José Ortega y Gasset (1883-1955) |
Generaciones
La
teoría de Ortega
Julián Marías
La primera
teoría de las generaciones que ha existido es la de Ortega. Pero sería un error
creer que Ortega tiene una doctrina acerca de las generaciones, independiente y
autónoma, como unidad intelectual aislada, que se puede tomar o dejar. Esa doctrina
tuvo que arrancar de una teoría general de la realidad histórica y social, y a su
vez es una pieza indispensable de ella; y esta teoría radica en una concepción
sistemática de la realidad como tal, o, dicho con otras palabras, en una
metafísica. Conviene no olvidar que el filósofo no tiene en rigor «ideas»,
menos «ocurrencias»; lo que se suele entender así no son sino ingredientes o
momentos de una totalidad sistemática superior, con la cual están en conexión estricta
y necesaria. Y la filosofía de Ortega es especialmente sistemática, porque este
carácter no se debe en ella a un propósito voluntario, sino a que le es
esencial el descubrimiento de que la realidad es sistemática.
Tenemos que
intentar poner en claro aquella porción de la doctrina de las generaciones que
se derivan de un análisis suficiente de la vida humana, individual y colectiva,
es decir, lo que llamamos antes teoría analítica o abstracta, dejando intacta
por ahora una segunda cuestión, de dificultades tal vez mayores, la existencia
empírica de las generaciones y la determinación de su serie, o al menos el
método para conseguirlo. Podemos, en efecto saber a priori y por puro
análisis que hay generaciones y qué son; sólo una indagación histórica
muy compleja permitiría averiguar cuáles son las generaciones efectivas.
Vimos que la vida
no consiste en las estructuras psico-físicas del hombre —cuerpo y
alma—, sino en lo que el hombre hace con ellas. Lo propiamente humano no
son los dispositivos o instrumentos somáticos o psíquicos de que el hombre está
dotado, la inmediata circunstancia con que se encuentra y a la que está
permanentemente adscrito, sino lo que hace con la integridad de su circunstancia —psico-física,
natural, social, histórica—. La vida es drama, con personaje argumento y
escenario: lo que cada uno de nosotros hace y se hace, después de haberse
proyectado o imaginado en su
circunstancia o mundo.
Este y no otro
es el punto de partida fecundo para descubrir lo que son las generaciones
humanas. Todo punto de vista que se instale en lo biológico —por ejemplo, toda
consideración genealógica— yerra el camino, porque lo biológico sólo es un
ingrediente o componente—como tal abstracto—de la vida humana, y deja fuera la
auténtica realidad de ésta. Cada uno de nosotros vive en un mundo. Si
preguntamos qué es «mundo», habría que decir que por lo pronto y desde luego que es
un sistema de vigencias. Esta
respuesta puede parecer algo extraña: se piensa tal vez que el mundo es un
conjunto de cosas; acaso se llega a afirmar, no sin cierta petulancia, que no
es ni puede ser más que eso. Pero si apretamos un. poco esa expresión, tenemos
que preguntarnos qué son cosas. Si lanzamos una mirada en derredor nuestro,
encontramos muchas. Ahora bien, es problemático por qué las consideramos así,
por qué llamamos cosa a una cierta porción de materia, ni más ni menos, acotada
con precisión dentro de una totalidad. No basta con la apelación a la unidad
física, pues físicamente una cosa, el vaso o la roca, tanto da, se compone de
otro tipo de unidades separadas, las moléculas, y éstas a su vez de átomos, y
éstos de protones, electrones, neutrones y lo que se quiera. ¿Por qué
agrupamos determinados elementos de éstos, y no más en un conjunto que llamamos
cosa? Ya nuestra simple magnitud y el carácter cuantitativo de nuestros órganos
de percepción condicionan esas agrupaciones: para nosotros, una piedra es una
cosa, y no lo son, sino elementos de ella, las partículas de polvo; pero para
una óptica microscópica, la piedra se disolvería en una muchedumbre de «cosas»
independientes, y el grano de polvo sería, a su vez, una cosa, mientras que,
vistas desde otro planeta, las grandes rocas de nuestras sierras serían
elementos sin autonomía de otras «cosas» que para nosotros funcionan cerno
agregados múltiples y complejos.
Las cosas son,
por lo pronto, interpretaciones nuestras de la realidad. Un fulgor en el
cielo es interpretado por nosotros como un fenómeno físico; para un primitivo
es un presagio; para un griego, un signo de la cólera de Zeus. Esa realidad,
¿es alguna de esas tres «cosas», o las tres, o ninguna de ellas? La realidad
«gato» es rigurosamente distinta para mí, para un ratón, para una pulga
emboscada en su pelaje o para un parásito de su fauna intestinal; y un posible
gato que fuese el mismo y único es una convención; con todo
rigor, una teoría o interpretación, fundada en la múltiple realidad gato.
Ha
habido un día en que los hombres han llegado a una interpretación, y ésta se
toma por la realidad misma. La realidad está así cubierta por una pátina de
interpretaciones, y es ella misma la que obliga a hacerlas. Porque vivir es
interpretar; todo acto vital es una interpretación; pata hacer algo con una
cosa, necesito interpretarla como tal cosa determinada. Andar es
interpretar el suelo como resistente; sembrar en él, interpretarlo como origen de
vegetación; navegar es interpretar el agua como camino, al escapar de ella
funciona como peligro, cuando bebo un vaso es algo nos aplaca la sed,
analizarla en un laboratorio es interpretarla como un cuerpo químico Pero esas
interpretaciones no son mías, no me tienen por autor. Me he encontrado con que
se entendían así las cosas, con que una determinada realidad se interpretaba
ya como vaso, y por eso es para mí. por lo pronto y desde luego, un vaso,
y esto me parece la realidad misma Por esta razón, el mundo, incluso el mundo
físico, es primariamente para el hombre una realidad social; hasta el
llamar a ese mundo el globo terráqueo es una interpretación que tiene su fecha
histórica muy precisa. He aquí la razón de decir que el mundo es, por lo
pronto, un sistema de vigencias.
Las
interpretaciones, en efecto, se caracterizan por estar ya ahí, por existir ya; no se presentan como tales —esto
sólo ocurre cuando se remonta de ellas a su origen, cuando se las ve nacer, y ya
no funcionan como realidad—; las interpretaciones me preexisten, son
esencialmente antiguas. Si
propiamente hablando hubiese «cosas», la inserción del hombre en el mundo,
entre ellas; estaría condicionada simplemente por sus determinaciones físicas y
no tendría mayor complicación. Pero como hemos visto, esas «cosas», en
virtud de su carácter interpretativo y de la necesaria actualidad o vigencia de
las interpretaciones, vienen afectadas intrínsecamente por un coeficiente
temporal; y la inserción del hombre en el mundo, lejos de ser «indiferente», se
ejecuta en un determinado nivel histórico.
Reparemos ahora
en el otro término de la expresión que nos ocupa: sistema de vigencias. El mundo es el ámbito en que tengo que
vivir, el escenario de mi vida. Yo soy el centro de mi mundo, que funciona como
una totalidad, de suerte que tengo que referirme a él en su conjunto, lo cual
lo convierte en una realidad jerarquizada. El mundo es una unidad cerrada; uno
de sus caracteres es la clausura. Pero en lo humano hay que rebajar
siempre un grado: decir que el mundo es cerrado quiere decir que tiende a
serlo; las determinaciones se refieren primariamente a las pretensiones o
«necesidades» del hombre; y el hombre, efectivamente, necesita que el mundo sea
cerrado. Pero tiene dos esenciales modos de abertura: una que mira al
futuro, ya que todavía «no está ahí» y mi vida no está hecha, y en ese sentido
es un mundo abierto; en segundo lugar, el mundo tiene fisuras o grietas, hendiduras
o huecos, que son lo que llamamos problemas.
Si para algo no
encuentro interpretación, queda un hueco o fisura en mi mundo. Puede no haber
interpretación para algo por diversos motivos: por la novedad de ese algo, para
el cual no hay todavía interpretación; por desgaste de una que ya no
es vigente y no ha sido aún sustituida por otra; por falta de engranaje o concordancia
entre unas y otras. De esta idea de las fisuras se deriva uno de los temas
centrales de la filosofía: el problema de la verdad.
El hombre
necesita tapar y rellenar esos huecos y aderezar ese mundo en que tiene que
vivir. Con los materiales que halla en su contorno tiene que construir así,
inexorablemente, una porción de mundo. «Con mayor o menor actividad
originalidad y energía—ha escrito Ortega—, el hombre hace mundo, fabrica mundo constantemente,
y ya hemos visto que mundo y universo no es sino el esquema o interpretación
que arma para asegurarse la vida. Diremos, pues, que el mundo es el instrumento
por excelencia que el hombre produce, y el producirlo es una y misma cosa con
su vida, con su ser. El hombre es un fabricante nato de universos.
Ese mundo le
asegura frente a ciertos problemas que le plantea la circunstancia, pero deja
muchas aberturas problemáticas, muchos peligros sin resolver ni evitar. Su
vida, el drama de su vida, tendrá un perfil distinto según sea la perspectiva
de problemas, según sea la ecuación de seguridades e inseguridades que ese
mundo represente. El
hombre interpone, entre la realidad y él, un proyecto; al proyectar un quehacer
sobre las cosas, éstas, que no son sino facilidades o dificultades, se
convierten en posibilidades. El mismo suelo es la distancia que me separa de la
meta, y que tengo que vencer, y el camino que me permite llegar a ella; el
mismo viento que hinche las velas de mi embarcación y le sirve de motor trae la
nube inoportuna que me impide observar un eclipse; nuestro cuerpo, que es la
gran facilidad, la fuente de innúmeras posibilidades, se convierte en el máximo
estorbo si permite que se me reduzca a prisión o se me fusile. Es decir, la
estructura del mundo está condicionada por los diferentes proyectos vitales que
los hombres arrojan sobre él. Estos proyectos alteran la realidad de las cosas,
y una vez que han adquirido vigencia los encuentran los demás y tienen que
contar con ellos; funcionan, pues, como ingredientes objetivos de ese nuevo
mundo en que tienen que vivir.
Algo es vigente,
repito, cuando me es impuesto y tengo que contar con ello, quiera o no; pero
que algo sea vigente no quiere decir que forzosamente sea aceptado. Se me
imponen las vigencias, pero no me es impuesta mi reacción frente a ellas. De
ahí que no pueda inferirse que los hombres sometidos al mismo sistema de
vigencias tengan que parecerse entre sí; sólo en una cosa: que sus
reacciones—que pueden ser distintas y aun opuestas—son reacciones a una misma
realidad. Vemos cómo en cada momento histórico hay forzosamente Innovación, porque
el mundo es distinto, y cómo esa innovación es común a todos los hombres
de ese momento.
Se trata de
comprender, por medio de la historia, las variaciones humanas. Y, ante todo,
hay que establecer una jerarquía entre ellas; unas son más generales que otras;
unas son superficiales, mientras que otras afectan a los estratos más
profundos; algunas —sea cualquiera su importancia— son azarosas, y otras radican
en la estructura misma de la vida humana. Lo más importante, dice Ortega, origen
de las variaciones secundarias, es «la sensación radical ante la vida», cómo
se sienta la existencia en su integridad indiferenciada. Esta que llamaremos
sensibilidad vital es el fenómeno primario en historia y lo primero que
habríamos de definir para comprender una época.
Pero tampoco
todas las variaciones de la sensibilidad vital son parejas. Si sólo afectan a
algunos individuos, no tienen trascendencia histórica; tienen que extenderse a
las muchedumbres; pero por otra parte, siempre con obra de ciertos individuos egregios.
Ortega insiste en su doctrina de las masas y las minorías selectas como
elementos funcionales y dinámico de toda sociedad. «Las masas humanas son
receptivas, se limitan a oponer su favor o su resistencia a los hombres de
vida personal e iniciadora. Vida histórica es convivencia. La vida de la individualidad
egregia consiste, precisamente, en una actuación omnímoda sobre la masa. No
cabe, pues, separar los «héroes» de las masas. Se trata de una dualidad
esencial al proceso histórico. La humanidad, en todos los estadios de su
evolución, ha sido siempre una estructura funcional en que los hombres más
enérgicos —cualquiera que sea la forma de esa energía— han operado sobre las
masas dándoles una determinada configuración. Esto implica cierta comunidad básica
entre los individuos superiores y la muchedumbre vulgar.
Este es el lugar
preciso de esa realidad que llamamos generaciones: ni un solo paso de los que
hemos dado hasta aquí era superfluo; sólo al llegar a este punto se justifica
plenamente y se hace inteligible la idea de generación. En este contexto llega
Ortega a su noción precisa y rigurosa: Las variaciones de la sensibilidad vital
que son decisivas en historia se presentan bajo la forma de generación. Una
generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa: es
como un nuevo cuerpo social íntegro con su minoría selecta y su muchedumbre,
que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital
determinada. La generación, compromiso dinámico entre masa e
individuo, es el concepto más Importante de la historia, y, por decirlo así, el
gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos, Esta definición es el punto de
partida, al que se agregan nuevas precisiones. «Una generación es una variedad
humana»; cada generación representa una cierta altitud vital desde la
cual se siente la existencia de una manera determinada. Si tomamos en su
conjunto la evolución de un pueblo, cada una de sus generaciones se nos
presenta como un momento de su vitalidad, como una pulsación de su potencia
histórica. Y cada pulsación tiene una fisonomía peculiar, única; es un latido
impermutable en la serie del pulso, como lo es coda nota en el desarrollo de una
melodía.
Parejamente
podemos imaginar a cada generación bajo la especie de un proyectil biológico
lanzado al espacio en un instante preciso, con una violencia y una dirección
determinadas. Lo decisivo es que las generaciones nacen unas de otras, de suerte
que la nueva se encuentra ya con las formas que a la existencia ha dado la
anterior. Para cada generación, vivir es, pues, una faena de dos dimensiones,
una de las cuales consiste en recibir lo vivido —ideas, valoraciones,
instituciones, etc.— por la antecedente; la otra, deja fluir su propia
espontaneidad. Hay épocas en que la nueva generación se siente homogénea
con la anterior y se solidariza con los viejos, que siguen en el poder; otras épocas
eliminatorias y polémicas, generaciones de combate, barren a los viejos e
inician nuevas cosas. Aparecen, pues, distinguidos dentro de los contemporáneos —los que viven en el mismo tiempo—, los grupos de los que son coetáneos tienen
la misma edad: viejos, jóvenes; es decir, las diversas generaciones coexistentes
en un momento histórico.
«Toda actualidad
histórica—dice Ortega--, todo «hoy» envuelve en rigor tres tiempos distintos,
tres «hoy» diferentes o, dicho de otra manera, que el presente es rico de tres
grandes dimensiones vitales, las cuales conviven alojadas en él, quieran o no,
trabadas unas con otras y, por fuerza, al ser diferentes, en esencial
hostilidad». Los contemporáneos no son coetáneos: urge distinguir en historia entre coetaneidad y contemporaneidad. Alojados
en un tiempo externo y cronológico, conviven tres tiempos vitales distintos.
Esto es lo que suelo llamar el anacronismo esencial de la historia. Merced a
ese desequilibrio interior se mueve, cambia rueda,
fluye. Si todos los contemporáneos fuésemos coetáneos, la historia se detendría
anquilosada, putrefacta, en un gesto definitivo, sin posibilidad de innovación
radical ninguna.
¿Cuáles son, en
concreto, las edades humanas? Podemos considerar la vida dividida en cinco
períodos de quince años, que sumarían un total de setenta y cinco:
1) Los primeros
quince años: niñez. No hay actuación histórica, ni apenas tiene ese
carácter lo que se recibe del mundo: de ahí que el mundo del niño cambie, de
una época a otra, mucho menos que el del adulto en fechas análogas.
2) De los quince
a los treinta: juventud. Se recibe del contorno; se ve, se oye, se lee,
se aprende; el hombre se deja penetrar por el mundo ya existente y que él no ha
hecho; época de información y pasividad.
3) De los
treinta a los cuarenta y cinco: iniciación. El. Hombre empieza a actuar,
a tratar de modificar el mundo recibido e imponerle su propia innovación; es la
época de gestación, en que se lucha con la generación anterior y se
intenta desplazarla del poder.
4) De los cuarenta
y cinco a los sesenta: predominio. Se ha impuesto y ha logrado vigencia
el mundo que se trataba de innovar en la edad anterior. Los hombres de esta
edad «están en el poder» en todos los órdenes de la vida; es la época de gestión;
y a la vez se lucha para defender ese mundo frente a una nueva innovación
postulada por la generación más joven.
5) De los
sesenta a los setenta y cinco, o más, en los casos de longevidad: vejez. Es
la época de supervivencia histórica. Esta tiene, por lo pronto, un sentido cuantitativo:
hay muchos menos hombres de esta edad que de los grupos anteriores.
Los ancianos
—dice Ortega—están «fuera de la vida», y ése es su papel: el de testigos de un
mundo anterior, que aportan su experiencia y están más allá de las luchas
actuales: es la función de los senados. Pero recuérdese lo que antes dije de la
alteración del ritmo de las edades; hoy empieza a haber muchos más hombres de
más de sesenta años que en las épocas pasadas, y además se mantienen en gran
parte en plena eficacia; los médicos, además, acaban de inventar la
«geriatría», pareja a la pediatría, y todo hace esperar que en un futuro
próximo se altere más aún el esquema de las edades y la ancianidad quede
confinada a los dos últimos decenios del siglo.
¿Cómo se realiza
el cambio histórico en función de las generaciones sucesivas? La totalidad de
los jóvenes de un momento del tiempo actúa sobre el mundo, cada uno sobre un
punto de él, entre todos sobre su integridad. De este modo, aunque la
modificación ejecutada por cada uno de ellos sea mínima, lo decisivo es
que —frente a las variaciones individuales, por importantes que sean—tiene un
carácter de totalidad, y convierte al mundo en otro mundo, sea mayor o
menor la cuantía de esa alteridad. Y como el concepto de coetaneidad ha quedado
precisado, Ortega puede llegar a una definición de las generaciones más
rigurosa: El conjunto de
los que son coetáneos en un círculo de actual convivencia, es una generación.
El concepto de generación no implica, pues, primariamente más que estas dos
notas: tener la misma edad y tener algún contacto vital.
Pero ahora surge
una cuestión: ¿qué es tener la misma edad? «Aunque parezca rnentira -escribe
Ortega-, se ha pretendido una y otra vez rechazar a limine el método de
las generaciones oponiendo la ingeniosa observación de que todos los días nacen
hombres y, por tanto, sólo los que nacen en el mismo día tendrían, en rigor,
la misma edad, por tanto, que la generación es un fantasma, un concepto
arbitrario que no representa una realidad, que antes bien, si le usamos, tapa y
deforma la realidad. Pero convendría haber caído en la cuenta de que el
concepto de edad no es de sustancia matemática, sino vital. La edad,
originariamente, no es una fecha. Es, dentro de la trayectoria vital humana, un
cierto modo de vivir—por decirlo así, es dentro de nuestra vida total una vida
con su comienzo y su término: se empieza a ser joven y se deja de ser joven,
como se empieza a vivir y se acaba de vivir. La edad, pues, no es una fecha,
sino una «zona de fechas» y tienen la misma edad, vital e históricamente, no
sólo los que nacen en un mismo año, sino los que nacen dentro de una zona de
fechas.
Esa objeción se
nutre de un doble error conexo: en primer lugar, atender a la vida individual,
y en definitiva a la genealogía, por no conocer, como hemos visto largamente,
cuál es el «lugar» de las generaciones, a saber, la vida histórica y social; en
segundo término, el biologismo, la creencia de que la realidad humana es en lo
fundamental biológica, y las edades lo son propiamente del organismo; por eso,
a la vez que se afirma un «continuismo» de las generaciones, fundándose en la efectiva
continuidad de los nacimientos, y así se las disuelve, cuando se las toma en su
sentido usual se las interpreta como promociones que se suceden, que se van
sustituyendo. «Esto supone —añade Ortega— que el hombre primordialmente es su
cuerpo y su alma. Contra este error va todo mi pensamiento. El hombre es
primariamente su vida, una cierta trayectoria con tiempo máximo prefijado. Y la
edad es ante todo una etapa de esa trayectoria y no un estado de su cuerpo
ni de su alma. La averiguación esencial de que hablando del hombre lo
sustantivo es su vida y todo lo demás adjetivo, que el hombre es drama, destino
y no cosa, nos proporciona súbito esclarecimiento a todo este problema. Las
edades lo son de nuestra vida y no de nuestro organismo, son
etapas diferentes en que se segmenta nuestro quehacer vital. Recuerden ustedes
que la vida no es sino lo que tenemos que hacer, puesto que tenemos que
hacérnosla. Y cada edad es un tipo de quehacer peculiar.
Esto nos lleva a
una consecuencia capital. Si atendemos a la etapa de plena eficacia histórica,
nos encontramos que está dividida en dos fases: la de los hombres de treinta a
cuarenta y cinco años (gestación) y la de los hombres de cuarenta y cinco a
sesenta (gestión). Estos viven instalados en el mundo que han hecho, mientras
que los más jóvenes están haciendo su mundo, el que todavía no es vigente. No
caben, observa Ortega, dos tareas vitales o estructuras de la vida más
diferentes; se trata de dos generaciones que tienen puestas las manos sobre las
mismas cosas, basta el punto de estar en lucha; es decir, son contemporáneas y
plenamente activas, no se suceden, pero no son coetáneas: lo decisivo en
la idea de las generaciones no es que se suceden, sino que se solapan o
empalman. Siempre hay dos generaciones actuando al mismo tiempo, con plenitud
de actuación, sobre los mismos temas y en torno a las mismas cosas—pero con
distinto índice de edad y, por ello, con distinto sentido.
Ortega distingue
dos tipos muy diversos de cambio histórico: 1) Cuando cambia algo en nuestro
mundo. 2) Cuando cambia el mundo. Esto último acontece, normal e
inexorablemente, con cada generación, la cual ejecuta una variación —grande o
chica, esto es secundario— en la tonalidad general del mundo. Cuando el cambio es
cuantitativamente muy pronunciado y, sobre todo, cuando en lugar de suceder a
un sistema de convicciones otro bastante próximo, lo que ocurre es que el
hombre se queda sin convicciones —y por tanto sin mundo—, se puede hablar de
una crisis histórica; y se llama generación decisiva a la que
«por primera vez piensa los nuevos pensamientos con plena claridad y completa posesión
de su sentido: una generación, pues, que ni es todavía precursora, ni es ya
continuadora.
Todos los
jóvenes viven del mismo modo un acontecimiento, porque éste se produce en una
misma etapa de su vida, esto es, tiene la misma significación funcional dentro
de sus biografías. Por esto es indiferente tener un año más o dos años menos.
La edad biológica es una componente abstracta de nuestra vida —y de las
generaciones—, necesaria, pero incapaz de explicar ella de por sí nada, como el
peso físico de nuestro cuerpo o nuestro tamaño; es claro que si el hombre
pesara unos gramos o varias toneladas, si fuese un organismo de cinco
centímetros o de diez metros de altura, su vida sería distinta; sus
determinaciones físicas la condicionan; pero no la explican ni la
deciden, porque ella consiste en lo que el hombre hace con su peso, su
estatura, su edad biológica, la gravitación, el suelo resistente del planeta y
toda la infinidad de ingredientes de su circunstancia o mundo. Por esto, aunque
todos sabemos cuándo hemos nacido, y la fecha de nuestro nacimiento determina
nuestra pertenencia a una generación precisa, no basta con saber esa fecha para
saber cuál es nuestra generación, porque ésta no es asunto de la vida
individual, sino de las estructuras objetivas del mundo histórico. El segundo
error olvida que la vida es múltiple, pero que esa multiplicidad de dimensiones
suyas no altera el hecho decisivo de que es una unidad total. Por esto, no se
va a ninguna parte intentando hacer una teoría de las generaciones en política,
arte o literatura; las generaciones afectan a la vida en su totalidad; se pueden
acotar, ciertamente, estos campos de la realidad, pero a condición de tener
plena conciencia de que son abstractos y no reales.
¿Qué es, pues,
en suma, una generación? Depende del sistema total de vigencias que dan su
estructura a la vida en cierta fecha de la historia. Ese sistema tiene cierta
duración, y ejerce su influjo conformador sobre todos los hombres que ingresan
en la vida histórica dentro de ese plazo. Se trata, por tanto, del mundo que
cada hombre encuentra y al que se incorpora; de algo que excede, pues, de la
vida individual, de algo que se impone a ésta y la condiciona. Por esto, por no
ser asunto biológico ni siquiera biográfico, no basta con saber cuándo ha
nacido un hombre para saber a qué generación pertenece, porque falta por conocer
la estructura del mundo en ese momento; dicho con otras palabras, cuál es la
serie efectiva de las generaciones como sistemas de vigencias, pata saber en
cuál de ellas se inserta. Esto tiene la consecuencia evidente de que cada
hombre se encuentra a cierta altura dentro de la generación a que pertenece: al
principio, en medio o al
final; es decir, cuando el hombre irrumpe en la vida histórica, el sistema a
que queda adscrito lleva ya más o menos tiempo vigente. Mientras no se conozca
la serie de las generaciones, no se puede saber si dos hombres nacidos en
fechas próximas, pero no coincidentes, pertenecen a la misma generación o no:
hace falta conocer las «divisorias», las fechas terminales de las generaciones,
y sólo entonces el dato del nacimiento adquiere su sentido histórico, al
articularse, con la estructura objetiva de la sociedad. No puede representarse
la sucesión de la historia como una llanura, en que sólo contarían las
distancias absolutas, métricas, sino como un terreno surcado por ondulaciones,
cada generación sería la zona comprendida entre dos cadenas montañosas, y para
determinar a cuál pertenece un punto sería menester conocer el relieve; dos
puntos bastante distantes podrían pertenecer a la misma; dos muy
próximos, en cambio, a generaciones diferentes, según estuviesen en la misma
vertiente o a ambos lados de la divisoria
de aguas.
Este es el
carácter real de las generaciones, lo que las convierte en los pasos efectivos
del acontecer histórico y hace de cada una lo que he llamado el presente
histórico elemental. La idea de generación, dice Ortega, es «el órgano
visual con que se ve en su efectiva y vibrante autenticidad la realidad
histórica». La generación es una y misma cosa con la estructura de la vida
humana en cada momento. No se puede intentar saber lo que de verdad pasó en tal
o cual fecha si no se averigua antes a qué generación le pasó; esto es, dentro
de qué figura de existencia humana aconteció. Un mismo hecho acontecido a dos
generaciones diferentes es una realidad vital y, por tanto, histórica,
completamente distinta.
Hay, por tanto,
en la historia una multiplicidad de estructuras o, mejor dicho, una estructura
múltiple, dinámica y tensa. Toda sección histórica, aun siendo instantánea,
es ya móvil, nunca estática: aparece siempre como una distensión de tres
fuerzas, las tres generaciones actuantes en cada fecha, y su realidad es intrínsecamente
móvil. La creencia de que el ente es inmóvil
tiene una última repercusión en la creencia en las formas rígidas de la
historia, que en nuestro tiempo ha tenido un brote —por lo demás espléndido— en
la interpretación de la historia como una morfología. Las formas históricas
no son resultados, sino resultantes, en un sentido análogo al del físico
cuando habla de la resultante de una composición de fuerzas que actúan sobre un
punto. Ahora tenemos que preguntarnos cuánto dura una generación, cuánto distan
entre sí esas cadenas montañosas que integran lo que he llamado el relieve de
la historia. Es la estructura de las edades —entendidas siempre como realidades
funcionales históricas— quien lo determina. La actuación plenamente histórica
de los hombres dura, como vimos, treinta años; pero este plazo se divide en dos
fases de signo distinto y aun opuesto: quince años de gestación, quince de
gestión. De los treinta a los cuarenta y cinco años se lucha por imponer una
cierta estructura del mundo; a los cuarenta y cinco, aproximadamente, se triunfa
y se está en el poder, hasta que, quince años más tarde una nueva generación ascendente
impone su innovación y desplaza del mando —en todos los órdenes— las
convicciones, usos e ideas característicos de la etapa anterior. Por tanto, la vigencia
de esa forma de vida dura quince
años, aproximadamente: ésta es la duración de las generaciones.
La generación
sería, pues, la unidad concreta de la auténtica cronología histórica, o, dicho
en otra forma, que la historia camina y procede por generaciones. Ahora se
comprende en qué consiste la afinidad verdadera entre los hombres de una
generación. La afinidad no
procede tanto de ellos como de verse obligados a vivir en un mundo que tiene
una forma determinada y única. Pero con todo esto no sabemos aún cuáles son las
generaciones; sabemos que las hay, qué son, cuánto duran; pero ignoramos todo
lo que se refiere a su existencia concreta. No tenemos vislumbre de cuál es su
serie efectiva, y, por tanto, a qué generación pertenecemos cada uno de
nosotros. Pero es que aquí se trata sólo de la teoría analítica de las
generaciones, que sobre su existencia empírica nada tiene que decir. Tendremos
que plantearnos después el problema histórico de esa existencia y, con
ello, el del sentido metódico de la idea de las generaciones.
Tomado de:
Marías Julián
(1949):El método histórico de las generaciones. Revista de Occidente. Bárbara
de Braganza 12. Madrid. pp.73-107
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