02 abril 2020

Lotman y el canon literario. José Pozuelo Yvancos






Lotman y el canon literario


José Mª Pozuelo Yvancos



Tres son las principales aportaciones de Lotman a una teoría del canon literario: 1) la inscripción de la vieja teoría de Tynianov-Sklovski en un marco teórico más amplio y general que afecta al funcionamiento dinámico del sistema semiótico; Lotman y Tartu ofrecen una coherente y compleja explicación, una teoría, sobre conceptos que venían estando dispersos y no se habían inscripto como interpretación global del fenómeno de la formación de cánones en una cultura, 2) la fuerte densidad que obtienen en la teoría de Lotman la conciencia metateórica  de los propios sistemas; la auto-descripción y el papel de los metatextos ayudarán a resolver polémicas entorno al canon; y 3) la explicación de la vieja antinomia entre estabilidad y cambio, previsibilidad e imprevisibilidad en la determinación de los elementos creativos y su lugar frente a los modelos descriptivos del código, ha supuesto la más sagaz resolución del problema de la creatividad y del carácter movedizo de los cánones que tal creatividad impone.


Lotman ha desarrollado una teoría del lugar de las fronteras en la semiosfera que afecta directamente a la cuestión del canon. la frontera tiene una función explicativa fuerte de los procesos vistos por Tynianov y Sklovski sobre la dialéctica entre estratos canonizados y no canonizados en una cultura y su progresivo desplazamiento. los que estaban afuera tienden progresivamente a ocupar el centro del sistema y un estrato no canonizado pugna por insertar sus propio repertorio y modelos, según hemos ido viendo. Pero Lotman da un paso más al interpretar que en esa dialéctica se definen simultánea y interdependientemente los lugares: no hay centro sin periferia y el dominio de la cultura, su propia constitución interna, precisa de lo externa ella para definirse. Puesto que la frontera es una parte indispensable de la semiosfera, esta última necesita de un entorno exterior "no organizado" y lo construye en caso de ausencia. Toda cultura crea no sólo su propia organización interna, sino también su propio tipo de desorganización externa. El canon del Clasicismo en la antigüedad generó a los "bárbaros" para tomar conciencia de sí mismo: el lenguaje común a ese canon clasicista se establece en relación a la ausencia de ese lenguaje en "los otros"; las estructuras externas a ese modelo, situadas al otro lado de la frontera que crea tal autoconciencia, son declaradas no-estructuras, los textos de esa exterioridad como no-textos y en general su esfera como no-cultura.


La idea de canon se cubre con la idea de una organización cultural que se propone a sí misma como modelo con aspiración generativa y constituye una ambición constante del mecanismo semiótico -que tiende a la autoorganziación- de toda cultura. La definición misma de cultura reclama a la de canon como elenco de textos por los cuales una cultura se autopropone como espacio interno, con un orden limitado y delimitado frente a lo externo, del que sin duda precisa. La consecuencia para el debate actual es clara: ambiciona, en cualquier momento del proceso, un orden estático que fije el proceso y lo detenga, traduce un idealismo poco consecuente con el funcionamiento de los sistemas semióticos. En la medida en que el canon, como la cultura, depende del dispositivo crítico de su autoorganización frente a lo externo, la discusión en torno al canon es irreductible a un punto histórico de estabilidad y precisa de la "amenaza" constante de lo exterior para afirmarse. A todo tipo de cultura corresponde a un tipo de "caos" y genera históricamente el propio tipo de no-cultura que le es inherente. La configuración de los cánones la veo en este sentido directamente afectada por tal dialéctica refleja, en tanto funcionan históricamente como la aspiración de los grupos a resumir su opción como "la cultura" y sus rechazos como "no cultura".


En el estudio de 1973, "Sobre el contenido y la estructura del concepto de 'Literatura artística'", la movilidad del concepto de Literatura. la difícil traza de su frontera, y el dinamismo que le es inherente y que había sido marcado por Mukarowsky y Bajtin, a quien Lotman cita expresamente, es argumento para desarrollar el principio de que los textos no-literarios, las definidas como subliteraturas y las periferias a los sistemas son correlativos a la literatura y precisos en el orden de su concepto. Es más, desarrolla Lotman una idea muy querida a los teóricos eslavos y que desarrollaron Tynianov, Sklovski, Eichenbaum y fue nuclear para el libro de Bajtin sobre Rabelais. Tal idea enuncia así: El mecanismo de la evolución literaria estaba determinado por la influencia y la sustitución funcional recíprocas de su capa "de arriba" y su capa "de abajo". En la creación verbal no canonizada, que se halla fuera de los límites de la legitimada por las normas literarias, la literatura extrae recursos de reservas para las soluciones innovadoras de las épocas futuras.


También afecta de lleno a una teoría sobre el canon la dialéctica memoria/olvido que Lotman y Uspenski comentan en su estudio conjunto de 1971 "acerca del mecanismo semiótico de la cultura": 


Puesto que una cultura se concibe a sí misma como existente tan sólo si se identifica con las normas constantes de su propia memoria. La longevidad de los textos forma, en el interior de la cultura, una jerarquía que se identifica corrientemente con la jerarquía de los valores. Los textos que pueden considerarse más válidos son aquellos de mayor longevidad, desde el punto de vista y según los criterios de determinada cultura. La longevidad del código viene determinada por la constancia de sus elementos estructurales de fondo y por su dinamismo interno: por la posibilidad de cambiar conservando al mismo tiempo la memoria de los estados precendentes y, por tanto, la auto-conciencia de la unidadLa relación entre canon y longevidad de los textos es mucha, si bien conviene no olvidar que "la transformación en texto de una cadena de hechos va acompañada inevitablemente por la selección y por el olvido de otros declarados inexistentes. En este sentido todo texto constituye no sólo a la memorización sino también al olvido.


En orden a la constitución de un canon la dialéctica memoria/olvido señala el carácter convencional de la constitución del elenco, toda vez que es irrenunciable para la constitución de un canon la selección desde la óptica del valor e ideología de una cultura dada y la cobertura de la longevidad desde esta misma óptica, que ignora o posterga los textos olvidados. La memorabilidad de los textos nace vinculada al propio mecanismo jerárquico de la selección y su proyección sobre la Historia no es autónoma al código desde el que se ejecuta tal selección, aunque es fundamental al canon del idealismo pretender evita tal vinculación y presentar sus valores como autónomos al código.


En este sentido es muy importante para entender el mecanismo de formación del canon una observación que Lotman hace en "Acerca de la semiosfera" (1984), cuando refiere a la dialéctica fronteriza entre el centro y la periferia y al impetuoso auge de las periferias que logran trasladar al centro sus líderes, reglas y conquistar el núcleo del sistema, añade: "Esto, a su vez, estimula (por regla general, bajo consigna del regreso "a los fundamentos") el desarrollo semiótico del núcleo cultural, que de hecho es ya una nueva estructura surgida, en el curso del desarrollo histórico, pero que se entiende a sí misma en metacategorías de las viejas estructuras. La oposición centro/periferia es sustituida por la oposición ayer/hoy.


Todo centro desplazado metacategoriza sus viejas estructuras y pretende extraerlas del devenir histórico para regresar a la que presenta como "los fundamentos". Todo canon, entonces, es histórico y positivo, se constituye como resultado de una teoría y se da cuando tal teoría cobra un sentido fuerte de su autoconstitución frente a los otros textos que permanecen afuera. Ello genera, como veremos en el siguiente punto, una fuerte dependencia entre canon y reflexión metateórica y un cierto sentido especular entre canon y textos teóricos de una cultura dada. El carácter especular se deduce de la medida como toda cultura tiende a definir la historia como espejo de la propia postulación de su significado por parte de quien lo establece y tiende a leer la pérdida del centro como una desaparición del propio canon. Ayer/hoy se reescribe como dentro/fuera de la "literatura" y centro periferia como valores eternos vs. valores fungibles.


La Escuela de Tartu entendió la cultura más que como una suma de textos como un mecanismo que crea un conjunto de textos y poner énfasis en la capacidad autoorganizativa y en el grado de autoconciencia como indispensables para definir la cultura. "Por lo general la cultura puede representarse como un conjunto de textos, pero desde el punto de vista del investigador es más exacto hablar de cultura como mecanismo que crea un conjunto de textos y hablar de los textos como realización de la cultura" Esta cita reproduce el concepto clave para Tartu de la cultura como mecanismo generativo y estructurador que basa sus fronteras en la autoconciencia y autoorganización. Y es valiosísima para una teoría sobre el canon.


Los miembros de Tartu habían planteado una doble tendencia en el seno de la cultura, dos mecanismos contrapuestos: la tendencia a la variedad (que Lotman había llamado en su libro "estética de la diferencia") y la tendencia a la uniformidad, a entender la propia cultura como lenguajes unitarios, rigurosamente organizados (a la que Lotman había llamado "estética de la identidad") La primera tendencia impele a la creación de estructuras relativamente amorfas, en tanto que la segunda tiende a una rígida organización interna.


En su monografía "Sobre el contenido y la estructura del concepto 'Literatura artística'" (1976), Lotman desarrolla específicamente referida a la literatura la cuestión del canon, cuando habla de los sistemas de valor, que se someten y organizan como escalas desde el "top" (arriba) al "bottom" (abajo). La distribución de los grupos de textos que difieren en su estructura y función, dentro de clases jerárquicas de los sistemas axiológicos puede considerarse, añade, una característica esencial de las tipologías de las culturas. Y el lugar asignado a la literatura en la jerarquía general de los valores de los textos es de vital importancia para entender la función de los mismos en el seno de su cultura. Con todo, advierte Lotman, en el texto literario ocurre algo diferente a los demás: da lugar a evaluaciones axiológicas mutuamente excluyentes y desplazamientos constantes en la escala desde un extremo a otro, incluso un mismo texto cambia de lugar, desde el "top" al "bottom" y viceversa.


Lotman explica esta particularidad refiriéndola al propio isomorfismo que guarda con la cultura, esto es, nunca constituye la Literatura un grupo de textos independiente del mecanismo de su autoorganización. Los metatextos acompañan siempre a la literatura a modo de normas, reglas y críticas que hacen que la literatura vuelva sobre sí misma autoorganizándose, estructurándose. A esa autoorganización correponde tanto el mecanismo de las exclusiones (literario vs. no literario) como la propia jerarquía interna entre los admitidos. Y ejemplifica nuestro autor con el Clasicismo, y sus categorías "correcto", "racional", "absurdo" o con la vieja polémica habida en Rusia, sobre la estructura artística en prosa. La exclusión de textos del dominio literario ocurre no sólo en el nivel sincrónico, sino también en el diacrónico: un cambio de normas en los metatextos genera exclusiones acordes con las concepciones teoréticas cambiantes, lo que ejemplifica Lotman con detalle en la construcción de la Historia Literaria Rusa y el debate iniciado por Bielinski en torno al realismo. El lector puede seguir en esta historia un ejemplo precioso de la constitución y controversia en torno al canon concreto.


Progresivamente fue cobrando importancia en las reflexiones de Lotman el fenómeno de la creatividad de los textos y del continuo desafío que ésta imponía al código, así como la huida del determinismo, lo que ocupará el tercer estadio de nuestra atención referida al canon. De hecho, la relación entre lo previsible y lo imprevisible, lo esquemático y lo creativo afecta de manera crucial de debate sobre su constitución y prolongación en el tiempo. En su estudio "sobre el papel de los factores casuales en la evolución literaria" (1989) reformula explícitamente el modelo de Tynianov-Sklovski sobre la evolución literaria que había descrito la dialéctica centro-periferia, y lo hace para dar cuenta de por qué el centro y la periferia no sólo cambian de lugar sino que crean formas totalmente nuevas, no predecibles.


En el eslabón Código-Texto introduce Lotman el elemento imprevisible que indican los factores casuales que son los que permiten diferentes interpretaciones del texto. Y añade que:


En el funcionamiento real de la cultura no es la le lengua la que antecede al texto sino que es el texto, primario por su propia naturaleza, el que antecede a la aparición de la lengua y la estimula. Una obra innovadora del arte, al igual que loa descubrimientos arqueológicos arrancados de sus contextos históricos nos son dados primero como textos en ninguna lengua. Sabemos que son textos, aunque el código para sus lectura ha de ser descrito por nosotros mismos.


He aquí una de las grandes ideas motrices de líneas de investigación: ciertos textos, los innovadores, creativos, no están en ninguna lengua, en el sentido de que precisan que se cree el código par su interpretación. Es idea que se ha expresado repetidamente por poetas, así Jorge Guillén quien defendió que el poema crea su propio lenguaje, y que Lotman inscribe en un marco más general de la dialéctica de previsibilidad vs. imprevisibilidad en los sistemas. Los procesos cognoscitivos y los creativos tienen un diferente funcionamiento, en tanto los primeros, como la ciencia, precisan reducir lo casual a invariantes reguladas por el propio conocimiento, en tanto el tiempo de la ciencia es el pasado-presente, es decir, ya existe, los segundos, los objetos del arte se sitúan en el presente-futuro, y proyectan una imprevisibilidad que hace explosionar el código.


La tesis central del libro de 1992 es que la cultura obliga a una constante resituación de la dialéctica entre los previsible e imprevisible, por cuanto sus códigos se ven continuamente explosionados, sobrepasados por nuevos textos que introducen factores casuales. La lengua de cultura es parcialmente desconocida en cada momento histórico, en tanto se proyecta desde el presente al futuro, y es por ellos parcialmente intraducible, por eso se convierte en explosión.


La teoría literaria, y toda descripción científica, tiende a crear un isomorfismo no deseable entre los procesos cognoscitivos y los creativos. Tendemos en la crítica literaria a reducir lo casual e impredecible del nombre propio a nombres comunes, buscando las invariantes a todo fenómeno. Tal tendencia universal inherente a los procesos cognoscitivos crea también la norma y los códigos necesarios para reducir los elementos impredecibles del eje presente-futuro leyéndolo en el eje presente-pasado: que es otra cosa que lectura del presente hacia el pasado y la creación de un isomorfismo entre texto y código, creando, en el caso de los textos creativos, nuevos códigos en los que inscribirlos.


La retrospección histórica reconstruye una unidad falsa entre los acontecimientos, uniformando lo dispar y reduciendo lo casual e imprevisible a predecible. Las esferas dinámicas de la cultura, las creativas, son aquellas en las que los factores casuales juegan más importante papel, pero la Historia introduce en su retrospección un modelo potencial que se sitúa en el eje de la regularidad.


Así no solamente el torrente de textos, sino también su estructura, recibe una coordenada temporal, es decir, la historia. Entre la esfera de lo casual y de lo regular se produce un constante intercambio. Lo casual, en relación con el futuro, actúa como punto de partida de una cadena regular de consecuencias y, en relación con el pasado, se interpreta de forma retrospectiva como inevitable y providencial. Dicho modelo tiene lugar con una mayor fuerza cuando tratamos con textos artísticos, en los que momento de la casualidad y la influencia inversa del texto en la lengua son especialmente evidentes. La historia tiene muchas capas y supone una estructura jerárquica compleja. En ciertos niveles dominan leyes espontáneas. El hombre las percibe como algo dado. Las leyes se realizan a través de su actividad, pero esta misma actividad no es el resultado de una elección libre.


La construcción misma del canon como estructura procedente de la Historia busca entender los grandes textos creativos sometidos a procesos de regularidad y se explica bien según este modelo. Ahora bien, aunque la cultura en general actúe como una "estructura pensante", generadora de información, la pregunta de Lotman es ¿cómo se pone en marcha?. Para el mecanismo de la conciencia individual y colectiva se ponga en marcha es necesaria "introducir el texto" y para producir nuevos textos es necesario tener un texto.


La redundancia que todo proceso histórico impone en forma de regularidad a los procesos creativos o casuales, generando para ellos formas constantes, se articula, sí, sobre ciertos rasgos tipológicos que actúan como factores de génesis, pero no son abstracciones esenciales, sino puntos de encuentros en la reconstrucción histórica del proceso. El proceso de explicación cognoscitivo sitúa los respectivos lugares de síntesis en que los factores casuales, los textos creativos, actúan como motores de arranque. Todo canon se resuelve como estructura histórica, lo que lo convierte en cambiante, movedizo y sujeto a los principios reguladores de la actividad cognoscitiva y del sujeto ideológico, individual o colectivo, que lo postula.
























Tomado de:
POZUELO YVANCOS, José: "I. Lotman y el canon literario". En: SULLÁ, Enric (Comp.) (1998): El canon literario. Madrid, Arcos, pp. 223-236.

26 marzo 2020

La traducción como proceso. Valentín García Yebra




La traducción como proceso


Valentín García Yebra



La traducción puede considerarse como acción o proceso, o bien como el resultado de esa acción, de ese proceso. Cuando alguien dice: «La traducción del alemán es más difícil que la del francés», se refiere al proceso; «traducción», entonces, equivale a «traducir». Podemos sustituir la frase mencionada por esta otra: «Traducir del alemán es más difícil que traducir del francés». Pero, cuando decimos: «He comprado una traducción de la Ilíada», o «La traducción de Aminta del Tasso por Jáuregui fue muy elogiada por Cervantes», nos referimos, evidentemente, al resultado de la acción o proceso de traducir. Aquí nos interesa especialmente la traducción como proceso. 


Las dos fases del proceso de la traducción. 


El proceso de la traducción consta siempre de dos fases: la fase de la comprensión del texto original, y la fase de la expresión de su mensaje, de su contenido, en la lengua receptora o terminal. 


En la fase de la comprensión del texto original, el traductor desarrolla una actividad semasiológica (término derivado del griego, que significa «relativo al sentido, al significado»). Es decir, en esta fase, el traductor busca el contenido, el sentido del texto original. 


En la fase de la expresión, la actividad del traductor es onomasiológica. (otro término derivado del griego, que quiere decir «relativo al nombre»). El traductor busca ahora en la lengua terminal las palabras, las expresiones para reproducir en esta lengua el contenido del texto original. 


La comprensión no es aún propiamente traducción; pero es indispensable, imprescindible, para la traducción. En la fase de la comprensión, el traductor se diferencia del lector común por la intención y la intensidad de su lectura, que suele estar condicionada, además, por el hecho de no realizarse en la lengua propia.


Tanto el lector común como el traductor avanzan desde los signos lingüísticos o, más propiamente, desde los significan¬ tes, desde la forma externa de las palabras, hasta su contenido semántico. Lector y traductor siguen una dirección inversa a la del autor al escribir el texto original. El autor avanza desde el sentido, desde el contenido semántico, hasta los signos lingüísticos capaces de expresarlo. 


Pero hay una diferencia notable entre el lector común y el lector-traductor. El lector, en cuanto tal, llega al término de su viaje cuando ha captado el contenido del texto. El que lee como traductor, en cambio, tiene desde el comienzo la intención de no detenerse en esa meta: piensa emprender a continuación el camino inverso, en la misma dirección seguida por el autor, sólo que por otro terreno: este camino irá desde el con¬ tenido del texto original hasta los signos lingüísticos capaces de expresarlo, pero en la lengua terminal, que suele ser la lengua propia del traductor, la de la comunidad lingüística a la que pertenece. 


Esta intención de retorno, de regreso a la lengua propia, implica, normalmente, mayor intensidad de lectura. El traductor no puede contentarse con la comprensión del lector común, sino que ha de procurar acercarse en lo posible a la comprensión total. Digo «acercarse en lo posible» porque la comprensión total de un texto es realmente inalcanzable. Para comprender totalmente un texto sería preciso un lector ideal, que se identificase con el autor. Más aún: tendría que identificarse con el autor tal como éste era y estaba en el momento mismo de producir el texto, pues sabemos que un autor puede no entender, o entender sólo en parte, lo que él mismo quiso ex¬ presar algunos años, algunos meses, algunos días antes. 


Si la comprensión de un texto pudiera ser total, sería también posible que varios lectores, al leer ese texto, comprendieran exactamente lo mismo. Ahora bien, es seguro que nunca dos lectores perciben exactamente lo mismo en un texto de alguna amplitud y de cierta riqueza. Una prueba de esto la tenemos en el hecho de que nunca hay dos traducciones del mismo libro coincidentes en todo. Y no es en la traslación a la nueva lengua, no es en la fase de la expresión, sino en la percepción, en la comprensión del texto por el traductor, donde el texto comienza a ser algo propio del traductor y a no ser ya el mismo. 


El traductor debe ser, por consiguiente, un lector extraordinario, que trate de acercarse lo más posible a la comprensión total del texto, aun sabiendo que no la alcanzará nunca. Ha de comenzar, pues, por entregarse a una lectura del texto atenta y reposada. Para llegar a comprender bien el original, nada más contraindicado que las prisas. Puede servir de lema a los traductores la máxima atribuida a Catón: Sat cito, si sat bene («Bastante pronto [se hace una cosa], si [se hace] bastante bien»), o estos versillos de Antonio Machado: Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien importa más que el hacerlasCon frecuencia será necesaria una segunda y hasta una tercera lectura. 


Al leer como traductor, se lee normalmente en una lengua ajena. Esto tiene para una lectura profunda inconvenientes, pero también ventajas. Los inconvenientes dimanan de la resistencia que toda lengua opone al forastero; las ventajas proceden de esa misma resistencia, que estimula la atención y el interés de la conquista. 


Todo el que lee comprendiendo, ejercita durante la lectura, de manera inconsciente, un rapidísimo análisis semántico, integrado por un análisis léxico-morfológico, otro morfo- sintáctico, y un tercer análisis que podríamos llamar óntico o extralingüístico, porque se refiere a los objetos o realidades de que trata el texto. Cuando tropezamos en la lectura y se nos interrumpe la comprensión del texto, es preciso, con frecuencia, recurrir conscientemente a uno, a dos o a los tres análisis mencionados. Esto, naturalmente, sucede más a menudo en la lectura de textos escritos en una lengua extranjera.


La segunda fase de la traducción es la que hemos llamado expresión. Esta es, en realidad, la traducción auténtica, la traslación, el traslado del contenido del texto original al nuevo texto construido con elementos de la lengua terminal o receptora. 


¿Es posible la traducción? 


El primer problema que se plantea aquí es el de la posibilidad de la traducción. ¿Es posible pasar el contenido de un texto de una lengua a otra? Ortega y Gasset hace esta misma pregunta en las primeras líneas de su célebre ensayo Miseria y esplendor de la traducción: «¿No es traducir, sin remedio, un afán utópico?». Pregunta casi idéntica se había hecho a prin¬ cipios del siglo pasado, en su estudio Über die verschiedenen Methoden des Übersetzens («Sobre los diferentes métodos de traducir»), el teólogo y filólogo alemán Friedrich Schleiermacher: «¿no parece la traducción [...] una empresa descabellada?». Y el lingüista francés contemporáneo Georges Mounin observa: «si se aceptan las tesis corrientes sobre la estructura de los léxicos, de las morfologías y de las sintaxis, se llega a profesar que la traducción debería ser imposible».  


Sería fácil acumular pruebas de esta imposibilidad teórica basadas en cada uno de los estratos lingüísticos, léxico, morfología y sintaxis. Limitémonos a un ejemplo de cada estrato: 


Léxico. No hay en español una palabra que traduzca la palabra latina amita («tía, hermana del padre»), ni su complementaria matertera («tía, hermana de la madre»). El español dice normalmente «mi tía», sin precisar si el parentesco viene por parte del padre o de la madre. 

Morfología. No hay en latín, ni en español, ni en ninguna lengua románica o germánica, una forma verbal que traduzca exactamente el perfecto griego: XéXuKoc «he realizado la acción de soltar y el resultado dura en el momento en que hablo». 

Sintaxis. No se puede traducir a ninguna lengua románica ni germánica, quizá a ninguna lengua en absoluto, conservando su estructura sintáctica, un verso latino como el 237 del libro VIII de las Metamorfosis de Ovidio: Gárrula ramosa prospexit ab ilice perdix donde el primer adjetivo, garrida, concierta con el último sustantivo, perdix (primera y última palabra del verso), y el se¬ gundo adjetivo, ramosa, con el penúltimo sustantivo, ilice, ocupando el verbo, prospexit, el centro exacto del verso, con seis sílabas a la izquierda y otras seis a la derecha. 


Si la traducción tuviera que reproducir todos los detalles de la estructura formal léxica, morfológica y sintáctica del texto, sería, en efecto, imposible. Pero la traducción no consiste en reproducir exactamente las estructuras formales de un texto —eso sería copiar el texto, no traducirlo—, sino en reproducir su contenido (y, en lo posible, su estilo). 


Contenido del texto. 


Pero ¿cuál es el contenido de un texto? ¿Puede decirse que el contenido de un texto es su «significado»? ¿O diremos, más bien, que es su «sentido»? El DRAE define sentido equiparándolo, en sus acepciones 8.a y 9.a, a significación o significado: 8. «Significación cabal de una proposición o cláusula». 9. «Significado, o cada una de las distintas acepciones de las palabras». Y en las definiciones de significación y significado leemos: Significación: «sentido de una palabra o frase»; Significado: «significación o sentido de las palabras o frases». De modo que sentido se define como «significación» o «significado», y significación y significado, como «sentido». La definición de significar es algo más explícita; en su 2.a acepción: «Ser una palabra o frase expresión o signo de una idea o de un pensamiento, o de una cosa material». Pero tampoco esta definición es totalmente esclarecedora. 


Conviene tener en cuenta la conocida distinción, debida a Ferdinand de Saussure, entre langue y parole (lengua y habla).La lengua es el sistema de signos orales (y de sus equivalentes escritos) que una comunidad lingüística tiene a su disposición para expresarse y comunicarse. El habla es el uso que hacen de su lengua los miembros de la comunidad lingüística. 


Los signos lingüísticos se componen, como es sabido, de significante y significado. El «significante» es el sonido o conjunto de sonidos que, en el lenguaje oral, producen la imagen acústica; es también «significante» la representación gráfica de dichos sonidos. El «significado» es el concepto, la imagen mental evocada por la audición o la lectura del significante. 


La mayoría de los signos lingüísticos son polisémicos; es decir, tienen en la lengua varios significados. Pero se trata de significados potenciales, que sólo se actualizan en el habla. Normalmente, en el habla, que es como decir en los textos (pues todo acto de habla constituye un texto), sólo se actualiza cada vez uno de los significados que potencialmente tienen los signos lingüísticos. 


Los signos lingüísticos de una lengua no suelen coincidir con los de otra en toda la serie de sus significados potenciales. No hay, por ejemplo, ninguna lengua románica ni germánica que pueda abarcar con una sola palabra toda la serie de significados potenciales que tiene la palabra española cabo; entre otros: 1) «extremo de una cosa», 2) «residuo de algunos objetos (p. ej. de una vela)», 3) «mango de una herramienta», 4) «hilo o hebra (en algunos oficios, p. ej. en el de zapatero)», 5) «lengua de tierra que se adentra en el mar», 6) «cuerda (entre marineros)», 7) «graduación militar inmediatamente superior a la del soldado raso», 8) en plural, «patas, morro, crin y cola de los caballos». 


No es raro el hecho de que una sola palabra de una lengua incluya el significado de dos o más palabras de otra, la palabra española río incluye el significado de dos palabras francesas. fleuve («río que desemboca en el mar») y riviére («río que desemboca en otro río»). La palabra francesa poisson incluye el significado de dos palabras españolas: pez y pescado. Esto puede causar problemas en la traducción de textos concretos. En una obra escrita en francés sobre A. Machado se dice que «Les riviéres, les fleuves, ou bien, spécifiquement le Douro suggérent au poete des comparaisons...». La traductora, con muy buen acuerdo, incluye en una sola palabra, ríos, el significado de riviéres y fleuves: «Los ríos, o, de manera específica, el Duero, sugieren al poeta comparaciones...». Estaría aquí fuera de lugar traducir, por ejemplo, «Los afluentes y los ríos principales...». Por su parte, el autor traduce al francés el siguiente pasaje de Machado: «El poeta es un pescador, no de peces, sino de pescados vivos». («Le poete est un pécheur, non pas exactement un pécheur de poissons, mais un pécheur de poissons vivants»).


Si hubiera que retraducir estas palabras al español sin conocer el texto de Machado, sería difícil hacerlo coherentemente: «El poeta es un pescador, no exactamente un pescador de peces, sino un pescador de peces vivos». Los peces que se pescan suelen ser peces vivos, y el traductor español, como los lectores franceses del texto de Machado traducido a su lengua, difícilmente captaría el juego conceptual con los dos significados «pez» y «pescado». 


Por estos y otros motivos, es claro que no pueden traducirse los significados de los signos lingüísticos en cuanto tales. Hablando con propiedad, no se traduce de lengua a lengua, sino de «habla» a «habla», es decir, de un texto a otro texto.


En el contenido de un texto hay que distinguir, con Eugenio Coseriu, el significado, la designación y el sentidoEl significado del texto es el contenido lingüístico actualizado en cada caso por el habla. La designación es la referencia de los significados actualizados en el texto a las realidades extralingüísticas. El sentido del texto es su contenido conceptual en la medida en que no coincide ni con el significado ni con la desig¬ nación. Expresado quizá con más exactitud: es lo que el texto quiere decir, aunque esto no coincida con la designación ni con el significado. 


Ya hemos visto la diferencia entre los significados potenciales de la lengua y los significados actualizados del texto. 

La designación se hace siempre mediante significados actualizados, que pueden, para una misma designación, ser diferentes en las distintas lenguas. Coseriu  pone el ejemplo siguiente: «El hecho de que en un río, en un lago o en el mar el agua sea poco profunda, de modo que se pueda estar de pie sin que le cubra a uno la cabeza, se puede designar en español por Aquí se hace pie, en alemán por Hier kann man stehen [«Aquí se puede estar de pie»], en italiano por Qui si tocca [«Aquí se toca»], es decir, por significados totalmente diferentes». En efecto, los únicos significados equivalentes en las tres lenguas son el del adverbio aquí, hier, qui y el del pronombre indefinido se, man, si. Pero hacer pie, stehen kónnen [«poder estar de pie»] y toccare [«tocar»] son signifi¬ cados totalmente diversos. 


También en una misma lengua puede designarse lo mismo mediante significados diferentes; por ej.: «La puerta está cerrada» / «La puerta no está abierta»; «César venció a Pompeyo» / «Pompeyo fue vencido por César», incluso mediante significados contrarios, como en el conocido ejemplo de Husserl: El vencedor de Jena / El vencido de Waterloo, donde vencedor y vencido (significados opuestos) designan a la misma persona: Napoleón.


El sentido del refrán español Poco a poco hila la vieja el copo no coincide ni con los significados actualizados en el texto ni con la realidad extralingüística designada por ellos. Lo que se quiere expresar no es que «una mujer de edad avanzada está convirtiendo en hilo, sin prisa, una porción de lana», sino la idea general de que, «cuando alguien trabaja con perseverancia en una tarea proporcionada a sus fuerzas, aunque éstas sean pocas, acaba teniendo éxito». Los refranes son como metáforas complejas. 


Así, pues, los significados actualizados en un texto se subordinan a la designación, y la designación, al sentido. Ello quiere decir que el traductor debe traducir ante todo el sentido; en segundo lugar, la designación, y, en último término, si es posible, también los significados. 


Hay en francés un refrán que tiene el mismo sentido que el refrán español; Petit á petit l’oiseau fait son nid. Pero ni los significados [«trocito a trocito», «pájaro», «hacer», «nido»] ni la designación [la realidad extralingüística constituida por «un pájaro que aportando sucesivamente trocitos de materia construye su nido»] tienen nada en común con los significados y la designación del refrán español. Sin embargo, ambos refranes se traducen recíprocamente de manera irreprochable, porque el sentido de uno equivale plena¬ mente al sentido del otro. 


En el ejemplo de Coseriu cualquiera de las tres frases traduce adecuadamente a las otras dos, porque todas designan lo mismo y tienen el mismo sentido, aunque sus significados sean diversos. 


Pero no siempre basta, para una traducción adecuada, reproducir el sentido y la designación del texto, sin tener en cuenta los significados. Serían traducciones inadecuadas la de La porte est ouverte por «La puerta no está cerrada», o la de Le vaincu de Waterloo por «El vencedor de Jena», aunque ambas conservarían exactamente la misma designación y posiblemente el mismo sentido del original. Como norma puede establecerse que el traductor está obligado a conservar no sólo el sentido de un texto, sino su designación y también sus significados mientras la lengua terminal no le imponga equivalen¬ tes que prescindan de los significados y hasta de la designación [nunca puede haber equivalentes que prescindan también del sentido).


Los refranes, lo mismo que las construcciones del tipo de Aquí se hace pie, Hier kann man stehen, Qui si tocca, son, en cierto modo, unidades lingüísticas, signos lingüísticos como las palabras, aunque de mayor complejidad que éstas. Ahora bien, una lengua puede imponer, para traducir determinados signos lingüísticos de otra, términos cuyo significado es diferente: para traducir una de las acepciones del gr. Gopíq (que propiamente significa «puertecilla») el esp. impone la palabra «ventana» (derivada de «viento») como el ing. impone window (derivada de wind), mientras que el fr., el it. y el al. imponen respectivamente fenétre, finestra, fenster, derivadas del lat. fenestra, que designaba la misma realidad, pero cuyo verdadero significado se desconoce. En cambio, el portugués janela (del lat. vulg. januella «puertecita») tiene, junto con la misma desig¬ nación, el mismo significado que la palabra griega. 


Del mismo modo, el español impone Aquí se hace pie para traducir la expresión alemana Hier kann man stehen, y el refrán Poco a poco hila la vieja el copo para traducir el refrán francés Petit á petit l’oiseau fait son nid. Cuando no hay tales imposiciones de la lengua, el traductor debe buscar, en principio, no sólo la equivalencia del sentido y de la designación, sino también la de ios significados. 


Modos de traducir. 


Trataremos, por último, brevemente, la cuestión de cómo se debe traducir. ¿Cuál es el mejor camino, el método más razonable, para llegar a una traducción satisfactoria? Friedrich Schleiermacher, en el ensayo a que antes aludí, contesta con la fórmula ya entonces bien conocida, y divulgada más tarde entre nosotros por Ortega: «A mi juicio —dice Schleiermacher—, sólo hay dos [caminos]. O bien [el traductor] deja al escritor lo más tranquilo posible y hace que el lector vaya a su encuentro, o bien deja lo más tranquilo posible al lector y hace que vaya a su encuentro el escritor». Por el primer camino —piensa Schleiermacher—, el traductor intentaría comunicar a sus lectores la misma impresión que él, forastero en la lengua del autor, ha recibido al leer el texto original; por el segundo, trataría de presentar la obra a sus lectores como si el autor la hubiera escrito en la lengua de éstos. 


El primer camino, que consiste en ajustar lo más posible a las construcciones del original el texto de la lengua terminal, puede ser una fuente de enriquecimiento para ésta. Por el camino inverso se aspira a conseguir la «equivalencia funcional» de ambos textos, el original y el que resulta de la traducción. La «equivalencia funcional» consiste en que el nuevo texto produzca en sus lectores el efecto más aproximado al que se supone que el texto de la lengua original ha producido o produce en los lectores nativos. Schleiermacher se inclina, con ciertas limitaciones, por el primer camino. Ortega, queriendo seguir al teórico alemán, va más lejos que éste. Según Ortega, al seguir el camino opuesto, el que deja tranquilo al lector de la traducción y hace que el autor del original salga a su encuentro, «traducimos en un sentido impropio de la palabra: hacemos, en rigor, una imitación o una paráfrasis del texto original. Sólo cuando arrancamos al lector de sus hábitos lingüísticos y le obligamos a moverse dentro de los del autor, hay propiamente traducción. Hasta ahora —concluye— casi no se han hecho más que seudotraducciones». 


Otros teóricos de la traducción, que han ejercido la contemplación pura sin descender a la práctica del arte de traducir, han llegado a conclusiones semejantes a las de Schleier¬ macher. Pero los traductores, especialmente los traductores de obras literarias, siguen, en general, el camino opuesto, el método que procura, en lo posible, hacer olvidar al lector que se halla ante un producto extraño a su propia lengua. 


La cuestión de si la traducción debe, o no, leerse como un original ha sido ampliamente debatida. Fue notable la discusión que sostuvieron sobre el tema, hace ya más de cien años, los profesores ingleses, Mathew Arnold y Francis W. Newman. Amold, poeta lírico, publicó en 1861 un ensayo titulado On translating Homer («Sobre la traducción de Homero») en que rechazaba la traducción del gran épico griego por Fr. W. Newman. Éste le contestó el mismo año en su Homeric Translation in Theory and Practice, al que replicó Arnold en 1862 con un nuevo ensayo. Arnold sostenía que una traducción debe pro¬ ducir en sus lectores el mismo efecto que el original en los suyos (en el caso de Homero, el mismo efecto que podemos suponer en sus oyentes); es decir, defendía el principio de la «equivalencia funcional». Le parecía bien que el traductor renuncie a la exactitud literal para conseguir una impresión viva. Fr. W. Newman, en cambio, defendía la exactitud literal; sostenía que una traducción debe reconocerse como traducción, no debe aspirar a parecer un texto original. 


«La hermosa discusión Newiñan-Arnold —comenta Jorge Luis Borges—, más importante que sus dos interlocutores, razonó extensamente las dos maneras básicas de traducir. Newman vindicó en ella el modo literal, la retención de todas las singularidades verbales; Arnold, la severa eliminación de los detalles que distraen o detienen, la subordinación del siempre irregular Homero de cada línea al Homero esencial o convencional, hecho de llaneza sintáctica, de llaneza de ideas, de rapidez que fluye, de altura. Esta conducta [la defendida por Arnold] puede suministrar los agrados de la uniformidad y la gravedad; aquélla [la seguida por Newman], de los continuos y pequeños asombros». 


Pero, cualquiera que sea la postura teórica que se adopte, la traducción real suele ser una especie de transacción, con mayor o menor predominio de uno de los dos métodos, rara vez seguidos de manera exclusiva. 


Si un traductor quisiera ajustar lo más posible el texto producido por él al texto original, no sólo tendría que traducir el sentido y las designaciones, sino también los significados. Para traducir al español una frase francesa tan trivial como j’ai mal á la tete, habría que decir «yo tengo mal a la cabeza», en vez de «me duele la cabeza», y el equivalente de traducción de la frase inglesa Two heads are better than one sería «Dos cabezas son mejor que una», en vez de «Más ven cuatro ojos que dos». No suele haber traductores que lleguen a tanto. 


Por otra parte, la «equivalencia funcional», por más que siga el camino inverso, puede resultar imposible. Piénsese en la traducción de una novela costumbrista japonesa. Al lector nativo le parecerán totalmente naturales muchas de las situaciones o conductas reflejadas en la novela, y le serán, probablemente, familiares los nombres propios que aparezcan en ella. Al lector de la misma novela traducida al español las mismas actitudes le resultarán sorprendentes, incluso chocantes, y los nombres propios le producirán una impresión extraña. 


Sin ir tan lejos, en una novela inglesa puede aparecer un padre absolutamente honesto y ejemplar que, al regreso de un viaje, saluda a su hija besándola en la boca. Esta escena no le produce al lector inglés ninguna extrañeza. Al lector español que no conozca las costumbres británicas le resultará chocante. ¿Cómo lograr en casos como éstos la «equivalencia funcional»? ¿Debe el traductor sustituir la representación de la realidad inglesa por otra que parezca natural a los lectores de lengua española? Alguien ha propuesto como traducción de He kissed his daughter on her mouth «Besó tiernamente a su hija». ¿Es lícita una traducción semejante? Si se busca a toda costa la «equivalencia funcional», sí. Pero esta sustitución empobrece en cierto modo el mensaje para los lectores de lengua española. ¿Y qué hacer con la novela costumbrista japonesa? ¿Deben conservarse en la traducción las situaciones y los comportamientos chocantes para un lector europeo, y la extrañeza de los nombres propios? En tal caso, no habrá «equivalencia funcional». Pero, si se sustituyen las situaciones, los comportamientos, los nombres propios japoneses por situaciones, comportamientos y nombres propios familiares para los lectores de la traducción, se puede llegar a cambiar tanto la novela que resulte «otra», no «la misma» en lengua diferente. Será entonces una imitación; no será ya una traducción.


.A mi juicio, el problema de cómo debe traducirse lo plantean con claridad y lo resuelven correctamente los teóricos de la traducción Charles R. Taber y Eugene A. Nida, ya mencionados: «La enorme disparidad entre las estructuras superficiales de dos lenguas sirve de base al dilema tradicional de la traducción: según este dilema, la traducción o es fiel al original y desaliñada en la lengua receptora, o tiene buen estilo en la lengua receptora y entonces es infiel al original. Ahora bien [...] debe ser posible hacer una traducción que sea al mismo tiempo fiel y de estilo aceptable. Afirmamos incluso que una traducción que no tenga en la lengua receptora un estilo tan correcto como el texto original [...] no puede ser fiel». Un año antes de la aparición de esta obra, en la pág. XXVII del prólogo a mi edición trilingüe de la Metafísica de Aristóteles (publicada en 1970), creo haber dicho lo mismo más concisamente: «La regla de oro para toda traducción es, a mi juicio, decir todo lo que dice el original, no decir nada que el original no diga, y decirlo todo con la corrección y naturalidad que permita la lengua a la que se traduce». Las dos primeras normas compendian y exigen la fidelidad absoluta al contenido; la tercera autoriza la libertad necesaria en cuanto al estilo. La dificultad reside en aplicar las tres al mismo tiempo. Quien sepa hacerlo merecerá con toda justicia el título de traductor excelente.





















Tomado de:
GARCÍA YEBRA, Valentín (1984): Teoría y práctica de la traducción. Tomo 1. Madrid, Gredos, pp. 29-43.