Cuando se analiza el interior físico de un objeto como eso, como interior, ningún sentido humano de la vista se adapta mejor a la luz reflejada difusamente por las superficies. Una fuente de luz, como el fuego, puede ser llamativo, pero óptimamente resulta desconcertante: el ojo no logra “fijarse” en nada dentro del fuego. De igual manera, un objeto traslúcido, como por ejemplo el alabastro, provoca curiosidad, porque, aunque no una fuente de luz, el ojo tampoco puede fijarse en él. La profundidad puede ser percibida por el ojo, pero de manera más satisfactoria como una serie de superficies. El ojo no percibe un interior estrictamente como tal: dentro de un cuarto, las paredes que ve siguen siendo superficies exteriores.
El gusto y el olfato no sirven de gran ayuda para registrar la interioridad o la exterioridad. El tacto sí, aunque este destruye parcialmente la interioridad en el proceso de percibirla. El oído puede registrar la interioridad sin violarla. Puedo dar unos golpecitos a una caja para averiguar si esta está vacía o llena, o a una pared para indagar si es hueca o sólida en su interior. O puedo tirar una moneda al suelo para determinar si es de plata o de plomo.
Todos los sonidos registran las estructuras interiores de lo que los produce. Un violín lleno de hormigón no sonará como un violín normal. Un saxofón suena distinto que una flauta: esta estructurada de otra manera en su interior. Y, fundamentalmente, la voz humana proviene del interior del organismo humano, que produce las resonancias de la misma. La vista aísla, el oído une. Mientras la vista sitúa al observador fuera de lo que está mirando, a distancia, el sonido envuelve al oyente. Como observa Merleau-Ponty (1961), la vista divide. La vista llega a un ser humano de una sola dirección a la vez: para contemplar una habitación o un paisaje, debo mover los ojos de una parte a otra. Sin embargo, cuando oigo, percibo el sonido que proviene simultáneamente de todas direcciones: me hallo en el centro de mi mundo auditivo, el cual me envuelve, ubicándome en una especie de núcleo de sensación y existencia. Este efecto de concentración que tiene el oído es lo que la producción sonora de alta fidelidad explota con gran complejidad. Es posible sumergirse en el oído, en el sonido. No hay manera de sumergirse de igual modo en la vista.
Por contraste con la vista, el oído es, por lo tanto, un sentido unificador. Un ideal visual típico es la claridad y el carácter distintivo, diferenciar. El ideal auditivo, en cambio, es la armonía, el conjuntar. La interioridad y la armonía son características de la conciencia humana. La conciencia de cada ser humano está totalmente interiorizada, conocida por la persona desde el interior e inaccesible a otro individuo cualquiera directamente desde el interior. Los conceptos “interior” y “exterior” no son matemáticos y no pueden diferenciarse matemáticamente. Son conceptos de fundamentos existenciales, basados en la experiencia del propio cuerpo, que es tanto mi interior (no pido que dejen patear mi cuerpo sino que dejen de patearme) como mi exterior (en cierta manera, puedo “sentirme” dentro de mi cuerpo) el cuerpo integra una frontera entre mí mismo y todo lo demás. Lo que quiero decir por “interior” y “exterior” puede comunicarse sólo por alusión a la experiencia de tener un cuerpo.
Tomado de:
ONG, Walter (1996): Oralidad y escritura. Tecnología de la palabra. Méx. FCE, p.75
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