rumor. Claude Lévi-Strauss, en su Antropología estructural, nos dice que la función de los mitos consiste en incorporar y exhibir las oposiciones presentes en la estructura de la sociedad en la cual nace el mito. El mito es la manera en que una sociedad entiende e ignora su propia estructura; revela una presencia, pero también una carencia. Ello se debe a que el mito asimila los acontecimientos culturales y sociales. El hecho biológico de dar a luz se convierte, míticamente, en un hecho social. El juego entre realidad sexual y teatralidad erótica de Doloritas Preciado, Eduviges Dyada, Damiana Cisneros y Dorotea la Cuarraca en torno al «hijo» narrador, Juan Preciado, es parte de esta circulación entre biología y sociedad que opera el mitopuente. Hay más: Lévi-Strauss indica que en cada mito se refleja no sólo su propia poética (es decir, la manera en que el mito es contado en un momento o una sociedad determinados) sino que también da cabida a todas las variantes no dichas, de las cuales esta particular versión es sólo una variante más.


Vladimir Propp, en la Morfología del cuento, distingue una veintena de funciones propias del cuento de hadas ruso. El orden de las mismas puede variar, pero no se encuentra un cuento que no incluya, en una forma u otra, una combinación de varias de estas funciones. ¿Hay mitos nuevos, nacidos de circunstancias nuevas? Harry Levin recuerda que Emerson pidió una mitología industrial de Manchester, y Dickens se la dio; Trotski pidió un arte revolucionario que reflejase todas las contradicciones del sistema social revolucionario, pero Stalin se lo negó. La audiencia actual de telenovelas y novelas «divertidas» o light ignora que está leyendo combinaciones de mitos antiquísimos. Sin embargo, sólo la crítica del subdesarrollo sigue manteniendo el mito romántico de la originalidad, precisamente porque nuestras sociedades aún no rebasan las promesas sentimentales de las clases medias del siglo pasado. Todo gran escritor, todo gran crítico, todo gran lector, sabe que no hay libros huérfanos: no hay textos que no desciendan de otros textos.


El mito explica esta realidad genealógica y mimética de la literatura: no hay, como explica LéviStrauss, una sola versión del mito, de la cual todas las demás serían copias o distorsiones. Cada versión de la verdad le pertenece al mito. Es decir, cada versión del mito es parte del mito y éste es su poder. El mismo mito —Edipo, pongo por caso— puede ser contado anónimamente, o por Sócrates, Shakespeare, Racine, Hölderlin, Freud, Cocteau, Pasolini, y mil sueños y cuentos de hadas. Las variaciones reflejan el poder del mito. Traten ustedes de contar más de una vez, en cambio, una novela de Sidney Sheldon o de Jackie Collins.


Al contener todos estos aspectos de sí, el mito establece también múltiples relaciones con el lenguaje invisible o no dicho de una sociedad. El mito, en este sentido, es la expresión del lenguaje potencial de la sociedad en la cual se manifiesta. Esto es igualmente cierto en la antigüedad mediterránea y en la antigüedad mesoamericana, puesto que el mito y el lenguaje son respuestas al terror primario ante la inminencia de la catástrofe natural. Primero hablamos para contar un mito que nos permite comprender el mundo, y el mito requiere un lenguaje para manifestarse. Mito y lenguaje aparecen al mismo tiempo, y los mitos, escribe Vico, son el ingreso a la vasta imaginación de los primeros hombres. El lenguaje del mito nos permite conocer las voces mentales de los primeros hombres: dioses, familia, héroes, autoridad, sacrificios, leyes, conquista, valentía, fama, tierra, amor, vida y muerte: éstos son los temas primarios del mito, y los dioses son los primeros actores del mito. El hombre recuerda las historias de los dioses y las comunica, antes de morir, a sus hijos, a su familia. Pero el hombre abandona su hogar, viaja a Troya, obliga a los dioses a acompañarle, lucha, convierte el mito en épica y en la lucha épica —que es la lucha histórica— descubre su fisura personal, su falla heroica: de ser héroe épico, pasa a ser héroe trágico. Regresa al hogar, comunica la tragedia a la ciudad, y la ciudad, en la catarsis, se une al dolor del héroe caído y restablece, en la simpatía, los valores de la comunidad. 


Éste es el círculo de fuego de la antigüedad mediterránea —mito, épica y tragedia— que el cristianismo primero y la secularidad moderna, en seguida, excluyen, porque ambos creen en la redención en el futuro, en la vida eterna o en la utopía secular, en la ciudad de dios o en la ciudad del hombre. La novela occidental no regresa a la tragedia: se apoya en la épica precedente, degradándola y parodiándola (Don Quijote) pero vive una intensa nostalgia del mito que es el origen de la materia con la cual se hace literatura: el lenguaje.


Pedro Páramo no es una excepción a esta regla: la confirma con brillo incomparable, cuenta la historia épica del protagonista, pero esta historia es vulnerada por la historia mítica del lenguaje. Negar el mito sería negar el lenguaje y para mí éste es el drama de la novela de Rulfo. En el origen del mito está el lenguaje y en el origen del lenguaje está el mito: ambos son una respuesta al silencio aterrador del mundo anterior al hombre: el universo mudo al cual viaja el narrador de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, deteniéndose al borde del abismo. 


Por todo esto, es significativo que en el centro mismo de Pedro Páramo escuchemos el vasto silencio de una tormenta que se aproxima —y que este silencio sea roto por el mugido del ganado. Fulgor Sedano, el brazo armado del cacique, da órdenes a los vaqueros de aventar el ganado de Enmedio más allá de lo que fue Estagua, y de correr el de Estagua para los cerros del Vilmayo. «Y apriétenle —termina—, ¡que se nos vienen encima las aguas!». Apenas sale el último hombre a los campos lluviosos, entra a todo galope Miguel Páramo, el hijo consentido del cacique, se apea del caballo casi en las narices de Fulgor y deja que el caballo busque solo su pesebre. 


«—¿De dónde vienes a estas horas, muchacho?» —le pregunta Sedano.
«—Vengo de ordeñar» —contesta Miguel, y en seguida en la cocina, mientras le prepara sus huevos, le contesta a Damiana que llega «De por ahí, de visitar madres». Y pide que se le dé de comer igual que a él a una mujer que «allí está afuerita», con un molote en su rebozo que arrulla «diciendo que es su crío. Parece ser que le sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó. Vive de limosna». El silencio es roto por las voces que no entendemos, las voces mudas del ganado mugiente, de la vaca ordeñada, de la mujer parturienta, del niño que nace, del molote inánime que arrulla en su rebozo una mendiga. Este silencio es el de la etimología misma de la palabra «mito»: mu, nos dice Erich Kahler, raíz del mito, es la imitación del sonido elemental, res, trueno, mugido, musitar, murmurar, murmullo, mutismo. De la misma raíz proviene el verbo griego muein, cerrar, cerrar los ojos, de donde derivan misterio y mística.


Novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda, Pedro Páramo concentra así todas las sonoridades muertas del mito. Mito y Muerte: ésas son las dos emes que coronan todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de México: novela mexicana esencial, insuperada e insuperable, Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte. La novela, como es sabido, se llamó originalmente Los murmullos, y Juan Preciado, al violar radicalmente las normas de su propia presentación narrativa para ingresar al mundo de los muertos de Comala, dice:

—Me mataron los murmullos.

Lo mató el silencio. Lo mató el misterio. Lo mató la muerte. Lo mató el mito de la muerte. Juan Preciado ingresa a Comala y al hacerlo ingresa al mito encarnando el proceso lingüístico descrito por Kahler y que consiste en dar a una palabra el significado opuesto: como el mutus latín, mudo, se transforma en el mot francés, palabra, la onomatopeya mu, el sonido inarticulado, el mugido, se convierte en mythos, la definición misma de la palabra. Pedro Páramo es una novela extraordinaria, entre otras cosas, porque se genera a sí misma, como novela mítica, de la misma manera que el mito se genera verbalmente: del mutismo de la nada a la identificación con la palabra, de mu a mythos y dentro del proceso colectivo que es indispensable a la gestación mítica, que nunca es un desarrollo individual. El acto, explica Hegel, es la épica. Pedro Páramo, el personaje, es un carácter de epopeya. 


Pero su novela, la que lleva su nombre, es un mito que despoja al personaje de su carácter épico. Cuando Juan Preciado es vencido por los murmullos, la narración deja de hablar en primera persona y asume una tercera persona colectiva: de allí en adelante, es el nosotros el que habla, el que reclama el mythos de la obra.


En la Antigüedad el mito nutre a la épica y a la tragedia. Es decir: las precede en el tiempo. Pero también en el lenguaje, puesto que el mito ilustra históricamente el paso del silencio —mutus— a la palabra —mythos.


La precedencia del mito en el tiempo, así como su naturaleza colectiva, son explicadas por Carl Gustav Jung cuando nos dice, en Los arquetipos del inconsciente colectivo, que los mitos son revelaciones originales de la psique preconsciente, declaraciones involuntarias acerca de eventos psíquicos inconscientes. Los mitos, añade Jung, poseen un significado vital. No sólo la representan: son la vida psíquica de la tribu, la cual inmediatamente cae hecha pedazos o decae cuando pierde su herencia mitológica, como un hombre que ha perdido su alma. Recuerdo dos narraciones modernas que de manera ejemplar asumen esta actitud colectiva en virtud de la cual el mito no es inventado, sino vivido por todos: el cuento de William Faulkner «Una rosa para Emilia» y la novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo. En estos dos relatos, el mito es la encarnación colectiva del tiempo, herencia de todos que debe ser mantenida, patéticamente, por todos, pues como lo escribió Vico, nosotros hicimos la historia, nosotros creamos el tiempo, y si ello es así, si la historia es obra de nuestra voluntad y no del capricho de los dioses o del curso de la naturaleza, entonces es nuestra obligación mantener la historia: mantener la memoria del tiempo. Es parte del deber de la vida: es mantenernos a nosotros mismos. 


Pedro Páramo también contiene su antes feliz: la Comala descrita por la voz ausente de Doloritas, el murmullo de la madre: «Un pueblo que huele a miel derramada». Pero este pueblo frondoso que guarda nuestros recuerdos como una alcancía sólo puede ser recobrado en el recuerdo; es el «Edén subvertido» de López Velarde, creación histórica de la memoria pero también mito creado por el recuerdo. Pero ¿quién puede recordar en Comala, quién puede crear la historia o el mito a partir de la memoria? ¿Quién tiene, en otras palabras, derecho al lenguaje en Comala? ¿Quién lo posee, quién no? Steven Boldy, el crítico inglés y catedrático del Emmanuel College, Cambridge, responde en un brillante estudio sobre Pedro Páramo: el dueño del lenguaje es el padre; los desposeídos del lenguaje son los demás, los que carecen de la autoridad paterna. Este pueblo frondoso ha sido destruido por un hombre que niega la responsabilidad colectiva y vive en el mundo aislado del poder físico individual, de la fuerza material y de las estrategias maquiavélicas que se necesitan para sujetar a la gente y asemejarla a las cosas.¿Cómo ocurre esto? ¿Por qué llega Juan Preciado a este pueblo muerto en busca de su padre? Ésta es la historia detrás de la épica: Pedro Páramo ama a una mujer que no pertenece a la esfera épica. Susana San Juan pertenece al mundo mítico de la locura, la infancia, el erotismo y la muerte. ¿Cómo poseer a esta mujer? ¿Cómo llegar a ella?


Pedro Páramo está acostumbrado a poseer todo lo que desea. Forma parte de un mundo donde el dueño de la esfera verbal es dueño de todos los que hablan, como el emperador Moctezuma, que llevaba el título de Tlatoani, el Señor de la Gran Voz, el monopolista del lenguaje. Un personaje de «Talpa», el cuento de Rulfo, tiene que gritar mientras reza, «nomás» para saber que está rezando y, acaso, para creer que Dios o el Tlatoani lo escuchan. Pedro Páramo es el padre que domina la novela de Rulfo, es su Tlatoani. Michel Foucault ha escrito que el padre es el elemento fundamental de la simbolización en la vida de cada individuo. Y su función —la más poderosa de todas las funciones— es pronunciar la ley y unir la ley al lenguaje. La oración esencial, por supuesto, se invoca «en el nombre del padre», y lo que el padre hace, en nuestro nombre y el suyo, es separarnos de nuestra madre para que el incesto no ocurra. Esto lo hace al nombrarnos: nos da su nombre y, por derivación, su ser, nos recuerda Boldy. 


Nombrar y existir, para el padre, son la misma cosa, y en Pedro Páramo el poder del cacique se expresa en estos términos cuando Pedro le dice a Fulgor: «La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros». La aplicación de esta ley exige la negación de los demás: los de más, los que sobran, los que no-son Pedro Páramo: «Esa gente no existe». Pero él —el Padre, el Señor— existe sólo en la medida en que ellos le temen, y al temerlo, lo reconocen, lo odian, pero lo necesitan para tener un nombre, una ley y una voz. Comala, ahora, ha muerto porque el Padre decidió cruzarse de brazos y dejar que el pueblo se muriera de hambre. «Y así lo hizo.» Su pretexto es que Comala convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan. La verdad es otra: Pedro Páramo no pudo poseer a la mujer que amó porque no pudo transformarla en objeto de su propia esfera verbal. Pedro Páramo condena a muerte a Comala porque la condena al silencio —la condena al origen, antes del lenguaje—, pero Comala, Susana y finalmente Juan Preciado, saben algo que Pedro Páramo ignora: la muerte está en el origen, se empieza con la muerte, la vida es hija de la muerte, y el lenguaje proviene del silencio. Pedro Páramo cree que condena a muerte a un pueblo porque la muerte para él está en el futuro, la muerte es obra de la mano de Pedro Páramo, igual que el silencio. Para todos los demás —para ese coro de viejas nanas y señoritas abandonadas, brujas y limosneras, y sus pupilos fantasmales, los hijos de Pedro Páramo, Miguel y Abundio, y Juan Preciado al cabo— lo primero que debemos recordar es la muerte: nuestro origen, y el silencio: Mu, mito y mugido, primera palabra nacida del vacío y del terror de la muerte y del silencio. Para todos ellos, la muerte está en el origen, se empieza con la muerte, y acaso es esto lo que une, al cabo, al hijo de Pedro Páramo y a la amada de Pedro Páramo, a Juan Preciado y a Susana San Juan: los murmullos, el lenguaje incipiente, nacidos del silencio y de la muerte. El problema de Pedro Páramo es cómo acercarse a Susana. Cómo acercarse a Pedro Páramo es el problema de sus hijos, incluyendo a Juan Preciado, y éste también es un problema de la esfera verbal.


Pedro Páramo (1965),  novela de Juan Rulfo.
Al leerla recordamos nuestra propia muerte


¿Qué cosa puede acercarnos al padre? El lenguaje mismo que el padre quiso darnos primero y quitarnos en seguida: el lenguaje que es el poder del padre, pero su impotencia cuando lo pierde. Rulfo opta por algo mejor que una venganza contra el padre: lo suma a un esfuerzo para mantener el lenguaje mediante el mito, y el mito de Rulfo es el mito de la muerte a través de la búsqueda del padre y del lenguaje. Pedro Páramo es en cierto modo una telemaquia, la saga de la búsqueda y reunión con el padre, pero como el padre está muerto —lo asesinó uno de sus hijos, Abundio el arriero—, buscar al padre y reunirse con él es buscar a la muerte y reunirse con ella. Esta novela es la historia de la entrada de Juan Preciado al reino de la muerte, no porque encontró la suya, sino porque la muerte lo encontró a él, lo hizo parte de su educación, le enseñó a hablar e identificó muerte y voces o, más bien, la muerte como un ansia de palabra, la palabra como eso que Xavier Villaurrutia llamó, certeramente, la nostalgia de la muerte. Juan Preciado dice que los murmullos lo mataron: es decir, las palabras del silencio. «Mi cabeza venía llena de ruidos y de voces. De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas.» Es la muerte la realidad que con mayor gravedad y temblor y ternura exige el lenguaje como prueba de su existencia.


Los mitos siempre se han contado junto a las tumbas: Rulfo va más lejos: va dentro de las tumbas, lado a lado, diálogo de los muertos: 

—Siento como si alguien caminara sobre nosotros.
—Ya déjate de miedos. […] Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a  estar mucho tiempo enterrados.


La tierra de los muertos es el reino de Juan Rulfo y en él este autor crea y  encuentra su arquetipo narrativo, un arquetipo íntimamente ligado a la dualidad padre/madre, silencio / voz. Para Jung, el arquetipo es el contenido del inconsciente colectivo, y se manifiesta en dos movimientos: a partir de la madre, la matriz que le da forma; y a través del padre, el portador del arquetipo, su mitóforos. Desde esta ventana podemos ver la novela de Rulfo como una visita a la tierra de la muerte que se sirve del conducto mítico supremo, el regreso al útero, a la madre que es recipiente del mito, fecundada por el mito: Doloritas y las madres sustitutas, Eduviges, Damiana, Dorotea.


¿Hacia qué cosa nos conducen todas ellas junto con Juan Preciado? Hacia el  portador del mito, el padre de la tribu, el ancestro maldito, Pedro Páramo, el fundador del Nuevo Mundo, el violador de las madres, el padre de todititos los hijos de la chingada. Sólo que este padre se niega a portar el mito. Y al hacerlo, traiciona a su prole, no puede hacerse cargo de «las palabras de la tribu». El mito, indica Jung en sus Símbolos de transformación, es lo que es creído siempre, en todas partes y por todos. Por lo tanto, el hombre que cree que puede vivir sin el mito, o fuera de él, es una excepción. Es como un ser sin raíces, que carece de vínculo con el pasado, con la vida ancestral que sigue viviendo dentro de él, e incluso con la sociedad humana contemporánea. Como Pedro Páramo en sus últimos años, viejo e inmóvil en un equipal junto a la puerta grande de la Media Luna, esperando a Susana San Juan como Heathcliff esperó a Catherine  arnshaw en las Cumbres borrascosas, pero separado radicalmente de ella porque Susana pertenece al mundo mítico de la locura, la infancia, el erotismo y la muerte y Pedro pertenece al mundo histórico del poder, la conquista física de las cosas, la estrategia maquiavélica para subyugar a las personas y asemejarlas a las cosas. 


Este hombre fuera del mito, añade Jung, no vive en una casa como los demás hombres, sino que vive una vida propia, hundido en una manía subjetiva de su propia hechura, que él considera como una verdad recién descubierta. La verdad recién descubierta de Pedro Páramo es la muerte, su deseo de reunirse con Susana. «No tarda ya. No tarda. Ésta es mi muerte. Voy para allá. Ya voy.» Muere una vez que ha dejado a Comala morirse, porque Comala convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan:

—Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.

Y así lo hizo.
Al condenar a muerte a Comala y sentarse en un equipal a esperar la suya, Pedro Páramo aparece como ese hombre sin mito del cual habla Jung: por más que la haya sufrido y por más que la haya dado, es un recién venido al reino de la muerte, que es parte de la realidad de la psique. El poder del padre está dañado porque no cree en el mito —no cree en el lenguaje— y cuando los descubre, es en el sueño de una mujer que no compartirá su sueño —es decir, su mito— con él. Susana San Juan, en cambio, es protagonista de varios mitos entrecruzados: el del incesto con su padre Bartolomé, y el de la pareja idílica con su amante Florencio. Pero, al cabo, es portadora de uno que los resume todos: el del eterno presente de la muerte. Bartolomé, el otro padre, para poseer a su hija, mata a Florencio. Privada de su amante, Susana decide privarse de su padre. Pedro Páramo se encarga de Bartolomé San Juan, lo asesina para recuperar a Susana, la niña amada, treinta años después, pero al hacerlo la pierde, porque la pérdida del padre significa, para Susana, precisamente lo que la presencia del padre significa para el pueblo: ley: protección: lenguaje. Al perder a su padre, Susana pierde ley, protección y lenguaje: se hunde en el silencio, se vuelve loca, sólo participa de su propio monólogo verbal cerrado. Niega al padre. En seguida niega al padre religioso, el padre Rentería. En seguida niega a Dios Padre. ¿Cómo puede Susana San Juan, entonces, reconocer jamás al usurpador de la autoridad paterna, Pedro Páramo, si ha dejado de reconocer a Dios, fuente de la autoridad patriarcal? Ésta es la realidad que Pedro Páramo no puede penetrar ni poseer y ni siquiera puede ser reconocido por Susana porque jamás puede entrar a su universo verbal, un mundo de silencio impenetrable para el poder de Pedro sobre la palabra: «¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber». Por una vez, el patriarca todopoderoso, el padre, el conquistador, es excluido. De manera que se cruza de brazos y deja que Comala se muera: Susana San Juan se le escapa, hasta en la muerte, a través de la misma muerte. 


Enterrada en vida, habitante de un mundo que rechina, prisionera de «una sepultura de sábanas», Susana no hace ningún distingo entre lo que Pedro Páramo llamaría vida y lo que llamaría muerte: si ella tiene «la boca llena de tierra» es, al mismo tiempo, porque «tengo la boca llena de ti, de tu boca, Florencio». Susana San Juan ama a un muerto: una muerta ama a un muerto. Y es ésta la puerta por donde Susana escapa al dominio de Pedro Páramo. Pues si el cacique tiene dominios, ella tiene demonios. Loco amor, lo llamaría Breton; loco amor de Pedro Páramo hacia Susana San Juan y loco amor de Susana San Juan hacia ese nombre de la muerte que es Florencio. Pero no loco amor de Susana y Pedro. Por su clima y temperamento, Pedro Páramo es una novela que se parece a otra: Cumbres borrascosas de Emily Brontë. Es interesante compararlas porque ha habido una pugna necia en torno a la novela de Rulfo, una dicotomía que insiste en juzgarla sólo bajo la especie poética o sólo bajo la especie política, sin entender que la tensión de la novela está entre ambos polos, el mito y la épica, y entre dos duraciones: la duración de la pasión y la duración del interés.


Leer a Juan Rulfo es como recordar nuestra propia muerte. Gracias al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte, que así pasa a formar parte de nuestra memoria. Estamos entonces mejor preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte, o la opción vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida: todo es vida. Al situar a la muerte en la vida, en el presente y, simultáneamente, en el origen, Rulfo contribuye poderosamente a crear una novela hispanoamericana moderna, es decir, abierta, inconclusa, que rehúsa un acabamiento —un acabado técnico, inclusive— que la prive de su resquicio, su hoyo, su Eros y su Tánatos. Literalmente, cada palabra debería ser final. Pero ésta es sólo su apariencia: de hecho, nunca hay última palabra, porque la novela existe gracias a una pluralidad de verdades: la verdad de la novela es siempre relativa. Su hogar, escribe Mijail Bajtin, es la conciencia individual, que por definición es parcial. Su gloria, recuerda Milan Kundera, es la de ser el paraíso transitorio en el que todos y cada uno tenemos el derecho de hablar y ser  escuchados. La novela es el instrumento del diálogo en este sentido profundo: no sólo el diálogo entre personajes, como lo entendió el realismo social y psicológico, sino el diálogo entre géneros, entre fuerzas sociales, entre lenguajes y entre tiempos históricos contiguos o alejados, como lo entendieron y entienden los generadores de la novela, Cervantes, Sterne y Diderot ayer, y Joyce, Kafka, Woolf, Broch y Faulkner en nuestro tiempo. Y Juan Rulfo.




















Tomado de:
FUENTES, Carlos (2011): La gran novela latinoamericana. Madrid, Alfaguara, pp. 79-87.