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06 mayo 2018

Lectura hermeneútica. Terry Eagleton




Lectura hermeneútica

Terry Eagleton


Para Hans-Georg Gadamer las intenciones del autor nunca agotan el significado de una obra literaria. A medida que la obra pasa de contexto en contexto, cultural o histórico, se pueden extraer de ella nuevos significados quizá nunca previstos ni por el autor ni por el público lector de su época. Hirsch aceptaría esto en un sentido, relegándolo al terreno de la "significación". Para Gadamer, esta  inestabilidad forma parte del propio carácter de la obra. Cualquier interpretación debe tomar en cuenta la situación (es, por tanto, situacional); queda modelada y sujeta por los criterios históricos ricamente relativos de una cultura en particular no existe posibilidad de conocer un texto literario ―tal cual es. 


Según Gadamer, toda interpretación de una obra de otros tiempos consiste en un diálogo entre el pasado y el presente. Ante una de esas obras se escucha su voz, un tanto extraña, con sabia pasividad heideggeriana, permitiéndole cuestionar lo que hoy en día nos interesa o preocupa. Ahora bien, lo que la obra nos diga dependerá del tipo de preguntas que podamos dirigirle desde la favorable posición en que estemos colocados históricamente. También dependerá de nuestra habilidad para reconstruir la pregunta a la que la obra da respuesta, pues la obra es también un diálogo con su propia historia. Toda comprensión es productiva: equivale siempre a comprender de otra manera; es una realización del potencial del texto en el que se introducen nuevos matices. Sólo a través del pasado se comprende el presente, con el cual forma una continuidad viva. Siempre se ve el pasado desde nuestro punto de vista parcial ubicado en el presente. El hecho de omprender se realiza cuando nuestro horizonte de  suposiciones y significados históricos se fusiona con el horizonte dentro del cual se ubica la obra. En ese momento entramos al mundo extraño del artefacto y, al mismo tiempo, lo introducimos a nuestro propio terreno, con lo cual logramos una mejor comprensión de nosotros mismos. Observa Gadamer que en vez de abandonar nuestra casa, "regresamos a casa".


Resulta difícil ver por qué todo esto le pareció a Hirsch tan desconcertante, cuando, por el contrario, da la impresión de ser demasiado sencillo. Gadamer puede tranquilamente entregar la literatura y así mismo a los vientos de la historia porque esas hojas así dispersas siempre regresan a casa, lo cual sucede porque debajo de toda la historia mana una esencia unificadora que une en silencio el pasado, el presente y el futuro, y que se denomina tradición. Igual que en el caso de T. S. Eliot, todos los textos "válidos" pertenecen a esta tradición, la cual habla tanto a través de la obra del pasado que estoy contemplando como a través mío en el acto de contemplación válida. Pasado y presente, sujeto y objeto, lo extraño y lo íntimo quedan en esta forma firmemente unidos entre sí por un Ser que los abarca a todos. A Gadamer no le interesa que nuestras preconcepciones culturales tácitas, es decir, nuestras precomprensiones, puedan dañar la recepción de una obra literaria de otras épocas, pues esas recomprensiones nos llegan como provenientes de la tradición de la cual forma parte la misma obra literaria. El prejuicio, más que un factor negativo, es un factor positivo (Un sueño del Siglo de las Luces -el del conocimiento absolutamente desinteresado nos llevó a la posición moderna que enfrenta prejuicio contra prejuicio). Los prejuicios creadores, al revés de lo que ocurre con los efímeros y deformantes, son aquellos que nacen de la tradición y nos ponen en contacto con ella. La autoridad de la tradición unida a una reflexión sobre nosotros mismos separa las preconcepciones legítimas de las que no lo son, del mismo modo que la distancia histórica entre nosotros y una obra de otros tiempos, lejos de crear un obstáculo a la verdadera comprensión, realmente ayuda a la cognición al despojar a la obra de cuanto era de significación pasajera.


No estaría por demás preguntar a Gadamer en qué tradición pensó y a quién pertenece. Su teoría se mantiene firme sólo suponiendo -enorme suposición- que en efecto existe una sola corriente central en la tradición, que todas las obras válidas participan de ella, que la historia constituye un continuo ininterrumpido, libre de ruptura, contradicción o conflicto decisivos, y que los prejuicios que nosotros (¿quiénes?) hemos heredado de la tradición deben de ser celosamente preservados. Supone, dicho en otra forma, que la historia es un lugar donde nosotros siempre nos hallamos en casa, que la obra del pasado ahondará (en lugar de, pongamos por caso, diezmar) nuestra comprensión actual, y que lo extraño es siempre ocultamente familiar. Se trata, en resumen, de una teoría de la historia excesivamente complaciente, de una proyección hacia el mundo en general de un gran número de puntos de vista para los cuales arte significa principalmente los monumentos clásicos de la rancia tradición alemana. Poco se fija en la historia y en la tradición como fuerzas a la vez liberadoras y opresoras, como territorios desgarrados por conflictos y por el afán de dominio. Para Gadamer la historia no es un campo de lucha, discontinuidad y exclusión sino una cadena continua, un río cuyo curso jamás se interrumpe (casi podría decirse, un club de quienes opinan igual). Se reconocen tolerantemente las diferencias históricas, pero sólo porque efectivamente las resuelve una comprensión ―que sirve de puente entre la distancia temporal que separa al intérprete y al texto, superando así la enajenación del significado sufrida por el texto. No hace falta esforzarse por salvar la distancia temporal proyectándose con empatía hacia el pasado, como creyó, entre otros, Wilhelm Dilthey, pues la costumbre, el prejuicio y la tradición tendieron ya un puente que salvó la distancia. Debemos someternos a la autoridad de la tradición, existen pocas posibilidades de retar críticamente esa autoridad y no es posible dudar en la bondad de su influjo. La tradición, sostiene Gadamer, encuentra su justificación fuera de los argumentos de la razón.


Alguna vez Gadamer describió la historia como la "conversación que somos". La hermenéutica ve la historia como un diálogo viviente entre presente, pasado y futuro, y se empeña, pacientemente en remover lo que obstruye esta interminable comunicación mutua que no es efímera, que no puede corregirse recurriendo a una interpretación textual más sensitiva, sino que, en alguna forma, es sistemática, y está, por así decirlo, empotrada en las estructuras de comunicación de sociedades enteras. O sea que no puede llegar a un arreglo con el problema de la ideología, con el hecho de que el interminable diálogo de la historia humana, es, con mucha frecuencia, un monólogo en el que exclusivamente los poderosos hablan a quienes están desprovistos de poder, o en el que, si realmente es un diálogo, los participantes —hombres y mujeres, por ejemplo— difícilmente ocupan posiciones iguales. Rehúsa reconocer que el discurso está siempre adherido a un poder que dista mucho de ser benigno, y el discurso en donde más palpablemente desconoce este hecho es en el suyo propio. 


H. G. Gadamer (1900-2002)

La hermenéutica, como ya vimos, tiende a concentrarse en obras del pasado: las cuestiones que suscita nacen principalmente de esta perspectiva. Esto no debe sorprendernos dados sus orígenes escriturísticos, pero es significativo sugiere que el principal papel de la crítica consiste en comprender y hacer comprender a los clásicos. Es difícil imaginarse a Gadamer luchando a brazo partido con Norman Mailer. Y es propio a esta posición tradicional suponer que las obras literarias constituyen una unidad orgánica. El método hermenéutico busca encajar cada elemento de un texto dentro de un todo redondeado, mediante un proceso que por lo general recibe el nombre de círculo hermenéutico: las características individuales son inteligibles en función de todo el contexto, el cual resulta inteligible a través de las características individuales. Por lo general, la hermenéutica no considera la posibilidad de que las obras literarias puedan ser difusas, incompletas e internamente contradictorias, aun cuando haya muchas razones para suponer que lo sean. Vale la pena observar que E. D. Hirsch, por mucho que le desagraden los conceptos organicistas románticos, también comparte el prejuicio acerca de que los textos literarios constituyen un todo integrado, lo cual sería lógico pues la unidad de la obra radica en la intención del autor, la cual abarca todo el conjunto de la obra. Ahora bien, de hecho no hay razón por la cual el autor no haya podido tener diversas intenciones que entre sí resulten contradictorias, o una intención que se contradiga a sí misma, pero Hirsch no consideró estas posibilidades. 


La modalidad más reciente de la hermenéutica en Alemania es conocida con el nombre de estética de la recepción o teoría de la recepción, la cual, al contrario de Gadamer, no concentra su atención exclusivamente en obras del pasado. La teoría de la recepción estudia el papel del lector en la literatura, cosa bastante novedosa. A muy grandes rasgos, la historia de la teoría literaria moderna se podría dividir en tres etapas: preocupación por el autor (romanticismo y siglo XIX); interés en el texto, excluyendo todo lo demás (Nueva Crítica); en los últimos años, cambio de enfoque, ahora dirigido al lector. El lector ha sido siempre el menos favorecido del trío, lo cual resulta extraño pues sin el por ningún concepto existirían los textos literarios. Éstos no existen en los estantes son procesos de significación que sólo pueden materializarse mediante la lectura. Para que la literatura suceda la importancia del lector es tan vital como la del autor. 


¿Qué factores intervienen en el acto de leer? Permítaseme tomar, casi al azar, las dos primeras frases de una novela: ¿Qué te pareció la nueva pareja? Los Hanema —Piet y Ángela— se estaban desvistiendo (Parejas, de John Updike ) ¿Cómo hemos de tomar estas palabras? Por un momento desconcierta la aparente falta de relación entre ambas frases, mientras no se comprenda que allí entro en juego un recurso literario por el cual podemos atribuir palabras en estilo directo a un personaje, aun cuando el texto no lo haga explícitamente. Suponemos que alguno de los personajes,  probablemente Piet o Ángela, pronuncia las primeras palabras. Pero ¿a qué se debe esta suposición? Quizá las palabras entrecomilladas no llegaron a pronunciarse, puede ser un mero pensamiento o una pregunta formulada por alguien más, o una especie de epígrafe colocado al principio de la novela. Quizá las dirige a Piet y Ángela algún otro personaje o una voz que súbitamente bajó del cielo. Una razón por la cual esta última solución no parece probable es que el estilo coloquial de la pregunta no correspondería a una voz llegada del cielo, además, como probablemente ya sabemos, Updike suele ser un escritor realista que no acostumbra esos procedimientos. Empero, los textos de un escritor no integran necesariamente un todo consistente, y por ello debe tenerse cuidado antes de apoyarse más de la cuenta en esto último. Partiendo de una base realista no es probable que la pregunta la formule un coro de personajes hablando al unísono, y algo menos improbable es que la formule algún otro personaje, ni Piet ni Ángela, pues a continuación nos enteramos de que se están desvistiendo, e incluso podemos imaginar que se trata de un matrimonio, pues sabemos que las parejas casadas, por lo menos en ese suburbio de Birmingham, no acostumbran desvestirse al mismo tiempo enfrente de terceros, aunque por separado puedan obrar de otra manera.


Al ir leyendo esas palabras quizá hicimos ya toda una serie de inferencias. Por ejemplo, pudimos inferir que la pareja de marras está formada por un hombre y una mujer, aun cuando hasta ese momento nada indique que no se trata de dos mujeres o de dos cachorros de tigre. Suponemos que quien formula la pregunta, sea quien fuere, no sabe leer el pensamiento, pues de lo contrario, no tendría necesidad de preguntar. Podemos sospechar que quien pregunta aprecia la opinión de la persona con quien está hablando, aunque se carezca de contexto suficiente para juzgar si la pregunta es o no burlona o agresiva. Podríamos imaginar que estas palabras: los Hanema, están en oposición gramatical con las palabras Piet y Ángela, para indicar que se trata de su apellido, lo cual proporciona una valiosa prueba de que están casados. Sin embargo, no podemos desechar la posibilidad de que hay un grupo de personas, además de Piet y Ángela, que llevan el apellido Hanema, que quizá se trata de toda una tribu, y que todos se están desvistiendo juntos en un inmenso salón. El que Piet y Ángela lleven el mismo apellido no confirma que se trate de marido y mujer. Quizá sean personas muy liberadas, incestuosas, hermano y hermana, padre e hija, madre e hijo. Hemos supuesto, sin embargo, que se están viendo mientras se desvisten, pero nada nos ha indicado aun que la pregunta no se haya gritado de una a otra alcoba, o de una a otra tienda de lona, en una playa. Quizá Piet y Ángela sean niños pequeños, aun cuando por la relativa mundanidad de la pregunta esto no sea probable, la mayor parte de los lectores ya habrá supuesto que Piet y Ángela Hanema forman una pareja de personas casadas que se están desvistiendo juntas en su dormitorio después de equis actividad, quizá una fiesta a la cual concurrió una pareja de recién casados, aunque, en realidad, nada de esto se haya dicho. 


El que la novela principie con esas dos frases significa, por supuesto que muchas de las preguntas mencionadas obtendrán respuesta en el transcurso de la lectura. El proceso de especulación e inferencias a que nos lleva nuestra ignorancia en este caso, es, cabalmente, un ejemplo muy penetrante o impresionante de lo que hacemos todo el tiempo cuando leemos. En el transcurso de la lectura encontramos otros muchos problemas, los cuales sólo se resolverán mediante nuevas suposiciones. Se nos irán proporcionando hechos a los cuales no tuvimos acceso en esas preguntas, pero continuaremos asignándoles interpretaciones más o menos cuestionables. El leer las palabras iniciales de la novela de Updike nos introduce en una red notablemente compleja de esfuerzos, en gran parte inconscientes. Aun cuando pocas veces nos demos cuenta, constantemente estamos elaborando hipótesis sobre el significado del texto. El lector hace conexiones implícitas, cubre huecos, saca inferencias y pone a prueba sus presentimientos. Todo ello significa que se recurre a un conocimiento tácito del mundo en general y, en particular, de las prácticas aceptadas en literatura. En realidad, el texto no pasa de ser una serie de indicaciones dirigidas al lector, de invitaciones a dar significado a un trozo escrito. En la teoría de la recepción, el lector "concretiza" la obra literaria, la cual, en sí misma, no pasa de ser una cadena organizada de signos negros estampados en una página. Sin esta continua participación activa por parte del lector, definitivamente no habría obra literaria. Por muy sólido que todo esto parezca, la verdad es que para la teoría de la recepción toda obra literaria está constituida por huecos (igual que las tablas de la física moderna), como el hueco existente entre la primera y la segunda frase de Parejas, donde el lector proporciona el nexo faltante. La obra está llena de "indeterminaciones", elementos cuyo efecto depende de la interpretación del lector, y que pueden interpretarse en un sinnúmero de formas, quizá opuestas entre sí. Lo paradójico de todo esto es que mientras mayor información proporciona la obra es también mayor su grado de indeterminación. Aquello de secret black and midnight hags, de Shakespeare, en cierto sentido precisa el tipo de "brujas" de que se trata, las hace más determinadas, pero por ser tan sugerentes, los tres adjetivos evocan diversas respuestas en diversos lectores; además, el texto se hizo menos determinado al intentar aumentar su grado de determinación. 


Según la teoría de la recepción, el proceso de lectura es siempre dinámico, es un movimiento complejo que se desarrolla en el tiempo. La obra literaria, en sí misma, sólo existe en la forma que el teórico polaco Roman Ingarden llama conjunto de esquemas o direcciones generales que el lector debe actualizar. Para hacerlo, el lector aportará a la lectura ciertas "precomprensiones", un tenue contexto de creencias y expectativas del cual se evaluarán las diversas características de la obra. Al proceder la lectura, estas expectativas se ven modificadas por aquello de lo cual nos vamos enterando, de manera que el círculo hermenéutico, el movimiento de la parte al todo y viceversacomienza a girar. Al esforzarse por extraer del texto un sentido coherente, el lector elige y organiza sus  elementos en todos consistentes, para lo cual excluye unos y anticipa otros más, y "concretiza" ciertos elementos en cierta forma. El lector procurará unir diversas perspectivas dentro de la obra, o pasar de perspectiva en perspectiva para edificar una "ilusión" integrada. Aquello de lo cual nos enteramos en la página uno se desvanecerá y, en la memoria, se convertirá en "escorzo", que, a su vez, se verá radicalmente condicionado por lo que posteriormente se descubra. La lectura no constituye un movimiento rectilíneo, no es una serie meramente acumulativa, nuestras especulaciones iniciales generan un marco de referencias dentro del cual se interpreta lo que viene a continuación; lo cual, retrospectivamente, puede transformar lo que en un principio entendimos, subrayando ciertos elementos y atenuando otros. Al seguir leyendo abandonamos suposiciones, examinamos lo que habíamos creído, inferimos y suponemos en forma más y más compleja; cada nueva frase u oración abre nuevos horizontes, a los cuales confirma, reta o socava lo que viene después. Simultáneamente leemos hacia atrás y hacia adelante, prediciendo y recordando, quizá conscientes de otras posibilidades del texto que nuestra lectura había invalidado. Más aun, esta complicada actividad se realiza al mismo tiempo en muchos niveles, pues el texto tiene "fondos" y primeros planos, diversos puntos de vista narrativos, más de un estrato de significado entre los cuales nos movemos sin cesar.




















Tomado de:
EAGLETON, Terry (1998): Una introduccion a la teoría literaria. México, FCE, pp. 46-51.


25 diciembre 2013

Leer es como traducir. Hans Georg Gadamer




Leer es como traducir 


Hans Georg Gadamer


Un famoso dicho de Benedetto Croce afirma; "Traduttore-traditore". Toda traducción es una especie de traición. Cómo no lo iba a saber el eminente esteta italiano, que era políglota, o cualquier hermeneuta que, a lo largo de toda su vida, ha aprendido a tomar en consideración los sonidos  secundarios, los sonidos concomitantes y los no expresados de las lenguas. O cualquiera que mira retrospectivamente uno larga vida. Con los años, se es más susceptible contra las aproximaciones a medias, contra las cuasi-aproximaciones al lenguaje realmente vivo que salen al paso como traducciones. Se soportan cada vez con más dificultad y, para colmo, son cada vez más difíciles de comprender.


En cualquier caso, es un mandamiento hermenéutico reflexionar, no tanto sobre grados de traducibilidad, cuanto sobre grados de intraducibilidad. Importa dar cuenta de lo que se pierde cuando se traduce y quizá también lo que se ganó con ello. Incluso en el negocio de la traducción, que parece condenado, sin esperanza, a sufrir pérdidas, no sólo hay más o menos pérdidas, sino que, a veces, hay también ganancias, al menos una ganancia interpretativa, una mayor claridad y también, a veces, univocidad, donde esto sea una ganancia.


Lo lingüístico que aparece como texto es extraño a la vida original de la conversación donde el lenguaje tiene su verdadera existencia. En realidad, el hablar mismo nunca posee una exactitud tan perfecta que siempre se cija y se encuentre la palabra adecuada. En la conversación hay mucho hablar alrededor de un asunto sin entrar en él y lo mismo se encuentra en el texto, en el subterfugio de las fórmulas vacías de la retórica trivial. En la conversación viva, todo esto se sortea y pasa sin ser notado. Pero cuando esa manera natural de hablar aparece en un texto y a continuación, además, se traduce literalmente, entonces es funesto. Está, primero, el autor, el que escribe, que, en lugar de servirse de la palabra justa, se había deslizado hasta llegar a parar en la convención vacía y, entonces, por segunda vez, se cierne la misma amenaza sobre el traductor, que considera lo convencional y lo vacío como lo realmente dicho. Así, la noticia del texto, que ya en el modelo es inexacta, en la traducción se vuelve completamente inexacta, y ello precisamente porque se quiere ser exacto y reproducir cada palabra, también las palabras vacías. Cuando, por ejemplo, como alemán, el autor hace uso del inglés, es una suerte de educación en la claridad y la concisión de la expresión, o cuando —como un niño que se ha quemado, que tiene miedo del fuego— escribe sólo para un traductor, y esto quiere decir con la mira puesta en el lector de la traducción venidera. Entonces se evitarán los floreos retóricos circunstanciales y se dejarán de lado los períodos largos que tanto nos gustan y que nos han sido inculcados por la admiración humanística que sentimos hacia Cicerón, y del mismo modo se procederá con las oscuridades que nos seducen.


En el fondo, el arte de escribir tiene siempre como meta, tanto en el ámbito teórico-científico como en el del habla viva, "forzar al otro a comprender" (utilizando palabras de Fichte). Nada de lo que ofrecen los medios del habla viva viene en ayuda de quien escribe. Si no se trata, a la sazón, de una carta privada, el que escribe no conoce a su lector. No puede percibir dónde no lo sigue el otro ni tampoco puede seguir ayudando donde falta la fuerza  persuasiva. El escritor debe extraer de los signos petrificados de la escritura toda la fuerza persuasiva que pueda. La articulación, la modulación, el ritmo del discurso, intenso o suave, el énfasis, ligeras alusiones y, por fin, el medio más fuerte de todo discurso persuasivo, el titubeo, la pausa, el buscar y encontrar la palabra —y es entonces como un golpe de fortuna del que el oyente, con un sobresalto casi placentero, recibe parte—, todo ello debe ser sustituido por no otra cosa que signos escritos. En este respecto, muchos de nosotros no somos verdaderos escritores, verdaderos conocedores y artífices del lenguaje, sino sólidos científicos, investigadores que se han atrevido a aventurarse en lo desconocido y que quieren relatar qué aspecto presenta lo desconocido y cómo suceden allí las cosas. 


Esto último es lo más difícil de todo. Uno se arriesga a ser más tonto que el otro cuando pretende expresar convincentemente lo que quiere decir el texto leído a partir de la propia visión, más amplia y abarcante, y de una comprensión más sagaz, y no se da cuenta de lo fácil que es mal interpretar introduciendo supuestos que no están en el texto. La lectura y la traducción tienen que superar una distancia. Éste es el hecho hermenéutico fundamental. Como yo mismo he mostrado, cualquier distancia, y no sólo la distancia temporal, significa mucho para la comprensión, pérdida y ganancia. A veces puede parecer que no se presentan dificultades cuando no se trata en absoluto de la superación de la distancia temporal, sino sólo de la traducción de una lengua a otra en escritos contemporáneos. En realidad, en este caso el traductor se expone al mismo peligro que cualquier poeta, que se ve amenazado constantemente por la recaída en la lengua cotidiana o en la imitación de modelos poéticos agotados. Esto vale para el traductor en los dos casos, pero también para el lector. A ambos llegan constantemente ofertas procedentes del trato humano, de la conversación y de las habladurías, tanto para la propia voluntad de configuración del traductor como para la voluntad de comprensión del lector. Pueden servir de inspiración, pero también pueden desconcertar. Con todo ello, el traductor debe despachar su trabajo. Leer textos traducidos es, en general, decepcionante. Falta el hálito de quien habla, que inspira la comprensión. Le falta al lenguaje el volumen del original. Pero, con todo, precisamente por ello, las traducciones son a veces, para quien conoce el original, verdaderas ayudas a la comprensión. Las traducciones de escritores griegos o latinos al francés o de escritores alemanes al inglés tienen, con frecuencia, una univocidad asombrosa y clarificadora. Esto puede ser una ganancia, ¿no?.


Allí donde no se trata de otra cosa que de conocimiento, o también: donde no se trata de otra cosa que de lo que quiere decir el texto, esa univocidad reforzada puede ser una ganancia, igual que puede reportar ganancias la ampliación fotográfica de una escultura sólo visible con mucha dificultad en una sombría catedral. En algunos libros de investigación o de texto no importa, en absoluto, el arte de escribir y, por consiguiente, quizá tampoco el arte de traducir, sino la mera "corrección". La gente especializada se entiende entre sí (cuando quiere) muy fácilmente y se sienten contrariados cuando alguien dice demasiadas (o incluso bellas) palabras, igual que uno se siente contrariado cuando en una conversación el otro quiere seguir diciendo lo que uno ya ha comprendido. Una anécdota puede aclarar este asunto. Se cuenta que un día el joven Karl Jaspers, cuando estaba hablando con un colega de su primer libro y éste le dijo que estaba mal escrito, le contestó: "No me podría haber dicho nada más agradable". Hasta ese punto seguía Jaspers entonces el pathos de la objetividad de su gran modelo, Max Weber. Naturalmente, Karl Jaspers, que había madurado hasta convertirse en un pensador con entidad propia, escribió entonces en un estilo tan extremadamente artístico y tan individual, que apenas se puede traducir. 


Se puede entender que en muchas ciencias se vaya imponiendo, cada vez más, el inglés, de suerte que los investigadores escriben sus trabajos directamente en ese idioma. Naturalmente, se aseguran de ese modo no sólo frente a sus "bellas palabras", sino también frente al traductor. Hace ya tiempo que lo inglés se ha estandarizado en muchos ámbitos, por ejemplo, en el tráfico marítimo, en el tráfico aéreo y en la ingeniería de omunicaciones, y se ha situado más allá del bien y del mal del arte de la traducción. No es casual que en esos ámbitos lo que importa, en realidad, es la comprensión correcta. Los malentendidos son, en ellos, un riesgo para la vida. Pero existe la literatura. Aquí no es peligroso ser malentendido por el traductor. Pero, además, tampoco es suficiente con ser comprendido. El poeta escribe, como cualquier autor, para hombres de la misma lengua y la lengua materna común los separa de los que hablan otras lenguas. La literatura tampoco consta sólo de las bellas letras, sino que abarca todos los ámbitos en los que la palabra impresa ha de sustituir al discurso vivo. Se pregunta si, en realidad (contra el joven Jaspers), para un historiador o para un filólogo o incluso para un filósofo (en este caso se puede discutir) es una verdadera ventaja escribir "mal". Con más razón esto es válido para las traducciones. En verdad, el "estilo" es más que una decoración de la que se puede prescindir o incluso sospechar. Es un factor que constituye la legibilidad, y, por consiguiente, representa obviamente una tarea infinita de aproximación. No es únicamente una cuestión de técnica manual. Mucho, o casi todo, lo que como autor o como traductor (e incluso como lector) se puede desear es una traducción legible, si, además, es en alguna medida "fiable". La situación es, a pesar de todo, completamente distinta cuando la tarea consiste en traducir textos verdaderamente poéticos. En este caso, siempre se da un término medio entre traducir e imitar la poesía. 


El arte salva todas las distancias, también la distancia temporal. Así que el traductor de textos poéticos se encuentra en una identificación coetánea, para él inconsciente, lo cual exige de él una configuración nueva y propia que, no obstante, debe reproducir el modelo. Completamente distinta es la situación para el simple lector, cuya formación histórica o humanística (o las deficiencias de la misma) despiertan en él la conciencia de una distancia temporal. Como lectores, somos más o menos conscientes de ello cuando tenemos que habérnoslas con traducciones de la literatura clásica griega o latina o de la historia de la literatura moderna. En estos casos, los textos han sido, a través de los siglos, objeto de tales esfuerzos que arrastran tras de sí un completo elenco de traducciones literarias desde hace al menos  doscientos años. En esta historia, como lectores con sentido histórico, nos percatamos de cómo se ha sedimentado la literatura del presente del traductor de entonces en esa configuración de traducciones. Esa presencia de toda una historia de traducciones, que muestra diversas traducciones del mismo texto, aligera, en cierto sentido, la tarea del nuevo traductor y, sin embargo es también una exigencia que apenas puede ser satisfecha. La traducción antigua tiene su pátina.

Cuando se trata realmente de "literatura", no puede ser suficiente, de todos modos, el patrón de la legibilidad. Los grados de la intraducibilidad se yerguen amenazantes, como unas Montañas de los Gigantes, con muchas capas, y como última cordillera se alza la poesía lírica, aureolada por nieves perpetuas. Ciertamente, junto con los distintos géneros literarios se distinguen también las exigencias y los patrones del éxito de la traducción. Tomemos como ejemplo determinadas traducciones, como las que hay hoy para las piezas teatrales. Son casos en los que el escenario sirve de ayuda, unido a todo aquello de lo que, sin este requisito, por sí misma, carece la "literatura". Por otro lado, la traducción misma no solo debe ser legible, sino también dramatizable conforme a las reglas del teatro, ya sea en prosa o en verso. Se dice que la traducción que Gundolf hizo de Shakespeare, perfeccionada poéticamente con la ayuda de George y que —según el tieckeano Schlegel— casi es una nueva obra germánica, no es representable. Alguno puede encontrar que ni siquiera es legible. Ha perdido color.


Por otra parte, una cuestión particular es la que afecta a la traducción de narraciones. A este respecto, apenas hay que esperar acuerdo acerca de los objetivos de una traducción. ¿El objetivo es la fidelidad a la palabra, o al sentido, o la fidelidad a la forma? Esto es válido casi en los mismos términos para cualquier prosa "elevada". ¿Cuál es el objetivo? Cuando se piensa en las grandes traducciones literarias, que trajeron, por ejemplo, la novela inglesa a Alemania, o en las traducciones de las grandes novelas rusas a otras lenguas del mundo, se ve en seguida que la pérdida de lo propio, de la cercanía al pueblo y de la fuerza, que inevitablemente se produce, apenas entra en consideración frente a la presencia de lo narrado. Cómo se eligen las palabras con que se narra no es tan importante. Lo que importa es el carácter intuible, la densidad del suspense, la hondura de alma, la magia del mundo. El arte de las grandes narraciones es un extraño milagro que, incluso en las traducciones, apenas mengua. Los conocedores de la lengua rusa le aseguran a uno que la traducción alemana de Dostoievski en la edición de Piper (de Rahsin) es poco adecuada, por su fluidez y legibilidad, al estilo entrecortado, escabroso y descuidado de Dostoievski.


Y, sin embargo, cuando, en vez de esta, se toman las "mejores" traducciones de Nötzel o de Eliasberg o la más reciente, publicada en la editorial Aufbau, uno no nota en absoluto, como lector, las diferencias. El límite de la intraducibilidad es aquí —aparte de casos especiales como el de Gogol— extraordinariamente bajo.


Por consiguiente, no es accidental que la acuñación del concepto de literatura universal, que es inseparable de las traducciones, fuese simultáneo con la extensión del arte de la novela (y de la literatura dramática leída). Es la extensión de la cultura de la lectura la que ha convertido a la literatura en "literatura". De manera que hoy hay incluso que decir que la "literatura" requiere de la traducción, precisamente porque es cosa de la cultura de la lectura. En efecto, el misterio de la lectura es como un gran puente tendido entre las lenguas. En niveles completamente distintos, el leer o el traducir parecen realizar la misma operación hermenéutica. Incluso la lectura de "textos" poéticos en la propia lengua materna es una suerte de traducción, es casi como una traducción a una lengua extranjera. Pues es la transposición de los signos petrificados en una fluida corriente de ideas e imágenes. La mera lectura de textos originales o traducidos es, en realidad, una interpretación por medio del sonido y del ritmo, de la modulación y de la articulación. Y todo ello se encuentra en la «voz interior» y existe para el "oído interno" del lector. La lectura y la traducción vienen a ser "interpretación". Ambas crean una nueva totalidad textual, hecha de sonido y sentido. Ambas logran hacer una transposición que raya con lo creador. Se puede arriesgar la siguiente paradoja: cualquier lector es un medio traductor. ¿En el fondo, no es, de veras, el mayor milagro el que, en fin, se pueda superar la distancia entre las letras y el habla viva, incluso cuando "sólo" se trate de la misma lengua? ¿No es más bien leyendo traducciones como se supera la distancia entre dos lenguas distintas? Sea como sea, la lectura supera tanto un alejamiento como el otro, el que se da entre texto y habla.


¿No es más natural, a pesar de las distancias, el entendimiento oral entre diferentes lenguas? Leer es como traducir de una orilla a otra lejana orilla, de la escritura al lenguaje. Del mismo modo, el hacer del traductor de un texto es traducir de costa a costa, de una tierra firme a otra, de un texto a otro. Ambos son traducción. Las configuraciones fónicas de diferentes lenguas son intraducibles. Parecen estar a años luz unas de otras, como las estrellas. Y, a pesar de todo, el lector comprende su "texto". 


De manera que deberíamos sentir admiración por todos los traductores que no nos oculten completamente la distancia con el original pero que, no obstante, sean capaces de salvarla. Son casi intérpretes. Pero son más que intérpretes. El mayor orgullo del intérprete sólo puede ser que nuestra interpretación sea una simple interlocución y que se inserte como si fuese de suyo en la relectura del texto original y desaparezca. Por el contrario, la huella copoetizadora que el traductor deja para toda nuestra lectura y nuestra comprensión sigue siendo un arco sólidamente asentado, un puente transitable en ambos sentidos. La traducción es, por así decir, un puente entre dos lenguas como el que está tendido entre dos orillas de un mismo país. Esos puentes están transitados permanentemente y con fluidez. Esto es lo que distingue al traductor. No hay que esperar a ningún barquero que le traduzca a uno. Naturalmente, alguien necesitará ayuda para encontrar el camino que conduce al otro lado, pero después seguirá siendo un caminante solitario. Quizá más adelante, de nuevo, encuentre a uno que le ayude a leer y a comprender. Cada lectura de una poesía es una traducción. "Cada poesía es una lectura de la realidad, esta lectura es una traducción que transforma la poesía del poeta en la poesía del lector" (Octavio Paz)



















Tomado de: 
GADAMER, Hans G. (1998): Arte y verdad de la palabra. Barcelona, Paidós.

05 septiembre 2013

Bibliomanía. Karin Littau



Bibliomanía 

Karin Littau


Una de las formas de esta enfermedad es la fiebre lectora. Se trata de una adicción que lleva a leer excesivamente y de manera obsesiva, que empuja a los lectores de una novela a la siguiente. Sus manifestaciones sociales son la inactividad, la aversión al trabajo y las elevadas ideas románticas. Durante el siglo XIX sus efectos se hicieron tan alarmantes y debía ser tratada por la medicina. Entre sus síntomas se citan los siguientes: constipación, el vientre flácido, las alteraciones de la vista y el cerebro, afecciones nerviosas y enfermedades mentales. Así, el exceso de papel impreso y de lectura no sólo tenía que ver con la alimentación de los hambrientos en ficciones, sino con su sobrealimentación. Considerada un producto de consumo para ser leído rápidamente y luego descartado, la novela –como el cine más tarde– brindaba cortas ráfagas de entretenimiento, colmada de sentimiento o emociones vulgares, “torrentes de historias ociosas y vulgares” según dijo William Wordsworth.


Como ocurre como todas las adicciones, quienes la padecían exigían más y más de lo mismo: más textos para leer, más excitación, más lágrimas, más horror y más estremecimientos. Por consiguiente, la bibliomanía forma parte de un malaise cultural más vasto, vinculado específicamente a la modernidad: la sobrestimulación sensorial.


El olvido de sí mismo y la transformación en otro mientras uno está inmerso en el mundo de la ficción no son los únicos indicios de la patología de la lectura. También se puede experimentar otras reacciones, como llanto incontrolable, pasiones inflamadas y terror irracional. Todas ellas son patológicas en cuanto índice de una mente que no puede poner freno a los impulsos del cuerpo. A diferencia de lo que sucedía con la lectura mesurada, que “eleva al lector de las sensaciones del intelecto”, se temía que la lectura de novelas produjera exactamente lo contrario: que gratificara los instintos más groseros al apelar a las sensaciones del lector más que a su facultad de comprensión, y redujera o eliminara así su capacidad para la acción.


Considerada a la luz de la premisa de Friedrich Nietzsche de que el arte es embriaguez, las consecuencias de una bibliomanía grave son la negación de la autonomía del sujeto y, con ella, del ideal humanista de la agencia racional. Volviendo a Nietzsche, su observación de que “nuestros instrumentos de escritura contribuyen a nuestro pensamiento” es instructiva porque sugiere que la tecnología no es un aparato neutral ni un medio transparente sino que tiene efectos físicos sobre nosotros y no sólo modifica nuestro modo de escribir sino nuestro modo de crear. Esta redefinición de la relación entre el sujeto humano y el instrumento tecnológico plantea de nuevo el problema del determinismo tecnológico y cuestiona la premisa del humanismo, según la cual los seres humanos tienen control sobre la tecnología.


La confluencia de los tecnológico, lo fisiológico y lo médico indica que la relación entre los medios y los consumidores no se limita a la adquisición de conocimientos, sabiduría y compresión, ni a la recepción de significados. Más bien, el estudio del consumo y la recepción de la literatura dentro del marco de las culturas materiales, permite percibir de qué manera la tecnología moldea la sensibilidad y el pensamiento mismo.


Cuando Friedrich Kittler explora las relaciones entre la literatura y el cine, se pregunta qué modificaciones trajo el cine para nuestra experiencia de la literatura como lectores. El cine se sitúa en la cúspide misma de la era eléctrica; desde allí mira la cultura pretérita del papel y enuncia ya otra cultura cuyo eje es la pantalla. No se trata de que el cine haya remediatizado aspectos de la novela realista, sino que ha amplificado, electrificado incluso (metafórica y literalmente) lo que hubo de específico alguna vez en la relación con el alfabeto y lo impreso. Es decir, la nueva tecnología de representación intenta suplantar a la antigua creando ilusiones más tentadoras aún, o más peligrosas por engañosas. Actualmente, la ficción científica ya nos advierte de los riesgos de la realidad virtual, otra tecnología de representación que se vislumbra en el horizonte y que, si se perfecciona, cambiará sin duda las condiciones de consumo creando una suerte de espacio alucinatorio que, al menos en teoría, nos impedirá distinguir entre ficción y realidad, máquina y cuerpo, el “yo” y el “no yo”.


Legible e ilegible


En la medida en que la producción de significado es el eje de sus análisis, las teorías posteriores a Roland Barthes se canalizan en dos corrientes divididas en estas dos premisas opuestas: “El texto debe ser legible” y “todos los textos son una alegoría de la imposibilidad de la lectura”. Así, la cuestión de la lectura se transforma en el problema de la legibilidad, que a su vez, plantea que su significado es determinable. Los teóricos que adoptan la primera premisa sostienen que se pueden determinar el significado y que se logrará hacerlo (aunque un texto dado pueda ser refractario al comienzo); los que adoptan la segunda premisa rechazan la posibilidad de semejante clausura. Estas orientaciones opuestas se apoyan en dos concepciones filosóficas que provienen de la hermenéutica de Hans Georg Gadamer y de la reconstrucción de Jackes Derrida. Por consiguiente, esas tendencias filosóficas marcan las diferencias entre los teóricos literarios que hacen de la comprensión y la legibilidad un principio central de las relaciones entre texto y lector y aquellos que, a la inversa, hacen hincapié en el malentendido y la ilegibilidad.


En cuanto “disciplina clásica que se ocupa del arte de comprender textos”, según dice Gadamer en Verdad y Método (1975), la hermenéutica propone que el interprete de un texto actúe como intermediario, mediador de la distancia entre lo que se dijo allí y entonces un texto históricamente distante y lo que se puede oír de él aquí y ahora. Con una relación similar a la que existe entre en texto y el lector (1989), el intérprete hermenéutico entable un diálogo entre el horizonte del texto (o el pasado) y el horizonte que Gadamer denominó en una frase célebre: Fusión de Horizontes, momento en que surge una comprensión tan armoniosa idealmente que los dos horizontes originales “desaparecen por entero” en cuanto particulares diferenciados. Así como en cualquier conversación las opiniones de cada interlocutor se modifican y se desplazan de sus puntos de vista originales “el acuerdo que emerge de la comprensión representa algo nuevo” Incluso las comprensiones del pasado necesitan “sintetizarse” así con las actuales, de modo que Gadamer no sostiene que la comprensión se consume de una vez para siempre en el aquí y el ahora. Más bien, “el verdadero significado de una obra de arte está siempre inacabado; es en realidad un proceso infinito”.


La producción de significado no es totalmente abierta. Más bien, hay una “preconcepción o anticipación de la perfecta unidad” que preside toda interpretación, como “condición formal de la comprensión”, de suerte que “sólo lo que constituye realmente una unidad de significado es inteligible”. En la medida en que esa unidad de significado es algo “preconcebido”, actúa en todos los actos de interpretación como un a priori que elimina desde el comienzo la posibilidad de incomprensión y restringe la interpretación a la producción de un significado unitario. En palabras de Gadamer: “No sólo no se presupone una unidad inmanente de sentido que orienta al lector, sino que la comprensión de éste está guiada constantemente por expectativas trascendentes de significado”. Es de crucial importancia advertir que esa expectativa no es fruto de la experiencia, pero condiciona la interpretación aun antes de que esta se inicie.


Si para Gadamer “el objetivo de todo entendimiento y toda comprensión es "el acuerdo en la cosa” (1975), para Derrida ese supuesto es problemático porque se basa en la “obligación absoluta de desear el consenso en la comprensión” (1989) Derrida cuestiona a Gadamer precisamente por imponer esa “precondición al comprender”. Según esto, someterse a la regla de la hermenéutica implica aceptar que toda comprensión debe terminar en un acuerdo. Por el contrario, la preocupación de Derrida por los límites de la inteligibilidad recupera la posibilidad de que la comunicación se desmorone, como a priori imposible de eliminar de cualquier relación con otro, o del texto con el lector. Si el otro es realmente otro y no está "fusionado con el uso", no se puede descartar de antemano la posibilidad de “relación de incomprensión”, que debe mantenerse como posibilidad de todas las relaciones. En la medida en que se pasa por alto este hecho, la hermenéutica alcanza la “fusión de horizontes”, porque no logra concebir una alteridad en el corazón mismo de la comprensión, no logra concebir la posibilidad del malentendido. Oponerse a ella, en cambio, implica que no se puede descartar la imposibilidad de comprensión.


Por lo tanto, según la lógica de la reconstrucción, leer implica un siempre arriesgarse a un malentendido y, por ende, entraña la posibilidad de leer mal. Para el deconstruccionismo, leer mal no significa no llegar a una comprensión correcta, puesto que la noción misma de leer correctamente es una falacia: precisamente porque el malentendido es una posibilidad necesaria, tiene la categoría de condición a priori de la comunicación en la misma medida que la comprensión la tenía para Gadamer.








LITTAU, Karin (2008): Teorías de la lectura: libros, cuerpos y bibliomanía. Bs. As. Manantial, pp. 23-27 y 166-169.