Pornografía
Silvia Ons
La pornografía ocupa actualmente un lugar relevante en la vida de muchos sujetos a punto tal de que consume horas enteras del día y tiene un poder de atracción que supera el de las relaciones sexuales “reales”. Si bien su difusión no es reciente, ya que se remonta a la aparición de la fotografía y de la publicidad, lo nuevo es la facilidad de acceso y la proliferación de páginas de Internet que ofrecen sexo en sus diferentes variantes. En décadas pasadas, comprar una revista o un video implicaba cierto “trabajo”: era necesario trasladarse y, en general, había que atravesar la vergüenza ante la mirada del otro aunque este fuese indiferente. Por otra parte, en los hoteles alojamiento la presencia del partenaire hacía que el goce vinculado con las películas porno no excluyese la participación. Lo nuevo de la pornografía actual es que está al alcance de la mano sin ningún obstáculo que impida acceder a ella: basta tener un dispositivo con Internet, ya sea una computadora, una tablet o el celular, ya no hay que transitar el pudor ni realizar ningún esfuerzo para ir a su encuentro y los otros no asisten ni como censores ni como cómplices. Así, dejó de ser un complemento del acto sexual para sustituirlo, y estimuló la adicción al onanismo, aunque “estímulo” es poco decir. Miller considera que tiene más bien un carácter de “incitación, de intrusión, de provocación, de forzamiento”. Y ya no solo empuja a la masturbación sino que induce fantasías que sin su intromisión no se habrían despertado. El interés por este tema no reside menos en la pornografía en sí misma que en lo que podría llamarse “el cuerpo pornográfico”, que es una expresión de la concepción del cuerpo en la hipermodernidad.
Tal como lo señalé en otra oportunidad, Freud se refirió a ciertas fantasías que circulan sin demasiada intensidad hasta recibirlas de determinadas fuentes. El porno funciona como una fuente adicional que les ofrece la oportunidad de brindarse como ávidas prendas en un escaparate en el que encontrarán respuesta sin demora. Recuerdo la feliz expresión de Lacan, acerca del fantasma como prêt-à-porter, listo para ser llevado por la vía facilitada de la vitrina informática. Pero no se trata solamente de que la pornografía avive fantasías que de otro modo pasarían al olvido, sino de que ella misma las crea como ofertas que suscitan demanda. Y, de la misma manera que cualquier experto en economía sabe que la oferta genera demanda, habría que preguntarse si el gran abanico de perversiones de la actualidad no está favorecido por las propuestas mismas. Claro que el stock de opciones que brinda la Web desencadena fantasías muy distintas a las clásicas, ya que, al ahorrarle a los sujetos la capacidad para crearlas, desaparecen la imaginación y la añoranza, como si la realidad psíquica se evaporara y fuera sustituida por la realidad de la pantalla.
Esos cuerpos sin respiro, encarcelados en escenas que se suceden una tras otra, clausuran el sexo en una serie de unidades temáticas donde el contacto erótico desaparece ya en su lugar surge un maquinismo que recuerda el automatismo de los obreros en el célebre film de Chaplin Tiempos modernos. En esa película excepcional, los sujetos ni siquiera son vistos como “mano de obra” y están a merced de máquinas que los consumen física y mentalmente y los llevan al hospicio: el protagonista, extenuado por el frenético ritmo de la cadena de montaje, pierde la razón, mientras que los otros obreros trabajan al unísono siguiendo el ritmo de la máquina.
Durante el siglo XVII, en casi toda Europa surgieron revueltas obreras contra las máquinas, a las que se consideraba expropiadoras del trabajo. Marx narra el antagonismo existente entre el trabajador y el denominado “molino de cintas”, que es atacado violentamente por considerarlo como el gran usurpador. A fines del primer tercio de ese siglo, una sierra de viento instalada en Londres por un holandés fue destrozada por los obreros y, a comienzos del siglo XVIII, las serradoras movidas por agua lograron vencer a duras penas la resistencia popular, que fue apoyada por el parlamento. Por su parte, la destrucción masiva de máquinas en las distintas empresas manufactureras inglesas durante los primeros quince años del siglo XIX muestra, dice Marx, que se necesitó tiempo y experiencia antes de que el trabajador aprendiera a distinguir entre la máquina y su aplicación capitalista.
En el siglo XX, esa disparidad entre el hombre y la máquina respecto del trabajo desaparece: el obrero mismo –como lo muestra maravillosamente el film– se une a la máquina cual engranaje y pasa a formar parte de su tecnicidad. Pero el padecimiento del hombre que Chaplin supo llevar a la pantalla se transformó con el tiempo en un ideal a alcanzar. Pensemos por ejemplo en la publicidad de BMW protagonizada por Bruce Lee que rezaba: “No te adaptes a la carretera, sé la carretera”. Los publicistas pensaron que la filosofía taoísta de mutabilidad y de hibridación era la mejor manera de expresar la adaptabilidad del auto, pero el mensaje vale también para el conductor: “No te adaptes al auto, sé el auto”. Si las publicidades de antaño pretendían que el producto se acercase a los sueños de los sujetos –vinculados con la sexualidad, el prestigio, etc.–, hoy tienden a que los sujetos se identifiquen con las características del producto. “Ser un motor” es un valor positivo aunque, por otro lado, la hiperactividad se señala como signo patológico.
En algunos gimnasios se leen en un cartel los beneficios de un programa de entrenamiento: “Hacé de tu cuerpo una máquina”. Progresivamente, el cuerpo del hombre se maquiniza. El lenguaje nos muestra de manera privilegiada esta orientación: cuando se quiere dar cuenta de un gran estado de excitación, se dice que alguien está “eléctrico”, aludiendo así a un cuerpo que ya no se asemeja a lo humano. Asimismo, cuando se habla de un gran rendimiento físico, se dice que esa persona es “una máquina”, “un avión” o “un motor”. Ponerse en acción es tener “pilas” y a quien “se cuelga”, como se dice de la computadora, se le demanda que “se las ponga”. “Bajá un cambio” es una forma corriente que se le dice a alguien que está muy “acelerado”, como el motor del autor, y “desacelerá” va en la misma dirección. “Es hora de que arranques” se usa para acicatear al que descansa demasiado. Los alimentos de consumo y los medicamentos vitamínicos ponen el acento no tanto en el bienestar sino en la potencia que generan, en términos de energía, fenómeno que afecta la sexualidad y del que la adicción pornográfica es un claro ejemplo. Tanto en ella como en film de Chaplin el cuerpo es reducido a un espacio de experimentación y de trabajo que prolonga la “extensión cartesiana” como visión mecánica del mundo.
Cabe recordar cómo se presenta el cuerpo en la subjetividad moderna inaugurada por Descartes: por un lado, en cuanto propio, es una entidad opaca –con todo lo que ello tiene de desconocido e inquietante– solo testimoniada en la mente por representaciones imaginarias, sensaciones, sentimientos y pasiones, representaciones inextricablemente oscuras y confusas. Por otro, es un objeto traslúcido y transparente de la física matemática, aunque escindido, ajeno e impropio, y equivalente a cualquier otro cuerpo.
Como dice Silvio Maresca, el cuerpo queda dividido en “fenómeno” y “cosa en sí”: por un lado, “fenómeno”, en cuanto objeto de la física matemática, esto es, un objeto entre objetos que responde a las leyes de la naturaleza, y, por otro, “cosa en sí", en cuanto propio y, por ende, incognoscible. Así, el cuerpo pornográfico es el cuerpo en cuanto fenómeno suprimido como incognoscible. Por ejemplo, en muchos de los films pornográficos se utiliza la pussylight, una lámpara especial que permite iluminar el interior del sexo femenino que parecería llegar a una suerte de videoscopía de la carne en la que la violencia de la luz elide, borrándolas, las sombras del pudor. La toma espeleológica apunta a poner al espectador en el centro mismo de la escena sin desvío ni distancia. Tal conocimiento instrumental niega la mismidad como aquello impenetrable y único. Como dice Jorge Alemán, “no se puede abordar la sexualidad sin encontrarse con la otredad que apunta siempre a un resto impronunciable, a su herida dual y trágica, a su silencio carnal y soberano, a su imposibilidad radical”. Pero la pornografía está en las antípodas de esta descripción: los actores, al ser intercambiables, devienen instrumentos; la otredad desaparece, y la tendencia que reina es “mostrarlo todo” y que ese todo sea transparente en una visión panóptica.
Analizaremos la razón por la cual, para que esto ocurra, no solo deben desaparecer las palabras (que no forman parte del libreto procaz de esta clase de film), sino que el rostro se limita a ser un gemido como gesto repetido de placer. El primer plano casi no se utilizay su presencia se reduce a un elemento asemántico que torna equivalentes a los personajes, ya que su único mensaje es invitar al espectador a dejarse envolver por las escenas. Todo ello en desmedro de la importancia del rostro como máximo valor expresivo y de su extremo más sensible. ¿Acaso no es lo que se oculta cuando se quiere impedir la identificación de una determinada persona o, al menos, los ojos, lo que indica el poder de reconocimiento que alberga la mirada?
Lorena de la Flor |
Los desvergonzados
Jacques-Alain Miller habla de la desaparición de la vergüenza como uno de los síntomas de nuestra época, síntoma que se articula con la muerte de la mirada de Dios. La desvergüenza, entonces, es la puesta en escena de las consecuencias de esa muerte. El capitalismo tardío inaugura el imperativo de que se puede decir y mostrar todo, lo que ha propiciado la pérdida de la vergüenza. ¿Y no se ancla acaso el sentimiento de vergüenza en ese rostro que se sonroja ante la mirada que se detiene fijándose en ese rostro? Es que la vergüenza opera como guardiana que preserva lo más íntimo. Al desvergonzado se lo llama “caradura” y, de este modo, se alude al rostro sin sensibilidad del que no experimenta ningún pudor. Se dice asimismo que quien perdió la vergüenza “no tiene cara” y es “descarado” también el impúdico, expresiones que subrayan la asociación necesaria que existe entre los dos términos y lo que supone la supresión del rostro.
Conviene también establecer cierta diferencia entre la vergüenza y el pudor, a pesar de que usemos estos términos en forma indistinta. Considero que el pudor es más primario que la vergüenza y brota en el niño muy tempranamente, incluso antes del año, por la sola razón de una mirada que se le dirige y traspasa su intimidad. El rostro del infante sonrojado emerge en la misma época en la que experimenta angustia ante el extraño, lo que muestra que son los afectos los que hacen presente el albor de la alteridad. La vergüenza, por su parte, parece deberse a más razones y poseer diferentes significaciones: opera cuando se tiene noción del bien y del mal, de la sexualidad, del delito, del pecado, etc.
Podemos evocar a Walter Otto, uno de los estudiosos que más ha penetrado en los arcanos de la religión y la espiritualidad griegas, quien en su luminoso ensayo Teofanía se refiere al significado de la palabra aidôs en cuanto divinidad. La aborda a propósito del amor del griego por los dioses y sostiene que existe en esa lengua un vocablo de significado inagotable, por ser el nombre de una diosa y significar todo un mundo divino: la palabra aidôs, que suele traducirse como “pudor":
Pero no es el pudor por algo de lo cual deberíamos sentir vergüenza, sino el recato sagrado frente a lo intocable, la delicadeza del corazón y del espíritu, la consideración, el respeto y, en lo sexual, la quietud y pureza de la doncella. Mas todo esto, y muchas otras cosas emparentadas con ello, son el hechizo de una forma divina que es dos cosas en una: lo venerado y lo que venera, lo puro y el sagrado recato frente a lo puro. La aidôs está con los reyes, a quienes se les debe rendir honor; por eso se llaman los venerables (aidioí); pero también con el forastero, que necesita protección y hospitalidad; y con la esposa, a quien corresponde la consideración honrosa; y con la mujer noble en general.
Vale evocar el mito narrado por Platón en el Protágoras, en el que los hombres estaban desnudos y necesitaban la ayuda de los dioses, pero ni el alimento ni la vivienda ni la vestimenta ni nada de lo suministrado hacía que, al estar juntos, no dejaran de atacarse unos a otros ya que no poseían ciencia política. Zeus entonces temió que sucumbiera toda la raza y envió a Hermes a que les otorgase aidôs (pudor, respeto, vergüenza) y dikê (justicia) para que hubiese “orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad”. Tal repartición debía darse a todos por igual: “A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran”.
Aidôs es también una suerte de decoro, una frontera sensible entre dos personas en tren de aproximarse; de ahí su relación con los párpados (piénsese como de ellos surge la emoción erótica que vibra en las intermitencias). Aidôs se emparenta con el erotismo y su supresión sería la expresión del ocaso de este. Anne Carson dice que la proverbial morada de la aidôs en los párpados sensibles es una manera de decir que se ancla en el poder de una mirada que se retiene para evitar ese paso en falso llamado hybris. En el mismo sentido, Freud ubica la vergüenza como un dique frente a la pulsión, al modo de una defensa primaria que no sigue la lógica de la represión y de su retorno.
Me atrevo entonces a colocar el pudor como un dique anterior al Edipo, mientras que la vergüenza es sucedánea de este complejo, aunque los términos se usen indistintamente. Las reflexiones en torno de la vergüenza vuelven una y otra vez a la importancia de la mirada. En la célebre reflexión sartreana, la unión de ambas testimonia, al mismo tiempo, la presencia del Otro. A través de la vergüenza se descubre, sin duda, un aspecto del propio ser. Sin embargo aunque algunas formas derivadas de la vergüenza puedan aparecer en el plano reflexivo, esta no es originalmente un fenómeno de la reflexión Es el mirón quien al espiar por el ojo de la cerradura a alguien que no lo ve será sorprendido por quien entra y lo ve espiando. Esa mirada de aquel que lo descubre suscita vergüenza y habla del arribo de la otredad, que solo provoca el prójimo como tal y no la presencia, por ejemplo, de algún animal. Si queremos mirar esa mirada para defendernos, si pretendemos así atentar contra su libertad, serán la mirada y la libertad del Otro las que, desmoronadas, se nos escapen.
En otra línea, Lévinas plantea que la vergüenza no deriva de la conciencia de una imperfección o carencia, sino de la imposibilidad de nuestro ser para desolidarizarse de sí mismo. Como si ese dique preservara al sujeto de lo más íntimo, como si su supresión alejase definitivamente al hombre de su núcleo. Podemos entonces pensar que, en este sentido, el cuerpo pornográfico sería aquel que, cual máquina, ha logrado esa exterioridad eliminando para ello, paradójicamente, su cualidad sensible.
En la desnudez experimentamos vergüenza por no poder esconder aquello que quisiéramos sustraer de la mirada del otro. Y quizás en eso resida el secreto del erotismo: en el intersticio que se abre cuando el pudor es atravesado pero sigue palpitando, a diferencia de lo que ocurre en la pornografía, donde este ha desaparecido. Para Freud, una de las peculiaridades psíquicas de la maduración femenina es el pudor, cuya función consiste en cubrir la ausencia del órgano masculino. Velar es también crear, hacer nacer, permitir que surja el erotismo, lo que lleva no solo a diferenciar la pornografía del erotismo, sino a advertir que, evaporado el pudor, también desaparece lo propiamente femenino.
El goce masturbatorio.
En el siglo pasado, dos célebres escritores, D. H. Lawrence y Henry Miller, publicaron varios libros considerados obscenos por la sociedad y sancionados por la censura de su época. Tanto para uno como para otro en el sexo se manifiestan las fuerzas elementales de la naturaleza; como místicos del erotismo, ambos celebran la vida y el amor, revelándose contra el positivismo de la época. Desde 1912, fecha de la aparición de su primera novela, El transgresor, hasta su muerte, en 1930, D. H. Lawrence no cejó un instante en su lucha a favor de los derechos vitales del hombre ni en su ataque al mundo convencional. Su obra refleja su oposición a una época marcada por las consecuencias de la industrialización y, luego, por la Primera Guerra Mundial. Lawrence rechaza esos efectos exaltando de la sexualidad por sobre la razón, la pasión por sobre el intelecto y la espontaneidad por sobre el convencionalismo. Este pensamiento lo llevó a un retorno a lo primordial e instintivo, cuyo centro se halla en lo sensorial, concebido como única forma de conocimiento inmediato. Su amistad con Aldous Huxley es una muestra de la cercanía intelectual entre ellos, ambos profetas de las amenazas del mundo tecnológico.
En 1934, a raíz de la aparición de Trópico de cáncer, Henry Miller prosigue, añadiéndole características propias, esa lucha contra la chatura y la falta de vitalidad del mundo tecnificado que ejemplifica en las metrópolis estadounidenses. Lo interesante radica en que ambos autores se refieran al carácter sagrado de la sexualidad y la oponen a la pornografía que, consideran más bien, desnaturaliza y ultraja lo sexual. En un plano más general, Hugo Mujica considera que el sujeto contemporáneo ha perdido el valor de lo sagrado y, para él, solo existe lo útil, que es ruptura de la gratuidad.
Michela Marzano se refiere al agotamiento del deseo como efecto de la pornografía y llega incluso a plantear que pornografía y agotamiento del deseo son equivalentes. Ya en el siglo pasado, Lawrence había usado la palabra agotamiento para aludir a la mecánica masturbatoria propiciada por la pornografía:
El gran peligro de la masturbación reside en su índole claramente agotadora. La relación sexual se caracteriza por un dar y recibir. El estímulo autóctono que se da queda compensado por un nuevo estímulo que se recibe. Se incorpora entonces algo totalmente nuevo, una vez que la vieja sobrecarga es eliminada […]. En cambio, en la masturbación, solo hay pérdida. No hay reciprocidad. […] El cuerpo queda, en cierto sentido, como un cadáver, después del acto solitario.
D. H. Lawrence se revela no contra la masturbación, a la que considera inevitable, sino contra su promoción pornográfica y la adicción resultante. El acto sexual está ligado al orden vital. Asimismo, la neurastenia fue asociada en los primeros escritos de Freud con la abstinencia sexual y con el onanismo. Sin embargo, sabemos que las cosas no son tan simples y que el acto sexual no siempre se identifica con el estado de salud, pero sí resulta interesante su vínculo con la vitalidad, a diferencia de lo que ocurre con la masturbación, que se asocia con el agotamiento y la desvitalización. Para Lacan, uno de los aspectos del falo es su turgencia como imagen del flujo vital que pasa a la generación. Vida, pues, que se trasmite y está lejos de la mortificación del cuerpo pornográfico. Como dice Jacques-Alain Miller, “busquen la llamada de la muerte cuando encuentren el erotismo masturbatorio sin culpabilidad”.
El cuerpo erótico alberga un misterio mientras que el pornográfico es aquel cuerpo tecnificado que cumple un programa y es dominado en pos de la libertad, imponiéndole al espectador una visión codificada del acto sexual. La desnudez de ese cuerpo no produce ni un acontecimiento ni una fractura, y tampoco ese interés que genera descubrirlo al transgredir la resistencia de su pudor. Algunos ven en la pornografía un fiel representante de la naturaleza, a la que dicen honrar, y olvidan el célebre fragmento de Heráclito, que dice que ella suele ocultarse. ¿No se la estaría violando, entonces, cuando se pretende desocultarla?.
Recordemos las célebres expresiones de Nietzsche para notar su afinidad con las de Lacan: “Se debería respetar más el pudor con que la naturaleza se ha ocultado detrás de enigmas e inseguridades multicolores. ¿Es tal vez la verdad una mujer que tiene razones para no dejar ver sus razones?”. Encuentro aquí un eco de lo que se desprende del decir de Lacan: si la verdad es no toda, ella comulga con la mujer.
Muy tempranamente, Freud se refirió a la relación con el semejante en torno al juicio gestado en el proceso perceptivo. Sobre el prójimo, afirmó, el ser humano aprende a discernir. Los complejos perceptivos que emanan de este prójimo se separan en dos componentes: aquellas percepciones que hacen de él algo nuevo e incomparable y las que lo hacen semejante a nosotros. En el ámbito visual, lo inigualable del otro se vincula con sus rasgos, mientras que otras percepciones visuales, como la de sus movimientos, pueden asociarse con los recuerdos de las propias características y entrar en el terreno de la similitud. Freud dice que lo dispar se impone como una ensambladura constante reunida como una cosa del mundo [Ding], mientras que lo semejante es comprendido por un trabajo mnémico, es decir, reconducido a una tarea de asociación respecto del propio cuerpo. Así, el complejo perceptivo se descompone en dos: aquello que se resiste a la comprensión, matriz de lo que hace insondable al otro y al propio sujeto, y aquello que permite la equiparación entre ambos. El semejante encierra en su núcleo algo irreductible: todo proceso de reducción, cualquier intento de comprensión, deja un resto inasimilable. Es interesante que Freud denomine Ding a ese punto de opacidad que constituye la otredad como tal: la Cosa. La pornografía, en su intento por eliminar lo invisible, siguiendo el ideal de la absoluta transparencia, aspira a suprimir el resto inasimilable y ofrece la imagen de una realidad sin real.
Tomado de:
ONS, Silvia (2018): El cuerpo pornográfico. Marcas y adicciones. Buenos Aires, Paidós, pp.16-22.
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