Poder, autoridad y legalidad
en el discurso literario.
Silvia Anderlini
El místico que proporciona nuevos significados a los textos sagrados, a los dogmas y al ritual de su religión descubre una nueva profundidad en su propia tradición. Al utilizar símbolos para describir su propia experiencia y formular la concepción que de ella tiene, intenta en realidad confirmar la autoridad religiosa por medio de su reinterpretación, bien sea en el momento en que considera ciertos contenidos tradicionales como símbolos, o bien cuando intenta esclarecerlos mediante símbolos nuevos. Gershom Scholem muestra así en La Cábala y su simbolismo (1987) que la experiencia mística hace nacer la autoridad religiosa y la establece. Por medio de este acto que inicia la apertura a la dimensión simbólica, el místico contribuye a alterar la autoridad, y el simbolismo es el instrumento de tal transformación, produciendo un saludable intercambio entre los significados establecidos y los nuevos sentidos vislumbrados, que encuentran su expresión en las formas heredadas –y transformadasde la tradición.
Los cabalistas han considerado siempre la consonante alef como la raíz espiritual de todas las demás letras, que contiene en su esencia todo el alfabeto sagrado y, con ello, todos los elementos del habla humana. Cuenta un rabí que lo único que Moisés escuchó en el monte Sinaí fue el sonido de esta consonante, que en realidad no representa nada, sino que más bien es la transición a cualquier lenguaje comprensible.
Para poder fundamentar la autoridad religiosa, este sonido debía ser traducido a un lenguaje humano, y esto es lo que habría hecho Moisés, según esta narración. De esta manera la revelación se reduce a la mera pronunciación de un sonido, es decir, carece de significado específico, aunque contiene la potencialidad infinita de la significación. Entonces toda afirmación capaz de crear autoridad no sería sino una interpretación, y éste es un buen punto de partida para seguir pensando en la deconstrucción del fundamento de las leyes y de la autoridad humanas.
Una autoridad que indiscutiblemente surge vinculada a la escritura en el horizonte de la Modernidad, es la del autor. En primera instancia reflexionaremos sobre su función en el contexto de una concepción del lenguaje como lugar o espacio donde se inscribe el poder.
El Diccionario Latino-Español señala que autor viene de “auctor/is”, una de cuyas acepciones es ser “garante de una afirmación, testigo, autoridad, fuente histórica”. En sus orígenes, la figura autorial es trazada, principalmente, a partir de la legalidad: historia del autor, historia de sus derechos, de sus avances en el campo social y cultural.
Otro diccionario define al autor del siguiente modo:
Autor. [...] Dos acepciones tiene esta palabra en sentido jurídico: 1. El principal de los delincuentes, o sea, el que ya directamente por sí mismo, ya induciendo a otra persona, ya cooperando de un modo necesario, ha cometido un acto criminal punible, de cuya acepción se tratará en la palabra Delincuente; y 2. El que concibe y realiza alguna obra científica, literaria o artística, correspondiéndole por tanto su propiedad y los derechos (derechos de autor) que de esta propiedad se derivan, de todo lo cual se tratará en Propiedad.
Curiosamente, propiedad y delincuencia aparecen juntas en esta definición; la literatura, no obstante, es un espacio de apropiaciones y transgresiones (o rupturas) y estas últimas surgen muy particularmente en ese momento de desvinculación que significa el estatuto "legal" del autor: el autor se convierte en "propietario" de un objeto, que es el libro.
Como varios de sus contemporáneos, Foucault niega al autor como sujeto psicológico, como persona que "autoriza" un discurso; la invención de una figura tal, subraya, es de data reciente, y en modo alguno es una "persona real". Aun así, para Foucault todavía merece la pena detenerse en el autor y considerarlo en tanto "función": la función autor. Es evidente que a él le interesa abordar el problema desde lo que ha sido su crítica de los mecanismos de poder y su injerencia en la producción del discurso. Por ello sitúa al autor -"al menos en apariencia" "fuera" del texto, antecediéndolo y organizando los modos de ser del mismo.
El nombre del autor como entidad, categoría o función general, es por lo tanto una propiedad legal que apoya y es apoyada por los discursos relativos a la libertad, los derechos, las obligaciones, los castigos, etc.; es decir, como muchos, un sistema de exclusión e inclusión. Es una función propia del discurso, consagrada por la circulación social aceptada, por la necesidad de rúbrica, por la necesidad legal, por la necesidad de distinción, para ordenar, para separar, para dividir, para gobernar.
Michel Foucault (1926-1984) & Giorgio Agamben (1942)
Giorgio Agamben también realiza un cuestionamiento a la autoridad literaria en su artículo “El autor como gesto”, siguiendo los pasos de Foucault en su conferencia ¿Qué es un autor" en la que –como señalamos- opone al autor individuo real, la función autor. Para Foucault el individuo sólo existe en función de los procesos objetivos de subjetivación y los dispositivos que lo inscriben en los mecanismos de poder. De ahí que la función autor, según Agamben, implica:
[...] un régimen particular de apropiación, que sanciona el derecho de autor, y al mismo tiempo, la posibilidad de perseguir y castigar al autor de un texto; la posibilidad de seleccionar y distinguir los discursos en textos literarios y textos científicos, a los cuales corresponden modos diversos de la función misma; la posibilidad de autentificar los textos constituyéndolos en un canon o, por el contrario, la posibilidad de afirmar su carácter apócrifo… y; en fin, la posibilidad de construir una función transdiscursiva que convierte al autor, más allá de los límites de su obra, en “instaurador de discursividad”.
Pero la interpretación específica de Agamben sobre la función autor -en relación a la de Foucault- plantea una posibilidad de libertad en el acto de rescatar al sujeto autor en su misma ausencia y en su ilegibilidad. Al permanecer el autor inexpresado en la obra y, de esa manera, al mismo tiempo, manteniendo su irreductible presencia, de igual modo la subjetividad se muestra y resiste con más fuerza en el punto en el que los dispositivos del discurso la capturan y la ponen en juego: “Una subjetividad se produce donde el viviente, encontrando el lenguaje y poniéndose en juego en él sin reservas, exhibe en un gesto su irreductibilidad a él”. De esta forma el sujeto sólo se afirma, paradójicamente, a través de las huellas de su ausencia.
Esto ocurre principalmente en los discursos literarios, puesto que éstos a veces se cruzan con las vidas. No se trata de una relación de representación o de figuración, sino que las vidas son puestas en juego en las frases y expresiones en las que su libertad y sus desventuras han sido arriesgadas y decididas. Para Agamben “una vida ética no es simplemente la que se somete a la ley moral, sino aquella que acepta ponerse en juego en sus gestos de manera irrevocable y sin reservas. Incluso a riesgo de que, de ese modo, su felicidad y su desventura sean decididas de una vez y para siempre”, como le sucede a los personajes de ficción.
Así, a través de la función autor revisada por Agamben, en la que el sujeto no está representado, sino puesto en juego –como gesto- en el discurso, el sujeto puede inscribirse -y arriesgarse- en el lenguaje (visto como dispositivo del poder) sin temor a quedar fatalmente reducido a él.
El llamado giro lingüístico ha consistido en gran medida en dejar de ver al lenguaje como representación, como significante de un significado cierto y preciso, para ser considerado como acción. No sólo decimos cosas, sino que hacemos cosas, recordando el título de la famosa obra de Austin: Cómo hacer cosas con palabras. Es decir que el giro es, en gran medida, pragmático. En consecuencia, se observa la fuerte influencia de la pragmática en los llamados posestructuralistas, llevándolos a pensar el lenguaje como espacio donde se inscribe el poder
Roland Barthes, en su “Lección Inaugural de la cátedra de semiología linguística”, pronunciada en 1977, destaca que el lenguaje es una legislación, y que la lengua es su código: No vemos el poder que hay en la lengua porque olvidamos que toda lengua es una clasificación, y que toda clasificación es opresiva… Como Jakobson lo ha demostrado, un idioma se define menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir. En el acto de enunciación el sujeto se pone al servicio de los signos, y los confirma en su repetición. Por eso Barthes concluye que servilismo y poder se confunden irremediablemente en el lenguaje, y que sólo puede haber libertad “fuera del lenguaje”. Este afuera es un lugar bastante difícil de determinar, sobre todo después del giro lingüístico-hermenéutico de la línea Heidegger-Gadamer, que acuñara la afirmación: “El ser que puede ser comprendido es lenguaje”. ¿Qué queda entonces fuera del lenguaje? ¿Aquello que no es posible de comprender ni de determinar? Barthes observa que sin embargo hay algunas pocas instancias en las que es posible sustraerse al poder del lenguaje, para algunos sujetos especiales como los místicos, por ejemplo, cuyas experiencias lindan lo incomunicable. Sin embargo, para el común de los mortales - los que no somos “caballeros de la fe” ni “superhombres” -sólo nos resta “hacerle trampas a la lengua”: “A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura”.
Roland Barthes (19155-1980) & Jacques Derrida (1930-2004)
Enuncia luego las fuerzas de la literatura (otra vez la influencia de la pragmática) que garantizan esta posibilidad de burlar el poder opresivo del lenguaje, mediante la actuación de los signos a través de la heteronimia de las cosas. De acuerdo a esto la literatura es concebida como una estrategia para burlar el poder mediante el lenguaje mismo, una forma de hacerle trampas en su propio seno, al ser capaz de generar una suerte de libertad clandestina que emerge entre las ruinas de la opresión lingüística.
Derrida, por su parte, señala que, sin embargo, también en la literatura aparecen problemas vinculados a las leyes y al poder: Sea cual sea la estructura de la institución jurídica y, por lo tanto, política que viene a garantizar la obra, ésta surge y permanece siempre ante la ley. La obra no tiene existencia o consistencia sino bajo las condiciones de la ley y no se convierte en «literaria» sino en cierta época del derecho que regula los problemas de la propiedad de las obras, de la identidad de los corpus, del valor de las firmas, de la diferencia entre crear, producir y reproducir, etc. (Derrida, 1984) En términos generales, ese derecho se había establecido entre fines del siglo XVII y principios del siglo XIX en Europa. A pesar de eso, Derrida señala que el concepto de literatura que mantiene este derecho sobre las obras permanece “oscuro”.
Las leyes positivas a las que se refiere valen también para otras artes y no arrojan luz crítica sobre sus propias presuposiciones conceptuales. Esas presuposiciones “oscuras” implican también el lote de «guardianes», es decir: críticos, académicos, teóricos de la literatura, escritores, filósofos. Todos ellos deben apelar a una ley, comparecer ante ella, tanto velar por ella como dejarse vigilar por ella. Todos ellos la interrogan inocentemente respecto a lo singular y lo universal, y ninguno de ellos recibe una respuesta que no implique la différance, es decir, lo diferido, lo desplazado. Es a propósito del cuento “Ante la ley” de Kafka que Derrida hace estas derivaciones hacia el campo literario en general. Esta pequeña parábola aparece en vida de Kafka en el volumen de relatos titulado Un médico rural, publicado en 1909. Tras su muerte, se publica inserta en el capítulo noveno de El proceso. Como muchos saben, la parábola cuenta que ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta a él y solicita que le deje entrar, pero el guardián contesta que por ahora no puede. El campesino se asoma a la puerta de la ley, que está, como siempre, abierta. El guardián, al verlo, se ríe y le dice que puede probar a entrar si quiere, pero que recuerde que él, con ser poderoso, es sólo el último de los guardianes; entre salón y salón hay más. Ya el tercero es tan terrible que ni el mismo guardián puede soportar su aspecto.
El campesino no había previsto estos problemas, él creía que la ley debía estar siempre abierta para todos. Pero observa el porte temible del guardián y se convence de que conviene esperar. El guardián le deja un taburete para que se siente. Allí espera el campesino días y años, a menudo conversa con el guardián sobre temas sin importancia, y también intenta sobornarle. El guardián acepta las dádivas, para que el campesino no crea haber omitido nada, según dice, pero no cambia su actitud. Durante muchos años el hombre observa casi continuamente al guardián, maldice su mala suerte, al final su vista se debilita y todo se vuelve oscuro. En medio de la oscuridad distingue un resplandor que surge de la puerta de la ley. El campesino sabe que va a morir. Llama al guardián, y le formula una pregunta que antes no le había formulado: si todos quieren acceder a la ley, ¿cómo es que en todos aquellos años nadie más que él ha pretendido entrar? El guardián comprende que el hombre está muriendo, y para que pueda oírle bien le dice con voz poderosa: "A nadie se le habría permitido el acceso por aquí, porque esta entrada estaba destinada exclusivamente para ti. Ahora voy y la cierro". .
El cuento plantea una imposibilidad: la de acceder plenamente al texto (de la Ley), o al sentido del texto, resguardado por el “guardián”. La inaccesibilidad de la ley implica también el desvío infinito en su intento de abordarla, pues su universalidad parece desbordar lo finito y accesible. Dice Derrida:
¿Aquello que nos mantiene detenidos ante la ley, como al campesino, no es también eso que nos paraliza y nos retiene ante un cuento [récit], su posibilidad e imposibilidad, su inteligibilidad o ininteligibilidad, su necesidad y su prohibición, y también aquellas cuestiones de la relación [relation], de la repetición, de la historia?
Leer quizá consista en experimentar esta inaccesibilidad del sentido. No hay sentido escondido detrás de los signos, porque la experiencia del texto supera el concepto tradicional de lectura. Lo que se lee es una cierta ilegibilidad. También los textos sagrados se tornaron ilegibles. Scholem trae a colación un comentario a los Salmos de Orígenes en el que un sabio hebreo le explica que las Sagradas Escrituras se asemejan a una gran casa con muchísimos aposentos, y que delante de cada aposento se encuentra una llave, pero no la que conviene:
Las llaves de todos los aposentos están cambiadas, y la difícil y al mismo tiempo importante tarea consiste en encontrar la llave adecuada. Esta parábola, que enlaza ya la situación kafkiana con una tradición talmúdica en pleno desarrollo… nos puede dar una idea de lo profundamente enraizado que está el mundo kafkiano en la genealogía de la mística judía. El rabí cuya parábola tanto impresionó a Orígenes está aún en posesión de la revelación, pero sabe que ya no cuenta con la clave adecuada, y está buscándola.
Para Scholem, la Ley representa en Kafka una metáfora de la idea de sentido, el cual se ha retirado; y la crisis del relato que refleja su obra, la imposibilidad de la tradición de la verdad, que sin embargo sigue testimoniando una forma de “relatar la historia” (una forma de transmisión). Que el texto de la revelación ya no sea descifrable se traduce en la obra de Kafka con la metáfora de la Ley ininteligible. Sin embargo aunque parezca haber perdido todo significado, no deja de perseguir al héroe kafkiano con una violencia a veces obsesiva.
Se observa cómo la ley (y su desvío) está presente en la noción de texto del pensamiento judío, que proviene de las concepciones sobre la naturaleza real de la Tora. Por un lado, en la noción de Texto Absoluto, basada en el principio del nombre de Dios (Tetragrama), que no tiene significado en sí mismo, pero dota de significado a cualquier otra forma. La Tora aquí es un Absoluto, una Ley que antecede a todas las fases de la interpretación humana. Por otro lado, está el principio de la infinita multiplicidad de sentidos de la palabra divina. En la base de la exégesis judía, la autoridad absoluta canónica y “legal” del texto convive así con la infinita multiplicidad de sus sentidos. Se trata de un texto perfecto, y aún así, en movimiento. Scholem dice, basándose en los escritos de la cábala luriánica, que cada palabra de la Torá posee 600.000 “rostros”, planos de sentido, o entradas (según el número de los hijos de Israel que se encontraban reunidos en el monte Sinaí). Cada rostro sólo es visible y descifrable por uno de ellos. Cada uno está en posesión de una propia e inconfundible posibilidad de acceso a la revelación. De este modo la autoridad ya no constituye el “sentido” unilateral e inconfundible del texto, sino que es muestra de su plasticidad infinita.
Esta posición se puede vincular con las posturas posestructuralistas del texto, y ser comparada, por ejemplo, con la noción de “texto plural” de Barthes, en cuanto que éste:
[...] no es una estructura de significados, es una galaxia de significantes; no tiene comienzo, es reversible; se accede a él a través de múltiples entradas, sin que ninguna de ellas pueda ser declarada con toda seguridad la principal; los códigos que moviliza se perfilan hasta perderse de vista, son indecibles; los sistemas de sentido pueden apoderarse de este texto absolutamente plural, pero su número no se cierra nunca, al tener como medida el infinito del lenguaje.
El mismo Barthes que hablara del poder inscripto en el lenguaje en su “Lección inaugural”, cuya única posibilidad de liberación consiste en “hacerle trampas” mediante la literatura, aquí se refiere al infinito del lenguaje como posibilidad de una apertura, a partir del texto plural.
Pero con la radicalización efectuada por Derrida, la relación con el texto no es el desafío de superar el malentendido de la distancia temporal, sino más bien una experiencia de interrupción y de separación. Toda interpretación, en el horizonte de una hermenéutica del sentido, está ya acordada de inicio, basada en el presupuesto de que el texto tiene un sentido, garantizado por la continuidad de la transmisión histórica. Pero si la escritura es “la huella muda de una tradición caduca” la lectura como interpretación es un proceso sin fin, una deriva perpetua, en la que no importa tanto el sentido verdadero del texto, sino su transmisibilidad, es decir, su reproductibilidad significante, que deja en suspenso al sentido. Tal vez sea ésta una forma propicia de abordar el problema de la Ley ininteligible en Kafka.
No es posible saber qué cosa significa un texto transmitido por una tradición opaca, dice Derrida. Si no hay sentido verdadero de un texto, es porque no poseeremos jamás el contexto que lo define. La gramatología interpreta así la tradición como un texto sin voz, cuya felicidad de interpretación no depende de su conformidad con un sentido acordado (por lo demás, conjetural), sino por su felicidad en cuanto a sus efectos.
De esta manera el lector en su errancia asume un riesgo, pero tiene la posibilidad de establecer cómo el texto se autodeconstruye, y de este modo reconocer los límites de toda travesía hacia el sentido. El campesino de la parábola kafkiana no puede emprender esta travesía hacia la Ley, pues el poder del guardián se lo impide. El campesino no se arriesga, únicamente espera. Pero antes de morir, sí puede vislumbrar el resplandor que sale por la puerta de la Ley… Y eso es todo lo que pudo obtener de su larga espera. Del mismo modo la lectura como interpretación implica una experiencia de errancia en la que no importa tanto el contenido de verdad del texto, sino su escritura, y su re-escritura infinitas, cuya única motivación quizá consista en vislumbrar tras la puerta, como el campesino kafkiano, el resplandor de un sentido ya por siempre diferido.
Tomado de:
ANDERLINI, Silvia: "Poder, autoridad y legalidad en el discurso literario: notas para una deconstrucción posible" Ponencia inédita.
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