El blasfemo de William Blake |
Libertad de expresión, poder y censura
Edda Cavarico
Tal vez el único derecho humano que es inviolable porque está encerrado en la conciencia de cada persona, es la libertad de pensamiento. La tortura podrá anular el cerebro y confundir el pensamiento, pero la interiorización que elaboró la conciencia del individuo no puede ser borrada; seguramente anularán las facultades del pensamiento pero lo que ya se guardó en el cofre, que nadie sabe ciertamente dónde está, ya fue ejercido y es posible que el subconsciente lo aflore.
Por eso las dictaduras anulan a la persona o la matan; otro tanto hacen los tiranos, que no solamente están en la política; parten del poder mal ejercido en la familia, en el centro académico, en el trabajo, en el vecindario... Lo que es vulnerable, comprable, vendible y amedrentable, es el derecho de expresión. Se prohíbe hablar y/o difundir las ideas, por ser éstas fruto del pensamiento diferente o combativo. Así proceden, generalmente, los movimientos políticos y religiosos, generando conflictos internos y externos que seguramente van acompañados de la ambición económica y el poder desmedido.
La censura puede ser autocensura cuando, como consecuencia del amedrentamiento, el miedo acalla la verdad individual y enmudece al derecho de opinión, cercenando las ideas que genera el pensamiento. Pero, cuando es sencillamente censura, el origen parte del temor del otro, o del falso dueño de una verdad, que siempre es relativa así hayamos sido testigos de un acontecimiento, puesto que cada quien ve a su manera, desde su cultura, con la afectación de sus emociones.
En este punto entra a jugar la violencia que ocasiona la denuncia. Es decir, cuando comunicar el testimonio resquebraja la falsedad montada con los intereses de algunos —a su vez, sometidos por alguna tiranía a la que se doblegan por debilidad, perdiendo la dignidad humana—, se requiere de justicia para que la denuncia sea aceptada y sirva para enmendar errores o castigar delitos. Otra consecuencia se refleja en el control y/o autocontrol de los medios de comunicación masivos o alternativos, por parte de la dictadura de la publicidad que está unida a la información y la somete a los intereses empresariales dependientes de la pauta publicitaria gubernamental o comercial.
Al final, los artículos 18 y 19 de la Carta de los Derechos Humanos son de los más discutidos en el ámbito de la comunicación, pero los menos defendidos por la persona humana puesto que muchas culturas deseducan en la obediencia castrante de la libertad. Si de literatura se trata, la tiranía de las editoriales reemplaza o es similar a la de los medios, sólo que éstas buscan el máximo rendimiento en venta sacrificando expresiones libres, creativas, novedosas; el catalizador es el termómetro de lo vendible, consumible en un mundo manipulado por la ideología consumista que, inclusive, genera problemas psiquiátricos en la sociedad y el individuo
Marianne Díaz Hernández
La libertad de expresión y la censura son una pareja antagónica e inseparable: la censura, como medio de expresión del poder, requiere la voluntad de manifestar ideas, opiniones o representaciones culturales por parte de aquellos que no lo ostentan. La censura es un mecanismo de preservación del statu quo, y como tal, se encuentra indefectiblemente ligada al poder: aquel que detenta el poder, al verse o sentirse amenazado por las ideas, opta por mecanismos de conservación, desde los más explícitos hasta los más sutiles. De este modo, se observará que en múltiples ocasiones la censura ejercida por un gobierno no dista tanto, en mecanismos, fines y formas, de la ejercida por una religión o por un medio de comunicación.
Tradicionalmente, las ideas consideradas atentatorias contra la moral, las buenas costumbres y el statu quo suelen estar relacionadas, directa o indirectamente, con expresiones de creencias (políticas, religiosas o ideológicas) o con expresiones de la sexualidad. En ambos casos, el fin es el mismo: se busca homogeneizar al individuo con la finalidad de controlarlo con mayor facilidad. Quien controla lo que una sociedad «consume», en términos de información, controla lo que ésta piensa, y en consecuencia, cómo actúa. La censura, al fin y al cabo, no es otra cosa sino una forma más o menos sofisticada de condicionamiento de la conducta.
A través de siglos enteros, incontables obras literarias serían censuradas por la Iglesia o por el Estado, por contener pasajes eróticos o referencias a conductas sexuales deploradas por la moralidad de turno. La censura de siglos de la Iglesia Católica abarcaría desde al Decamerón de Bocaccio o Justine, de Sade, por sus escenas eróticas, hasta la obra completa de André Gide, por su defensa de la homosexualidad. El Index Librorum Prohibitorum no sería abandonado hasta 1966, y su aplicación no sólo traía medidas como la excomunión, sino que acarreó la destrucción de un sinnúmero de obras consideradas «atentatorias contra la moral y las buenas costumbres». Sin embargo, a pesar de ser la mayor fuente de censura literaria, la Iglesia Católica no sería la única: el gobierno de Estados Unidos prohibía la obra de Henry Miller prácticamente a la misma velocidad con que éste la iba escribiendo, lo que no impidió su venta y distribución clandestina, al igual que Lolita, de Nabokov, que también estuvo prohibida en el Reino Unido.
Diversos factores, más allá del contenido sexual, llevaban a una obra literaria a ser vetada, desde postular el socialismo hasta presentar relaciones sociales interraciales. No obstante, la prohibición de libros por su contenido erótico sería, por mucha diferencia, la que dispararía más ostensiblemente las ventas clandestinas de estas obras.
La literatura quizás sea la única forma artística que se ha censurado a sí misma: las mujeres que deseaban escribir se vieron largamente, a través de la historia, repudiadas por los «escritores» de sexo masculino. No era tan sólo que la mujer no debía escribir, ni tan sólo que lo que escribía no fuese digno de ser leído, sino que no debía cultivarse, pues era inútil y peligroso: Molière señalaría que «Por muchas razones no es bueno que la mujer estudie y sepa tanto», y Schopenhauer, célebre misógino, diría que «La mujer es un animal de cabellos largos e ideas cortas». Y no tan sólo en el siglo XVIII se podían leer expresiones como la citada: aun recientemente, la narradora Adriana Villanueva citaba a José Balza, quien en una columna en el diario de mayor circulación regional hablaba, y repudiaba, a «las mujercitas escritoras», tal como Villanueva señala, «en una columna en contra de autoras como Isabel Allende, Marcela Serrano y Ángeles Mastretta, escritoras latinoamericanas que tienen enorme éxito de ventas con una supuesta fórmula de narrar historias que apelan a cierta sensibilidad femenina».
La religión no se ha quedado atrás a la hora de prohibir a las mujeres que ejerciten su pensamiento: el Corán señala que «El silencio es el mejor adorno de la mujer», y por su parte, el Nuevo Testamento (1 Timoteo 2:11, 12) dice: «Que la mujer aprenda en silencio, con plena sumisión. No permito que la mujer enseñe, ni que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que esté en silencio».
De este modo, la censura previa se convertiría en la forma de mantener calladas a las mujeres por milenios. La primera obra literaria de cuyo autor se tiene noticia data del siglo XVIII a.C. (La Ilíada, de Homero), y sin embargo, aún en el siglo XIX d.C., Aurore Dupin y Mary Ann Evans tenían que disfrazarse de George Sand y George Eliot para que sus obras fueran tomadas en serio. La censura a las mujeres no pasaba por la quema o prohibición de sus obras publicadas, sino directamente por su no publicación. El sexo, de nuevo, explica la razón oculta tras este estigma social: la mujer, desde antes de la Inquisición, era vista como la fuente de todo pecado, y la lujuria no era sino un hechizo arrojado por estas mujeres-brujas sobre los creyentes. Las brujas, recordemos, «copulaban con el demonio», y de esta forma obtenían su poder.
En 1912, la Junta de Censores Cinematográficos de EEUU, se encargaba de filtrar todas aquellas películas que pudieran contener «conducta lasciva, vestimentas lascivas, relaciones sexuales entre blancos y gente de color, seducción, prostitución, incesto», entre otros factores considerados inmorales. El Código Hays prohibía todo «comportamiento sexual ilícito» en el cine, e indicaba que «las escenas de pasión no deben ser introducidas en la trama salvo que sean indispensables. No se mostrarán besos ni abrazos de una lascividad excesiva, de poses o gestos sugestivos», y para 1934, establecía cuántos centímetros podía bajar un escote, y por cuántos segundos podía prolongarse un beso. Parecerá puritano, pero la verdad es que hoy en día se mantiene la censura al erotismo en el cine, en países como China, donde se contemplan penas de hasta cinco años de inhabilitación a quienes participen en la creación de películas con contenido sexual. Apenas en 2007, la película Lust, Caution (Peligro, lujuria) de Ang Lee, fue censurada con la eliminación de todas las escenas de sexo entre los protagonistas, con la venia de su director.
¿Qué se persigue con la censura? Toda manifestación de poder requiere, por definición, una contrafuerza a la cual oponerse y sobre la cual imponerse. Cuando el poder se impone a través de manifestaciones ideológicas (sean religiosas o políticas), el aspecto moral se vuelve esencial: requiere, quien detenta el poder,identificarse con «lo bueno» y «lo correcto» en la mente de sus gobernados, y para esto (como en toda dualidad) requiere un «algo» a lo cual estigmatizar como «lo malo» y «lo incorrecto». La estigmatización de la sexualidad como pecado proviene del cristianismo, pero no es propiedad exclusiva de éste, y al ser una fuerza inherente al ser humano, provee de un factor ideal para controlarlo ideológicamente: a través de la idea de que hay algo en sí mismo que está mal, y que sólo el Mesías político o religioso de turno puede salvarlo de ello, de ese peligro, de ese pecado, para lo cual deberá entregar el rumbo de su vida y su autodeterminación.
Lo que no puede perderse de vista, es que la moral es, por definición, interna y subjetiva, de modo tal que en el momento en que una fuente de poder se abroga la potestad de determinar lo que es moralmente correcto o incorrecto, ha nacido un censor arbitrario de las ideas, peligro del que toda sociedad que se considere a sí misma democrática y libre, debería huir despavorida.
Tomado de:
AAVV (2010): Libertad de expresión, poder y censura. Revista Letralia, Colección especial 14 años, pp. 77,78 y 89-92.
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