30 junio 2023

El cuerpo, el apitalismo y la reproducción de la fuerza de trabajo. Silvia Federici

 



El cuerpo, el capitalismo y la reproducción de la fuerza de trabajo 


Silvia Federici


No hay duda de que el cuerpo está hoy en el centro del discurso político, disciplinario y científico, con el intento de redefinir sus principales cualidades y posibilidades en cada campo. Es la esfinge a la que debe interrogarse y lo que debe ponerse en práctica hacia el cambio social e individual. Sin embargo, es casi imposible articular una visión coherente del cuerpo sobre la base de las teorías más acreditadas en el ámbito intelectual y político. Por un lado, tenemos las formas más extremas de determinismo biológico, con la asunción del ADN como el deus absconditus (dios oculto) que presumiblemente determina, a nuestras espaldas, nuestra vida fisiológica y psicológica. Por otro lado, tenemos teorías (feministas, trans) que nos animan a descartar todos los factores "biológicos" a favor de las representaciones performativas o textuales del cuerpo y a abrazar, como parte constitutiva de nuestro ser, nuestra creciente asimilación con el mundo de las máquinas. 


Sin embargo, una tendencia común es la ausencia de un punto de vista desde el cual identificar las fuerzas sociales que están afectando nuestros cuerpos. Con una obsesión casi religiosa, la biología circunscribe el área de actividad significativa a un mundo microscópico de moléculas, cuya constitución es tan misteriosa como la del pecado original. En lo que respecta a quienes estudian la biología, llegamos a este mundo ya contaminado, predispuesto, predestinado o a salvo de enfermedades, porque todo está en el ADN que un dios desconocido nos ha asignado. En cuanto a las teorías discursivas y performativas del cuerpo, ellas también guardan silencio sobre el terreno social a partir del cual se generan ideas sobre el cuerpo y las prácticas corporales. Quizás existe el temor de que la búsqueda de una causa unitaria nos pueda cegar ante las diversas formas en que nuestros cuerpos articulan nuestras identidades y relaciones con el poder. También existe una tendencia, recuperada desde Foucault, de investigar los "efectos" de los poderes que actúan sobre nuestros cuerpos en lugar de sus fuentes. Sin embargo, sin una reconstrucción del campo de fuerzas en el que se mueven, nuestros cuerpos han de permanecer ininteligibles o han de desencadenar visiones desconcertantes de sus operaciones. ¿Cómo, por ejemplo, podemos imaginar "ir más allá de lo binario" sin comprender su utilidad económica, política y social dentro de sistemas particulares de explotación y, por otro lado, comprender las luchas por las cuales se identifican las identidades de género que se transforman continuamente? ¿Cómo hablar de nuestro "performance" de género, raza y edad sin un reconocimiento de la compulsión generada por formas específicas de explotación y castigo? 


Debemos identificar el mundo de las políticas antagónicas y las relaciones de poder mediante las cuales nuestros cuerpos están constituidos y repensar las luchas que han tenido lugar en oposición a la "norma" si queremos idear estrategias para el cambio. 


Este es el trabajo que realicé en Calibán y la bruja (2004), donde examiné cómo la transición al capitalismo cambió el concepto y el tratamiento del "cuerpo", argumentando que uno de los principales proyectos del capitalismo ha sido la transformación de nuestros cuerpos en máquinas de trabajo. Esto significa que la necesidad de maximizar la explotación del trabajo vivo, también a través de la creación de formas diferenciadas de trabajo y coerción, ha sido el factor que más que ningún otro ha moldeado nuestros cuerpos en la sociedad capitalista. Este enfoque ha contrastado conscientemente con el de Foucault, que arraiga los regímenes disciplinarios a los que el cuerpo fue sometido al comienzo de la "era moderna" en el funcionamiento de un "Poder" metafísico que no se identifica mejor en sus propósitos y objetivos.


En contraste con Foucault, también he argumentado que no tenemos una sino múltiples historias del cuerpo, es decir, múltiples historias de cómo se articuló la mecanización del cuerpo, pues las jerarquías raciales, sexuales y generacionales que el capitalismo ha construido desde su inicio descartan la posibilidad de un punto de vista universal. Por lo tanto, la historia del "cuerpo" debe contarse entretejiendo las historias de las personas que fueron esclavizadas, colonizadas o convertidas en asalariadas o en amas de casa no remuneradas, y las historias de las niñas/es, teniendo en cuenta que estas clasificaciones no son mutuamente excluyentes y que nuestra sujeción a los "sistemas de dominación entrelazados" siempre produce una nueva realidad. Agregaría que también necesitamos una historia del capitalismo escrita desde el punto de vista del mundo animal y, por supuesto, de las tierras, los mares y los bosques. 


Necesitamos mirar "el cuerpo" desde todos estos puntos de vista para comprender la profundidad de la guerra que el capitalismo ha librado contra los seres humanos y la "naturaleza", y para diseñar estrategias capaces de poner fin a tal destrucción. Hablar de guerra no es asumir una totalidad original ni proponer una visión idealizada de la "naturaleza". Es para resaltar el estado de emergencia en el que vivimos actualmente y cuestionar, en una época que promueve la reestructuración de nuestros cuerpos como un camino hacia el empoderamiento social y la autodeterminación, los beneficios que podemos derivar de políticas y tecnologías que no son controlados desde abajo. En realidad, antes de celebrar nuestro devenir en cyborgs, debemos reflexionar sobre las consecuencias sociales del proceso de mecanización que ya hemos experimentado. De hecho, es ingenuo imaginar que nuestra simbiosis con máquinas necesariamente da como resultado una extensión de nuestros poderes e ignorar las limitaciones que las tecnologías imponen a nuestras vidas y su uso cada vez mayor como medio de control social, así como el costo ecológico de su producción.

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El capitalismo ha tratado nuestros cuerpos como máquinas de trabajo porque es el sistema social que más sistemáticamente ha hecho del trabajo humano la esencia de la acumulación de riqueza y lo más necesario para maximizar su explotación. Eso lo ha logrado de diferentes maneras: con la imposición de formas de trabajo más intensas y uniformes, así como con múltiples regímenes e instituciones disciplinarias y con terror y rituales de degradación. Ejemplares fueron aquellas que en el siglo XVII se impusieron a personas reclusas de las casas de trabajo holandesas, quienes se vieron obligadas a pulverizar bloques de madera con el método más atrasado y agotador, sin ningún propósito útil, sino el de que se les enseñara a obedecer órdenes externas y experimentar en cada fibra de sus cuerpos su impotencia y sujeción.


Otro ejemplo de los rituales de rebajamiento empleados para romper la voluntad de resistencia de la gente fueron los impuestos, desde principios del siglo XX, por médicos en Sudáfrica, a las personas africanas destinadas a trabajar en las minas de oro. Bajo la apariencia de "pruebas de tolerancia al calor" o "procedimientos de selección", se les ordenó que se desnudaran, se alinearan y palaran rocas y luego se sometieran a exámenes radiográficos o a mediciones con cinta y balanzas, todo bajo la mirada de médicos forenses, quienes con frecuencia permanecieron invisibles para la gente evaluada. El objetivo del ejercicio supuestamente era demostrar a futuras trabajadoras/es el poder soberano de la industria minera e iniciar a la gente africana en una vida en la que se le privaría de cualquier dignidad humana.

 

En el mismo periodo, en Europa y Estados Unidos, los estudios de tiempo y movimiento del taylorismo —que luego se incorporaron a la construcción de la línea de ensamblaje— convirtieron la mecanización de los cuerpos de las trabajadoras/es en un proyecto científico, a través de la fragmentación y atomización de tareas, la eliminación de cualquier elemento decisivo del proceso de trabajo y, sobre todo, el despojo del trabajo en sí de cualquier conocimiento y factor de motivación. El automatismo, sin embargo, también ha sido el producto de una vida laboral de repetición infinita, una vida "sin salida", como el de nueve a cinco en una fábrica u oficina, donde incluso las vacaciones se vuelven mecanizadas y rutinarias, debido a sus limitaciones de tiempo y previsibilidad. 


Sin embargo, Foucault tenía razón: la "hipótesis represiva" no es suficiente para explicar la historia del cuerpo en el capitalismo. Tan importante como lo reprimido han sido las "capacidades" que se desarrollaron. En Principios de economía (1890), el economista británico Alfred Marshall celebró las capacidades que la disciplina capitalista ha producido en la fuerza laboral industrial, declarando que pocas poblaciones en el mundo eran capaces de lo que en ese momento podían hacer personas trabajadoras europeas. Elogió la "habilidad general" de quienes trabajaban en industrias para seguir haciéndolo continuamente, durante horas, en la misma tarea, para recordar todo, para recordar, mientras realizan una tarea, cuál debería ser la siguiente, para trabajar con instrumentos sin romperlos, sin perder el tiempo, tener cuidado al manejar maquinaria costosa y constante, incluso haciendo las tareas más monótonas. Estas, argumentó, eran habilidades únicas que pocas personas en todo el mundo poseían, lo que demuestra, en su opinión, que incluso el trabajo que parece no calificado en realidad es altamente calificado. 


Marshall no dijo cómo se creó este personal maquinista tan maravilloso. No dijo que las personas debían ser separadas de la tierra y aterrorizadas con torturas y ejecuciones ejemplares. A los vagabundos les cortaron las orejas. Las prostitutas fueron sometidas a "submarinos", el mismo tipo de tortura a la que la CIA y las Fuerzas Especiales de Estados Unidos someten a quienes acusan de "terrorismo". Atadas a una silla, las mujeres sospechosas de comportamiento inapropiado fueron sumergidas en estanques y ríos hasta el punto de casi ser asfixiadas. Personas esclavizadas fueron azotadas hasta arrancarles la carne de los huesos; se las quemó, mutiló y dejó bajo un sol abrasador hasta que sus cuerpos se pudrieron. 


Como he argumentado en Calibán y la bruja, con el desarrollo del capitalismo no solo "se clausuraron" los campos comunales, sino también el cuerpo. Pero este proceso ha sido diferente para hombres y mujeres, de la misma manera que ha sido diferente para quienes su destino fue la esclavitud y para quienes fueron sometidas y sometidos a otras formas de trabajo forzado, incluido el asalariado. 


Las mujeres, en el desarrollo capitalista, han sufrido un doble proceso de mecanización. Además de ser sometidas a la disciplina del trabajo, remunerado y no remunerado, en plantaciones, fábricas y hogares, han sido expropiadas de sus cuerpos y convertidas en objetos sexuales y máquinas de reproducción. 


La acumulación capitalista (como reconoció Marx) es la acumulación de trabajadoras/es. Esta fue la motivación que impulsó el comercio de esclavas/es, el desarrollo del sistema de plantación y, según he argumentado, las cazas de brujas que tuvieron lugar en Europa y el "Nuevo Mundo". A través de la persecución de las "brujas", las mujeres que querían controlar su capacidad reproductiva fueron denunciadas como enemigas de las niñas/es y, de diferentes maneras, sometidas a una demonización que ha continuado hasta el presente. En el siglo XIX, por ejemplo, quienes defienden el "amor libre", como Victoria Wood, recibieron el calificativo, en la prensa estadounidense como personas satánicas, representadas con las alas del diablo y demás atributos. Hoy también, en varios estados de Estados Unidos, las mujeres que acuden a una clínica para abortar tienen que abrirse paso a través de masas de "pro-vidas" que gritan "asesinas de bebés " y las persiguen, gracias a un fallo de la Corte Suprema, hasta la puerta de la clínica. 


En ningún lugar el intento de reducir los cuerpos de las mujeres a máquinas ha sido más sistemático, brutal y normalizado que en la esclavitud. Mientras se les exponía a constantes asaltos sexuales y al dolor abrasador de ver a su progenie vendida como esclava, después de que Inglaterra prohibió el comercio de esclavas/es en 1807, las mujeres esclavizadas en Estados Unidos se vieron obligadas a procrear para alimentar una industria de cría, con su centro en Virginia. Thomas Jefferson hizo todo lo posible para que el Congreso de Estados Unidos limitara la importación de personas esclavizadas de África, a fin de proteger los precios de esclavas/es que procrearían las mujeres en las plantaciones de Virginia. "Considero", escribió, "a una mujer que trae a un ser humano, cada dos años, más rentable que el mejor hombre de la granja. Lo que ella produce es una adición al capital, mientras que sus labores desaparecen en el mero consumo”.


Aunque en la historia de Estados Unidos ningún grupo de mujeres, fuera de la esclavitud, se ha visto directamente obligado a tener descendencia, con la criminalización del aborto, la procreación involuntaria y el control estatal del cuerpo femenino se han institucionalizado. El advenimiento de la píldora para control de la natalidad no ha alterado decisivamente esta situación. Incluso en países donde se ha legalizado el aborto, se han introducido restricciones que dificultan el acceso a muchas mujeres. Esto se debe a que la procreación tiene un valor económico que de ninguna manera se ve afectado debido al mayor poder tecnológico del capital. De hecho, es un error suponer que el interés de la clase capitalista en el control sobre la capacidad reproductiva de las mujeres puede estar disminuyendo debido a su capacidad para reemplazar a trabajadoras/es con máquinas. A pesar de su tendencia a despedir a trabajadoras/es y crear "poblaciones excedentes", la acumulación de capital aún requiere mano de obra humana. Solo el trabajo crea valor, las máquinas no. El crecimiento mismo de la producción tecnológica es posible gracias a la existencia de desigualdades sociales y la intensa explotación de trabajadoras/es en el "Tercer Mundo". Lo que está desapareciendo hoy es la compensación por el trabajo que en el pasado se realizó, no el trabajo en sí. El capitalismo necesita a quienes trabajen; también, a quienes consuman, y a personal militar. Por lo tanto, el tamaño real de la población sigue siendo una cuestión de gran importancia política. Es por eso por lo que, como lo ha demostrado Jenny Brown en su Birth Strike (2018), se imponen restricciones al aborto. Es tan importante para la clase capitalista controlar los cuerpos de las mujeres que, como hemos visto, incluso en Estados Unidos, donde en la década de 1970 se legalizó el aborto, los intentos de revertir esta decisión continúan hasta nuestros días. En otros países, Italia, por ejemplo, la escapatoria está otorgando al personal médico la posibilidad de convertirse en "objetoras y objetores de conciencia", con el resultado de que muchas mujeres no pueden abortar en las localidades donde viven. 


Sin embargo, el control sobre los cuerpos de las mujeres nunca ha sido un asunto puramente cuantitativo. Siempre, el Estado y el capital han tratado de determinar quién puede reproducirse y quién no. Por eso, simultáneamente tenemos restricciones sobre el derecho al aborto y la criminalización del embarazo, en el caso de las mujeres de las que se espera que generen "alborotadoras/es". No es accidental, por ejemplo, si desde la década de 1970 hasta la de 1990, a medida que las nuevas generaciones de personas africanas, indias y otros sujetos descolonizados estaban llegando a la era política, exigiendo una restitución de la riqueza que los europeos habían robado a sus países, se organizó una campaña masiva para contener lo que se definió como "explosión demográfica" en todo el antiguo mundo colonial, con la promoción de la esterilización y los anticonceptivos, como Depo Provera, Norplant, los DIU que, una vez implantados, las mujeres no podían controlar. A través de la esterilización de las mujeres en el antiguo mundo colonial, el capital internacional ha intentado contener una lucha mundial por las reparaciones; de la misma manera que, en Estados Unidos, los sucesivos gobiernos han tratado de bloquear la lucha de liberación de negras/es a través del encarcelamiento masivo de millones de jóvenes hombres y mujeres negras. 


Como cualquier otra forma de reproducción, la procreación también tiene un claro carácter de clase y está racializada. Relativamente pocas mujeres en todo el mundo pueden decidir hoy si tienen hijas/es y las condiciones en las cuales tenerlos. Mientras el deseo de procreación de las mujeres blancas y ricas ahora se eleva al rango de un derecho incondicional, para ser garantizado a toda costa, las mujeres negras, a quienes les resulta más difícil tener cierta seguridad económica, son excluidas y penalizadas si tienen una hija/e. Sin embargo, la discriminación que enfrentan tantas mujeres negras, inmigrantes y proletarias en el camino a la maternidad no debe interpretarse como una señal de que el capitalismo ya no está interesado en el crecimiento demográfico. Como dije anteriormente, el capitalismo no puede prescindir de trabajadoras/es. La fábrica sin trabajadoras/es es una farsa ideológica destinada para asustar a quienes trabajan en el sometimiento. Si la mano de obra fuera eliminada del proceso de producción, el capitalismo probablemente colapsaría. La expansión de la población es en sí misma un estímulo para el crecimiento; por lo tanto, ningún sector del capital puede ser indiferente a si las mujeres deciden procrear. 


Este punto se destaca con fuerza en Birth Strike, donde Jenny Brown analiza minuciosamente la relación de la procreación con todos los aspectos de la vida económica y social, demostrando de manera convincente, que hoy las políticas y políticos se preocupan por la disminución mundial de la tasa de natalidad, la cual interpreta ella como una huelga silenciosa. Brown sugiere que las mujeres deberían aprovechar conscientemente esta preocupación para negociar mejores condiciones de vida y trabajo. En otras palabras, sugiere que usemos nuestra capacidad de reproducirnos como una herramienta de poder político. Esta es una propuesta tentadora. Es tentador imaginar a las mujeres en huelga abierta, de nacimientos, y declarando, por ejemplo, que "no traeremos más bebés a este mundo hasta que las condiciones que les esperan cambien drásticamente". Digo "abierta” porque, como lo documenta Brown, ya se está produciendo un rechazo amplio pero silencioso de la procreación. La disminución mundial de la tasa de natalidad, que ha alcanzado su punto máximo en países como Italia y Alemania desde el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, ha sido el signo de esta huelga de producción. La tasa de natalidad ha estado disminuyendo durante algún tiempo también en Estados Unidos. Las mujeres de hoy tienen menos hijas/es porque significa menos trabajo doméstico, menos dependencia de los hombres o un trabajo, porque se niegan a ver sus vidas consumidas por los deberes maternos, o no desean reproducirse y, especialmente en Estados Unidos, porque no tienen acceso a los anticonceptivos y al aborto. Sin embargo, es difícil ver cómo se podría organizar una huelga abierta. Muchas niñas/es no se planean ni se desean. Además, en muchos países, tener descendencia es una póliza de seguro para el futuro de las mujeres. En países donde no hay seguridad social ni sistema de pensiones, tener una niña/e puede ser la única posibilidad de supervivencia y la única forma en que una mujer puede tener acceso a la tierra o pueda obtener reconocimiento social. Las niñas/es también pueden ser una fuente de alegría, con frecuencia la única riqueza que tiene una mujer. Nuestra tarea, entonces, no es decirles a las mujeres que no deberían tener descendencia, sino asegurarnos de que las mujeres puedan decidir si tenerla y asegurarnos de que la maternidad no nos esté costando la vida.


El poder social que la maternidad potencialmente brinda a las mujeres es quizás la razón por la cual, bajo el pretexto de combatir la infertilidad y brindarles más opciones, el personal médico se esfuerza por reproducir la vida fuera del útero. Esta no es una tarea fácil. A pesar de que se habla mucho de "bebés de probeta", la "ectogénesis" sigue siendo una utopía médica. Pero la fertilización in vitro (FIV), la detección genética y otras tecnologías reproductivas están allanando el camino para la creación de úteros artificiales. Algunas feministas pueden aprobarlo. En la década de 1970, feministas como Shulamith Firestone aclamaron el día en que las mujeres serían liberadas de la procreación, lo que ella consideró la causa de una historia de opresión. Pero esta es una posición peligrosa. Si el capitalismo es un sistema social injusto y explotador, es preocupante pensar que en el futuro los planificadores capitalistas podrían ser capaces de producir el tipo de seres humanos que necesitan. 


No más que poseer un útero o un seno es la capacidad de dar a luz una maldición, de la cual debe liberarnos la profesión médica (que nos ha esterilizado, lobotomizado, ridiculizado cuando lloramos de dolor al dar a luz). Tampoco la maternidad es un acto que performa el género. Más bien, debe entenderse como una decisión política y de valor. En una sociedad de autogobierno y autónoma, tales decisiones se tomarían en consideración de nuestro bienestar colectivo, los recursos disponibles y la preservación de la naturaleza. Hoy también tales consideraciones no pueden ser ignoradas, pero la decisión de tener descendencia también debe verse como un rechazo a permitir que los planificadores del capital decidan quién puede vivir y quién debe morir o ni siquiera pueda nacer. 













Tomado de:

FEDERICI, Silvia (2022): Más allá de la periferia de la piel. Repensar, reconstruir y recuperar el cuerpo en el capitalismo contemporáneo. Traducción de Gabriela Huerta Tamayo. Toronto, Ed, Corte y confección, pp. 15-28.

29 mayo 2023

La piel de los libros. Irene Vallejo

 


La piel de los libros


Irene Vallejo


Antes de la invención de la imprenta, cada libro era único. Para que existiera un nuevo ejemplar, alguien debía reproducirlo letra a letra, palabra por palabra, en un ejercicio paciente y agotador. Había pocas copias de la mayoría de las obras, y la posibilidad de que un determinado texto se extinguiese por completo era una amenaza muy real. En la Antigüedad, en cualquier momento, el último ejemplar de un libro podía estar desapareciendo en un anaquel, devorado por las termitas o destruido por la humedad. Y, mientras el agua o las mandíbulas del insecto actuaban, una voz era silenciada para siempre.


De hecho, esa pequeña obra de destrucción sucedió muchas veces. En aquel tiempo, los libros eran frágiles. Todos tenían, de partida, mayores probabilidades de desvanecerse que de permanecer. Su supervivencia dependía del azar, de los accidentes, del aprecio que sentían sus propietarios hacia ellos y, mucho más que hoy, de su materia prima. Eran objetos endebles, fabricados con materiales que se deterioraban, se rompían o se disgregaban. La invención del libro es la historia de una batalla contra el tiempo para mejorar los aspectos tangibles y prácticos —la duración, el precio, la resistencia, la ligereza— del soporte físico de los textos. Cada avance, por ínfimo que pudiera parecer, incrementaba la esperanza de vida de las palabras.


La piedra es duradera, por supuesto. Los antiguos grabaron sus frases en ella, como seguimos haciendo nosotros en esas placas, lápidas, bloques y pedestales que habitan en nuestras ciudades. Pero un libro solo metafóricamente puede ser de piedra. La piedra de Rosetta, con sus casi ochocientos kilos de peso, es un monumento y no un objeto. El libro debe ser portátil, debe favorecer la intimidad de quien escribe y lee, debe acompañar a los lectores y caber en su equipaje. 


El antepasado más cercano de los libros fueron las tablillas. He hablado ya de las tablillas de arcilla de Mesopotamia, que se extendieron por los actuales territorios de Siria, Irak, Irán, Jordania, Líbano, Israel, Turquía, Creta y Grecia, y en algunas zonas siguieron en uso hasta comienzos de la era cristiana. Las tablillas se endurecían, como los adobes, secándolas al sol. Mojando la superficie, era posible borrar los trazos y escribir de nuevo. Rara vez se cocían en hornos, como los ladrillos, porque entonces la arcilla quedaba inutilizada para nuevos usos. Se guardaban, al resguardo de la humedad, apiladas en estanterías de madera y también en cestas de mimbre y jarras. Eran baratas y ligeras, pero quebradizas

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Hoy se conservan tablillas del tamaño de una tarjeta de crédito o de un teléfono móvil y toda una gama de tamaño creciente hasta los grandes ejemplares de 30 y 35 centímetros. Ni siquiera aunque se escribiera por los dos lados cabían textos extensos. Este era un grave inconveniente: cuando una sola obra quedaba repartida en varias piezas, había muchas posibilidades de que se extraviasen tablillas y, con ellas, partes del relato. 


En Europa, fueron todavía más habituales las tablillas de madera, metal o marfil cubiertas con un baño de cera y resina. Se escribía sobre la superficie de cera con un instrumento afilado de hueso o metal, que acababa por el extremo opuesto en forma de espátula para borrar fácilmente las equivocaciones. Esas piezas enceradas acogieron la mayoría de las cartas de la Antigüedad y también los borradores, las anotaciones y todos sus textos efímeros. Con ellas se iniciaban los niños en la escritura, igual que nosotros en nuestros inolvidables cuadernos pautados.


Las tablillas rectangulares fueron un hallazgo formal. El rectángulo produce un extraño placer a nuestra mirada. Delimita un espacio equilibrado, concreto, abarcable. Son rectangulares la mayoría de las ventanas, de los escaparates, de las pantallas, de las fotografías y de los cuadros. También los libros, después de sucesivas búsquedas y ensayos, han terminado por ser definitivamente rectangulares. 


El rollo de papiro supuso un fantástico avance en la historia del libro. Los judíos, griegos y romanos lo adoptaron con tanto entusiasmo que llegaron a considerarlo un rasgo cultural propio. En comparación con las tablillas, las hojas de papiro son un material fino, ligero y flexible y, cuando se enrollan, una gran cantidad de texto queda almacenado en muy poco espacio. Un rollo de dimensiones habituales podía contener una tragedia griega completa, un diálogo breve de Platón o un evangelio. Eso representaba un prodigioso adelanto en el esfuerzo por conservar las obras del pensamiento y la imaginación. Los rollos de papiro relegaron a las tablillas a un uso secundario (a las anotaciones, los borradores y los textos perecederos). Eran como esas hojas desechadas de la impresora —a las que llamamos «papel sucio»— que utilizamos para hacer listas de propósitos que incumpliremos, o se las ofrecemos a los niños para que dibujen.


Sin embargo, los papiros tenían inconvenientes. En el clima seco de Egipto, conservaban su flexibilidad y blancura, pero la humedad de Europa los ennegrecía, volviéndolos frágiles. Si las hojas de papiro se humedecen y se secan varias veces, se deshacen. Durante la Antigüedad, los rollos más preciados se guardaban protegidos en jarras, en cajas de madera o en bolsas de piel. Además, solo se aprovechaba un lado del rollo, la cara en la que las fibras vegetales corrían horizontales, en paralelo a las líneas de escritura. En el otro lado, los filamentos verticales estorbaban el avance del cálamo. La cara escrita quedaba en el interior del rollo, para protegerla de la luz y del roce.


Los libros de papiro —ligeros, bellos y transportables— eran objetos delicados. La lectura y el uso habitual los consumían. El frío y la lluvia los destruían. Al ser materia vegetal, despertaban la glotonería de los insectos, y ardían fácilmente. 


Como ya he dicho, los rollos solo se fabricaban en Egipto. Eran productos de importación sostenidos por una pujante estructura comercial que continuó viva, incluso bajo la dominación musulmana, hasta el siglo XII. Los faraones y reyes egipcios, señores del monopolio, decidían el precio de las ocho variedades de papiro que circulaban en el mercado. Y, de forma parecida a los países exportadores del petróleo, los soberanos egipcios aplicaban a su gusto medidas de presión o sabotaje. 


Así sucedió, con inesperadas consecuencias para la historia del libro, a principios del siglo II a. C. El rey Ptolomeo V, corroído por la envidia, buscaba la manera de perjudicar a una biblioteca rival fundada en la ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía. La había creado un rey helenístico de cultura griega, Eumenes II, reproduciendo un siglo más tarde la avidez y los métodos poco escrupulosos de los primeros Ptolomeos a la hora de conseguir libros. También se lanzó a la caza de lumbreras intelectuales, y atrajo a un grupo de sabios que formaron una comunidad paralela a la del Museo. Desde su capital, Eumenes intentaba eclipsar el brillo cultural de Alejandría en un momento en que declinaba el poder político egipcio. Ptolomeo, consciente de que los mejores tiempos habían quedado atrás, enfureció ante el desafío. No estaba dispuesto a soportar afrentas contra la Gran Biblioteca, que simbolizaba el orgullo de su estirpe. Se cuenta que hizo encarcelar a su bibliotecario Aristófanes de Bizancio cuando descubrió que planeaba instalarse en Pérgamo bajo la protección del rey Eumenes, acusando al uno de traición y al otro de robo. 


Además de encarcelar a Aristófanes de Bizancio, el contraataque de Ptolomeo a Eumenes fue visceral. Interrumpió el suministro de papiro al reino de Eumenes, para doblegar a la biblioteca enemiga privándola del mejor material de escritura existente. La medida podría haber resultado demoledora pero —para frustración del vengativo rey— el embargo impulsó un gran avance que, además, inmortalizaría el nombre del enemigo. En Pérgamo reaccionaron perfeccionando la antigua técnica oriental de escribir sobre cuero, una práctica cuyo uso hasta entonces había sido secundario y local. En recuerdo de la ciudad que lo universalizó, el producto mejorado se llamó «pergamino». Unos cuantos siglos más tarde, ese hallazgo cambiaría la fisonomía y el futuro de los libros. El pergamino se fabricaba con pieles de becerro, oveja, carnero o cabra. Los artesanos las sumergían en un baño de cal durante varias semanas antes de secarlas tensadas en un bastidor de madera. El estiramiento alineaba las fibras de la piel formando una superficie lisa, que luego raspaban hasta alcanzar la blancura, la belleza y el grosor deseados. El resultado de ese largo proceso de elaboración eran láminas suaves, delgadas, aprovechables por ambas caras para la escritura y, sobre todo —esa es la clave—, duraderas. 


El escritor italiano Vasco Pratolini dijo que la literatura consiste en hacer ejercicios de caligrafía sobre la piel. Aunque no pensaba en el pergamino, la imagen es perfecta. Cuando triunfó el nuevo material de escritura, los libros se transformaron en eso precisamente: cuerpos habitados por las palabras, pensamientos tatuados en la piel. 


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Nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro. El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas. Recién llegados al mundo, nos imprimen en la tripa una gran «O», el ombligo. Después, van apareciendo lentamente otras letras. Las líneas de la mano. Las pecas, como puntos y aparte. Las tachaduras que dejan los médicos cuando abren la carne y luego la cosen. Con el paso de los años, las cicatrices, las arrugas, las manchas y las ramificaciones varicosas trazan las sílabas que relatan una vida. 


Vuelvo a leer el Réquiem de la maravillosa poeta Anna Ajmátova, donde describe las largas filas de mujeres delante de la cárcel de Leningrado. Ana conoció a fondo la desgracia: su primer marido fue fusilado; el segundo murió de extenuación en un campo de trabajo del Gulag; su único hijo fue detenido varias veces y pasó diez años preso. Un día, al enfrentarse en el espejo con su aspecto demacrado y los surcos que el sufrimiento estaba abriendo en su cara, ella recordó la imagen de las antiguas tablillas mesopotámicas. Y escribió un verso triste e inolvidable: «Ahora sé cómo traza el dolor rudas páginas cuneiformes en las mejillas». Yo también, en ciertas ocasiones, he encontrado gente cuyas caras parecen arcilla incisa por la pena. Y, después de leer el poema de Ajmátova, ya no puedo evitarlo: las tablillas asirias me sugieren rostros de personas que han vivido —han sufrido— mucho. 


Pero no solo el tiempo escribe en la piel. Algunas personas se hacen tatuar frases y dibujos para adornarse como pergaminos iluminados. Nunca lo he hecho y, sin embargo, comprendo esa pulsión por dejar huella, colorear y convertir en texto el propio cuerpo. Recuerdo las semanas extasiadas que viví con una amiga adolescente cuando ella decidió hacerse su primer tatuaje. Levantó delante de mí la gasa que lo cubría. Miré fijamente las letras todavía tiernas y la carne enrojecida del brazo; cuando el músculo se tensaba, las palabras parecían temblar con un sutil movimiento propio. Me sentí fascinada por aquella frase capaz de palpitar, de sudar, de sangrar (un libro vivo). 


Siempre me ha intrigado saber qué escribe la gente en el libro de su piel. Una vez conocí a un tatuador y hablamos sobre su oficio. La mayoría, me dijo, se tatúa con el deseo de recordar para siempre a una persona o un suceso. El problema es que nuestros «siempres» suelen ser efímeros, y este tipo de tatuajes son los que estadísticamente provocan más arrepentimientos. Otros clientes eligen frases positivas, letras de canciones pop, poemas. Incluso cuando los textos son clichés, malas traducciones o textos sin mucho sentido, tenerlos grabados en el cuerpo les hace sentir únicos, especiales, hermosos y llenos de vida. Creo que el tatuaje es una supervivencia del pensamiento mágico, el rastro de una fe ancestral en el aura de las palabras.


El pergamino vivo no es solo una metáfora, la piel humana puede transportar mensajes escritos y ser leída. En situaciones excepcionales, los cuerpos sirven como canal oculto de información. El historiador Heródoto cuenta una estupenda historia —basada en hechos reales— sobre tatuajes, intrigas y espías de tiempos antiguos. En una época de grandes turbulencias políticas, un general ateniense llamado Histieo quería azuzar a su yerno Aristágoras, tirano de Mileto, para hacer estallar una revuelta contra el Imperio persa. Se trataba de una conspiración altamente peligrosa en la que ambos se iban a jugar la vida. Los caminos estaban vigilados y previsiblemente a los mensajeros de Aristágoras los registrarían antes de llegar a Mileto, en la actual Turquía. ¿Dónde llevar escondida una carta que les condenaba a la tortura y a la muerte lenta si se descubría? El general tuvo una idea ingeniosa: le afeitó la cabeza al más leal de sus esclavos, le tatuó un mensaje en el cuero cabelludo y esperó a que le creciese de nuevo el pelo. Las palabras tatuadas eran: «Histieo a Aristágoras: subleva Jonia». Cuando el pelo nuevo despuntó cubriendo la consigna subversiva, envió al esclavo a Mileto. Para mayor seguridad, el esclavo no sabía nada de la conjura. Solo tenía órdenes de afeitarse el cabello en casa de Aristágoras y decirle que echase una ojeada a su cráneo pelado. Sigiloso como un espía de la Guerra Fría, el mensajero viajó, se mantuvo tranquilo mientras lo cacheaban, llegó a su destino sin que el complot se descubriera y se rapó. El plan siguió adelante. Él nunca supo —nadie puede leer en su propia coronilla— qué decían las palabras incendiarias tatuadas para siempre en su cabeza.


Esa misteriosa red que traman el tiempo, la piel y las palabras está en el centro del thriller Memento, dirigido por Christopher Nolan. Su perplejo protagonista, Leonard, sufre amnesia anterógrada a causa de un trauma. No puede almacenar los recuerdos recientes; la conciencia de todos sus actos se desvanece al poco tiempo sin dejar huellas. Cada mañana se despierta sin recordar nada del día anterior, de los meses anteriores, de todo el tiempo transcurrido desde el trágico accidente que le provocó el daño cerebral. A pesar de su enfermedad, Leonard pretende encontrar al hombre que violó y mató a su mujer, y vengarse. Ha creado un sistema que le permite moverse por un mundo que se borra, sembrado de intrigas, manipulaciones y trampas: se hace tatuar en las manos, los brazos y el pecho la información esencial sobre sí mismo, y todos los días reencuentra allí su propia historia. Con una identidad amenazada por el olvido, solo la lectura de sus tatuajes le permite mantener su búsqueda y su propósito. La verdad del relato se nos escapa entre la maraña de mentiras de los personajes, incluido Leonard, de quien acabamos sospechando. La película está construida con la estructura de un puzle fragmentario, como la mente de su protagonista y como el mismo mundo contemporáneo. Indirectamente, es también una reflexión sobre la naturaleza de los libros: extensiones de la memoria, los únicos testigos —imperfectos, ambiguos pero insustituibles— de los tiempos y los lugares adonde no llega el recuerdo vivo.


***


Varias veces al mes entraba por una puerta trasera del palacio Medici Riccardi en la Via de’ Ginori, justo a continuación del muro almenado del jardín. La fachada tenía el color vainilla tan típico de Florencia. Necesitaba respirar la sencillez de esas casas y esos patios antes de afrontar la embestida barroca y la asfixiante cascada de dorados que me aguardaban en el interior de la Biblioteca Riccardiana. Allí tuve por primera vez entre mis manos un manuscrito de pergamino realmente valioso. 


Durante mis largas horas de estudio en la lujosa sala de lectura, pude tramar con cuidado cada detalle del plan para atrapar mi presa. Lo cierto es que no necesitaba consultar ningún manuscrito para mi investigación, pero adopté mi mejor expresión de honradez académica ante los responsables de la biblioteca. El objetivo de mi incursión era exclusivamente hedonista: quería rozar y acariciar ese libro, deseaba experimentar el goce sensual tan severamente custodiado por los guardianes del patrimonio. Me excitaba tocar una obra de arte nacida para el placer de un aristócrata y su pandilla de amigos privilegiados; aquello era la deliciosa transgresión de una pobre chica que hacía malabarismos para pagar el alquiler en Florencia. Nunca olvidaré aquellos minutos de intimidad —casi erótica— con un Petrarca del siglo XIV. Mientras cumplía con el ritual de acceso a los manuscritos de valor incalculable —entregar mi mochila a los bibliotecarios, conservar solo una hoja de papel y un lápiz, colocarme los guantes de algodón, someterme a la vigilancia de los guardianes del tesoro—, confieso que sentí unas agradables punzadas de mala conciencia por los incordios que estaba provocando mi extravagante fetichismo librario. A veces imaginaba que en castigo se iba a abalanzar sobre mí alguna de las alegorías que flotaban en las pinturas del techo entre nubes y escudos heráldicos. Resultaba especialmente amenazadora la mujer rubia y rolliza que levitaba en lo más alto; si no me equivoco, era la Sabiduría blandiendo la esfera del orbe. 


Pude gozar los frutos de mi impostura durante casi una hora, y las notas que tomé —representando el papel de una paleógrafa aplicada— describían solo mis felices impresiones sensoriales. Al pasar las hojas, el pergamino crepitaba. El susurro de los libros, pensé, es distinto en cada época. Me impresionó la belleza y la regularidad de la escritura trazada por una mano experta. Vi los rastros del tiempo, esas páginas salpicadas de manchas amarillentas como las manos pecosas de mi abuelo.


Tal vez el impulso de escribir este ensayo nació entonces, al calor de aquel libro de Petrarca que susurraba como una suave hoguera. Después he tenido otros manuscritos de pergamino entre las manos, y he aprendido a mirarlos mejor, pero la memoria siempre se aferra a la primera vez.


Al acariciar las páginas del códice, vino a mi mente la idea de que aquel maravilloso pergamino había sido un día el lomo de un animal después degollado. En solo unas semanas, el ganado podía pasar de la vida en el prado, el establo o la pocilga a convertirse en la página de una biblia. Durante el periodo mejor documentado, la Edad Media, los monasterios compraban pieles de vaca, oveja, cordero, cabra o cerdo, elegidas en vida del animal para poder apreciar la calidad del ejemplar. Como en los seres humanos, las pieles de los animales varían según la edad y la especie. La piel de un cordero lechal es más tersa que la de una cabra de seis años. Algunas vacas tienen el pellejo más deteriorado porque les gusta frotarse contra la corteza de los árboles o porque los insectos se ensañan con ellas a picotazos. Todos estos aspectos, junto con la habilidad del artesano, tenían importancia para el resultado final. Para pelar y retirar la carne del pergamino, se extendía la piel, tensa como en un tambor, y se raspaba de arriba abajo con gran cuidado utilizando un cuchillo de hoja curva. En la gigantesca tensión del bastidor, un corte demasiado profundo del cuchillo, un folículo de pelo mal cicatrizado o el orificio diminuto de una antigua picadura podían crecer hasta convertirse en agujeros del tamaño de una pelota de tenis. Los copistas aguzaban la imaginación para reparar los desperfectos de la materia prima y a veces su ingenio embellecía aún más el manuscrito. Un hueco en el pergamino podía convertirse en una ventana por la que asomaba la cabeza de una miniatura de la página siguiente. También conozco el curioso caso de un boquete reparado por las monjas de un convento sueco con una labor de ganchillo que teje una hermosa celosía de hilos entre las letras.


Mientras sostenía aquel delicado pergamino entre las manos enguantadas para no dañarlo, pensé en la crueldad. Igual que en nuestra época las crías de foca mueren a bastonazos sobre la nieve para que podamos arrebujarnos en cálidos abrigos de pieles, también los manuscritos más lujosos del medievo exigían considerables dosis de sadismo. Existieron ejemplares bellísimos fabricados con pieles de color blanco profundo y textura sedosa, llamadas «vitelas», que procedían de crías recién nacidas o incluso de embriones abortados en el seno de su madre. Imagino los gemidos de los animales y su sangre derramada durante siglos para que las palabras del pasado hayan llegado hasta nosotros. Detrás del exquisito trabajo del pergamino y la tinta se esconden, como hermanos gemelos rechazados, la piel herida y la sangre —la barbarie que acecha en los ángulos ciegos de la civilización—. Preferimos ignorar que el progreso y la belleza incluyen dolor y violencia. En consonancia con esa extraña contradicción humana, muchos de esos libros han servido para difundir por el mundo torrentes de palabras sabias sobre el amor, la bondad y la compasión.


Un gran manuscrito podía causar la muerte de un rebaño entero. De hecho, hoy no habría animales suficientes en el mundo para la descomunal matanza que exigirían nuestras publicaciones. Según los cálculos del historiador Peter Watson, si suponemos que cada piel ocupara un área de medio metro cuadrado, un libro de ciento cincuenta páginas exigiría el sacrificio de entre diez y doce animales. Otros expertos asignan cientos de pieles a un solo ejemplar de la biblia de Gutenberg. Producir copias en pergamino de una obra, que era la única forma de favorecer su supervivencia, suponía un gasto enorme, al alcance de muy pocos. No es extraño que poseer un libro, incluso un ejemplar corriente, fuera durante largo tiempo privilegio exclusivo de nobles y órdenes religiosas. En una biblia del siglo XIII, el escriba, agobiado por la escasez de material, anota al margen: «Oh, si el cielo fuera de pergamino y el mar fuera de tinta». 


***


Durante un año viví en Florencia. Era extraño ir cada mañana a trabajar protegiendo el ordenador portátil de los codazos y acometidas de las multitudes turísticas. En mi ruta, esquivaba la histeria fotográfica de cientos de personas posando con sonrisa congelada. Veía filas perpetuas — ondulantes ciempiés humanos— ante los mismos museos. Sentada en la calle, la gente comía alimentos envasados. Los guías conducían sus rebaños, vociferando a través de sus micrófonos en todas las lenguas posibles. Algunas veces la muchedumbre bloqueaba el paso, como hordas de fans esperando la llegada de una estrella del pop. Todo el mundo empuñaba su móvil. Gritos. Había que abrir paso a las calesas tiradas por caballos apáticos. Olor a sudor, a boñigas, a café, a salsa de tomate. Sí, era extraño ir al trabajo en medio de ese festival de aglomeración humana y selfis. Cuando me acercaba al edificio de la universidad y veía desde lejos el mural del Guernica pintado en la pared, respiraba con el alivio de quien emerge, un poco magullado, de una estación de metro en hora punta. 


La paz y el recogimiento también son posibles en Florencia, pero hace falta salir a buscarlos, dejando los circuitos trillados: hay que ganárselos. Yo los encontré por primera vez una luminosa mañana de diciembre en el Convento de San Marcos. Por la planta baja merodeaban un par de visitantes silenciosos, pero en el primer piso me encontré sola, incrédula como alguien que ha escapado a una feroz estampida de animales en la sabana. Sedada por la atmósfera cristalina, visité una a una las celdas de los monjes, donde Fra Angelico pintó frescos de una dulzura franciscana que parecen una declaración de amor a los seres humildes, a los inocentes, a los esperanzados, a los mansos, a los ilusos. Cuentan que precisamente allí, rodeado por ese desfile de hermosísimos pánfilos, Cosme, patriarca de la familia Médici, se retiraba a hacer penitencia por los atropellos que cometía para multiplicar su fortuna y extender sus filiales bancarias por toda Europa. El gran hombre de negocios se había reservado una celda doble; los poderosos, ya se sabe, necesitan más comodidades que el resto del mundo incluso en sus horas de expiación.


Entre dos celdas, en el arranque de un amplio corredor, descubrí un rincón extraordinario del convento. Los expertos creen que ese lugar acogió la primera biblioteca moderna. Allí recalaron los espléndidos libros que el humanista Niccolò Niccoli legó a la ciudad «para el bien común, para el servicio público, para que permanezcan en un lugar abierto a todos, donde las personas hambrientas de educación puedan cosechar en ellos, como en campos fértiles, el rico fruto del aprendizaje». Por su parte, Cosme financió la construcción de una biblioteca renacentista, diseñada por el arquitecto Michelozzo, que reemplazó las habitaciones oscuras y los libros encadenados del mundo medieval por un emblema de los nuevos tiempos: una sala amplia, bañada en luz natural, diseñada para facilitar el estudio y la conversación. Las fuentes describen con admiración el aspecto original de la biblioteca: una arcada aérea sostenida por dos filas de delicadas columnas, ventanales a ambos lados, piedra serena, paredes de color verde agua para inspirar sosiego, anaqueles cargados de libros, y sesenta y cuatro bancos de madera de ciprés para los frailes y visitantes que acudían a leer, escribir y copiar textos. Un acceso desde el exterior hacía realidad el sueño de Niccolò: su colección de cuatrocientos manuscritos permanecía abierta a todos los letraheridos florentinos y extranjeros. Inaugurada en 1444, fue, tras la destrucción de sus antepasadas helenísticas y romanas, la primera biblioteca pública del continente. 


Caminé lentamente por la alargada sala. Han desaparecido las mesas, sustituidas por vitrinas donde se exponen valiosos manuscritos. Ya nadie viene a leer a este espacio renacentista de luz y silencio, convertido en museo, y, sin embargo, entre estas paredes se respira la atmósfera cálida de los espacios habitados. Tal vez se han refugiado aquí los fantasmas, que, como todo el mundo sabe, son criaturas asustadizas que prefieren los lugares solitarios porque temen a las terroríficas hordas de los vivos.








Tomado de:

VALLEJO, Irene (2019): El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Siruela, pp. 75-84.

15 febrero 2023

Dos conferencias sobre Góngora. José María Micó





Dos conferencias sobre Góngora


José María Micó






El catedrático de Literatura Española, poeta y traductor José María Micó analiza la creación poética de Luis de Góngora (Córdoba, 1561-1627). Para examinar la evolución de su estilo en el contexto de la poesía de los Siglos de Oro, el conferenciante lee y comenta –en orden cronológico– varios de los denominados “poemas menores” del escritor cordobés y refiere a varios de sus coetáneos y competidores, como Lope de Vega y Francisco de Quevedo. Poemas, como el soneto “De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado” (1594), preludian varios de los temas y recursos de los “poemas mayores” de Góngora.






En esta segunda conferencia, José María Micó analiza los denonimados "poemas mayores" del poeta cordobés, la "Fábula de Polifemo y Galatea" y las "Soledades", que representan la principal renovación de la lengua poética española. La obra de Góngora fue recuperada y valorada por el hispanismo internacional, primero, recibiendo los elogios de intelectuales como Alfonso Reyes, y más tarde encumbrada por la Generación del '27.

09 febrero 2023

Literatura y totalitarismo. George Orwell

 



Literatura y totalitarismo


George Orwell


En estas charlas semanales he estado hablando de crítica, la cual, en fin de cuentas, no forma parte de la corriente principal de la literatura. Una literatura vigorosa puede existir sin apenas crítica ni espíritu crítico, como lo hizo la Inglaterra del siglo XIX. Pero hay una razón por la cual, en este momento concreto, no se puedan ignorar los problemas que implica cualquier crítica seria. Dije al principio de mi primera charla que estos no son tiempos de crítica. Son tiempos de tomar partido, no de desapego; unos tiempos en los que resulta especialmente difícil ver los méritos literarios de un libro con cuyas conclusiones no estemos de acuerdo. La política -la política en el sentido más general- ha invadido la literatura hasta unos extremos que no acostumbramos a encontrar, y esto ha llevado hasta la superficie de nuestra conciencia la lucha constante que existe entre el individuo y la comunidad. Es en el momento en que uno considera la dificultad de escribir crítica honesta e imparcial en una época como la nuestra, cuando empieza a comprender la naturaleza de la amenaza que pende sobre el conjunto de la literatura en la época venidera.


Vivimos tiempos en los que el individuo autónomo está dejando de existir; o quizá deberíamos decir: en los que el individuo está dejando de tener la ilusión de ser autónomo. En fin, en todo lo que decimos de la literatura -y sobre todo, en lo que decimos de la crítica- damos instintivamente por sentada la noción del individuo autónomo. Toda la literatura europea moderna -hablo de la literatura de los últimos cuatrocientos años- se daba en el concepto de la honestidad intelectual o, si se prefiere, en aquella máxima de Shakespeare: "Sé sincero contigo mismo". Lo primero que le pedimos a un escritor es que no cuente mentiras, que diga lo que piensa realmente, lo que siente realmente. Lo peor que podemos afirmar de una obra de arte es que no es sincera. Y esto es aún más cierto en relación con la crítica que con la escritura creativa, en la que no importa cierta dosis de pose y artificiosidad, e incluso cierta dosis de frase pura y dura, siempre y cuando el escritor posea cierta sinceridad fundamental. La literatura moderna es en esencia algo individual. O es la fiel expresión de lo que alguien piensa y siente, o no es nada.


Como digo, damos esta idea por sentada, y, sin embargo, tan pronto como la reflejamos por escrito nos damos cuenta de cuán amenazada está la literatura. Pues esta es la época del Estado totalitario, que no permite, y probablemente no puede permitirle al individuo, ni la más mínima libertad. Cuando uno menciona el totalitarismo piensa de inmediato en Alemania, Rusia, Italia; pero creo que debemos afrontar el riesgo de que este fenómeno pase a ser mundial. Es evidente que el periodo de capitalismo liberal está tocando a su fin, y que los países, uno detrás de otro, están adoptando una economía centralizada que podemos llamar "socialismo" o "capitalismo de Estado" según se prefiera. Con ello, la libertad económica del individuo, y en gran medida la libertad para hacer lo que quiera, escoger trabajo y moverse de un lado a otro de la superficie del planeta, llega a su fin. Bueno, hasta hace poco no se habían previsto las implicaciones de esto. No se había comprendido por completo que la desaparición de la libertad económica tendría algún efecto sobre la libertad intelectual. Al socialismo se lo solía considerar una especie de liberalismo moralizado: el Estado se encargaría de nuestra vida económica y nos liberaría del miedo a la pobreza, el desempleo y demás, pero no tendría ninguna necesidad de interferir en nuestra vida intelectual privada. El arte podría prosperar tal como lo había hecho en la época capitalista liberal; un poco más, de hecho, porque el artista ya no estaría sometido a imposiciones económicas.


Pero a tenor de las evidencia, hay que admitir que estas ideas han sido falseadas. El totalitarismo ha abolido la libertad de pensamiento hasta unos límites inauditos en cualquier época anterior. Y es importante que comprendamos que este control del pensamiento no es solo de signo negativo, sino también positivo: no solo nos prohíbe expresar -e incluso tener- ciertos pensamiento; también nos dicta lo que debemos pensar, crea una ideología para nosotros, trata de gobernar nuestra vida emocional al tiempo que establece un código de conducta. Y, en la medida de lo posible, nos aísla del mundo exterior, nos encierra en un universo artificial en el que carecemos de criterios con los que comparar. El Estado totalitario trata, en todo caso, de controlar los pensamientos y las emociones de sus súbditos al menos de un modo tan absoluto como controla sus acciones.


La pregunta  que nos preocupa es: ¿puede sobrevivir la literatura en una atmósfera semejante? Creo que uno debe responder tajantemente que no. Si el totalitarismo se convierte en algo mundial y permanente, lo que conocemos como literatura desaparecerá. Y no basta con decir -como podría parecer factible en un primer momento- que lo que desaparecerá será simplemente la literatura de la Europa posterior al Renacimiento. Creo que la literatura de toda clase, desde los poemas épicos hasta los ensayos críticos, se encuentra amenazada por el intento del Estado moderno de controlar la vida emocional del individuo. La gente que lo niega acostumbra a presentar dos argumentos. Afirma, en primer lugar, que esa supuesta libertad que había existido a lo largo de los últimos siglos no era más que el reflejo de la anarquía económica y que, en cualquier caso, se trataba en gran medida de una ilusión. Y también señala que la buena literatura, mejor que nada de lo que podemos producir hoy en día, fue escrita en las épocas pasadas, cuando el pensamiento no era precisamente más libre que en la Alemania o la Rusia actuales. Esto es verdad hasta cierto punto. Es verdad, por ejemplo, que la literatura pudo existir en la Europa medieval, cuando el pensamiento estaba sometido a un férreo control  -principalmente, el de la Iglesia- y a uno podían quemarlo vivo por pronunciar una ínfima herejía. El control dogmático de la Iglesia no impidió, por ejemplo, que Chaucer escribiera  Los cuentos de Canterbury. También es cierto que la literatura medieval, y el arte medieval en general, no era tanto un asunto personal como algo más comunitario que en la actualidad. Es probable que las baladas inglesas, por ejemplo, no se puedan atribuir en absoluto a un individuo. Seguramente se componía de manera comunitaria, como he visto hace poco que se hace en los países orientales. Es obvio que la libertad anárquica que ha caracterizado a la Europa de los últimos siglos,  ese tipo de atmósfera en la que no existen criterios rígidos de ninguna clase, no es necesario, quizá no es ni siquiera beneficiosa, para la literatura. La buena literatura puede crearse dentro de un marco rígido de pensamiento.


Sin embargo, hay varias diferencias fundamentales, tanto en Europa como en Oriente. La más importante es que las ortodoxias del pasado no cambiaban, o al menos no lo hacían rápidamente. En la Europa medieval, la Iglesia dictaba lo que debíamos creer, pero al menos nos permitía conservar las mismas creencias desde el nacimiento hasta la muerte. No nos decía que creyésemos una cosa el lunes y otra distinta el martes. Y lo mismo puede decirse más o menos de cualquier ortodoxo cristiano, hindú, budista o musulmán hoy en día. En cierto modo, sus pesamientos están restringidos, pero viven toda su vida dentro del mismo marco de pensamiento. Nadie se inmiscuye en sus emociones. Pues bien, con el totalitarismo ocurre exactamente lo contrario. La peculiaridad del Estado totalitario es que, si bien controlo el pensamiento, no lo fija. Establece dogmas incuestionables y los modifica de un día para otro. Necesita dichos dogmas, pues precisa una obediciencia absoluta por parte de sus súbditos, pero no puede evitar los cambios, que vienen dictados por las necesidades de la política del poder. Se afirma infalible y, al mismo tiempo, ataca el propio concepto de verdad objetiva. Por poner un ejemplo obvio y radical, hasta septiembre de 1939 todo alemán tenía que contemplar el bolchevismo ruso con horror y aversión, y desde septiembre de 1939 tiene que contemplarlo con admiración y afecto. Si Rusia y Alemania entran en guerra, como bien podría ocurrir en los próximos años, tendrá lugar otro cambio igualmente violento. La vida emocional de los alemanes, sus afinidades y odios, tiene que revertirse de la noche a la mañana cuando ellos sea necesario. No hace falta señalar el efecto que tienen este tipo de cosas en la literatura. Y es que escribir es en gran medida una cuestión de sentimiento, lo cual no siempre se puede controlar desde afuera. Es fácil defender de boquilla la ortodoxia del momento, pero la escritura de cierta trascendencia solo es posible cuando un hombre siente la verdad de lo que está diciendo; sin eso, falta el impulso creativo. Todas las pruebas que tenemos indican que los repentinos cambios emocionales que el totalitarismo exige a sus seguidores son psicológicamente imposibles. Y ese es el motivo principal por el que sugiero que, en caso de que el totalitarismo triunfe en todo el mundo, la literatura tal como la conocemos estará a un paso del fin. Y, de hecho, parece que el totalitarismo ha tenido ya ese efecto. En Italia la literatura ha quedado imposibilitada, y en Alemania parece casi haberse detenido. La actividad más característica de los nazis es la quema de libros. E incluso en Rusia el renacimiento literario que esperábamos no ha tenido lugar, y los escritores rusos más prometedores muestran una marcada tendencia a suicidarse o a desaparecer en las prisiones.


He dicho antes que el capitalismo liberal está llegando de forma obvia a su fin y, en consecuencia, pude haber dado la impresión de que insinúo que la libertad de pensamiento está irremediable condenada. Pero no creo que sea así, y en resumen diré sencillamente que creo que la esperanza de la supervivencia de la literatura reside en aquellos países en los que el liberalismo ha echado raíces más profundas, los países no militaristas, Europa occidental y las Américas, India y China. Creo -y puede que no sea más que una vana esperanza- que, aunque es seguro que está por venir una economía colectuvizada, esos países sabrán cómo desarrollar una forma de socialismo que no sea totalitaria, en que la libertad de pensamiento puede sobrevivir a la desaparición del individualismo económico. Esa es, en todo caso, la única esperanza a la que puede aferrarse cualquiera que se preocupe por la literatura. Cualquiera que sienta el valor de la literatura, que sea consciente del papel central que desempeña en el desarrollo de la historia humana, debe ver también que una cuestión de vida o muerte oponerse al totalitarismo, tanto si nos viene impuesto desde fuera como desde dentro.


Emisión 21 de mayo de 1941.    







Tomado de:

ORWELL, George (2017): El poder y la palabra. Diez ensayos sobre lenguaje, política y verdad. Santiago de Chile, Penguin Random, pp. 61-68.


01 febrero 2023

El crítico como artista. Oscar Wilde



El crítico como artista

Segunda Parte


Oscar Wilde


GILBERT.- Hablemos de La indignación moral, sus causas y su tratamiento, tema sobre el cual pienso escribir. O de La supervivencia de Tersites, tal como nos la revelan los diarios cómicos ingleses, o podemos conversar sobre muchos otros temas.


ERNEST.- De ninguna manera; deseo discutir sobre el crítico y la crítica. Según usted, la crítica elevada trata al Arte como un medio de impresión, y no de expresión, y que por consiguiente, resulta creadora e independiente a la vez; es, en suma, un arte por sí misma, un arte que tiene la misma relación con la obra creadora que ésta con el mundo visible de la forma y del color o con el mundo invisible del pensamiento y de la pasión. Entonces, respóndame: ¿en ocasiones, no será el crítico un intérprete de verdad?


GILBERT.- Desde luego; puede serlo cuando le plazca. Puede pasar de su impresión sintética y de conjunto de una obra en particular a un análisis o una exposición de la obra misma, y en esta esfera inferior, como ya he demostrado, hay muchas cosas deliciosas que decir y que hacer. Su finalidad, sin embargo, no será siempre la de explicar la obra de arte. Intentará más bien concentrar su misterio, levantar alrededor de ella y de su autor esa niebla prodigiosa, dilecta de los dioses y de sus adoradores también. Las gentes vulgares se sienten "increíblemente cómodas en Sión". Pretenden pasearse del brazo de los poetas y tienen un modo dulzón y necio de decir: "¿De qué sirve conocer lo que se ha escrito sobre Shakespeare y Milton? Leamos sus obras y sus poemas y será suficiente." Pero apreciar a Milton, como observaba el último rector de Lincoln, es la recompensa de una profunda erudición. I' quien desee comprender realmente a Shakespeare, debe comprender primero las relaciones que tuvo él con el Renacimiento y la Reforma, con el siglo de Isabel y con el de Jacobo; debe serle familiar la historia de la lucha entre las viejas formas clásicas y el nuevo espíritu romántico, entre la escuela de Sidney", de Daniel de Johnson y las de Marlowe y del hijo de éste, más grande que el propio Shakespeare; debe conocer los materiales de que disponía Shakespeare y su manera de utilizarlos, las condiciones de las representaciones teatrales en los siglos XVI y XVII, las ventajas o los obstáculos que aquellas ofrecían en cuanto a libertad; la crítica literaria del tiempo de Shakespeare, sus fines, sus maneras y sus reglas; debe estudiar la lengua inglesa en su progreso y el verso libre y rimado en sus diversas evoluciones; tiene que estudiar el drama griego y la relación que guardan el arte del creador de Agamenón y el del creador de Macbeth; en resumidas cuentas: deberá ser capaz de relacionar el Londres isabelino con la Atenas de Pericles y deducir el lugar que ocupó en realidad Shakespeare en la historia del drama a escala europea y también universal. El crítico será realmente un intérprete, pero no tratará el arte corno una esfinge, expresándose a través de enigmas, y cuyo fútil secreto puede adivinar y revelar un hombre con los pies heridos y que desconoce hasta su nombre; le considerará más bien como una divinidad, y su misión será la de hacer más profundo su misterio y más maravillosa su majestad. Y entonces, querido amigo, sucede esto tan extraño: el crítico será realmente un intérprete, pero no en el sentido de repetir bajo otra forma un mensaje confiado a sus labios; porque así como el arte de un país adquiere, solamente por contacto con el arte de países extranjero, esa vida propia e independiente que llamamos nacionalidad, de igual manera, por una curiosa inversión, sólo intensificando su propia personalidad, el crítico puede interpretar la personalidad artística de los demás, y cuanto más entra la suya en la interpretación, más verosímil, satisfactoria, convincente y auténtica resulta dicha interpretación. 


ERNEST.- Pues yo pensaba que su personalidad suponía un filtro perturbador de su creación.


GILBERT.- En absoluto; es, al contrario, un elemento revelador. Si uno tiene la  intención de comprender a los demás, debe antes intensificar su propia personalidad.


ERNEST.- ¿Y cuáles son los resultados?.


GILBERT.- Eso se lo demostraré mediante ejemplos concretos. A mí me parece que en primer lugar, el crítico literario figura, como quien posee el horizonte más amplio, la visión más abierta y los materiales más nobles posibles; pero cada arte tiene su crítico, que, por decirlo de algún modo, tiene asignado. El actor es el crítico del drama. Muestra la obra del poeta de una forma nueva y conforme a un método especial. Se adueña de la palabra escrita y su modo de representar; su gesto y su voz se convierten en medios de revelación. El cantante o el tocador de laúd y de viola es el crítico de la música. El grabador de un cuadro despoja a la pintura de su brillante colorido, pero nos muestra, con el empleo de una nueva materia, las auténticas calidades de sus tonalidades, sus matices y sus valores, las relaciones de sus masas, y llega a ser así, a su manera, un crítico, porque el crítico es el que nos muestra una obra de arte bajo una forma distinta de la de la obra misma, y el empleo de nuevos materiales constituye un elemento tanto de crítica como de creación. La escultura también tiene un crítico adjudicado, que puede ser o un cincelador de piedras finas, como en tiempos de los griegos, o algún pintor que, como Mantegna, quiso reproducir sobre el lienzo la belleza de la línea plástica y la sinfónico majestad de su cortejo en bajorrelieve. Y en el caso de todos esos críticos de arte creadores, la personalidad es absolutamente esencial a toda interpretación exacta. Pocas cosas hay más claras. Cuando Rubinstein ejecuta la Sonata apassionata, de Beethoven, nos da no sólo a Beethoven, sino también a él mismo, y así nos da a Beethoven de un modo completo, reinterpretado por una rica naturaleza artística, vivificado y espléndido, gracias a una nueva e intensa personalidad. Cuando un gran actor representa obras de Shakespeare, pasamos por idéntica experiencia. Su individualidad se convierte en una parte esencial de la interpretación. Se dice a veces que los actores nos presentan unos Hamlets suyos y no de Shakespeare, y este error (porque lo es) ha sido repetido, siento decirlo, por ese encantador y gracioso escritor que ha abandonado recientemente el tumulto de la literatura por la calma de la Cámara de los Comunes; me refiero al autor de Obiter Dicta. En realidad, el Hamlet de Shakespeare no existe. Si Hamlet posee un carácter, propio de una obra de arte, posee a la vez toda la oscuridad propia de la vida. Hay tantos Hamlets como melancolías, en este mundo.


ERNEST.- ¿Hamlets y melancolías existen en igual número?.


GILBERT.- Sí. Y de la misma manera que el arte nace de la personalidad, a ella sólo puede ser revelado, y de este encuentro nace la verdadera crítica interpretativa.


ERNEST.-Así que el crítico, visto como intérprete, ¿da y presta proporcionalmente a lo que recibe y pide?.


GILBERT.- Sabrá adaptar la obra de arte que interpreta a cada época, nos recordará constantemente que las obras de arte maestras son entes con vida, e incluso los únicos entes vivos de verdad. Lo sentirá tan intensamente, que, sin duda, a medida que progrese la civilización y que estemos organizados más elevadamente, lo más escogido de cada época, los espíritus críticos y cautos se interesarán cada vez menos por la vida real e intentarán obtener impresiones de aquello que haya sido tocado por el Arte anteriormente. Porque la vida es terriblemente defectuosa desde el punto de vista de la forma; sus catástrofes hieren injustamente y sin motivos. Hay un error grotesco en sus comedias, y sus tragedias tienden a la farsa. Uno resulta herido al acercárselo. Todo dura: para siempre, demasiado tiempo, o no lo suficiente.


ERINEST.- ¡Mísera vida! ¡Mísera vida humana! Entonces, ¿no se siente usted conmovido por esas lágrimas que, según el poeta romano, forman parte de la esencia misma?.


GILBERT.- Lo que realmente temo es que me conmuevan demasiado. Porque cuando se contempla retrospectivamente una vida que fue en su momento muy intensa, llena de frescas emociones, que conoció tales goces y tales éxitos, todo eso parece no ser más que un sueño, un espejismo. ¿Cuáles son las cosas irreales, sino las pasiones que nos abrasaron en otro tiempo como fuego? ¿Qué son las cosas increíbles sino aquellas en las que creímos fervientemente? ¿Qué son las cosas inverosímiles sino aquellas que hicimos? No, querido amigo; la vida nos engaña con sombras como un manipulador de marionetas. Le pedimos placer. Y ella nos lo da, añadiéndole, a guisa de cortejo, la amargura y el desengaño. Sentimos alguna noble pena que creemos va a prestar a nuestros días la purpúrea solemnidad, la tragedia; pero se aleja de nosotros y la sustituyen cosas menos nobles y nos encontramos en alguna gris y vacía aurora o en una velada silenciosa, contemplando con un asombro insensible, con un triste corazón de piedra, ¡aquella trenza dorada que con tanto frenesí besamos en el pasado! 


ERNEST- Entonces, ¿estás diciendo que la vida es una estafa?.


GILBERT- Artísticamente, totalmente. Y la razón principal de esto es la que da a la vida su sórdida seguridad: el hecho de que no pueda experimentarse nunca por dos veces la misma emoción. ¡Qué diferente el mundo del arte! Detrás de usted, querido amigo, en un estante de esa librería, puede ver La Divina Comedia. Sé que si abro ese volumen por cierto lugar odiaré ferozmente a alguien que no me ha ofendido jamás, o amaré con adoración a alguien a quien no veré jamás. No existe ningún estado de ánimo, ninguna pasión que el Arte no pueda expresarnos, y aquellos de nosotros que han descubierto su secreto pueden hacer constar por anticipado los resultados de sus experiencias. Podemos elegir nuestro día y señalar nuestra hora. Podemos decirnos: "Mañana, al rayar el alba, nos pasearemos con el grave Virgilio por el sombrío valle de la muerte." Cosa extraña este traspaso de emociones. Nosotros sufrimos con la misma intensidad que el poeta y el cantor nos transmite su dolor. Labios muertos nos envían su mensaje y corazones deshechos en polvo pueden contagiarnos su goce. Corremos a besar la boca sangrienta de Fantina y seguimos a Manon Lescaut por todo el Universo. Por fin es nuestra la locura amorosa del Tirío y el terror de Orestes. No hay pasión que no podamos sentir ni placeres que no podamos gozar y podemos escoger el momento de nuestra iniciación y también el de nuestra libertad. ¡La Vida! ¡La Vida! No recurramos a la vida para triunfar. Viene limitada por las circunstancias, no es lógica en su expresión y carece de esa delicada armonía entre la forma y el espíritu, que tan sólo puede satisfacer a un temperamento creativo y crítico. Hace que paguemos sus mercancías muy caras y compramos el más ínfimo de sus secretos a un precio astronómico y totalmente irrazonable.


ERNEST.- Entonces, ¿tenemos que recurrir al arte para cualquier cosa?.


GILBERT.- En todo momento y para todo, porque el Arte jamás nos liará daño. Las lágrimas que vertemos en el teatro representan, típicamente, las emociones exquisitas y estériles que el arte tiene por misión despertar. Lloramos, pero no nos sentimos heridos. Nos afligimos, pero no es amarga nuestra pena. En la vida real del hombre, el dolor, como dice Spinoza en algún sitio, es un paso hacia una perfección menor. Pero el dolor que nos produce el arte nos purifica y nos incita, si me está permitido citar una vez más al gran crítico de arte de los griegos. Por medio del arte y sólo por él podemos lograr nuestra perfección; el arte y solamente el arte nos preserva de los peligros sórdidos de la existencia real. Y esto se debe no sólo a que nada de lo que puede imaginarse es digno de ser realizado (y todo es imaginable), sino también a esa sutil ley que limita las fuerzas emotivas y las fuerzas físicas en extensión y en energía. Podemos sentir hasta cierto grado y nada más. ¿Y qué nos importan en el fondo los placeres con que la vida nos tienta o los dolores con que intenta aniquilar nuestra alma, si el verdadero secreto de la alegría se halla en contemplar las vidas de aquellos que jamás existieron, y que si llora es por la muerte de seres que, como Cordelia y la hija de Brabancio, viven eternamente?


ERNEST.- Espera. Creo que todo lo que usted acaba de decir, querido Gilbert, es inmoral.


GILBERT.- El arte siempre es inmoral. Porque la emoción por la emoción es la verdadera finalidad del arte, y la emoción por la acción es la finalidad de la vida, y de esta organización tan sumamente práctica de la vida que llamamos sociedad. La sociedad, que es principio y base de la moral, existe simplemente para concentrar la energía humana. Y, al fin de asegurar su propia continuación y una estabilidad, exige de cada uno de nosotros, con indudable justicia, que contribuya con alguna labor productiva al bien público y que trabaje de forma forzada para que se realice la tarea cotidiana. La sociedad perdona casi siempre al criminal; pero jamás al soñador. Las bellas emociones estériles que el arte despierta en nosotros son aborrecibles a sus ojos, y ese horrible ideal social domina con su tiranía tan por completo a las gentes, que con el mayor descaro se acercan a uno en exposiciones privadas y en públicos, preguntando con voz estentórea: "¿Qué está usted haciendo?", la única pregunta que debiera estarle permitida a un ser civilizado es: "¿Qué piensa usted?" Las intenciones de esas personas tan ejemplares, son buenas, sin duda. Quizá por eso mismo son tan insoportables. Pero alguien debiera enseñarles que si la sociedad es del parecer que la contemplación es el peor de los pecados, para las personas más cultas e instruidas es la única ocupación digna del ser humano.


ERNEST.- ¿Ha dicho la contemplación?.


GILBERT.- Sí; eso mismo. Ya le he dicho hace poco que era mucho más difícil hablar de algo que hacerlo. Permítame decirle ahora que no hacer absolutamente nada es lo más difícil del mundo, lo más difícil y lo más intelectual. Para Platón, apasionado de la sabiduría, esa era la más noble forma de la energía. Para Aristóteles, apasionado de la ciencia, era también la forma más noble de la energía. A ella llevó, por su propio anhelo su santidad, al santo y al místico de la Edad Media. 


ERNEST.- Entonces, ¿hemos venido a este mundo para no hacer nada?.


GILBERT- El que ha sido elegido viene a este mundo para no hacer nada. La acción es limitada y relativa. Y también condicionada y absoluta es la visión del que descansa y observa, del que recorre un camino solo mientras sueña. Pero nosotros, que hemos nacido al final de esta edad maravillosa, somos demasiado cultos y críticos a la vez, nuestra inteligencia demasiado sutil y también con demasiada tendencia a los placeres exquisitos, para aceptar especulaciones sobre la vida a cambio de la vida misma. Para nosotros, la cittá divina carece de colorido, y la Fruitio Dei, de sentido. La metafísica no satisface nuestros caracteres y el éxtasis religioso está obsoleto. El mundo en el cual el filósofo de la Academia se convierte en "espectador de todos los tiempos y de todas las existencias" no es, en realidad un mundo ideal, sino sirnplemente un mundo de ideas abstractas; al entrar en él nos matan de frío las glaciales matemáticas del pensamiento. Los cursos de la Ciudad de Dios no están ya abiertos para nosotros. Sus puertas están guardadas por la ignorancia, y para transponer sus umbrales hemos de abdicar de todo cuanto hay de más divino en nuestra naturaleza. Ya es bastante con que nuestros padres hayan creído. Han dejado exhausta la facultad de creer de la especie y nos han legado el escepticismo, que tanto los aterraba; si lo hubieran puesto en palabras, no podría vivir en nosotros como pensamiento. No. Ernest, no; no podemos regresar a los santos. Hay mucho que aprender todavía de los pecadores. No podemos apuntar de nuevo a los filósofos y los místicos: nos decarrían. Como sugiere Walter Pater en alguna parte, ¿quién desearía cambiar la curva de un simple pétalo de rosa por ese Ser etéreo y sin forma al que Platón consideraba tan importante? ¿Qué significan para nosotros la Iluminación de Platón, el Abismo Eckhard, la Visión de Bohme, el mismo Cielo monstruoso, tal como fue revelado a los ojos ciegos de Swedenborg? Todo esto tiene menos valor que el amarillo cáliz de un narciso silvestre, menos que la más inferior artes visibles; porque así como la Naturaleza es la materia que lucha por llegar a ser espíritu, el Arte es el espíritu que se realiza bajo las condiciones de la materia; y por eso, aun en sus más vulgares formas, habla a los sentidos y al espíritu a un mismo tiempo. El temperamento artístico debe repeler siempre lo vago.  


ERNEST.- Entonces, ¿qué cree que debemos hacer?.


GILBERT.- Creo que con el desarrollo del espíritu crítico llegaremos a comprender finalmente, no únicamente nuestras vidas, sino la vida de todos, de la raza, haciéndonos así absolutamente modernos en el auténtico significado de la palabra modernismo. Pues aquel para quien el presente es la única cosa presente, no sabe nada del siglo en que vive. Para comprender el siglo diecinueve, hay que comprender primero los siglos precedentes, los cuales contribuyeron a su formación. Para saber algo de uno mismo, hay que saberlo todo de los demás. No debe existir ningún estado de alma con el que no se pueda simpatizar, ni ningún extinto modo de vida que no pueda volver a la vida de nuevo. ¿Es esto imposible? En mi opinión, no lo es. Al revelarnos el mecanismo absoluto de toda acción, libertándonos así, de la carga entorpecedora de las responsabilidades morales que nos habíamos impuesto, el principio científico del hereditarismo ha llegado a ser, por así decirlo, la garantía de la vida contemplativa. Nos ha revelado que en realidad no somos tan esclavos como cuando intentamos actuar. Nos ha atrapado en la trampa del cazador, ha escrito la profecía de nuestro destino sobre el muro. No podemos verle, como no sea en un espejo que refleje el alma. Es Némesis sin su máscara. Es la última y la más terrible de las Parcas. Es el único de los dioses cuyo verdadero nombre conocemos. Y, sin embargo, mientras que en la esfera de la vida práctica y externa ha despojado a la energía de su libertad y a la actividad de su libre discernimiento, de su elección, en la esfera subjetiva, que es donde el alma actúa, llega a nosotros esa sombra terrible con múltiples dádivas en sus manos: extraños temperamentos y sutiles susceptibilidades, bárbaros ardores y glaciales indiferencias, dones multiformes y complejos de pensamientos contradictorios y de pasiones en pugna consigo mismas. Así, pues, no es nuestra vida la que vivimos, sino la vida de los muertos, y el alma que en nosotros mora no es una simple entidad espiritual, que nos hace personales e individuales, creada para nuestro servicio y que nos invade para goce nuestro. Es algo que habitó en horrendos lugares y tuvo su alojamiento en antiguos sepulcros. Padece innúmeras dolencias y guarda el recuerdo de curiosos pecados. Es más sabia que nosotros y su saber es amargo. Nos llena de deseos imposibles de realizar y nos hace perseguir lo que sabemos que nos es imposible alcanzar. Hay, sin embargo, mi querido Ernest, una cosa que puede hacer por nosotros. Puede alejarnos de ambientes cuya belleza es vulgar, o cuya innoble fealdad y míseras pretensiones son nocivas al perfeccionamiento de nuestro desarrollo. Puede ayudarnos a evadirnos de nuestro siglo, para irnos a vivir a edades remotas, sin sentirnos extraños allí. Puede enseñarnos a huir de nuestra experiencia y a conocer las de otros seres más grandes que nosotros. 


ERNEST.- Pero, y el espíritu crítico, ¿qué función tiene aquí?. 


GILBERT.- El aprender que esta transmisión de las experiencias raciales consigue realizar, sólo puede se perfeccionada por el espíritu crítico, y hasta podría asegurarse que ambas forman las dos partes de un todo. ¿Qué es el verdadero crítico sino aquel que lleva dentro de sí los sueños, las ideas y los sentimientos de infinitas generaciones, para quien ninguna forma del pensamiento es desconocida, ni oscura ninguna emoción? ¿Y cuál es el "hombre culto" auténtico, sino aquel que por medio de una sutil sabiduría y una laboriosa selección ha hecho el instinto consciente e inteligente, y puede separar la obra que posee distinción de la que no la tiene y así, por contacto y comparación, llegar a poseer los secretos de estilo y escuela, escuchar sus voces, comprender sus significados y desarrollar ese espíritu de curiosidad desinteresada que es la verdadera raíz y la verdadera flor de la vida mental y que cuando alcanza así la lucidez intelectual, conociendo "lo mejor de cuanto se sabe y se piensa en el mundo" vive (y no resulta fantástico admitirlo) con los inmortales?... Sí, querido amigo; la vida contemplativa, la vida que tiene por finalidad "ser" y no "hacer", y lo solamente "ser", sino "devenir, transformarse", es la que nos da el espíritu crítico. Los dioses viven así: o meditan sobre su propia perfección, como nos dice Aristóteles, o, según imaginaba Epicuro, observan con ojos serenos de mero espectador la tragicomedia del mundo que ellos mismos han creado. Podríamos nosotros también vivir como ellos y asistir, con emociones adecuadas, a las escenas diversas que ofrecen el hombre y la Naturaleza, Podríamos espiritualizarnos, apartándonos de la acción, y llegar a ser perfectos repudiando toda energía. Muchas veces he pensado que Browning sintió algo parecido. Shakespeare lanza a Hamlet a la vida activa y le hace cumplir su misión por medio del esfuerzo. Browning pudo haber creado un Hamlet carente de significación. Hizo el espíritu el protagonista de la tragedia de la vida y consideró la acción como el solo elemento no dramático de una obra. Desde la elevada torre del Pensamiento podemos contemplar el Universo. Tranquilo, siendo un centro para sí mismo, completo el crítico, esteta contempla la vida, y ninguna flecha lanzada al azar puede penetrar por las junturas de su armadura. PI, por lo menos, está a salvo. Ha descubierto cómo vivir. ¿Es inmoral vivir de esta manera? Sí; todas cualquier arte es inmoral, excepto esas formas inferiores de arte sensual o didáctico cuyo objeto es excitar a la acción, buena o mala. Y la acción, cualquiera que sea, pertenece a la ética. La finalidad del arte consiste simplemente en crear estados de alma. ¿Un género de vida tal carece de aplicaciones prácticas? ¡Ah! ¡Es más difícil ser "impráctico" de lo que se imaginan los ignorantes filisteos! Desgraciadamente para Inglaterra, no hay país en el mundo que tenga tanta necesidad de gente impráctica como el nuestro. Entre nosotros el pensamiento está degradado por su constante asociación con lo práctico.  


ERNEST.- Qué doctrina tan sumamente encantadora!


GILBERT.- No sé si es encantadora; pero lo que es seguro, es que es cierta. El anhelo por mejorar a los demás origina una abundante cosecha de pedantes, y este no es el menor de sus males. El presumido ofrece un estudio psicológico realmente interesante, y aunque, de todas las poses, la de moralista sea la peor, tener una pose ya es algo. Es un reconocimiento formal de la importancia de tratar la vida desde un punto de vista definido y racional. La Simpatía Humanitaria, que lucha contra la Naturaleza, asegurando la supervivencia del fracaso, puede hacer que el hombre sabio desprecie esas virtudes tan accesibles para él. El economista político la vitupera, porque coloca en un mismo plano al imprevisor y al previsor, despojando así a la vida del incentivo más poderoso, por el ser más sórdido. Pero, a los ojos del pensador, el verdadero daño causado por esa simpatía emotiva está en que limita el saber y entonces nos impide solucionar los problemas sociales. Intentamos ahora retrasar la crisis que está por llegar, "la revolución inminente", como la llaman mis amigos los fabianistas, por medio de dádivas y de limosnas. Pues bien: cuando llegue esa revolución o esa crisis, seremos impotentes para defendernos, porque no sabremos nada. Así, pues, Ernest, no nos engañemos. Inglaterra no será nunca civilizada mientras no anexione la Utopía a sus dominios. Podría cambiar ventajosamente alguna de sus colonias por tan hermosa comarca. Necesitamos gentes imprácticas que vean más allá del momento y piensen más allá de la época. Los que intentan guiar al pueblo sólo pueden lograrlo siguiendo al populacho. Los senderos de los dioses se preparan únicamente por la voz de alguien que predica en el desierto. Puede que crea usted que el hecho de observar y de contemplar, por el mero placer de hacerlo, es egoísta. Aunque crea usted eso, no lo diga. Rendir culto al sacrificio es cosa que seduce a una época tan egoísta como la nuestra. Sólo una época tan avara como esta en que vivimos puede colocar por encima de las bellas virtudes intelectuales esas otras bajas y emocionales que le reportan un beneficio práctico inmediato. Yerran igualmente esos filántropos y sentimentales de hoy día que se pasan el tiempo hablando de nuestros deberes para con el prójimo. Porque el desarrollo de la raza depende del desarrollo del individuo, y allí donde la cultura del yo deja de ser el ideal, el nivel intelectual baja inmediatamente y desaparece con frecuencia. Si cena usted en compañía de un hombre que se ha pasado la vida educándose a sí mismo, se levantará de la mesa más rico, con la conciencia de que un elevado ideal ha tocado y santificado por un instante sus días. Pero, en cambio, mi querido amigo, ¡qué horrible experiencia es cenar con un hombre que se ha pasado su vida queriendo educar a los demás! ¡Qué espantosa es esa ignorancia, resultado inevitable de la costumbre fatal de comunicar sus opiniones al prójimo! ¡Qué limitado parecer el espíritu de un ser como éste! ¡Cómo le aborrecemos y cómo debe aborrecerse a sí mismo con sus infinitas repeticiones y sus insípidas redundancias! ¡Cómo carece de todo elemento de progreso intelectual! ¡En qué círculo vicioso se mueve!


ERNEST.- Se emociona usted, de forma extraña, querido amigo. ¿Es que ha pasado hace poco por esta experiencia tan horrorosa?. 


GILBERT.- Son pocos los que pueden librarse de ella. Dicen que el maestro de escuela ve cómo se reduce la esfera de su autoridad. Ojalá sea cierto. Pero el tipo del cual él no es más que un representante (y de muy escasa importancia), creo que domina nuestras vidas; y así como el filántropo representa el castigo de la esfera ética, el castigo de la esfera intelectual es el hombre tan ocupado siempre en la educación de los demás, que no ha tenido nunca tiempo de consagrarse a la suya. No, querido; el autodidactismo es el verdadero ideal del hombre. Goethe lo entendió así, y por eso le debemos más que a ningún hombre desde los tiempos esplendorosos de Grecia. Los griegos lo vieron también, y legaron al pensamiento moderno el concepto de la vida contemplativa y el método crítico que es el único que conduce a ella. Fue lo que hizo grande el Renacimiento y que generó el humanismo. Es también la única cosa que puede engrandecer a nuestra época, porque la verdadera habilidad de Inglaterra radica, no en unos pobres armamentos o en unas costas fortificadas débilmente, no en la pobreza que se arrastra por callejuelas ensombrecidas, o en la borrachera alborotadora en patios repugnantes, sino simplemente en el hecho de que sus ideales poseen emoción y no inteligencia. No niego que el ideal intelectual sea difícil de alcanzar, y aún menos que sea quizá en años venideros impopular entre el populacho. ¡Es tan fácil para la gente simpatizar con el sufrimiento, y tan difícil, con el pensamiento...! Las personas vulgares desconocen el valor real del pensamiento, que se creen que una vez han tachado una teoría de peligrosa la han condenado, cuando precisamente son éstas las teorías que poseen un verdadero valor intelectual. Una idea, si no es peligrosa, tampoco es digna de llamarse idea.


ERNEST.-Querido amigo, usted me desconcierta. Me ha dicho usted que todo arte es esencialmente inmoral. ¿Ahora va usted a decirme que todo pensamiento es peligroso en esencia?. 


GILBERT.- Desde luego; desde el punto de vista práctico, así es. La seguridad de la sociedad se basa en la costumbre y en el instinto inconsciente; la base de la estabilidad de la sociedad como organismo sano está en la carencia absoluta de inteligencia en todos sus miembros. La inmensa mayoría de las gentes lo saben tan bien, que se colocan natural y espontáneamente de parte de ese espléndido sistema que las eleva a la categoría de máquinas. Y sienten una rabia tan feroz contra toda intrusión de la facultad intelectual en cualquiera de las cuestiones referentes a la vida, que se siente uno tentado de definir al hombre como "un animal razonable que no logra nunca obrar conforme a los preceptos de la razón". 


ERNEST.- ¿El medio de la inteligencia?.


GILBERT- Exacto. Recordará usted mis palabras; el crítico es creador como artista, cuya obra, en efecto, puede que no tenga más mérito que el de sugerir al crítico algún nuevo estado de pensamiento y de sentimiento que éste puede realizar con una distinción de forma igual o quizá mayor, y al que dará una belleza diferente y más perfecta, gracias a un nuevo medio de entendimiento. Pero le he notado a usted un tanto escéptico a esta teoría, ¿me equivoco?


ERNEST.- No soy escéptico en este asunto; sin embargo, debo confesarle que tengo la absoluta convicción que una obra como la del crítico, según la descripción de usted, ha de ser, por fuerza, subjetiva, mientras que toda obra maestra es impersonal y objetiva. 


GILBERT.- Entre una obra objetiva una subjetiva la única diferencia que hay es externa, accidental, y no tan subjetiva. El paisaje mismo que Corot contemplaba no era, como él mismo ha dicho, más que un estado de su alma; y esas grandes figuras del drama griego o inglés, que parecen poseer vida propia, independiente de los poetas que las crearon y modelaron, son, en realidad, los propios poetas, no tal y como creían ser, sino como creían no ser y tal como fueron, sin embargo, por un momento de un modo extraño, gracias a ese pensamiento; porque no podernos nunca salir fuera de nuestro interior y no puede tampoco haber en una creación lo que había en el creador. Es más: yo diría que cuanto más objetiva parece una creación, más subjetiva es en el fondo. Shakespeare pudo haber visto a Rosencrantz y a Guildenstern por las blancas calles de Londres; pudo haber visto igualmente a los criados de las casas rivales pelearse en la plaza pública; pero Hamlet salió de su alma y Romeo de su pasión. Estos eran elementos de su naturaleza a los que él dio forma tangible, impulsos que se agitaban tan poderosamente en él, que se vio forzado, por decirlo así, a dejarlos realizar su energía, no en el plano inferior de la vida real, donde hubieran estado oprimidos y coartados, sino en el plano imaginativo del arte, donde el amor puede realmente encontrar en la muerte su rica realización, donde se puede matar al que escucha en la puerta detrás de la cortina, o pelear en una tumba recién abierta y hacer beber a un rey culpable su propio veneno y ver el espectro de su padre, a la débil claridad de la luna, avanzar majestuosamente, revestido de su armadura, desde una muralla de bruma a otra. La acción limitada no hubiera satisfecho a Shakespeare ni le hubiese permitido expresarse, y así como pudo realizarlo todo sin hacer nada, de igual modo, precisamente porque no nos habla nunca de él en sus obras, éstas nos lo revelan de una manera absoluta mostrándonos su auténtico carácter mucho más a fondo que esos sonetos suyos, algo raros y exquisitos, en los que revela, bajo una mirada límpida, el secreto de su alma. Sí; la forma objetiva es la más subjetiva en el fondo. El hombre es menos él mismo cuando habla en persona. Ponle un antifaz, y entonces será sincero.


ERNEST.-Así que el crítico, limitado a la forma subjetiva, ¿será a la fuerza menos apto para expresarse plenamente que el artista, que tiene siempre a su disposición las formas más objetivas e impersonales?.


GIEBERT.- No tiene que ser así siempre. Es más, puede que nunca, si reconoce que todo género crítico, en su más elevado desarrollo, es un simple estado de alma, y que no somos jamás tan sinceros con nosotros mismos como cuando somos inconsecuentes. El crítico esteta, fiel sólo al principio de belleza en todas las cosas, buscará siempre impresiones nuevas, tomando de diversas escuelas el secreto de su encanto, postrándose quizá ante altares extranjeros y sonriendo, si es su capricho, a extraños nuevos dioses. Lo que algunas personas llaman el pasado de un hombre, posee, sin duda para ellas una gran importancia; pero nada que ver con ese hombre. El hombre que se ocupa de su pasado no merece tener un porvenir. Cuando se ha encontrado la expresión de un estado de alma ha terminado uno con él. ¿De qué se ríe? Es cierto. Hace nada, nos asombraba el realismo. Hallábamos en él ese "nuevo estremecimiento" que constituía su única finalidad. Se le analizó y explico, y acabó por cansarnos. En su ocaso, aparecieron los poetas simbolistas; y el espíritu medieval, ese espíritu que pertenece, no a la época, sino al carácter, despertó de repente en la enferma Rusia y nos conmovió durante algún tiempo con la terrible fascinación del dolor. Hoy adoramos la novela, y ya las hojas tiemblan en el valle y por las cimas purpúreas de las colinas va la Belleza andando, con esbeltos pies de oro. Persisten, ciertamente, los antiguos modos de creación. Los artistas se copian a sí mismos o copian a los demás, en burda imitación. Pero la crítica avanza siempre, y el crítico progresa sin parar. El crítico no se halla realmente limitado a la forma subjetiva de expresión. El método del drama le pertenece, así como el de la epopeya. Puede emplear el diálogo, como el que hizo sostener Milton o Marvel sobre la naturaleza de la comedia y de la tragedia, como el que entablaron por carta Sidney y lord Brooke bajo las encinas de Penshurst. Puede adoptar la narración que agrada a mister Walter Pater, cuyos Retratos imaginarios (¿se trata del título del libro?) nos presentan bajo la careta imaginativa de la ficción fragmentos de crítica sutil y exquisita, uno sobre la filosofía de Watteau, otro sobre la de Spinoza, también sobre los elementos paganos de comienzos del Renacimiento, y el último, y en cierto modo más sugestivo, sobre el origen de esa Aulklarung, esa iluminación, que surgió como una aurora en Alemania el siglo pasado, y a la cual debe tanto nuestra cultura moderna. Desde luego; ¡realmente, el diálogo, esa maravillosa forma literaria que, desde Platón a Luciano, desde Luciano a Giordano Bruno, y desde Bruno a ese viejo y gran pagano que tanto entusiasmaba a Carlyle, los críticos creadores del mundo han utilizado siempre, no puede perder jamás, como modo de expresión, su atractivo para el pensador. Gracias a él, puede éste exponer el tema bajo todos los aspectos y mostrárnoslo haciéndole girar en cierto modo, como un escultor presenta su obra, logrando así toda la riqueza y toda la realidad de efectos que provienen de esos "paralelos", sugeridos repentinamente por la idea central en marcha, y que iluminan más aún esta misma idea, o esos pensamientos interiores tan felices que completan el tema central e incluso le aportan algo de la sutil maravilla del azar. 


ERNEST.-Y gracias al diálogo puede él inventar un contrincante imaginario y convencerlo cuando lo place con uno de esos estúpidos sofisma. 


GILBERT.- ¡Ah! ¡Es muy fácil persuadir a otros y muy difícil, en cambio, persuadirse uno mismo!... Si se quiere llegar a lo que realmente se cree, hay que hablar con labios ajenos. Para llegar a conocer la verdad, antes hay que imaginar miles de mentiras posibles. Porque ¿qué es en realidad la verdad? En cuestión de religión, simplemente la opinión que ha sobrevivido. En ciencia, la última sensación. En arte, nuestro último estado de alma. Y ya ve usted ahora, querido amigo, que el crítico dispone de tantas formas objetivas de expresión como el artista mismo. Ruskin escribe su crítica en prosa imaginativa, soberbia en sus cambios y contradicciones; Renán emplea el diálogo; Pater, la ficción; Browning escribe la suya en verso libre y obliga al pintor y al poeta a revelarnos su secreto, y Rossetti tradujo en sonetos musicales el colorido de Giorgione y el dibujo de Ingres, así como el dibujo y el color suyos propios, sintiendo, con el instinto de quien usa múltiples modos de expresión, que el arte supremo es la literatura y que el método más bello, sutil y perfecto es el de las palabras. 


ERNEST.- De acuerdo, pues una vez sentado por usted que el crítico dispone de todas las formas objetivas, ¿puede usted decirme cuáles son exactamente las cualidades que caracterizan a un auténtico crítico?.


GILBERT.- ¿Cuáles serían según su criterio?.


ERNEST.- ¡Bueno, yo creo que un crítico debe ser, sobre todo, imparcial! 


GILBERT.- ¡Ni hablar; imparcial, jamás! Un crítico no puede ser imparcial en el sentido ordinario de la palabra. Sólo podemos dar una opinión imparcial sobre las cosas que no nos interesan, y ésta es, sin duda, la razón por la cual una opinión imparcial carece siempre y en absoluto de valor. El hombre que ve los dos lados de una cuestión no percibe absolutamente nada de ella. El arte es una pasión, y en materia de arte el pensamiento está inevitablemente coloreado por la emoción, fluida más bien que helada, y que, como depende de unos estados de alma sutiles y de unos momentos exquisitos, no puede comprimirse en la rigidez de una fórmula científica o de un dogma teológico. Es el alma a la que habla el arte, y el alma puede ser prisionera del espíritu lo mismo que el cuerpo. Evidentemente, no se debían tener prejuicios; pero, como hizo notar un gran francés hace un siglo, depende de cada uno tener preferencias sobre unos temas, y cuando se tienen preferencias, deja uno de ser imparcial. Sólo los peritos tasadores pueden admirar por igual e imparcialmente todas las escuelas de arte. No; la imparcialidad no es una de las cualidades del verdadero crítico; no es tan siquiera una de las condiciones de la crítica. Cada forma de arte con la que establecemos contacto nos doctrina desde ese mismo momento, con exclusión de todas las otras formas. Tenemos que entregarnos en absoluto a la obra en cuestión, sea la que fuere, para obtener su secreto. Durante ese tiempo es preciso no pensar en nada más, y es que en realidad, no podemos hacer otra cosa. 


ERNEST.- Pero el crítico sí que debe ser razonable, ¿o no?.


GILBERT.- ¿Razonable?... Bueno; hay dos maneras de no amar el arte, querido Ernest. Una consiste simplemente en no amarlo. La otra, en amarlo de forma razonable. Porque el arte, en efecto (como observó Platón, no sin pesar), crea en el espectador y en el oyente una locura divina. No nace de la inspiración, sin embargo, inspira a los demás. La razón no es la facultad a la que él se dirige. Si se ama verdaderamente el arte, debe amárselo por encima de todo el mundo, y la razón, si se la escuchase, clamaría contra semejante amor. No hay nada sano en el culto de la Belleza. Es una cosa demasiado espléndida para ser cuerda. Aquellos cuyas vidas dirige, parecerán siempre al mundo puros visionarios.


ERNEST.- Pero, ¿sí que al menos será sincero?.


GILBERT.- Cierta dosis de sinceridad es peligrosa, y un exceso de la misma es fatal. El verdadero crítico, en efecto, será siempre sincero en su devoción al gran principio de la belleza; pero la buscará en todas las épocas y en todas las escuelas, no se dejará nunca limitar por ninguna costumbre establecida de pensar o por alguna estereotipado manera de ver las cosas. Adoptará, para realizarse, numerosas formas y mil maneras distintas, y sentirá siempre la curiosidad de nuevas sensaciones y de nuevas perspectivas. Encontrará su verdadera unidad sólo a través de esos cambios perpetuos. No consentirá en ser esclavo de sus propias opiniones. ¿Qué es, en efecto, el espíritu, sino el movimiento en la esfera de la inteligencia: esencia del pensamiento, como la esencia de la vida, es el crecimiento. No debe tener usted miedo de las palabras, Ernest. Lo que las gentes llaman insinceridad es sólo el método por el cual podemos desarrollar el carácter.


ERNEST.- Me parece que no he sido demasiado afortunado en mis sugerencias. 


GILBERT.- De las tres cualidades que usted ha mencionado, dos (sinceridad e imparcialidad) son casi por completo de índole moral; y la primera condición de la crítica es que el crítico reconozca que la esfera del Arte y la de la Ética están completamente separadas. En cuanto se las confunde, vuelve uno al caos. Actualmente, en Inglaterra se las confunde demasiado, y aunque nuestros modernos puritanos no puedan destruir algo bello, gracias a su extraordinario prurito pueden llegar mancillar la belleza un instante. Y es principalmente (siento tener que decirlo) mediante la Prensa como esas gentes encuentran expresión. Lo siento, porque hay mucho que decir en favor del periodismo moderno. Facilitándonos las opiniones de gente inculta, nos advierte de la ignorancia de la sociedad. Relatando cuidadosamente los sucesos corrientes de la vida contemporánea, nos muestra su ínfima importancia. Discutiendo invariablemente sobre lo inútil, nos hace comprender lo que es necesario para la cultura intelectual y lo que no lo es. Pero no debería permitir al pobre Tartufo que escribiese artículos sobre arte moderno. Cuando lo permite, se pone en ridículo, se embrutece. Y, sin embargo, los artículos de Tartufo y las notas de Chadband son buenas en algo: sirven para mostrar hasta qué punto es limitada el área en que la ética y las consideraciones éticas pueden ejercer su influencia. La ciencia está fuera del alcance de la moral, porque sus ojos están fijos sobre las verdades eternas. El arte está igualmente fuera del alcance de la moral porque sus ojos están fijos sobre cosas bellas, inmortales y siempre renovadas. Sólo pertenecen a la moral las esferas inferiores y menos intelectuales. Dejemos pasar, sin embargo, a esos vociferantes puritanos; tienen su lado cómico. ¿Quién es capaz de no reírse cuando cualquier periodista de poca monta propone seriamente que se limite el número de temas de que dispone el artista? Sería conveniente que se pusieran ciertos límites (y pronto se los pondrán) a nuestros periódicos y a nuestros periodistas, porque nos dan los hechos escuetos, sórdidos y repugnantes de la vida. Relatan con una avidez degradante los pecados de segundo orden y, con el minucioso cuidado de los incultos, nos dan precisos y prosaicos detalles acerca de los actos y gestos de gentes desprovistas de interés. Pero el artista que acepta los hechos de la vida y los transforma, sin embargo, en figuras de belleza, en modelos de piedad o de terror; que muestra su color esencial, su prodigio, su verdadero valor desde el punto de vista ético, creando así fuera de ellos un mundo más real que la realidad misma, de un sentido más elevado y más noble, ¿quién marcará esos límites? No serán los apóstoles de ese nuevo periodismo, que no es más que la antigua vulgaridad "revelándose sin trabas", ni los apóstoles de ese nuevo puritanismo, que no es otra cosa que la lamentación de los hipócritas, tan mal escrita como hablada. La simple suposición es ridícula. Esas gentes perversas no merecen que perdamos en ellos más tiempo de nuestra interesante conversación, así que sigamos discutiendo los requisitos artísticos indispensables de un verdadero crítico.


ERNEST.- Pues, dígame: ¿cuáles son estos requisitos?.


GILBERT.- La primera y más importante es el temperamento, un temperamento de una sensibilidad extraordinaria en lo que se refiere a la belleza y a las distintas expresiones que ésta nos produce. En qué condiciones y por qué medios nace ese temperamento en la raza o en el individuo, esa es cuestión que no discutiremos de momento. Baste con decir que hay en nosotros, un sentido de la belleza separado de los otros sentidos y superior a ellos, distinto de la razón y más noble que ella, diferente del alma y de igual valor; un sentido que induce a unos a crear, y a otros, los más delicados según mi parecer, a la simple contemplación. Pero este sentido requiere un ambiente exquisito para depurarse y perfeccionarse. Sin él perece o se embota. Usted recordará ese pasaje adorable en que Platón nos describe la forma cómo debe ser educado un joven griego, y en el que insiste en la importante influencia del ambiente, diciéndonos que el niño debe ser educado entre bellos espectáculos y armoniosos sonidos, para que la belleza de todo lo material prepare su alma para recibir la belleza espiritual. Insensiblemente, y sin que sepa la razón, verá desarrollarse en él ese auténtico amor a la belleza, verdadera finalidad de la educación, como Platón no se cansa de repetirnos. Poco a poco, gradualmente nacerá en él un temperamento que lo llevará, de un modo natural y sencillo, a elegir lo bueno con preferencia a lo malo, a rechazar lo que es vulgar y discordante; a seguir, con un gusto instintivo y delicado, todo lo que posea gracia, encanto, belleza. Finalmente, en el momento oportuno, ese gusto debe hacerse crítico y consciente; pero primero ha de existir puramente como instinto cultivado, y "el que haya recibido esa verdadera cultura del hombre interior percibirá, con visión diáfana, las omisiones y las faltas del arte infalible, mientras alaba y halla placer en lo bueno y lo acoge en su alma, haciéndose noble y bueno, el niño reprobará y odiará con justicia lo malo desde su infancia, aun antes de saber razonar"; y así, cuando más tarde se desarrolle en él el espíritu crítico y consciente, "lo reconocerá y saludará como a un amigo con quien su educación le ha familiarizado desde mucho tiempo antes". No necesito decirle, querido arraigo, lo lejos que estamos los ingleses de ese ideal. En toda Inglaterra se vive un renacimiento de las artes plásticas. La fealdad ha caído en lo más hondo. Hasta en las casas de los ricos hay gusto, y las casas de los pobres son hasta graciosas, simpáticas, agradables de habitar. Calibán, el pobre alborotador Calibán, cree que una cosa deja de existir en cuanto él ha dejado de hacer muecas. Pero si ya no se burla más es porque ha topado con una burla más fina y aguda que la suya. Y porque le ha dado una severa lección ese silencio que debía cerrar para siempre su boca tosca y deforme. Lo único que se ha hecho hasta la fecha es desbrozar el camino. Siempre es menos fácil destruir que crear, y cuando lo que tenemos que destruir es la vulgaridad y la estupidez, la tarea de destrucción requiere además de valentía, desprecio. Sin embargo, creo que esto ha sido ya hecho en cierto modo. Hemos acabado con lo que era malo. Ahora hemos de hacer lo bello. Y a pesar de que la misión del movimiento estético sea enseñar a contemplar y no a crear, como el instinto creador es muy fuerte en el celta y el celta es el guía en arte, no existe ningún motivo para que en el futuro ese extraño renacimiento no pueda llegar a ser tan poderoso a su manera como lo fue aquel resurgimiento del arte que tuvo lugar, hace muchos siglos, en las ciudades de Italia. Es verdad que para cultivar el temperamento de dirigirnos a las artes decorativas, a las artes que conmueven y no a las que nos enseñan. Las pinturas modernas son, indudablemente, deliciosas de ver, al menos algunas; pero es imposible por completo vivir con ellas. Son demasiado hábiles, demasiado afirmativas e intelectuales. Su significación es demasiado transparente, y su maestría, demasiado precisa. Agotamos pronto lo que tienen que decir, y entonces nos hastían tanto como unos parientes a los que ves cada día. Me agrada extraordinariamente la obra de muchos pintores impresionistas de París y de Londres. Esa escuela sigue poseyendo sutileza y buen gusto. Algunas de sus combinaciones y armonías recuerdan la belleza sin igual de la inmortal Sinfonía en blanco mayor, de Gautier, esa perfecta obra maestra de brillante colorido y de música que ha sugerido terna y título a los mejores lienzos de esos pintores. Como gentes que admiten al incompetente con simpática complacencia y que confunden lo raro con lo bello y lo vulgar con lo auténtico, son perfectos. Sus aguafuertes tienen la brillantez del epigrama; sus pasteles son fascinadores como paradojas, y en cuanto a sus retratos, diga lo que quiera el vulgo, nadie negará que poseen ese encanto único y maravilloso, que sólo pertenece a las obras de pura ficción. Pero los impresionistas, por serios y laboriosos que sean, no sirven para nuestros fines. A mí me son directos. Su tonalidad blanca dominante, con sus variaciones lilas, hizo época en el color. Aunque el momento no haga al hombre, hace indudablemente al impresionista, y del momento en arte y de lo que Rossetti bautizó con la expresión de "monumento del momento", ¿qué podría decirse irás? También son sugestivos. Si no abrieron los ojos a los ciegos, dieron al menos grandes alientos a los miopes y mientras sus maestros poseen toda la inexperiencia de la vejez, sus jóvenes representantes son demasiado sensatos para tener alguna vez buen sentido. Sin embargo, insisten en tratar el arte de la pintura como una forma de autobiografía para incultos, y no cesan de hablarnos, en sus lienzos ordinarios, de sus personas inútiles y de sus opiniones innecesarias, echando a perder, por un vulgar exceso de énfasis, ese bello desprecio a la Naturaleza, que es su mejor y más modesto mérito. Se cansa uno a la larga de la obra de individuos cuya individualidad es siempre ruidosa y que generalmente carece de interés, Hay mucho más que decir en favor de esa nueva escuela parisiense reciente, los arcaístas, como ellos se denominan, que, negándose a dejar al artista a merced de la temperatura, encuentran su ideal artístico, no en un simple efecto atmosférico, sino que buscanmás bien la belleza imaginativa del dibujo y el encanto del color bello, y que desechando el tedioso realismo de los que no pintan sino lo que ven, intentan ver algo digno de ser visto, viéndolo, además, no sólo con la visión material, sino con la visión mayor en nobleza del alma, que es más exuberante en su intención artística. Estos, por lo menos, trabajan con esas condiciones decorativas que requiere cualquier arte para llegar a la perfección, y poseen el suficiente sentido de la estética para lamentar esas sórdidos y estúpidos límites que imponen el modernismo absoluto de la forma, y que han ocasionado la ruina de tantos impresionistas. Sin embargo, el arte puramente decorativo es ése con el que se vive. De nuestras artes visibles, es la única que crea en nosotros, a la vez, el estado de alma momentáneo y el carácter. El color simple, desprovisto de significado y libre de cualquier forma definida, habla de mil maneras al alma. La armonía que existe en las sutiles proporciones de líneas y se refleja en el espíritu. Las repeticiones de motivos nos dan reposo. Las maravillas del dibujo excitan nuestra imaginación. En la belleza de los materiales utilizados hay elementos latentes de cultura. Y esto no es todo. Al rechazar deliberadamente a la Naturaleza como ideal de belleza, así como al método imitativo de los pintores ordinarios, el arte decorativo no sólo prepara el alma para recibir las verdaderas obras imaginativas, sino que desarrolla en ella ese sentido de la forma que será la base de toda empresa creadora o crítica. Porque el verdadero artista es el que va, no del sentimiento a la forma, sino de la forma al pensamiento y a la pasión. No concibe primero una idea para decirse después a sí mismo: "Encajaré mi idea en una medida compleja de catorce líneas", sino que, conociendo la belleza  esquemática del soneto, concibe ciertas modalidades musicales y ciertos métodos de rima, y la mera forma sugiere lo que ha de llenarla y hacerla completa, tanto intelectual como emotivamente. Cada cierto tiempo el mundo clama contra algún poeta encantador y artista, porque, según la frase estúpida y repetida, no tiene "nada que decir". Pero es que si tuviera algo que decir, lo diría probablemente, y el resultado sería atrozmente aburrido. Precisamente porque nada tiene que decir es por lo que puede hacer una obra bella. Se inspira en la forma y nada más que en la forma, como debe hacer todo artista. Una pasión real sería su ruina. Lo que sucede en realidad no sirve para el arte. Toda la mala poesía nace de sentimientos reales. El que es natural es transparente y, en consecuencia, nada artístico.


ERNEST.- ¿Cree realmente lo que está diciendo?. 


GILBERT.- No entiendo el porqué de esa pregunta. El cuerpo es el alma siempre, no sólo en el arte. En todas las esferas de la vida la forma es el principio de las cosas. Los movimientos rítmicos, tan armoniosos, de la danza, despiertan (Platón lo afirma) el ritmo y la armonía en el espíritu. "Las formas son el alimento de la fe", exclamó Newman en uno de esos grandes momentos de sinceridad que nos hacen admirar y conocer al hombre. Tenía razón, aunque no supiera cuán terriblemente la tenía. Los credos se aceptan, no porque sean razonables, sino porque los repite uno. Sí; la forma es todo. Es el secreto de la vida. Encuentre usted expresión a un dolor, y se le hará dilecto. Encuentre expresión a una alegría, y aumentará su éxtasis. ¿Quiere usted amar? Recite las letanías del amor, y las palabras creerán el ardiente deseo de donde se imagina el mundo que nace. ¿Tiene usted un pesar que le corroe el corazón? Húndase en el lenguaje del dolor, aprenda su elocuencia de labios del príncipe Hamlet y de la reina Constanza, y verá usted que la simple expresión es una manera de consolarse, y que la forma, origen de la pasión, es también la muerte del dolor. Y así, volviendo al ámbito artístico, es la forma la que crea no sólo el temperamento crítico, sino también el instinto estético, ese infalible instinto que nos revela todas las cosas en sus condiciones de belleza. Comience usted por el culto de la forma, y le serán revelados todos los secretos del arte, y recuerde que tanto para la crítica como para la creación, el temperamento lo es todo, y que las escuelas de arte deben agruparse no por la época que las produjo, sino por los temperamentos de sus dirigentes.


ERNEST.- Esta teoría suya sobre la educación es realmente adorable. Pero ¿cuál será la influencia de este crítico, educado en un ambiente tan fino y exquisito? ¿Cree realmente que hay artistas a quienes pueda afectar la crítica? 

 

GILBERT- La influencia del crítico reside en el mero hecho de existir. Significará el "arquetipo" perfecto. La cultura del siglo tendrá conciencia de sí misma en él. No tiene otra finalidad que la de su propia perfección. La inteligencia sólo pide, como se ha dicho muy bien, sentirse viva. El crítico, ciertamente, puede sentir deseo de imponerse; pero si es así, no tratará al individuo, sino a la época, a la que intentará despertar a la conciencia, conmoverla, creando nuevos deseos y ansias y prestándole su amplia visión y sus estados de alma más nobles. El arte de nuestros días lo interesará menos que el arte de mañana y mucho menos que el de ayer; y en cuanto a esos que, en este momento, se agotan en la tarea, ¿qué nos importa lo que hagan? Lo hacen lo mejor que pueden, sin duda, y, por consiguiente, nos dan lo peor de ellos. Las peores obras están hechas siempre con las mejores intenciones. Y, además, mi querido amigo, cuando un hombre llega a los cuarenta, ingresa en la Academia o es elegido miembro del Atheneum Club o se le consagra novelista popular, cuyos libros son muy solicitados en las estaciones del extrarradio, se puede uno permitir el lujo de divertirse, ridiculizándolo, pero no el de reformarlo. Lo cual es, me atrevo a decirlo, muy afortunado para él, pues, a mi juicio, es indudable que la reforma es mucho más penosa que el castigo, e incluso que es un castigo en su forma más agravada y moral, lo que explicaría nuestro completo fracaso al intentar, como sociedad, reformar a ese peculiar e insólito fenómeno llamado el criminal reincidente.


ERNEST.- Pero ¿no dijiste que el mejor juez en poesía es el poeta, y en pintura el pintor? Cada arte debe antes que nada dirigirse al artista que lo cultiva. Con toda seguridad, su juicio será insuperable por ningún otro. 


GILBERT.- Cualquier forma de arte se dirige únicamente al temperarnento  artístico y no al especialista. Pretende, de forma justificada, ser universal y "uno", en cualquiera de sus manifestaciones. Desde luego que un artista está lejos incluso de ser el mejor juez en arte; un artista verdaderamente grande no puede nunca juzgar las obras de los demás y apenas si puede juzgar las suyas. Esta concentración misma de visión que hace ser artista a un hombre limita en él, con su extraordinaria intensidad, su facultad de fina apreciación. La energía creadora lo precipita ciegamente hacia su finalidad personal. 


ERNEST.- ¿Y usted afirma que un gran artista es incapaz de reconocer la belleza de una obra que no sea suya? 


GILBERT- Sí, totalmente. Wordsworth no vio en Endimión más que una linda obrita pagana, y Shelley, con su aversión a la realidad, fue sordo al mensaje de Wordsworth, cuya forma lo repelía, y Byron, gran apasionado, humano e incompleto, no pudo apreciar ni al poeta de las nubes, tampoco al poeta del lago, ni al maravilloso Keats. Sófocles aborrecía el realismo de Eurípides: esas cataratas de lágrimas abrasadoras carecían de música para él. Milton, con su sentido gran estilo, no pudo comprender la manera de Shakespeare, como tampoco sir Joshua la de Gainsborough. Los malos artistas se admiran mutuamente. Llaman a esto grandeza de espíritu y carencia de prejuicios. Pero un artista verdaderamente grande no puede concebir la vida revelada o la belleza modelada en condiciones distintas de las escogidas por él. La creación emplea toda su facultad crítica en su propia esfera y no puede utilizarla en la esfera de los demás. Precisamente porque un hombre no puede crear una cosa es por lo que se convierte en un juez perfecto para criticarla.


ERNEST.- ¿Y lo cree de verdad?.


GILBERT.- Por supuesto que sí. La creación limita la visión, mientras que la contemplación la amplía. 


ERNEST.- Pero ¿qué sucede con la técnica? ¿Cada arte en particular tiene realmente su técnica?.


GILBERT.- Claro que sí, cada arte posee su gramática y sus propios materiales. No existe ningún misterio en una ni en otros, y los ineptos pueden siempre ser correctos. Pero en tanto que las leyes sobre las que se basa el arte son fijas y ciertas, deben, para realizarse plenamente, ser elevadas por la imaginación a un grado de belleza tal que parezca, cada una de ellas, excepcional. La técnica es, realmente, la personalidad. Por eso el artista no puede enseñarla ni el discípulo adquirirla y por eso el crítico esteta puede llegar a comprenderla. Para el gran poeta no hay más que un método musical: el suyo. Para el gran pintor no hay más que una manera de pintar: la suya. El crítico de arte es el único que puede apreciar todas las formas y todas los métodos. A él es a quien el arte se dirige. 


ERNEST.- Me parece que no me quedan más dudas sobre esta cuestión. Ahora debo admitir... 


GILBERT.- ¡Ah! No me diga que está de acuerdo conmigo. Cuando alguien me dice que está de acuerdo con mis opiniones, sospecho que estoy equivocado.


ERNEST.- Si es así, no le diré si pienso o no como usted. Pero le preguntaré algo más. Me ha dicho que la crítica es un arte creador. Pero su futuro, ¿cuál es?.


GILBERT.- El futuro pertenece a la crítica. Los temas de que dispone la creación son cada vez más limitados en extensión y en variedad. La Providencia y mister Walter Besant han agotado los más sencillos. Si el arte creador debe durar, sólo puede conseguirlo a fuerza de ser mucho más "crítico" que lo es actualmente. Las antiguas carreteras y las grandes calzadas polvorientas han sido demasiado holladas. El continuo pisar de los viandantes ha ido haciendo desaparecer todo su encanto y han perdido ese elemento de novedad o de sorpresa tan esencial a la novela. Para conmovernos ahora con la ficción, habría que darnos un fondo absolutamente nuevo o revelarnos el alma del hombre hasta en sus engranajes más secretos. Rudyard Kipling cumple la primera de esas condiciones. Cuando se recorren las páginas de sus Cuentos sencillos de las colinas uno se imagina sentado bajo una palmera, estudiando la vida revelada en magníficos relámpagos de vulgaridad. Los brillantes colores de los bazares deslumbran nuestros ojos Los anémicos y mediocres anglo indios están en desacuerdo exquisito con el ambiente que los rodea. E incluso la falta de estilo del cuentista presta a lo que nos relata un singular realismo periodístico. Desde el punto de vista literario- Kipling es un genio que deja caer sus letras aspiradas. Desde el punto de vista de la vida, es un reportero que conoce la vulgaridad mejor que nadie. Dickens conocía su ropaje y su gravedad. Es nuestra primera autoridad sobre todo lo que es de segundo orden; ha entrevisto cosas maravillosas por el agujero de la cerradura y sus perspectivas de fondo son verdaderas obras de arte. En cuanto a la segunda condición, hemos tenido a Browning y a Meredith. Pero queda todavía mucho por hacer en la esfera del análisis interno. La gente dice a veces que la ficción se torna demasiado mórbida. Cuanto más se estudia la psicología más se piensa que, por lo contrario, no será nunca lo bastante mórbida. No hemos hecho más que rozar la superficie del alma, y esto es todo. Una sola célula marfileña del cerebro contiene cosas más terribles y más estupendas que las que han podido soñar los que, como el autor de El rojo y el negro, han intentado penetrar en los repliegues más íntimos del alma y hacer confesar a la vida sus pecados más directos. Sin embargo, el número de "fondos" inéditos es limitado y es posible que un mayor desarrollo del análisis interno fuera fatal para esa facultad creadora a la que el referido análisis intenta suministrar nuevos materiales. Me inclino a creer que la creación está condenada. Nace de un impulso demasiado primitivo, demasiado natural. En todo caso, lo cierto es que los temas de que dispone están en constante disminución, mientras que los de la crítica aumentan en cantidad continuamente. Hay siempre nuevas aptitudes y nuevos puntos de vista para el espíritu. El deber de dar forma al caos no cesa de aumentar, porque el mundo avanza. En ninguna época fue tan necesaria la crítica como en nuestros días. Por ella solamente puede la Humanidad sentirse consciente del punto a que hallegado. Hace unas horas me preguntaba usted, querido Ernest, cuál es la utilidad de la crítica. Era como si me preguntase qué utilidad tiene el pensamiento. Es la crítica, como demostró Arnold, la que crea la atmósfera intelectual del mundo en todas las épocas. Es la crítica, como espero demostrarlo yo mismo algún día, la que hace del espíritu un instrumento afinado. Con nuestro sistema educativo recargamos la memoria con un montón de hechos inconexos, esforzándonos laboriosamente en transmitir nuestra ciencia laboriosamente adquirida. Enseñamos a la gente a recordar y no la enseñamos nunca a desarrollarse. No nos ha sucedido nunca poner a prueba y hacer creer en el espíritu una cualidad más sutil de percepción y de discernimiento. Los griegos lo hicieron, y cuando entramos en contacto con su espíritu crítico, nos vemos obligados a reconocer que si los temas tratados por nosotros son en todos los aspectos más amplios y más variados que los suyos, su método es el único que puede servirnos para la interpretación de esos temas. Inglaterra hizo una cosa: inventó y estableció la Opinión Pública, lo cual era un ensayo para organizar la ignorancia de la sociedad, elevándola a la dignidad de fuerza física. Pero la Sabiduría sigue estando oculta para ella. Como instrumento de pensamiento, el espíritu inglés es tosco y limitado, únicamente el progreso del instinto crítico puede purificarlo. Y es asimismo la crítica la que hace posible, por concentración, la cultura intelectual. Coge el montón entorpecedor de obras creadoras y lo destila en una esencia más delicada. ¿Quién, dotado de cierto sentido de la forma, podría moverse entre tantos libros monstruosamente innumerables como ha producido el mundo y en los que el pensamiento balbuce y la ignorancia vocifera? El hilo que debe guiarnos por ese fastidioso laberinto está en manos de la crítica. Es más: allí donde no existen archivos, donde la historia se perdió o no fue nunca escrita, la crítica puede construir de nuevo el pasado para nosotros con ayuda del más pequeño fragmento de lenguaje o de arte, con la misma seguridad con que el hombre de ciencia puede, por medio de un hueso minúsculo o gracias a la sola huella de un pie sobre una roca, crear de nuevo para nosotros el dragón alado o el lagarto Titán, cuyo paso hizo retemblar la tierra antaño, y salir de su caverna a Behemonth y hacer nadar otra vez a Leviatán por el mar aterrorizado. La prehistoria pertenece al crítico filósofo y arqueólogo. A él le son revelados los orígenes de las cosas. Los depósitos conscientes de una época inducen a error casi siempre. Gracias a la crítica filológica, conocemos mejor los siglos de los queno se conserva más documento que aquellos que nos dejaron sus rollos de pergamino. Puede ella hacer por nosotros lo que no pueden las ciencias físicas y metafísicas. Puede darnos la ciencia exacta del espíritu en el curso de su desarrollo, y hacer por nosotros más que la historia. Puede decirnos lo que pensó el hombre antes de saber escribir. Me ha preguntado usted qué influencia tenía la crítica. Creo haberle contestado ya, pero queda esto por decir. Ella es la que nos hace cosmopolitas. La escuela de Manchester intentó hacer realizar a los hombres la fraternidad humana mostrándoles las ventajas comerciales de la paz. Ha intentado envilecer este mundo maravilloso convirtiéndolo en un vulgar mercado para el comprador y el vendedor. Se ha dirigido a los más bajos instintos y ha fracasado en absoluto. Se han sucedido las guerras y el credo del comerciante no ha impedido ni impedirá que Francia y Alemania hayan chocado y choquen en sangrientas batallas. Otros intentan actualmente recurrir a las puras simpatías emotivas o a los dogmas superficiales de algún vago sistema de ética abstracta. Tienen sus Sociedades de la Paz, tan queridas por los sentimentales, y sus proposiciones de un Arbitraje internacional desarmado, tan popular entre los que no han leído nunca la Historia. Pero la simpatía emotiva pura fracasará siempre. Es demasiado variable y está demasiado unida a las pasiones. Y un consejo arbitral, que en servicio del bienestar general de la raza no pueda detentar el poder para ejecutar sus decisiones, sería completamente inútil. No hay más que una cosa peor que la Injusticia, y es la justicia sin su espada en la mano. Cuando el Derecho no es la Fuerza, entonces es el Mal. No son las emociones ni la codicia las que llegarán a hacernos cosmopolitas; sólo llegaremos a ser superiores a los prejuicios raciales cultivando el hábito de la crítica intelectual. Goethe (no interprete usted mal lo que digo) fue un alemán muy especial. Amó a su país como nadie. Quería a sus conciudadanos y era su guía. Y, sin embargo, cuando la férrea planta de Napoleón pisoteó los viñedos y los campos de trigo, sus labios permanecieron silenciosos. "¿Cómo pueden escribirse cantos de odio sin odiar?", decía él a Eckermann, "y ¿cómo podría yo odiar a una de las naciones más cultas de la Tierra a la que debo una parte tan grande de mi cultura?" Esta nota que Goethe fue el primero en hacer resonar en el mundo será el punto de partida, espero yo, del internacionalismo futuro. La Crítica aniquilará los prejuicios raciales, insistiendo sobre la unidad del espíritu humano en la variedad de sus formas. Cuando sintamos la tentación de guerrear con otra nación nosrecordaremos que eso significaría querer destruir un elemento de nuestra propia cultura, quizá el principal. Mientras se considere la guerra como nefasta, conservará su fascinación. Cuando se la juzgue vulgar, cesará su popularidad. El cambio, desde luego, será lento y las gentes no se darán cuenta de él. No dirán: "No haremos la guerra a Francia porque su prosa es perfecta", sino porque la prosa francesa es perfecta no odiarán a Francia. La crítica intelectual unirá a Europa con lazos más fuertes que los que pudieran forjar el tendero o el sentimental. Nos aportará la paz que nace de la comprensión. Y es más, la crítica no reconoce ningtín principio definitivo y se niega incluso a encadenarse a los fútiles sbibboleths de cualquier secta escuela; es la crítica la que crea ese carácter filosófico sereno, que, amante de la verdad por ella misma, ama menos por saberla inalcanzable. ¡Qué raro es un carácter así entre nosotros y cuánta falta nos hace! El espíritu inglés está siempre furioso. El intelecto de la raza se malgasta en disputas sórdidas y estúpidas o políticos de segunda o entre teólogos de tercera fila. Estaba reservado a un hombre de ciencia enseñarnos el ejemplo supremo de esa dulce moderación de que habló Arnold tan sabiamente, y ¡ay!, con tan escaso resultado. El autor del Origen de las especies tenía un espíritu filosófico. Viendo las cátedras y las tribunas corrientes de Inglaterra, no puede uno dejar de sentir el desprecio de Ju1¡ano al Apóstata o la indiferencia de Montaigne. Estamos dominados por el fanático, cuyo mayor defecto es ser sincero. Todo cuanto concierne al libre ejercicio del espíritu se desconoce entre nosotros.









Tomado de:

WILDE, Oscar (1986): Ensayos y artículos. Barcelona, Orbis, pp.32-66.