25 enero 2016

Autobiografía, memoria e historia. Leonor Arfuch






(Auto)biografía, memoria e historia


Leonor Arfuch



El contorno abierto e impreciso del “espacio biográfico” –en verdad, una espacio/temporalidad– no ha cesado de expandirse en el marco de la globalización, alentado por el despliegue sin fin de las tecnologías: multiplicidad de formas, géneros, estilos y soportes, que tanto remedan como contrarían a sus antecesores, ocurrencias mediáticas, académicas, literarias, cinematográficas, en las artes visuales, en Internet, prácticas que alteran decisivamente los umbrales entre lo público, lo privado y lo íntimo, y que dan cuenta, más allá del análisis específico de sus géneros, de una verdadera reconfiguración de la subjetividad contemporánea. 


Es sin duda esa diseminación, que en una lectura sintomática podríamos quizá pensar como búsqueda utópica de autenticidad, autoafirmación y singularidad ante la uniformidad y el anonimato de nuestras sociedades, la que motiva el creciente interés académico por los estudios (auto)biográficos; pero es también la enorme importancia que ese espacio ha adquirido en relación a las esferas del saber, del conocimiento y del reconocimiento, en todas sus dimensiones: teórica, estética, ética y política. Ese registro de la voz –la primera persona, el testimonio– en tanto expresión altamente valorada de la experiencia, tanto individual como colectiva, resulta hoy imprescindible en relación, justamente, con la dimensión sociohistórica de nuestro conflictivo presente. 


El “espacio biográfico” altera decisivamente, como ya dijimos, las esferas clásicas de lo público y lo privado para delinear una nueva “intimidad pública”, tanto en su carácter modélico de “educación sentimental”, ligada al despliegue subjetivo y hasta narcisístico, como en la dramaticidad del vivir y la elaboración testimonial de memorias traumáticas. Así, ese espacio podrá cobijar, además de sus “clásicos”, orientaciones colectivas del deseo, el placer, la notación emocional de la cultura, la experimentación autoficcional y crítica, la afirmación de identidades colectivas, la ampliación de derechos y la búsqueda de reconocimiento –es notable, por ejemplo, el papel que jugaron ciertos relatos autobiográficos en la escena pública para la sanción de la ley de matrimonio igualitario en la Argentina–; el creciente interés en la relación entre afectividad y política; la importancia testimonial y terapéutica del relato de experiencias traumáticas, tanto en lo que hace a historias familiares como a violencias políticas y crímenes de lesa humanidad; la relevancia ética de las historias de vida en la configuración de nuevas identidades –migrantes, (trans)culturales, sexuales, de género– así como en situaciones y conflictos cotidianos; la obsesión de la autoexposición en la escena pública a través de los medios y las redes de Internet; un énfasis en la visualidad que se expresa, entre otras cosas, en el auge de la fotografía. En fin, una auténtica heterogeneidad bajtiniana en cuanto a formas, estilos y objetivos que remiten a distintos sistemas de valoración del mundo pero que guardan entre sí ciertos “parecidos de familia”.


Es esa diversidad la que quise aprehender en mi definición del “espacio biográfico” aún a riesgo de incomodar visiones más tradicionales, apegadas a la especificidad de los géneros y su posible ordenación jerárquica. Pero ese desplazamiento de las “grandes obras”, de emblemáticas construcciones de la subjetividad al terreno común de la discursividad social, requería asimismo de otros instrumentos teóricos, de una “teoría sin fronteras”, si pudiera decirse, donde la materialidad lingüística, literaria y narrativa dialogara con el psicoanálisis, la sociología, la semiótica, la filosofía política, la antropología, la estética, los estudios culturales. 


Propongo pensar los “espacios (auto)biográficos” en ese terreno, en relación con los otros significantes del título: la memoria y su dimensión sociohistórica, una cuestión de particular relevancia en cuanto a las narrativas del pasado reciente en la Argentina, que comparte la inquietud memorial con otros países de América Latina, como Chile, Colombia y también Brasil. El tema de la memoria, en estrecha relación con la justicia y con la afirmación ética de los derechos humanos, ha sido siempre un objeto preciado de mi investigación: he trabajado sobre discursos, acontecimientos, debates y expresiones del arte, pero lo que me interesa abordar aquí es justamente el cruce entre lo biográfico y lo memorial, la manera sutil en que se entraman, en diversas narrativas, la experiencia individual y la colectiva, en el camino de una memoria histórica. 


Como en mi trabajo sobre el espacio biográfico, al abordar esas narrativas no quise hacerlo desde la delimitación canónica de los géneros –y entonces hablar de un “nuevo cine argentino” o una “nueva literatura” o un “nuevo arte político”– sino atender a las articulaciones entre los diversos registros significantes, a la emergencia sintomática y periódica de múltiples formas de la memoria, a sus diálogos, hiatos y confrontaciones, a las tensiones y conflictos que inevitablemente suscitan; en definitiva, a la definición posible de un espacio memorial –o un “estado de memoria”, según la feliz expresión de Tununa Mercado (2008)– atravesado profundamente por lo (auto)biográfico. Difícil tarea, que hace a una reflexión constantemente desafiada por nuevos acontecimientos de toda índole: políticos, jurídicos, teóricos, estéticos.


Esa voluntad articuladora –que también podría llamarse semiótica– es ante todo teórica: desde qué lugar pensar la cuestión de la memoria, especialmente la traumática, en distancia crítica de su “naturalización” como consigna que puede derivar en automatismo, pero también de su oscurecimiento en el devenir histórico tras las ideas de “amnistía” o “reconciliación”. Aquí, la vuelta a los clásicos, de la mano de Paul Ricoeur (2004), es inspiradora: la memoria como “huella en la cera” según Platón –y entonces como afección, marca en el alma–, la memoria como imagen en Aristóteles –y entonces en cercanía de la imaginación. Memoria como trabajo, como rememoración –anamnesis– y no como azarosa emergencia del recuerdo, como un esfuerzo afectivo y reflexivo, en búsqueda de razones –aun para lo que parece irracional–; memoria no tanto conmemorativa como prospectiva, podríamos decir, memoria del por-venir.


Memoria fluctuante, sujeta al vaivén de la temporalidad y no sólo a la pugna con el olvido –por otra parte, su otro constitutivo– que nunca se establece por entero, jaqueada siempre por la aparición de un algo más, huella, revelación, testimonio, prueba. Memoria plural, memorias, apenas pasa de ser un concepto teórico a configurarse en la diversidad narrativa, a expresar tanto la aporía aristotélica de “hacer presente lo que está ausente” como la desconcertante reflexión de Maurice Halbwachs (1992) al formular su concepto de “memoria colectiva”: pese a que hay experiencias compartidas por una comunidad, sólo los individuos, las personas, recuerdan.Memorias en plural y, entonces, como terreno de conflicto: la pugna por el sentido de la historia comienza también en su paso inicial; qué es lo que se recuerda, qué es lo que permanece en el flujo del acontecer y accede a la dignidad de la memoria, qué es lo que se silencia, se rechaza o se obnubila. En otras palabras, qué, para quién, para qué.


Todos estos aspectos adquirieron especial relevancia al abordar ese “pasado reciente” de la Argentina, un pasado profundamente traumático, tanto en su historicidad como en su actualidad, el presente del pasado, podría decirse, su insistencia punzante, su pendiente, ese “salir al paso” benjaminiano, que se expresa tanto en la proliferación de narrativas testimoniales, académicas, ficcionales, como en la lucha política y en el accionar de la justicia: juicios abiertos a represores que están teniendo lugar, búsqueda infatigable de niños apropiados, nuevas denuncias que salen a la luz mostrando complicidades cívicas, debates críticos sobre la violencia revolucionaria, demandas de “memoria completa” que involucra también a las víctimas de la guerrilla...


El trauma es entonces otro concepto ineludible en la articulación de una perspectiva teórica: su carácter elusivo e intratable que sin embargo se revela en síntomas, su insistencia maníaca en relatos y gestos reiterados, el desborde de palabra que suele rodear aquello resistente a todo decir. Sin embargo, el narrar, aún compulsivo, que hasta puede infringir –en muchos relatos testimoniales– el umbral del pudor, conlleva un efecto terapéutico, no sólo por la posibilidad cierta de poner en forma una experiencia, que es también una puesta en sentido, sino sobre todo por la instauración de la escucha como apertura dialógica al otro, recuperación del lazo de la comunicación en su sentido ético.


El testimonio fue –y continúa siendo, en la medida en que se abren nuevos juicios– un género privilegiado en los trabajos de la memoria. En su primera fase, la de la presentación de víctimas y testigos ante la Comisión de notables (la CONADEP) que convocó el gobierno de Alfonsín y que dio lugar a la recopilación de relatos en el Nunca Más (1984), reiterados poco después en el Juicio a las ex Juntas militares (1985), tuvo el carácter indelegable de prueba para una acusación y constatación de los crímenes de lesa humanidad perpetrados sobre la base de una planificación perfectamente orquestada desde las instituciones del Estado. Pero su potencia narrativa no se agotó allí sino que siguió desplegándose, en etapas sucesivas, en otros géneros y formatos: recopilaciones en libros, filmes, videos, investigaciones. Hay quienes explican esta primacía del género por la falta de documentación probatoria, de archivos y registros que eximan de la palabra reiterada de las víctimas (que realizan, performativamente, el precepto austiniano en el que volver a decir es volver a vivir). Otros ponen el acento en una excesiva “victimización” de la memoria, en una exacerbada asunción del yo que se instituye en prueba suficiente, relativizando otras fuentes consustanciales a la disciplina histórica. Por cierto, la valoración del testimonio y el respeto a las víctimas no excluye la distancia crítica, tanto en términos de ese “yo” que se estructura en el relato (donde pesan las restricciones del inconsciente, su “no todo”) como de la supuesta espontaneidad del decir sobre la cual nos alertaba Roland Barthes [1967] (1984), y la no desdeñable vecindad entre memoria e imaginación, que no desdice la “verdad” de los hechos pero la pone en el contexto situado de una experiencia singular e irrepetible.


Y aquí tocamos otro concepto esencial en nuestra problemática: el de experiencia, revisitado actualmente desde distintas ópticas, donde vuelven a resonar los ecos benjaminianos de la “pérdida de la experiencia”. Si nos atenemos a la proliferación de relatos en el escenario argentino, ella desdice la “mudez” de lo intransferible que encerraba ese concepto en relación a un peculiar momento histórico –el regreso de los soldados de la Gran Guerra, que había alterado todo lo conocido–, pero quizá haya que repensar el concepto en lo que supone como pérdida de los espacios comunes de recepción, pérdida de la distancia que hace al relato incorporable desde una tradición, susceptible de ser acogido, interpretado e incluso intervenido para asimilarse a la “propia” experiencia. Por el contrario, el testimonio crudo, investido de su carga fantasmática, de su horror reciente y reiterado, del detalle del agravio a los cuerpos es difícilmente asimilable, pese a la conmoción que suscita, a ese impacto en la sensibilidad que no siempre puede identificarse con una ética de la responsabilidad. Pero quizá esa pobreza de la experiencia pueda ser suplida por la riqueza de la imaginación, por el trabajo de la escritura, como afirmaba recientemente el escritor Carlos Gamerro (2010): “No sólo el que padeció puede hablar, no siempre el que ha tenido la experiencia será el que mejor la cuente”. “La literatura –agregaba– puede ser autobiográfica en negativo, no como la historia de lo que nos pasó sino de lo que nos pudo haber pasado”. En ese “podría haber sido”, en esas otras vidas que podríamos haber vivido en la misma época –o en cualquier otra– se juega, creo, un rasgo esencial en la elaboración memorial que cada uno pueda realizar de ese pasado.  


Pero quizá el espacio biográfico mismo se juegue precisamente en ese “podría haber sido”, tanto por el infinito fluir de las identificaciones que nos hacen adictos a las vidas de los otros, como por la ficción de sí mismo que todos alimentamos, por esas otras vidas deseables que estaban disponibles para nosotros por azar o por elección.


En la vecindad del testimonio y en la larga temporalidad de la memoria han surgido, además de los identificados como “ficción”, infinidad de relatos –artísticos, cinematográficos, literarios, críticos–que se ubican en alguna región del espacio biográfico, aunque no siempre en ajuste a sus géneros canónicos. Son trabajos del arte de la memoria, podríamos decir, alejados de la función probatoria, de la figura del testigo, ligados a las modulaciones de una historia personal pero sin intervención de lo privado o bien bajo formas autoficcionales, donde el yo fluctúa en diversas identificaciones y se deslinda de la verdad referencial.


A rasgos generales, y en coincidencia con la opinión de Gamerro sobre la literatura, es el arte quizá, en relación con la memoria, el que aporta un impacto simbólico irremplazable, en tanto modo de significar que va más allá del “relato de los hechos” para desplegar sin límites la dimensión de la metáfora, cuyo don es, volviendo a Aristóteles, el innegable privilegio icónico de “hacer ver el mundo de otra manera”. Potencia de la imagen –o de la palabra como imagen, en su textura poética y sensible– que toca otros registros de la percepción y, por ende, de la comprensión. Digo esto pensando en particular en el trabajo de algunos artistas contemporáneos a los que me voy a referir, pero sigo creyendo que la mejor obra de arte, la que anuda de modo inconfundible memoria, imagen e identidad, es esa estructura móvil y cambiante que componen las fotos de los desaparecidos que las Madres llevan en cada conmemoración y que también nos hablan en muros y pancartas.


Es que la desaparición traza un espacio sin equivalente donde presencia y ausencia se tensan en una simultaneidad dolorosa, sin pausa, sin aquietamiento. La visualidad aparece así como un terreno privilegiado: hay necesidad de recuperar las imágenes, los rostros, los momentos, las expresiones cotidianas de la vida que súbitamente se tornaron en sombras. La ausencia, la búsqueda identitaria y los intentos vanos de ocupar los espacios vacíos caracterizan una serie de filmes de hijos de desaparecidos que pueden agruparse en una línea común, sin perjuicio de sus diferencias estéticas y hasta políticas. Entre ellos, María Inés Roqué, con su obra pionera, Papá Iván (2000), abría un camino de indagación respecto de su padre, un destacado dirigente guerrillero, y también de rebeldía, de lo que se llamó “memoria airada”, anunciada por un epígrafe inicial: “Prefiero un padre vivo a un héroe muerto”. Un film documental, de formato más o menos tradicional, con fotografías, diálogos, entrevistas, imágenes de archivo, vuelta sobre lugares altamente simbólicos (la casa, la escuela, el barrio). En él se alternaban la mirada de la niña y de la adulta, cuyo peculiar involucramiento personal y autobiográfico lo inscribía en el marco de una nueva nominación que tornaba en canon lo que podría pensarse como oxímoron: “documental subjetivo”.


Papá Iván (2000) de María I. Roqué

Posteriormente, y en la misma línea del documental subjetivo, Albertina Carri, con su polémico film Los Rubios (2002), introducía una variante en la que la rebeldía no era sólo afectiva sino también formal: el deseo de incomodar, de molestar las conciencias más que de producir catarsis, el rechazo a recorrer caminos trillados, a tratar de suplir la ausencia –del padre y de la madre en este caso, desaparecidos cuando ella tenía 3 años– con palabras de otros –testimonios, cartas, recuerdos–, la fluctuación entre “poner el cuerpo” y ser representada por una actriz –es decir, el dilema de la primera persona–, la certeza desoladora de que no hay ninguna verdad a descubrir sino quizá solamente la imaginación para suplir los retazos faltantes de la infancia; aquí, los míticos muñequitos Playmobil, animados, juegan escenas profundamente conmovedoras. Más tarde, Nicolás Prividera, con M (por “Mamá” y por “Memoria”) (2007) se planteó una aproximación diferente, inquisitiva, buscando testigos y huellas no sólo familiares sino de hechos, reacciones y complicidades en la desaparición de su madre, una obra en algún sentido detectivesca –él mismo vestido con el típico piloto inglés a lo Sherlock Holmes–, más política, formulando preguntas ante los eslabones sueltos de la historia, tomando posición y enjuiciando; un modo, quizá, de intentar colmar la ausencia con razones.




Los rubios (2002) de Albertina Carri


Otras dos obras visuales podrían integrarse a este grupo: la instalación Arqueología de la ausencia de Lucila Quieto, y las fotografías de Gustavo Germano, Ausencias. En el primer caso la desaparición del padre ha sido anterior a su nacimiento; en el segundo, es el hermano mayor el que ha desaparecido a los 18 años. Si la memoria se enfrenta a la aporía aristotélica de “hacer presente lo que está ausente”, ¿cómo suplir la ausencia de quien ni siquiera ha estado, en algún momento, presente? El camino de Lucila fue el de la invención de la presencia, podríamos decir, la creación de un recuerdo inexistente: proyectó fotos de su padre desaparecido y se fotografió a sí misma participando de la escena. En palabras de la curadora de la muestra, Julieta Escardó (2006): “Lucila Quieto parte de fotografías heredadas para crear fotos imposibles. Obsesionada por la idea de no tener fotos junto con su padre, decidió que si no tenía ‘esa imagen’ a partir de la cual poder recordar, debía producir primero aquella fotografía que le permitiera crear el recuerdo”. Luego ofrece su “invento” a otros amigos, también hijos de desaparecidos, con una invitación que decía: “Ahora podés tener la foto que siempre quisiste”. Así los hijos, ya casi de la edad que tenían sus padres cuando desaparecieron o cuando fueron retratados tal vez por última vez, aparecen compartiendo en las imágenes lo que les fue negado en la vida, nuevamente, el “podría haber sido”.


Si la inquietud de la ausencia inspiró también la obra de Gustavo Germano, su modalidad expresiva fue radicalmente diferente: mostrar justamente esa ausencia como una anomalía del presente. Para ello volvió a su provincia natal, Entre Ríos, contactó a distintas familias, seleccionó 15 casos, entre ellos el propio, y confrontó viejas fotografías, en las que algunos de los retratados están desaparecidos, con nuevas fotografías que tomó, treinta años después, recreando la misma escena con los sobrevivientes, familiares o amigos, buscando el exacto lugar, la pose, el momento del día, la semejanza de la luz, para poner justamente de manifiesto la falta, el hueco reconocible del cuerpo en la imagen, las huellas del tiempo y de la pérdida en los personajes, incluido él mismo con sus dos hermanos, confrontados a una fotografía de cuando eran niños. El armado de la exposición reponía los nombres de los retratados en la primera imagen y sólo un punto para el/la ausente en la segunda, un minimalismo quizá cuestionable –el nombre es justamente lo que sobrevive a la muerte y lo que intentó ser borrado en las tumbas bajo el “NN”– pero de un fuerte impacto simbólico. 


De la serie Ausencias de Gustavo Germano


En ambos casos se hace manifiesto ese perturbador efecto de la fotografía que algunos autores ven en cercanía de la muerte: lo que no está contenido en el recuadro, lo que escapa, el misterio de su más allá, pero también su temporalidad, lo que dice del devenir del tiempo la imagen capturada en un instante fugaz. Este conjunto de obras –que no pretendo “representativo”– da cuenta, sin embargo, de la potencia de la relación memoria/imagen/imaginación en el trazado hipotético de una biografía, así como de ciertos rasgos que definen al espacio biográfico: el involucramiento personal en la historia que se cuenta, el impacto emocional que eso supone, la narración como puesta en forma de la vida, la inquietud del pasado, la búsqueda de huellas, la necesidad de recurrir a otros para armar la propia historia, el yo que se objetiva en un “otro yo” –en los filmes, por ejemplo, desdoblamientos entre personaje y narrador, cuerpo presente en la imagen o sólo voz–; una búsqueda que hasta podría decirse genealógica pero no tanto en el sentido de quiénes fueron los padres (en algún lado escribí que los padres son nuestros más entrañables desconocidos: el misterio de sus vidas siempre se nos escapa, hay secretos, cosas de las que no se habla o no tuvimos nunca el tiempo suficiente) sino más bien de quiénes son esos hijos, es decir, cómo se construye una identidad a partir de esa ausencia que supone también una gran violencia. Por eso quizá tantas preguntas sobre el pasado que se escurre en el devenir de los días, búsqueda de sentidos de la vida y de esas otras vidas, tan próximas y tan lejanas.


Pero lo que también ponen en escena estas obras es la sutil relación entre (auto)biografía y testimonio, su compromiso y su dilema. El compromiso que supone trabajar una materia sensible para muchos, más allá de la modulación personal. El dilema de respetar cierta fidelidad a los hechos sin perder la libertad metafórica, si pudiera decirse, que coloca a estas obras más bien del lado de la autoficción. Un desafío no sólo temático sino también ético y estético: cómo contar, cómo eludir el estereotipo –aunque se camine siempre sobre terreno hollado– y decir algo diferente. Cada uno en su estilo, sin embargo, creo que ha logrado esa difícil articulación: poner al desnudo la huella lacerante de la pérdida singular y en ese gesto hacer visible la tensión entre lo individual y lo colectivo. Creo además que esa invención de sí y/o de otro que cada uno intentó a su manera tiene menos que ver con la nostalgia que con la fuerza del recuerdo, con cierta energía de la recuperación del pasado y la apertura hacia el futuro. 








Tomado de:
ARFUCH, Leonor "(Auto)biografía, memoria e historia" En: Clepsidra, revista Interdisciplinaria de Estudios sobre Memoria n°1, marzo 2014, pp. 68-81.

12 enero 2016

Diario íntimo. Extractos. Miguel de Unamuno



Diario íntimo
Extractos

Miguel de Unamuno


La fe sencilla

El racionalismo histórico (Renán) propende a no ver más que la humanidad de Jesús, un hombre bueno, perfecto, un genio, el mayor de todos, sin observar que un hombre bueno y perfecto es un Dios. Y el racionalismo idealista reduce al Cristo a un verbo platónico o más bien alejandrino , a un puro concepto.


Sólo la fe sencilla une los dos extremos y ve en el Jesús histórico al Cristo divino el Redentor y el Verbo. Hay que imaginarse vivamente la sagrada Pasión. Allá en la gloria sometido todo al Hijo, el Hijo mismo se someterá al Padre y a Él someterá todo, y todo será en Dios. El panteísmo señala una vigorosa aspiración a Dios, es el deseo de la gloria corrompido.


Ser Dios es, tal es la aspiración del hombre, y Dios se hizo hombre para enseñarnos cómo nos hemos de hacer hijos suyos, como lo fue su Hijo, que nos enseñó que fuésemos perfectos como su Padre. 


El pecar no es humano, sino demoníaco


El pecar no es humano, sino diabólico, quienes viven a sabiendas en pecado no son hombres sino demonios. Humanos son hambre, sed, calor, hielo, pena, desgracia, persecuciones, sueño, fatiga. Todas estas son cosas que también Cristo padeció en sí, el cual era un verdadero hombre justo en la sabiduría, y un hombre firme en la virtud, y un hombre perfecto en el Espíritu Santo. Pero por esto era un Dios eterno en la eterna verdad y no un pecador.


Hacerse niño


Para salvarnos en Cristo tenemos que hacernos uno como Él. Y para ello empezar por hacernos niños y vivir vida humana y oscura, de humilde paciencia. No ha de ser tu redención una maravilla, un repentino resucitar y subir en gloria, sino lenta vida, vida oscura, vida que empiece en ignorada niñez. Ese súbito romper el capullo y aparecer mariposa que te bañes en luz y vueles por el aire libre sería fantasía, pura apariencia, no realidad. Sufre tus dolores y espera de ellos el parto espiritual.


La fe es un hecho


La fe es un hecho en los que la poseen y disertar sobre ella los que no la tienen es como una sociedad de ciegos discutiera acerca de lo que oyeran hablar de la luz a los videntes. La fe es un hecho, y como un hecho hay que estudiarla.


En las intuiciones sensibles, sea la que fuere la realidad objetiva fuera de nuestra representación, guiándonos por ella vivimos, y obrando conforme a esas impresiones conservamos nuestro organismo que nos es tan extraño a la conciencia como el mundo mismo objetivo. Una serie de seculares adaptaciones entra la realidad objetiva de nuestro organismo y la del mundo ha creado esas asociaciones de intuiciones sensibles.


Y así también merced a las intuiciones de la fe conservamos la vida del alma, su bondad, su paz, su actividad, su caridad. La larga historia del cristianismo es una serie de adaptaciones de nuestra conciencia moral al mundo de la fe.


La conversión es lenta


La conversión es lenta, es un proceso. Cuando parece eruptiva es como la mariposa que rompe el capullo o el pollo el cascarón: había precedido íntimo proceso.


Hay dos labores, una interior y es el adaptar nuestro eterno yo, al yo cristiano, al hombre renovado, nuestro ambiente interior, nuestros recogidos hábitos, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos. La otra labor es la de adaptar a nuestro yo social el ambiente exterior, el de nuestras relaciones con los demás.


Si en el primer periodo, el del cambio interior, queremos lanzarnos al cambio del exterior peligra la obra acaso.


Porque hay en todos dos elementos, el centrífugo y el centrípedo, el fondo heredado y hecho carne nuestra que labora por adaptarse al mundo, y el elemento adquirido y aún no apropiado que nos mueve a adaptarnos al mundo. Hay el hombre que crece como el árbol, por capas sucesivas brotadas de íntima savia, siendo cada capa nueva más interior que las anteriores, la última subida de savia solidificada entre corteza y leño; y hay el hombre exterior que se forma por aluviones de fuera, más exteriores, los más recientes. entre uno y otro las acciones y reacciones son vivas y mutuas. Se hacen mutuamente. La vida espiritual resulta de la reciprocidad entre estos dos hombres, cuya unidad es Cristo. El hombre interior se vivifica en el miembro de la iglesia.  









Tomado de:
UNAMUNO, Miguel (2006): Diario íntimo de 1897. Madrid, Alianza Editorial, pp.44, 49, 69, 82 y 108.

31 diciembre 2015

El adjetivo es el "decir" del texto. Roland Barthes




El adjetivo es el "decir" del deseo


Entrevista a Roland Barthes


La entrevista con Roland Barthes ha sido realizada antes de la aparición de su importantísimo libro El placer del texto, en las Éditions de Seuil (Siglo XXI, 1974). Es evidente que este libro es la referencia principal de esta entrevista.No nos proponemos hacer exégesis de Barthes, y este dossier no reemplaza la lectura de El placer del texto: al contrario, quisiéramos incitar de leerlo.


-La cuestión del placer estético no parece nueva: fue evocada, entre otras, por la generación de los Valéry Larbaud, Schlumberger, etc. ¿Pero se trata realmente de la misma cuestión? O más precisamente: ¿qué cambia cuando se práctica esta ínfima manipulación de los términos, sustituyendo el "placer literario" por el "placer del texto"?


-Nada es nuevo, todo vuelve, es un antiguo romance. Lo importante es que el retorno se haga en el mismo lugar: sustituir el círculo (religioso) por la espiral (dialéctica). El placer de la lectura es conocido y comentado desde hace mucho tiempo; no veo ninguna razón para cuestionarlo o censurarlo, incluso si se expresa en el marco de lo que podría llamar un pensamiento de mandarín. Los placeres también son finitos, y si la sociedad desalienada se logra un día será necesario que retome ciertos fragmentos del "savoir vivre" burgués, pero en otro lugar, en espiral.


Una vez dicho esto, la expresión "placer del texto" puede ser nueva de dos maneras: por una parte, permite poner en igualdad de condiciones, diré incluso en identidad, el placer de escribir y el placer de leer (el ´"texto" es un objeto sin vector, ni activo ni pasivo; no es un objeto de consumo, es una producción cuyo sujeto irreparable está en perpetuo estado de circulación); por otra parte, el "placer" en esta expresión no tiene valor estético: no se trata de "contemplar" el texto, ni siquiera de "proyectarse", de "participar" de él; si el "texto" es objeto, es en un sentido puramente psicoanalítico: aprisionado en una dialéctica del deseo, y para ser más precisos, de la perversión: sólo es "objeto" durante el tiempo suficiente para poner en cuestión al "sujeto". No hay erotismo sin "objeto", pero también lo hay sin vacilación del sujeto: todo está allí, en esa subversión, en ese tambaleo de la gramática. En mi pensamiento, el "placer del texto" también remite al algo que es totalmente desconocido por la estética, y sobre todo por la estética literaria, y es el goce, modo de desvanecimiento, de anulación del sujeto. ¿Por qué decir entonces "placer del texto" y no "goce del texto"? Porque hay en la práctica textual toda una gama, todo un abanico de dispersiones del sujeto: el sujeto puede ir de la consistencia (entonces hay contentamiento, plenitud, satisfacción, placer en sentido propio) a un pérdida (entonces hay anulación, fading, goce); desgraciadamente la lengua francesa no dispone de una palabra que recubra a la vez placer y goce; hay que aceptar la ambigüedad de la expresión "placer del texto", que a veces es especial (placer contra goce) y otras es general (placer y goce)


-En el trabajo que es propio de usted, la palabra "placer" no surgió de manera explícita más que muy recientemente. Pero antes de aquella palabra había ya una actividad, o al menos una obsesión, algo latente y suficientemente ramificado como para inervar hasta sus propios escritos. Se diría que la cuestión comenzó a resolverse (en la práctica) antes de ser planteada (en la teoría): por su propia cuenta adoptó el partido de una lengua mullida, sensual, que al hablar de un textoya dejaba pasar un poco del placer que usted había sentido al leerlo...


-El placer del texto es un valor muy antiguo en mí: el primero que me aportó el derecho teórico al placer fue Bretch. Si en cierto momento afirmé explícitamente este valor, fue bajo la presión táctica de cierta situación. Me pareció que le desarrollo casi salvaje de la crítica ideológica exigía cierta corrección, porque corría el riesgo de imponer al texto, a su teoría, una especie de padre cuya función vigilante sería la de impedir el goce; el peligro entonces sería doble: privarse uno mismo de un placer capital y abandonar ese placer al arte apolítico, al arte de derecha, cuya propiedad abusiva se reservaría. Soy demasiado bretchiano como para no creer en la necesidad de hacer coexistir la crítica y el placer.


-A usted le gusta sembrar sus textos de incisos metafóricos, de los que se adivian que exceden la pura y simple función ornamental o explicativa. Y el adjetivo, plaga de la crítica burguesa, es redundante en usted. ¿Pero hasta dónde se permite ir sin sucumbir al subjetivismo? ¿No mantiene un precario equilibrio entre dos inconciliables que son la relación "amorosa" y relación "científica".


-Hablar, escribir uniformemente sin adjetivo no sería más que un juego a menudo muy sabroso análogo al que montan los "oulipianos". De hecho (¡gran descubrimiento!), hay bueno y malos adjetivos. Cuando el adjetivo viene al lenguaje de manera puramente estereotipada, abre en para en par la puerta a la ideología y estereotipo. Sin embargo, en otros casos, cuando escapa a la repetición, el adjetivo, en cuanto atributo mayor, es también la vía regia del deseo: es el decir del deseo, una manera de afirmar mi voluntad de goce, de comprometer mi relación con el objeto e la loca aventura de mi propia pérdida.


-Hay algo opresivo en el discurso que hacen, desde Sollers (lado militante), hasta Todorov (lado universitario), todos aquellos que se preocupan más por las leyes del texto que por su placer. La generación que fue educada en esta escuela corre el riesgo de la frigidez, a largo o corto plazo. Ya los estudiantes (¿es el "control" que nos prometían después del viaje de placer de hace cinco años?) están tan apasionados por la teoría aprendida, como ignorantes de la nuevas invenciones novelescas...


-El texto de Sollers es múltiple, heterológico, cuyas riendas hay que tener con una sola mano. Sollers es uno de los raros escritores que no hay que fetichizar, es decir: recortar, sopesar, seleccionar; hay que tomarlo como un torrente, una rociada potente, el acarreo de todo plural del lenguaje; un pensamiento selectivo, distributivo, sería con respecto a Sollers un pensamiento de placer y no de goce. En cuanto a los enunciados "científicos" o "universitarios", es verdad que la mayoría de las veces dependen de una escribancia, no de una escritura, en la medida en que se renuncia al significante más inmediatamente eficaz, que es el significante estilístico en líneas generales (con sus figuras); pero la escritura no puede limitarse a semejante significante; de hecho incluso sin "estilo" puede haber "escritura": es suficiente con que haya una energía y una singularidad de pensamiento bastante poderosas como para engendrar un nuevo recorte (un nuevo mapping) de lo real (por ejemplo del discurso literario); clasificar, vigorosamente y por sí mismo, es siempre escribir. Un escritor que clasifica está en camino hacia la escritura, porque se arriesga en el significante, en la enunciación, incluso si se ofrecen coartadas cientificistas.


-¿El placer del texto depende del nivel de cultura? ¿O por el contrario, es esencialmente corporal? Usted mismo habló de la cuestión en una entrevista reciente. En sume es preguntarse si es legítimo hablar o no hablar de un "erotismo" de la lectura.


-Nada es probablemente más cultural, y por ende, más social, que el placer. El placer del texto (lo opongo aquí al goce) está ligado a una domesticación cultural, o si se prefiere, a una situación de complicidad, de inclusión (muy bien simbolizada por el episodio en el que el joven Proust se encierra en el gabinete perfumado por los libros para leer novelas, separándose del mundo, envuelto por una especie de medio paradisíaco) El goce del texto es, por el contrario, atópico, asocial; se produce manera imprevisible en las familias de la cultura, del lenguaje: nadie puede rendir cuentas por su goce, nadie puede clasificarlo ¿Erotismo de la lectura? Sí, con la condición de no borrar jamás la perversión, y yo diría caso: el miedo.









Tomado de: 
BARTHES, Roland (2005): El grano de la voz. Entrevistas 1962-1980. Bs. As. Siglo XXI, pp. 150-153. 

22 diciembre 2015

La deformación onírica. Sigmund Freud




La deformación onírica
Un resumen

Sigmund Freud



El deseo aparece disfrazado en el aspecto manifiesto del sueño, en lo efectivamente soñado, proceso denominado 'deformación onírica'. Freud se pregunta porqué tiene que haber una deformación, ya que podría haber ocurrido que el sueño expresara el deseo en forma directa, sin deformación. Esta deformación es intencional y se debe a la censura que el sujeto ejerce contra la libre expresión de deseos, por encontrarlos censurables por algún motivo. Hay sueños negativos de deseos, donde lo que aparece es el incumplimiento de un deseo. Para esto se dan varias explicaciones, entre las cuales está la satisfacción de una tendencia masoquista. No obstante sigue en pie la conclusión general de Freud: los sueños son realizaciones disfrazadas de deseos reprimidos.


Nos preguntamos cómo los sueños de contenido penoso podían ser interpretados como realizaciones de deseos, y ello es perfectamente posible cuando ha tenido efecto una deformación onírica; esto es, cuando el contenido penoso no sirve sino de disfraz de otro deseado. Los sueños penosos contienen, algo penoso para la Cc., pero que al mismo tiempo cumplen un deseo del Inc. El análisis nos demuestra que el sueño posee realmente un sentido: el de una realización de deseos. En el tratamiento analítico de un psiconeurótico comunico al sujeto todos aquellos esclarecimientos psicológicos con ayuda de los cuales he llegado a la comprensión de los síntomas; pero estas explicaciones son siempre objeto, por parte del enfermo, de una implacable crítica, se niegan a aceptar que todos los sueños son realizaciones de deseos, como por ejemplo esta paciente histérica:


- Dice usted que todo sueño es un deseo cumplido. Pues bien: le voy a referir uno que es todo lo contrario. En él se me niega precisamente un deseo: «Quiero dar una comida, pero no dispongo sino de un poco de salmón ahumado. Pienso en salir para comprar lo necesario, pero recuerdo que es domingo y que las tiendas están cerradas. Intento luego telefonear a algunos proveedores, y resulta que el teléfono no funciona. De este modo, tengo que renunciar al deseo de dar una comida.»


¿De qué material ha surgido este sueño?. Su marido, un carnicero, le había dicho el día anterior que estaba demasiado gordo e iba a comenzar una dieta y haría gimnasia, y sobre todo, no aceptaría ya más invitaciones a comer fuera de su casa. Hace mucho tiempo que ella tiene el deseo de tomar caviar, pero no quiere permitirse el gasto que ello supondría. Naturalmente, tendría el caviar deseado en cuanto expresase su deseo a su marido. Pero, por el contrario, recientemente le ha pedido que no se lo traiga nunca para poder seguir embromándole con este motivo.


La paciente se ve obligada a crearse en la vida un deseo insatisfecho. Su sueño le muestra también realizada la negación de un deseo. Después de una corta pausa, declara que ayer fue a visitar a una amiga suya de la que se halla celosa, pues su marido la celebra siempre extraordinariamente. Por fortuna, dice, está muy seca y delgada y a su marido le gustan las mujeres de formas llenas. Su amiga habló durante la visita, de su deseo de engordar. Además, le preguntó: «¿Cuándo vuelve usted a convidarnos a comer? En su casa se come siempre maravillosamente.»


- Es como si ante la pregunta de su amiga hubiera usted pensado: "¡Cualquier día te convido yo, para que engordes hartándote de comer a costa mía y gustes luego más a mi marido!". De este modo, cuando a la noche siguiente sueña usted que no puede dar una comida, su sueño realiza su deseo de no colaborar al redondeamiento de las formas de su amiga. La idea de que comer fuera de su casa engorda le ha sido sugerida por el propósito que su marido le comunicó de rehusar en adelante toda invitación de este género, como parte del régimen al que pensaba someterse para adelgazar. Ahora bien, ¿Por qué ha escogido usted en su sueño precisamente «salmón ahumado»?


- Sin duda porque es el plato preferido de mi amiga. (Casualmente a esta señora le sucede con este plato lo mismo que a mi paciente con el caviar; esto es, que, gustándole mucho, se priva de él por razones de economía.)


Este mismo sueño es susceptible de dos interpretaciones que no se contradicen, sino que constituyen un ejemplo del doble sentido habitual de los sueños. Su deseo es que no se realiza un deseo de su amiga, pero en cambio sueña que no se le realiza a ella otro suyo. La sujeto no se refiere a sí misma en el sueño sino a su amiga, sustituyéndose a ella en el contenido manifiesto, es decir se identifica con ella.


La identificación es un factor importantísimo del mecanismo de los síntomas histéricos, y constituye un medio por el que los enfermos logran expresar en sus síntomas los estados de toda una amplia serie de personas y no únicamente los suyos propios. De este modo sufren por todo un conjunto de hombres y tienen la facultad de imitar todos los síntomas que en otros enfermos les impresionan. El proceso psíquico en la imitación histérica equivale a un proceso deductivo inconsciente. Por ejemplo “si tales causas provocan ataques como ese, también yo puedo tenerlos, pues tengo idénticos motivos”. Si esta conclusión fuera capaz de conciencia, conduciría al temor de padecer tales ataques, pero como tiene efecto en un terreno psíquico distinto, se produce el síntoma temido. Así pues, la identificación no es una simple imitación, sino una apropiación basada en la misma causa etiológica, expresa una equivalencia y se refiere a una comunidad que permanece en lo Inc. La identificación es utilizada casi siempre en la histeria para la expresión de una comunidad sexual. Ella se identifica en sus síntomas con aquellas personas con las que ha mantenido comercio sexual o con las que lo mantienen con las mismas personas que ella. Tanto en la fantasía histérica como en el sueño basta para la identificación que el sujeto piense en relaciones sexuales, sin necesidad de que las mismas sean reales. Así pues el sueño de la bella carnicera expresa los celos que su amiga le inspira sustituyéndose a ella en él e identificándose con ella por medio de la creación de un síntoma, el deseo prohibido. La sujeto ocupa en su sueño el lugar de su amiga porque ésta ocupa en el ánimo de su marido el lugar que a ella le corresponde y porque quisiera ocupar en la estimación del mismo el lugar que aquélla ocupa.





Material y fuente de los sueños


Las fuentes de donde los sueños extraen su material, vale decir su temática o contenido, son las siguientes:


a. Lo reciente y lo indiferente
b. Experiencias infantiles
c. Fuentes somáticas
d. Fuentes comunes a todo el género humano (sueños típicos)


En los sueños solemos encontrar restos diurnos, experiencias del día anterior: esto es lo reciente. Sin embargo el sueño no acoge todas esas experiencias, sino sólo aquellas que son indiferentes o secundarias vistas desde nuestra vida despierta. Este carácter nimio de lo manifiesto, sin embargo, remite siempre a algo sumamente importante en el nivel latente. El sueño puede surgir también de impresiones infantiles que durante la vigilia hemos olvidado. Habitualmente estas impresiones no aparecen en forma directa sino a través de alguna alusión, y entonces la interpretación desarrolla y completa esta impresión infantil.


Los sueños poseen con frecuencia varios sentidos (varias realizaciones de deseos). Incluso una de ellas puede encubrir a la otra, hasta que debajo de todas ellas encontramos un deseo primordial de nuestra primera infancia.


Otras fuentes del material onírico son los estímulos somáticos. Estas fuentes se agregan a las anteriores, de manera que la teoría del sueño como realización de deseos sigue en pie. Un estímulo somático importante es la necesidad de dormir, y aquí entonces el sueño tiene por función preservar ese dormir. Un estímulo somático, placentero o displacentero, puede generar en el sueño una escena como producto psíquico (la sensación de sed evocada en la imagen del desierto); y al revés, sucede también que un contenido psíquico reprimido puede sustituírse fácilmente por una interpretación somática (por ejemplo la sobreprotección materna puede sustituírse como asfixia orgánica).


Por último, hay ciertos sueños típicos que sugieren que hay fuentes comunes a todos los seres humanos. Por ejemplo el sueño de sentir vergüenza ante la propia desnudez, la muerte de personas queridas, los sueños de dar examen, el sueño de volar, etc.


La elaboración onírica


La elaboración onírica es un mecanismo por el cual las ideas latentes (lo más importante del sueño) son disfrazadas o transformadas en otro código: el contenido manifiesto. Mediante la elaboración entonces lo latente aparece disfrazado en lo manifiesto, tarea que se lleva a cabo mediante mecanismos como la condensación, el desplazamiento, etc.


La brevedad del sueño manifiesto, comparada con la amplitud y riqueza de lo latente, nos obliga a pensar que hay un trabajo de condensación, por el cual en un contenido manifiesto se condensan varias ideas latentes. La condensación se ve especialmente cuando en el sueño aparecen palabras raras (las cuales condensan varias ideas).


El desplazamiento consiste en representar una idea latente en otros contenidos manifiestos que aparentemente no tienen nada que ver. En la elaboración onírica se manifiesta un poder psíquico que despoja de su intensidad a los elementos de elevado valor psíquico (latentes) y crea, además, por la superdeterminación de otros elementos menos valiosos, nuevos valores, que pasan entonces al contenido manifiesto.


Condensación, desplazamiento, superdeterminación son proceso de elaboración llevados a cabo por la influencia de la censura, que obliga a disfrazar lo latente. Lo latente debe encontrarse lo suficientemente disfrazado como para 'engañar' la barrera de la censura, de la resistencia.


Un tercer mecanismo de elaboración es la simbolización, o sea el empleo de símbolos para expresar lo latente. Por ejemplo, el sombrero como símbolo de los genitales masculinos. Tales símbolos no tienen un significado fijo o rígido, y dependen de cada sujeto.


En la elaboración onírica se da también un 'cuidado de la representabilidad', lo que significa que ideas abstractas e incoloras como suelen ser las ideas latentes, se traducen en lo manifiesto como expresiones plásticas y concretas, con lo cual entonces lo latente aparece aún más disfrazado. En general, el trabajo de elaboración hace que los sueños aparezcan como absurdos.


Lo interpretable no es solamente el sueño, sino además también todas nuestras opiniones y sensaciones que el sueño nos suscita una vez que hemos despertado. El sueño no es solamente una expresión de ideas latentes, sino también de afectos latentes. Las manifestaciones afectivas que aparecen en el sueño guardan relación con afectos latentes.


Un cuarto y último mecanismo de elaboración es la elaboración secundaria, que le da una apariencia lógica al sueño incoherente, disfrazándolo entonces aún más. En general, la elaboración no piensa, ni calcula, ni juzga: se limita a transformar o disfrazar, dando como resultado un producto llamado sueño. Las ideas latentes, para poder encontrar expresión en él, deben primero sustraerse a la influencia de la censura, lo cual se logra gracias al desplazamiento de las intensidades psíquicas hasta lograr la transformación de todos los elementos. La reproducción de las ideas debe llevarse a cabo mediante imágenes visuales o acústicas, desplazamientos que se logran gracias al cuidado de la representabilidad.







Resumen de Freud S: La interpretación de los sueños, Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1981. Cap, 4, 5 y 6.