Lenguas del saber,
migrancias, liminalidades
Zulma Palermo
Las relaciones entre las distintas formaciones socioculturales son complejas, dispares; sin embargo, el discurso del conocimiento difícilmente sale de la esfera de las lenguas «de cultura» heredadas y hechas convenciones pues –como explicita Rama para instancias coloniales– forman parte de «un proyecto pensado» al cual debe plegarse la realidad, en este caso, el de la cultura posmoderna, el proyecto global del capitalismo tardío. Tal proyecto que, en lo económico, implica una total centralización de la producción, la oferta y la demanda (los «mercados comunes» son la práctica de esta teoría), en lo cultural orienta una vez más a la homogeneización de la oferta de producción, sobre todo en el espacio de los medios masivos, intensificándose al mismo tiempo en el ámbito académico las formas de reproducción del conocimiento que le son inveteradas. Unas y otras formas de transacción social se realizan en la lengua que ejerce hegemonía, el inglés. Los señalamientos sobre este orden del problema son ya insistentes en el contexto de América Latina y coinciden en vincular la cuestión de la hegemonía lingüística con un sistema de valores y supuestos éticos, políticos y epistemológicos que genera criterios de inclusión o exclusión académica construyendo, así, un único canon legitimado institucionalmente.
Por lo tanto, y por lo que hace a la discusión entre teóricos de la cultura «poscoloniales» que escriben y trabajan en EEUU y los investigadores radicados en América Latina, «parece haber más bien una distancia epistemológica e ideológica» (Kaliman, 1998); la resistencia lingüística sería, en todo caso, una de las variables de aquella. La cuestión radica en la importancia que para los estudiosos que producen in situ revisten las prácticas sociales de las comunidades cuyas producciones culturales se indagan en tanto prácticas concretas, aquellas que afectan a la vida cotidiana. No se trata solamente de desmontar los «discursos» de dominación y poder en la circulación actual de la sociedad en su conjunto o de la comunidad académica en particular, sino de desmantelar, también, la ilusión de la existencia de culturas «virtuales», construidas sólo con discursos; se va en contra de la idea según la cual los aparatos explicativos del funcionamiento cultural se constituyen en moldes a los que las producciones deben responder, una falacia que tiene ya larga tradición en nuestra cultura académica.
Es, por lo tanto, difícil separar el orden del deseo de construir epistemologías y aparatos explicativos emergentes de y adecuados para las culturas locales en estudio, de sus condiciones de posibilidad y de las características de los aparatos institucionales que regulan las prácticas académicas de los docentes-investigadores del sudcontinente. Las transformaciones en el orden epistemológico se vienen generando desde hace ya algunas décadas, pero en el orden institucional la resistencia a estas propuestas es de tal magnitud que anula toda esa trama de búsquedas y hallazgos en beneficio de la mimesis de los desarrollos que se realizan en las academias consideradas de «avanzada». Y es aquí donde entra el orden lingüístico que informa acerca de muchos malos entendidos. Cornejo Polar, incorporando su voz a los discursos circulantes no deja de señalar la condición de alerta:
El ingreso y salida de la modernidad y, al mismo tiempo, de la hibridez, tiene una ruta especialmente transitada en los estudios culturales y literarios. No adhiero ahora al viejo reclamo de autonomía téoricometodológica.; me refiero, más escuetamente, a la difícil convivencia de textos y discursos en español y portugués (y en especial en lenguas amerindias) con la incontenible diseminación de textos en inglés (o en otros idiomas europeos). Por supuesto que no intento ni remotamente postular un fundamentalismo lingüístico que sólo permitirá hablar de una literatura en el mismo idioma que le es propio, pero sí alerto contra el excesivo desnivel de la producción crítica en inglés que parece –bajo viejos modelos industriales –tomar como materia prima la literatura hispanoamericana y devolverla en artefactos críticos sofisticados (1998; énfasis agregado).
Sin duda no se trata de que la circulación y producción del conocimiento deba realizarse en la sola lengua de la cultura objeto sino de lo que implica tal circulación bajo el predominio de una lengua dominante, por un lado y, por otro, de las dificultades de «traducción» del lenguaje especializado cuando éste se codifica desde el análisis de formas culturales particulares.
En lo que respecta a la primera cuestión, la del predominio de unas lenguas sobre otras, cabe una pregunta fundamental: si lo que la crítica cultural latinoamericana se propone es construir aparatos explicativos válidos para informar de la alteridad de su funcionamiento semiótico, ¿por qué la preponderancia de la producción teórico-crítica en la lengua de la cultura económicamente dominante? Se trata de preponderancia y no de exclusividad. Sin duda, la producción de saberes no es excluyente de ninguna cultura –o no debería serlo– y su supuesta «universalidad» haría posible un reconocimiento simétrico de dicha producción en cualquier idioma del mundo. Sin embargo, la fuerza del discurso hegemónico ha impreso en las culturas latinoamericanas la huella de su desvalorización: lo que se dice (escribe) en español o portugués no reviste valor de «verdad» científica; el pensamiento latinoamericano (pensamiento «salvaje») no puede pensarse a sí mismo: requiere del patrocinio del pensamiento validado, de la «razón» occidental en sus lenguas y en sus discursos especializados.
Tal tradición académica obliga a los universitarios latinoamericanos a escribir y hablar en otras lenguas para acceder al derecho de ser escuchados en los foros internacionales, para que sus escritos se incluyan en los órganos de circulación más representativos, en síntesis, para tener «voz», una voz que ya perdió, así, su más radical diferencia. Si la gran apuesta de la oferta posmoderna es la aceptación de esa «diferencia», el reconocimiento de la «otredad», la relativización del saber, y si estas particularidades se inscriben en cada lengua, el que las propuestas dominantes se construyan y circulen en otra se transforma en una de sus contradicciones.
Todo ello acarrea otras limitaciones: muchas veces se encuentra en publicaciones provenientes de centros académicos privilegiados o se escucha exposiciones en reuniones científicas, en las que cuestiones que se vienen problematizando en estas latitudes desde mucho tiempo atrás sin eco ni gravitación alguna, resultan allí convalidadas como novedades en nuestro campo de estudio. Sigue funcionando la ideología de la dependencia intelectual según la cual sólo merece ser reconocida la propuesta que viene de los países «de cultura», sobre todo si está impresa. Por otro lado, la imposibilidad de traducción literal del universo de sentido, produce importantes malentendidos en el nivel epistemológico. Si el desplazamiento de un término de una disciplina a otra implica «metaforizaciones», sustituciones y hasta perversiones –según ya se señalara–, el paso de un sistema lingüístico a otro produce similares transformaciones, con las consecuentes desinteligencias en el orden de las categorías y, muchas veces, en el metodológico. Finalmente, el aspecto lingüístico resulta para algunos de nosotros radical por lo que implica en la formulación del conocimiento. Se trata, en última instancia, de la imposibilidad de separar el orden del sujeto cognoscente del orden del discurso, como afirma Carlos Pacheco (1989):
[...] el poder, desde los ejes o centros hegemónicos hacia las marginalidades o periferias, no se ejerce únicamente a partir de una supremacía de carácter político, social o étnico, no se funda sólo en razón de sexo, edad o condición profesional, sino que implica sobre todo y abarcando en alguna medida las variables apenas mencionadas, una soberanía cultural, es decir epistémica, axiológica, lingüística, tecnológica, comunicacional, estética, teórica. Desde este ángulo de enfoque es necesario replantear la propuesta de una teoría fronteriza producida –escrita– «entre» español y portugués, español e inglés americano, entre usuario de lengua aborigen y de lengua nacional para «romper con la tiranía de la lengua objeto [...] para desestabilizar la creencia natural en la natural pureza de la lengua [en consecuencia] mezcla irreverente, agramatical y juguetona de dos o más lenguas[...]» (Mignolo, comunicación personal, 13 de febrero de 1999).
Como insiste en proponerlo, se trata de teorizar desde la complejidad de los mapas lingüísticos entre América Latina, el Caribe y Angloamérica. Desde esta actualización del «panamericanismo» surgiría una práctica teórica construida no en una sino en varias lenguas, no como una teoría regional sino como la posibilidad de sobrepasar sus límites. Nos encontramos así en el eje argumentativo de los desarrollos propuestos desde la geopolítica para la consolidación de epistemologías de frontera. En este orden de desarrollos, Mignolo (1991) parte de una búsqueda de superación de los límites entre culturas, literaturas, sujetos cognoscentes desde una posición que se asuma funcionando «a través de fronteras culturales» en un proceso especulativo que parte de la experiencia del intelectual migrado desde la imposibilidad de separar, en última instancia, el sujeto existencial del hermenéutico y del científico. Es clarificador citar in extenso, el párrafo final de su exposición:
Se comprenderá también que tanto por la naturaleza plurilingüe y multicultural de América Latina, que es nuestro común punto de referencia, tanto como por la diversidad étnica de Estados Unidos, que es (para muchos) nuestro lugar de existencia, la explicación de productos y conductas comunicativas a través de fronteras culturales sea no sólo un programa académico sino también una necesidad vital. El examen crítico de los objetivos de los estudios literarios latinoamericanos y el papel que nos toca jugar en ellos, y en el futuro, no sólo están siendo revisados (directa o indirectamente) en varios de los libros publicados últimamente, sino que también –como este congreso lo sugiere– es un tópico que merece la incentivación del diálogo y la discusión abierta (1991).
Hay acá algunas claves que resulta importante explorar: en primer lugar, la insistencia en la heterogeneidad cultural y en el plurilingüísmo del área objeto, puesta en relación de equiparación con la complejidad de Estados Unidos. El conflicto no radicaría precisamente en la adecuación o no de esos paradigmas a la especificidad cultural del objeto «América Latina», sino a la «necesidad vital» del académico «extraterritorial» de explicarse a sí mismo buscando explicar su cultura de origen. Es, lo que en otras variaciones del mismo tema, lo lleva a optar por las definiciones poscoloniales (posoccidentales) en tanto estudioso que «ha pasado por experiencias coloniales» (o de occidentalización). En esa línea, precisamente, una de las búsquedas centrales consiste en la apropiación de los postulados de la modernidad para proceder a su «desmontaje» y resemantización, tal como ocurre en este caso con el proyecto de teorías autonómicas y con el paso del «pos-colonialismo» al «posoccidentalismo» como autodefinición del lugar de enunciación según veíamos más arriba.
La cuestión relativa a las epistemologías fronterizas como forma de funcionamiento
de la resemantización de «occidentalismo» se vuelve aún más problemática cuando se la piensa en relación con la cuestión de la lengua dominante y a ésta, como la forma más visible de otras muchas sujeciones.
Para desandar la modernidad.
Lo que se ha dado en llamar «condición colonial» señala la «distinción» desde la que los sujetos latinoamericanos se piensan a sí mismos, en general sin advertirlo, ya que es la consecuencia de la «colonialidad del poder» propia de la modernidad que modeló el imaginario latinoamericano tipificándolo con estereotipos que, en realidad, les eran ajenos.
La construcción de la subjetividad, entonces, se transformó en una negación de sí mismo pues el problema radica en que
[...] todos hemos sido conducidos, sabiéndolo o no, queriéndolo o no, a ver y aceptar aquella imagen como nuestra y como perteneciente a nosotros solamente. De esa manera seguimos siendo lo que no somos. Y como resultado no podemos nunca identificar nuestros verdaderos problemas, mucho menos resolverlos, a no ser de una manera parcial y distorsionada (Quijano, 2000).
Por eso es necesario volver a pensar el espacio latinoamericano para no concebirlo más como una referencia fija equivalente a una experiencia física de lugar, a la vez que reconsiderar la perspectiva temporal para no entenderlo más como un desarrollo único y lineal, sino como un complejo de relaciones de carácter cronotópico –como querría Bajtin–. Revertir, de este modo, la autoimagen que fuera demarcada por esa condición colonial y que consiste, como postula Cornejo Polar (1994).
[...] en negarle al colonizado su identidad como sujeto, en trozar todos los vínculos que le conferían esa identidad y en imponerle otros que lo disturban y desarticulan, con especial crudeza en el momento de la conquista . . . [Se trata de] la índole abigarrada de un sujeto que [...] resulta excepcionalmente cambiante y fluido, pero también -o mejor al mismo tiempo- el carácter de una realidad hecha de fisuras y superposiciones, que acumula varios tiempos en un tiempo, y que no se deja decir más que asumiendo el riesgo de la fragmentación del discurso que la representa y a la vez la constituye.
Esta construcción enajenada no se reduce, entonces, al llamado «período colonial» sino que lo sobrepasa y continúa; activa en la «colonialidad global», en esta nueva «universalidad» de todo tipo que pone a estas culturas en una especie de «tierra de nadie» sin derechos en la era de los derechos, con democracias ficticias en la era de la expansión armada de la democracia, sin decisiones sobre el propio presente, sin proyectos para el porvenir. En relación complementaria, el conocimiento cautivo repite los mecanismos inveterados de la mimesis: reproducción en lugar de producción, imitación en vez de generación de respuestas intelectuales a los fenómenos diferenciales propios de la heterogeneidad de América Latina. Por ello se insiste en la doble motivación de estas orientaciones: centrar la atención en los riesgos que implica el discurso «deconstructivo» de la posmodernidad y su consecuencia, el poscolonialismo, para no caer en las trampas de la globalización epistémica, lo que lleva implícita la exigencia de generar un lugar ético para la producción de conocimiento en el espacio académico.
Es éste, sin duda, el territorio y el campo del objeto de análisis que se expande para quienes estudiamos la producción cultural y discursiva –ya no entendida como «literatura» a la manera letrada renacentista– con la inclusión de códigos de diverso tipo (desde la iconografía precolombina hasta los mass-media y el ciberespacio, pasando por las distintas formas de la canción, la danza, las fiestas, el ritual). Nada me parece más explicativo que el campo de la literatura, su concepción de la escritura y su clasificación, para visualizar con clara perspectiva lo que entendemos por «diferencia colonial». En efecto, los estudios sobre el período colonial abrieron espacios insospechados para comprender el proceso «extendido» de colonialidad pues es allí donde se pudo efectivamente constatar lo que Cornejo Polar consideró –para un campo paralelo en los tramos más actuales de esa «extensión»– «los riesgos de las metáforas» (1998): los gestos de adopción acrítica conllevan procesos de traducción con la exigencia de asimilaciones imposibles y perversas (trastornadas), que intentan reunir disparidades (diferencias) inconmensurables del orden de la cultura. Es esto lo que ocurrió con la noción de «libro» –intraducible a las lenguas amerindias- y su traslación como instrumento de control y de poder sobre las sociedades de este lado de los mares. Esta disparidad instala la diferencia colonial y es desde ésta que se hace éticamente imprescindible una construcción distintiva –y «positivizada»– del conocimiento de sí del sujeto heterogéneo que integramos.
Veamos más detenidamente esta noción que describe con claridad la asimetría rectora de las relaciones entre los dos mundos. Parte ésta de la experiencia directa de habitar una lengua, un espacio de sentido, unas prácticas de la vida cotidiana distintas de las aceptadas como valiosas y deseables por Occidente. Estas, paradigmáticas, se constituyen en modelo a imitar a fin de encontrar reconocimiento como «persona» cuestión que está puesta en evidencia por la historia y por la literatura canonizada del sudcontinente. Su momento inicial queda definido para América Latina por la inaugural pregunta acerca de si los nativos poseerían alma y se consolida, sin solución de continuidad, en el transcurso de la historia del pensamiento cristiano occidental cuya hegemonía cristaliza en la medida en que la diferencia entre Europa, Asia, África y América se construye desde Europa con la linealidad que caracteriza a su concepción de la historia. Esa matriz signa y atraviesa los discursos que, primero, se imponen para los otros tres continentes y que luego se transforman paulatina pero firmemente en su aceptación, para culminar en su naturalización. La moderna dicotomía entre civilización y barbarie, expandida en toda la extensión sudcontinental como común patrimonio, es su propuesta intelectual más sólida y perdurable, la misma que –planteada por algunos de los filósofos occidentales más recurridos– no duda en seguir afirmando la inferioridad humana de los no-europeos. Esta condición, naturalizada por los mismos sujetos subalternizados, emerge cotidianamente en las prácticas sociales, en la valoración de todos aquellos que no pertenecen a la etnia blanca ya sean indios, negros o, en menor medida, orientales. Esta diferencia que en el terreno académico se consolida en el plano epistemológico, es la que define el tipo de conocimiento difundido inveteradamente; es por eso que el pensamiento emergente o los discursos alternativos no propiamente «estéticos», no pueden ser legitimados en esos espacios.
En síntesis, y como sostiene el sociólogo venezolano Fernando Coronil (2000):
Desde la conquista de las Américas, los proyectos de cristianización, colonización, civilización, modernización y desarrollo han configurado las relaciones entre Europa y sus colonias en términos de una oposición nítida entre un Occidente superior y sus otros inferiores.
A los efectos de revertir esta diferencia epistémica de signo negativo es necesario operar ya no desde una historia del pensamiento occidental, desde una historiografía o desde una concepción de la literatura que responde al legado de Occidente, sino desde la afirmación de que todo conocimiento encuentra su legitimidad en las propias condiciones de producción y, desde allí, interactúa dialógicamente con otras formas de conocer.
Si aceptamos como premisa la cronología propuesta por Mignolo (2005), según la que la noción de América Latina se construye en tres grandes etapas –el imaginario del período colonial, el del período nacional y el correspondiente a nuestro tiempo, el posnacional, a pesar de los supuestos principios «superadores» del coloniaje que este último comporta– es imprescindible analizar críticamente sus alcances. En efecto, la globalización en tanto proyecto del neoliberalismo que generaliza un sistema económico sostenido en los alcances de la tecnología cibernética, produce el efecto de un proceso que borra la asimetría, que no exhibe agentes geopolíticos definidos ni espacios del planeta que se vean subordinados por su localización geográfica o sus rasgos culturales. En este presente no es posible reconocer las fuentes reales de un poder que sí se percibe en alto grado de concentración con fuerte impacto en los espacios en los que actúa. Como aseveraba más arriba, la perversión radica, precisamente, en su capacidad para ocultar la innegable presencia de la asimetría, de las diferencias de toda índole, acudiendo incluso en defensa de los «otros» cuando esos «otros» pretenden escapar a sus designios.
Si el sometimiento emergente de las condiciones propuestas por la modernidad se sostenía en la generalización de la automarginalidad por naturalización de los aspectos negativos de la diferencia –según veíamos– las que sostiene el proyecto global aparecen como un efecto del mercado y no de un proyecto político preestablecido.
Dado que el mercado se presenta como una estructura de posibilidades en vez de como un régimen de dominación, éste crea la ilusión de que la acción humana es libre y no limitada. Resultados como la marginalización, el desempleo y la pobreza aparecen como fallas individuales o colectivas, en vez de cómo efectos inevitables de una violencia estructural (Coronil, 2000).
En el campo de estudio que acá interesa, los efectos de la globalización llevan a atenuar los conflictos culturales con mecanismos que producen la apariencia de integración entre culturas distantes y distintas y que encuentran en la circulación académica sus correlatos conceptuales; es acá el caso –entre otros– de la noción de «multiculturalismo». Al borrarse la presencia del «otro» conflictivo, insurgente, aparece como «subalterno», categoría imbuida de una nueva forma de paternalismo, de distintas a la vez que idénticas formas de dependencia y marginalidad. Por otra parte, la diferencia cultural –en esta etapa posnacional– ya no se asienta en fronteras territoriales, en el orden de las «culturas nacionales» que atraviesan gran parte del imaginario del s. XX, sino en la profundización de aquellas –ahora expandidas fuera del tiempo y del espacio– por su diferencia con el orden occidental y transformadas en objeto de consumo para un mercado altamente expansivo, el del turismo internacional.
Referencias
CORNEJO POLAR, Antonio (1994): Escribir en el aire. Ensayo sobre la heterogeneidad socio-cultural en las literaturas andinas. Lima, Horizonte.
............................................... (1998): «Mestizaje e hibridez: los riesgos de las metáforas. Apuntes».En: Revista de Crítica Literaria Latinoamericana XXIV(47), pp. 7-11.
CORONIL, Fernando (2000): «Del eurocentrismo al globocentrismo: la naturaleza del poscolonialismo», en LANDER, Edgardo (comp..): La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires, CLACSO, PP. 87-111.
MIGNOLO, Walter (1991): «Teorizar a través de fronteras culturales», en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana XVII(33), pp.103-112.
PACHECO, Carlos (1989): «Trastierra y oralidad en la ficción». Revista de Crítica Literaria Latinoamericana XV(29), pp.25-38.
QUIJANO, Aníbal (2000): «Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina». En: LANDER, Edgardo (comp.): La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires, CLACSO, pp. 201-246.
Tomado de:
PALERMO, Zulma (2008): "Revisando fragmentos del "archivo" conceptual latinoamericano a fines del siglo XX. En: Revista Tabula Rasa, n°9, julio-diciembre de 2008. Bogotá, Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca, pp. 217-246.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario