¿Qué es la crítica?
Barthes, un metalenguaje
Se supone que todo novelista, todo poeta, sean cuales sena los rodeos que pueda adoptar la teoría literaria, habla de objetos y de fenómenos, aunque sean imaginarios, exteriores y anteriores al lenguaje: el mundo existe y el escritor habla, esta es la literatura. El objeto de la crítica es muy distinto; no es "el mundo", es un discurso, el discurso de otro: la crítica es discurso sobre un discurso; es un lenguaje segundo, o un metalenguaje, que se ejerce sobre un lenguaje primero (o lenguaje objeto). De ello se deduce que la actividad crítica debe contar con dos clases de relaciones: la relación entre el lenguaje crítico y el lenguaje del autor analizado, y la relación entre este lenguaje objeto y el mundo. La "frotación" entre estos dos lenguajes es lo que define la crítica y le da tal vez una gran semejanza con otra actividad mental, la lógica, que se funda también enteramente en la distinción del lenguaje objeto y el metalenguaje.
Porque si la crítica no es más que un metalenguaje ello equivale a decir que su tarea no es modo alguno la de descubrir "verdades" sino "valideces". En sí, un lenguaje no es verdadero o falso, es válido o no lo es: válido, es decir, que constituye un sistema coherente de signos. Las reglas que condicionan el lenguaje literario, no afectan a la conformidad de ese lenguaje con lo real (sean cuales sean las pretensiones de las escuelas realistas), sino tan solo a su sumisión al sistema de signos que el autor se ha fijado.
Puede decirse que la tarea de la crítica (ésta es la garantía de su universalidad) es puramente formal: no es "descubrir" en la obra o en el autor analizados, algo "oculto", "profundo", "secreto" que hubiera pasado inadvertido hasta entonces, sino tan solo ajustar como un buen ebanista que aproxima tanteando "inteligentemente" dos piezas de un mueble complicado, el lenguaje que le proporciona su época (existencialismo, marxismo, psicoanálisis) con el lenguaje, es decir, con el sistema formal de sujeciones lógicas, elaborado por el autor según su propia época.
Podría decirse que para la crítica, el único modo de evitar la "buena conciencia" o la "mala fe" de la que se ha hablado al comienzo, consiste en proponerse como un fin moral, no descifrar el sentido de la obra estudiada, sino reconstruir las reglas y las sujeciones de elaboración de ese sentido; a condición de admitir inmediatamente que la obra literaria es un sistema semántico muy particular, cuya finalidad es poner "sentido" en el mundo, pero no "un sentido"; la obra, al menos la que suele llegar a la mirada crítica, y quizá esta sea un definición posible de la buena literatura, la obra nunca es completamente insignificante (misteriosa o "inspirada"), como nunca es completamente clara; por así decirlo, tiene un sentido suspenso: se ofrece al lector como un sistema significante declarado, pero le rehuye como objeto significado.
Steiner, escuchar el eco cuando se ha olvidado la voz.
El crítico vive de segunda mano. Escribe acerca de. Ha de dársele el poema, la novela o el drama; la crítica existe gracias al genio de otros hombres. En virtud del estilo, la crítica puede convertirse en literatura. Pero esto suele acontecer sólo cuando el escritor hace de crítico de la propia obra o de corifeo de la propia poética, cuando la crítica de Coleridge es obra acumulativa o la de T. S. Eliot divulgación. Fuera de Sainte-Beuve, ¿hay alguien que pertenezca a la literatura permanente en calidad de crítico? No es la crítica lo que hace vivir al lenguaje. El crítico existe en cuanto personaje por derecho propio; sus admoniciones y sus querellas desempeñan un papel público. Como nunca antes el estudiante y la persona interesada por la literatura lee comentarios y críticas de libros más que los propios libros, o antes de esforzarse por formarse un juicio personal.
[La critica] primero, debe enseñarnos qué debe releerse y cómo. Obviamente, es inmensa la cantidad de literatura, y constante el acoso de lo nuevo. Hay que elegir, y en esa elección la crítica tiene su utilidad. Esto no significa que deba asumir el papel del hado y señalar un puñado de autores o de libros como la única tradición válida, con exclusión de los demás (la característica de la buena crítica es que son más los libros que abre que los que cierra). Significa que de la vasta, intrincada herencia del pasado la crítica traerá a la luz y promoverá aquello que habla al presente de un modo especialmente directo y apremiante.
El gran crítico sabrá intuir; escudriñará el horizonte y preparará el contexto para el reconocimiento futuro. A veces escucha el eco cuando se ha olvidado la voz o antes de que se haya oído. Fueron ellos los que sintieron, en los años veinte, que se acercaba el tiempo de Blake y de Kierkegaard, o los que atisbaron, diez años después, la verdad general dentro de la pesadilla particular de Kafka. No se trata de escoger ganadores; se trata de saber que la obra de arte está en una relación compleja, provisional, con el tiempo.
Segundo, la crítica puede establecer vínculos. En una época en que la rapidez de la comunicación técnica sirve de hecho para ocultar tercas barreras ideológicas y políticas, el crítico puede actuar de intermediario y guardián. Parte de su cometido es constatar que un régimen político no puede imponer el olvido o la distorsión a la obra de un escrito, que la ceniza de los libros quemados se conserva y se descifra. Así como trata de entablar el diálogo entre el pasado y el presente, del mismo modo el crítico procurará que se mantengan líneas de contacto entre los idiomas.
La tercera función se refiere al juicio de la literatura contemporánea. Hay una distinción entre contemporáneo de inmediato. Lo inmediato acosa al comentarista. Pero es evidente que el crítico tiene una responsabilidad especial ante el arte de su propia época. Debe preguntarse no sólo si tal arte constituye un adelanto o un refinamiento técnicos, si añade un giro estilístico o si juega astutamente con la sensibilidad del momento, sino también por lo que contribuye o lo que sustrae a las menguadas reservas de la inteligencia moral. ¿Qué medida del hombre propone esta obra?
A lo que me he estado encaminando todo el tiempo es a la noción de la capacidad literaria humana. En esa gran polémica con los muertos vivos que llamamos lectura, nuestro papel no es pasivo. Cuando es algo más que fantaseo o un apetito indiferente emanado del tedio, la lectura es un modo de acción. Conjuramos la presencia, la voz del libro. Le permitimos la entrada, aunque no sin cautela, a nuestra más honda intimidad. Un gran poema, una novela clásica nos asedian; asaltan y ocupan las fortalezas de nuestra conciencia. Ejercen un extraño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros deseos, sobre nuestras ambiciones y nuestros sueños más secretos. Los hombres que queman libros saben lo que hacen. El artista es la fuerza incontrolable: ningún ojo occidental, después de Van Gogh, puede mirar un ciprés sin advertir en él el comienzo de la llamarada.
Así, y en una medida suprema, ocurre con la literatura. ¿Pueden leerse Ana Karenina o a Proust sin experimenter una flaqueza o una dimensión nuevas en el centro mismo de nuestra sensibilidad sexual? Leer bien significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos. En las primeras etapas de la epilepsia se presenta un sueño característico; Dostoievski habla de él. De alguna forma nos sentimos liberados del propio cuerpo; al mirar hacia atrás, nos vemos y sentimos un terror súbito, enloquecedor; otra presencia está introduciéndose en nuestra, persona Y no hay camino de vuelta. Al sentir tal terror la mente ansia un brusco despertar. Así debería ser cuando tomamos en nuestras manos una gran obra de literatura o de filosofía, de imaginación o de doctrina. Puede llegar a poseernos tan completamente que, durante un tiempo, nos tengamos miedo, nos reconozcamos imperfectamente.
Tomado de:
BARTHES, Roland (1983[1963]) Ensayos criticos. Barcelona, Seix Barral, pp. 304-306.
STEINER, George (2003[1963]): Lenguaje y silencio. Ensayos sobre literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona, Gedisa, pp. 20-27.