Sitio divulgativo en relación a las humanidades y ciencias sociales. Un itinerario para el lector comunicado.
23 julio 2023
La sublimación de la experiencia dionisíaca y su función cultural. Conferencia de Diego Sánchez Meca
02 julio 2023
Autobiografía y memorias traumáticas. Leonor Arfuch
Autobiografía
y memorias traumáticas
Leonor Arfuch
La concepción de sujeto que anima nuestra indagación, donde confluyen el psicoanálisis y las ciencias del lenguaje: un sujeto fracturado, constitutivamente incompleto, modelado por el lenguaje y cuya dimensión existencial es dialógica, abierto a (y construido por) un Otro: un otro que puede ser tanto el tú de la interlocución como la otredad misma del lenguaje, y también la idea de un Otro como diferencia radical.
Esta concepción debe mucho a la teoría de Bajtín: la idea de un protagonismo simultáneo de los partícipes de la comunicación, en tanto la cualidad esencial del enunciado es la de ser destinado, dirigirse a un otro, el destinatario -presente, ausente, real o imaginado-, y entonces atender a sus expectativas, anticiparse a sus objeciones, responder, en definitiva, tanto en el sentido de dar respuesta como en el de hacerse cargo de la propia palabra y del Otro, en el sentido fuerte de decir "respondo por ti''. Así, respuesta y responsabilidad se anudan en un plano ético.
Pero estos protagonismos no implican estar en el origen del sentido. Por el contrario, la concepción bajtiniana presenta más de una coincidencia con el psicoanálisis, en especial en su vertiente lacaniana: la idea de un descentramiento del sujeto respecto del lenguaje, al que no domina como un hacedor sino que adviene a él, ocupa un lugar de enunciación habitado por palabras ajenas -aunque pueda hacerlas propias a través del género discursivo que elija y de la expresión de su afectividad-; un sujeto también descentrado respecto de su inconsciente, que aparece como un puro antagonismo, como auto -obstáculo, límite interno que le impide realizar su identidad plena y donde el proceso de subjetivación -del cual las narrativas son parte esencial- no será sino el intento, siempre renovado y fracasado, de "olvidar" ese trauma, ese vacío constitutivo.
Podemos encontrar aquí una de las razones del despliegue sin pausa del espacio biográfico, de esas innúmeras narrativas donde el yo se enuncia para y por un otro -de maneras diversas, también elípticas, enmascaradas-, y al hacerlo pone en forma -y, por ende, en sentido- esa incierta vida que todos llevamos, cuya unidad, como tal, no existe por fuera del relato. Dicho de otro modo: no hay "un sujeto" o "una vida'' que el relato vendría a representar -con la evanescencia y el capricho de la memoria-, sino que ambos -el sujeto, la vida-, en tanto unidad inteligible, serán un resultado de la narración. Antes de la narración -sin ella- sólo habrá ese sordo rumor de la existencia, temporalidades disyuntas en la simultaneidad del recuerdo, la sensación, la pulsión y la vivencia -con su inmediatez y su permanencia, su cualidad fulgurante y la capacidad de expresar, como la mónada, todo un universo-.
Desde esta óptica, la historia de una vida se presenta como una multiplicidad de historias, divergentes, superpuestas, donde ninguna puede aspirar a la mayor representatividad. Y esto no sólo es válido para la autobiografía -que podrá rehacerse varias veces a lo largo de una vida como género reservado a los ilustres de este mundo, sino también para la experiencia cotidiana de la conversación, ese lugar en el que todos somos autobiógrafos. Porque no contamos siempre la misma historia, aunque evoquemos los mismos acontecimientos: cada vez, la situación de enunciación, el género discursivo elegido y el otro, el interlocutor, impondrán una forma del relato que es la que, justamente, hará a su sentido.
En la misma dirección, Hayden White, uno de los exponentes del "giro lingüístico" postulará para la Historia, con mayúscula, no ya un papel meramente representativo de los acontecimientos del pasado -que estarían, cual originales, en algún medio neutral-, sino uno narrativo y, por ende, configurativo: la historia (¿cuál historia?) será también un resultado de la narración.
Ese rol configurativo del lenguaje es capital en relación con las narrativas que nos ocupan: el yo como marca gramatical que opera en la ilusoria unidad del sujeto, la forma del relato, que traza los contornos de lo decible dejando siempre el resto de lo inexpresable. En ese límite, la narrativa permite el despliegue de la temporalidad, esa cualidad humana del tiempo que no es aprehensible en singular y que el relato inscribe en tanto experiencia de los sujetos. Un tiempo narrativo, que Paul Ricoeur imagina en sintonía con una identidad narrativa, como figura del intervalo, de la oscilación entre dos polos, lo mismo (mismidad) y lo otro (ipseidad), entre el anclaje necesario del (auto) reconocimiento y la permanencia, y aquello cambiante, abierto a la temporalidad: una identidad no esencial, relacional, que se deslinda también en la otredad del "sí mismo''.
El concepto de identidad narrativa, aplicable tanto a individuos como a una comunidad -familia, grupo, nación-, permite aproximarnos a las narrativas -literarias, históricas, memoriales, biográficas- para considerarlas no solamente en cuanto a su potencialidad semiótica, ya sea lingüística o visual, sino también -y sobre todo- en su dimensión ética, en aquello que nos habla de la peripecia del vivir, de la rugosidad del mundo y de la experiencia, y fundamentalmente de la relación con los otros.
Lo biográfico, la memoria.
Si de algún modo las narrativas del yo nos constituyen en los efímeros sujetos que somos, esto se hace aún más perceptible en relación con la memoria en su intento de elaboración de experiencias pasadas, y muy especialmente de experiencias traumáticas. Allí, en la dificultad de traer al lenguaje vivencias dolorosas que están quizá semiocultas en la rutina de los días, en el desafío que supone volver a decir, donde el lenguaje, con su capacidad performativa, hace volver a vivir, se juega no solamente la puesta en forma -y en sentido- de la historia personal, sino también su dimensión terapéutica -la necesidad de decir, la narración como trabajo de duelo- y fundamental mente ética, por cuanto restaura el circuito de la comunicación -en presencia o en la "ausencia" que supone la escritura- y permite escuchar, casi corporalmente, con toda su carga significante en térm inos de responsabilidad por el Otro. Pero también permite franquear el camino de lo individual a lo colectivo: la memoria como paso obligado hacia la Historia.
Ese largo camino del decir ha caracterizado las últimas décadas en Argentina, donde las narrativas testimoniales y autobiográficas han sido esenciales para la elaboración de la experiencia de la última dictadura militar. En la primera etapa, luego del retorno a la democracia en 1983, fueron netamente testimoniales: la emergencia del horror en las voces de víctimas, sobrevivientes, familiares, testigos y hasta represores, convocadas por una comisión de notables, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), que luego se transformaron en pruebas para la justicia. En un segundo momento, se sumó la memoria de la militancia de los años setenta, que recuperaba la dimensión de lo político, su apuesta por un cambio radical, ya sea en la actividad de los movimientos de base como en la de los grupos guerrilleros que operaban en la clandestinidad. Fueron así surgiendo otras memorias, donde ambas figuras, el militante y la víctima, a menudo sin neta distinción -o tomados en su devenir, entre ascenso y "caída" - , aparecían en historias entramadas con hechos y personajes "reales" o apenas ficcionalizados, según diversos géneros y modalidades: entrevistas, biografías, autoficciones, novelas con pretensión autobiográfica, confesiones, relatos de ficción con marcas inequívocas de la experiencia.
En esta diversidad de géneros, incluso el recurso a la ficción, sin pretensión autobiográfica, se presentaba en muchos casos con un sesgo testimonial. Como si hablar de ese pasado todavía presente sólo fuera posible restituyendo la voz -aun idealmente- a sus protagonistas en su inmediatez, en ese grado cero en el cual, como afirmara Derrida, "no hay testigo para el testigo''. Voces que quizá franquearían la distancia de la experiencia y resistirían a su pérdida, poniendo en escena esa figura esquiva del narrador cuyo ocaso, junto con el de la narración a voz viva, inquietara a Benjamin hace ya varias décadas.
Más tarde apareció un cine con fuerte carga autobiográfica -abordado por varios hijos de desaparecidos-, filmes que van desde relatos clásicos .que pretenden recuperar -o aun cuestionar- esa vida escamoteada de los padres, buscarle un sentido, a otros, autorreferenciales pero elaborados con distancias "brechtianas".
En un tercer momento, a más de treinta años, estas memorias diversas conviven con autocríticas, con debates encarnizados sobre la violencia política de los años setenta, con una profusa investigación académica que ha producido una importante bibliografía, con la creación en distintas ciudades de archivos de la memoria que atesoran todo tipo de materiales, incluidos los archivos biográficos que las Abuelas de Plaza de Mayo construyen, con datos y objetos diversos, para entregar a los nietos "recuperados" como una primera aproximación a la historia de sus padres.
Ha llegado también el momento de discutir las políticas públicas de la memoria, de instaurar sitios memoriales y monumentos, de abrir a la visita los espacios sórdidos del horror, los ex centros clandestinos de detención, que fueron campos de concentración y también de exterminio, muchos de ellos en el corazón de las ciudades -apenas un delgado muro separaba a veces esos lugares de tortura, vejación y sufrimiento de la algarabía de la calle, la vida cotidiana de la gente, el tránsito normal hacia el trabajo o el ocio-, con el propósito de ofrecer una visión ejemplarizadora tanto para quienes vivieron la época como para la posteridad. Políticas de la memoria que conviven, en curiosa sintonía, con la (re)apertura de los juicios luego de la derogación de las leyes de impunidad, juicios orales y públicos que movilizan gran cantidad de asistentes y manifestaciones callejeras, coberturas mediáticas, opiniones encontradas, debates, en definitiva, un presente continuo de la actualidad que hace dudosa la denominación de "historia reciente':
Así, hablar de narrativas de la memoria, o de lugares de memoria, lejos está de la univocidad, de remitir simplemente a un conglomerado de voces o a ciertas materialidades que están allí, dóciles a la percepción o a la emoción, marcadas por la obligación ética de la memoria, que es, a esta altura de la civilización, casi un deber universal aunque desigualmente acatado. Por el contrario, la pugna por el sentido de los hechos -por el sentido de la historia- es casi cotidiana y hay divergencias inclusive entre quienes están sin duda del lado de las víctimas y de los derechos humanos tan seriamente vulnerados. Amén de las "contramemorias", que , como la célebre disputa de los historiadores en Alemania, intentan negar existencia y gravedad a los hechos o justificarlos bajo arteras equiparaciones entre la violencia de la lucha armada y el terrorismo de Estado," o bien abogan por un pasado "reconciliado''.
Si el conflicto es inherente a toda afirmación de una memoria colectiva, la experiencia argentina pone también en evidencia los dilemas de la memoria o bien la memoria como dilema, no solamente por sus con tenidos, por lo que ella trae al presente de la enunciación, por la vivencia herida en cuerpo y alma de quienes recuerdan, sino también por las formas que adopta esa evocación y las diferencias irreductibles de los puntos de vista. Porque no se trata simplemente de escamotearle retazos al olvido sin o de articular, trabajosamente, afecto, imaginación y reflexión. Aquí las modalidades del decir marcan fuertemente la dimensión ética de lo dicho: la posición del enunciador, su papel en la trama, su (auto)valoración, l a posibilidad de elaboración y de distancia crítica.
En tanto esas memorias son, por definición, inagotables, su proliferación puede producir también un efecto contrario, una saturación que lleve al límite de lo asimilable. Algo de eso ha sucedido -o viene sucediendo- con esta historia que todavía no es una: el testimonio y l a autobiografía, que expanden sus límites para cobijar todo tipo de recuerdos personales; el anclaje en la primera persona, que aparece, más allá de la autorreferencia, como prestigio de la palabra autorizada y razón suficiente de justificación histórica. Si bien esa exacerbación merece un análisis crítico, podría pensarse que en la emergencia quizá excesiva de esos "yo" se juega precisamente la propia figura de la desaparición: el silencio de los destinos, el vacío de los cuerpos , la penuria de los documentos -escamoteados, ocultos, destruidos-, las identidades apropiadas, esa fractura ir reparable en la idea misma de comunidad. Voces que dan cuenta de otras voces, acalladas, cuyos rostros nos siguen interpelando desde miles de fotografías, solicitando algo a la mirada, más allá de la rememoración: el tratar de responder de algún modo a esa pregunta, por demás perturbadora, de ¿cómo fue posible?
Pero hay también en la figura de la desaparición, en esa lógica implacable de aniquilamiento, otra singularidad: el ultraje al corazón del hogar, la irrupción violenta, el secuestro o asesinato de los padres frente a sus hijos y en ocasiones el rapto de los niños, el involucramiento liso y llano o la amenaza perpetua sobre las familias. Así, en ese incierto camino que comenzó con un enunciado imposible, aparición con vida: se fue desplegando lo que podríamos llamar una matriz genealógica de la memoria: Madres, Abuelas, Familiares, Hijos, Hermanos, nombres de las distintas agrupaciones concernidas por fines similares, donde también se juega la búsqueda y recuperación de los Nietos ilícitamente apropiados. Una memoria signada por la trama familiar pero afianzada institucionalmente, quizá un rasgo único entre los países de América Latina afectados también por experiencias dictatoriales en el pasado o violencias militares en el presente. En esa trama puede entenderse la fuerte identificación de jóvenes que, más allá de su eventual compromiso con los derechos humanos, irrumpen en la literatura, el cine, el teatro y las artes visuales como hijos de desaparecidos o nietos recuperados, una nominación que de algún modo marca en su obra la herencia y, en general, el orgullo de esa herencia, atemperado a veces por el dolor de la ausencia o por cierta culpabilización hacia esos padres por no haberlos antepuesto al deber militante. La creación artística deviene así una de las formas del trabajo de duelo.
Sin embargo, la impronta biográfica y testimonial de estas narrativas, que dan cuenta de experiencias vividas y aluden a hechos y personajes reales, no debe hacer olvidar la ya clásica distinción entre autor y narrador, que la teoría literaria instauró hace décadas y que comprende incluso a la autobiografía aunque ésta juegue a identificar ambas figuras. Así, más allá del grado de veracidad de lo narrado, de los propósitos de autenticidad o la fidelidad de la memoria -registros esenciales en el plano ético-, se tratará siempre de una construcción, en la que el lenguaje o la imagen -o ambos- imprimen sus propias coordenadas según las convenciones del género discursivo elegido -y sus posibles infracciones-, un devenir donde otras voces hablan -inadvertidamente- en la propia voz, sujeto a las insistencias del inconsciente y a la caprichosa asociación delos recuerdos. El yo narrativo no es necesariamente autobiográfico -aun que se presente como tal- y el yo autobiográfico no tiene patente de inequívoca unicidad por más que intente -y crea- contar siempre la misma historia: la iterabilidad derrideana pone en evidencia esa paradoja de ser el mismo y otro cada vez, en la deriva del lenguaje y la temporalidad, en el deslizamiento del discurso y lo ingobernable de su apropiación en la lectura o en la escucha, donde quizá hace sentido precisamente aquello no marcado, lo inesperado, lo relegado, el silencio .
Tal vez, lo que importe es encontrar un yo (que narra), y no el yo que se desplegaría en plenitud en el umbral de la enunciación. Un yo que presta un rostro a aquello que no lo tiene por sí mismo, como la figura retórica de la prosopopeya, que Paul de Man asociara a la autobiografía: una máscara que viene a ocupar el lugar de una ausencia, que dota de rostro y voz a lo que no es previamente un yo. Dicho de otro modo, un yo que no es sino su propia representación.
Estos resguardos teóricos -que no cuestionan la validez del testimonio como verdad del sujeto, prueba para una acusación, documento- quizá permitan ver, en esa multiplicación de narrativas, la falta como síntoma -los que faltan- y los rodeos reiterados a través de los cuales el trauma- la experiencia traumática- intenta decir lo indecible, aquello que escapa a toda simbolización, el resto, lo Real, en términos lacanianos. Un "decir todo" exacerbado porque "todo" no puede decirse.
En ese "decir todo" está el detalle aterrador de la tortura, la violación , el sufrimiento. Detalle que, lejos de lo morboso, se instituyó en necesidad de prueba ante un tribunal, atestación del delito para la intervención de la justicia, y también documento para el registro de la historia. En este punto, los testimonios de los sobrevivientes de los campos en Argentina se aproximan a los de la Alemania nazi. Llevados a decir, más allá de la necesidad imperiosa de reconfigurar una subjetividad arrasada, para dar cuenta de aquello que los tiene como únicos testigos -el propio cuerpo como prueba- , de lo que excede toda imaginación y deja las preguntas sin respuesta: esa aptitud humana para la crueldad, el escarnio, la vejación , la in fracción de todo límite. Es notable en los testimonios esa minucia del detalle, que va incluso más allá del umbral del pudor y que responde tanto al contrato de veridicción del testimonio -dar pruebas de una verdad que puede ser increíble- como a la propia restauración ante la culpa por haber sobrevivido.
Este último aspecto, ligado a una suerte de sospecha social por esa supervivencia -sobre todo entre militantes-, constituye un tema recurrente en los relatos. La figura del traidor -aquel que accedió a "colaborar" con el represor y por eso salvó su vida- está presente tanto en el testimonio como en la ficción, aunque con diversas gradaciones: quienes fueron obligados a realizar ciertas tareas dentro de los campos, quienes establecieron relaciones amorosas con el represor, quienes cambiaron lisa y llanamente de bando. La condena moral sin atenuantes se impone en muchos casos a una evaluación más distanciada, sobre todo respecto de la experiencia de los límites: cuánto de la voluntad y de la decisión puede jugarse en cautiverio, bajo constante amenaza de muerte, en condiciones de extrema incertidumbre. Esa "vida precaria" tomando la expresión de Judith Butler, en la cual no solamente la tortura se repetía por tiempos incontables, no sólo las condiciones eran infrahumanas sino que además no había ninguna previsión de los destinos, de saber quiénes, y por qué razones, iban a ser o no "trasladados" cada día, una de las metáforas de la muerte.
La experiencia extrema de los campos pudo así ser narrada por los sobrevivientes. Algunos tuvieron la opción de salir del país; otros, una liberación gradual y vigilada. Más allá de los testimonios que, al regreso de la democracia, dieron lugar al Nunca más, muchos de los cuales se repitieron durante las largas sesiones del Juicio a las ex Juntas Militares en 1985 , hubo una posteridad de esa memoria, que fue aflorando con los años y que se tradujo en diversas narrativas. Nos interesaron en particular algunas escrituras de mujeres, quizá por solidaridad de género, quizá porque nos suscitaron las preguntas más acuciantes.
Tomado de:
ARFUCH, Leonor (2013): Memoria y autobiografía. Exploraciones en los límites. Buenos Aires, FCE, pp.74-83.
30 junio 2023
El cuerpo, el apitalismo y la reproducción de la fuerza de trabajo. Silvia Federici
El cuerpo, el capitalismo y la reproducción de la fuerza de trabajo
Silvia Federici
No hay duda de que el cuerpo está hoy en el centro del discurso político, disciplinario y científico, con el intento de redefinir sus principales cualidades y posibilidades en cada campo. Es la esfinge a la que debe interrogarse y lo que debe ponerse en práctica hacia el cambio social e individual. Sin embargo, es casi imposible articular una visión coherente del cuerpo sobre la base de las teorías más acreditadas en el ámbito intelectual y político. Por un lado, tenemos las formas más extremas de determinismo biológico, con la asunción del ADN como el deus absconditus (dios oculto) que presumiblemente determina, a nuestras espaldas, nuestra vida fisiológica y psicológica. Por otro lado, tenemos teorías (feministas, trans) que nos animan a descartar todos los factores "biológicos" a favor de las representaciones performativas o textuales del cuerpo y a abrazar, como parte constitutiva de nuestro ser, nuestra creciente asimilación con el mundo de las máquinas.
Sin embargo, una tendencia común es la ausencia de un punto de vista desde el cual identificar las fuerzas sociales que están afectando nuestros cuerpos. Con una obsesión casi religiosa, la biología circunscribe el área de actividad significativa a un mundo microscópico de moléculas, cuya constitución es tan misteriosa como la del pecado original. En lo que respecta a quienes estudian la biología, llegamos a este mundo ya contaminado, predispuesto, predestinado o a salvo de enfermedades, porque todo está en el ADN que un dios desconocido nos ha asignado. En cuanto a las teorías discursivas y performativas del cuerpo, ellas también guardan silencio sobre el terreno social a partir del cual se generan ideas sobre el cuerpo y las prácticas corporales. Quizás existe el temor de que la búsqueda de una causa unitaria nos pueda cegar ante las diversas formas en que nuestros cuerpos articulan nuestras identidades y relaciones con el poder. También existe una tendencia, recuperada desde Foucault, de investigar los "efectos" de los poderes que actúan sobre nuestros cuerpos en lugar de sus fuentes. Sin embargo, sin una reconstrucción del campo de fuerzas en el que se mueven, nuestros cuerpos han de permanecer ininteligibles o han de desencadenar visiones desconcertantes de sus operaciones. ¿Cómo, por ejemplo, podemos imaginar "ir más allá de lo binario" sin comprender su utilidad económica, política y social dentro de sistemas particulares de explotación y, por otro lado, comprender las luchas por las cuales se identifican las identidades de género que se transforman continuamente? ¿Cómo hablar de nuestro "performance" de género, raza y edad sin un reconocimiento de la compulsión generada por formas específicas de explotación y castigo?
Debemos identificar el mundo de las políticas antagónicas y las relaciones de poder mediante las cuales nuestros cuerpos están constituidos y repensar las luchas que han tenido lugar en oposición a la "norma" si queremos idear estrategias para el cambio.
Este es el trabajo que realicé en Calibán y la bruja (2004), donde examiné cómo la transición al capitalismo cambió el concepto y el tratamiento del "cuerpo", argumentando que uno de los principales proyectos del capitalismo ha sido la transformación de nuestros cuerpos en máquinas de trabajo. Esto significa que la necesidad de maximizar la explotación del trabajo vivo, también a través de la creación de formas diferenciadas de trabajo y coerción, ha sido el factor que más que ningún otro ha moldeado nuestros cuerpos en la sociedad capitalista. Este enfoque ha contrastado conscientemente con el de Foucault, que arraiga los regímenes disciplinarios a los que el cuerpo fue sometido al comienzo de la "era moderna" en el funcionamiento de un "Poder" metafísico que no se identifica mejor en sus propósitos y objetivos.
En contraste con Foucault, también he argumentado que no tenemos una sino múltiples historias del cuerpo, es decir, múltiples historias de cómo se articuló la mecanización del cuerpo, pues las jerarquías raciales, sexuales y generacionales que el capitalismo ha construido desde su inicio descartan la posibilidad de un punto de vista universal. Por lo tanto, la historia del "cuerpo" debe contarse entretejiendo las historias de las personas que fueron esclavizadas, colonizadas o convertidas en asalariadas o en amas de casa no remuneradas, y las historias de las niñas/es, teniendo en cuenta que estas clasificaciones no son mutuamente excluyentes y que nuestra sujeción a los "sistemas de dominación entrelazados" siempre produce una nueva realidad. Agregaría que también necesitamos una historia del capitalismo escrita desde el punto de vista del mundo animal y, por supuesto, de las tierras, los mares y los bosques.
Necesitamos mirar "el cuerpo" desde todos estos puntos de vista para comprender la profundidad de la guerra que el capitalismo ha librado contra los seres humanos y la "naturaleza", y para diseñar estrategias capaces de poner fin a tal destrucción. Hablar de guerra no es asumir una totalidad original ni proponer una visión idealizada de la "naturaleza". Es para resaltar el estado de emergencia en el que vivimos actualmente y cuestionar, en una época que promueve la reestructuración de nuestros cuerpos como un camino hacia el empoderamiento social y la autodeterminación, los beneficios que podemos derivar de políticas y tecnologías que no son controlados desde abajo. En realidad, antes de celebrar nuestro devenir en cyborgs, debemos reflexionar sobre las consecuencias sociales del proceso de mecanización que ya hemos experimentado. De hecho, es ingenuo imaginar que nuestra simbiosis con máquinas necesariamente da como resultado una extensión de nuestros poderes e ignorar las limitaciones que las tecnologías imponen a nuestras vidas y su uso cada vez mayor como medio de control social, así como el costo ecológico de su producción.
.
El capitalismo ha tratado nuestros cuerpos como máquinas de trabajo porque es el sistema social que más sistemáticamente ha hecho del trabajo humano la esencia de la acumulación de riqueza y lo más necesario para maximizar su explotación. Eso lo ha logrado de diferentes maneras: con la imposición de formas de trabajo más intensas y uniformes, así como con múltiples regímenes e instituciones disciplinarias y con terror y rituales de degradación. Ejemplares fueron aquellas que en el siglo XVII se impusieron a personas reclusas de las casas de trabajo holandesas, quienes se vieron obligadas a pulverizar bloques de madera con el método más atrasado y agotador, sin ningún propósito útil, sino el de que se les enseñara a obedecer órdenes externas y experimentar en cada fibra de sus cuerpos su impotencia y sujeción.
Otro ejemplo de los rituales de rebajamiento empleados para romper la voluntad de resistencia de la gente fueron los impuestos, desde principios del siglo XX, por médicos en Sudáfrica, a las personas africanas destinadas a trabajar en las minas de oro. Bajo la apariencia de "pruebas de tolerancia al calor" o "procedimientos de selección", se les ordenó que se desnudaran, se alinearan y palaran rocas y luego se sometieran a exámenes radiográficos o a mediciones con cinta y balanzas, todo bajo la mirada de médicos forenses, quienes con frecuencia permanecieron invisibles para la gente evaluada. El objetivo del ejercicio supuestamente era demostrar a futuras trabajadoras/es el poder soberano de la industria minera e iniciar a la gente africana en una vida en la que se le privaría de cualquier dignidad humana.
En el mismo periodo, en Europa y Estados Unidos, los estudios de tiempo y movimiento del taylorismo —que luego se incorporaron a la construcción de la línea de ensamblaje— convirtieron la mecanización de los cuerpos de las trabajadoras/es en un proyecto científico, a través de la fragmentación y atomización de tareas, la eliminación de cualquier elemento decisivo del proceso de trabajo y, sobre todo, el despojo del trabajo en sí de cualquier conocimiento y factor de motivación. El automatismo, sin embargo, también ha sido el producto de una vida laboral de repetición infinita, una vida "sin salida", como el de nueve a cinco en una fábrica u oficina, donde incluso las vacaciones se vuelven mecanizadas y rutinarias, debido a sus limitaciones de tiempo y previsibilidad.
Sin embargo, Foucault tenía razón: la "hipótesis represiva" no es suficiente para explicar la historia del cuerpo en el capitalismo. Tan importante como lo reprimido han sido las "capacidades" que se desarrollaron. En Principios de economía (1890), el economista británico Alfred Marshall celebró las capacidades que la disciplina capitalista ha producido en la fuerza laboral industrial, declarando que pocas poblaciones en el mundo eran capaces de lo que en ese momento podían hacer personas trabajadoras europeas. Elogió la "habilidad general" de quienes trabajaban en industrias para seguir haciéndolo continuamente, durante horas, en la misma tarea, para recordar todo, para recordar, mientras realizan una tarea, cuál debería ser la siguiente, para trabajar con instrumentos sin romperlos, sin perder el tiempo, tener cuidado al manejar maquinaria costosa y constante, incluso haciendo las tareas más monótonas. Estas, argumentó, eran habilidades únicas que pocas personas en todo el mundo poseían, lo que demuestra, en su opinión, que incluso el trabajo que parece no calificado en realidad es altamente calificado.
Marshall no dijo cómo se creó este personal maquinista tan maravilloso. No dijo que las personas debían ser separadas de la tierra y aterrorizadas con torturas y ejecuciones ejemplares. A los vagabundos les cortaron las orejas. Las prostitutas fueron sometidas a "submarinos", el mismo tipo de tortura a la que la CIA y las Fuerzas Especiales de Estados Unidos someten a quienes acusan de "terrorismo". Atadas a una silla, las mujeres sospechosas de comportamiento inapropiado fueron sumergidas en estanques y ríos hasta el punto de casi ser asfixiadas. Personas esclavizadas fueron azotadas hasta arrancarles la carne de los huesos; se las quemó, mutiló y dejó bajo un sol abrasador hasta que sus cuerpos se pudrieron.
Como he argumentado en Calibán y la bruja, con el desarrollo del capitalismo no solo "se clausuraron" los campos comunales, sino también el cuerpo. Pero este proceso ha sido diferente para hombres y mujeres, de la misma manera que ha sido diferente para quienes su destino fue la esclavitud y para quienes fueron sometidas y sometidos a otras formas de trabajo forzado, incluido el asalariado.
Las mujeres, en el desarrollo capitalista, han sufrido un doble proceso de mecanización. Además de ser sometidas a la disciplina del trabajo, remunerado y no remunerado, en plantaciones, fábricas y hogares, han sido expropiadas de sus cuerpos y convertidas en objetos sexuales y máquinas de reproducción.
La acumulación capitalista (como reconoció Marx) es la acumulación de trabajadoras/es. Esta fue la motivación que impulsó el comercio de esclavas/es, el desarrollo del sistema de plantación y, según he argumentado, las cazas de brujas que tuvieron lugar en Europa y el "Nuevo Mundo". A través de la persecución de las "brujas", las mujeres que querían controlar su capacidad reproductiva fueron denunciadas como enemigas de las niñas/es y, de diferentes maneras, sometidas a una demonización que ha continuado hasta el presente. En el siglo XIX, por ejemplo, quienes defienden el "amor libre", como Victoria Wood, recibieron el calificativo, en la prensa estadounidense como personas satánicas, representadas con las alas del diablo y demás atributos. Hoy también, en varios estados de Estados Unidos, las mujeres que acuden a una clínica para abortar tienen que abrirse paso a través de masas de "pro-vidas" que gritan "asesinas de bebés " y las persiguen, gracias a un fallo de la Corte Suprema, hasta la puerta de la clínica.
En ningún lugar el intento de reducir los cuerpos de las mujeres a máquinas ha sido más sistemático, brutal y normalizado que en la esclavitud. Mientras se les exponía a constantes asaltos sexuales y al dolor abrasador de ver a su progenie vendida como esclava, después de que Inglaterra prohibió el comercio de esclavas/es en 1807, las mujeres esclavizadas en Estados Unidos se vieron obligadas a procrear para alimentar una industria de cría, con su centro en Virginia. Thomas Jefferson hizo todo lo posible para que el Congreso de Estados Unidos limitara la importación de personas esclavizadas de África, a fin de proteger los precios de esclavas/es que procrearían las mujeres en las plantaciones de Virginia. "Considero", escribió, "a una mujer que trae a un ser humano, cada dos años, más rentable que el mejor hombre de la granja. Lo que ella produce es una adición al capital, mientras que sus labores desaparecen en el mero consumo”.
Aunque en la historia de Estados Unidos ningún grupo de mujeres, fuera de la esclavitud, se ha visto directamente obligado a tener descendencia, con la criminalización del aborto, la procreación involuntaria y el control estatal del cuerpo femenino se han institucionalizado. El advenimiento de la píldora para control de la natalidad no ha alterado decisivamente esta situación. Incluso en países donde se ha legalizado el aborto, se han introducido restricciones que dificultan el acceso a muchas mujeres. Esto se debe a que la procreación tiene un valor económico que de ninguna manera se ve afectado debido al mayor poder tecnológico del capital. De hecho, es un error suponer que el interés de la clase capitalista en el control sobre la capacidad reproductiva de las mujeres puede estar disminuyendo debido a su capacidad para reemplazar a trabajadoras/es con máquinas. A pesar de su tendencia a despedir a trabajadoras/es y crear "poblaciones excedentes", la acumulación de capital aún requiere mano de obra humana. Solo el trabajo crea valor, las máquinas no. El crecimiento mismo de la producción tecnológica es posible gracias a la existencia de desigualdades sociales y la intensa explotación de trabajadoras/es en el "Tercer Mundo". Lo que está desapareciendo hoy es la compensación por el trabajo que en el pasado se realizó, no el trabajo en sí. El capitalismo necesita a quienes trabajen; también, a quienes consuman, y a personal militar. Por lo tanto, el tamaño real de la población sigue siendo una cuestión de gran importancia política. Es por eso por lo que, como lo ha demostrado Jenny Brown en su Birth Strike (2018), se imponen restricciones al aborto. Es tan importante para la clase capitalista controlar los cuerpos de las mujeres que, como hemos visto, incluso en Estados Unidos, donde en la década de 1970 se legalizó el aborto, los intentos de revertir esta decisión continúan hasta nuestros días. En otros países, Italia, por ejemplo, la escapatoria está otorgando al personal médico la posibilidad de convertirse en "objetoras y objetores de conciencia", con el resultado de que muchas mujeres no pueden abortar en las localidades donde viven.
Sin embargo, el control sobre los cuerpos de las mujeres nunca ha sido un asunto puramente cuantitativo. Siempre, el Estado y el capital han tratado de determinar quién puede reproducirse y quién no. Por eso, simultáneamente tenemos restricciones sobre el derecho al aborto y la criminalización del embarazo, en el caso de las mujeres de las que se espera que generen "alborotadoras/es". No es accidental, por ejemplo, si desde la década de 1970 hasta la de 1990, a medida que las nuevas generaciones de personas africanas, indias y otros sujetos descolonizados estaban llegando a la era política, exigiendo una restitución de la riqueza que los europeos habían robado a sus países, se organizó una campaña masiva para contener lo que se definió como "explosión demográfica" en todo el antiguo mundo colonial, con la promoción de la esterilización y los anticonceptivos, como Depo Provera, Norplant, los DIU que, una vez implantados, las mujeres no podían controlar. A través de la esterilización de las mujeres en el antiguo mundo colonial, el capital internacional ha intentado contener una lucha mundial por las reparaciones; de la misma manera que, en Estados Unidos, los sucesivos gobiernos han tratado de bloquear la lucha de liberación de negras/es a través del encarcelamiento masivo de millones de jóvenes hombres y mujeres negras.
Como cualquier otra forma de reproducción, la procreación también tiene un claro carácter de clase y está racializada. Relativamente pocas mujeres en todo el mundo pueden decidir hoy si tienen hijas/es y las condiciones en las cuales tenerlos. Mientras el deseo de procreación de las mujeres blancas y ricas ahora se eleva al rango de un derecho incondicional, para ser garantizado a toda costa, las mujeres negras, a quienes les resulta más difícil tener cierta seguridad económica, son excluidas y penalizadas si tienen una hija/e. Sin embargo, la discriminación que enfrentan tantas mujeres negras, inmigrantes y proletarias en el camino a la maternidad no debe interpretarse como una señal de que el capitalismo ya no está interesado en el crecimiento demográfico. Como dije anteriormente, el capitalismo no puede prescindir de trabajadoras/es. La fábrica sin trabajadoras/es es una farsa ideológica destinada para asustar a quienes trabajan en el sometimiento. Si la mano de obra fuera eliminada del proceso de producción, el capitalismo probablemente colapsaría. La expansión de la población es en sí misma un estímulo para el crecimiento; por lo tanto, ningún sector del capital puede ser indiferente a si las mujeres deciden procrear.
Este punto se destaca con fuerza en Birth Strike, donde Jenny Brown analiza minuciosamente la relación de la procreación con todos los aspectos de la vida económica y social, demostrando de manera convincente, que hoy las políticas y políticos se preocupan por la disminución mundial de la tasa de natalidad, la cual interpreta ella como una huelga silenciosa. Brown sugiere que las mujeres deberían aprovechar conscientemente esta preocupación para negociar mejores condiciones de vida y trabajo. En otras palabras, sugiere que usemos nuestra capacidad de reproducirnos como una herramienta de poder político. Esta es una propuesta tentadora. Es tentador imaginar a las mujeres en huelga abierta, de nacimientos, y declarando, por ejemplo, que "no traeremos más bebés a este mundo hasta que las condiciones que les esperan cambien drásticamente". Digo "abierta” porque, como lo documenta Brown, ya se está produciendo un rechazo amplio pero silencioso de la procreación. La disminución mundial de la tasa de natalidad, que ha alcanzado su punto máximo en países como Italia y Alemania desde el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, ha sido el signo de esta huelga de producción. La tasa de natalidad ha estado disminuyendo durante algún tiempo también en Estados Unidos. Las mujeres de hoy tienen menos hijas/es porque significa menos trabajo doméstico, menos dependencia de los hombres o un trabajo, porque se niegan a ver sus vidas consumidas por los deberes maternos, o no desean reproducirse y, especialmente en Estados Unidos, porque no tienen acceso a los anticonceptivos y al aborto. Sin embargo, es difícil ver cómo se podría organizar una huelga abierta. Muchas niñas/es no se planean ni se desean. Además, en muchos países, tener descendencia es una póliza de seguro para el futuro de las mujeres. En países donde no hay seguridad social ni sistema de pensiones, tener una niña/e puede ser la única posibilidad de supervivencia y la única forma en que una mujer puede tener acceso a la tierra o pueda obtener reconocimiento social. Las niñas/es también pueden ser una fuente de alegría, con frecuencia la única riqueza que tiene una mujer. Nuestra tarea, entonces, no es decirles a las mujeres que no deberían tener descendencia, sino asegurarnos de que las mujeres puedan decidir si tenerla y asegurarnos de que la maternidad no nos esté costando la vida.
El poder social que la maternidad potencialmente brinda a las mujeres es quizás la razón por la cual, bajo el pretexto de combatir la infertilidad y brindarles más opciones, el personal médico se esfuerza por reproducir la vida fuera del útero. Esta no es una tarea fácil. A pesar de que se habla mucho de "bebés de probeta", la "ectogénesis" sigue siendo una utopía médica. Pero la fertilización in vitro (FIV), la detección genética y otras tecnologías reproductivas están allanando el camino para la creación de úteros artificiales. Algunas feministas pueden aprobarlo. En la década de 1970, feministas como Shulamith Firestone aclamaron el día en que las mujeres serían liberadas de la procreación, lo que ella consideró la causa de una historia de opresión. Pero esta es una posición peligrosa. Si el capitalismo es un sistema social injusto y explotador, es preocupante pensar que en el futuro los planificadores capitalistas podrían ser capaces de producir el tipo de seres humanos que necesitan.
No más que poseer un útero o un seno es la capacidad de dar a luz una maldición, de la cual debe liberarnos la profesión médica (que nos ha esterilizado, lobotomizado, ridiculizado cuando lloramos de dolor al dar a luz). Tampoco la maternidad es un acto que performa el género. Más bien, debe entenderse como una decisión política y de valor. En una sociedad de autogobierno y autónoma, tales decisiones se tomarían en consideración de nuestro bienestar colectivo, los recursos disponibles y la preservación de la naturaleza. Hoy también tales consideraciones no pueden ser ignoradas, pero la decisión de tener descendencia también debe verse como un rechazo a permitir que los planificadores del capital decidan quién puede vivir y quién debe morir o ni siquiera pueda nacer.
Tomado de:
FEDERICI, Silvia (2022): Más allá de la periferia de la piel. Repensar, reconstruir y recuperar el cuerpo en el capitalismo contemporáneo. Traducción de Gabriela Huerta Tamayo. Toronto, Ed, Corte y confección, pp. 15-28.
29 mayo 2023
La piel de los libros. Irene Vallejo
La piel de los libros
Irene Vallejo
Antes de la invención de la imprenta, cada libro era único. Para que existiera un nuevo ejemplar, alguien debía reproducirlo letra a letra, palabra por palabra, en un ejercicio paciente y agotador. Había pocas copias de la mayoría de las obras, y la posibilidad de que un determinado texto se extinguiese por completo era una amenaza muy real. En la Antigüedad, en cualquier momento, el último ejemplar de un libro podía estar desapareciendo en un anaquel, devorado por las termitas o destruido por la humedad. Y, mientras el agua o las mandíbulas del insecto actuaban, una voz era silenciada para siempre.
De hecho, esa pequeña obra de destrucción sucedió muchas veces. En aquel tiempo, los libros eran frágiles. Todos tenían, de partida, mayores probabilidades de desvanecerse que de permanecer. Su supervivencia dependía del azar, de los accidentes, del aprecio que sentían sus propietarios hacia ellos y, mucho más que hoy, de su materia prima. Eran objetos endebles, fabricados con materiales que se deterioraban, se rompían o se disgregaban. La invención del libro es la historia de una batalla contra el tiempo para mejorar los aspectos tangibles y prácticos —la duración, el precio, la resistencia, la ligereza— del soporte físico de los textos. Cada avance, por ínfimo que pudiera parecer, incrementaba la esperanza de vida de las palabras.
La piedra es duradera, por supuesto. Los antiguos grabaron sus frases en ella, como seguimos haciendo nosotros en esas placas, lápidas, bloques y pedestales que habitan en nuestras ciudades. Pero un libro solo metafóricamente puede ser de piedra. La piedra de Rosetta, con sus casi ochocientos kilos de peso, es un monumento y no un objeto. El libro debe ser portátil, debe favorecer la intimidad de quien escribe y lee, debe acompañar a los lectores y caber en su equipaje.
El antepasado más cercano de los libros fueron las tablillas. He hablado ya de las tablillas de arcilla de Mesopotamia, que se extendieron por los actuales territorios de Siria, Irak, Irán, Jordania, Líbano, Israel, Turquía, Creta y Grecia, y en algunas zonas siguieron en uso hasta comienzos de la era cristiana. Las tablillas se endurecían, como los adobes, secándolas al sol. Mojando la superficie, era posible borrar los trazos y escribir de nuevo. Rara vez se cocían en hornos, como los ladrillos, porque entonces la arcilla quedaba inutilizada para nuevos usos. Se guardaban, al resguardo de la humedad, apiladas en estanterías de madera y también en cestas de mimbre y jarras. Eran baratas y ligeras, pero quebradizas
.
Hoy se conservan tablillas del tamaño de una tarjeta de crédito o de un teléfono móvil y toda una gama de tamaño creciente hasta los grandes ejemplares de 30 y 35 centímetros. Ni siquiera aunque se escribiera por los dos lados cabían textos extensos. Este era un grave inconveniente: cuando una sola obra quedaba repartida en varias piezas, había muchas posibilidades de que se extraviasen tablillas y, con ellas, partes del relato.
En Europa, fueron todavía más habituales las tablillas de madera, metal o marfil cubiertas con un baño de cera y resina. Se escribía sobre la superficie de cera con un instrumento afilado de hueso o metal, que acababa por el extremo opuesto en forma de espátula para borrar fácilmente las equivocaciones. Esas piezas enceradas acogieron la mayoría de las cartas de la Antigüedad y también los borradores, las anotaciones y todos sus textos efímeros. Con ellas se iniciaban los niños en la escritura, igual que nosotros en nuestros inolvidables cuadernos pautados.
Las tablillas rectangulares fueron un hallazgo formal. El rectángulo produce un extraño placer a nuestra mirada. Delimita un espacio equilibrado, concreto, abarcable. Son rectangulares la mayoría de las ventanas, de los escaparates, de las pantallas, de las fotografías y de los cuadros. También los libros, después de sucesivas búsquedas y ensayos, han terminado por ser definitivamente rectangulares.
El rollo de papiro supuso un fantástico avance en la historia del libro. Los judíos, griegos y romanos lo adoptaron con tanto entusiasmo que llegaron a considerarlo un rasgo cultural propio. En comparación con las tablillas, las hojas de papiro son un material fino, ligero y flexible y, cuando se enrollan, una gran cantidad de texto queda almacenado en muy poco espacio. Un rollo de dimensiones habituales podía contener una tragedia griega completa, un diálogo breve de Platón o un evangelio. Eso representaba un prodigioso adelanto en el esfuerzo por conservar las obras del pensamiento y la imaginación. Los rollos de papiro relegaron a las tablillas a un uso secundario (a las anotaciones, los borradores y los textos perecederos). Eran como esas hojas desechadas de la impresora —a las que llamamos «papel sucio»— que utilizamos para hacer listas de propósitos que incumpliremos, o se las ofrecemos a los niños para que dibujen.
Sin embargo, los papiros tenían inconvenientes. En el clima seco de Egipto, conservaban su flexibilidad y blancura, pero la humedad de Europa los ennegrecía, volviéndolos frágiles. Si las hojas de papiro se humedecen y se secan varias veces, se deshacen. Durante la Antigüedad, los rollos más preciados se guardaban protegidos en jarras, en cajas de madera o en bolsas de piel. Además, solo se aprovechaba un lado del rollo, la cara en la que las fibras vegetales corrían horizontales, en paralelo a las líneas de escritura. En el otro lado, los filamentos verticales estorbaban el avance del cálamo. La cara escrita quedaba en el interior del rollo, para protegerla de la luz y del roce.
Los libros de papiro —ligeros, bellos y transportables— eran objetos delicados. La lectura y el uso habitual los consumían. El frío y la lluvia los destruían. Al ser materia vegetal, despertaban la glotonería de los insectos, y ardían fácilmente.
Como ya he dicho, los rollos solo se fabricaban en Egipto. Eran productos de importación sostenidos por una pujante estructura comercial que continuó viva, incluso bajo la dominación musulmana, hasta el siglo XII. Los faraones y reyes egipcios, señores del monopolio, decidían el precio de las ocho variedades de papiro que circulaban en el mercado. Y, de forma parecida a los países exportadores del petróleo, los soberanos egipcios aplicaban a su gusto medidas de presión o sabotaje.
Así sucedió, con inesperadas consecuencias para la historia del libro, a principios del siglo II a. C. El rey Ptolomeo V, corroído por la envidia, buscaba la manera de perjudicar a una biblioteca rival fundada en la ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía. La había creado un rey helenístico de cultura griega, Eumenes II, reproduciendo un siglo más tarde la avidez y los métodos poco escrupulosos de los primeros Ptolomeos a la hora de conseguir libros. También se lanzó a la caza de lumbreras intelectuales, y atrajo a un grupo de sabios que formaron una comunidad paralela a la del Museo. Desde su capital, Eumenes intentaba eclipsar el brillo cultural de Alejandría en un momento en que declinaba el poder político egipcio. Ptolomeo, consciente de que los mejores tiempos habían quedado atrás, enfureció ante el desafío. No estaba dispuesto a soportar afrentas contra la Gran Biblioteca, que simbolizaba el orgullo de su estirpe. Se cuenta que hizo encarcelar a su bibliotecario Aristófanes de Bizancio cuando descubrió que planeaba instalarse en Pérgamo bajo la protección del rey Eumenes, acusando al uno de traición y al otro de robo.
Además de encarcelar a Aristófanes de Bizancio, el contraataque de Ptolomeo a Eumenes fue visceral. Interrumpió el suministro de papiro al reino de Eumenes, para doblegar a la biblioteca enemiga privándola del mejor material de escritura existente. La medida podría haber resultado demoledora pero —para frustración del vengativo rey— el embargo impulsó un gran avance que, además, inmortalizaría el nombre del enemigo. En Pérgamo reaccionaron perfeccionando la antigua técnica oriental de escribir sobre cuero, una práctica cuyo uso hasta entonces había sido secundario y local. En recuerdo de la ciudad que lo universalizó, el producto mejorado se llamó «pergamino». Unos cuantos siglos más tarde, ese hallazgo cambiaría la fisonomía y el futuro de los libros. El pergamino se fabricaba con pieles de becerro, oveja, carnero o cabra. Los artesanos las sumergían en un baño de cal durante varias semanas antes de secarlas tensadas en un bastidor de madera. El estiramiento alineaba las fibras de la piel formando una superficie lisa, que luego raspaban hasta alcanzar la blancura, la belleza y el grosor deseados. El resultado de ese largo proceso de elaboración eran láminas suaves, delgadas, aprovechables por ambas caras para la escritura y, sobre todo —esa es la clave—, duraderas.
El escritor italiano Vasco Pratolini dijo que la literatura consiste en hacer ejercicios de caligrafía sobre la piel. Aunque no pensaba en el pergamino, la imagen es perfecta. Cuando triunfó el nuevo material de escritura, los libros se transformaron en eso precisamente: cuerpos habitados por las palabras, pensamientos tatuados en la piel.
***
Nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro. El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas. Recién llegados al mundo, nos imprimen en la tripa una gran «O», el ombligo. Después, van apareciendo lentamente otras letras. Las líneas de la mano. Las pecas, como puntos y aparte. Las tachaduras que dejan los médicos cuando abren la carne y luego la cosen. Con el paso de los años, las cicatrices, las arrugas, las manchas y las ramificaciones varicosas trazan las sílabas que relatan una vida.
Vuelvo a leer el Réquiem de la maravillosa poeta Anna Ajmátova, donde describe las largas filas de mujeres delante de la cárcel de Leningrado. Ana conoció a fondo la desgracia: su primer marido fue fusilado; el segundo murió de extenuación en un campo de trabajo del Gulag; su único hijo fue detenido varias veces y pasó diez años preso. Un día, al enfrentarse en el espejo con su aspecto demacrado y los surcos que el sufrimiento estaba abriendo en su cara, ella recordó la imagen de las antiguas tablillas mesopotámicas. Y escribió un verso triste e inolvidable: «Ahora sé cómo traza el dolor rudas páginas cuneiformes en las mejillas». Yo también, en ciertas ocasiones, he encontrado gente cuyas caras parecen arcilla incisa por la pena. Y, después de leer el poema de Ajmátova, ya no puedo evitarlo: las tablillas asirias me sugieren rostros de personas que han vivido —han sufrido— mucho.
Pero no solo el tiempo escribe en la piel. Algunas personas se hacen tatuar frases y dibujos para adornarse como pergaminos iluminados. Nunca lo he hecho y, sin embargo, comprendo esa pulsión por dejar huella, colorear y convertir en texto el propio cuerpo. Recuerdo las semanas extasiadas que viví con una amiga adolescente cuando ella decidió hacerse su primer tatuaje. Levantó delante de mí la gasa que lo cubría. Miré fijamente las letras todavía tiernas y la carne enrojecida del brazo; cuando el músculo se tensaba, las palabras parecían temblar con un sutil movimiento propio. Me sentí fascinada por aquella frase capaz de palpitar, de sudar, de sangrar (un libro vivo).
Siempre me ha intrigado saber qué escribe la gente en el libro de su piel. Una vez conocí a un tatuador y hablamos sobre su oficio. La mayoría, me dijo, se tatúa con el deseo de recordar para siempre a una persona o un suceso. El problema es que nuestros «siempres» suelen ser efímeros, y este tipo de tatuajes son los que estadísticamente provocan más arrepentimientos. Otros clientes eligen frases positivas, letras de canciones pop, poemas. Incluso cuando los textos son clichés, malas traducciones o textos sin mucho sentido, tenerlos grabados en el cuerpo les hace sentir únicos, especiales, hermosos y llenos de vida. Creo que el tatuaje es una supervivencia del pensamiento mágico, el rastro de una fe ancestral en el aura de las palabras.
El pergamino vivo no es solo una metáfora, la piel humana puede transportar mensajes escritos y ser leída. En situaciones excepcionales, los cuerpos sirven como canal oculto de información. El historiador Heródoto cuenta una estupenda historia —basada en hechos reales— sobre tatuajes, intrigas y espías de tiempos antiguos. En una época de grandes turbulencias políticas, un general ateniense llamado Histieo quería azuzar a su yerno Aristágoras, tirano de Mileto, para hacer estallar una revuelta contra el Imperio persa. Se trataba de una conspiración altamente peligrosa en la que ambos se iban a jugar la vida. Los caminos estaban vigilados y previsiblemente a los mensajeros de Aristágoras los registrarían antes de llegar a Mileto, en la actual Turquía. ¿Dónde llevar escondida una carta que les condenaba a la tortura y a la muerte lenta si se descubría? El general tuvo una idea ingeniosa: le afeitó la cabeza al más leal de sus esclavos, le tatuó un mensaje en el cuero cabelludo y esperó a que le creciese de nuevo el pelo. Las palabras tatuadas eran: «Histieo a Aristágoras: subleva Jonia». Cuando el pelo nuevo despuntó cubriendo la consigna subversiva, envió al esclavo a Mileto. Para mayor seguridad, el esclavo no sabía nada de la conjura. Solo tenía órdenes de afeitarse el cabello en casa de Aristágoras y decirle que echase una ojeada a su cráneo pelado. Sigiloso como un espía de la Guerra Fría, el mensajero viajó, se mantuvo tranquilo mientras lo cacheaban, llegó a su destino sin que el complot se descubriera y se rapó. El plan siguió adelante. Él nunca supo —nadie puede leer en su propia coronilla— qué decían las palabras incendiarias tatuadas para siempre en su cabeza.
Esa misteriosa red que traman el tiempo, la piel y las palabras está en el centro del thriller Memento, dirigido por Christopher Nolan. Su perplejo protagonista, Leonard, sufre amnesia anterógrada a causa de un trauma. No puede almacenar los recuerdos recientes; la conciencia de todos sus actos se desvanece al poco tiempo sin dejar huellas. Cada mañana se despierta sin recordar nada del día anterior, de los meses anteriores, de todo el tiempo transcurrido desde el trágico accidente que le provocó el daño cerebral. A pesar de su enfermedad, Leonard pretende encontrar al hombre que violó y mató a su mujer, y vengarse. Ha creado un sistema que le permite moverse por un mundo que se borra, sembrado de intrigas, manipulaciones y trampas: se hace tatuar en las manos, los brazos y el pecho la información esencial sobre sí mismo, y todos los días reencuentra allí su propia historia. Con una identidad amenazada por el olvido, solo la lectura de sus tatuajes le permite mantener su búsqueda y su propósito. La verdad del relato se nos escapa entre la maraña de mentiras de los personajes, incluido Leonard, de quien acabamos sospechando. La película está construida con la estructura de un puzle fragmentario, como la mente de su protagonista y como el mismo mundo contemporáneo. Indirectamente, es también una reflexión sobre la naturaleza de los libros: extensiones de la memoria, los únicos testigos —imperfectos, ambiguos pero insustituibles— de los tiempos y los lugares adonde no llega el recuerdo vivo.
***
Varias veces al mes entraba por una puerta trasera del palacio Medici Riccardi en la Via de’ Ginori, justo a continuación del muro almenado del jardín. La fachada tenía el color vainilla tan típico de Florencia. Necesitaba respirar la sencillez de esas casas y esos patios antes de afrontar la embestida barroca y la asfixiante cascada de dorados que me aguardaban en el interior de la Biblioteca Riccardiana. Allí tuve por primera vez entre mis manos un manuscrito de pergamino realmente valioso.
Durante mis largas horas de estudio en la lujosa sala de lectura, pude tramar con cuidado cada detalle del plan para atrapar mi presa. Lo cierto es que no necesitaba consultar ningún manuscrito para mi investigación, pero adopté mi mejor expresión de honradez académica ante los responsables de la biblioteca. El objetivo de mi incursión era exclusivamente hedonista: quería rozar y acariciar ese libro, deseaba experimentar el goce sensual tan severamente custodiado por los guardianes del patrimonio. Me excitaba tocar una obra de arte nacida para el placer de un aristócrata y su pandilla de amigos privilegiados; aquello era la deliciosa transgresión de una pobre chica que hacía malabarismos para pagar el alquiler en Florencia. Nunca olvidaré aquellos minutos de intimidad —casi erótica— con un Petrarca del siglo XIV. Mientras cumplía con el ritual de acceso a los manuscritos de valor incalculable —entregar mi mochila a los bibliotecarios, conservar solo una hoja de papel y un lápiz, colocarme los guantes de algodón, someterme a la vigilancia de los guardianes del tesoro—, confieso que sentí unas agradables punzadas de mala conciencia por los incordios que estaba provocando mi extravagante fetichismo librario. A veces imaginaba que en castigo se iba a abalanzar sobre mí alguna de las alegorías que flotaban en las pinturas del techo entre nubes y escudos heráldicos. Resultaba especialmente amenazadora la mujer rubia y rolliza que levitaba en lo más alto; si no me equivoco, era la Sabiduría blandiendo la esfera del orbe.
Pude gozar los frutos de mi impostura durante casi una hora, y las notas que tomé —representando el papel de una paleógrafa aplicada— describían solo mis felices impresiones sensoriales. Al pasar las hojas, el pergamino crepitaba. El susurro de los libros, pensé, es distinto en cada época. Me impresionó la belleza y la regularidad de la escritura trazada por una mano experta. Vi los rastros del tiempo, esas páginas salpicadas de manchas amarillentas como las manos pecosas de mi abuelo.
Tal vez el impulso de escribir este ensayo nació entonces, al calor de aquel libro de Petrarca que susurraba como una suave hoguera. Después he tenido otros manuscritos de pergamino entre las manos, y he aprendido a mirarlos mejor, pero la memoria siempre se aferra a la primera vez.
Al acariciar las páginas del códice, vino a mi mente la idea de que aquel maravilloso pergamino había sido un día el lomo de un animal después degollado. En solo unas semanas, el ganado podía pasar de la vida en el prado, el establo o la pocilga a convertirse en la página de una biblia. Durante el periodo mejor documentado, la Edad Media, los monasterios compraban pieles de vaca, oveja, cordero, cabra o cerdo, elegidas en vida del animal para poder apreciar la calidad del ejemplar. Como en los seres humanos, las pieles de los animales varían según la edad y la especie. La piel de un cordero lechal es más tersa que la de una cabra de seis años. Algunas vacas tienen el pellejo más deteriorado porque les gusta frotarse contra la corteza de los árboles o porque los insectos se ensañan con ellas a picotazos. Todos estos aspectos, junto con la habilidad del artesano, tenían importancia para el resultado final. Para pelar y retirar la carne del pergamino, se extendía la piel, tensa como en un tambor, y se raspaba de arriba abajo con gran cuidado utilizando un cuchillo de hoja curva. En la gigantesca tensión del bastidor, un corte demasiado profundo del cuchillo, un folículo de pelo mal cicatrizado o el orificio diminuto de una antigua picadura podían crecer hasta convertirse en agujeros del tamaño de una pelota de tenis. Los copistas aguzaban la imaginación para reparar los desperfectos de la materia prima y a veces su ingenio embellecía aún más el manuscrito. Un hueco en el pergamino podía convertirse en una ventana por la que asomaba la cabeza de una miniatura de la página siguiente. También conozco el curioso caso de un boquete reparado por las monjas de un convento sueco con una labor de ganchillo que teje una hermosa celosía de hilos entre las letras.
Mientras sostenía aquel delicado pergamino entre las manos enguantadas para no dañarlo, pensé en la crueldad. Igual que en nuestra época las crías de foca mueren a bastonazos sobre la nieve para que podamos arrebujarnos en cálidos abrigos de pieles, también los manuscritos más lujosos del medievo exigían considerables dosis de sadismo. Existieron ejemplares bellísimos fabricados con pieles de color blanco profundo y textura sedosa, llamadas «vitelas», que procedían de crías recién nacidas o incluso de embriones abortados en el seno de su madre. Imagino los gemidos de los animales y su sangre derramada durante siglos para que las palabras del pasado hayan llegado hasta nosotros. Detrás del exquisito trabajo del pergamino y la tinta se esconden, como hermanos gemelos rechazados, la piel herida y la sangre —la barbarie que acecha en los ángulos ciegos de la civilización—. Preferimos ignorar que el progreso y la belleza incluyen dolor y violencia. En consonancia con esa extraña contradicción humana, muchos de esos libros han servido para difundir por el mundo torrentes de palabras sabias sobre el amor, la bondad y la compasión.
Un gran manuscrito podía causar la muerte de un rebaño entero. De hecho, hoy no habría animales suficientes en el mundo para la descomunal matanza que exigirían nuestras publicaciones. Según los cálculos del historiador Peter Watson, si suponemos que cada piel ocupara un área de medio metro cuadrado, un libro de ciento cincuenta páginas exigiría el sacrificio de entre diez y doce animales. Otros expertos asignan cientos de pieles a un solo ejemplar de la biblia de Gutenberg. Producir copias en pergamino de una obra, que era la única forma de favorecer su supervivencia, suponía un gasto enorme, al alcance de muy pocos. No es extraño que poseer un libro, incluso un ejemplar corriente, fuera durante largo tiempo privilegio exclusivo de nobles y órdenes religiosas. En una biblia del siglo XIII, el escriba, agobiado por la escasez de material, anota al margen: «Oh, si el cielo fuera de pergamino y el mar fuera de tinta».
***
Durante un año viví en Florencia. Era extraño ir cada mañana a trabajar protegiendo el ordenador portátil de los codazos y acometidas de las multitudes turísticas. En mi ruta, esquivaba la histeria fotográfica de cientos de personas posando con sonrisa congelada. Veía filas perpetuas — ondulantes ciempiés humanos— ante los mismos museos. Sentada en la calle, la gente comía alimentos envasados. Los guías conducían sus rebaños, vociferando a través de sus micrófonos en todas las lenguas posibles. Algunas veces la muchedumbre bloqueaba el paso, como hordas de fans esperando la llegada de una estrella del pop. Todo el mundo empuñaba su móvil. Gritos. Había que abrir paso a las calesas tiradas por caballos apáticos. Olor a sudor, a boñigas, a café, a salsa de tomate. Sí, era extraño ir al trabajo en medio de ese festival de aglomeración humana y selfis. Cuando me acercaba al edificio de la universidad y veía desde lejos el mural del Guernica pintado en la pared, respiraba con el alivio de quien emerge, un poco magullado, de una estación de metro en hora punta.
La paz y el recogimiento también son posibles en Florencia, pero hace falta salir a buscarlos, dejando los circuitos trillados: hay que ganárselos. Yo los encontré por primera vez una luminosa mañana de diciembre en el Convento de San Marcos. Por la planta baja merodeaban un par de visitantes silenciosos, pero en el primer piso me encontré sola, incrédula como alguien que ha escapado a una feroz estampida de animales en la sabana. Sedada por la atmósfera cristalina, visité una a una las celdas de los monjes, donde Fra Angelico pintó frescos de una dulzura franciscana que parecen una declaración de amor a los seres humildes, a los inocentes, a los esperanzados, a los mansos, a los ilusos. Cuentan que precisamente allí, rodeado por ese desfile de hermosísimos pánfilos, Cosme, patriarca de la familia Médici, se retiraba a hacer penitencia por los atropellos que cometía para multiplicar su fortuna y extender sus filiales bancarias por toda Europa. El gran hombre de negocios se había reservado una celda doble; los poderosos, ya se sabe, necesitan más comodidades que el resto del mundo incluso en sus horas de expiación.
Entre dos celdas, en el arranque de un amplio corredor, descubrí un rincón extraordinario del convento. Los expertos creen que ese lugar acogió la primera biblioteca moderna. Allí recalaron los espléndidos libros que el humanista Niccolò Niccoli legó a la ciudad «para el bien común, para el servicio público, para que permanezcan en un lugar abierto a todos, donde las personas hambrientas de educación puedan cosechar en ellos, como en campos fértiles, el rico fruto del aprendizaje». Por su parte, Cosme financió la construcción de una biblioteca renacentista, diseñada por el arquitecto Michelozzo, que reemplazó las habitaciones oscuras y los libros encadenados del mundo medieval por un emblema de los nuevos tiempos: una sala amplia, bañada en luz natural, diseñada para facilitar el estudio y la conversación. Las fuentes describen con admiración el aspecto original de la biblioteca: una arcada aérea sostenida por dos filas de delicadas columnas, ventanales a ambos lados, piedra serena, paredes de color verde agua para inspirar sosiego, anaqueles cargados de libros, y sesenta y cuatro bancos de madera de ciprés para los frailes y visitantes que acudían a leer, escribir y copiar textos. Un acceso desde el exterior hacía realidad el sueño de Niccolò: su colección de cuatrocientos manuscritos permanecía abierta a todos los letraheridos florentinos y extranjeros. Inaugurada en 1444, fue, tras la destrucción de sus antepasadas helenísticas y romanas, la primera biblioteca pública del continente.
Caminé lentamente por la alargada sala. Han desaparecido las mesas, sustituidas por vitrinas donde se exponen valiosos manuscritos. Ya nadie viene a leer a este espacio renacentista de luz y silencio, convertido en museo, y, sin embargo, entre estas paredes se respira la atmósfera cálida de los espacios habitados. Tal vez se han refugiado aquí los fantasmas, que, como todo el mundo sabe, son criaturas asustadizas que prefieren los lugares solitarios porque temen a las terroríficas hordas de los vivos.
Tomado de:
VALLEJO, Irene (2019): El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Siruela, pp. 75-84.
15 febrero 2023
Dos conferencias sobre Góngora. José María Micó
09 febrero 2023
Literatura y totalitarismo. George Orwell
Literatura y totalitarismo
George Orwell
En estas charlas semanales he estado hablando de crítica, la cual, en fin de cuentas, no forma parte de la corriente principal de la literatura. Una literatura vigorosa puede existir sin apenas crítica ni espíritu crítico, como lo hizo la Inglaterra del siglo XIX. Pero hay una razón por la cual, en este momento concreto, no se puedan ignorar los problemas que implica cualquier crítica seria. Dije al principio de mi primera charla que estos no son tiempos de crítica. Son tiempos de tomar partido, no de desapego; unos tiempos en los que resulta especialmente difícil ver los méritos literarios de un libro con cuyas conclusiones no estemos de acuerdo. La política -la política en el sentido más general- ha invadido la literatura hasta unos extremos que no acostumbramos a encontrar, y esto ha llevado hasta la superficie de nuestra conciencia la lucha constante que existe entre el individuo y la comunidad. Es en el momento en que uno considera la dificultad de escribir crítica honesta e imparcial en una época como la nuestra, cuando empieza a comprender la naturaleza de la amenaza que pende sobre el conjunto de la literatura en la época venidera.
Vivimos tiempos en los que el individuo autónomo está dejando de existir; o quizá deberíamos decir: en los que el individuo está dejando de tener la ilusión de ser autónomo. En fin, en todo lo que decimos de la literatura -y sobre todo, en lo que decimos de la crítica- damos instintivamente por sentada la noción del individuo autónomo. Toda la literatura europea moderna -hablo de la literatura de los últimos cuatrocientos años- se daba en el concepto de la honestidad intelectual o, si se prefiere, en aquella máxima de Shakespeare: "Sé sincero contigo mismo". Lo primero que le pedimos a un escritor es que no cuente mentiras, que diga lo que piensa realmente, lo que siente realmente. Lo peor que podemos afirmar de una obra de arte es que no es sincera. Y esto es aún más cierto en relación con la crítica que con la escritura creativa, en la que no importa cierta dosis de pose y artificiosidad, e incluso cierta dosis de frase pura y dura, siempre y cuando el escritor posea cierta sinceridad fundamental. La literatura moderna es en esencia algo individual. O es la fiel expresión de lo que alguien piensa y siente, o no es nada.
Como digo, damos esta idea por sentada, y, sin embargo, tan pronto como la reflejamos por escrito nos damos cuenta de cuán amenazada está la literatura. Pues esta es la época del Estado totalitario, que no permite, y probablemente no puede permitirle al individuo, ni la más mínima libertad. Cuando uno menciona el totalitarismo piensa de inmediato en Alemania, Rusia, Italia; pero creo que debemos afrontar el riesgo de que este fenómeno pase a ser mundial. Es evidente que el periodo de capitalismo liberal está tocando a su fin, y que los países, uno detrás de otro, están adoptando una economía centralizada que podemos llamar "socialismo" o "capitalismo de Estado" según se prefiera. Con ello, la libertad económica del individuo, y en gran medida la libertad para hacer lo que quiera, escoger trabajo y moverse de un lado a otro de la superficie del planeta, llega a su fin. Bueno, hasta hace poco no se habían previsto las implicaciones de esto. No se había comprendido por completo que la desaparición de la libertad económica tendría algún efecto sobre la libertad intelectual. Al socialismo se lo solía considerar una especie de liberalismo moralizado: el Estado se encargaría de nuestra vida económica y nos liberaría del miedo a la pobreza, el desempleo y demás, pero no tendría ninguna necesidad de interferir en nuestra vida intelectual privada. El arte podría prosperar tal como lo había hecho en la época capitalista liberal; un poco más, de hecho, porque el artista ya no estaría sometido a imposiciones económicas.
Pero a tenor de las evidencia, hay que admitir que estas ideas han sido falseadas. El totalitarismo ha abolido la libertad de pensamiento hasta unos límites inauditos en cualquier época anterior. Y es importante que comprendamos que este control del pensamiento no es solo de signo negativo, sino también positivo: no solo nos prohíbe expresar -e incluso tener- ciertos pensamiento; también nos dicta lo que debemos pensar, crea una ideología para nosotros, trata de gobernar nuestra vida emocional al tiempo que establece un código de conducta. Y, en la medida de lo posible, nos aísla del mundo exterior, nos encierra en un universo artificial en el que carecemos de criterios con los que comparar. El Estado totalitario trata, en todo caso, de controlar los pensamientos y las emociones de sus súbditos al menos de un modo tan absoluto como controla sus acciones.
La pregunta que nos preocupa es: ¿puede sobrevivir la literatura en una atmósfera semejante? Creo que uno debe responder tajantemente que no. Si el totalitarismo se convierte en algo mundial y permanente, lo que conocemos como literatura desaparecerá. Y no basta con decir -como podría parecer factible en un primer momento- que lo que desaparecerá será simplemente la literatura de la Europa posterior al Renacimiento. Creo que la literatura de toda clase, desde los poemas épicos hasta los ensayos críticos, se encuentra amenazada por el intento del Estado moderno de controlar la vida emocional del individuo. La gente que lo niega acostumbra a presentar dos argumentos. Afirma, en primer lugar, que esa supuesta libertad que había existido a lo largo de los últimos siglos no era más que el reflejo de la anarquía económica y que, en cualquier caso, se trataba en gran medida de una ilusión. Y también señala que la buena literatura, mejor que nada de lo que podemos producir hoy en día, fue escrita en las épocas pasadas, cuando el pensamiento no era precisamente más libre que en la Alemania o la Rusia actuales. Esto es verdad hasta cierto punto. Es verdad, por ejemplo, que la literatura pudo existir en la Europa medieval, cuando el pensamiento estaba sometido a un férreo control -principalmente, el de la Iglesia- y a uno podían quemarlo vivo por pronunciar una ínfima herejía. El control dogmático de la Iglesia no impidió, por ejemplo, que Chaucer escribiera Los cuentos de Canterbury. También es cierto que la literatura medieval, y el arte medieval en general, no era tanto un asunto personal como algo más comunitario que en la actualidad. Es probable que las baladas inglesas, por ejemplo, no se puedan atribuir en absoluto a un individuo. Seguramente se componía de manera comunitaria, como he visto hace poco que se hace en los países orientales. Es obvio que la libertad anárquica que ha caracterizado a la Europa de los últimos siglos, ese tipo de atmósfera en la que no existen criterios rígidos de ninguna clase, no es necesario, quizá no es ni siquiera beneficiosa, para la literatura. La buena literatura puede crearse dentro de un marco rígido de pensamiento.
Sin embargo, hay varias diferencias fundamentales, tanto en Europa como en Oriente. La más importante es que las ortodoxias del pasado no cambiaban, o al menos no lo hacían rápidamente. En la Europa medieval, la Iglesia dictaba lo que debíamos creer, pero al menos nos permitía conservar las mismas creencias desde el nacimiento hasta la muerte. No nos decía que creyésemos una cosa el lunes y otra distinta el martes. Y lo mismo puede decirse más o menos de cualquier ortodoxo cristiano, hindú, budista o musulmán hoy en día. En cierto modo, sus pesamientos están restringidos, pero viven toda su vida dentro del mismo marco de pensamiento. Nadie se inmiscuye en sus emociones. Pues bien, con el totalitarismo ocurre exactamente lo contrario. La peculiaridad del Estado totalitario es que, si bien controlo el pensamiento, no lo fija. Establece dogmas incuestionables y los modifica de un día para otro. Necesita dichos dogmas, pues precisa una obediciencia absoluta por parte de sus súbditos, pero no puede evitar los cambios, que vienen dictados por las necesidades de la política del poder. Se afirma infalible y, al mismo tiempo, ataca el propio concepto de verdad objetiva. Por poner un ejemplo obvio y radical, hasta septiembre de 1939 todo alemán tenía que contemplar el bolchevismo ruso con horror y aversión, y desde septiembre de 1939 tiene que contemplarlo con admiración y afecto. Si Rusia y Alemania entran en guerra, como bien podría ocurrir en los próximos años, tendrá lugar otro cambio igualmente violento. La vida emocional de los alemanes, sus afinidades y odios, tiene que revertirse de la noche a la mañana cuando ellos sea necesario. No hace falta señalar el efecto que tienen este tipo de cosas en la literatura. Y es que escribir es en gran medida una cuestión de sentimiento, lo cual no siempre se puede controlar desde afuera. Es fácil defender de boquilla la ortodoxia del momento, pero la escritura de cierta trascendencia solo es posible cuando un hombre siente la verdad de lo que está diciendo; sin eso, falta el impulso creativo. Todas las pruebas que tenemos indican que los repentinos cambios emocionales que el totalitarismo exige a sus seguidores son psicológicamente imposibles. Y ese es el motivo principal por el que sugiero que, en caso de que el totalitarismo triunfe en todo el mundo, la literatura tal como la conocemos estará a un paso del fin. Y, de hecho, parece que el totalitarismo ha tenido ya ese efecto. En Italia la literatura ha quedado imposibilitada, y en Alemania parece casi haberse detenido. La actividad más característica de los nazis es la quema de libros. E incluso en Rusia el renacimiento literario que esperábamos no ha tenido lugar, y los escritores rusos más prometedores muestran una marcada tendencia a suicidarse o a desaparecer en las prisiones.
He dicho antes que el capitalismo liberal está llegando de forma obvia a su fin y, en consecuencia, pude haber dado la impresión de que insinúo que la libertad de pensamiento está irremediable condenada. Pero no creo que sea así, y en resumen diré sencillamente que creo que la esperanza de la supervivencia de la literatura reside en aquellos países en los que el liberalismo ha echado raíces más profundas, los países no militaristas, Europa occidental y las Américas, India y China. Creo -y puede que no sea más que una vana esperanza- que, aunque es seguro que está por venir una economía colectuvizada, esos países sabrán cómo desarrollar una forma de socialismo que no sea totalitaria, en que la libertad de pensamiento puede sobrevivir a la desaparición del individualismo económico. Esa es, en todo caso, la única esperanza a la que puede aferrarse cualquiera que se preocupe por la literatura. Cualquiera que sienta el valor de la literatura, que sea consciente del papel central que desempeña en el desarrollo de la historia humana, debe ver también que una cuestión de vida o muerte oponerse al totalitarismo, tanto si nos viene impuesto desde fuera como desde dentro.
Emisión 21 de mayo de 1941.
Tomado de:
ORWELL, George (2017): El poder y la palabra. Diez ensayos sobre lenguaje, política y verdad. Santiago de Chile, Penguin Random, pp. 61-68.