21 septiembre 2019

Juan Rulfo o la pena sin nombre. Luis Harss




Juan Rulfo o la pena sin nombre


 Luis Harss


La breve y brillante carrera de Rulfo ha sido uno de los milagros de nuestra literatura. No es, en el fondo, un renovador, sino al contrario el más sutil de los tradicionalistas. Pero ahí radica su fuerza. Escribe sobre lo que conoce y siente, con la sencilla pasión del hombre de la tierra en contacto inmediato y profundo con las cosas elementales: el amor, la muerte, la esperanza, el hambre, la violencia. Con él, la literatura regional pierde su militancia panfletaria, su folclore. Rulfo no filtra la realidad a través del lente de los prejuicios civilizados, la muestra al desnudo. Es un hombre en oscuro concierto con la poesía cruel y primitiva de los yermos, las polvaredas aldeanas, las plagas y las violencias, los odios y las vendettas de familia, las fiestas y los duelos, la dureza de la vida siempre al borde de la desgracia y la muerte. Su lenguaje es tan parco y severo como su mundo. No es un moralizador sino un testigo de la miseria de regiones desérticas que arden como llamaradas bajo un eterno sol de mediodía, donde la seca y el abandono han convertido zonas que eran en un tiempo vegas y praderas en tumbas de piedra. Es un estoico que no blasfema contra la vida, acepta el destino. Por eso su obra brilla con un fulgor lapidario. «Tanta y tamaña tierra para nada», dice uno de los personajes de El llano en llamas, la vista perdida en los espacios que se extienden hasta el horizonte en el bochorno y la desolación. Son estampas impresionistas, más que cuentos, pequeñas hogueras en las que se consume el alma. No todos están relacionados entre sí en el tiempo o el espacio. Pero es la misma vida ancha y ajena del hombre de la tierra. La región, a grandes rasgos, es la del sudeste de Jalisco, que abarca desde el lago Chapala, hacia al oeste por Zacoalco hasta Ayutla y Talpa, y al sur por Sayula y Mazamitla hasta el límite que separa Jalisco de los estados de Colima y Michoacán. Bandas armadas devastaron la zona durante la revolución. Enseguida, cuando regresó la población desplazada, estalló la revuelta de los cristeros, durante la cual, dice Rulfo, «hubo una especie de reconcentración. El ejército concentraba a la gente en las rancherías, en los pueblos. Cuando la revolución se hacía más fuerte, entonces se concentraba a la gente de esos pueblos en las poblaciones más grandes. Entonces había un abandono que se producía a base de reconcentraciones. La gente buscaba trabajo en otra parte. Después de unos años, ya no regresaba». La reforma agraria empeoró las cosas. Fue muy desorganizada. «La tierra, más que entre los campesinos, se distribuyó entre los obrajeros, entre los carpinteros, albañiles, zapateros, peluqueros.


Eran los únicos que formaban comunidad. Para formar una comunidad se necesitaban veinticinco personas. Se reunían veinticinco personas y solicitaban tierras. Los campesinos no las pedían. La prueba está en que hasta la fecha los campesinos no tienen tierras. Es que el campesino estaba muy allegado al hacendado, al patrón. Había el sistema del mediero, es decir, se sembraba la tierra, el patrón entregaba la tierra al campesino y el campesino entregaba la mitad de la cosecha al patrón.» La anarquía favorecía la especulación. Y sigue todo igual ahora. En la actualidad, los pequeños agricultores de Jalisco «ya no tienen medios de vida. Viven en una forma muy raquítica. Se van a la costa o se van de braceros a los Estados Unidos. Regresan en la época de lluvias a sembrar algún terrenito allí. Pero los hijos, en cuando pueden, se van... Esa zona tiende a desaparecer». Los malos tiempos siguen arrasándola, dice Rulfo. El cuarenta o cincuenta por ciento de la población de Tijuana es originaria de allí. Las familias son numerosas, con un mínimo de diez hijos. La única industria es el mezcal, la planta de la que se obtiene el tequila. No por nada existe una ciudad llamada Tequila al noroeste de Guadalajara. El mezcal y el maguey —fuente del pulque— son productos clásicos de tierras empobrecidas en vías de desintegración.


Rulfo escribe el epitafio de esas tierras. El llano en llamas es una áspera oración fúnebre por una región que expira. La cubren como una mortaja las nubes de la fatalidad. Pétreas son las horas, amargas las desilusiones, y la regla general es la resignación. Un coraje espartano disfrazado tras la apatía explota intermitentemente en arrebatos de violencia y de brutalidad: bandolerismo salvaje, vendettas sangrientas. Es una región de hombres acosados y mujeres abandonadas en la que «los muertos pesan más que los vivos». «No se puede contra lo que no se puede», dice la gente, inclinándose ante la muerte próxima que los aliviará por fin de la vida rapaz. Porque ésa es su única fe firme, su última ilusión, que «algún día llegará la noche» y la paz con ella, cuando los lleve la tumba oscura al descanso final. Los disgustos y las mortificaciones comienzan en la infancia, como en «Es que somos muy pobres», donde una muchacha —cuyas hermanas mayores, decididas a exprimir de su indigencia todo el placer que puedan, han recorrido el camino de la carne— se ve, a su vez, condenada a la perdición al desvanecerse sus esperanzas de casamiento cuando la inundación se lleva la vaca y el carnero que constituyen su pobre dote. Peor todavía es la suerte del niño que da su nombre a «Macario»: un huérfano criado de mal modo en un hogar adoptivo, cuyo único consuelo es el cariño de una cocinera bondadosa convertida en nodriza que le da leche con gusto a flores de obelisco. Macario vive bajo la sombra amenazadora de su madrastra, que lo espanta prometiéndole el infierno por su mala conducta. Para darle gusto —es una neurótica que pasa las noches en vela, oyendo ruidos— se pasa matando ranas en un estanque cercano —su croar no la deja dormir— y cucarachas en la casa. Roído por oscuras angustias —el encono, la nostalgia por una madre ausente— sufre ataques de epilepsia, y entonces, golpeando la cabeza contra el suelo, se imagina que oye resonar en la calle los tambores de las ferias.


Con una especie de fruición sádica aplasta bichos con los pies, descuartizándolos, y desparrama las tripas por toda la casa. Sólo perdona a los grillos, que, según la creencia, cantan para ahogar los lamentos de las almas en el Purgatorio. Los secretos impulsos que precipitan a la gente a su ruina se encadenan en «Acuérdate», retrato fugaz de un prototipo aldeano, un fanfarrón que de pronto, nadie sabe por qué, se corrompe y se convierte en un criminal y un forajido. Quiere reformarse, y se embarca un rato como policía y hasta piensa en el sacerdocio. Pero una fuerza ciega lo lanza a la violencia, hasta que finalmente lo cuelgan de un árbol que, en un último acto de libre albedrío concedido por el destino irónico, escoge él mismo.


La revolución, dice Rulfo, desató pasiones que con el tiempo se han vuelto hábitos en algunos de estos pueblos. Aunque el crimen en épocas más recientes se ha ido desplazando hacia la costa, próspera todavía en ciertas poblaciones de Jalisco, donde es un oficio e incluso todo un sistema de vida. Lo vemos haciendo sus estragos en «La cuesta de las comadres», que relata con sangre fría un narrador impávido en el que sentimos la indiferencia sufrida de un pueblo para el que la muerte está siempre cerca y la vida tiene poco valor. Una cuadrilla merodeadora de bandidos y cuatreros —los Torricos— aterrorizan a los habitantes de la cuesta de pequeñas parcelas de tierra laborable que da su título al cuento. Es uno de esos lugares contra los que se ha ensañado el destino. A lo largo de los años la población, seducida por esas ilusiones efímeras que obsesionan a todos los personajes de Rulfo, se ha desbandado. Parte de la culpa del éxodo la tienen los Torricos. El narrador los conoce bien. En su día robaba sacos de azúcar con ellos y estuvo a punto de dejar el pellejo en la aventura. Más tarde, cuando Remigio Torrico lo amenaza con un machete, acusándolo de haber asesinado a su hermano Odilón, que en realidad murió en una pendencia en el pueblo, lo mata a Remigio clavándole una aguja de embalar en las costillas. Todo esto lo cuenta como si tal cosa, con una naturalidad que congela la sangre. El escenario es la tierra de nadie que rodea a Zapotlán. Rulfo dice que en esos lugares ocurren las cosas más lóbregas sin que nadie se altere por ellas. «Hace un tiempo, en Tolimán, estaban desenterrando a los muertos. Nadie sabía la razón, la causa. Sucedía en etapas. Era cosa cíclica...» Recuerda otro caso: «De todos estos pueblos, hay uno que se llama El Chantle, donde se han ido a refugiar forajidos. Allí no hay ninguna autoridad. Ni las mismas fuerzas del gobierno intentan llegar allí. Es un pueblo de proscritos.



Usted encuentra esas personas en otras partes. Generalmente son las más calmadas del mundo. No traen armas, porque los desarman. Usted habla con ellos y parece que no matan una mosca. Son una gente muy tranquila, una especie de campesino, así, un poco ladino, avispado, pero al mismo tiempo sin malas intenciones. Sin embargo, detrás de aquel hombre puede haber muchos crímenes. Entonces uno no sabe con quién está tratando, si con el pistolero de algún cacique o con un simple campesino de cualquier parte». Muchas veces las fuerzas del orden no son más civilizadas que los delincuentes que persiguen. En «La noche que lo dejaron solo» vemos a un pandillero fugitivo acechado por siniestros perseguidores que acaban con toda su familia. Cuando vuelve a hurtadillas a su choza por la noche, ve a través del humo de una fogata los cadáveres de sus dos tíos que cuelgan de un árbol en el corral. Los soldados están reunidos alrededor de los cadáveres, esperándolo. Se larga de cabeza por el matorral para zambullirse en el río, y oye a sus espaldas una voz que dice con una lógica salvaje: «Si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes».




El llano en llamas (1950)
de Juan Rulfo


Otro perseguido es el protagonista de «El hombre», cuya fuga lo precipita a un horizonte tras otro llevando íntegro el peso de su culpa. Es un asesino que ha terminado con toda una familia. Puntos de vista en constante flujo iluminan de a poco las incógnitas de la historia, anticipando técnicas perfeccionadas después en Pedro Páramo. La primera parte del cuento transcurre objetivamente en dos tiempos: uno que corresponde a las percepciones del perseguido, y el otro a las del perseguidor. A medio camino hay un desvío a un narrador en primera persona —el fugitivo— y luego al punto de vista de un testigo casual: un pastor que hace su declaración ante las autoridades policiales de la localidad. Todas son figuras huidizas, destellos humanos que se esquivan pronto en la vastedad de la llanura. En la tierra de los condenados nadie es responsable de sus faltas y sin embargo todos son culpables. Porque aun despojados de su humanidad, los hombres siguen pagándola. La culpa puede ser desconocida —sin por eso ser menos onerosa— como en el cuento «En la madrugada», donde despierta en la cárcel un peón de granja acusado de haber matado a su patrón en una pelea, y aunque no recuerda nada se dice, casi con regocijo: «Desde el momento en que me tienen aquí en la cárcel por algo ha de ser». O puede ser muy precisa y concreta, como en «Talpa», donde una pareja de adúlteros —un hombre y su cuñada— llevan al marido engañado, afligido por la peste, en una larga peregrinación a la Virgen de Talpa, a la que esperan llegar «antes que se le acaben los milagros». El viaje tiene un doble propósito (y también un doble sentido). El enfermo es una carga para sus parientes; saben que el esfuerzo lo agotará y así saldrán de él más pronto. Pero también ellos padecerán en el camino. Es lo que descubren cuando el apestado, que tal vez sospecha la verdad —aunque ellos mismos sólo la perciben a medias— se vuelve una especie de mártir y flagelante. En un arrebato de fervor ciego, se lacera los pies en las rocas, se venda los ojos y se arrastra a gatas con una corona de espinas. Su sufrimiento es el de ellos, su pérdida también. Dramatizan una desesperanza común. Cuando muere, los sobrevivientes no se ven absueltos de su culpa. El amor que se alimentaba a expensas del enfermo muere con él.


La culpabilidad vuelve a ser el tema central de «Diles que no me maten», una historia de venganza. Un viejo crimen que el tiempo no ha derogado alcanza al protagonista, al que ata a una estaca el hijo del hombre al que asesinó años atrás, ofreciéndole primero con paradójica compasión unos tragos de aguardiente que le mitigarán el dolor, para después despacharlo sin miramientos. Aunque en realidad el peor castigo habría sido perdonarlo, porque con su mala conciencia ya había muerto de terror mil veces antes. Es la ironía de siempre. Las balas que lo acribillan arreglan cuentas muchas veces saldadas. Son el remate, nada más: golpes de gracia en un cadáver. El dolor crea fallas por dentro. La pobreza física es indigencia moral. Difunde sus venenos hasta en los rincones más íntimos de la vida privada, contagiando el amor y socavando la confianza y la amistad. Tal es el tema de «No oyes ladrar los perros», donde seguimos los pasos de un padre que lleva a su hijo herido al pueblo para que lo vea un médico, y amontona los reproches en el camino. En Rulfo hay casi siempre rencor y recriminación entre padres e hijos; se desgarran entre ellos aun cuando tratan de ayudarse. Lo que una generación puede transmitir a la siguiente es poco más que una impotencia secular. Los jóvenes, desheredados, son arrojados al mundo indefensos, para arreglárselas como puedan.


Los que tienen vigor y ánimo se defienden. Los otros se marchitan, o se hacen maleantes. «Los hijos se te van... no te agradecen nada... se comen hasta tu recuerdo», dice un cuento. Las relaciones entre hombre y mujer no son más felices que las relaciones entre padres e hijos. En «Paso del Norte» se nos cuenta lo que le sucede a un joven que deja a su familia para cruzar ilegalmente la frontera de los Estados Unidos. Lo reciben del otro lado a los balazos, y cuando regresa con su derrota a la aldea se encuentra con que su mujer lo ha dejado. Abandonando a sus hijos, desaparece tras ella, destinado a vagar por la región como un alma en pena.


Hay siempre los que de alguna manera, aun desde el infortunio total, medran con los males ajenos. Es el caso de los bandidos errantes de «El llano en llamas», que saquean los ranchos e incendian los campos galopando a través de la llanura perseguidos por tropas del gobierno que no los alcanzan nunca o los dejan escapar cuando ya casi los tienen entre las manos. Son la banda parasitaria de los Zamora, que «aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero», y se entrenan cortando gargantas y acumulando botín. El jefe juega al «toro» con los prisioneros, que desarma para luego arremeterlos con su espada. Descarrilan trenes y raptan mujeres. La mala suerte quiere que el narrador pase un tiempo en la cárcel, de donde sale algo corregido. Tal vez una mujer que le abre los brazos a la salida —en un desenlace un tanto sentimental— lo salvará. Pero probablemente volverá a sus andanzas. O encontrará alguna otra manera ambigua de ganarse la vida, como Anacleto Morones, en el cuento del mismo nombre, que revela mejor que ninguno a Rulfo como un ironista mordaz. Anacleto se enriquece como santero, combinando el arte del negociado con la charlatanería religiosa. Su fama le rinde grandes beneficios. Entre sus devotos partidarios hay una recua de viejas brujas hipócritas que se han dejado seducir de más de una manera por sus encantos. Cuando muere, de vulgar buhonero se convierte en «el santo niño Anacleto». Las viejas quieren hacerlo canonizar oficialmente y acuden a Lucas Lucatero, el yerno de Anacleto, para que testifique los presuntos milagros. Pero Lucas Lucatero sabe de memoria que Anacleto fue un farsante. Resulta que su mayor milagro fue dejar embarazada a su propia hija, la mujer de Lucas. Lucas lo ha matado y enterrado con todo y sus milagros bajo el piso.


Tal vez, en la balanza final, Lucas Lucatero y el mismo Anacleto no fueron alguna vez peores que los honrados campesinos del adusto y fúnebre «Nos han dado la tierra», que sigue siendo uno de los cuentos más conmovedores de Rulfo. Con una especie de compasión impersonal que hace al cuento doblemente sugestivo, habla de un grupo de hombres a los que se han otorgado tierras en una región estéril bajo un programa de distribución gubernamental. Los envían lejos de los campos fértiles que bordean el río, donde han impuesto sus prerrogativas poderosos terratenientes. El grupo, reducido ahora a cuatro hombres, ha marchado durante once horas, con el corazón en la boca, a través del desierto, en el que «nada se levantará... ni zopilotes». Sin embargo, la vida continúa. «Es más dificultoso resucitar un muerto que dar vida de nuevo», dice Rulfo en alguna parte, resumiendo la actitud general. De esta frágil esperanza se alimentan las vidas exiguas. Haber sabido captar lo que tienen de fuerza elemental ha sido el mérito de Rulfo. En los pequeños detalles está la mano maestra. Tiene debilidades como narrador. La excesiva poetización congela algunas de sus escenas. Sus personajes son a veces demasiado tenues y fragmentarios para darse con toda su humanidad. Son voces y gestos que pasan y se desbaratan. Por su falta de recursos internos, al final inspiran poco más que compasión. Ese patetismo es un peligro. Pero hay entradas a otra dimensión: un escenario de alegoría y tragedia. Vivir, en Rulfo, es morir desangrado. El llano es la condición humana. Late en cada gesto la mortalidad. Rulfo puede evocar la fatiga de un largo día de marcha a través del desierto con una frase sencilla: «A mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado», o la angustia y el anhelo inexpresables de toda una vida en la voz quieta de una mujer que dice de su marido ausente: «Es todavía la hora en que no ha vuelto». De la madre que ha perdido a todos sus hijos comenta simplemente: «Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros». Rulfo es trágico porque abre a algo más grande. Los conflictos entre padres e hijos y entre hermanos, la culpa y la orfandad, son los del teatro griego y el antiguo testamento. El estilo, en sus mejores momentos, es tan sobrio como sus paisajes. Las voces van formando un coro que dice profecías.


Uno de los cuentos más característicos de El llano en llamas es «Luvina», el nombre de una aldea situada en una colina de piedra caliza, que sufre una oscura maldición en una zona barrida por una polvareda que parece transportar cenizas volcánicas. Es «un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros». Como la antiguamente fértil cuesta de las comadres, es un pueblo fantasma destinado al olvido. «Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza, donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara», advierte el narrador, un antiguo residente, a un viajero encaminado en esa dirección. Él sabe, porque: «Allá viví. Allá dejé la vida». Estos días no vive nadie en Luvina más que «los puros viejos y los que todavía no han nacido... y las mujeres solas». Los que no se han ido, como de costumbre, es porque los retienen los muertos al lugar. «Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos», dicen. Se las aguantan como pueden, pensando: «Durará lo que debe durar».
















Tomado de:
HARSS, Luis ([1966] 2012): Los nuestros. Bs. As. Alfaguara, pp. 129-144.

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