02 noviembre 2021

Habitante de hendiduras. Entrevista a Chantal Maillard

 



Habitante de hendiduras 


Entrevista a Chantal Maillard



No hay palabra que no vele, 
que no enturbie, 
que no oculte.



Hace veinte años, la poeta Chantal Maillard (Bruselas, 1951) tomó distancia de la filósofa María Zambrano, a quien había habitado de una manera que la situó como una de las mejores conocedoras de la obra de la malacitana. Tomó distancia porque no bastaba la razón poética: ésta no podía decir, no puede participar del acontecimiento, queda fuera de él. Extramuros. Maillard cinceló ‘La razón estética’ (reeditado ahora por Galaxia Gutenberg), una propuesta para construir la realidad. Con el ritmo armonioso y frágil pero preciso como  baba de caracol, Maillard convoca las palabras exactas para componer su narración, al tiempo que lo conjuga con ese pulso instintivo, siembre lábil y poético, que en este texto se resume en un concepto: el gesto.  Revisado y con alguna adenda intercalada, ‘La razón estética’ nos habla de lo sublime, del héroe, de la libertad interior, del silencio, de la creación de mundo, del no pensarnos como ser sino como ser que sucede, del vértigo del hastío y de la propuesta de abestiarse. Nos habla de ella. Pero nos interpela.


-Hace veinte años su propuesta resultaba, dentro de un cierto orden, más optimista que la que se advierte en esta revisión. Salvo para los aurigas del capitalismo, ¿estamos peor que en entonces?  


-Han cambiado muchas cosas en veinte años. Para empezar, al inicio de los noventa no se había generalizado aún el uso de los ordenadores, tampoco existían los móviles. Estas tecnologías podrían haber mejorado la vida del planeta, pero ha pasado lo contrario. La especie humana ha proliferado y se ha extendido al modo en que lo hacen las plagas: destruyendo las formas de vida en las que se alojan hasta dejarlas exhaustas. Por supuesto, toda plaga perece con su huésped. La propuesta de una razón estética, perceptiva, sensorial (que no senti-mental) apuntaba a la recuperación de una anterioridad en la que poder situarse previamente al discurso. Pero ha primado lo discursivo, el dia-logos, y no hay diálogo sin diferencias, sin enfrentamiento.


-¿Es pertinente hablar de progreso, en tanto que mejora colectiva de la calidad de vida, o más bien sería mejor hablar de desarrollo, en tanto que ‘mejora’ para unos pocos?


-Ni una cosa ni otra. Progreso y desarrollo son conceptos que pertenecen a la historia de la industrialización y los inicios de la banca y del capitalismo. Hemos progresado desde entonces sobre millones de cadáveres. La idea del progreso está ligada a la idea del beneficio de unos pocos en detrimento de otros muchos. También la de desarrollo, por supuesto, pensada exclusivamente para la especie humana  en detrimento de las demás. Es este un punto de vista un tanto obtuso si nos paramos a considerar que nada en este mundo es independiente. Creo que este planeta ha sido demasiado generoso con el ser humano.    


-“Los límites de lo observado están dibujados en la mente del observador antes de ver”. Si “ver es pensar”, como dice, ¿contemplar, templarse con lo mirado, sería dejarse afectar por lo mirado?


-Cuando miramos, generalmente, recortamos un trozo de la realidad. Ver es delimitar, trazar un marco. De esta manera podemos nombrar, hacer diferencias, y hablar de ellas. No se puede hablar sin diferencias. Pero ocurre que generalmente, también, terminamos hablando de lo que otros recortaron anteriormente, y dejamos de ver la totalidad. Una vez establecidos los límites, la realidad toda entera queda fragmentada en sus recortes. A partir de ellos construimos un mundo. Los mundos, los construimos entre todos. Todo mundo construido obstruye la visión de aquello a partir de lo cual se ha construido. Como resultado, terminamos viendo lo que estaba pre-visto. No obstante, si nos situamos entre las cosas con una atención abierta, puede que eso que llamamos “realidad” nos dé sorpresas. Contemplar es es situarse entre y con todo lo demás. Situarse en el lugar donde la comprensión de la anterioridad que define todo lo viviente. Somos un punto más de entre todo aquello que va sucediendo, sucedemos al tiempo que observamos, y nos vamos transformando al tiempo que lo observado. Si uno se aquieta y deja que la realidad suceda dentro de sí al igual que sucede fuera, se averigua partícipe de esa realidad, de ese hacerse, de ese transformarse. No somos observadores independientes de lo observado, no hay un sujeto como punto fijo desvinculado de lo demás ni un yo que no esté en proceso.


-Y para adentrarse en el lugar en el que suceden las cosas hay que aquietarse…


-El aquietamiento es imprescindible para comprender la naturaleza de la mente, esa sucesión de imágenes que se traduce en sensaciones, emociones, ideas, etcétera. Pienso que el malestar de nuestras sociedades podría resolverse, al menos en parte, si fuésemos capaces de aquietarnos y tomar distancia de ese proceso – que incluye, por supuesto, nuestras opiniones y nuestras creencias, empezando por la de nuestro “yo”.  No se trata en realidad de una educación, sino de una des-educación. Un aprendizaje del silencio y de la observación de los procesos de conciencia. Esto es algo que la razón lógica ha desdeñado desde que –lo diré en términos zambranianos– “la razón se enseñoreó”.


-La ignorancia, en tanto que posibilidad de descanso en lo que somos-siendo, ¿tiene que ver con ese vacío necesario que se requiere para poder recibir, con el despojarse?


-La ignorancia o mejor, la conciencia de la ignorancia, en cuanto a la realidad se refiere, no es un punto de partida, más bien es un resultado. La conciencia de la ignorancia nos permite descansar de la responsabilidad de crearnos el mundo continuamente y de creérnoslo, la ignorancia es un descanso, sobre todo, de la creencia. Porque los mundos no son, los vamos construyendo, pero luego perdemos de vista el trayecto y empezamos a creer en el resultado como si hubiese existido siempre. Desvincularse de esa creencia es un alivio.


-Es que tiene tan mala prensa la ignorancia…


-Uno de los últimos poemarios de Antonio Gamoneda se llama ‘No sé’. Cuando al final de su vida una persona es capaz de decir ‘no sé’ y repetirlo con tanta insistencia, me merece mucho respeto. Yo cada vez sé menos, y esto resulta incómodo cuando estás en el mundo de la palabra, donde te instan siempre a responder.


-…lo siento…


-Es difícil negar la palabra y mantenerse del lado del no sé. Sin embargo, me encuentro cada vez más ahí. No porque sea mejor o peor, sino porque uno va bajándose de todos los caballos sobre los que cabalgaba tan ufano, tan “creído”… en ambos sentidos.


-El héroe moderno es capaz de dar la vida por una idea o un amor ideal, el postmoderno, que relativiza las ideas, se vive o se mata por una sensación. ¿En alguno de los dos casos merece la pena?


-“Morir por una idea, de acuerdo, pero de muerte lenta”, cantaba Brassens... La del héroe es una figura trágica. En el libro analizo esa categoría y su periplo. Porque si bien las categorías estéticas (y sentimentales) son básicamente las mismas en todas las culturas y épocas, sus modalidades varían de una época a otra, que se transforman o retroceden de acuerdo con las fluctuaciones culturales. Es el caso de lo trágico que da lugar a lo sublime en el romanticismo, que a su vez da lugar al sentimentalismo a finales del XIX, para derivar finalmente en el kitsch de principios del XX. El héroe de los westerns, que tiene siempre un cigarrillo en el bolsillo para sacarlo en el último momento, cuando espera la bala que ha de darle muerte, era aún una figura trágica. Pero el sentimiento que el espectador experimenta ante esa escena se modifica en la posmodernidad cuando, por ejemplo, en la película de Lynch “Corazón salvaje”, la chica accidentada, con un agujero en la cabeza, se desploma y pide que le den su lápiz de labios. Ese sentimiento es el de una extraña ternura, algo que podía haber dado lugar a la compasión. Pero en general fuimos más bien por otro lado. No se muere ahora por ideas, tampoco ya por sensaciones. En las sociedades acomodadas se cambia ahora de ideas y de sensaciones como de ropa. Hay un mercado amplísimo de ideas y de sensaciones.     

    

-Se muere por hastío…


-A causa del hastío más bien. El hastío provocado por la insatisfacción. Lo que los mercados nos ofrecen no satisface y ésa es la idea. El mercado ha de mantener la tasa adecuada de insatisfacción necesaria para que se quiera seguir consumiendo, no le interesa la satisfacción del consumidor, lo que le interesa es perpetuar su insatisfacción, su ansia. A la larga, esto puede provocar hastío. Porque se termina intuyendo que lo que realmente se necesita es otra cosa, algo que no está al alcance de la mano, que ni te van a vender ni te van a proporcionar los medios para alcanzarlo. Lo que se necesita tiene más que ver con la recuperación de una interioridad que está dañada por todos lados.


-No es posible, sin silencio, saber qué necesita, qué quiere uno. ¿Sólo el silencio romper la inercia de uno mismo y acalla los estímulos externos que nos dicen qué somos y qué queremos?


-No creo que sea posible de otro modo, creo que es necesario aquietarse. Es imprescindible alejarse de los ruidos, del ruido, y hemos aumentado los decibelios en todos los aspectos hasta cotas insoportables. El animal humano es ante todo un “aumentador”, un “au(c)tor”.  Necesita aumentar la realidad. El animal no humano no la aumenta. La realidad, si entendemos que esta palabra designa lo anterior a las representaciones, es aquello en lo que cualquier animal se mueve. El humano la aumenta a través del lenguaje, del arte… la interpreta, la re-presenta. El cúmulo de aumentos en el que hemos convertido nuestra realidad ha creado un ruido absolutamente innecesario y ensordecedor, padecemos una sordera múltiple y común, comunitaria. Por eso, entre otras cosas, nos resulta tan difícil aquietarnos, aquietar la mente.


-Uno de los modos de ser, explica, es la capacidad de acción.  Acaso, ¿la escucha no es el colmo de la acción? ¿No se reduce, de alguna manera, toda la vida en la capacidad de escucha?


-No escuchamos tan fácilmente como oímos. Cuando oímos ruidos, estos nos atraviesan, y lo hacen formando imágenes; esas imágenes se encadenan apelando a emociones que luego se convierten en sentimientos que a su vez dan lugar a ideas, que darán lugar a acciones, las cuales darán lugar a nuevas emociones y así sucesivamente, un proceso continuo. Ese es el hilo mental. Los ruidos forman parte de ese proceso por cuanto que forman imágenes. La escucha es otra cosa. La escucha es situarse frente a ese proceso como si fuese algo que no te pertenece y verlo y observarlo, o escucharlo. Ahí sería lo mismo el ver que el escuchar. La escucha es parte de la observación del mismo modo que el contemplar que mencionaba al inicio: estar delante de, un poco como al acecho.


-Como los animales…


-Sí, al acecho, la mente como presa. Las imágenes como presas.



La razón estética (1998)



-Propone recuperar la conciencia pre-reflexiva, acaso la animal. Habla de la necesidad de abestiarse, utilizando el término de Montaigne. Me pregunto si aquel que sea capaz de abestiarseno será finalmente integrado en el sistema y, por tanto, modificado en su naturaleza abestiada para ser lo que era antes. 

  

-La palabra bête, de la que Montaigne hace uso con el verbo s’abêtir (“abestiarse”), tiene en francés dos acepciones, una, la que se traduce comúnmente como “bestia”, aunque no tenga el sentido de ferocidad y salvajismo que el castellano le atribuye, la otra, la de tonto, estúpido. De manera que cuando habla de la necesidad de “abestiarse” (s’abêtir) Montaigne alude a la necesidad de acercarse a la inocencia y al saber del animal, recuperar aquel estado anterior al uso desmedido de la razón lógica que nubla nuestra capacidad de empatía y de respuesta al medio. Abestiarse significa abandonar nuestra prepotencia, ser un poco más humildes. Desocupar la mente de sus saberes. Desaprender lo con-sabido. Y de esta manera, acceder al principio de indefinición de todo individuo (su anterioridad) sin cuyo conocimiento cualquier tratado de convivencia resulta insostenible.


-Una de las pocas alternativas que tenemos para ‘ser’ de un modo pleno es conocernos a nosotros mismos. ¿Cómo es posible que parezca que nada nos concierne (los inmigrantes hacinados en Turquía, el tráfico de armas del que participan nuestros gobiernos ‘democráticos’, etc.?


-Este es un tema que me preocupa, y mucho. Parece que solamente nos concierne lo próximo. Sin embargo, en la sociedad global que hemos montado, resulta que todo lo que ocurre en “otro lado” sí que nos concierne. Si familias de yemeníes mueren por las armas que les enviamos a Arabia Saudí, evidentemente nos concierne. Si el móvil o el ordenador que hemos utilizado termina en las playas de Ghana contaminando los peces de los que se alimentaba la población, nos concierne. ¿Y de verdad creemos que no tenemos nada que ver con la guerra en Siria? Pero no salimos a manifestarnos por tales cosas. Parecen menos importante que nuestras banderas.  


-Si he creído que era pertinente que La razón estética se volviese a editar es porque sigo pensando que una educación de la sensibilidad es, ahora más que nunca, necesaria. Cuando el mundo se ha vuelto todo entero representación, es urgente que sepamos distinguir qué tipo de emociones son las que guían nuestro entendimiento. En la representación cualquier acontecimiento, sea éste de la naturaleza que sea, se recibe con una tasa de placer que viene a sumarse a la variante emocional que entra en juego. Ese es el poder de la ficción. Cuando asistimos a los acontecimientos “como si” fuesen un espectáculo porque se nos re-transmiten por los mismos canales y en el mismo formato que la ficción, nos llegan con ese plus de placer que caracteriza todo espectáculo. Los noticiarios se convierten entonces en capítulos de series televisivas y las historias de corrupción o el seguimiento del éxodo de las poblaciones, en sendos culebrones que se reanudan a diario a la hora prevista y que reconocemos por el titular: “Crisis de refugiados”, “Ataques terroristas”, “Proceso catalán”, etcétera.  


-Es importante aprender a tomar conciencia de cómo los movimientos reactivos (o emociones) se ensamblan con los valores inculcados, dando lugar a lo que llamamos sentimientos y de cómo les añadimos automáticamente la creencia de que son “nuestros”. “Yo siento”, decimos, sin darnos cuenta de que ese “yo” se ha ido fabricando exclusivamente en el proceso, de que “se”  siente lo que “se” piensa, y que el “se” es siempre cualquier cosa salvo la decisión de una mente libre. Y así salimos a la calle cargados con una bomba de relojería que puede estallar en cuanto sean activados los estímulos pertinentes.         


-En sus ensayos siempre zurce aquello que quiere contar con la palabra precisa, al borde de lo real, y al tiempo emplea para ello una imagen poética que hilvana el texto, mucho más lábil, en este caso ‘gesto’, esa  inflexión cósmica. ¿Podría ahondar en este concepto?


-El “gesto” no es el signo, es una trayectoria. Un “gesto” es por ejemplo aquello que hacemos cuando movemos simplemente el brazo desde un lugar en el que estaba parado al lugar en el que irá a pararse de nuevo. Aquel simple gesto es una trayectoria que deja una estela a su paso. Cada detención un punto. Así todo. Un individuo es una trayectoria. Todo en la naturaleza está en movimiento. Infinitas trayectorias que convergen y salen disparadas. El universo es el complejo entramado de todas las estelas.  


-Esto tiene que ver con que no somos, sucedemos, tan importante en ‘La razón estética’…


-No somos, sucedemos. En efecto. Desde hace unos pocos siglos, el pensamiento occidental ha entendido la realidad en términos de “ser”. El “ser” es uno de esos conceptos que pertenecen al léxico último: de ellos no podemos dar razón, por lo que sus definiciones no pueden ser más que puras redundancias.  No es indispensable pensar en esos términos. Otras culturas no han pensado así. Si pensamos el mundo y los individuos como sucesos en vez de como entes, obtendremos un espacio de transformación en vez de un territorio de discordia. En ese espacio, todo viene a serlo todo, incluido el observador, claro está. La realidad, entonces, no es un algo que está hecho sino un hacerse. La cuestión es comprender que formamos parte de ese hacerse.  


-No somos, sucedemos, Nada sucede, todo acontece, es decir, todo tiene que ser contado. Pero quizás lo más importante de esta conversación que estamos teniendo no pueda contarse nunca. ¿Por qué esa necesidad de capturar, de aprehender, de enjaular todo con palabras, como si de otro modo no existiera?


-Por necesidad de representación: lo propio de lo humano es aumentar aquello en lo que está. Contar forma parte del aumento. El animal no humano no necesita contarse, tiene otro tipo de saber que es el que precisamente hemos olvidado. Si la propuesta de una razón estética es pertinente aún hoy en día es, entre otras cosas, por su intento de recuperar ese conocimiento perceptivo que une, que no diferencia, que nos enseña que no somos sino que sucedemos entre. Y con. Es curioso ver cómo terminamos creyendo en los cuentos que nos contamos. La Historia es el cuento sesgado sobre el que volvemos una y otra vez. Una serie de guerras, de victorias, todo los demás pasando inadvertido. Escogemos una sola trayectoria de entre las trayectorias posibles, que son incontables, infinitas.


-Me gustaría que explicase un poco el hecho de que proponga, a propósito de su reflexión sobre Zambrano, aquietarse en el claro del bosque “no para obtener una revelación, sino para producirla”.


-Se trata de la diferencia entre el modelo de revelación y el de construcción, la diferencia entre un realismo mistérico (la realidad ha de desvelarse en el claro, ha de hacerse la luz en la oscuridad, etc.) y un constructivismo (la realidad no se descubre, se hace)… Si todo sucede y nada es sino que está-siendo, no podemos hablar de la realidad como de algo que está oculto y que haya de descubrirse o revelarse sino de que lo que hay para nosotros son mundos y que los mundos se construyen. Va por ahí la cosa. Por otra parte, la palabra “revelación” habla por sí misma: toda revelación es una re-velación, una vuelta a velar, es decir, que el lenguaje siempre vuelve a ocultar aquello que señala. El decir es un movimiento de velación, no hay palabra que no vele, que no enturbie, que no oculte. Aquello que está-siendo, esa trayectoria anterior a la palabra que la fragmenta y la de-termina, jamás podrá ser atrapada en la palabra que la nombra, sólo podrá ser re-velada. De ahí que de ello lo único que podamos tener son representaciones. Entre representaciones y escenarios anda el juego.




Tomado de:

https://lagallacienciaestherpenyas.blogspot.com


16 octubre 2021

Superar al mito trágico: Los Reyes de Cortázar. Cynthia Gabbay




 Superar al mito trágico 

Los Reyes (1949) de Julio Cortázar


Cynthia Gabbay


Me propongo aquí elucidar algunas de las relaciones dialógicas abiertas por el poema dramático Los Reyes. Éstas revelan implicancias que atañen diferentes niveles textuales y extratextuales: el genérico, el poético, el filosófico y el histórico-cultural. Sin embargo, me centraré esta vez en la identificación y el análisis de lo que denomino el topos reminiscente del Minotauro y el laberinto. Al optar por el topos reminiscente de un hipotexto cardinal, una fábula que tiene como tema un hipotexto perteneciente a la mitología griega, Cortázar establece una relación con el género griego de la tragedia, definida por Aristóteles como el relato de un mythos (relato oral): 


Una tragedia [...] es la imitación de una acción elevada y también, por tener magnitud, completa en sí misma; enriquecida en el lenguaje, con adornos artísticos adecuados para las diversas partes de la obra, presentada en forma dramática, no como narración, sino con incidentes que excitan piedad y temor, mediante los cuales realizan la catarsis de tales emociones.


Los Reyes está compuesto por una alternancia de versos endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos que hilan la acción principal del mito griego del Minotauro. La “tragedia” cortazariana cumple todos los requisitos aristotélicos. A simple vista, esta obra simula la reescritura de una leyenda griega, y el mito del Minotauro en particular, el cual según Plutarco, admite diversas versiones, diversidad que no alterará su concepción trágica según los parámetros establecidos por la Poética de Aristóteles.


Cortázar, sin embargo, otorga en Los Reyes una interpretación totalmente novedosa del mito, en tanto simula la aceptación de la preceptiva aristotélica, la cual postula la acción de la fábula como el ingrediente fundamental de la tragedia. Aristóteles afirma en Poética cap. II: “Los objetos que los imitadores representan son acciones, efectuadas por agentes que son buenos o malos”, y en el capítulo VI, agrega: “Así la acción (lo que fue hecho) se representa en el drama por la fábula o la trama. La fábula, en nuestro presente sentido del término, es simplemente esto: la combinación de los incidentes, o sucesos acaecidos en la historia”.


Si bien Aristóteles afirmó que el valor de una tragedia no se encuentra en la repetición mimética de la historia, sino en su reformulación en el discurso, este pensador se refería, aparentemente, al trabajo estético en sí, nunca a sus connotaciones filosóficas y/o significantes, puesto que, a su parecer, la acción principal era determinante respecto del efecto de la tragedia sobre el receptor. En este sentido agrega:


Lo más importante de las seis es la combinación de los incidentes de la fábula. La tragedia es en esencia una imitación no de las personas, sino de la acción y la vida, de la felicidad y la desdicha. Toda felicidad humana o desdicha asume la forma de acción; el fin para el cual vivimos es una especie de actividad, no una cualidad. El protagonista nos da cualidades, pero es en nuestras acciones –lo que hacemos– donde somos felices o lo contrario. En un drama, entonces, los personajes no actúan para representar los caracteres; incluyen los caracteres en favor de la acción. De modo que es la acción en ella, es decir, su fábula o trama la que constituye el fin o propósito de la tragedia, y el fin es en todas partes lo principal.


Pero Los Reyes prueba que “los pensamientos de los caracteres” –el segundo componente de la tragedia según Aristóteles– rigen de modo decisivo las significancias del poema dramático. En el poema dramático cortazariano aunque la misma acción sea mantenida –es decir la exigencia de Minos de sacrificar atenienses en el laberinto, la entrada de Teseo y su confrontación con el Minotauro, así como el amor de Ariadna, aquí: “Ariana”, quien busca socorrer a su amado entregándole su ovillo, el triunfo de Teseo sobre Minos, de Atenas sobre Creta–, en Los Reyes, esta acción es respetada al pie de la letra. Sin embargo, tanto la caracterización de los personajes como sus pensamientos y voluntades varían hasta aparecer incluso opuestas por completo a aquellos que componen el mito griego. Dada esta instancia, el elemento hermenéutico será fundamental en la apreciación de la fórmula trágica, pues los discursos de los personajes transforman la significación de la acción. De este modo, el lector deberá confrontar ambas versiones de la historia del Minotauro, la mítica y la cortazariana, obligado a realizar un trabajo comparativo, se verá en la necesidad de establecer una interpretación personal del poema dramático.


Además, al simular la reproducción del mito del Minotauro en el marco architextual de la tragedia, Cortázar relaciona los conceptos de mito y tragedia. Sin embargo, la eventual modificación del mito y la ruptura semántica del modus trágico provocarán una reevaluación de dicho parentesco. La tragedia, a partir del trabajo de Cortázar, no será definida ya como la “mímesis” de un mito (según la exigencia de Aristóteles) sino como una interpretación de éste, por la cual, el proceso hermenéutico que tiene lugar en la dinámica texto-lector pasará a ser un componente fundamental del poema dramático.


Las diferencias con el mito griego, se encuentran en particular, en lo que concierne al Minotauro y a Ariana. Ariana ama secretamente a su hermano. Dice ella: 


Sólo yo sé. ¡Espanto, aleja esas alas pertinaces! ¡Cede lugar a mi secreto amor, no calcines sus plumas con tanta horrible duda! ¡Cede lugar a mi secreto amor! ¡Ven, hermano, ven, amante al fin! ¡Surge de la profundidad que nunca osé salvar, asoma desde la hondura que mi amor ha derribado! ¡Brota asido al hilo que te lleva el insensato! ¡Desnudo y rojo, vestido de sangre, emerge y ven a mí, oh, hijo de Pasifae, ven a la hija de la reina, sedienta de tus belfos rumorosos!


El ovillo que Ariana entrega a Teseo busca, engañosamente, salvar al Minotauro y no, como aparente, al héroe ateniense. La hija de Pasifae anhela que su hermano incestuoso comprenda el mensaje oculto:


[Narra Ariana] Los ojos de Teseo me miraron con ternura. “Cosa de mujer, tu ovillo; jamás hubiera hallado el retorno sin tu astucia.” Porque todo él es camino de ida. Nada sabe de nocturna espera, del combate saladísimo entre el amor y la libertad […]

“Si hablas con él dile que este hilo te lo ha dado Ariana”. Marchó sin más preguntas, seguro de mi soberbia, pronto a satisfacerla. “Si hablas con él dile que este hilo te lo ha dado Ariana…” ¡Minotauro, cabeza de purpúreos relámpagos, ve cómo te lleva la liberación, cómo pone la llave entre las manos que lo harán pedazos!


Pero el Minotauro malinterpreta a Ariana, y trágicamente, sopesando una traición de su hermana, busca con su suicidio dedicarle una venganza eterna. En tanto el elemento trágico en el mito griego no representa el núcleo de la acción, pues la historia no resulta en anagnórisis ni en peripecia –tal como lo indicara Aristóteles– , el poema Los Reyes, por su parte, sí produce una anagnórisis espeluznante respecto de la identidad de Ariana y del Minotauro enamorados. Asimismo, el Minotauro se revela poeta, “señor de los juegos, amo del rito”; monstruo que amenaza el orden real, con su muerte vencerá a los reyes de Atenas y Creta, al instalarse en el orden de los sueños de la especie, quedará oculto y presente y podrá así amar a Ariana en la libertad del inconsciente, aludiendo de esta forma a otros mitos universales, el del amor libre e incestuoso y el de Dionisos en éxtasis poético. El monólogo del Minotauro –que cito aquí de modo fragmentario– dice:


Muerto seré más yo

[…]

Qué sabes tú de muerte, dador de la vida profunda. Mira, sólo hay un medio para matar monstruos: aceptarlos.

[…]

¿No comprendes que te estoy pidiendo que me mates, que te estoy pidiendo la vida?

[...]

Llegaré a Ariana antes que tú. Estaré entre ella y tu deseo. Alzado como una luna roja iré en la proa de tu nave. Te aclamarán los hombres del puerto. Yo bajaré a habitar los sueños de sus noches, de sus hijos, del tiempo inevitable de la estirpe. Desde allí cornearé tu trono, el cetro inseguro de tu raza… Desde mi libertad final y ubicua, mi laberinto diminuto y terrible en cada corazón de hombre

[…]

Cuando el último hueso se haya separado de la carne, y esté mi figura vuelta olvido, naceré de verdad en mi reino incontable. Allí habitaré por siempre, como un hermano ausente y magnífico. ¡Oh residencia diáfana del aire! ¡Mar de los cantos, árbol de murmullo!



Teseo confronta al Minotauro.



Este poema postula la muerte como liberación, muerte que aquí adquiere doble connotación libertaria: primero, el suicidio llevará al Minotauro fuera del laberinto hacia el mundo de los sueños, el oculto deseo incestuoso de cada uno de los hombres, y, en segundo lugar, lo conducirá hacia el perenne amor de Ariana. 


El poema de Cortázar demuestra que no es la acción la que determina la tragedia, tal como lo había definido Aristóteles, cuestión que influyó sobre la poética occidental, al menos hasta el siglo de Shakespeare. Los Reyes comprueba que lo que Aristóteles denominaba “los pensamientos de los caracteres” contiene todas las implicancias de la significación trágica, y, por otra parte, que el lenguaje es imprescindible para una reformulación hermenéutica del mito. 


Además de la modificación del canon aristotélico, la nueva figura del Minotauro implica numerosas rupturas con la historia de la poética occidental, comenzando con la postura platónica que propone el exilio del Poeta fuera de su república. Así como el laberinto implica el exilio del Minotauro, personaje que simboliza al poeta en el poema dramático de Cortázar, la liberación del Minotauro alude a la reivindicación de la poesía. La bipartición objetada por Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia, busca rescatar el lado oscuro de la cultura griega, reevaluando el lugar del dios Dionisos, figura del Eros y el caos. La sombra de Dionisos es sugerida en Los Reyes como emblema de la poesía oscura, transhumado en el personaje poeta del Minotauro. Nietzsche denuncia la apropiación de la centralidad de Dionisos, por el luminoso Apolo, quien brilla sobre la clásica Grecia con las formas definidas por el blanco mármol de la escultura; su figura inmutable es una máscara vacía, símbolo del héroe y de la individuación que se contrapone al turbulento Dionisos.


Sostengo, entonces, que la figura del Minotauro es la reencarnación intertextual de Dionisos, su voz lírica y erótica. El Minotauro, al desvanecerse, ironiza aún con la cultura que busca defenestrarlo, se burla de la Grecia clásica y sus descendientes con la frase que Platón, en su República X, otorga como último desprecio a los poetas. Dice Teseo en el poema cortazariano: “¡Calla! ¡Muere al menos callado! ¡Estoy harto de palabras, perras sedientas! ¡Los héroes odian las palabras!”, y responde Minotauro, con la frase platónica, que funciona aquí como nexo reminiscente al texto platónico, “Salvo las del canto de alabanza–”, pues sólo las elegías habrían de ser legítimas en la república ideal de Platón.


En 1946, el ensayo cortazariano “La urna griega en la poesía de John Keats” aporta un elemento intratextual que viene a profundizar el procedimiento hermenéutico de Los Reyes respecto de la poética aristotélica y la visión occidental de la Grecia clásica, sumando una crítica incisiva hacia la actitud apolónica que intenta vencer el magma erótico dionisíaco imponiendo un dogma totalitario. Dice Cortázar: “De la natural vertebración del arte clásico se hizo un andamiaje, un molde donde vaciar la materia amorfa. Cierto que no todo es culpa del pensar moderno; Aristóteles y luego Horacio lo preceden en esta reducción a la técnica”. Según Cortázar fue el romanticismo el responsable de restablecer la dualidad helénica, “quien reaccionando contra la subordinación de valores estéticos a garantías instrumentales, aprehenderá el genio helénico en su total presentación estética”.


La poética cortazariana, se inicia tempranamente, por lo tanto, con la sublevación ante el canon literario y el dogma estético. Su obra futura será un magma dionisíaco en busca de lo indecidible y el interregno, espacios donde el decir pueda ser un silencio. Si bien, el ensayo citado adjudica al romanticismo la ruptura con el canon occidental, la experiencia cortazariana se materializó con el diálogo intertextual predominante en su propia época, años en que la voz existencialista buscó la desmitificación de la Grecia apolónica, precisamente, mediante la apropiación del mito clásico. Ejemplos de este trabajo fueron la obra de Albert Camus, El Mito de Sísifo de 1942 y la obra de Sartre, Las moscas,19 de 1943.


Asimismo, el francés André Gide publicó en 1946 su monólogo dramático Teseo. El texto de Gide juega un rol importante en el diálogo intertextual que se construyó durante el siglo XX en torno al topos reminiscente del Minotauro y el laberinto, y manifiesta un funcionamiento similar al de Los Reyes, centrado en la reformulación hermenéutica respecto del hipotexto cardinal. Así como lo ha hecho Los Reyes, Thésée aprovecha los intersticios líricos –o elipsis hipotextuales– del hipotexto cardinal para producir momentos de novedosas anagnórisis. De modo general, el texto de Gide –así como el de Cortázar– modifica la significación del mito mediante agregados de orden psicológico, el cual, en el análisis de Los Reyes he descripto en términos aristotélicos como una intensificación o mayor focalización en el “pensamiento de los caracteres”. Finalmente, al igual que Los Reyes, Thésée presenta el laberinto, a través de los testimonios de Dédalo e Ícaro, como el reino poético gobernado por la presencia del espíritu dionisíaco.


Por su parte, el relato “La casa de Asterión” de Jorge Luis Borges, publicado el mismo año de 1949 parece completar el poema dramático de Cortázar en lo que denomino un fenómeno de intertextualidad simbiótica. “La casa de Asterión” se desarrolla como monólogo interior del Minotauro, ser que se identifica con el filósofo, Platón tal vez, al afirmar: “como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura”, a diferencia del Minotauro cortazariano que enarbola su voz de poeta. El relato de Borges se cierra con el cambio de perspectiva en la voz de Teseo: “-¿Lo creerás, Ariadna? –dijo Teseo–. El minotauro apenas se defendió”. Dicha declaración adquiere significación en el relato con la precedente afirmación de Asterión, asegurando esperar a su redentor: “¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?” Si bien, el relato de Asterión y el poema del Minotauro parecen completarse uno en el otro, el poema de Cortázar busca mantener la apariencia trágica bajo la preceptiva aristotélica. El relato de Borges, por su parte, no ubica el elemento anagnórico en el nivel de los personajes, sino que apela a la capacidad interpretativa del lector para identificar a Asterión con el Minotauro a raíz de la entrada de Teseo. Dicha estrategia ubica el elemento de la anagnórisis en el nivel de la lectura. De este modo, Borges hace de la anagnórisis una herramienta estética y efectiva, en tanto que el poema dramático de Cortázar lo retoma como clave trágica.


En el nivel del estudio intertextual, por lo tanto, la problemática del género literario tiene repercusiones en el nivel poético y filosófico, alcanzando también dilemas éticos que, sin duda, infieren sobre las narrativas y poéticas de la realidad contemporánea. En este sentido menciona Cortázar, en “La urna griega de John Keats” la existencia de una similitud política entre la mitología griega y la época romántica, similitud alterna, probablemente, a la que llevó a los escritores de los años ´40 a resignificar el gran aparato de la mitología occidental.


En mi estudio de la intertextualidad de la lírica cortazariana adjudico la intertextualidad genérica a una subcategoría de lo que denomino topos reminiscente, el cual se refiere a fenómenos intertextuales centrados en lo genérico, lo simbólico o lo temático. En el caso de Los Reyes, es claro, dicho topos reminiscente hace referencia tanto al género de la tragedia como a una serie de símbolos: el hilo de Ariadna, el laberinto y el Minotauro. El poema dramático cortazariano reformula mediante una nueva hermenéutica cada uno de esos elementos. 


El Minotauro cortazariano se revela como un personaje netamente existencialista en cuanto opta por la libertad en un acto de voluntad que vence el temor a la muerte, dando lugar a una reescritura de la clave cultural a través de una renovada hermenéutica del mito. La obra de Cortázar presenta la opción del suicidio como voluntad que conduce a la significación del espíritu –opción que Albert Camus había objetado en su obra El Mito de Sísifo, y sin embargo la postulaba como la pregunta filosófica a la que todo filósofo debiera responder. El Minotauro busca dar significancia a su existencia mediante un lenguaje antidiscursivo, la palabra de la muerte, aquella que sabe superar el mito, es decir, quiere acabar con el discurso como fórmula, renegando del hilo tendido que aparenta una salvación, hilo que es la metáfora de la narración preestablecida. Es sólo con la aceptación de su voz lírica, que el Minotauro podrá dar el paso a lo inenarrable, y, así, tener acceso al amor eterno en el alma de todos los seres de la especie. Por otra parte, la figura del Minotauro, es emblema que mezcla lo lírico y lo fantástico, elemento que a mi parecer, implicó la subjetivación más auténtica del existencialismo cortazariano, materializado fundamentalmente en su cuentística neofantástica. 


Esta formulación poética, reúne tres elementos: la muerte, la poesía y el Eros. Éste último desborda en el lenguaje de Ariana y del Minotauro, en extrema disonancia con el lenguaje racionalista de Teseo y Minos. La procreación del hombre toro es relatada desde la mirada de Atxo como acto erótico que tiene el poder de explosionar el orden lógico del lenguaje racional:


El toro vino a ella como una llama que prende en los trigos.

Todo el oro fúlgido se oscureció de pronto y Atxo, desde lejos, oyó el alto alarido de Pasifae. Desgarrada, dichosa, gritaba Nombres y cosas, insensatas nomenclaturas y jerarquías


La génesis del Minotauro por lo tanto promueve su identificación con lo lírico, el erotismo del lenguaje, busca romper con el dogma mitológico y el orden cultural establecido. Los tres elementos mencionados, la muerte, el lirismo y la erótica, son recursos característicos de la simbología que acompaña al dios Dionisos, el cual, según el mito, rescata a Ariadna de la isla desierta en la cual la había abandonado  Teseo después de haber vencido al Minotauro. Esto permite afirmar, que el poema dramático de Cortázar, al postular una ruptura con la linealidad de la leyenda, promueve una lectura que logra explicar subrepticiamente elementos del discurso que no tenían explicación racional en la linealidad de la narración tradicional. Esta elección poética, implica asimismo una relación intertextual con el texto mencionado de Nietzsche, el cual alude a la necesidad de recobrar y reinsertar el legado dionisiaco en la cultura.


Finalmente, en el estudio de la intertextualidad, es posible postular la hipótesis de la aparición de utotextos o intertextos utópicos, intertextos a futuro, posibilitados a priori por la situación enigmática a la que abre cada texto literario. En este caso, existe un texto de Michel Foucault que puede imaginarse como utotexto del poema Los Reyes, con el nombre de “Ariadna se ha colgado”. En dicho ensayo, Foucault, imagina el suicidio de Ariadna, consumida por la espera de Teseo. Foucault imagina a Teseo, yendo al encuentro del Minotauro, no para acabar con el monstruo,sino para fundirse en la infinita diversidad de su ser, identificándolo –al igual que, tácitamente, lo hace Los Reyes–, con el dios “Dionisos enmascarado, Dionisos disfrazado, repetido hasta el infinito”. El ensayo dramático de Foucault, como utotexto de Los Reyes, continúa, entonces, sus mismos cuestionamientos, profundizándolos, estableciendo un diálogo con sus postulados, repitiéndolo en la misma espiral que rompe con las repeticiones para ir siempre un poco más allá de lo dicho, distorsionado una vez más el laberinto textual en busca de más poesía.




Tomado de:

GABBAY, Cynthia: "El poema dramático cortazariano Los Reyes: el hipertexto lírico como superación del mito trágico" En: Annales de Literatura Hispanoamericana 2014, Vol 43, pp. 271-281.

03 octubre 2021

Aproximación al monstruo biopolítico. Andrea Torrano

 

G. Canguilhem (1904-1995)
y M. Foucault (1926-1984)


Aproximación al monstruo biopolítico


Andrea Torrano



Canguilhem y el monstruo biológico.


En su célebre texto Lo normal y lo patológico (1943) Canguilhem se refiere a las investigaciones de los Saint-Hilaire, quienes señalan que la anomalía física siempre ha suscitado gran curiosidad porque pone en cuestión la regularidad y la sucesión de las leyes de la naturaleza, y por el hecho de penetrar en el interior de la vida como amenaza permanente. A partir de la observación de las repeticiones de ciertas desviaciones es posible desarrollar una ciencia de la monstruosidad. La teratología se ocupa “del surgimiento frecuente de cierta monstruosidad (…) en lugar de la organización y de una disposición conforme al tipo normal, se encuentra un orden diverso de regularidad”. De este modo, la monstruosidad es apartada de las creencias populares y las consideraciones metafísicas y teológicas, y se convierte en objeto de investigación científica, dando origen a la teratología.


En el Tratado de teratología (1832-1836), Isidore Geoffroy Saint-Hilaire se refiere a la monstruosidad como una especie de anomalía. La monstruosidad es una anomalía compleja (congénita), por lo que debe distinguirse de las enfermedades, lesiones y amputaciones. Saint-Hilaire parte de la idea que se puede individualizar un “tipo específico”, esto es, un conjunto de rasgos específicos comunes a la mayor parte de los individuos de una especie. Las desviaciones del tipo específico constituyen las diversas clases de anomalías. La anomalía compleja, o monstruosidad, es aquella que hace difícil o imposible el cumplimiento de una o más funciones vitales y produce en los individuos afectados una conformación viciosa muy diferente de la que presenta ordinariamente en su especie a pesar de la pretensión de estos teratólogos de convertir la monstruosidad en objeto de investigación científica objetiva, Canguilhem advierte que dicha clasificación trae aparejada un sentimiento normativo del científico, que tiene como consecuencia considerar la monstruosidad como un disvalor. Esto se produce debido a que la monstruosidad es considerada como un obstáculo para el ejercicio de las funciones fisiológicas. Pero este obstáculo, que podría decirse “objetivo”, es percibido como una molestia o nocividad, lo cual conlleva un sentimiento normativo. De acuerdo con Canguilhem (1971), “desde su punto de vista objetivo, el científico sólo quiere ver a la anomalía como una desviación estadística, desconociendo el hecho de que el interés científico del biólogo fue suscitado por la desviación normativa”. 


Esto significa que si bien la vida presenta una “polaridad dinámica”, donde las anomalías serían ciertas variaciones morfológicas o funcionales, algunas toleradas y otras consideradas como un valor vital negativo, no obstante, el científico identifica toda anomalía con una patología. Por patología debe entenderse incapacidad, pérdida o reducción de la capacidad de ser normativo de un viviente, pero no implica ausencia de normas, mientras que la normalidad de un organismo es su normatividad, su capacidad de instituir normas. En tal sentido, normalidad y patología serían dos conceptos de valor no reducibles cuantitativamente. Lo normal y lo patológico, o en otros términos, salud y enfermedad, son valores que se experimentan individualmente. Pero esta normatividad biológica del individuo es convertida por la ciencia en una medida cuantitativa.


De este modo, lo normal viviente es reemplazado por lo normal científico. El hombre de ciencia encuentra en el “promedio” un equivalente objetivo y científicamente válido del concepto de normal o de norma, y como considera que el promedio tiene una significación más objetiva, intenta reducir la norma al promedio. De acuerdo con Canguilhem, el científico, además de su intención cuantificadora, demuestra su pretensión normativa. Esto lo advierte, fundamentalmente, en los equívocos en el uso de los conceptos de anomalía y de anormal. 


Para mostrar esto recurre al Vocabulario filosófico de André Lalande, donde anomalía es un sustantivo al cual no corresponde ningún adjetivo y, a la inversa, anormal es un adjetivo sin sustantivo, de tal manera que el uso los ha acoplado convirtiendo el término “anormal” en el adjetivo de “anomalía”. Anomalía viene del griego anomalia, que significa desigualdad, aspereza y se contrapone a omalos, aquello que es igual, unido, liso. Etimológicamente anomalía significa an-omalos, desigual, pero se ha cometido el error de derivar anomalía (de nomos) del término latino norma. Como advierte Charles Wolfe “en realidad esta diferenciación es válida como tipología, pero no es reconocida como tal en las fuentes (…), Saint-Hilaire consagra numerosas páginas a la definición de los términos, y afirma que “anomalia”=monstruosidad=abnormitas=desviación orgánica”. Es decir, esta diferenciación etimológica entre anomalía y anormalidad no es tenida en cuenta en los textos de los teratólogos sobre los que se centra Canguilhem, por el contrario, allí se establece una identificación entre ambas nociones. En consecuencia, la monstruosidad, en cuanto anomalía, es ligada a un tipo de anormalidad. Lo que quiere señalar Canguilhem es que anomalía designa un hecho, es un término descriptivo, mientras que anormal implica una referencia a un valor, es un hecho apreciativo, normativo. No obstante, los sentidos originales de estos términos han sido invertidos: anormal se ha convertido en un concepto descriptivo y anomalía se ha tornado un concepto normativo.


En su uso habitual, tanto coloquial como biológico, anomalía y anormal adquieren un sentido valorativo. Por otro lado, Canguilhem subraya en relación a lo normal y lo anormal que si bien “lo anormal como a-normal es posterior a la definición de lo normal. Sin embargo, la anterioridad histórica de lo anormal futuro es la que suscita una intención normativa. Lo normal es el efecto obtenido por la ejecución del proyecto normativo, es la norma exhibida en el hecho. Desde este punto de vista fáctico, existe pues entre lo normal y lo anormal una relación de exclusión. Pero esta negación está subordinada a la operación de negación, a la corrección requerida por la anormalidad. Por lo tanto no hay nada paradójico en decir que lo anormal, lógicamente secundario es existencialmente primitivo”.


Lo anormal, que en sentido lógico es secundario, por tratarse de una negación, es ontológicamente primario. Esto significa que lo anormal es primero en tanto que antes de lo normal habría un estado de anormalidad. Asimismo lo normal es un hecho normativo, la realización de una norma. Según Canguilhem, a pesar que el par normal-anormal parece presentar una relación de contradicción y de exterioridad, más bien se trata de una relación de inversión y polaridad. “La norma, al desvalorizar todo aquello que la referencia a ella prohíbe considerar como normal, crea de por sí la posibilidad de una inversión de los términos. Una norma se propone como posible modo de unificación de la diversidad, de absorción de la diferencia, (…) pero, proponerse no significa imponerse”. Canguilhem quiere señalar que a diferencia de la ley de la naturaleza que se impone, la norma sólo tiene sentido cuando ha sido escogida como una expresión de preferencia y como objetivo de sustitución de un estado de cosas que desagrada por un estado de cosas que satisface. En este sentido expresa Canguilhem, “toda preferencia de un orden posible es acompañada —la mayoría de las veces de una manera implícita— por la aversión del orden posible inverso. Lo diferente de lo preferible —en un dominio dado de evaluación— no es lo indiferente, sino lo rechazante o, más exactamente, lo rechazado, lo detestable”. La preferencia de un orden supone la valoración de ese orden por sobre otro. Por lo cual, siempre que hay una preferencia, un orden es aceptado mientras que otro es rechazado. 


Si tenemos en cuenta que la monstruosidad es una anomalía compleja, según el análisis semántico realizado por Canguilhem, la monstruosidad sería un hecho descriptivo. Como expresa Canguilhem (1976), “la vida es experiencia, es decir, improvisación (…) la vida tolera monstruosidades. No hay una máquina monstruo. (…) no hay distinción entre lo normal y lo patológico en física y mecánica. Hay una distinción de lo normal y lo patológico en el interior de los seres vivientes”.  Pero la ciencia la comprende en términos valorativos, como una anormalidad. En consecuencia, la monstruosidad se inserta a los estudios de la vida como una clase de anormalidad o patología. En el artículo “La monstruosidad y lo monstruoso” (1962), Canguilhem afirma que “la existencia de monstruos cuestiona el poder de la vida para mostrarnos el orden”. La monstruosidad es aquello que no se ajusta a la norma, se presenta como un disvalor: “debemos, pues, comprender en la definición de monstruo su naturaleza viviente. El monstruo es el viviente de valor negativo. (…) lo que hace a los vivientes seres valorizados en relación con el modo de ser de su medio físico es su consistencia específica, (…) consistencia que se expresa por la resistencia a la deformación, por la lucha para la integridad de la forma (…). Ahora bien, el monstruo no es solamente un viviente de valor disminuido, es un viviente cuyo valor es repeler (…) es la monstruosidad y no la muerte lo que es un contravalor vital”. Es decir, mientras que la muerte es una amenaza constante para la vida, la monstruosidad es una amenaza accidental y condicional. La monstruosidad se constituye en un desafío para la vida. Pero no se trata de una amenaza que pretende eliminar la vida, sino más bien transformarla. De allí que la monstruosidad, más que la muerte, sea considerada un contravalor, porque no alude a la anulación de la vida sino a una vida considerada negativamente A partir de lo anterior podemos decir que si la vida nos señala el orden, entonces la monstruosidad es aquello que se enfrenta al orden desde el interior mismo de la vida. La monstruosidad es una desviación del orden (de un orden) de la vida. Es en este sentido que la monstruosidad es concebida como una amenaza para la vida, no en tanto procura eliminar la vida sino más bien en cuanto pretende transformarla. 


La monstruosidad queda de este modo reducida a la consideración de lo normal y lo patológico. La monstruosidad se define más que en relación con la normatividad biológica, en relación con la norma (científica). El científico establece la norma, y de allí determina qué es lo normal y lo anormal: clasifica de acuerdo a la norma qué individuos son normales y cuáles son anormales, podríamos decir, monstruos. El monstruo es, entonces, aquel que se aparta de la norma, del tipo ideal, y es considerado una amenaza al orden biológico de la vida. Se trata de un concepto valorativo: representa un disvalor Luego de restringir la monstruosidad al ámbito de lo viviente y señalar que el monstruo es un viviente con valor negativo, Canguilhem se ocupa de los términos monstruosidad y monstruoso, que por lo general son utilizados indistintamente. .


Pero si bien para Canguilhem estas nociones pueden distinguirse —ya que es posible asociar la monstruosidad al discurso médico y lo monstruosoal legal—, no obstante se encuentran estrechamente vinculadas. La monstruosidad no puede ser concebida independientemente de lo monstruoso porque la monstruosidad es causada por lo monstruoso. Tal como expresa Canguilhem, “encontramos lo monstruoso (…) en el origen de las monstruosidades”. Para explicar esta relación de causalidad, Canguilhem realiza un breve recorrido histórico sobre la monstruosidad. De este modo, advierte que en la Antigüedad clásica la monstruosidad es el resultado de cruzamientos que violan la regla de la endogamia. Esta concepción es conservada en la Edad Media, donde se identifica lo delictuoso con lo diabólico. En este sentido Canguilhem afirma que “el monstruo es a la vez el efecto de una interacción a la regla de segregación sexual específica y el signo de una voluntad de perversión de la tabla de las criaturas. La monstruosidad es menos la consecuencia de la contingencia de la vida que de la licencia de los vivientes”. La monstruosidad es un resultado, el efecto de lo monstruoso. Por lo cual, la monstruosidad y lo monstruoso se diferencian en tanto que la primera es consecuencia del segundo, donde lo monstruoso puede considerarse una transgresión.


Foucault y el monstruo jurídico.


El sutil desplazamiento que podemos advertir en Canguilhem desde la monstruosidad biológica a la monstruosidad referida al humano es completado por Foucault. En el curso Los Anormales (1974-75 [2000]), Foucault secentra exclusivamente en el “monstruo humano” para mostrar que éste es uno de los antecesores del anormal. Allí expresa que el anormal “es en el fondo un monstruo cotidiano, un monstruo trivializado”. De este modo, Foucault advierte que, desde mediados del siglo XIX con el surgimiento de la criminología y la psiquiatría, el monstruo es gradualmente reemplazado por el anormal.


Como señala Muhle en “Mostro” (2006) el aparente oxímoron “monstruo humano” que utiliza Foucault es “fundamental para comprender el mecanismo eminentemente político que atraviesa esta figura. (…) Si de una parte el monstruo humano es la encarnación imaginaria de lo que amenaza al hombre desde el interior, de otra es el hecho de ser capturado en un cuadro de referencia relevante en las estructuras de poder clásicas (…) que confiere a la figura del monstruo su importancia política”. Esta apelación al monstruo humano da cuenta del carácter eminentemente político que, a diferencia de Canguilhem, presenta el concepto de monstruo. Desde la perspectiva de Foucault, el monstruo es y sólo puede ser humano, ya que se trata de “una noción jurídica —jurídica en el sentido amplio del término, claro está, porque lo que define al monstruo es el hecho de que, en su existencia misma y su forma, no sólo es una violación de las leyes de la sociedad, sino también de las leyes de la naturaleza”. Es decir, lo que define al concepto monstruo es que su marco de referencia es la ley, pone en cuestión la ley. Según expresa Foucault, el “monstruo es lo que combina lo imposible y lo prohibido”, excepción y violación, de la ley de la naturaleza o de la sociedad. 


Para mostrar esta implicación entre el monstruo humano y la ley, Foucault realiza una arqueología de la monstruosidad donde advierte dos momentos. El primero, desde la Edad Media hasta el siglo XVIII, donde elmonstruo es considerado un concepto jurídico-biológico y un segundo momento, desde finales del siglo XVIII en adelante, donde es entendido como un concepto jurídico-moral. El monstruo como “complejo jurídico natural” se define por un doble requerimiento: es una transgresión a la naturaleza y genera la imposibilidad de aplicar la ley, civil o religiosa. Foucault identifica como figuras del monstruo jurídico-biológico: en la Edad Media al hombre bestial, una combinación de reinos, una mixtura entre lo humano y lo animal, fruto de la copulación entre diferentes especies; en el Renacimiento a los hermanos siameses, que además de presentar una violación al orden natural, constituyen un enigma jurídico y en la Edad clásica al hermafrodita, que manifiesta una contradicción del orden de la naturaleza que separaría a la especie humana en hombres y mujeres. Foucault recuerda que durante la Edad Media se mataba al hermafrodita porque se explicaba la existencia de dos sexos como resultado de mantener relaciones sexuales con Satán; pero a partir del siglo XVII el hermafrodita deja de ser condenado por este motivo. 


En este punto la investigación de Foucault abandona su carácter descriptivo por un análisis comparativo de dos casos sobre hermafroditas. Lo que tienen en común ambos casos es que mantienen relaciones sexuales con una mujer. El primero, en el siglo XVII, que denomina “hermafrodita de Ruen”, de nombre Marie Lemarcis que convertido en hombre (Marin), se casa con una mujer y, posteriormente, es denunciada su condición. Según relata Foucault, luego de una pericia médica donde no se encuentran signos concluyentes de virilidad, la justicia lo obliga a vestirse con ropa de mujer y le prohíben toda relación sexual, sea con hombres o con mujeres. El segundo caso es el de Anne Grandjean, a fines del siglo XVIIII. La pericia médica determina la preponderancia del sexo femenino sobre el masculino, en consecuencia, la justicia le prohíbe la cohabitación con mujeres. Foucault observa que los mencionados casos reciben una sanción diferente, lo que indica una distinción sobre lo que se concibe por monstruosidad. En efecto, mientras que a Marie Lemarcis le prohíben “la sexualidad y la relación sexual” con cualquier persona, a Anne Grandjeanle prohíben tener relaciones sexuales con mujeres. De acuerdo con Oliver Roux en Monstres. Une histoire générale de la teratology des origins à nos jours (2008), “más que la presencia anatómica de dos sexos, de cualquier manera negada por el derecho, se trata de un argumento contra la homosexualidad femenina”. 


Como podemos ver, en el primer caso la monstruosidad es identificada con la existencia de órganos sexuales femeninos y masculinos en un mismo cuerpo. En el segundo, la monstruosidad ya no se reconoce en lo biológico, sino más bien en el comportamiento. Es decir, en el primero la monstruosidad es identificada con la coexistencia de dos sexos, la mixtura, mientras que en el segundo con la transgresión a las reglas que separan un sexo de otro. Esto se debe a que emergieron por esa época discursos médicos que sólo reconocían dos sexos: hombre o mujer. Por lo cual, se trataría más precisamente de un “seudohermafroditismo”, ya que se concibe que un sexo predomina sobre el otro. Otro caso de hermafroditismo analizado por Foucault es el de Herculin Barbin llamada Alexina B., a quien, luego de haber transcurrido los primeros veinte años de su vida como mujer, una pericia médica determina la preponderancia del sexo masculino sobre el femenino. Como podemos observar es una situación inversa a la de Anne Grandjean, a la cual se le asignó el sexo femenino. En el caso de Herculin Barbin, Foucault no hace hincapié en la conducta que le es impuesta por la justicia, sino más bien en la identidad sexual “única y verdadera” que presentaría cada individuo. Foucault destaca que el Occidente moderno necesitó establecer el “sexo verdadero”, esto significó, desde el punto de vista médico, que se intente descifrar el sexo verdadero que se esconde bajo apariencias confusas.


Esta comparación entre los hermafroditas Marie Lemarcis y Anne Grandjean —y Alexina—, le permiten a Foucault mostrar un “corte” entre el monstruo jurídico-biológico y el monstruo jurídico-moral. De acuerdo con Foucault, “el primer monstruo moral que aparece es el monstruo político”, aquel que impone su propio interés sobre el de la sociedad. En este sentido puede identificarse como monstruo a quien se encuentra fuera del pacto social —el soberano— como a quien tras haber suscripto al pacto social lo rompe —el delincuente común. Lo que diferencia a ambos es que el tirano es un déspota permanente y el delincuente es un déspota transitorio. Este último, posteriormente, deja de ser considerado como monstruo y se convierte en casos de desviaciones, las cuales son objeto de estudio de la criminología y la psiquiatría. En síntesis, hasta el siglo XVIII la monstruosidad era una “manifestación natural de la contra-naturaleza, llevaba en sí misma un indicio de criminalidad”. Pero a partir del siglo XIX, se produce una inversión en la concepción de la monstruosidad, “se planteará lo que podríamos llamar la sospecha sistemática de monstruosidad en el fondo de toda criminalidad”. Esto significa que en el primer período el monstruo presentaba una monstruosidad visible, que podía ser causa de la criminalidad, mientras que en el segundo período debe encontrase el trasfondo monstruoso de la criminalidad. Para Foucault esta mutación se produce por el cambio en la economía del poder punitivo. Debido a que un análisis sobre esta modificación excede los límites de este artículo, sólo diremos que en el derecho clásico había un exceso en el ritual de poder, una “venganza del soberano”, por el contrario en el derecho moderno se implementa un poder calculado a través de la vigilancia y el control.


Lo que nos interesa subrayar de este análisis de la monstruosidad que realiza Foucault es la función que cumple el concepto de monstruosidad en el discurso jurídico-político. En este sentido es importante destacar lo que expresa Foucault “el monstruo —pese a la posición límite que ocupa, aunque sea a la vez lo imposible y lo prohibido— es un principio de inteligibilidad. Y no obstante, ese principio de inteligibilidad es un principio verdaderamente tautológico, porque la propiedad del monstruo consiste precisamente en afirmarse como tal, explicar en sí mismo todas las desviaciones que puedan derivar de él, pero ser en sí mismo ininteligible”. 


Lo paradójico de esta categoría es que posibilita identificar aquello de lo que no se puede dar cuenta. El monstruo es lo que cae fuera de la clasificación jurídico-natural pero que, sin embargo, debe ser clasificado. Podríamos decir que el concepto monstruo más bien funciona como un “operador conceptual”, en tanto representa el despliegue de todas las irregularidades posibles y se enfrenta —o pone en cuestión— la norma de lo humano. Por lo cual, más que intentar definir al monstruo en sentido afirmativo, se trata de mostrar su sentido en función a lo que se opone, esto es, en términos negativos.


El monstruo biopolítico.


Si bien Foucault en este curso no hace referencia explícita a la noción de biopoder, sin embargo es posible advertir una tendencia hacia un análisis de las tecnologías de poder sobre la vida. Consideramos que esto habilita a una interpretación de dichas lecciones desde una perspectiva biopolítica, ya que se centra en el funcionamiento de la norma por sobre la ley. La clasificación de la monstruosidad se realizaría mediante los regímenes de normalización que pone en práctica el biopoder. Para dar cuenta de ello nos enfocaremos en lo que Foucault entiende por norma que —como dijimos al inicio del artículo— debe ser puesta en relación con la monstruosidad. De acuerdo con Foucault, “la norma no se define en absoluto como una ley natural, sino por el papel de exigencia y coerción que es capaz de ejercer con respecto a los ámbitos en los que seaplica. La norma, por consiguiente, es portadora de una pretensión de poder. No es simplemente, y ni siquiera un principio de inteligibilidad; es un elemento a partir del cual puede fundarse y legitimarse cierto ejercicio del poder. Concepto polémico, dice Canguilhem. Tal vez podría decirse político. (...) la norma trae aparejados a la vez un principio de calificación y un principio de corrección. Su función no es excluir, rechazar. Al contrario, siempre está ligada a una técnica positiva de intervención y transformación, a una especie de proyecto normativo”.


Podemos observar el desplazamiento que realiza Foucault de la norma como concepto “polémico” a concepto propiamente “político”. Esto le permite mostrar cuál es la función de la norma en relación al poder. De este modo es posible señalar, en primer lugar, un descentramiento de la función represiva del poder que es reemplazada por estrategias de poder que tienen una función productiva. En palabras de Foucault, “lo que el siglo XVIII introdujo mediante el sistema disciplina con efecto de normalización, el sistema disciplina-normalización, me parece que es un poder que, de hecho, no es represivo sino productivo; la represión no figura en él más que en concepto de efecto lateral y secundario”. No obstante, como advierte Françoise Ewald, no se debe confundir norma con disciplina, la disciplina se relaciona con el cuerpo y su tratamiento, mientras que la norma es una medida y un medio de producción de un estándar común. La disciplina no es necesariamente normativa ni la norma necesariamente disciplinaria. 


Como indica Pierre Macherey, Foucault minimiza el funcionamiento de la norma en términos negativos (modelo jurídico) por una sobreestimación de la misma en términos positivos (modelo biológico). Esta consideración se sustenta en dos tesis que estarían presentes en el análisis de Foucault. La primera es la productividad de la norma: “la norma «produce» los elementos sobre los cuales ella obra al tiempo que elabora los procedimientos y los medios reales de esa acción”. Y la segunda tesis es la inmanencia de la norma: “la norma no obra sobre un contenido que subsista independientemente de ella y fuera de ella, y en sí misma no es independiente de su acción como algo que se desarrolle fuera de ella”. En síntesis, la norma presenta rasgos productivos e inmanentes.


Por último, el poder de normalización involucra un saber sobre el objeto del cual se ocupa. Según expresa Foucault: “el siglo XVIII introdujo, con las disciplinas y la normalización, un tipo de poder que no está ligado al desconocimiento sino que, al contrario, sólo puede funcionar gracias a la formación de un saber, que es para él tanto un efecto como una condición de su ejercicio”. El saber científico constituye la monstruosidad como un tipo de anormalidad al que deben aplicarse ciertas tecnologías de poder. En definitiva, lo que constituye los monstruos es un poder-saber.


Del análisis anterior podemos concluir que los monstruos más que efecto del poder soberano son efecto de tecnologías de poder. Desde el modelo de soberanía es posible explicar la monstruosidad como excepción a la ley, sea biológica o social, pero cuando se piensa en un poder productivo, que produce sujetos y discursos, Foucault se ve llevado a afirmar que el concepto de monstruo es abandonado por el de anormal. Sin embargo, consideramos que el monstruo puede ser concebido en relación a la norma y, en tal sentido, se trataría de un concepto biopolítico con plena vigencia. Desde nuestra perspectiva el monstruo no sólo no es un concepto que se ha abandonado, sino que presenta una potencialidad explicativa, ya que permite comprender el modo como la biopolítica se articula con el poder soberano. Esto está en correspondencia con lo que señala Foucault que un modelo no reemplaza al otro, sino que la biopolítica penetrará y modificará al viejo derecho soberano. Pero no se tratará tanto del paso del derecho de “hacer morir y dejar vivir” por un derecho de “hacer vivir y dejar morir” como expresa Foucault, sino más bien de un poder que “hace vivir y hace morir”. Es en este sentido que decimos que la monstruosidad es biopolítica.




Bibliografía de referencia.

CANGUILHEM, G. (1971): Lo normal y lo patológico, Buenos Aires, Siglo XXI.

CANGUILHEM, G. (1976): El conocimiento de la vida, Barcelona, Anagrama.

FOUCAULT, M. (2000): Los Anormales, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

MUHLE, M. (2006): “Mostro”. En: BRANDIMARTE, R. (et al): Lessico di Biopolitica, Roma, Manifestolibri. 

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Tomado de:

TORRANO, Andrea (2015): "La monstruosidad en G: Canguilhem y M. Foucault. Una aproximación al monstruo biopolítico". En: Revista Agora. Papeles de filosofía Vol 34 n°1, pp. 87-109.


10 septiembre 2021

Leer un síntoma. Jacques-Alain Miller

 



Leer un síntoma


Jacques-Alain Miller


Elegí este título para ustedes a partir de dos indicaciones que he recibido de vuestra presidenta, Anne Lysy. La primera es que el Consejo de la NLS desearía que el próximo Congreso sea sobre el síntoma, la segunda que el lugar del Congreso sería Tel-Aviv, La cuestión por lo tanto era determinar qué acento, qué inflexión, qué impulso dar al tema del síntoma. Lo sopesé en función de mi curso que hago en París todas las semanas, donde me explico con Lacan y la práctica del psicoanálisis hoy, esta práctica que no es más completamente, o quizá de ningún modo, la de Freud. Y en segundo lugar he sopesado el acento a darle al tema del síntoma en función del lugar, Israel. Y por lo tanto, todo bien sopesado, he elegido el título siguiente: leer el síntoma, to  read a symptom .


Saber leer.


Aquellos que leen a Lacan sin duda han reconocido aquí un eco de sus palabras en su escrito «Radiofonía» que pueden encontrar en la recopilación de los Autres Écrits. Señala allí que el judío es aquel que sabe leer. Se tratará de interrogar ese saber leer en Israel, el saber leer en la práctica del psicoanálisis. Diré inmediatamente que el saber leer, como yo lo entiendo, completa el bien decir, que se ha vuelto un slogan entre nosotros. Voy a sostener con gusto que el bien decir en el psicoanálisis no es nada sin el saber leer, que el bien decir propio al psicoanálisis se funda sobre el saber leer. Si nos atenemos al bien decir, no alcanzamos mas que la mitad de aquello de lo que se trata. Bien decir y saber leer están del lado del analista, es propiedad del analista, pero en el curso de la experiencia se trata que bien decir y saber leer se transfieran al analizante. Que aprenda de algún modo, fuera de toda pedagogía, a bien decir y también a saber leer. El arte de bien decir, es la definición de esa disciplina tradicional que se llama retórica. Ciertamente el análisis participa de la retórica pero no se reduce a ella. Me parece que lo que hace la diferencia es el saber leer. El psicoanálisis no es solo cuestión de escucha, listening, también es cuestión de lectura, reading. En el campo del lenguaje sin duda el psicoanálisis toma su punto de partida de la función de la palabra pero la refiere a la escritura. Hay una distancia entre hablar y escribir, speaking and writing. En esta distancia opera el psicoanálisis, es esta diferencia lo que el psicoanálisis explota.


Agregaré una nota más personal a la elección que hago del título, «leer un síntoma», puesto que es el saber leer lo que Lacan me imputa a mí. Ustedes encontrarán esto en el exergo de su escrito «Televisión», en la recopilación de los Autres Ecrits, donde le planteaba un cierto número de preguntas en nombre de la televisión y puso en exergo del texto que reproduce con ciertos cambios lo que él dijo entonces: «Aquel que me interroga sabe también leerme». Por lo tanto Lacan me prendió con el saber leer, al menos con el saber leer a Lacan. Es un certificado que me otorgó en razón de las anotaciones a su discurso en el margen, muchas de las cuales hacen referencia a sus fórmulas llamadas matemas. Entonces la cuestión del saber leer tiene todas las razones para importarme.


El secreto de la ontología.


Después de esta introducción voy a evocar ahora el punto en que estoy de mi  curso de este año y que conduce precisamente a esta cuestión de lectura, y de lectura del síntoma. Estoy en estos días articulando la oposición conceptual entre el ser y la existencia. Y es una etapa en el camino donde considero distinguir y oponer el ser y lo real, being and the real


Se trata para mí de poner de relieve los límites de la ontología, de la doctrina del ser. Son los griegos quienes inventaron la ontología. Pero ellos mismos se dieron cuenta de los límites puesto que algunos desarrollaron un discurso que se refiere explícitamente a un más allá del ser, beyond being. Debemos creer que ellos sintieron la necesidad de este más allá del ser y colocaron el Uno, the one. En particular aquel que desarrolló el culto del Uno, como más allá del ser, es el llamado Plotino. Y lo extrajo siglos más tarde de una lectura de Platón, precisamente del Parménides de Platón. Entonces, lo extrajo de un cierto saber leer a Platón. Y más acá de Platón está Pitágoras, matemático pero místico matemático. Pitágoras el que divinizaba el número y especialmente el Uno y quien no hacía una  ontología sino lo que se llama en términos técnicos a partir del griego una henología,  es decir una doctrina del Uno. Mi tesis, es que el nivel del ser llama, necesita un más allá del ser. 


Los griegos que desarrollaban una ontología sintieron la necesidad de un punto de apoyo, de un fundamento inquebrantable que justamente el ser no les daba. El ser no da un fundamento inquebrantable a la experiencia, al pensamiento, precisamente porque hay una dialéctica del ser. Plantear el ser, es al mismo tiempo plantear la nada. Y plantear el ser es esto, es al mismo tiempo plantear que no es eso, por lo tanto lo es también a título de ser su contrario. El ser, en suma, carece singularmente de ser y no por accidente sino de manera esencial. La ontología desemboca siempre en una dialéctica del ser. Lacan lo sabía tan bien que precisamente define el ser del sujeto del inconsciente como una falta en ser. Explota allí los recursos dialécticos de la ontología. La traducción de la expresión francesa «falta en ser» por want to be agrega algo totalmente precioso, la noción de deseo. Want no es solo el acto, en Want está el deseo, está la voluntad y precisamente el deseo de hacer ser lo que no está. El deseo hace la mediación entre being and nothingness. Encontramos este deseo en el psicoanálisis a nivel del deseo del analista, que anima la operación analítica en tanto que ese deseo apunta a conducir el ser al inconsciente, apunta a hacer aparecer lo que está reprimido como decía Freud. Evidentemente eso que está reprimido es por excelencia un want to be, lo que está reprimido no es un ser actual, no es una palabra efectivamente dicha, lo que está reprimido es un ser virtual que está en el estado de posible, que aparecerá o no. La operación que conduce al ser el inconsciente, no es la operación del Espíritu Santo, es una operación de lenguaje, la que aplica el psicoanálisis. El lenguaje es esta función que hace ser lo que no existe. Es incluso lo que los lógicos debieron constatar, se desesperaron por el hecho que el lenguaje sea capaz de hacer ser lo que no existe y entonces trataron de normativizar su uso esperando que su lenguaje artificial solo nombraría lo que existe. Pero de hecho hay que reconocer allí, no un defecto del lenguaje, sino su potencia. El lenguaje es creador y en particular crea el ser. En suma el ser del que hablan desde siempre los filósofos, este ser no es jamás otra cosa que un ser de lenguaje, es el secreto de la ontología. Entonces, se produce un vértigo.


Un discurso que sería de lo real.


Se produce un vértigo para los filósofos mismos, que es el vértigo mismo de la dialéctica. Porque el ser es lo opuesto de la apariencia pero también el ser no es otra cosa que la apariencia, una cierta modalidad de la apariencia. Entonces es esta fragilidad intrínseca al ser la que justifica la invención de un término que reúne el ser y la apariencia, el termino semblante. El semblante es una palabra que utilizamos en el psicoanálisis y con el cual tratamos de ceñir lo que es a la vez ser y apariencia de manera indisociable. Hace tiempo traté de traducir esta palabra en inglés con la expresión make believe. En efecto si se cree en ello, no hay diferencia entre la apariencia y el ser. Es una cuestión de creencia. 


Entonces mi tesis, que es una tesis sobre la filosofía a partir de la experiencia analítica, es que los griegos, justamente porque han lidiado eminentemente con este vértigo, buscaron un más allá del ser, un más allá del semblante. Lo que nosotros llamamos lo real es ese más allá del semblante, un más allá que es problemático. ¿Existe un más allá del semblante? Lo real sería, si lo queremos, un ser pero que no sería ser de lenguaje, que estaría intocado por los equívocos del lenguaje, que sería indiferente al make believe. 


Este real, ¿dónde lo encontraban los griegos? Lo encontraban en las matemáticas y en otras partes; desde entonces en que las matemáticas continuaron como continuó la filosofía, los matemáticos se dicen siempre con gusto platónicos en el sentido que no piensan en absoluto que crean su objeto sino que para ellos deletrean un real que ya está allí. Y eso, eso permite soñar, en todo caso hacía soñar a Lacan. 


Lacan hizo una vez un seminario que se titulaba «De un discurso que no sería del semblante». Es una fórmula que permaneció misteriosa incluso una vez que el seminario fue publicado, porque el título de este seminario se presenta bajo una forma condicional y negativa a la vez. Pero bajo esta forma, evoca un discurso que sería de lo real, es eso lo que quiere decir. Lacan tuvo el pudor de no decirlo bajo esta forma que develo, lo dijo bajo una forma solamente condicional y negativa: De un discurso que sería de lo real, de un discurso que tomaría su punto de partida a partir de lo real, como las matemáticas. Era el sueño de Lacan poner el psicoanálisis al nivel de las matemáticas. Con respecto a esto hay que decir que solo en las matemáticas lo real no varía, aunque en los márgenes varía de todos modos. En la física matemática, que incorpora y que se sostiene sin embargo en las matemáticas, la noción de real es completamente resbaladiza porque es de algún modo heredera de la vieja idea de naturaleza, que con la mecánica cuántica, con las investigaciones de estar más allá del átomo podemos decir que lo real en la física se ha vuelto incierto. La física conoce polémicas entre físicos aun más vivaces que en el psicoanálisis. Lo que para uno es real, para otro no es mas que semblante. Hacen propaganda de su noción de real, porque a partir de un cierto momento hicieron entrar en la cuenta la observación. A partir de ese momento, el complejo compuesto del observador y de los instrumentos de observación interfiere y entonces lo real se vuelve relativo al sujeto, es decir deja de ser absoluto. Podemos decir que de este modo el sujeto hace pantalla a lo real. No es ese el caso en matemáticas. ¿Cómo se accede en matemáticas a lo real, porqué instrumento? Se accede por el lenguaje sin duda, pero un lenguaje que no hace pantalla a lo real, un lenguaje que es lo real. Es un lenguaje reducido a su materialidad, es un lenguaje que está reducido a su materia significante, es un lenguaje que se reduce a la letra. En la letra, contrariamente a la homofonía, no se encuentra el ser, being, in the letter is not being that you find, es the real.


Fulgor del inconsciente y deseo del analista.


Propongo interrogar el psicoanálisis a partir de estas premisas. En el psicoanálisis, ¿dónde está lo real? Es una pregunta apremiante en la medida en que un psicoanalista no puede no sentir el vértigo del ser, desde el momento en que en su práctica está invadida por las creaciones, por las criaturas de la palabra.


¿Dónde está lo real en todo esto? ¿El inconsciente es real? ¡No! De todos modos es la respuesta más fácil de dar. El inconsciente es una hipótesis, lo que resta como una perspectiva fundamental, incluso si podemos prolongarla, hacerla variar. Para Freud, recuerden, que el inconsciente es el resultado de una deducción. Es lo que Lacan traduce del modo más aproximado subrayando que el sujeto del inconsciente es un sujeto supuesto, es decir hipotético. No es entonces un real. Incluso nos planteamos la cuestión de saber si es un ser. Ustedes saben que Lacan prefiere decir que es un deseo de ser más bien que un ser. El inconsciente no tiene más ser que el sujeto mismo. Lo que Lacan escribe S tachado, es algo que no tiene ser, que solo tiene el ser de la falta y que debe advenir. Y nosotros lo sabemos bien, basta simplemente extraer las consecuencias de ello. Sabemos bien que el inconciente en el psicoanálisis está sometido a un deber ser. Está sometido a un imperativo que como analista representamos. Y es en ese sentido que Lacan dice que el estatuto del inconsciente es ético. Si el estatuto del inconsciente es ético, no es del orden de lo real, es eso lo que quiere decir. El estatuto de lo real no es ético. Lo real, en sus manifestaciones es más bien unethical, no se comporta según nuestra conveniencia. Decir que el estatuto del incosnciente es ético es precisamente decir que es relativo al deseo, y primeramente al deseo del analista que trata de inspirar al analizante a tomar el relevo de ese deseo. 


¿En qué momento en la práctica del psicoanálisis necesitamos una deducción del inconsciente? Simplemente por ejemplo cuando vemos volver en la palabra del analizante recuerdos antiguos que se habían olvidado hasta ese momento. Estamos forzados a suponer que esos recuerdos, en el intervalo, residían en alguna parte, en un cierto lugar de ser, un lugar que permanece desconocido, inaccesible al conocimiento, del que decimos precisamente que no conoce el tiempo. Y para remedar aún más el estatuto ontológico del inconsciente, tomemos lo que Lacan llama sus formaciones, que ponen de relieve precisamente el estatuto fugitivo del ser. Los sueños se borran. Son seres que no consisten, de los que a menudo solo tenemos fragmentos en el análisis. El lapsus, el acto fallido, el chiste, son seres instantáneos, que fulguran, a los que les damos en el psicoanálisis un sentido de verdad pero que se eclipsan inmediatamente.


Confrontación con los restos sintomáticos.


Entonces entre esas formaciones del inconsciente está el síntoma. Por qué ponemos el síntoma entre estas formaciones del inconsciente sino porque el síntoma freudiano también es verdad. Le damos un sentido de verdad, lo interpretamos. Pero se distingue de todas las otras formaciones del inconsciente por su permanencia. Hay otra modalidad de ser. Para que haya síntoma en el sentido freudiano, sin duda es necesario qeu haya sentido en juego Hace falta que eso pueda interpretarse. Es lo que constituye para Freud la diferencia entre el síntoma y la inhibición. La inhibición es pura y simplemente la limitación de una función. En tanto que tal una inhibición no tiene sentido de verdad. Para que haya síntoma es necesario también que el fenómeno dure. Por ejemplo, el sueño cambia de estatuto cuando se trata de un sueño repetitivo. Cuando el sueño es repetitivo implicamos un trauma. El acto fallido, cuando se repite, se vuelve sintomático, puede incluso invadir todo el comportamiento. En ese momento le damos el estatuto de síntoma. En ese sentido el síntoma es lo que nos da el psicoanálisis como lo más real. 


Es a propósito del síntoma que la cuestión de pensar la correlación de lo verdadero y lo real se vuelve candente. En este sentido, el síntoma es un Jano, tiene dos caras, una cara de verdad y una cara de real. Lo que Freud descubrió y que fue sensacional en su tiempo, es que un síntoma se interpreta como un sueño, se interpreta en función de un deseo y que es un efecto de verdad. Pero hay, como ustedes saben, un segundo tiempo de este descubrimiento, la persistencia del síntoma después de la interpretación, y Freud lo descubrió como una paradoja. Es en efecto una paradoja si el síntoma es pura y simplemente un ser de lenguaje. Cuando tenemos que vérnosla con seres de lenguaje en el análisis, los interpretamos, es decir los reducimos. Reconducimos los seres de lenguaje a la nada, los reducimos a la nada. La paradoja aquí es la del resto. Hay una x que resta más allá de la interpretación freudiana. Freud se aproximó a esto de distintas maneras. Puso en juego la reacción terapéutica negativa, la pulsión de muerte y amplió la perspectiva hasta decir que el final del análisis como tal deja siempre subsistir lo que llamaba restos sintomáticos.


Hoy nuestra práctica se ha prolongado mucho más allá del punto freudiano, mucho más allá del punto en que para Freud el análisis encontraba su fin. Justamente era un fin del que Freud decía que siempre hay un resto y por lo tanto siempre hay que recomenzar el análisis, después de un corto tiempo, al menos para el analesta. Un corto tiempo de pausa y luego recomenzamos. Era el ritmo stop and go, como se dice en francés ahora. Pero eso no es nuestra práctica. Nuestra práctica se prolonga más allá del punto en que Freud consideraba que hay finales de análisis, incluso si había que retomar el análisis, nuestra práctica va más allá del punto que Freud consideraba como fin del análisis. En nuestra práctica asistimos entonces a la confrontación del sujeto con los restos sintomáticos. Pasamos por supuesto por el momento del desciframiento de la verdad del síntoma, pero llegamos a los restos sintomáticos y allí no decimos stop. El analista no dice stop y el analizante no dice stop. El análisis en ese período, está hecho de la confrontación directa del sujeto con lo que Freud llamaba los restos sintomáticos y a los que nosotros damos otro estatuto muy diferente. Bajo el nombre de restos sintomáticos Freud chocó con lo real del síntoma, con lo que en el síntoma, es fuera de sentido.


El goce del ser hablante.


Ya en el segundo capítulo de Inhibición, síntoma y angustia. Freud caracterizaba el síntoma a partir de lo que él llamaba la satisfacción pulsional «como signo y el sustituto (Anzeichen und Ersatz) de una satisfacción pulsional que no ocurrió ». Lo explicaba en el segundo capítulo a partir de la neurosis obsesiva y de la paranoia señalando que el síntoma que se presenta primeramente como un cuerpo extraño en relación con el yo, intenta cada vez más hacer uno con el yo, es decir tiende a incorporarse al yo. Veía en el síntoma el resultado del proceso de la represión. Evidentemente son dos capítulos y el conjunto del libro que deben trabajarse para el próximo congreso. 


Quisiera señalar esto: ¿el goce en cuestión es primario? En un sentido, sí. Podemos decir que el goce es lo propio del cuerpo como tal, que es un fenómeno de cuerpo. En ese sentido, el cuerpo es lo que goza, pero reflexivamente. Un cuerpo es lo que goza de sí mismo, es lo que Freud llamaba el autoerotismo. Pero eso es verdad para todo cuerpo viviente. Podemos decir que es el estatuto del cuerpo viviente el gozar de sí mismo. Lo que distingue el cuerpo del ser hablante es que su goce sufre la incidencia de la palabra. Y precisamente un síntoma testimonia que ha habido un acontecimiento que marcó su goce en el sentido freudiano de Anzeichen y que introduce un Ersatz, un goce que no haría falta un goce que trastorna el goce que haría falta, es decir el goce de su naturaleza de cuerpo. Por lo tanto en ese sentido, no, el goce en cuestión en el síntoma no es primario. Está producido por el significante. Y es precisamente esta incidencia significante lo que hace del goce del síntoma un acontecimiento, no solo un fenómeno. El goce del síntoma testimonia que hubo un acontecimiento , un acontecimiento de cuerpo después del cual el goce natural entre comillas, que podemos imaginar como el goce natural del cuerpo vivo, se trastornó y se desvió. Este goce no es primario pero es primero en relación con el sentido que el sujeto le da, y que le da por su síntoma en tanto que interpretable.


Podemos recurrir para captarlo mejor a la oposición de la metáfora y de la metonimia. Hay una metáfora del goce del cuerpo, esta metáfora produce acontecimiento, produce este acontecimiento que Freud llama la fijación. Eso supone la acción del significante como toda metáfora, pero un significante que opera fuera de sentido. Y luego de la metáfora del goce está la metonimia del goce, es decir su dialéctica. En ese momentos se dota de significación. Freud habla de ello en Inhibición, síntoma y angustia, habla de die symbolische Bedeutung, de la significación simbólica que afecta un cierto número de objetos.


De la escucha del sentido a la lectura del fuera de sentido.


Podemos decir que eso se transmite en la teoría analítica. En la teoría analítica durante mucho tiempo se contó una pequeña historia sobre el goce, una pequeña historia donde el goce primordial debía encontrarse en la relación con la madre, donde la incidencia de la castración era por efecto del padre y donde el goce pulsional encontraba sus objetos que eran Ersatz que taponaban la castración. Es un aparato muy sólido que fue construido, que abraza los contornos de la teoría analítica. Pero de todos modos, voy a endurecer el trazo, es una superestructura mítica con la cual durante un tiempo se logró, en efecto, suprimir los síntomas interpretándolos en el marco de esta superestructura. Pero interpretando el síntoma en el marco de esta superestructura, es decir prolongando lo que yo llamaba esta metonimia del goce, se hizo inflar el síntoma también, es decir se lo alimentó con sentido. Allí se inscribe mi «leer el síntoma». 


Leer un síntoma es lo opuesto, es decir consiste en privar al síntoma de sentido. Por ello Lacan sustituye al aparato de interpretar de Freud –que Lacan mismo había formalizado, clarificado, es decir el ternario edípico– por un ternario que no produce sentido, el de lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario. Pero al desplazar la interpretación del marco edípico hacia al marco borromeo, el funcionamiento mismo de la interpretación cambia y pasa de la escucha del sentido a la lectura del fuera de sentido.


Cuando se dice que el psicoanálisis es un asunto de escucha, hay que ponerse de acuerdo, hay que decirlo. Lo que se escucha de hecho, siempre es el sentido, y el sentido llama al sentido. Toda psicoterapia se sostiene en ese nivel. Eso desemboca siempre en definitiva en que el paciente es el que debe escuchar, escuchar al terapeuta. Se trata por el contrario de explorar lo que es el psicoanálisis y lo que puede a nivel propiamente dicho de la lectura, cuando se toma distancia de la semántica. Los remito aquí a las indicaciones preciosas que hay sobre esta lectura en el escrito de Lacan que se llama «El atolondradicho» y que pueden encontrar en los Autres Ecrits, sobre los tres puntos  de la homofonía, la gramática y la lógica.


Apuntar al clínamen del goce.


La lectura, el saber leer, consiste en mantener a distancia la palabra y el sentido que ella vehiculiza a partir de la escritura como fuera de sentido, como Anzeichen, como letra, a partir de su materialidad. Mientras que la palabra es siempre espiritual si puedo decirlo y la interpretación que se sostiene puramente a nivel de la palabra no hace mas que inflar el sentido, la disciplina de la lectura apunta a la materialidad de la escritura, es decir la letra en tanto que produce el acontecimiento de goce que determina la formación de los síntomas. El saber leer apunta a esa conmoción inicial, que es como un clínamen del goce. Clínamen es un término de la filosofía de los estoicos.


Para Freud, como el partía del sentido, eso se presentaba como un resto, pero de hecho ese resto es lo que está en los orígenes mismos del sujeto, es de algún modo el acontecimiento originario y al mismo tiempo permanente, es decir que se reitera sin cesar.


Es lo que se descubre, lo que se desnuda en la adicción, en el «un vaso más» que escuchamos hace un momento. La adicción es la raíz del síntoma que está hecho de la reiteración inextinguible del mismo Uno. Es el mismo, es decir precisamente no se adiciona. No tendremos jamás el «he bebido tres vasos por lo tanto es suficiente», se bebe siempre el mismo vaso una vez más. Esa es la raíz misma del síntoma. Es en este sentido que Lacan pudo decir que un síntoma es un etcétera. Es decir el retorno del mismo acontecimiento. Podemos hacer muchas cosas con la reiteración de lo mismo. Precisamente podemos decir que el síntoma es en este sentido como un objeto fractal, porque el objeto fractal muestra que la reiteración de lo mismo por las aplicaciones sucesivas les da las formas mas extravagantes e incluso pudo decirse que las mas complejas que el discurso matemático puede ofrecer.


La interpretación como saber leer apunta a reducir el síntoma a su fórmula inicial, es decir al encuentro material de un significante y del cuerpo, es decir al choque puro del lenguaje sobre el cuerpo. Entonces ciertamente, para tratar el síntoma hay que pasar por la dialéctica móvil del deseo, pero también es necesario desprenderse de los espejismos de la verdad que ese desciframiento les aporta y apuntar más allá a la fijeza del goce, a la opacidad de lo real. Si yo quisiera hacer hablar a este real, le imputaría lo que dice el dios de Israel en la zarza ardiente, antes de emitir los mandamientos que son el revestimiento de su real: «soy lo que soy».


Nota

La teoría del clínamen es una interesante solución propuesta por Epicuro al problema del libre albedrío prescindiendo de un dios garante de libertad. Un fractal es un objeto semigeométrico cuya estructura básica, fragmentada o irregular, se repite a diferentes escalas. El término fue propuesto por el matemático Benoît Mandelbrot en 1975 y deriva del Latín fractus, que significa quebrado o fracturado.


Ponencia presentada en el Congreso de la NLS, que se realizó en Londres los días 2 y 3 de abril 2011.