23 mayo 2021

Las revistas culturales como documentos de la historia latinoamericana. Fernanda Beigel

 



Las revistas culturales como documentos de la historia latinoamericana


Fernanda Beigel


Es bien conocida la proposición de Walter Benjamin de “cepillar la historia a contrapelo”, que viene acompañada de un “procedimiento de compenetración” que le sugiere al historiador materialista una forma de revisar el pasado. Se trata de “revivir una época” y observar, con la suficiente distancia, el patrimonio como producto cultural de sucesivas victorias de unas clases sobre otras. Para Benjamin existen ciertas continuidades en las formas de dominación que han oscurecido la presencia del conflicto de clase y la opresión. Por eso postula que “no hay documento de cultura que no sea, a la vez, documento de barbarie”.


El examen de las reflexiones benjaminianas no constituye, sin embargo, el objetivo de este trabajo. La invocación de las “Tesis sobre el concepto de historia” pretende simplemente sintetizar la motivación de nuestra mirada y tiene por fin “desempolvar” un tipo particular de documento histórico que permite visualizar las principales polaridades del campo cultural. Nos referimos a las revistas, que serán analizadas aquí en tanto puntos de encuentro de trayectorias individuales y proyectos colectivos, entre preocupaciones de orden estético y relativas a la identidad nacional, en fin, articulaciones diversas entre política y cultura que han sido un signo distintivo de la modernización latinoamericana.


Algunas revistas culturales cumplen una función aglutinante dentro del campo intelectual y eso las convierte en referencia obligada de la Historia de las Ideas de un pueblo. Muchas de éstas se institucionalizan y perduran durante décadas. Otras representan grupos que elaboran una línea ideológica tan coherente como radicalizada y tienden a esfumarse en poco tiempo. En el caso de las revistas de vanguardia, tienen la particularidad de que se trata de emprendimientos que estuvieron atados –como el fenómeno vanguardista mismo- a coyunturas históricas complejas, pero bien recortadas. Pertenecen a una especie de bisagra histórica: una etapa signada por distintas formas de revolución que auguran un cambio de época. En su mayoría, las publicaciones cercanas al vanguardismo, de diferentes épocas, son efímeras y desaparecen con el cambio de coyuntura.


Vanguardistas o academicistas, de izquierda o de derecha, las revistas culturales constituyen un documento histórico de peculiar interés para una historia de la cultura, especialmente porque estos textos colectivos fueron un vehículo importante para la formación de instancias culturales que favorecieron la profesionalización de la literatura. La relevancia de estas publicaciones entre las formas discursivas predominantes durante el siglo XX en América Latina, no se condice, sin embargo, con la importancia otorgada a las mismas en los estudios críticos de la literatura latinoamericana. Sólo recientemente, ha comenzado a visualizarse al periodismo como una de las vías más efectivas en la autonomización del campo cultural latinoamericano, especialmente en lo que se refiere a su vertiente literaria.


Arturo Roig fue pionero en señalar la imbricación del diarismo en todos los géneros literarios desarrollados en América Latina desde mediados del siglo XIX. La prensa ocupó un lugar tan importante entre estas formas discursivas que, para Roig, un seguimiento del desplazamiento ocurrido desde el “periodismo de ideas” hacia el “periodismo de empresa” permite señalar, hacia 1870, el comienzo del siglo XX, entendido como siglo cultural. Julio Ramos, por su parte, ha puntualizado que antes de la consolidación y autonomización de los estados nacionales, las letras eran la política. Existía una estrecha relación entre ley, administración del poder y autoridad de las letras. Hacia las dos últimas décadas del siglo XIX, esa relación entre vida pública y literatura se problematizó, a medida que los Estados se consolidaron. Surgió con ello una esfera discursiva específicamente política, ligada a la legitimación estatal, y una esfera autónoma del “saber” relativamente indiferenciado de las letras. Ramos ha examinado detenidamente la relación entre prensa y literatura dentro de esta modernización finisecular, precisado de qué modo contribuyó en la formación de un discurso literario legítimo, dotado de especificidad.


Si bien los semanarios proliferaron en el último tercio del siglo XIX, fue en las primeras décadas del siglo XX cuando las revistas promovieron un nuevo modo de organización de la cultura, ligado a la explosión del editorialismo y el periodismo vanguardista. Estas publicaciones tuvieron un papel protagónico en la consolidación del campo cultural pues se caracterizaron por amalgamar las ideas de grupos heterogéneos, provenientes de experiencias políticas o culturales diversas. En esta inflexión ellas expresaron las más contradictorias tendencias ideológicas. Por ello pueden ser vistas como una fuente histórica significativa y adquieren el carácter de objeto capaz de arrojar luz sobre las particularidades de la construcción de un proyecto colectivo: porque contienen en sus textos los principales conflictos que guiaron el proceso de modernización cultural.


La mayoría de los emprendimientos periodísticos de esta época enfrentaban la necesidad de pronunciarse ante las disyuntivas de la realidad social, definiendo el sector que pretendían representar y los objetivos que marcarían el futuro de la publicación. Si ese programa se desarrollaba y resultaba convocante, las revistas subsistían, tendían a crecer y adaptarse a las nuevas realidades. Si el posicionamiento ideológico del grupo empezaba a quebrar alianzas y a “dividir aguas” entre los redactores o en su periferia, instantáneamente comenzaban a cambiar los nombres de los directores y aparecían subtítulos que otorgaban a determinados redactores el carácter de “fundadores”, “directores responsables”, desplazando a otros, que quedaban en el camino o iniciaban una nueva publicación.


En algunas ocasiones, las discusiones programáticas terminaban por cerrar estos emprendimientos efímeros, que no alcanzaban un mínimo tiempo de existencia, llegando a veces a clausurarse antes del segundo número. La mayor parte de las veces, esas diferencias iban minando el espíritu de cuerpo del grupo de redactores y al poco tiempo desaparecían de la escena cultural. Sin embargo, muchas de las polémicas ideológicas que ocurrían en el seno de esas revistas resultan muy útiles para conocer la dinámica plural del campo intelectual en cada país.


Las revistas cumplieron un papel determinante en la conformación del campo cultural latinoamericano y formaron parte de lo que nosotros denominamos editorialismo programático, que materializó nuevas formas de difusión cultural ligadas a una aspiración de alguna manera revolucionaria. Las publicaciones y los vínculos intelectuales que promovía este tipo de editorialismo militante actuaban muchas veces como terreno exploratorio y en otras oportunidades, como actividad preparatoria de una acción política concertada o para la creación de un partido político. Por lo general, los productos de este editorialismo servían como terreno de la articulación entre política y literatura. 


El editorialismo programático, nacido durante la gesta vanguardista estuvo vinculado con aquella suerte de “explosión gutemberguiana” que alcanzó al anarquismo y al socialismo desde fines del siglo XIX. La proliferación de imprentas y editoriales permitió a los sindicatos y partidos producir periódicos, panfletos y revistas que contribuyeron en el plano organizativo para la concientización política de grandes sectores. Tirajes altos y bajos precios definía la fórmula de estas empresas de partido que ocuparon un papel central en la difusión del pensamiento anarquista y socialista en América Latina. En el mismo espíritu, a medida que aparecían nuevas agrupaciones políticas o literarias que complejizaban el escenario cultural, surgían empresas editoriales independientes que pretendían contribuir en la traducción y circulación de obras extranjeras, así como en la difusión de nuevas corrientes de pensamiento social. Aunque en franca oposición ideológica con el “periodismo de empresa”, que venía haciendo de la fórmula de la masividad la única premisa de trabajo, este editorialismo intentaba aprovechar los avances tecnológicos y también estaba preocupado por el número de lectores.


La tarea de publicar revistas se fue haciendo cada vez menos rudimentaria y aparecieron innumerables iniciativas culturales en las principales ciudades de nuestro continente. Publicaciones paradigmáticas, como las argentinas Babel, Martín Fierro, Claridad, La Revista de Filosofía, las peruanas Amauta, La Sierra, Boletín Titikaka, la costarricense Repertorio Americano, o la brasileña Homen de Povo, entre tantas otras, se acompañaron de una maquinaria editorial que sirvió de apoyo a la irradiación de proyectos político-culturales de gran envergadura. La lista de editorialistas latinoamericanos y europeos que estuvieron conectados entre sí en estos años es enorme, pues habría que incluir los que se inscribían en el terreno político-cultural, pero a la vez, los que se ligaban al editorialismo sólo desde la difusión de la experiencia artística, o dirigían revistas partidarias sin incursiones estéticas. Ambos extremos de esta cuerda, sin embargo, estaban atravesados por preocupaciones ideológicas en común, como por ejemplo, el interés por describir la abstracta noción de “nueva sensibilidad”.


Los directores de revistas tuvieron, en esta dinámica, un papel de indiscutible valor. Por lo general constituyeron exponentes de alto calibre en el campo intelectual de cada país y actuaron como catalizadores de nuevos proyectos político-culturales, algunas veces fueron orientadores, otras veces contribuyeron como colaboradores, pero esencialmente fueron agentes de difusión por excelencia. Los directores de revistas fueron, por lo general, editorialistas, dirigentes políticos, ensayistas, conferencistas, ideólogos, libreros, distribuidores, tipógrafos e imprenteros.


Las revistas y en general, el editorialismo programático, muestran de manera privilegiada las distintas inflexiones del proceso de autonomización de lo cultural en nuestro continente. En primer lugar, sus límites difusos y su particular dependencia con otros campos. En segundo lugar, los alcances de los proyectos político-culturales que surgen en determinadas brechas que se producen en el espacio de posibilidades que transita en las relaciones del campo cultural con el campo del poder. Estas condiciones determinan la existencia de “bisagras culturales” que constituyen territorios fértiles para la pregunta por la identidad nacional. Las revistas no agotaron su dinamismo con el fin de la gesta vanguardista de la década del veinte. Por lo general, tendieron a florecer en los períodos de auge de masas y decaer en las épocas dictatoriales, tan recurrentes en América Latina. Hacia los años cincuenta hubo un rebrote del editorialismo programático que acompañó el fervor revolucionario de la Revolución cubana y vio nacer los sueños más radicales de la década siguiente. Las páginas de célebres revistas, como las argentinas La Rosa Blindada (1964-1966), Pasado y Presente (1963-1973), constituyen testimonios ejemplares del proceso de definiciones políticas y teóricas que atravesó nuestro campo cultural en la inflexión de los sesenta. En fin se trata de documentos privilegiados para rastrillar la historia a contrapelo, como propone Walter Benjamin.


Aportes metodológicos para el análisis de textos colectivos. 


A la hora de abordar analíticamente estos documentos, nuestra mirada se organiza sobre la base de una confluencia entre la Historia de las Ideas Latinoamericanas y la Sociología de la Cultura. Este cruce nos permite trabajar con un conjunto de textos históricos, y a la vez, “desbordar” los textos, inscribiéndonos en un intento por romper la estéril dicotomía entre las “lecturas externas” y “lecturas internas”. En este sentido, entendemos que no existe una relación concéntrica entre el texto y el contexto. Al decir de Arturo Roig, no se trata de discursos “rodeados” por condiciones sociales, que es necesario encontrar desde fuera de los textos. En realidad, estamos ante un proceso de desarrollo cultural que muestra, en sus productos más significativos, las principales coordenadas que se juegan en el campo, en un período y lugar determinados. Y esto no ocurre porque esas coordenadas se hallan contenidas per se en todo tipo de discurso –con lo que llegaríamos a sostener que la historia se dirime en un juego de lenguaje– sino porque la constelación de elementos que terminan por incidir en la “hechura” de un ensayo literario o sociológico se encuentran presentes en textos significativos, preñados de contexto.


Siempre que trabajamos con períodos históricos, el relevamiento de la realidad está mediado por la documentación que sirve de base al investigador. Por eso, esta mirada metodológica que proponemos –que nos aleja de las dicotomías entre texto/contexto, obra/biografía– pone en tela de juicio el proceso de selección de las fuentes históricas y nos conmina a un examen exhaustivo capaz de fundamentar qué tipo de documento será incorporado en el corpus de una investigación. En el caso que nos ocupa, consideramos que las publicaciones periódicas, en tanto constituyen textos colectivos, nos conectan de modo ejemplar, no sólo con las principales discusiones del campo intelectual de una época, sino también con los modos de legitimación de nuevas prácticas políticas y culturales. En este sentido, la trayectoria de los editorialistas y directores de revista asumieron siempre un carácter significativo, por cuanto cristalizaron –desde el ensayo teórico y en el nivel de la praxis periodística– de las principales categorías histórico-sociales que organizaban el universo discursivo de su época. Además, estos emprendimientos aglutinaron prácticas fragmentarias, que desembocaron en instancias colectivas, y contribuyeron a definir ideológicamente, articular y difundir los programas políticos que se enfrentaron en cada fase del proceso de modernización latinoamericana. El editorialismo programático fue el motor propulsor de estos diversos textos colectivos que aparecieron durante el vanguardismo y posteriormente, en las nuevas inflexiones que se abrieron con la década de los sesenta. En cuanto empresas editoriales lograron difundir, de manera inusitada, manifiestos, diarios, revistas, congresos, que contribuyeron a las ricas discusiones que constituyeron puntos de encuentro entre nuevos proyectos y nuevas prácticas de sujetos sociales nacientes. 


Esta área, digamos “sociológica”, que aportan los textos colectivos a la Historia de las Ideas nos permite, como vemos, deslizarnos hacia un principio articulador entre la reflexión teórica y la praxis, en determinados estados del campo cultural. El enfoque supone un cruce disciplinar que nos brinda herramientas para afrontar el desafío de la reconstrucción de esa articulación, a partir de las marcas que la conflictividad social imprime en determinadas trayectorias significativas. Todo lo cual resulta clave para descifrar los momentos productivos de una corriente o fenómeno estético-político. Asu vez, los órganos periodísticos permiten visualizar el conjunto de vertientes que forman parte de un período cultural específico y, sobre esta base, explicar de qué modo cada itinerario repercute en el proceso de conformación/ampliación del campo cultural dado. 


Aunque la noción de campo es deudora de los desarrollos sociológicos de Pierre Bourdieu, es necesario destacar algunas dificultades de este modelo teórico, que no escapa a las dicotomías que han sido estigmatizantes para los estudios culturales. Bourdieu construye analíticamente un “campo de la producción cultural” a partir de la noción de habitus y pretende dar cuenta con ello de la “objetividad de lo subjetivo”, delimitando instancias materiales de legitimación y valorización de los productos culturales. Pero mantiene, sin embargo, la separación obra-mundo social, en tanto estos procedimientos de legitimación aparecen como exteriores al proceso de construcción de la obra, con un poder estructurante que no deja resquicio a una dialéctica con la praxis social del autor en esas mismas instancias.


La noción de trayectoria, que Bourdieu propone para superar los enfoques “biográficos” es en cambio mucho más flexible, por cuanto propone el seguimiento y la descripción de una serie de posiciones ocupadas sucesivamente por un agente en distintos estados del campo cultural. De hecho, la asumimos aquí, siempre en relación con la idea de campo social como “espacio de posibilidades”, que tiende a orientar las búsquedas de los sujetos de un determinado sector de la sociedad, así como aporta el universo de problemas, referencias y conceptos. Es decir, un campo cultural que funciona como marco, que se organiza sobre la base de un conjunto de reglas e instancias de legitimación sin las cuales es imposible explicar la aparición de una obra o un autor. Sin embargo, no reducimos los trayectos de algunos portavoces importantes del campo cultural a la función de “expresión de la orientación ideológica” de los tiempos de un conjunto social. Ni tampoco consideramos a estos portavoces como capaces de subvertir, individualmente, un campo cultural. Las trayectorias de los editorialistas muestran, de manera privilegiada, como diría Lucien Goldmann, que una obra es siempre un punto de encuentro tanto de la vida de un grupo como de la vida individual.


A estas alturas, podríamos preguntarnos por qué las revistas. Es decir, por qué las hemos seleccionado como unidades de análisis para este encuentro teórico y metodológico entre Historia de las Ideas y Sociología de la Cultura. Y la respuesta no está sólo en el hecho de que constituyen textos colectivos por excelencia. El periodismo, aunque asume algunos rasgos específicos con la prensa especializada del siglo XX, fue –desde el siglo anterior– una de las vías más efectivas en la autonomización del campo cultural latinoamericano, especialmente en lo que se refiere a su vertiente literaria. Desde este punto de vista las revistas adquieren un carácter de objeto de análisis capaz de arrojar luz sobre las particularidades de la construcción de un proyecto colectivo: porque contienen en su seno los principales referentes sociales que participan del proceso de definición programática. 


En la última década, las revistas han sido objeto de nuevos abordajes que no sólo han intentado rescatarlas del olvido, sino que han procurado delimitar sus ventajas como formas de documentación de distintos estados del campo político o cultural. En razón de que en su mayor parte resultan “efímeras”, pocas veces han servido como testimonio de procesos sociales de largo alcance. Más bien han resultado de gran valor a la hora de explicar momentos de crisis o coyunturas relevantes. John King, retomando las recomendaciones de Raymond Williams, plantea que es necesario establecer dos cuestiones a la hora de analizar una revista literaria: la organización interna del grupo particular y sus relaciones proyectadas/reales con otros grupos en la misma esfera cultural y con la sociedad en general, atendiendo a los acontecimientos históricos que forjaron su curso. Sostiene que esta aproximación se realiza ubicando la revista dentro del desarrollo de las letras nacionales en las que está inscripta, explicando cómo elaboró y en qué sentido alteró esas tendencias durante su publicación regular.


Nosotros hemos trabajado la revista Amauta, y el conjunto de publicaciones periódicas dirigidas por José Carlos Mariátegui, en relación con el resto de los grupos del campo cultural y hemos podido interpretar su desarrollo en función de la vinculación de esta esfera con el desarrollo histórico peruano y latinoamericano. Pero esta recomendación resulta insuficiente, toda vez que la aproximación a un texto colectivo requiere, como primera medida, explicitar un conjunto de premisas que nos permitirán trabajar con este tipo de textos a partir de su especificidad. Es indispensable, para nosotros, inscribir las revistas que nos proponemos analizar en la historia de este tipo de texto colectivo, para comprender la modalidad que adopta en un período determinado, sus particularidades y el peso que tiene en la conformación/ampliación/innovación del campo cultural o literario. En nuestro caso, proponemos trabajar con revistas culturales que no pueden catalogarse exclusivamente como revistas literarias, sino que se precipitan hacia un terreno más amplio. Los textos colectivos que son tomados aquí como unidades de análisis se desenvolvieron en un territorio estético-político y fueron estimuladas por el auge del editorialismo. 


Uno de los principales obstáculos a la hora de encarar el estudio de una revista cultural reside en la heterogeneidad de sus colaboraciones, especialmente cuando no existe una línea editorial fuerte. Sin embargo, es necesario dejar a un lado el prejuicio que tiende a atribuir a las revistas vanguardistas un carácter ecléctico. En las revistas que nosotros hemos analizado existe siempre una selección de colaboraciones, que permite determinar un hilo conductor no sólo temático, sino también ideológico, por cuanto las revistas vanguardistas se caracterizan por una preocupación constante por lo social. El criterio de inclusión/exclusión puede ser descifrado si atendemos al proyecto que inspira la publicación y a los sujetos que se pretende convocar o convencer. Tras las hojas de vanguardia existe un proyecto y una praxis colectiva, que pueden desentrañarse a condición de trabajar, al menos, en una doble dirección. Por una parte, a través de un seguimiento diacrónico del texto colectivo, que permita inscribir sus principales momentos en conexión con la conflictividad social, política y cultural que atraviesa el emprendimiento. Para ello, resulta indispensable una reconstrucción del universo discursivo de la época, como hemos señalado, no sólo poniendo atención especial a los portavoces del campo cultural –que ingresan como columnistas o como discursos referidos por los colaboradores de la revista– sino también a través del seguimiento del proceso de definiciones ideológicas que ésta contribuye a efectuar. En este sentido, la categoría de proyecto adquiere una singular importancia, puesto que implica concebir a las revistas como una construcción –por lo general incompleta– que surge de la dinámica entre este tipo de praxis y el conjunto de sujetos que actúan en la esfera cultural.


Una segunda dirección implica una atención mayor a los momentos de inflexión del recorrido de la publicación. Para desentrañar un hilo conductor es necesario seleccionar y abordar de manera específica los textos programáticos que van construyendo los ejes del proyecto, nos referimos a los artículos-editoriales, manifiestos o secciones que expresan las actividades y posiciones polémicas de todo el grupo. En el caso de las revistas de vanguardia, el seguimiento de la trayectoria del director del emprendimiento se vuelve fundamental, en tanto encarna el proyecto y por lo general ocupa un lugar social importante, como portavoz del grupo y agente cultural. La selección y clasificación de los textos se encuentra ligada indisolublemente a la praxis del grupo cultural que edita la revista. Por esta razón debe procurar distinguir según su grado de representatividad dentro del núcleo de redactores y en el campo intelectual. No será lo mismo un artículo de un colaborador ocasional, expresión del espíritu amplio de la revista, que una “editorial de presentación”, un artículo firmado por el director o en nombre del grupo.


En suma, este tipo de análisis permite detectar los silencios y las sombras que se advierten en los principales conflictos que rodean la relación entre una revista y los sujetos sociales que la atraviesan, en el discurso de la publicación o en las actividades del grupo, que ésta permite disecar. Aunque los límites de este trabajo no nos permiten extendernos, es importante mencionar que el abordaje de las revistas desde esta perspectiva ha sido el resultado de la revisión y redefinición, por nuestra parte, de categorías tan centrales a los estudios culturales como “vanguardia” y “autonomía”. También hemos reflexionado acerca de los dilemas acerca de la “originalidad” de nuestros ismos. Conviene, finalmente, dejar sentado que el vanguardismo latinoamericano se caracterizó, justamente, por extender sus brazos a una comunicación estrecha con la vida, antes que por erigirse en “torre de marfil”. Y este rasgo no es circunstancial a la hora de definir a las revistas como pivotes del análisis de nuestra historia cultural.






Tomado de:

BEIGEL, Fernanda (2003): "Las revistas culturales como documentos de la historia latinoamericana" En: Revista Utopía y praxis latinoamericana, Vol. 8 n°20, enero-marzo de 2003, Universidad de Zulia, Maracaibo, Venezuela, pp. 105-115.


09 mayo 2021

Continuidades de la microhistoria. Justo Serna y Anaclet Pons


Carlo Guinzburg (1939)


Continuidades de la microhistoria


Justo Serna y Anaclet Pons


¿Qué es la microhistoria? El prefijo llama la atención. ¿Acaso lo micro alude a lo pequeño? ¿Quiere eso decir que los historiadores analizamos lo diminuto? En el caso de que así sea, ¿para qué estudiar lo escueto o lo escaso si lo grande tiene más consecuencias? Si nos trasladamos al siglo XVI, hemos de admitir que Lutero es más importante que un campesino oscuro de una región apartada de la península itálica. No hay comparación posible. Historiar significa investigar, el proceso de pesquisa que nos permite conocer lo que de entrada ignorábamos, algo sucedido, pero de lo que no sabíamos el proceso concreto o el resultado final. En realidad, cuando decimos microhistoria nos referimos a un análisis pormenorizado, exhaustivo, de lo más cercano o inmediato u obvio. Nos referimos a un estudio detenido de algo efectivamente pequeño pero que, por alguna razón, nos resulta relevante.


Si lo pensamos bien, los historiadores no sabemos gran cosa. Hay un sinfín de datos pretéritos que son decisivos y que jamás podremos acopiar o reunir. ¿Decisivos, para qué o para quién? Vayamos a lo fundamental. A los historiadores, como a los vecinos y coetáneos, nos preocupa el presente, lo que nos toca vivir. De hecho, nuestras investigaciones parten implícita o explícitamente de la actualidad, de aquello que nos concierne. Sin embargo, por convención admitimos que es el pasado lo que nos interesa, que son los hechos o procesos más o menos remotos aquello de lo que nos ocupamos. Y ciertamente nos ocupamos de acontecimientos ya concluidos, de actos humanos consumados. Pero si husmeamos en ese mundo desaparecido no es por evasión o huida, por escapismo. Si nos adentramos en etapas anteriores o en momentos que no hemos vivido es precisamente para contrastar lo que ahora vemos y no acabamos de entender, para comparar con lo ocurrido y ya terminado o que creemos ya terminado. En realidad, el pasado no pasa, no acaba de pasar, y sus consecuencias perduran, llegando hasta nosotros material o inmaterialmente.


Una parte importante de lo que hoy juzgamos actual y nuevo es resto o herencia, es efecto o defecto que aún nos condiciona, lo sepamos o no. Por eso, los historiadores cumplimos un papel benemérito: las investigaciones ayudan a entender el presente. Por las cargas remotas con que aún acarreamos, por la permanencia o por la duración de concepciones, hábitos, logros, pensamientos, afectos y artefactos. ¿Y gué estudiar del pasado que hoy nos pueda servir? Lo pretérito es un lugar inmenso, si se nos permite afirmarlo así. Vale decir, es un depósito inacabable de experiencias y vivencias con que comparar nuestras vidas. O, si se prefiere, un infinito de sedimentos en los que hacer prospecciones para extraer partes, pequeñas partes, o muestras.


Las muestras extraídas son poca cosa si las comparamos con lo experimentado por la humanidad. Por tanto, los historiadores siempre optan, seleccionan, resignándose a lo limitado. No hay más remedio que obrar así, con esa discriminación justificada. No hay historia global que exhume o ilumine la vastedad de lo vivido, pues carecemos de un punto ele vista omnisciente, sabelotodo. Todo no puede ser averiguado o dicho y de todo no hay resto o huella o documento o testimonio que permita ser mostrado, presentado, narrado y analizado. Por ello, la historia total, a la que buenamente aspiran los investigadores mejor dotados, siempre es parcial: el detalle conocido ele un conjunto inabordable o el fragmento de una totalidad cuyos límites, perfiles o extensión ignoramos o sólo sospechamos o conjeturamos. La historia mundial, continental, nacional, regional y local son opciones legítimas y nos sirven de manera diferente. Según el objeto que nos propongamos, así serán los resultados. En cualquier caso, esas opciones no son necesariamente alternativas o contradictorias, pues del contraste, de la comparación, surge el conocimiento, siempre provisional, pero fundamentado y justificado. 


La perspectiva microanalítica nace en las ciencias sociales por imitación a lo hecho en las ciencias experimentales. Aquello que puede averiguarse en laboratorio es resultado del examen exhaustivo de algo que quizá ni siquiera es perceptible a simple vista. Por ello, el microscopio agiganta lo que a ojos humanos es invisible. El resultado siempre sorprende. Lo que el objetivo de la lente permite agrandar había pasado inadvertido. Un microbio, una bacteria, etcétera, serán pequeños, incluso pequeñísimos, pero nadie en su sano juicio descartaría ese estudio por la escasez de su tamaño. El tamaño sí importa y esa minúscula cosa da vida y provoca enfermedades, la existencia corriente y las mutaciones de la materia. Los científicos sociales y los historiadores no trabajan con microscopios. Pero podemos tomar dicho artefacto, ese utensilio, como metáfora. Es decir, podemos ocuparnos de cosas pequeñas, prácticamente invisibles o presuntamente irrelevantes, pero debemos hacerlo para exhumar lo imperceptible o desconocido. De eso tan minúsculo habrá que sacar lección y consecuencias.


Ha cambiado el contexto y hemos cambiado nosotros. La microhistoria es ahora mucho más conocida que entonces y el lector ya está familiarizado con muchos de los elementos que entonces creímos que debían ser aclarados con precisión. Nosotros mismos tampoco necesitamos y a mostrar y demostrar con detalle unos argumentos que hoy se pueden dar por descontados. Somos conscientes del tiempo transcurrido y de los debates que han surgido en torno a esta con1ente, que ha tenido por supuesto altibajos. Pero nuestro propósito no es trazar esa evolución ni sopesar en qué medida continúa siendo relevante, sino exponer sus orígenes y su ulterior conceptualización. En cuanto a esto último, somos conscientes de los peligros que representa tomar El queso y los gusanos como referente para la microhistoria. Coincidimos con Ginzburg cuando señala, en conversación con Stéphane Dufoix, que éste fue un proyecto de un grupo de historiadores italianos que comenzaron a trabajar sobre la misma idea, pero cada uno por separado. En ese sentido, pues, resulta obvio imaginar una justificación retrospectiva, pero sin que podamos rotular todo lo que hizo el historiador italiano con el marchamo de la microhistoria. De ahí que nuestro volumen situara y sitúe el concepto al final, años después de que apareciera El queso y los gusanos.


Esta cuidadosa justificación retrospectiva afecta, por supuesto y en primer lugar, a ese libro de Ginzburg, en la medida que ya no se puede separar la microhistoria de aquella investigación, al igual que no se le puede nombrar a él sin que pensemos inmediatamente en su reconstrucción de la peripecia del molinero Menocchio. Aunque, a la vez, eso significa que Menocchio y El queso y los gusanos han cobrado autonomía y se han independizado. Volviendo sobre lo que esta obra ha supuesto para él, Ginzburg siempre muestra sentimientos encontrados. Acepta la influencia que ha tenido y es consciente de que Menocchio ha conseguido un lugar en la posteridad gracias a su libro, que es un héroe local en Montereale, su aldea natal, y que muchos lectores se han identificado con el molinero. Pero no está seguro de que eso signifique necesariamente que Menocchio baya sido oído o entendido correctamente. Y eso es porque al libro se lo han apropiado sus muchísimos lectores, que lo han usado para sus propios fines. Como le confiesa a Trygve Riiser Gundersen: «por extraño que pueda parecer, yo no estaba en absoluto preparado para eso. Lo que resultó particularmente irónico, habida cuenta de que el libro es precisamente un estudio de este tipo de procesos: la apropiación que hace Menocchio de los libros de otros, el poder del lector sobre el texto».


En todo caso, mantenemos la genealogía que entonces perfilábamos y, al hacerlo, confirmamos además no sólo la validez del recorrido trazado, sino también la de la propia microhistoria como tal, preservándola, en consecuencia, de algunas de las críticas recibidas. Por ejemplo, no compartimos literalmente la idea expuesta por David Arrnitage y Jo Guldi en su Manifiesto por la historia cuando dejan entrever que la microhistoria se decanta meramente por el estudio de "un episodio particular" y que sus practicantes, apostando por relatos casi costumbristas, serían «historiadores del pasado breve», en oposición a la longue durée que ellos detienden. Es cierto que ellos salvan de esa deriva a Cario Ginzburg y a Edoardo Grendi, pero no nos parece sensato decir de Natalie Davis o de Robert Darnton, así como de la recepción anglosajona en general, que produjeron una «escuela fundamentalista de la reducción de los horizontes temporales» que «abandonó en gran medida el gran relato o la ejemplificación moral» para entrarse en escalas temporales breves, un uso intensivo de los archivos y unos documentos extraños, mejor cuanto más oscuros fueran. 


Por otra parte, ya nos hemos manifestado en alguna ocasión sobre algunas de estas críticas, en particular las vertidas por Peter Burke en el prefacio de la segunda edición del volumen colectivo Formas de hacer historia. Allí nos advertía que la principal novedad, amén de algunos párrafos sobre investigaciones recientes, era el añadido de un apéndice informativo titulado «El debate de la microhistoria». En esa breve adición reconocía que dicha perspectiva historiográfica «no ha dejado de florecer en el sentido de que cada vez se publican más estudios sobre este género en diversos idiomas», obras que podrían clasificarse según tres tipos: las que toman como objeto de análisis comunidades o pueblos, que siguen siendo las más numerosas; los estudios sobre individuos olvidados; y, en fin, las centradas principalmente en familias. «Por fascinante que sea», añadía Burke, el lector estaría obligado en todo caso a preguntarse si esta profusión de estudios microhistóricos no habrá provocado ya cierto hartazgo si no se habrá agotado ya el rendimiento intelectual que esta perspectiva abrió en su momento. «Después de los pioneros», se preguntaba Burke, «¿no habrá llegado el momento de parar?».


En el fondo, la crítica que subyace es la misma. Tras los esfuerzos ele sus impulsores, la microhistoria se habría desvaído al difundirse y multiplicarse. Habría caído en el estudio de lo curioso y lo pintoresco y habría utilizado la etiqueta para dar cierta respetabilidad al producto. El reproche puede estar justificado para algunas obras, pero como amonestación genérica no tiene excesivo valor. Según destacó en diversas ocasiones el antropólogo Clifford Geertz, el estudio de un caso no es necesariamente algo sencillo ni el interés que despierta se debe sólo a la mera curiosidad. Además, puede ser un ejercicio de análisis que ayude a comprender otros casos distantes espacial o temporalmente. Tal como formuló en su célebre descripción densa, reducir la escala de observación para estudiar la conducta social permite apreciar acciones y significados que, de otro modo, son invisibles. Una vez agrandado el objeto, intentamos captar el sentido de los actos humanos y eso no es irrelevante, puesto que el comportamiento de cada individuo o las normas y vivencias de una pequeña comunidad son importantes en sí y traducen en el caso particular la lucha que cada uno de nosotros se plantea para vivir en una circunstancia determinada. ¿Para qué serviría, pues, un conocimiento profundo de un caso así?


La respuesta más inmediata que probablemente podríamos dar sería la de la representatividad: siempre que el caso se pueda generalizar o pueda servir de ilustración general, entonces su pertinencia estaría fuera de toda duda. Y, sin embargo, Geertz nos previno precisamente contra eso mismo: el conocimiento local no es averiguarlo todo de la aldea para no trascenderla, de modo que el resultado sólo interese a los lugareños; pero tampoco es tomarla como emblema, metáfora o espejo de una totalidad, de manera que la conclusión sólo confirme el proceso previamente conocido. En el fondo, quien obre al modo de Geertz averiguará muchas cosas sobre la conducta humana cuando la estudie entre los antepasados y ese saber le permitirá entender la cercanía y la distancia que de ellos tienen con respecto a nosotros o con respecto a nuestra cultura. Y, además, ese análisis incorpora un método, una forma de rescatar el significado de dichas acciones y una manera ele construir el objeto de estudio. Que los resultados sean inmediatamente generalizables o no, que pueda predicarse del objeto su representatividad, es algo posterior para el antropólogo.


En el caso de la historia, al tratar las acciones según una perspectiva diacrónica, la cuestión de la representatividad y de las consecuencias generalizables de los actos es más perentoria. De hecho, se suele descalificar a la microhistoria porque no ofrecería ejemplos o resultados significativos o representativos. Así, se dice que las prédicas de Menoccbio, el molinero de Carlo Ginzburg, no tienen un impacto remotamente comparable al de las ideas de Lutero; o que la literatura clandestina que estudia Robert Damton no puede situarse al mismo nivel que las páginas áureas de la Encydopédie. Por supuesto, respondería cualquier historiador sensato. Pero ¿quién decide que lo que sucedió en otra escala o a individuos sin relevancia especial es menos significativo?


Lo cierto es que, desde la perspectiva de una historia más tradicional, pueden causar alguna sorpresa. Como ha señalado John Lewis Gaddis en El paisaje de la historia «¿quién habría predicho que hoy estudiaríamos la Inquisición a través de la mirada de un molinero italiano del siglo XVI, la Francia prerrevolucionaria según la perspectiva de un obstinado sirviente chino, o los primeros años de la independencia norteamericana a partir de las experiencias de una comadrona inglesa?». Como Gaddis concluye, es el historiador quien selecciona lo que es importante, y no en menor grado que si se tratara de un relato sobre una célebre batalla o la vida de un conocido monarca. Es decir, que el caso de Menocchio y los otros ejemplos que cita el historiador los toma como perspectivas que de los grandes hechos o procesos tienen testigos menores, cuya versión o cuyo relato acaban siendo muy significativos, pues nos describen su posición en el tiempo y en el espacio y cómo vivieron y expelimentaron detetminacla circunstancia. 


Con ello se iluminan aspectos del pasado que, de otro modo, serían oscuros. Desde este punto ele vista, pues, la microhistoria continuaría viva a pesar de la defunción que sus practicantes italianos decretan a la altura de 1994. Es entonces cuando las disensiones en el grupo original y las diferencias de perspectiva les llevan a considerar acabada dicha experiencia. Sin embargo, el propio Carlo Ginzburg, el máximo referente de esta forma de hacer historia, ha reconsiderado esa posición en diversas ocasiones. Por ejemplo, en 2003, en el prefacio de un volumen mexicano en el que se recopilaba una parte de su obra, titulado Tentativas. En ese texto, el autor italiano recuerda cuál fue el origen de la microhistolia. A su entender, el impulso, el éxito, derivaba de una profunda clisis ele las ideologías, ele una crisis de la razón y de los metarrelatos, manifiesta ya a finales ele los años setenta. Pues bien, la vitalidad de la corriente se explicaría ahora por la persistencia de la situación histórica que condujo a aquella crisis. De ahí que indagar sobre el acontecimiento y sobre el individuo sean hoy, todavía, propuestas atractivas y significativas para los problemas que nos acucian. En efecto; dice Ginzburg, «después del l l de septiembre de 2001, este problema está más abierto que nunca».


El atentado contra las Tones Gemelas, que resulta tan llamativo, tan retransmitido, tan grave, es a la vez un ejemplo de la dificultad que encierra el acontecimiento, lo singular, el caso para el observador. Por eso, Carlo Ginzburg tituló ese libro mexicano con el rótulo de Tentativas. Como señalaba en la introducción, esa palabra deriva del latín templare, cuyo significado es el de tocar, palpar, es decir, rozar con levedad algo sin que se identifique del todo, simplemente porque no lo divisamos por entero. Así, "quien hace investigación es como una persona que se encuentra en una habitación oscura. Se mueve a tientas, choca con un objeto, realiza conjeturas: ¿de qué cosa se trata?, ¿de la esquina de una mesa, de una silla, o de una escultura abstracta?". Así pues, ¿en qué consiste el 11 ele septiembre?, ¿qué clase de acontecimiento es ése, cuál es el entero al que pertenece, merece ser estudiado como tal suceso o es sólo un episodio de una historia general?


Por tanto, dado que el contexto en el que surgió la microhistoria se mantiene o, incluso, es más evidente, parece lógico que dicha práctica (o «proyecto historiográfico» como lo calificaba Ginzburg retrospectivamente) siga rindiendo frutos. No obstante, quienes la cultivan o quienes la observan con interés admiten el riesgo que una historiografía audaz puede entrañar. Por eso mismo, el propio Ginzburg condicionaba su aceptación al cumplimiento de determinados requisitos. A su entender, en la auténtica microhistoria, la que él defiende, identificaremos un variado conjunto de elementos que son los que avalan su relevancia. En un libro que se rotule como tal, hallaremos la reflexión sobre lo particular, sobre el caso que examina; la conexión entre historia y morfología, es decir, el rastreo y la comparación de las formas culturales en sus distintos contextos apreciando sus semejanzas y parentescos; la oscilación entre lo micro y lo macro, la alternancia, pues, entre lo observado en primer plano y lo captado en otro general; la consciencia narrativa, esto es, la deliberación ele examinar narrando, de estudiar el caso relatando su avatar; el rechazo del escepticismo posmoderno, vale decir, el reparo básico a toda forma de relativismo epistemológico; y, en fin, la obsesión, añade Ginzburg literalmente, por la prueba, esto es, por el documento que remite al  pasado bajo determinadas condiciones.


No se trata tanto de discutir ahora la pertinencia de esos rasgos, sino de apreciar a qué responden. Ginzburg, y otros que como él continúan defendiendo esta práctica, constatan conscientemente dos cosas. Por un lado, la vitalidad que en las últimas décadas ha tenido el estudio de caso, el estudio de lo micro. Tanto es así que incluso se ha podido llevar hasta el extremo. En ese caso, si habrían tomado asuntos verdaderamente menores como objetos ele análisis y como fines en sí mismos. Por otro, han advertido los riesgos que esa pulverización entrañaba, a la vista de esa miríada de temas y de objetos que han proliferado entre tantos autores que se acogen al gusto por la curiosidad y al prestigio de la microhistoria o de la historia cultural. De ahí que se hayan establecido esas precauciones antes enumeradas para evitar la deriva en la irrelevancia, precauciones que son siempre una traslación de sus experiencias personales. De ese modo, no importa tanto lo que cada uno diga como el sentido que eso tiene. Y tampoco importa tanto el nombre que se le dé a esa práctica. Ginzburg hablaba de microhistoria, el antropólogo Clifford Geertz hablaba de miniaturas o de historia etnografiada y, en fin, Robert Darnton hablaba de retratos históricos, esas instantáneas que captan los movimientos de un individuo o individuos dentro de un marco, dentro de un campo que es el contexto del que da cuenta el investigador. En cualquier caso, sean microhistorias, miniaturas o retratos, las obras deberán ser relevantes por sus datos, por el conocimiento que proporcionan y por el saber al que deben aspirar.


Por tanto, la pregunta de Burke sobre la microhistoria, la de si no había llegado el momento de abandonarla, podemos responderla recuperando lo que en ella hay de valioso y cuestionando lo que consideramos fútil. En conclusión, una microhistoria mal entendida sería aquella que cultivara lo anecdótico, Jo pintoresco, lo periférico o lo extraño por sí mismos. Aquello que hace el pintoresquismo es convertir los objetos en incomparables de modo que sólo resultarán de interés a quienes busquen evasión o deseen saciar su curiosidad. El localismo, por su parte, describe realidades que sólo inquietan o atraen a quienes habitan en esa localidad y, por lo tanto, le amputa una dimensión general. Cosa bien distinta es cuando el microhistoriador adopta un lenguaje y un enfoque tales que le permiten presentar el objeto como una verdadera traducción, un abandono de la perspectiva localista o pintoresca. Es decir, la meta no debería ser sólo estudiar el caso, sino intentar analizar cómo los problemas generales que nos ocupan se dan y se viven de manera peculiar en un lugar y en un tiempo concretos. Ahora bien, eso no puede significar en modo alguno que lo particular sea sólo una manera de confirmar lo general, puesto que no es un reflejo pasivo de algo más vasto.


¿Qué es lo que hace interesante a un personaje histórico? ¿Las características que lo identifican con su comunidad o, por el contrario, una personalidad y unos actos peculiares que lo distinguen más allá de lo que comparte con sus contemporáneos? Desde esa perspectiva, un error posible en toda reconstrucción microhistórica es presentar al personaje como un ser extraño, intraducible a las categorías del conjunto. Pero también lo sería si lo hiciéramos depender por completo de su tiempo, como si su existencia fuera un espejo en el que observar sin más la sociedad en la que vivió, como si sus acciones no fueran distintas en nada de las que llevaron a cabo sus amigos, sus parientes, sus cercanos. ¿Qué es, por ejemplo, lo que nos atrae del falso Martín Guerre, de Natalie Zemon Davis? Desde luego, no el hecho de que fuera un campesino típico y, por tanto, intercambiable por otros de su aldea, sino la forma en que vivió, el modo en que interpretó personalmente ese mundo que le rodeaba, la manera en que suplantó la personalidad del ausente y se integró en la localidad con el fin de emboscarse. Cuando a un individuo lo tomamos como muestra representativa nos arriesgamos a despersonalizarlo, a arrancarle la peculiaridad que lo hace significativo considerando su ejemplo sólo por lo que de más general encierre. Y ése no es el caso de las mejores obras de microhistoria.


No importa ya. Tal como indica el propio Ginzburg en el texto que cierra este volumen, "las etiquelas no me interesan, pero el impulso que ha generado la microhistoria, sí". Es éste un impulso ligado fundamentalmente a «la reducción de la escala de observación (no del objeto de investigación; que quede claro)», lo cual a su juicio continúa siendo «un valioso instrumento cognoscitivo». Y lo es a pesar incluso del éxito de su aparente opuesto, el de la historia global. Para Cario Ginzburg, en un mundo globalizado aún hay lugar para la microhistoria, no sólo como opción analítica. Desde una perspectiva política nos ayudaría a derrbar jerarquías políticas e historiográficas. Su propia difusión y sus mismos practicantes así lo demuestran. Tras su recepción en los principales países Europa y en los Estados Unidos, la microhistoria ha cuajado en  las semi periferias o directamente en la periferia historiográfica. Conversando sobre el particular con Ivan Jablonka, Ginzburg afirmaba ver en ello un elemento geopolítico, pues «hoy en día existe toda una red de historiadores vinculados a la microhistoria, que creo que está dirigida por un historiador islandés y un historiador húngaro. Países supuestamente 'marginales', en relación con la gran Historia, pueden aprovechar la microhistoria como un proyecto en el que prevalece el lado analítico». 







Tomado de: 

SERNA, Justo Y PONS, Anaclet (2019): Microhistoria. las narraciones de Carlo Guinzburg, Granada, Ed. Comare, pp.1-9.


27 abril 2021

Nuevas formas de leer. Jacobo Zanella



 

Nuevas formas de leer


Jacobo Zanella


Se edita para hacer legible el mundo. Hay revistas extraordinarias que lo hacen, y de esa manera permiten la comprensión de un momento actual de maneras no previstas: modifican nuestra percepción de los sucesos y las cosas. Seleccionan un aspecto del presente con intenciones muy particulares y lo presentan con una forma distintiva: una reacción o un antídoto al mundo tal cual es; una manera de establecer un diálogo con él –un diálogo propuesto por un editor, que nos hace ver las cosas desde una perspectiva en esencia personal. En su encuentro y lectura se produce una respuesta estética: el asombro.


En una serie de cinco artículos sobre la edición contemporánea en revistas –publicaciones sobresalientes en su proceso editorial o con características distintivas e inesperadas– encontré que su esencia no está en la revista misma, sino que fue desarrollada y probada años o décadas antes de que existiera, y que sigue hablando hoy en el objeto impreso. Las revistas seleccionadas, actualmente en circulación –Apartamento, Harper’s Magazine, Lapham’s Quarterly, The Happy Reader y The Week–, muestran solo cinco formas de un infinito de posibilidades (me he quedado con muchos deseos de ensayar también sobre Cook’s Illustrated y Magazine B). Hay tantas formas –o debería de haber tantas– como editores, aunque en la práctica son más bien hallazgos raros. Entrevisté a sus editores para hablar, más que de la revista actual y sus contenidos, de su concepción editorial y del proceso de pasar sus ideas al papel. Son publicaciones que he leído por años, algunas desde el primer número, pero lo que me interesaba transmitir no era tanto esa historia ni la experiencia personal, sino su forma particular de mostrar y desarrollar un concepto. De alguna manera leo en ellas más su trabajo editorial que sus textos.


La definición generalizada de revista no es muy sofisticada. Hasta los artículos en revistas que hablan sobre revistas tienden a ser predecibles y descriptivos, sin explorar más allá del recuento histórico, las anécdotas o los factores externos, generalmente políticos, que las rodean. También porque hay muy pocas publicaciones que realmente provengan de una concepción interior, autoral, de trabajo previo con la forma y la estructura. Las que lo hacen son excepciones, y muchas quedan fuera de nuestro alcance. Es evidente la falta de imaginación: pasar de un editor que selecciona autores que le gustan o le convienen (unidos por un lema o una temática) a entender la ontología del medio, sus territorios, límites y posibilidades. Encontré, a lo largo de la serie, tres valores destacables:


El editor inventa algo: una forma.


Hay profesiones que se desarrollan a través de tareas mecánicas: tienen que ver con un “saber genérico”, que en teoría cualquiera puede aprender y realizar. En el otro extremo encontraríamos la mente del artista. Por ahí, entre la técnica y el arte, encontramos al editor, que hace algo que no tiene que ver exactamente con saberes, sino con un proceso de invención e improbabilidad que nadie más podría lograr. Aunque alguien lo intentara, un cambio imperceptible en la concepción (punto de inicio) arrojaría un resultado radicalmente distinto en la lectura (punto de llegada).


¿Qué es eso que inventa el editor de revistas? Una forma: es decir, una especie de lienzo, un contenedor; una serie de reglas en donde su idea puede vertirse, no importa si es simple o extravagante. La revista presenta contenidos, pero antes de eso hay una claridad intelectual y emocional: una forma que nace de una intención narrativa que precede al texto, y que no es social, sino personal. Cada editor y revista (teóricamente) inauguran una forma, pues no hay dos editores o revistas iguales. (Pensemos en ella como el ejercicio de imaginar una habitación: dimensiones, materiales, iluminación, temperatura, orientación, altitud, latitud, habitantes, instalaciones, mobiliario, uso, es decir, el reconocimiento y la creación de una atmósfera. Y hay que tener en cuenta todo aquello, definirlo, antes de trazar los planos que después harán posible su construcción.) ¿Qué forma tienen las revistas de esta serie? Intentaré reducirlo aquí de manera muy esquemática. The Happy Reader: dos mitades unidas por los libros: una completa y una fragmentada; una contemporánea y otra retrospectiva. Lapham’s Quarterly: cientos de objetos encontrados en el tiempo y en el espacio que se unen como hipótesis de una mente histórica. The Week: miles de fragmentos publicados previamente en otros medios, combinados para contrastar ideologías en el mismo párrafo. Harper’s Magazine: secciones introductorias que sirven para dar contexto no solo al resto de la revista, sino al momento de lectura. Apartamento: mosaico irregular de entrevistas largas y piezas breves que encajan entre sí de maneras no previstas. Cualquiera puede dibujar esquemas de estas estructuras con la mayor simpleza posible, y eso ya es una señal de acierto.


Es en la mezcla de forma, contenido y producción que aparece la genialidad y calidez de estos títulos. ¿Pero de dónde vienen o cómo se inventan esas formas? Las precede un concepto vago, un chispazo en la mente del editor que explota como un big bang. La exploración y la formalización de esa explosión se convierte en forma, que deviene contenido en la revista, pues modifica la lectura. Leemos un artículo y al mismo tiempo leemos el contenedor que lo aloja –acabado, circular, propio–: una estructura que simboliza el pensamiento que lo creó –y no un lugar común, no una frase hecha. El editor tiene que inventar esa estructura para decir lo que tiene que decir de la manera en que quiere decirlo. Habla, al igual que los autores, pero sin usar una palabra. Esa forma sólida y atractiva genera un interés por la exploración de la revista y su lectura: el equivalente a una trama irresistible en una novela. Más que su acervo, es esa invención lo que hace específicas a ciertas publicaciones: un todo reconocible –lo mismo que una persona, un amigo, hecho de idiosincrasias y contradicciones, y sin embargo auténtico. Podríamos llamarlas revistas de autor, pues sus procesos solo funcionan en ellas.


 La edición como ejercicio de la imaginación.


La imaginación puede liberarnos de una ideología particular. Ver todo con la lente ideológica es quizás inevitable, pero su exceso reduce la visión del mundo al ojo de una aguja. No puede ser lo que dicte la forma en que leemos el tiempo: lo empobrece. Es como reducir toda nuestra vida a la economía. El pensamiento libre va mucho más allá, y la edición de una revista es un medio idóneo para expandir la imaginación de un lector, al mismo tiempo que puede ser un instrumento para otorgar placer –intelectual o no– de otras maneras. Cuando la estructura misma de la revista es solo ideología, está ignorando las posibilidades del medio, lo reduce y empobrece: satisface una oportunidad compleja a través de una respuesta básica.


Es común encontrarse con ciertos anhelos que rondan “la idea” de una revista: responder a su tiempo, a su espacio, a las características particulares que la circundan. Pero eso –si solamente es eso– resulta en publicaciones predecibles, mecánicas, por llamarlas de alguna manera, que en el fondo no están ganando ningún territorio extra. Antes de eso, la revista debería responder a su autor-editor, capaz de imaginar un ejercicio nuevo. Y esto no supone un esfuerzo para él; solo es un despliegue de carácter. No importa lo bien que la conozcamos, cada edición nos sorprende como la primera: tiene algo de infancia –de magia– y algo de adolescencia –de inesperado–; además, claro, de madurez –solidez y consistencia en el conjunto.


El editor crea conexiones.


La mente del editor funciona como un algoritmo. Quizá es un algoritmo deseable, por inesperado; o promedio, por repetitivo. Asociamos la palabra algoritmo con tendencias, con una inteligencia destilada del usuario, que da preferencia y visibilidad a lo viral y que desea generar una adicción. Admiro cómo la mente de cierto editor parece explorar otras cosas, introducir temas y tratamientos que no eran para nada lógicos o previsibles, pero que una vez que se materializan hacen sentido de una manera misteriosa con lo que estamos leyendo –o quisiéramos leer– en ese momento. El pensamiento algorítmico analiza todo lo que hay en un universo, relaciona entre sí todos los elementos de maneras muy particulares y al final arroja un resultado. Hay un editor que no es parte de ese proceso, solo lo observa e intenta encauzarlo. Pero hay otro que puede crear ese universo: propicia sinapsis y genera conexiones que nadie más vería. La expresión de esos hallazgos y formas de pensar es permitido –o generado– por una forma (un antes), no por sus contenidos (un después), y supone un avance, por mínimo que sea, hacia una nueva epistemología, que puede ser también una salida del mundo.


Se crea entonces un tejido nuevo, una red de contenidos y lectores en una proporción antes inexistente. Su importancia no reside en reconocerlo, sino en las posibilidades. En una revista así, el texto (palabra o imagen) tiene más sentido dentro de sus páginas (acompañado de otros textos) que fuera de ellas. La edición habla por encima de las partes –que tendrían menor valor o legibilidad si no estuvieran unidas de esa manera, con esa intención editorial; es decir, que parecen compartir una misión, como si hubieran sido escritas para estar ahí. Si una de esas partes desapareciera, ¿se sentiría su falta o podría ser reemplazada?, ¿perdería algo de sentido fuera del contexto para el que fue escrita? Parecen cuestiones sutiles, pero creo que eso es lo que hace un editor, un personaje oculto que equilibra, de manera inseparable, la forma y su contenido. Así, la revista de autor se relaciona con el libro o la película: es más una unidad superior que una suma de fragmentos: el todo es más que la sumatoria de las partes: el autor y el editor desaparecen pero la edición que los sostiene permanece.


El internet y las pantallas forman parte de un medio demasiado primitivo (¿aún?) para poder contener y replicar la experiencia de los tres valores anteriores (invención de nuevas formas, ejercicios de la imaginación, creación de conexiones). En una revista total, sus fragmentos funcionan como hipótesis (editoriales) comprobadas en el objeto mismo, imposibles de aislar. Esto es fácilmente demostrable: las características esenciales de las cinco revistas mencionadas al inicio no pueden representarse en una pantalla, pues carece de las posibilidades para contenerlas. Las versiones “digitales” de esas revistas las despojan de los valores mismos que les otorgan su carácter único. Y es que la disposición visual es parte fundamental de la invención editorial –solo un facsímil podría resolverlo–: en ellas, lo lineal y dactilar siguen siendo tecnologías superiores.


La revista entonces no es solamente variedad; no es lo que gusta o disgusta a un editor: es lo que puede imaginar y transmitir en un tabloide horizontal que se despliega en papel frente a los ojos. Internet aloja con facilidad todos los textos, desde nuestra lectura más memorable hasta los relámpagos textuales que alimentan los medios a diario (las condiciones tipográficas se han resuelto favorablemente y son cada vez mejores). Pero la revista de un editor, en donde cada elemento está unido y relacionado, ya desde la forma, se estructura en llamadas y conexiones internas, en la autorreferencialidad textual, reforzando la idea del todo, la incursión por la mente del editor, mientras que en una publicación digital, por su naturaleza efímera y multiuso, estas tienden hacia afuera, hacia una excursión fuera de la intención inicial, fragmentando la posible unidad, que de cualquier manera nunca fue mostrada.


Una forma original (es decir, personal) con contenido genérico resulta en una publicación esnob, mediocre, aburrida. Cuando lo opuesto sucede –un gran contenido colocado en una forma genérica; un texto detrás de otro– la publicación es poco atractiva. Muchas de las revistas que leemos entran en esta categoría, en donde la publicación se reduce a soporte, más informativo o pasivo que imaginativo; quizá sea una buena compilación o antología, pero no una revista: no ha entendido ni aprovechado el medio; su falta de interés elimina la posibilidad de una experiencia estética compleja.


Es por medio de esa experiencia bien resuelta, de una voz fuerte y peculiar, que aparece una emoción editorial en el lector. El editor hace un esfuerzo por alterar nuestra concepción previa de la realidad. En el proceso de esa invención, en ese choque de forma y contenido se libera una energía: del interior del mundo sale algo que no pudimos haber conocido por cuenta propia, y que la mirada del editor, que llegará a ser cada vez más la nuestra, nos permite ver, pensar y leer.














Tomado de:

ZANELLA, Jacobo (2021): "La invención de nuevas formas de leer". En: Revista Letras Libres n° 235, abril de 2021.

23 abril 2021

Gustavo y Julia. Joan Estruch Tobella



 Gustavo y Julia 


Joan Estruch Tobella


Los biógrafos han coincidido en que Gustavo y Julia se conocieron en las tertulias y conciertos organizados por los Espín. Es probable que Gustavo fuera presentado a don Joaquín por Ramón Rodríguez Correa, que era amigo del músico. Sabemos que en el verano de 1858, cuando se inició la relación entre Gustavo y Julia, don Joaquín organizaba «para sus amigos» conciertos todos los viernes. Pero resulta curioso que las crónicas periodísticas no mencionen si se celebraban en su casa o en algún otro local . Quizá no se quería mencionar la calle, a causa de su mala fama. «Para sus amigos» sugiere pocas personas, a diferencia de los eventos organizados por el Círculo Filarmónico. Así pues, es posible que la casa de la calle de la Justa fuera el escenario de las relaciones entre Gustavo y Julia. Pero no en un contexto de elegantes soirées, sino de reuniones de pocas personas, en las se darían algunas interpretaciones musicales de pequeño formato.


Además de posibles motivaciones sentimentales o musicales, es probable que Bécquer asistiera a esas reuniones con la intención de relacionarse con personas influyentes en al ámbito teatral y musical. En apariencia, don Joaquín era la persona indicada para ayudarle a entrar en el mundo de la zarzuela. Pero, como hemos visto, a pesar de estar muy bien relacionado, cosechó reiterados fracasos y apenas pudo estrenar sus propias obras. De ahí que, para Bécquer y los jóvenes escritores en general, Espín no era un buen aval para estrenar alguna obra. Así lo demuestra El talismán, la zarzuela inacabada que el músico estuvo componiendo con libreto de Bécquer y García Luna, hacia 1860. No es, desde luego, ningún modelo de ópera nacional, alternativa a la italiana. Está ambientada en la corte de Versalles y en nada se distingue de las demás zarzuelas que estrenaron Bécquer y sus amigos. Se han publicado fragmentos autógrafos de esta obra, que quedó sin acabar por razones desconocidas, coincidiendo con que Bécquer dejó de asistir a las tertulias de los Espín. Pero lo que se ha conservado es suficiente para acreditar que don Joaquín, al brindarse a colaborar con jóvenes escritores, demostraba o bien que era muy generoso, o bien que aprovechaba cualquier ocasión para estrenar. 


Abordaremos ahora la cuestión de qué clase de relación fue la que hubo entre Gustavo y Julia. Los testimonios de los contemporáneos son en general muy negativos para Julia, pero también, como veremos, para la otra aspirante a musa del poeta, su esposa, Casta Esteban. En efecto, Eduardo del Palacio, basándose en el testimonio de su padre, Manuel del Palacio, corrige la romántica escenificación de Nombela y afirma que Bécquer conoció y trató a la «altiva y desdeñosa» Julia. Pero añade que, debido al carácter apocado del poeta, «jamás llegó a declararle sus sentires secretos ni casi a hablar en las reuniones musicales que celebraban los padres de ella en su casa» .


El periodista y novelista Emilio Gutiérrez Gamero (1844-1936), que sería vecino de Gustavo en la Quinta del Espíritu Santo, conoció a Julia, a la que describe como «una mujer alta, esbeltísima, algo pálida, rostro perfecto y cierto aire de languidez sentimental que le sentaba como hecho a su medida». Y refuerza la versión de Nombela, que, como hemos visto, niega que Gustavo y Julia «hubieran cruzado la palabra». Otro de los testimonios es el del escritor Eusebio Blasco. En sus memorias traza un duro retrato de Julia. La describe como una mujer vulgar e ignorante, aunque hermosa, a la que Bécquer idealizaba sin motivo. A diferencia de Palacio, afirma que entre Gustavo y Julia existió una relación en la que el amor de él no fue correspondido por ella: [...] el poeta estuvo ciegamente enamorado de una hermosura que no debo nombrar, porque existe todavía y tiene ya legal y legítimo dueño. Muy hermosa criatura. Un admirable busto, pero mujer tal vez incapaz de comprender las delicadezas del hombre que quiso vivir para ella. A él no le importaba; sabía que era ignorante, vulgar, prosaica... ¡pero es tan hermosa!. 


Formuladas cuando Julia todavía vivía, es seguro que estas duras críticas llegarían a los oídos de ella. Pero Julia optó por mantener un discreto silencio, sin contradecirlas o matizarlas, a pesar de que contribuían a difundir una mala imagen que la perseguía y que crecía a medida que la poesía de Gustavo se hacía más y más famosa. Sin embargo, hay que admitir que la versión de Blasco, aunque muy malévola, se acerca más a la verdad que la de Nombela.


Los álbumes de Julia.


De la relación entre Gustavo y Julia no han llegado cartas hasta nosotros.Solo disponemos de varios textos autógrafos, insertos en los álbumes de Julia. Son, pues, la prueba material de esa relación, de la que se ha escrito mucho y con escaso fundamento. Los álbumes abarcan un periodo temporal bastante extenso: de 1858 a 1868, aunque fueron utilizados especialmente en 1862. De ellos se deduce que el periodo en que Gustavo y Julia se relacionaron se situaría entre 1858 y 1860.


Son dos, están depositados en la Biblioteca Nacional y se pueden consultar en línea. El primero está encuadernado en piel roja. En la parte superior izquierda de la portada figura: «Julia». Contiene dibujos, a lápiz y a tinta. El segundo álbum está encuadernado en piel negra, con adornos dorados. Solo figura: «Julia Espín». Al comenzar a examinar el primero, encontramos un epígrafe en italiano, que previene acerca de los peligros del amor:


Infelice il cuor che fida

nel sorriso dell’amor;

brilla e muor qual luce infida

che smarrisce il viator.


El poema está firmado por «G.E.» (Giulia Espín). Es un conocido fragmento de la ópera La extranjera (1829), música de Vincenzo Bellini y libreto de Felice Romani. Julia cita de memoria, pero se equivoca: no es «infelice», sino «sventurato». Es significativo que hubiera escogido estos versos como epígrafe de su álbum. Vienen a ser una declaración, entre burlas y veras, de alguien que no quiere que el juego amoroso vaya en serio. Esta opción era coherente con su proyecto de llegar a ser una prima donna, lo que resultaba incompatible con una vida familiar estándar. Resulta curioso que, casi al mismo tiempo que ella ponía estos versos al comienzo de su álbum, Bécquer publicaba su rima 72: «Te vi un punto y flotando ante mis ojos...» en una revista femenina. En la rima también encontramos la idea de que el amor está lleno de peligros, como los «fuegos fatuos que en la noche / llevan al caminante a perecer». Pero, para Bécquer, los peligros del amor no pueden ser una excusa para renunciar a una pasión irrefrenable, aunque arrastre al enamorado a la perdición. Tanto el epígrafe de Julia como la rima de Bécquer son un buen ejemplo de lo que se ha denominado «poesía de salón». Los caballeros insertaban dibujos o escribían galanterías, supuestamente sinceras y personalizadas, en los álbumes de las damas de la tertulia y, en especial en el de la anfitriona. En un artículo de 1863 Bécquer traza un fino retrato del prototipo de «la mujer a la moda», que reina en los salones en los que se practica «ese amor galante, sin consecuencia». Y en su relato «Un boceto del natural», también publicado en 1863, describe con irónica acidez la moda de los álbumes:


En aquel álbum, y entre un diluvio de muñecos deplorables y de versos de pacotilla, vi algunas hojas en las cuales las amigas del colegio de Elena, como para dejarle un recuerdo, habían escrito sus nombres, estas al pie de una mala redondilla, aquellas debajo de tres o cuatro renglones de mediana prosa, en que ponderaban su amistad y la hermosura de la dueña del álbum.


En efecto, esos poemas poco tenían de originales, ni en sus temas ni en sus técnicas formales. Como en la poesía trovadoresca, petrarquista o rococó, el amor es un motivo literario, un tema convencional, que nadie consideraba auténtico. Por eso podía ser tratado sin problemas por poetas eclesiásticos. Sirva de ejemplo Francisco Rodríguez Zapata, el circunspecto canónigo y maestro de Bécquer en Sevilla. En un poema titulado «A Rosana», sigue las pautas habituales: elogio de la belleza de la dama («cándida azucena») y al final, tópica manifestación de amor («[...] al fuego ardiente que tu amor inspira»). Por eso no hemos de tomarnos muy en serio el poema de circunstancias escrito por J. Castro en Milán, el cuatro de diciembre de 1867, con ocasión de la partida de Julia a Palermo:


Eres, Julia, bella entre las bellas [...]

Yo te adoro con frenético cariño,

y hasta que tú no vuelvas, Julia amada,

se encontrará mi alma atormentada

llorando noche y día como un niño.


Los álbumes eran casi públicos, nada tenían que ver con la privacidad de los diarios íntimos. Lujosamente encuadernados, se colocaban en un lugar destacado del salón, y eran exhibidos como testimonio de que la familia se relacionaba con personajes ilustres y famosos, que en el álbum habían dejado un recuerdo de su visita: un breve poema, un dibujo, un fragmento de una partitura... El auge de los álbumes fue remitiendo, y hacia 1867 se consideraba que ya no estaban de moda.


Estando todo tan pautado, lo que diferenciaba un álbum de otro era el prestigio social de los colaboradores, que las damas se disputaban. Por eso llama la atención que en los álbumes de Julia no haya firmas de prestigio. En ellos encontramos, entre los más conocidos, a: la poeta María Pilar Sinués y su esposo José Marco, escritor que había dirigido La España musical y literaria; el escritor y periodista Agustín Bonnat; el escritor, periodista y dramaturgo Luis Pino; José Márquez del Prado, autor de algunos libros y opúsculos sobre temas de política internacional, y de una Historia de Ceuta; el joven abogado José Peralta; el escritor Florencio Moreno Godino, que a mediados de 1853 había estrenado su primera obra, Luchas de amor y deber y que en 1866 publicaría una parodia de la rima 60, con el título de «Tú y yo»; Salvador Granés, poeta y autor de zarzuelas, como Chanzas reales , etc.


El tertuliano más prestigioso era el novelista granadino Pedro Antonio de Alarcón, pero en aquella época solo había publicado El final de Norma (1855), que curiosamente está protagonizada por una cantante de ópera. El novelista granadino dejó en el álbum un breve poema, «A Julia»: 


Tienes los ojos negros,

ojos de luto;

mi corazón lo lleva

desde que es tuyo,

pero tu alma

llevará siempre el luto

de una esperanza.


El poema de Alarcón refuerza el dato de que Julia tenía los ojos negros, no azules, como a veces se ha afirmado. También podemos mencionar al escritor gallego Manuel Murguía (1833-1923), casado con la poeta Rosalía de Castro. Su contribución no se distingue por su originalidad: 


Si de sus negros ojos la mirada

húmeda, transparente y amorosa

por las negras pestañas mal velada....


En resumen, tratándose de álbumes de una cantante de nivel internacional, delimitan un marco de relaciones bastante reducido y mediocre. Predominan los jóvenes escritores que se hallaban al inicio de su carrera. En el futuro, casi todos ellos serán autores de segunda fila. Si los álbumes de Julia son, en parte, reflejo de las reuniones de los Espín en su casa de Madrid, resulta extraño que un músico tan bien relacionado con los ambientes de la corte no acogiera a figuras socialmente más prestigiosas. Es posible que ello se debiera a los problemas ambientales y logísticos de su vivienda.


Veamos el contenido de los dos álbumes de Julia, deteniéndonos en los aspectos más relacionados con Bécquer. El primero, de cubierta de cuero rojo, consta de 58 hojas, con dibujos a lápiz de Gustavo, inspirados en diversas óperas de Donizetti, Lucia de Lammermoor y La hija del regimiento . En varias aparecen diablos y diablesas, en actitud de tentar a las personas. También hay otras con dibujos que aluden a la guerra de Marruecos, lo que nos permite fecharlos entre 1859 y 1860. La más sorprendente es la hoja 57, en la que aparece un texto cifrado. Al descodificarlo, aparece una versión primitiva de la rima 37, «Sabe, si alguna vez tus labios rojos [...]». Además, está firmada con unos signos que se leen MOI («yo», en francés). Se trata de otro galante juego de salón, al que no hay que dar mayor trascendencia. Si fuera una verdadera declaración de amor, no se escribiría en un álbum al alcance de todas las miradas, por más que usara un código de fácil lectura.


El segundo álbum tiene cubierta de cuero negro. Consta de 106 hojas. Su ordenación es bastante peculiar. Las hojas 1-81 contienen poemas y dibujos de diversos tertulianos. Entre la 80 y la 86 está una serie de dibujos de Gustavo titulada Les morts pour rire, que comentaremos seguidamente. Y entre la hoja 87 y la 106 vuelven a aparecer poemas y dibujos de autores diversos.


Les morts pour rire tiene como subtítulo Bizarreries dediées à mademoiselle Julie, par G.A. Becker . La grafía «Becker» es de puño y letra de Gustavo. No se trata, pues, de una errata, sino de una decisión del poeta, seguramente para que su apellido resultara más exótico y original. Los dibujos extravagantes (bizarreries) están protagonizados por esqueletos que se mueven como si estuvieran vivos: juegan con una calavera como pelota, meriendan, celebran torneos y corridas con esqueletos de toro y caballos, etc. Se trata, pues, de un mundo de muertos vivos, una versión esperpéntica de la vida social convencional. Quizá Gustavo se inspiró en algunas publicaciones francesas. La expresión «pour rire» se usaba en especial para referirse a una pieza teatral cómica. En París había habido un semanario titulado Journal pour rire (1848-1855), basado en caricaturas políticas que recuerdan las que en España publicará el semanario Gil Blas . La expresión se usaba bastante a menudo en la prensa española. Así, por ejemplo, en El Contemporáneo, en artículos no firmados, que podrían ser de Bécquer, encontramos sátiras a la Unión Liberal: «ministerio pour rire», «liberalismo pour rire» , «estadistas pour rire» , etc.


Frente al convencionalismo del álbum en su conjunto, los dibujos de Les morts pour rire son originales y sorprendentes. Nos muestran una faceta privada, un juego al parecer reservado a Gustavo y Julia, y de difícil interpretación para los demás. Quizá se tratara de esbozos para una ópera fantasiosa y grotesca. O es posible que se relacione con uno de los proyectos literarios de Bécquer, titulado La vida de los muertos, clasificada como «fantasía», dentro del apartado de los «caprichos» . De tema y estilo muy distinto son dos dibujos de Valeriano Bécquer, que representan sendos rostros de Cristo y de Dios Padre, en un estilo muy clásico y académico. 


Estos dibujos de Valeriano parecen indicar que el pintor también asistía a la tertulia de los Espín, no sabemos con qué frecuencia. En cualquier caso, el tema religioso y el estilo académico hacen que los dos dibujos desentonen del contenido ligero e intrascendente del resto del álbum. La contribución más importante de Bécquer se encuentra en el segundo álbum, hoja 87. Es una versión autógrafa y firmada de la rima 43, «Si al mecer las azules campanillas [...]». Está explícitamente dedicada a Julia, aunque, cuando Gustavo la publicó años después, en 1866, suprimió la dedicatoria. Esta rima es el testimonio definitivo de hasta qué punto fueron convencionales las relaciones entre Gustavo y Julia. 


El segundo álbum de Julia se cierra con un poema de un viejo conocido, Narciso Campillo. Se titula «Tú y yo», y es una versión paródica de la rima 60 de Bécquer, una de las más imitadas. El poema de Campillo no está fechado, pero debió de ser escrito no muy lejos de octubre de 1860, cuando Bécquer publicó esa rima en el Álbum de señoritas y Correo de la moda . Las dos primeras estrofas del poema de Narciso dicen así: 


Al mirar un semblante donde brillan

afable gracia y lánguida hermosura,

al mirar unos ojos do fulgura

mágica luz;

que nadie ignore el nombre de la dama,

nadie pregunte: «¿Quién será esta bella?»

Esa del cielo desprendida estrella,

esa eres tú.

Mas al ver una cara de vinagre

que aun dándola de balde siempre es cara,

ojos de loco llenos de una rara

diabólica expresión;

nadie tampoco en su interior pregunte:

«¿De quién será ese aspecto triste y fiero?»

Pues es de un apreciable caballero,

y ese soy yo [...].


Con lo de esta «cara de vinagre que siempre es cara» Narciso demuestra su gran afición a los chascarrillos y ocurrencias. Pero no se limita a insertar esta versión paródica de la rima becqueriana, sino que añade una cuarteta similar a la que se utilizaba en las representaciones teatrales para indicar el final y estimular el aplauso del público: 


Como todo en este mundo

lo bueno y lo malo acaba,

aquí este álbum termina;

perdonad sus muchas faltas.


Campillo asume, pues, un papel que va más allá del de colaborador puntual. Al cerrar el álbum, se convierte en una especie de secretario, de amigo íntimo de Julia. Cabe preguntarse por la asiduidad y el sentido de la participación de Campillo en las tertulias. ¿Qué hacía en Madrid, hacia 1860? Como hemos visto, al poco de llegar a la capital había enfermado y regresado a Sevilla con su madre. Pero quizá estuvo en Madrid una temporada y se convirtió en un asiduo de las tertulias de los Espín. ¿Coincidió en ellas con Gustavo? ¿Hubo entre Gustavo y Narciso algún tipo de rivalidad por Julia? ¿Publicó Narciso en el álbum de Julia su versión de la rima habiéndolo comentado previamente con Gustavo? No podemos contestar estas preguntas, pero sí constatar que la participación de Narciso en las tertulias de los Espín es otra manifestación del distanciamiento entre Gustavo y Narciso en todos los ámbitos. Limitándonos al terreno poético, 


Gustavo estaba superando la estética de la escuela sevillana. Precisamente la rima 60 indicaba un estilo nuevo, original, superador de los tópicos de esa escuela. Recordemos tan solo el comienzo del poema, claramente superior a la parodia de Campillo:


Cendal flotante de leve bruma,

rizada cinta de blanca espuma,

rumor sonoro

de arpa de oro,

beso del aura, onda de luz,

eso eres tú [...].


¿Hemos de considerar los dos poemas y los dibujos de Gustavo en el álbum de Julia como expresión de su mutuo amor o de la soterrada atracción que él sentía por ella? En principio, hay que reiterar que las galanterías de los álbumes no eran verdaderas expresiones de amor. Tal como plantea Jesús Rubio, «conviene no precipitarse sacando demasiadas conclusiones identificando el poema con una declaración amorosa «formal». Las declaraciones amorosas auténticas utilizaban vías mucho más privadas, de las que la historia de la literatura nos ha mostrado sobrados ejemplos. Así pues, situadas en su contexto, las colaboraciones de Bécquer en los álbumes de Julia nada certifican respecto a si Gustavo se enamoró de Julia y la convirtió en musa de las Rimas . Supongamos que se hubiera enamorado de Julia. En aquella época, en que toda relación amorosa honesta había de desembocar en el matrimonio, ¿era Bécquer un buen candidato para Julia? A los veinticuatro años, Gustavo se encontraba en un momento decisivo de su vida. Tras haber superado una grave enfermedad, había dirigido el ambicioso proyecto de la Historia de los templos de España . Comenzaba a abrirse paso en el teatro con comedias y zarzuelas de bastante éxito, mucho más, desde luego, que el que obtenían las zarzuelas de don Joaquín. Y, sobre todo, en 1860 había entrado como redactor en el diario El Contemporáneo .


En fin, había superado las miserias de la vida bohemia y en poco tiempo se había convertido en un escritor con un brillante porvenir. Pero todavía no tenía una posición sólida, ya que una parte de sus ingresos dependía de los vaivenes de la vida política. No era, pues, un «buen partido» que pudiera aspirar a casarse con Julia Espín. Pero Julia no solo era inalcanzable para él por razones económicas, sino también porque ella tenía un firme proyecto de vida que no pasaba por el matrimonio a corto plazo. En efecto, a los veintidós años, Julia no se dedicaba a lo que se dedicaban las chicas a esa edad: buscar novio y casarse. Ella se concentraba en preparar, con el apoyo de su familia, una ambiciosa carrera musical de prima donna internacional. Así se explica el desfase entre su cronología vital y la de las chicas de clase media de la época.


La cronología artística y personal de Julia es muy atípica: debutaría en la ópera en 1867, a los veintiocho años. Tras sus giras internacionales, se casaría a los treinta y cinco años, con un hombre ocho años más joven que ella. También fue madre tardía. Tuvo a José a los treinta y siete años; a Luis, a los treinta y ocho; y a Joaquín, a los cuarenta y dos. Según una estadística realizada a 1000 mujeres, 607 se casaban entre los dieciocho y los veintitrés años. A los 35, la edad de Julia, solo eran 8 las que se casaban. En cambio, Casta Esteban se casó con Gustavo a la edad estadísticamente más frecuente: a los veinte años.


Parecería como si, para Julia, el matrimonio y los hijos hubieran sido una segunda opción, aceptada solo después de haberse visto obligada a abandonar su carrera artística. El proyecto vital de Julia, que se apartaba de los cauces establecidos, y que la llevaba a rechazar firmemente cualquier proposición matrimonial, le costó un alto precio: ganarse fama de altiva y desdeñosa.



Julia Espín


Julia, musa menor de las « Rimas».


En definitiva, un par de poemas y unos dibujos estrafalarios en un álbum de salón. No disponemos de otros datos fiables respecto a los sentimientos de Gustavo hacia Julia. En cuanto a los sentimientos de ella, tampoco podemos deducirlos con seguridad. Que guardara los álbumes toda su vida no es demasiado significativo, ya que puede interpretarse como un deseo de conservar un preciado recuerdo de juventud, en el que no solo había intervenido Bécquer, sino muchos otros hombres. Son muy diversos los motivos que pudo tener Julia para guardar los álbumes. Al mostrarlos al profesor norteamericano en presencia de su esposo, Julia demostraba que no había en el álbum nada que hubiera que ocultar.


A la luz de los datos disponibles, parece bastante creíble que Julia hubiera inspirado algunas rimas en las que el poeta dice sentirse atraído por una mujer hermosa. Y no solo las dos rimas incluidas en el álbum, sino también otras parecidas, que podrían considerarse poesías de salón, inspiradas o no por Julia. Por ejemplo, la 19: 


¿Cómo vive esa rosa que has prendido

junto a tu corazón?

Sobre un volcán, hasta encontrarla ahora,

nunca he visto una flor.


En cambio, no parecen atribuibles a la relación entre Gustavo y Julia aquellas que tienen como referente una pasión que posteriormente se convierte en convivencia conflictiva y destructiva. Por ejemplo, la 40:


Asomaba a sus ojos una lágrima

y a mi labio una frase de perdón;

Habló el orgullo y se enjugó su llanto,

y la frase en mis labios expiró [...].


Ni tampoco las que se refieren a una relación erótica clandestina, como la 66:


[...] ¡Discreta y casta luna,

copudos y altos olmos,

paredes de su casa,

umbrales de su pórtico,

callad, y que el secreto

no salga de vosotros!


La versión más extendida de las Rimas nos presenta una historia de amor no correspondido y traicionado. Pero no sabemos si se trata de una sola historia o de varias, con diversas protagonistas. No podemos olvidar que esta falta de información obedece a una decisión del propio poeta, quien, celoso de su intimidad, no quiso que los lectores de sus poemas conocieran las claves biográficas que encerraban. En cuanto a los sentimientos de Julia por Gustavo, tampoco disponemos de datos. Según la tradición oral, recogida por Rafael Montesinos, Julia se ponía nerviosa cuando sus sobrinos, años después de haber muerto Bécquer, le solicitaban noticias sobre Gustavo. «La respuesta, rápida, hiriente, no tardaba en aparecer: «Bécquer era un hombre sucio». El profesor norteamericano Olmsted también recogió, de boca de la anciana Julia, una contundente descalificación del «sucio» Bécquer.


Viendo las fotos del poeta vestido con elegancia, sabiendo que asistía a los actos y fiestas más selectas y que era director de importantes periódicos, cuesta mucho creer la agria afirmación de Julia. Sin embargo, cabe otra interpretación, la de que no se está refiriendo a la falta de limpieza o de aseo del poeta, sino a sus supuestas aficiones pornográficas. Entre los muchos ejemplos del uso de la palabra suciedad en el sentido de «obscenidad» podemos citar una revista femenina de la época, que se queja de las canciones callejeras «obscenas, sucias, inmorales». Y también Gil Blas se refiere a los «vendedores de aguas sucias y fotografías ídem» . 


¿A qué «fotografías sucias» se estaba refiriendo el periódico republicano? Sin lugar a dudas, a las fotos pornográficas que a partir de la Gloriosa se habían popularizado como instrumento de sátira política. Como veremos más adelante, entre esos materiales estaba un álbum de acuarelas titulado Los Borbones en pelota, firmado con el seudónimo SEM. A la muerte de Gustavo en 1870, el periódico Gil Blas publicó una necrológica en la que se decía que los hermanos Bécquer habían usado el seudónimo SEM, con lo que indirectamente les declaraba autores del álbum pornográfico, en el que aparecían escandalosas orgías en la corte de Isabel II, en vísperas de la Gloriosa. El escándalo, aunque quedara reducido a los círculos de opinión de la capital, debió de ser enorme. Sin duda el rumor llegó a oídos de Julia, que, con toda la razón del mundo, podía decir que Bécquer era un hombre «sucio», es decir, un pornógrafo con el que había tenido escaso trato. 


En definitiva, los datos que conocemos no nos permiten ir más allá de la hipótesis de que Julia, en el mejor de los casos, tan solo pudo inspirar algunos poemas galantes a Bécquer, los dos del álbum y quizá otros del mismo estilo. Pero no aquellos más apasionados, más crudamente expresados y referidos a unas relaciones amorosas con dimensión sexual, que irán acompañadas de celos, traiciones y engaños. Este tema es uno de los más complejos de la biografía y de la obra de Bécquer. La teoría de que Julia fue una musa menor de la poesía becqueriana se ve reforzada por el análisis del álbum de su hermana Josefina, la segunda hija de la familia Espín. Era muy hermosa, rubia y de ojos azules, a diferencia de Julia, morena y de ojos negros.


El becquerianista Rafael Montesinos tuvo acceso en 1962 al álbum de Josefina, en el cual encontró un autógrafo de Bécquer de la rima 63: «Despierta, tiemblo al mirarte...». El tema del poema está claro: los enamorados han pasado la noche juntos. De madrugada, él está en vela, contemplando el tranquilo sueño de ella. El poema está fechado en mayo de 1860, momento en que Bécquer estaba a punto de dejar de asistir a las tertulias de los Espín, por razones que no conocemos. 


Rafael Montesinos se pregunta si la rima del álbum de Josefina expresa el apasionado amor de Gustavo por ella: «Desengañado de Julia Espín, ¿volvió Gustavo los ojos a Josefina?». Pero de esta pregunta, que podría admitirse como mera hipótesis de trabajo, extrae una conclusión tan rotunda como poco sólida: «Es seguro que Gustavo se valió del álbum de Josefina para declararle su amor veladamente». Esta teoría ha sido aceptada por algunos becquerianistas, mientras otros se muestran bastante escépticos.


Ya hemos analizado las limitaciones de la poesía de salón en cuanto a su grado de autenticidad y sinceridad. No sería, pues, muy coherente considerar que no eran sinceras las dos rimas que Bécquer dejó en el álbum de Julia, pero sí lo era la que dejó en el álbum de su hermana Josefina. En realidad, esas tres rimas son poemas de salón, cuyos contenidos no desentonan de los que figuraban en los álbumes de Julia y de Josefina. Lo que distinguía las poesías becquerianas era su indiscutible calidad poética. La cuestión se complica cuando comprobamos que Bécquer utilizó el mismo poema en varios álbumes. Como hemos visto, en mayo de 1860 dejó en el álbum de Julia una primera versión de la rima 43, «Si al mecer las azules campanillas...» y otra de la rima 37, «Sabe, si alguna vez tus labios rojos...».


En el álbum de Josefina, la hermana de Julia, dejó una temprana versión de la rima 63, «Despierta, tiemblo al mirarte»... Pero Bécquer volvió a aprovechar la rima 37 insertándola en el álbum de una tal Virginia, misteriosa dama, de la que no se sabe casi nada, pero que ha causado muy pocas complicaciones en los estudios becquerianos, desde luego nada comparables con los que causó la fantasmagórica Elisa Guillén. Más adelante, en 1863, Bécquer publicó en El Mediterráneo la primitiva versión de la rima 63, sin dedicatoria. Esta versión presenta curiosas variantes. En vez de: «Despierta, tiemblo al mirarte, / dormida, me atrevo a verte»; dice lo contrario: «Dormida, tiemblo al mirarte / despierta, me atrevo a verte».


Si entendiéramos que los poemas expresaban auténticos sentimientos amorosos, habríamos de concluir que Bécquer estaba enamorando simultáneamente a tres mujeres, dos de ellas, hermanas. Y también tendríamos que aceptar que en este juego amoroso no dudaba en utilizar la misma rima para dos destinatarias: la 43 y la 63, para Julia y Josefina; la 37, para Julia y Virginia. El gráfico nos ayuda a entender la situación:  La repetición del mismo poema nada tenía de sorprendente. Los álbumes eran terreno abonado para todo tipo de plagios o de poemas repetidos. En 1851, el escritor costumbrista Serafín Estébanez Calderón se burlaba de la moda de los álbumes: «¡Y en cuántos aprietos no pone a un joven que no es poeta, pero que quiere pasar por tal un compromiso de esta especie. Si no lo hace, se pierde; si plagia, se expone!». Un periódico santanderino ironizaba a propósito de los versos repetidos en más de un álbum: «¡Cuántos embarazos no te ha ocasionado la obligación de decir incesantemente la misma cosa, y cuántas veces no han venido los mismos versos a la punta de tu pluma!». En nuestro caso, resulta difícil pensar que Bécquer escribiera a escondidas en los álbumes respectivos de Julia y Josefina. 


Recordemos que el contenido de los álbumes no era secreto, sino que se exhibía en el ámbito de la familia o de las amistades.  La única diferencia está en la dedicatoria: «A Julia». En cambio, la data, «mayo de 1860», es la misma en la rima 43 y en la 63. En esa misma época quedaba interrumpida la escritura de la zarzuela El talismán, en la que colaboraban Joaquín Espín, Bécquer y García Luna y que ya hemos reseñado anteriormente. Teniendo en cuenta todos estos factores, las rimas de Julia y de Josefina podrían haber sido un regalo de despedida del poeta: un poema para cada una, quizá escritos en el mismo momento, en el último día en que Gustavo asistiría a las tertulias de los Espín.


Jesús Rubio concluye: «Se puede y se debe decir, por el momento, adiós a la consideración mecánica e ingenua de Julia y Josefina Espín como mujeres amadas por el poeta, pero no como musas becquerianas».. Julia y Gustavo dejaron de verse, aunque es probable que uno supiera del otro a través de amigos comunes y de informaciones periodísticas. Mientras Julia emprendía su carrera internacional en 1867, Gustavo consolidaba la suya en el mundo de la literatura y el periodismo. En 1861 se casó con Casta Esteban. Los trayectos vitales de Gustavo y Julia se habían separado definitivamente. Seguiremos la trayectoria de Julia después de 1860, su trayectoria de dama de la alta sociedad, bien distinta de la que hubiera tenido si hubiera decidido unir su vida con Gustavo Adolfo Bécquer.













Tomado de:

TOBELLA, Joan Estruch (2020): Bécquer, vida y época. Madrid, Cátedra, pp.124-138.