10 marzo 2017

Criaturas de la noche. Jaime Alvar Ezquerra




Criaturas de la noche

Jaime Alvar Ezquerra


Ctesias, médico de Artajerjes II entre 405 y 398, logró consolidar la tradi­ción fabulística que arranca inconfundiblemente del mismísimo Homero, cuya realidad cotidiana está plagada de hechiceras, sirenas, cíclopes y demás seres fantásticos que se irán reciclando conforme se ensanchen los límites de la ecú­mene. Pues bien, tanto Ctesias como Heródoto se hacen eco de la existencia de gentes insólitas en los confines del orbe conocido, es decir, habitantes del caos que es nocturnidad cultural. Entre esas gentes del todo ajenas se encuentran los agripeos que son calvos desde su nacimiento, tanto los hombres como las muje­res; los monóftalmos o cíclopes; los hombres con patas de cabra o los que sumidos en el letargo de la noche duermen seis de los doce meses del año.


Se ha identificado una diferencia sustancial entre Ctesias y Heródoto en el hecho de que en Heródoto hay convergencia en la perfección física y moral de sus ejemplos etnográficos: los etíopes son longevos y además altos, fuertes, her­mosos, pero también justos, se niegan a atacar a otros pueblos, etc. En cambio, Ctesias no tiene inconveniente en identificar la fealdad y la justicia en el mismo pueblo, de modo que las cualidades éticas son independientes de la perfección física. Esto parece indicar que es precisamente a lo largo del siglo V cuando se introduce un progresivo proceso de organización racional de la periferia que convive aún con la indiferenciación precedente. Heródoto, que define lo he­leno por oposición a lo bárbaro, parece inspirado en la lógica necesaria de un mundo bárbaro claramente caótico, definitivamente diferente a la nuclearidad helena; mientras que Ctesias aún convive bien con una etnología de los confines contradictoria, en la que caben pájaros que hablan como los hombres o los an­tropófagos martichoras, seres con fisonomía de león y escorpión, pero con rostro humano. En Ctesias, quizá por las fuentes de las que depende y por su propia concepción del mundo, todavía no está claramente diferenciado el mundo ani­mal y el humano. En cambio, Heródoto requiere un mayor peso de racionalidad, que no elimina la credulidad ingenua, sino que pretende organizar lo irracional. 


Así se explica la desconcertante capacidad de hablar de las palomas de Dódona; también lo hacen las aves de Ctesias, pero las de Dódona se entienden como me­táfora de las mujeres bárbaras, que hablan con un lenguaje, parecido al de las aves, que sólo adquiere sonido humano cuando hablan griego. Con estos procedimientos se hace un mapa de lo propio, por oposición a lo ajeno, del mismo modo que las atribuciones fantásticas permiten señalar lo extraordinario en el seno de la propia cultura. A ello responde la capacidad otorgada a los ani­males para hablar, una peculiaridad exclusiva en el hombre, mediante la cual se establecen referentes internos y externos de liminalidad.


El unicornio


Para Aristóteles los monstruos caracterizados por una fisonomía normal pero de tamaño extraordinario apenas tienen interés. Le llaman la atención las enor­mes serpientes de Libia capaces de atacar a los marineros desde tierra firme y perseguirlos en sus trirremes hasta altamar. En su juventud Aristóteles redactó un tratado, que no se conserva, sobre los animales mitológicos, pero no parece que en su edad adulta se interesara de nuevo por ellos, ya que sólo aparecen circunstancialmente –y en general para negar su existencia- en el Corpus Aristotelicum. Menciona Aristóteles animales que se consideraban extraordinarios, como el asno unicornio, el marticoro y el órix, pero que responden en realidad a animales insólitos en la zoología griega, pues no son otra cosa –según las explicaciones racionalistas- que el rinoceronte indio, el tigre y el órix. Más interés mostró Aristóteles por los monstruos reales, es decir, las malformaciones y anomalías debidas esencialmente a la presencia de miembros supernumerarios o a su carencia, a los siameses, a las despropor­ciones, etc., es decir, aquello que pudiéramos denominar la producción oscura de la biología en la cultura propia. Pero todo ello queda integrado dentro del discurso de la lógica propia de los límites de lo racional y sus cualidades éticas, preocupación evidente en el fundador del Liceo.


La localización de animales monstruosos en los territorios fronterizos tiene como objetivo por un lado destacar la oposición bárbaro/civilizado–centro/periferia–luz/oscuridad–orden/caos y, por otro, mediante la repetición de los monstruos que otrora fueron doblegados en la propia Hélade, se suscitan otros opuestos como pasado/presente –inferior/superior– conocimiento/ignorancia que, en su conjunto, justifican la conquista, la dominación, la ocupación, la in­corporación de esos espacios doblegados a la ecúmene. Y al mismo tiempo, en esa periferia de la ecúmene es posible situar escenarios deseados, otros tiempos, otras culturas que sirven de referente para la perfección social, como la India o la Atlántida, de modo que lo fronterizo es naturalmente de paradójica radicali­dad. El caos y la utopía pueden localizarse en el mismo espacio simbólico, en el más allá de nuestra propia realidad. Ellos son la noche y sus criaturas, que se formalizan en un proceso de construcción intelectual cargado de connotaciones y referencias en las que se asienta el imaginario.


La mantichora


Por otra parte, debemos añadir el fondo psicológico subyacente en la etimo­logía, pues todo monstruo es un signo divino, un fenómeno anómalo portador de una señal sobrenatural, una premonición, un portento (gr. teras = portento y animal monstruoso), cuyos referentes han de ser correctamente elucidados para obrar conforme a la voluntad del dios mandante. Desde luego, la marca del ser nacido con características fisiológicas diferentes a las de sus padres hubo de ser enorme, tanto en sentido positivo como negativo, pues dependía de la deformación y su interpretación causal el que fuera aceptado de una u otra manera. Pero no son las deformidades humanas las que nos interesan en este trabajo, a pesar de que es a ellas a las que mayor atención presta Aristóteles. 


En cualquier caso, los límites de la ecúmene están dibujados no sólo por la luz que frente a la noche arroja el uso del griego, sino también por la presencia de los animales fabulosos que se dispersan por los cuatro puntos cardinales, si­nónimos de la oscuridad y del desconocimiento. Allí, los hombres dejan de serlo en la forma que le es propia a los griegos y por ende conviven con animales que son distintos a los del mundo civilizado. Los árboles, los bosques, las montañas y los paisajes también adquieren dimensiones extraordinarias. El recurso para dar credibilidad a tales fantasías es el de la transmisión oral, pues se trata de te­rritorios no explorados directamente por quien proporciona la noticia, sino que se la ha oído a alguien procedente de aquellos inhóspitos parajes. En este sen­tido adquiere una dimensión especial el viaje de Alejandro, pues habría servido para corroborar cuanto la imaginación precedente había construido, de modo que los historiadores, creadores del mito macedonio, contribuyeron eficazmen­te en la historicidad de la producción imaginaria. Luego llegarán autores más racionalistas como Estrabón para tildar de mentirosos a todos los propagadores de tales fantasías, pero el alimento del imaginario había arraigado ya profunda­mente en la mentalidad colectiva.


La oscuridad de los puntos cardinales está representada por la India, Etiopía, los hiperbóreos y el Océano. En esos confines pueden situarse los productos del imaginario onírico o real, son el asiento y depósito de los opuestos culturales y por ello vamos a dedicarles una mirada puntual. Las mujeres pilosas del Occidente, a las que nos referiremos más abajo, no son más que una pálida sombra de los portentos que la imaginación griega situó en la India, su extremo oriental del mundo conocido. La India había sido ini­cialmente explorada por Escílax de Carianda, un almirante jonio que al servicio del rey persa Darío la recorrió parcialmente, así como las costas del mar Rojo. Su relato sería utilizado, seguramente, por Hecateo de Mileto y Heródoto. Buena parte de los estereotipos dominantes sobre la India fabulosa quedarían establecidos por él, en especial lo concerniente a biotipos insólitos, como los macrocéfalos o los calatias y los padeos, pueblos ambos antropófagos según Heródoto, o los esciápodos, que se hacen sombra con sus propios pies, o las hormigas gigantes productoras de oro de las que se hace eco Heró­doto.


El libro tercero de las Historias de Heródoto, está plagado de datos sobre portentosos animales, en general encargados de proteger los más preciados bienes de los lugareños; así, el incienso se producía en unos árboles guardados por ser­pientes aladas, que sólo se amedrentaban ante el humo de la combustión de una determinada planta; la canela surgía en un lago en el que un tipo de murciélago atacaba a quien no iba completamente cubierto; el cinamomo se encontraba en los nidos de unas aves gigantescas situados en riscos peligrosos a las que sólo se podía vencer ofreciendo grandes trozos de buey cuyo peso hacía caer los nidos y el lédano se hallaba adherido a las barbas de machos cabríos que vivían en parajes pestilentes.


Desde entonces se iría formalizando una imagen de la India dominada por la fascinación de lo ininteligible que se acentúa en Ctesias de Cnido, al que ya he­mos hecho referencia, autor de una obra sobre la India en veintitrés libros, que sólo se conserva por resúmenes posteriores. Su obra, sin duda tremendamente fantasiosa y por ello relegada por la crítica, gozó de abundantes lectores. En ella se describían tanto animales fantásticos como reales, grifos custodios de las montañas de oro, papagayos capaces de imitar la voz humana, asnos unicor­nios, cuyos cuernos servían de recipiente para beber un líquido que acababa con los espasmos y servía de antídoto para los venenos, o un gusano fluvial que ingería bueyes enteros. La misión de todo ello era procurar deleite a sus lec­tores, los griegos metropolitanos entusiasmados por el engrandecimiento de la ecúmene como consecuencia de la colonización y de la apertura de nuevas rutas comerciales, al tiempo que afianzaba una visión optimista en la reivindicación de la Hélade, capaz de generar un espacio de seguridad frente al formidable mundo exterior. Igualmente creativo se manifestó en la descripción de huma­noides monstruosos, como los hombres con unas orejas tan enormes que podían cubrirse con ellas la cara, o aquellos otros que tenían cabeza de perro, los cino­céfalos, o los que carecían de ano, lo que los obligaba a tener una alimentación especial a base de leche y evacuaban vomitando, o los pigmeos -feos, chatos, peludos y con un grueso pene que les llega hasta los tobillos- de los que ya se tenía noticia a través del Egipto faraónico y que parecen haberse desplazado a Asia por el arbitrio del autor. Tanto antes, en Homero, como con posterioridad los pigmeos se habían hecho famosos por sus combates con las grullas, tema recurrente en la musivaria romana. También Ctesias da a conocer hombres con una sola pierna, u otros con ocho dedos en cada mano. En cualquier caso, las anomalías recogidas por los distintos autores se justificaban en gran medida por la proximidad de la India al sol. No en vano aparecía por allí, de modo que la gente sufría quemaduras que obligaban a la intervención de los dioses que enfriaban el aire durante la celebración de sus ceremonias. El sol era, asimismo, responsable del desmesurado tamaño de los animales.


Durante la época imperial romana, la India mantuvo ese halo de tierra de­positaria de todas las clases de mirabilia. Desde luego, la fama de esta India exuberante y bestial arraigó profundamente y sería incrementada tras la campa­ña de Alejandro, lo que contribuye al éxito enorme que esta tradición mantiene en época medieval, tal y como estudió Rudolf Wittkower. Megástenes sería en buena medida responsable de la persistencia de las tradiciones fabulísticas, pues en su tratado perdido sobre la India se recogen no sólo las viejas historietas, sino que se incrementan con otras de su propia cosecha. Megástenes viajó a la India en torno al año 300 a.C. enviado por Seleuco Nicátor, el diádoco que se quedó con la parte asiática del Imperio de Alejandro Estrabón, en época de Augusto, aún reconociendo el carácter fabulador de Megástenes, se sirve de su obra para componer la parte de la India que aparece en el Libro II de su Geografía. Allí se mencionan, por ejemplo, los hombres sin nariz, los pigmeos que luchan contra las grullas, los panotios, aquellos que tienen orejas tan grandes que se tapan con ellas para dormir, los opistodáctilos que tienen los pies al revés, los ástomos que carecen de boca porque se alimentan con el olfato.


Hombres con un solo y enorme pie y un coromanda



A estos datos agrega otros nuevos Pomponio Mela, autor de una Chorogra­phia, es decir, una descripción de la tierra, en época del emperador Claudio, que se hace eco de todos los pueblos extraordinarios y menciona dónde se encuen­tran los animales mitológicos, como el ave Fénix, los lycaones, las esfinges, los pegasos o los grifos, aunque introduce una nota de escepticismo en su descrip­ción. Por cierto, recientemente se ha publicado un libro de extraordi­nario interés en el que se recogen los textos literarios en los que se proporciona información sobre restos óseos gigantescos, a partir de los cuales se podrían ha­ber originado algunos mitos vinculados con animales fantásticos; en efecto, son de enorme relevancia las descripciones de huesos petrificados que suscitaron el interés y la admiración de sus observadores en la Antigüedad. Aunque la Cho­rographia del autor hispano fue muy usada por otros escritores latinos, como Quinto Curcio, Plinio el Viejo o Tácito, apenas tuvo repercusión en la Edad Me­dia, pues sólo se multiplican los manuscritos a partir del siglo XV.


Más repercusión que Mela tuvo la Historia Natural de Plinio, treinta y siete libros en los que de forma no sistemática se recoge buena parte de los saberes de la época. A él se debe la mejor colección de animales y plantas extravagantes. En el libro séptimo describe la raza humana y siguiendo las informaciones de Ctesias, Megástenes, Aristóteles y Onesícrito entre otras fuentes, se refiere de nuevo a los opistodáctilos, a los cinocéfalos, los blemies que tienen la cara en el pecho o los coromandas, tomados de un autor griego, por lo demás desconocido, de nombre Taurón que habría compuesto un tratado fabulístico sobre la India. Estos coromandas eran un pueblo que habitaba los bosques y que en lugar de comunicarse mediante palabras emitían unos alaridos terroríficos; sus cuerpos estaban completamente cubiertos de vello, tenían los ojos blancos y dientes como los de los perros.


En el sur, Egipto no fue objeto de tantas fantasías, quizá porque la presencia griega en el territorio nilótico fue más continua y por ello el imaginario situó en límites más meridionales la presencia de gentes y animales exóticos. Probablemente uno de los topoi más recurrentes son los trogloditas, los habitantes de cuevas, enmarcados en un modelo antropológico preestablecido en el que se destaca su rudimentaria sencillez, su integridad, su desprecio por los bienes materiales y cuantos estereotipos corresponden al “buen salvaje”. Al parecer, la primera mención que de ellos se hace está en la información proporcionada por el ya mencionado Escílax de Carianda, a finales del siglo VI, el cual sitúa a este pueblo rudimentario en las costas del mar Rojo, creando así un lugar común que encontramos reiteradamente reproducido en la literatura de viaje. Heródoto, en el siglo V, menciona a los etíopes trogloditas, pero será Agatárquides de Cnido, a mediados del siglo II a.C., el mejor ejemplo de esta imagen heredada de Nubia y de las orillas meridionales del mar Rojo. En la región de Libia había fama de que unos seres monstruosos de aspecto femenino y crueldad extrema llegaban hasta las Sirtes; aterrorizaban con la mirada a sus víctimas que queda­ban hechizadas, como si de verdaderas gorgonas se tratara. Así las describe ya en época imperial Dion de Prusa.


Las regiones del norte fueron menos proclives a suscitar la imaginación de los griegos, al margen de los famosos hiperbóreos, un pueblo que abarca todas las regiones septentrionales desconocidas al que no se atribuye ninguna cuali­dad especial, si no es su carácter beatífico según Hecateo de Abdera que redactó un Tratado sobre los hiperbóreos a finales del siglo IV a.C. y del que sólo sabemos por una referencia de Diodoro Sículo. Mucho antes, en época arcaica, Aristeas de Proconeso había escrito un poema épico cuyo tema era el viaje al confín septentrional de la ecúmene, donde se localizan los arimaspeos, cuya singularidad más notoria es que sólo tienen un ojo, como los cíclopes, pero a diferencia de éstos tienen numerosos rebaños y su aspecto es agraciado, pues son los más robustos de todos los hombres; junto a ellos, naturalmente, los gri­fos protectores del oro y, mucho más al norte, ya se encuentran los hiperbóreos, de felicísima vida, según el relato transmitido por Heródoto (4.13-16) en el que sigue a Aristeas. No tan lejos, en los límites inmediatos de la Hélade hay otro pueblo sorprendente, las amazonas, las mujeres guerreras que viven sin varones y que son indómitas. Sin embargo, el último héroe griego, el gran Alejandro será capaz de doblegar, no ya por la fuerza, sino por sus encantos, a la reina de las amazonas, Talestris, que permanece junto a él durante trece días y sus respecti­vas noches con la intención de engendrar un hijo.


El grifo


El Occidente también era sobradamente conocido desde tiempos remotos. Al inicio de la presencia griega, a finales del siglo VII, se reubicaron en la Penín­sula Ibérica algunos de los espacios míticos, en especial los correspondientes al ciclo heracleo y Tántalo, es decir, el descenso al Hades y el mundo de la muerte, pues era allí por donde se ocultaba el sol. En el juego de contrarios, Iberia era lo opuesto a la India, pero al ser menos desconocida resultaba más difícil localizar en ella fenómenos maravillosos ya en época helenística. Sin embargo, más allá de la tierra occidental estaba el Océano inmenso capaz de albergar incontrasta­bles fantasías. Cualquier circunstancia es adecuada para introducir un elemento extraordinario que le confiera una dimensión sobrecogedora y espectacular al relato. 


Un ejemplo singular se encuentra en un insólito documento, el denominado Periplo de Hanón. Se trata de la traducción griega del relato de un viaje reali­zado por un general cartaginés allá por el año 500 a.C. con la misión de fundar colonias en el litoral atlántico del norte de África y explorar la riqueza de sus costas. Sólo se conserva un manuscrito, el llamado de Heidelberg, con el texto griego que presume ser una traducción de un original epigráfico cartaginés. Que no se trata de una invención medieval se sabe porque en la Antigüedad este re­lato era conocido, pues aparece reflejado en numerosas obras al menos desde el siglo II a.C. Por otra parte, la historicidad del viaje ha sido puesta en duda reiteradamente, pero para nuestro propósito actual lo importante es constatar cómo en la literatura periplea griega cabían unos seres monstruosos con los que se toparía Hanón al final de su viaje. Por dos veces se mencionan gentes salvajes, con los que la tarea del intérprete se hace inútil. En el segundo caso, se hace referencia a los habitantes de una isla cuyas mujeres eran muy velludas, a las que denominaron “gorilas”. Algunas fueron cazadas y sus pieles colgadas en la empalizada defensiva del campamento, según un relato en el que se entremezcla el horror de lo monstruoso con el miedo generado por las visiones nocturnas.


Y si los pueblos situados en las costas son susceptibles de albergar la alteri­dad más espantosa, el propio Océano es depósito excepcional de seres imagi­narios. Un viejo periplo de probable origen fenicio, pero del que sólo tenemos conocimiento por un extenso poema geográfico del siglo IV d.C., la afamada obra de Avieno, Ora Maritima (Las orillas del mar), alude al viaje de un nave­gante cartaginés, Himilcón, que habría emprendido su viaje exploratorio de la costa atlántica europea al mismo tiempo que Hanón exploraba la africana. A él hace también referencia el naturalista Plinio, que ofrece datos adicionales de interés para el viaje realizado. Pues bien, este Himilcón atribuye al Océano peculiaridades temibles, como la existencia de extensiones enormes de plantas que impiden el avance de los barcos, la ausencia de vientos y los consabidos monstruos marinos. El Océano hervía al ponerse el sol y los vapores resultantes hacían asimis­mo imposible que los marineros se acercaran a observar el portento diario del sol engullido por las aguas. En tales circunstancias no puede extrañar que se fraguara un zoológico monstruoso en aquellas aguas que, como indica Paus­anias, en torno al año 100 a.C., albergaba animales desconocidos en los otros mares. La fama de estas aguas como reservorio de animales imaginarios reaparece en un autor serio y poco dado a las fantasías de antaño. Me refiero, naturalmente, a Tácito, quien en los Anales, al hablar de la campaña del año 16 d.C. en las costas de Germania menciona la existencia de aves inau­ditas, de monstruosos animales marinos, de híbridos mitad humanos mitad animales, que habían sido vistos por los soldados supervivientes. En cualquier caso, el mar fue constante fuente de inspiración para la creación y localización de seres sobrenaturales.


En la transmisión de los conocimientos fabulados de la Antigüedad al Me­dievo desempeña un papel importantísimo la Vida de Apolonio de Tiana redac­tada por Filóstrato ya en el siglo III. Apolonio viaja por todo el orbe y en su recorrido va reviviendo todo el universo imaginario construido por la fantasía grecolatina desde la época arcaica. Los grifos custodios de las montañas del oro, los asnos unicornios, los pigmeos, los cinocéfalos, como elementos más notorios del consabido repertorio, es decir, un verdadero viaje literario como indica Gómez Espelosín. Y, cómo no, la famosa novela de Alejandro, atribui­da falsamente a Calístenes que había acompañado al conquistador macedonio. En realidad se trata de una obra de ficción de época romana, pero que usa un relato helenístico, en la que se da cabida a toda la fantasía generada en torno a Alejandro. No sólo recoge cuanto ayuda a la creación del mito, sino que se hace eco de todas las extravagancias imaginables: Alejandro atraviesa un país cuyos habitantes tienen un tamaño gigantesco con el cuerpo esférico y la cara de león, mientras que otros no tienen vello en todo el cuerpo. En otro lugar vio a un hom­bre completamente velludo que ladraba como un perro, pájaros que al tocarlos despedían fuego, asnos de seis ojos, hombres sin cabeza pero con rostro en el pecho, aves de rostro humano. Esta novela tuvo un éxito extraordinario y se ex­pande por el mundo medieval en el que constituye una de las más importantes fuentes de inspiración para los bestiarios medievales, el primero de los cuales es El Fisiólogo.






Tomado de:
ALVAR EZQUERRA, Jaime (2010): "La construcción del imaginario en la antigüedad: las criaturas de la noche" En: Revista ARYS n° 8. Universidad Carlos III de Madrid, 2009-2010.


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