10 noviembre 2018

El estrés postraumático en La isla siniestra



El estrés postraumático en La isla siniestra.


Daniel Moñino y Francisco González Urbistondo 



Sinopsis de la película


En 1954, los agentes federales Edward “Teddy” Daniels y su recientemente asignado compañero Chuck Aule, van al hospital de Ashecliffe para personas dementes en Shutter Island, isla situada en el puerto de Boston para investigar la desaparición de Rachel Solando, una paciente que en apariencia se evaporó de una habitación cerrada, dejando tras ella una nota en la que escribió “The law of 4; who is 67?” (La ley de 4; ¿quién es 67?). El doctor John Cawley, el jefe de psiquiatras, le explica que Rachel fue internada tras ahogar a sus tres hijos, negándose sin embargo a aceptar la realidad de que se encuentra en un hospital mental.


Durante la búsqueda Teddy se interesa por un faro, en el cual le dicen ya se ha buscado. Piden que le muestren los archivos de los empleados del hospital, a lo que Cawley se niega, aunque le permite interrogarlos. Al respecto, resultan desconcertados cuando saben que el psiquiatra de Rachel, el doctor Sheehan, se ha ido de vacaciones. Esa noche, Teddy tiene un extraño sueño en el cual ve a su esposa Dolores Chanal (Michelle Williams), que murió en un incendio algunos años antes, quien le dice que Rachel sigue en la isla, lo mismo que Andrew Laeddis, el incendiario responsable de su muerte. Daniels concluye que el “67” de la nota es este, de quien cree que es el paciente no reconocido por la institución número 67.


Por la mañana, interrogan a los pacientes de las sesiones de terapia grupal de Rachel, una de las cuales, durante una distracción de Chuck, advierte a Teddy que corra. Luego, Teddy dice a su compañero que la razón por la que ha aceptado la misión es porque que allí se encuentra Andrew Laeddis, quien fue enviado a Ashecliffe debido a su crimen pero luego desapareció, lo cual arroja dudas sobre la institución. Teddy conoció asimismo a otro de sus pacientes, George Noyce, quien afirmaba que allí se experimentaba con los reclusos. Por su parte, Teddy está decidido a que la institución sea cerrada.


De regreso a la clínica, Cawley informa a Teddy que Rachel ha sido hallada, y se la presenta. En su delirio, ella lo toma por su marido muerto en la Segunda Guerra Mundial, y a continuación se muestra muy angustiada. Más tarde, Teddy desarrolla migrañas de intensidad creciente acompañada de fotofobia. Por su parte, sus sueños son cada vez mas extraños, acompañadas por alucinaciones durante la vigilia. A esa altura de la situación está determinado a encontrar a Laeddis en el Sector C, que alberga a los pacientes de mayor peligrosidad. Allí encuentra a Noyce (Jackie Earle Haley) quien teme que se le lleve al faro, donde se practican lobotomías, y le dice que toda la investigación es un juego construido a su medida.


Teddy se reúne con Chuck y juntos se dirigen a los acantilados que rodean la isla, con el fin de llegar al faro. En un punto del camino, Chuck alega que continuar es demasiado peligroso y Teddy con suspicacia decide continuar solo. Sin embargo, es incapaz de llegar y, al regresar, descubre que su compañero ha desaparecido. Buscándolo al pie el acantilado, descubre a una mujer que se esconde en una cueva, la cual confirma sus sospechas revelándole que ella es la verdadera Rachel Solando. En una conversación junto a una fogata, la mujer le revela asimismo que era un psiquiatra en Ashecliffe hasta que se enteró de los experimentos. Para garantizar su silencio, se le encerró en la clínica. La mujer explica en fin que se están empleando medicamentos psiquiátricos para desarrollar técnicas de control mental y crear espías durmientes, advirtiéndole asimismo que es probable que él mismo esté siendo drogado desde que llegó.


Teddy regresa a Ashecliffe, donde el doctor Cawley le dice que llegó a la isla sin compañero alguno, y que nadie conoce a Chuck. Teddy logra sin embargo llegar al faro sin encontrar nada anormal en su planta baja ni en las escaleras de su interior, contrariamente a sus expectativas. En la zona superior del edificio, encuentra Cawley, quien le revela que él no es Edward Daniels, sino el ex agente Andrew Laeddis. Le revela asimismo que ha sido un paciente en Ashecliffe desde hace dos años, cuando asesinó a su esposa maníaco-depresiva en un acto de rabia tras descubrir que había asesinado a sus tres hijos, y que Rachel Solando nunca existió, ni como paciente, ni como psiquiatra. A continuación llega “Chuck”, quien se presenta como el doctor Sheehan, el psiquiatra de Andrew, resultando ser una enfermera la mujer que había tomado por Solando. Sheehan y Cawley afirman que Andrew vivió el delirio de ser un agente activo, buscando a Andrew Laeddis como una manera de disociarse de lo que había hecho. Asimismo, le muestran que los nombres “Edward Daniels” y “Rachel Solando” son respectivos anagramasde “Andrew Laeddis” y “Dolores Chanal”, representando “la ley de 4” (cuatro nombres) y afirmando a Laeddis como el “67”.


Cawley explica que Andrew ha atravesado diferentes ciclos en los que termina por enterarse de la verdad, tan sólo para regresar en su fantasía una y otra vez, atravesando etapas en las que ha lastimado a varios empleados y pacientes, llevando a la junta administrativa a solicitar una lobotomía como solución permanente a su problema. Sheehan y Cawley explican que trataron de poner en práctica una terapia, en la cual crearon la situación de la desaparición de “Rachel” basándose en la fantasía de Andrew, con el fin de poner de manifiesto su complot imaginario, y de permitirle ver la realidad y regresar a ella de manera permanente. Andrew parece aceptar las explicaciones, echándose la culpa de haber ignorado la enfermedad mental de Dolores hasta que cometió el crimen. Tras sufrir otra migraña, que le hace revivir la muerte de sus hijos y de su mujer, Andrew pierde el sentido.


Por la mañana siguiente, Andrew llama de nuevo Chuck a Sheehan y habla de revelar al mundo exterior lo que sucede en la isla. Sheehan señala discretamente a Cawley, y algunos empleados se acercan a Andrew para llevarlo a la lobotomía. Este le pregunta a Sheehan que sería peor, “si vivir como un monstruo, o morir como un buen hombre”. A continuación sale de la escena acompañado por los empleados.


Descripción psicológica del protagonista


Es evidente que algo le ocurre al agente Daniels. Tiene ensoñaciones en las que revive vívidamente pasajes del pasado, de la guerra concretamente. Además periódicamente tiene alucinaciones en las que ve a su mujer, fallecida en un incendio, que le previene de acontecimientos y le dice lo que debe hacer.


La situación se va complicando a medida que más misterios se van añadiendo a la investigación. La conspiración parece cierta y el que Daniels consiga salir de la institución, improbable.


Y es que es cierto que el agente tiene alucinaciones. Puede padecer trastorno de estrés postraumático por lo que vivió en la guerra y además se siente culpable por la muerte de su mujer y por no haber evitado la de sus hijos. La situación le ha trastornado, sufre un trastorno psicótico , probablemente esquizofrenia . Él fue agente, pero ahora es un interno de la institución. Está sometido a un tratamiento farmacológico a base de Clorpromazina , pero no responde adecuadamente a él porque se ha fabricado una historia para dar sentido a todo lo que le ha pasado y eso interfiere en su proceso curativo.


El doctor Cawley ha montado un psicodrama para hacerle salir de su fantasía. Una especie de “role-playing ”, para que Daniels vea lo incongruente de su historia y asuma la realidad. Es su única oportunidad. Si la medicación no funciona tendrán que dejar paso a la cirugía. Es un paciente muy violento, ya ha agredido a varias personas en la institución. De no encontrar una solución rápida le practicarán una lobotomía .

Pero al final el proceso funciona y el “agente” recuerda todo lo que pasó. La representación ha sido un éxito, ahora sabe que Daniels es un personaje inventado, en realidad es Andrew Laeddis. Fue él quien mató a su mujer cuando vio que había ahogado a sus tres hijos y desde entonces la culpa lo persigue.


Por fin la terapia farmacológica puede tener una oportunidad de éxito. Pero Laeddis, que se ha fabricado toda una historia para huir de la realidad, ahora tampoco está dispuesto a aceptarla. Ante la opción de asumir los hechos y curarse o de negarlos y seguir siendo un “loco”, prefiere la segunda. Por muy dura que parezca, la última escena de la película, es una representación, ahora consciente, para conseguir que le hagan una lobotomía. Es la única manera que le queda de salirse con la suya, de persistir en su postura inicial, de seguir negando la realidad.






El trastorno por estrés postraumático o TEPT es un trastorno psicológico clasificado dentro del grupo de los trastornos de ansiedad, que sobreviene como consecuencia de la exposición a un evento traumático que involucra un daño físico. Es una severa reacción emocional a un trauma psicológico extremo. El factor estresante puede involucrar la muerte de alguien, alguna amenaza a la vida del paciente o de alguien más, un grave daño físico o algún otro tipo de amenaza a la integridad física o psicológica, a un grado tal que las defensas mentales de la persona no pueden asimilarlo. En algunos casos, puede darse también debido a un profundo trauma psicológico o emocional y no necesariamente algún daño físico, aunque generalmente involucra ambos factores combinados.


Para hacer el diagnóstico de trastorno de estrés postraumático con base en los criterios de la cuarta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, se requiere lo siguiente:


-La persona ha experimentado, presenciado o le han explicado uno o más acontecimientos caracterizados por muertes o amenazas para su integridad física o la de los demás


-La persona ha respondido con temor, desesperanza u horror intensos. En los niños estas respuestas pueden expresarse mediante comportamientos desestructurados o agitados


-El acontecimiento traumático es reexperimentado persistentemente a través de una o más de las siguientes formas:

  • Recuerdos del acontecimiento recurrentes e intrusos que provocan malestar y en los que se incluyen imágenes, pensamientos o percepciones. En los niños pequeños esto puede expresarse en juegos repetitivos donde aparecen temas o aspectos característicos del trauma
  • Sueños de carácter recurrente sobre el acontecimiento. En los niños puede haber sueños terroríficos de contenido irreconocible
  • El individuo actúa o tiene la sensación de que el acontecimiento traumático está ocurriendo. Se incluyen la sensación de revivir la experiencia, ilusiones, alucinaciones y flashbacks. Los niños pequeños pueden reescenificar el acontecimiento traumático específico
  • Malestar psicológico intenso al exponerse a estímulos internos o externos que simbolizan o recuerdan un aspecto del acontecimiento traumático
  • Respuestas fisiológicas al exponerse a estímulos internos o externos que simbolizan o recuerdan un aspecto del acontecimiento traumático
  • Evitación persistente de estímulos asociados al trauma y embotamiento de la reactividad general del individuo, tal y como indican tres o más de los siguientes síntomas:
  •      Esfuerzos para evitar pensamientos, sentimientos o conversaciones sobre el suceso traumático
  •      Esfuerzos para evitar actividades, lugares o personas que motivan recuerdos del trauma
  •      Incapacidad para recordar un aspecto importante del trauma
  •      Reducción acusada del interés o la participación en actividades significativas
  •      Sensación de desapego o enajenación frente a los demás
  •      Restricción de la vida afectiva
  •      Sensación de un futuro desolador, pesimismo


Síntomas persistentes de aumento de la activación, tal y como indican dos o más de los siguientes síntomas:


-Insomnio de conciliación o de mantenimiento
-Irritabilidad
-Dificultades para concentrarse
-Hipervigilancia
-Sobresaltos





Tomado de 

03 noviembre 2018

Fotografiar al natural. H.Cartier Bresson



Fotografiar al natural
L'imaginaire d'apres nature

Henri Cartier-Bresson.


El reportaje es una operación progresiva de la mente, del ojo y del corazón para expresar un problema, para fijar un acontecimiento o impresiones sueltas. Un acontecimiento tiene una riqueza tal que uno le va dando vueltas mientras se desarrolla. Se busca la solución. A veces se halla al cabo de unos segundos, otras se requieren horas o días; no existe la solución estándar; no hay recetas, hay que estar preparado como en el tenis. La realidad nos ofrece tal abundancia que hay que cortar del natural, simplificar, aunque ¿se corta siempre lo que se debe? Es necesario adquirir, con el propio trabajo, la conciencia de lo que uno hace. A veces, se tiene la sensación de que se ha tomado la fotografía más fuerte y, sin embargo, sigue uno fotografiando, incapaz de prever con certeza cómo seguirá desarrollándose el acontecimiento. Mientras tanto, evitaremos ametrallar, fotografiando deprisa y maquinalmente, para no sobrecargarnos con esbozos inútiles que atestan la memoria y perjudican la nitidez del conjunto.

La memoria es muy importante, memoria de cada fotografía que, al galope, hemos tomado al mismo ritmo que el acontecimiento; durante el trabajo tenemos que estar seguros de que no hemos dejado agujeros, de que lo hemos expresado todo, puesto que luego será demasiado tarde, no podremos recuperar el acontecimiento a contrapelo.


Para nosotros, existen pues dos selecciones y, por lo tanto, dos reproches posibles; uno cuando nos enfrentamos a la realidad con el visor, otro, cuando las imágenes están reveladas y fijadas y se ve uno en la obligación de separar aquellas que, aunque justas, son también las menos fuertes. Cuando es demasiado tarde, se sabe exactamente por qué se ha fallado. A menudo, durante el trabajo, una duda, una ruptura física con el acontecimiento nos crea la sensación de que no hemos tenido en cuenta tal detalle en el conjunto; otras veces, con bastante frecuencia, el ojo se ha dejado ir con indolencia, la mirada se ha vuelto vaga. Es suficiente.


En cada uno de nosotros es nuestro ojo el que inaugura el espacio que va ampliándose hasta el infinito, espacio presente que nos impresiona con mayor o menor intensidad y que se encerrará rápidamente en nuestros recuerdos y se modificará en ellos. De todos los medios de expresión, la fotografía es el único que fija el instante preciso. Jugamos con cosas que desaparecen y que, una vez desaparecidas, es imposible revivir. No se puede retocar el tema; como mucho se puede hacer una selección de imágenes para la presentación del reportaje. El escritor dispone de tiempo para reflexionar antes de que la palabra se forme, antes de plasmarla en el papel; puede enlazar varios elementos. Hay un periodo en que el cerebro olvida, una fase de asentamiento. Para nosotros, lo que desaparece, desaparece para siempre jamás: de ahí nuestra angustia y también la originalidad esencial de nuestro oficio. No podemos rehacer nuestro trabajo una vez que hemos regresado al hotel. Nuestra tarea consiste en observar la realidad con la ayuda de ese cuaderno de croquis que es nuestra cámara; fijar la realidad pero no manipularla ni durante la toma, ni en el laboratorio jugando a las cocinitas. Quien tiene ojo repara fácilmente en esos trucajes.


En un reportaje fotográfico llega uno a contar los disparos, un poco como un árbitro y, fatalmente, se convierte en un intruso. Es preciso, pues, aproximarse al tema de puntillas, aunque se trate de una naturaleza muerta. Sigiloso como un gato, pero ojo avizor. Sin atropellos, «sin levantar la liebre». Naturalmente, nada de fotos de magnesio, por respeto a la luz, aunque esté ausente. De lo contrario, el fotógrafo se convierte en un ser insoportablemente agresivo. 


Este oficio depende tanto de las relaciones que establecemos con la gente, que una palabra puede estropearlo todo, y hacer que todas las puertas se cierren. Tampoco en esto hay un único sistema, lo mejor que puedes hacer es que te olviden, al fotógrafo y a la cámara que es siempre demasiado visible. Las reacciones son muy distintas según el país y el medio; en Oriente, un fotógrafo impaciente o apresurado se pone en ridículo, lo que es irremediable. Si alguna vez nos vencen las prisas, o alguien ha reparado en tu cámara, basta con olvidar la fotografía y dejar, amablemente, que los niños se reúnan a tu alrededor.





El tema se impone. Y puesto que hay temas tanto en lo que ocurre en el mundo como en nuestro universo personal, basta con ser lúcido respecto a lo que ocurre y ser honesto respecto a lo que uno siente. En definitiva, basta con situarse en relación a lo que se percibe. El tema no consiste en recolectar hechos, ya que los hechos por sí mismos no ofrecen interés alguno. Lo importante es escoger entre ellos; captar el hecho verdadero con relación a la realidad profunda.

En fotografía, lo más pequeño puede constituir un gran tema, un pequeño detalle humano convertirse en un leit-motiv. Vemos, y hacemos ver, en esta especie de testimonio, el mundo que nos rodea, y es el acontecimiento, a partir de su misma función, lo que provoca el ritmo orgánico de las formas. En cuanto a la manera de expresarse, hay mil y una maneras de destilar lo que nos ha seducido. Dejemos pues a lo inefable toda su frescura, y no volvamos a hablar de ello…


Existe un territorio que la pintura ya no explota, el retrato, y algunos dicen que la fotografía es la causa de ello; de todos modos, la fotografía lo ha recuperado en parte, en forma de ilustraciones. Pero no debemos achacarle a la fotografía el que los pintores hayan abandonado uno de sus grandes temas. La levita, el quepis, el caballo, repelen en estos momentos al más académico de los pintores que se sentirá estrangulado por todos los botones de las polainas de Meissonier. Nosotros los aceptamos, tal vez porque nuestra obra es menos permanente que la de los pintores; ¿por qué deberían molestarnos? Más bien nos divierten, ya que, a través de nuestra cámara, aceptamos la vida en toda su realidad. La gente anhela perpetuarse en su retrato y le tiende su perfil a la posteridad; este deseo a menudo está entreverado de un cierto temor mágico: este deseo nos justifica.


Uno de los aspectos más emotivos de los retratos consiste en intentar hallar similitudes entre los hombres que se representan, de encontrar elementos de continuidad en todo lo que describe su medio; en un álbum de familia, confundir al tío con el sobrino. Pero, si el fotógrafo puede captar el reflejo de un mundo, tanto exterior como interior, es porque las gentes están «en situación», como se suele decir en el lenguaje teatral. El fotógrafo, pues, deberá respetar el ambiente, integrar el hábitat que describe el medio, evitar sobre todo el artificio que mata la verdad humana y conseguir, también, que se olvide la cámara y el que la manipula. El material complicado y los proyectores impiden, en mi opinión, que «salga el pajarito». ¿Hay algo más fugaz que una expresión en un rostro? La primera impresión que da ese rostro suele ser muy justa, y si bien se enriquece a medida que frecuentamos a la persona, se hace cada vez más complicado poder expresar su naturaleza profunda a medida que adquirimos un conocimiento más íntimo de ella. Considero que es bastante peligroso ser retratista cuando se trabaja por encargo para determinados clientes ya que, aparte de algunos mecenas, todo el mundo quiere quedar favorecido, y se pierden los vestigios de lo verdadero. Los clientes desconfían de la objetividad de la cámara mientras que el fotógrafo busca la agudeza psicológica; el encuentro entre estos dos reflejos hace que se genere un cierto parentesco entre todos los retratos de un mismo fotógrafo: una semejanza que surge de la relación que se establece entre las personas retratadas y la estructura psicológica del mismo fotógrafo. La armonía se encuentra en la búsqueda del equilibrio a través de la asimetría propia de cada rostro, lo que evita tanto la suavidad excesiva como lo grotesco.


Al artificio de determinados retratos, prefiero, con mucho, esas pequeñas fotografías de identidad que se aprietan, unas contra otras, en los escaparates de los fotógrafos de estudio. Siempre cabe la posibilidad de descubrir en estos rostros una identidad documental, a falta de la identificación poética que uno esperaría obtener.





Para que un tema posea toda su identidad, las relaciones de forma deben estar rigurosamente establecidas. Se debe colocar la cámara en el espacio en relación al objeto, y ahí es donde empieza el gran dominio de la composición. La fotografía es para mí el reconocimiento en la realidad de un ritmo de superficies, líneas o valores; el ojo recorta el tema y la cámara no tiene más que hacer su trabajo, que consiste en imprimir en la película la decisión del ojo. Una foto se ve en su totalidad, de una vez como un cuadro; la composición es en ella una coalición simultánea, la coordinación orgánica de elementos visuales. No se compone gratuitamente, se precisa, de entrada, tener la necesidad de ello y no se puede separar el fondo de la forma. En fotografía, hay una plástica nueva, función de líneas instantáneas; trabajamos en el movimiento, una especie de presentimiento de la vida, y la fotografía tiene que atrapar en el movimiento el equilibrio expresivo.

Nuestro ojo debe medir constantemente, evaluar. Modificamos las perspectivas mediante una ligera flexión de las rodillas, provocamos coincidencias de líneas mediante un sencillo desplazamiento de la cabeza de una fracción de milímetro, pero todo esto, que sólo se puede hacer con la rapidez de un reflejo, nos evita, afortunadamente, la pretensión de hacer «Arte». Se compone casi al mismo tiempo en que se aprieta el  disparador y, al colocar la cámara más o menos lejos del tema, dibujamos el detalle, lo subordinamos, o por el contrario, nos dejamos tiranizar por él. En ocasiones, insatisfechos, quedamos atrapados, esperando que ocurra alguna cosa; a veces se rompe todo y no habrá foto, pero si, por ejemplo, de repente alguien cruza ese espacio, seguimos su trayectoria a través del cuadro del visor, esperamos, esperamos… disparamos, y nos vamos con la sensación de haber obtenido algo. Después, podremos entretenernos trazando la media proporcional en la foto o alguna otra figura, y comprendemos que disparando en ese preciso instante, hemos fijado, instintivamente, los lugares geométricos precisos sin los que la foto sería amorfa y carente de vida. La composición tiene que ser una de nuestras preocupaciones constantes, pero en el momento de fotografiar no puede ser más que intuitiva, ya que nos enfrentamos a instantes fugitivos en que las relaciones son móviles. Para aplicar la relación de la «sección áurea», el compás del fotógrafo no puede estar más que en su ojo. Ni que decir tiene que todo análisis geométrico, toda reducción a un esquema, sólo puede producirse cuando ya está hecha la foto, cuando está revelada, cuando hemos sacado copia y no sirve más que de materia de reflexión. Espero que no llegue el día en que se vendan los esquemas grabados sobre cristales pulidos. La elección del formato de la cámara juega un papel determinante en la expresión del tema; el formato cuadrado tiende a ser estático por la similitud de sus lados; por algo será que, no hay lienzos cuadrados. Si recortamos, aunque sea un poco, una buena foto, destruimos fatalmente este juego de proporciones y, por otra parte, es muy raro que una composición cuya toma es floja pueda salvarse buscando la manera de recomponerla en el cuarto oscuro; al recortar el negativo en la ampliadora, se pierde la integridad de la visión. A menudo oímos hablar «de los ángulos de toma de vistas» cuando los únicos ángulos que existen son los ángulos de la geometría de la composición. Son los únicos ángulos válidos y no los que consigue el tipo que se tumba en el suelo para «obtener efectos» u otras extravagancias. 









Tomado de:
CARTIER-BRESSON, H. (2003): Fotografiar al natural. G gili. p. 10-15.

27 octubre 2018

El fin de los territorios. Rogerio Haesbaert




El fin de los territorios

Rogerio Haesbaert



No es posible separar espacio y tiempo, porque el movimiento está involucrado siempre en los objetos que estamos construyendo en el espacio, sin el cual no se puede definir el propio objeto. No se puede decir entonces que el espacio es estático, inmóvil o que simplemente es el presente, mientras que el tiempo sería inestable y sucesivo, el pasado. Obviamente, algunas diferencias existen, y aquí yo destacaría la diferencia analítica entre lo simultáneo y lo sucesivo. Cuando se mira la construcción del mundo más bajo el ángulo de la sucesión de momentos, se está mirando más del lado del tiempo. Y cuando se mira la “coetaneidad”, esto es, la presencia concomitante y simultánea de procesos, se está mirando más del lado del espacio. Pero obviamente no hay una separación de procesos, como muchos proponen, incluso la separación entre un tiempo siempre inmaterial y abstracto, y un espacio material y concreto. 


Algunos autores, que son importantes en este debate, intenta­ron superar la dicotomía espacio / tiempo. Milton Santos, por ejemplo, tiene una concepción muy amplia del territorio, que aparece muchas veces como sinónimo de espacio, e incluye tanto los objetos (materiales) como las acciones (inmateriales, tempora­les). Dice que el territorio es un conjunto de sistemas de objetos y sistemas de acciones, tanto de acciones como de objetos. Doreen Massey habla del espacio como un conjunto de trayectorias; me parece una interpretación muy rica porque pone en primer plano el movimiento, es decir, las trayectorias que se producen en y con el espacio, en un espacio que, de alguna manera, está siempre abierto. Esto es muy importante políticamente porque tiene un potencial de transformación muy grande al imaginar el espacio no como algo estático y puramente material, sino como algo que está abierto para ser reconstruido, para que nuevas trayectorias espaciales puedan ser dibujadas en otras direcciones. Es evidente que desde la teoría de la relatividad no se puede separar espacio y tiempo. Incluso hay un geógrafo inglés, Nigel Thrift, quien propone que se escriba espacio-tiempo de manera diferente, sin guión, como una categoría o un concepto único: espaciotiempo. Además dice que este nuevo término no implica una concepción genérica, porque el espaciotiempo se realiza de formas múltiples y variadas. Es importante destacar la multiplicidad de espaciotiempos en el mundo contemporáneo, don­de estamos conviviendo al mismo tiempo, por ejemplo, con las co­nexiones instantáneas de los circuitos globalizados y con el espacio tiempo “local” de grupos indígenas aún no contactados al interior de la Amazonia.


Otra dicotomía muy importante que aparece también en este de­bate —y que en nuestros días se manifiesta en forma más estricta—, es la que concierne a dos conceptos: territorio y red. Muchas veces se hace aquí una separación real, como si el territorio fuera una cosa y la red otra, su opuesto. Por ejemplo, algunos de los autores ya ci­tados dicen que se está acabando el mundo de los territorios y que estamos entrando en el mundo de las redes. Detrás de esta posición se hace visible la dicotomía anterior entre espacio y tiempo, ya que concibe al espacio como algo más fijo y al tiempo como un flujo. Pero para nosotros los territorios pueden ser construidos mediante la articulación en red, y por lo tanto pueden ser construidos también en y por el movimiento. Deleuze y Guattari dicen que un movimien­to que se repite también es una forma de territorialización. Si se tiene el control de este movimiento, el control de esta movilidad en el espacio, entonces también se produce allí un territorio mediante el control de la movilidad. Imaginemos, por ejemplo, la cantidad de tiempo que la gente pasa en la calle, en los embotellamientos. ¿Esto no forma parte de su territorio cotidiano? La gente está transitando todos los días por redes que articulan pequeñas zonas, las cuales forman parte de territorios-redes que esa misma gente está constru­yendo. No voy a detenerme mucho en este punto, pero hay autores que proponen que el territorio es más centrípeto y mira hacia aden­tro, mientras que la red es más centrífuga y mira hacia afuera —más introvertido el primero, y más extrovertida la segunda; más ligado el uno a áreas o zonas, y más vinculada la otra a puntos y líneas que se­rían, en una visión no-euclidiana, nodos y flujos; más ligado el uno a la delimitación, y la otra a la ruptura de límites; en fin, más arraigado el primero, y más desarraigada la última—.


Una manera de afrontar esa diferenciación —que efectivamente existe en la construcción del espacio—, pero sin dicotomizarla, es trabajar con dos lógicas de construcción del espacio: una zonal y otra reticular. Ambas operan siempre en forma conjunta, pero en determinados momentos y procesos y para determinados sujetos, una de las lógicas puede predominar en relación con la otra. Esto aparece con toda claridad cuando se revisa la historia del capitalismo y el rol que desempeña el Estado-nación, por ejemplo, en la definición de territorialidades exclusivas y de controles de mercados nacionales, lo cual convierte al Estado en agente o sujeto de una lógica más zonal, más de control de áreas o de superficies. Se trata en este caso de un espacio-área moldeado en mayor medida por una lógica zonal de producción del espacio. En cambio, para el gran capital y las grandes empresas, la territorialidad se manifiesta siempre en mayor medida en forma de red, porque están mucho más interesados en controlar redes y flujos para promover la circulación de productos y de capital. Por consiguiente, el territorio de la gran empresa capita­lista es mucho más un territorio-red. La lógica reticular está mucho más presente en este tipo de territorialidad, pero, evidentemente, siempre articulada con la territorialidad zonal de los Estados-nación. Por eso las fronteras no tienen muchas veces el significado que podrían tener. Autores como Manuel Castells y el economista italiano Giovanni Arrighi hablan de “espacios de lugares” y de “espacios de flu­jos”. En cierto modo Arrighi presenta la misma interpretación que acabamos de formular. En su libro El largo siglo XX hace toda una historia del capitalismo a partir de dos procesos: uno que él llama de “territorialismo” —que sería el momento del capitalismo en que el control de áreas es muy importante—, pero intercalado con otro momento que él llama, en forma un poco problemática, de “capita­lismo” en sentido más estricto, en el que se valoriza más las redes y la circulación. 


La última dicotomía es la que suele establecerse entre lo fun­cional y lo simbólico, y pienso que tiene que ser discutida, porque muchas veces el territorio se reduce a un espacio puramente funcio­nal que implica el control para desarrollar determinadas funciones y especialmente funciones económicas y políticas. Desde su origen o, por lo menos, desde Friedrich Ratzel, el gran clásico de la Geo­grafía a finales del siglo XIX, ya encontramos de alguna manera la superación de esta dicotomía, porque el mismo Ratzel afirma que, juntamente con la construcción de los límites políticos del Estado, se tiene que construir también una “espiritualidad del Estado”, una idea de nación o, como dice Benedict Anderson en su defi­nición de nación, una “comunidad imaginada”. De este modo, al mismo tiempo que construye su territorio en su dimensión material-funcional, asegurando el control de las fronteras, el Estado debe construir todo un imaginario, todo un conjunto de representaciones sobre este territorio —aunque, a veces, completamente inventado, de lo que resulta la nación-Estado como una invención—. Es lo que ha ocurrido en tantos países colonizados, entre ellos los de América Latina. 


Más de 50 años después de Ratzel, el geógrafo Jean Gottman escribe el primer libro dirigido especialmente a la dis­cusión del territorio: La significación del territorio. Este autor afirma que todo territorio está compuesto por un sistema de movimiento que es más material, y por una dimensión “iconográfica” o simbó­lica de resistencia al movimiento. Lo que aquí resulta interesante es que la materialidad tiene más movimiento y la inmaterialidad parece más fija. Es exactamente lo opuesto a lo que muchas veces se suele pensar, porque para el citado autor el conjunto de representaciones y de símbolos puede perdurar por mucho más tiempo que la mate­rialidad, ya que ésta se puede reconstruir con mayor facilidad. 


Más recientemente, la geógrafa francesa Chivallon define el territorio como experiencia total y continua del espacio. Al de­finir el territorio de este modo, como experiencia total del espacio impregnado por lo económico, lo político, lo cultural y lo natural, la autora afirma que ya no se puede trabajar con el territorio así enten­dido, porque ya no existe la experiencia territorial total en un espa­cio único y continuo; el mundo actual está marcado por la movilidad de las redes y por la discontinuidad. En consecuencia propone que ahora hay que trabajar con el concepto de espacio o de espacialidad, y no con el de territorio. Me parece que la concepción del territorio que la autora propone es demasiado estricta, y quizás sea válida para un determinado periodo de la historia en el que algunos grupos tradicionales tuvieron esa experiencia total del espacio. Pero aún en este caso el concepto que ella propone se puede recuperar, porque se puede pensar, si no en una experiencia total del espacio, por lo menos en una experiencia integrada del mismo, porque nuestra vida siempre tiene las dimensiones económica, política, cultural y natural, y tenemos que pensarlas conjuntamente. Los territorios se recons­truyen, incluso en su modalidad de red, de una manera discontinua, pero de otra forma, con otro dibujo distinto del tradicional con­sistente en la experiencia total y continua del espacio. Finalmente, Deleuze y Guattari hablan de territorio funcional y expresivo —una distinción interesante porque nosotros también nos expresamos como grupos a través de nuestros territorios, obviamente de dife­rentes maneras según los grupos sociales y la época histórica en que estamos involucrados—. 


El territorio a partir de una concepción relacional del poder.


A partir de esta superación de las dicotomías, se percibe un elemen­to central que permanece siempre en las definiciones de territorio: el poder. Yo no soy politicólogo, pero me atrevo a hablar un poco del concepto de poder, porque no se puede definir el territorio sin hablar del poder y sin precisar a qué tipo de poder nos estamos refiriendo. Dependiendo del concepto de poder que se maneja, también cam­biará el concepto de territorio. Por ejemplo, si adoptamos la versión más tradicional referida al poder del Estado o al poder de la clase hegemónica, el territorio es un macroterritorio básicamente vincu­lado a las grandes estructuras político-económicas dominantes. Pero si se piensa que el poder también se manifiesta como movimiento de resistencia que está involucrado en todo tipo de relación social, tendremos microterritorios y habrá muchas otras formas de recons­truir el poder y el territorio a partir de esta concepción. En un sen­tido relacional, el poder no se considera como una capacidad o un objeto —como algo que se pueda tener—, sino como una relación de fuerzas aunque muy desigual. Lo que más importa entonces son las prácticas y los efectos del poder (aquí me inspiro en Foucault). Por consiguiente, más que definir el poder o construir una teoría del poder, es importante analizar las prácticas del poder, cómo el poder se desarrolla concretamente en nuestro caso produciendo el espacio, —lo que, reordenado, está inserto en lo que Foucault denomina las tecnologías del poder—. 


Así, observando las formas espaciales de reproducción de la so­ciedad se puede identificar las relaciones de poder allí involucra­das y, con ellas, también los procesos de des-reterritorialización. Si no concebimos el poder simplemente como un poder centralizado, sino también como un poder difuso en la sociedad, aunque en for­ma desigual, tendremos una concepción multiescalar del territorio. El territorio transita, entonces, por varias escalas diferentes, de arri­ba hacia abajo y de abajo hacia arriba; por lo tanto, hay macro y microterritorios. Esto nos ofrece también la posibilidad de concebir la resistencia, no ya como el “otro” o lo opuesto del poder, sino como un constituyente de las relaciones de poder. El poder es mu­cho más que el conjunto de prácticas materiales como la coacción y el control físico, muy evidentes en la acción militar. El poder tiene también un carácter más simbólico, que se manifiesta, por ejemplo, en la construcción del consenso —el concepto gramsciano de he­gemonía muestra cómo lo simbólico desempeña hoy un papel muy importante, fundamental, en la construcción del poder—.


Para nosotros, el territorio incluye también la dimensión de la movilidad, de la acción —por eso quizá sea más interesante hablar siempre de dinámicas de des-territorialización (con guión), antes que de territorios estables—. El territorio debe ser concebido como producto del movimiento combinado de desterritorialización y de reterritorialización, es decir, de las relaciones de poder construidas en y con el espacio, considerando el espacio como un constituyen­te, y no como algo que se pueda separar de las relaciones sociales. Entiendo el poder al mismo tiempo en el sentido más concreto de dominación político-económica, como dominación funcional, y en el sentido más simbólico, de apropiación cultural. Aquí tomo como referencia las definiciones de Lefebvre, quien distingue entre domina­ción y apropiación, asumiendo que la última tiene una dimensión más simbólica. En general los grupos hegemónicos se territorializan más por dominación que por apropiación, mientras que los pueblos o los grupos más subalternizados se territorializan mucho más por apro­piación que por dominación. En efecto, estos últimos pueden no tener la dominación concreta y efectiva del territorio, pero pueden tener una apropiación más simbólica y vivencial del espacio. Es in­teresante destacar que Lefebvre define el espacio vivido sobre todo por su carácter simbólico.


Creo que, en términos didácticos, también se puede imaginar el territorio como un continuum, como un proceso continuo en uno de cuyos extremos tendríamos un territorio puramente funcional, y en el otro un territorio puramente simbólico —pero esto sólo en términos analíticos, porque en la realidad no existe un espacio social que pueda prescindir completamente de su dimensión simbólica o funcional. Pero quizá en el caso de algunas empresas se pueda en­contrar ejemplos de territorios que se aproximan a una condición puramente funcional—. Pensemos, por ejemplo, en la propiedad de un gran latifundista que nunca la visitó, y que por lo tanto no tiene ninguna identidad con ella, interesándose solamente en el dinero que le produce y que él deposita en un banco. En el otro extremo de este continuum, tampoco se puede encontrar territorios puramente simbólicos. Por lo menos para los geógrafos nunca puede existir un territorio que sea puramente simbólico; pero propongo que, en este caso, se pueda hablar de territorialidad, que es un concepto más am­plio que el de territorio. Es así como puede existir una territorialidad sin territorio, es decir, puede existir un campo de representaciones terri­toriales que los actores sociales portan consigo, incluso por herencia histórica —como los judíos y su “tierra prometida”—, y hacen cosas en nombre de estas representaciones. Pero puede no existir un terri­torio (concreto) correspondiente a este campo de representaciones. Pienso que, por lo menos en el ámbito de la Geografía, puede exis­tir un campo de representaciones territoriales, una territorialidad, pero sin territorio. (Siempre digo que el geógrafo “tiene un pie en la Tierra”, pero no sabe cómo puede sacarlo de allí.) No existe, por tanto, un territorio sin base material, y no podemos trabajar con un concepto de territorio que no tenga esa base, pero podemos trabajar con el concepto de territorialidad —o también, con el de múltiples te­rritorialidades—. Un migrante que circula por diferentes territorios y va acumulando vivencias y múltiples sentimientos ligados a esas distintas territorialidades, construye una concepción multiterritorial del mundo, aunque funcionalmente dependa de un solo y precario territorio. Tenemos aquí el caso de territorialidades sin territorio co­rrespondiente


Elementos de construcción de territorios y la movilidad territorial.


En la cuestión del territorio, muchas son las distinciones posibles: territorios a nivel social e individual (sociólogos como Irving Goff­man analizan el territorio individual), macro y micro territorios, te­rritorios con mayor carga funcional o simbólica, etc. Y hay también una multiplicidad más interna, porque el territorio tiene sus elemen­tos constituyentes. Pero una característica cada vez más presente es la movilidad, la composición en red. Podemos decir, como Raffestin, que todo territorio tiene invariantes territoriales, es decir, ele­mentos constituyentes indisociables y por lo tanto inherentes, que él llama mallas, nudos y redes. La malla es como un tejido, una superficie que cubre toda un área, pero que si se mira desde otra escala, con una lente, se puede ver la trama o la red allí dibujada. Me parece una buena metáfora, porque cuando hablamos de superficie, de área o de zona, tenemos que pensar la zona, ante todo, como un conjunto de redes o de mallas. Lógicamente, esos elementos son privilegia­dos diferentemente según el tipo de sociedad, sujeto o grupo social que está en juego. Nuestra propuesta es trabajar con los elementos: zona, flujo y polo. Cada territorio está compuesto de alguna manera por esos tres elementos —los dos últimos, el flujo y el polo, conju­gados—, formando la red. 


No podemos olvidar tampoco que hay momentos en que los territorios no tienen una lógica claramente visible, ni zonal ni reti­cular. Hay momentos en que los territorios están en una especie de confusión, de formación incierta, en la que se percibe una “ilógica” más que una lógica. Por eso propongo una tercera perspectiva, pre­sente en todo proceso de desterritorialización y reterritorialización, pero que a veces se impone: se trata de lo que yo denomino “aglo­merados”, un espacio confuso que carece de una lógica clara o, por lo menos, en que por momentos no es evidente el dominio de una lógica, ni zonal ni reticular. Cuando entra la policía en las favelas de Río y el narcotráfico empieza a pelear, hay momentos en que no se sabe dónde ir, ya que ni el territorio de la casa es seguro porque la policía o el traficante pueden entrar en cualquier momento. Son situaciones de “aglomerado” territorial, siempre vistas como mo­mentos, como transiciones.


La gran cuestión que se plantea para la construcción contempo­ránea de los territorios es la de la creciente movilidad, así como la de la posibilidad de intensificación de la construcción de una mul­titerritorialidad. El territorio también puede construirse en medio a una movilidad muy intensa. Y la movilidad creciente puede tener tanto un papel reterritorializador como desterritorializador. Se pro­duce una reterritorialización cuando la movilidad está bajo control, lo que ocurre en las grandes empresas, pero también en los movi­mientos cotidianos de grupos subalternos (que pasan muchas horas desplazándose). Esa reterritorialización es muy evidente cuando se trata de los grupos más privilegiados, que pueden tener plenos po­deres sobre sus circuitos de circulación. Aquí resulta interesante el ejemplo de los grandes ejecutivos de empresas transnacionales con su movilidad cotidiana. Ellos están viajando constantemente, pero siempre por territorios muy semejantes, por territorios que pueden ser funcionalmente diferentes pero que, simbólicamente, casi no cambian. En efecto, ellos no salen de su gran territorio-red que fun­ciona casi como una burbuja dentro de la cual están circulando. Este es un claro ejemplo de reterritorialización en y por el movimiento, un movimiento que se repite siempre a través de territorios estan­dardizados: las mismas redes de hoteles, oficinas, tiendas o bancos. Esos ejecutivos no se atreven a ingresar en territorios ajenos, en territorios cultural o económicamente diferentes— si se los coloca­ra en una favela o en un barrio étnicamente distinto, por ejemplo, se sentirían perdidos—. Esto muestra cómo se dibuja en el mundo contemporáneo una serie de territorios-red no interconectados en­tre sí, aunque sean muy cercanos físicamente y estén situados el uno al lado del otro en las grandes ciudades globales.


Los migrantes en diáspora también constituyen un buen ejem­plo de multiterritorialidad. Pero ellos, al contrario de los grandes ejecutivos de empresas transnacionales, pueden tener, además de una multiterritorialidad en el sentido más funcional, una multite­rritorialidad cultural, simbólicamente diversificada. Algunos tienen fuertes vínculos con migrantes de la misma diáspora en diversos países y siempre se reproducen dentro del mismo grupo. Pero otros tienen la posibilidad de transitar por territorios ajenos (del “Otro”), especialmente cuando se trata de grupos más subalternizados que, incluso por sus condiciones económicas, se ven obligados a ingresar o transitar por otros territorios. Esto pude verificar claramente en mi investigación sobre el encuentro entre gauchos y “baianos” al oeste de Bahía, en el nordeste brasileño, donde existía un barrio lla­mado “barrio de los gauchos”, en el que sólo habitaban los sureños (los que venían del sur de Brasil) y eran todos clase media alta, con casas muy buenas; estos gauchos tenían muy poca comunicación con los habitantes “baianos”, de residencia más antigua, y alber­gaban muchos prejuicios hacia ellos, como pude comprobarlo en mis encuestas. Cuando visité la periferia urbana, me encontré con otros gauchos, pero esta vez más pobres, que no tenían ninguna área exclusiva e incluso algunos estaban casándose con baianas, algo im­posible o muy raro para los miembros de las familias de los grupos más ricos del “barrio de los gauchos”. Esto muestra hasta qué grado es compleja la entrada en el territorio del “Otro” y la vinculación con el mismo, a veces incluso cuando se trata de miembros de un mismo grupo identitario-cultural, como es el caso de los gauchos. Se dibuja aquí una multiterritorialidad, pero ahora ya empezamos a ver que hay multiterritorialidades más funcionales (como la de los grandes ejecutivos o empresarios), y otras más simbólicas (como las de muchos migrantes en diáspora), donde se observa en mayor medida un proceso de dominación, pero también un proceso de apropiación del espacio. 



La movilidad tiene un sentido desterritorializador especialmente cuando está asociada a la precarización de las condiciones materia­les de vida, lo que equivale a un menor control del territorio. En espacios inestables e inseguros, la desterritorialización puede estar relacionada también con procesos de desidentificación y pérdida de referencias simbólico-territoriales —lo cual refleja una pérdida de control del espacio, como ocurre con muchos grupos de los “sin techo” y con aglomerados humanos como algunos campos de refu­giados o algunas situaciones de conflicto y violencia generalizada—. En este caso sí se puede hablar de una movilidad intensificada que desterritorializa; por lo tanto, la desterritorialización es un término muy equivocado cuando se aplica a los grupos hegemónicos en su movilidad completamente “bajo control”. 




Se puede decir, entonces, que así como la territorialización, nor­malmente vista como fijación y relativa inmovilidad, se puede cons­truir también en el movimiento, formando territorios móviles, la desterritorialización, comúnmente vista como la intensificación de la movilidad, también puede producirse a través de la “inmoviliza­ción”. Esta es otra perspectiva interesante, ya que pone de mani­fiesto la ambivalencia de estos procesos por el simple hecho de que los límites de nuestro territorio pueden no haber sido definidos por nosotros y, lo que es más grave aún, pueden estar bajo el control o el mando de otros. En la antigua cárcel se puede afirmar que los encarcelados estaban desterritorializados o, mejor, precariamente territorializados, pues no tenían control sobre sus territorios (donde fueron “fijados”). Este es un buen ejemplo del sentido relacional del territorio. La relación social que se construye a través de las pa­redes de la cárcel muestra que está mucho más “territorializado” quien controla la entrada y la salida, quien tiene la llave para abrir y cerrar.



Migraciones: movilidad y precarización



El concepto de multiterritorialidad


Dentro de estas nuevas configuraciones en la in-movilidad territo­rial se dibuja lo que proponemos llamar multiterritorialidad, térmi­no que resulta más adecuado para algunos grupos que el término desterritorialización. La multiterritorialidad es la posibilidad de te­ner la experiencia simultánea y/o sucesiva de diferentes territorios, reconstruyendo constantemente el propio. Esta posibilidad siempre existió —(esto es importante, pues incluso los hombres más “primi­tivos” no se atenían a un solo territorio)—, pero nunca en los niveles contemporáneos, especialmente a partir de la llamada compresión del espacio-tiempo. Entonces la experiencia simultánea y/o sucesiva de diferentes territorios define la multiterritorialidad. Yo propongo también distinguir un sentido más amplio y otro más estricto —más contemporáneo, digámoslo así— de la multiterritorialidad. 


En un sentido más amplio, la multiterritorialidad se forja en la modernidad especialmente a través de esos dos poderes que, inspi­rados en Foucault, denominamos poder soberano y poder discipli­nario, tanto de modo simultáneo como sucesivo. De modo simul­táneo cuando se trata simplemente de la conjugación in situ (en el mismo local) de niveles macro y micro, como la lógica estatal que incluye al mismo tiempo un territorio individual (la propiedad pri­vada), uno municipal, uno estadual o provincial y otro nacional. En efecto la soberanía exclusiva y la propiedad privada son núcleos de esta multiterritorialidad “clásica”, siendo la propiedad privada el pri­mer territorio en este conjunto multiterritorial de escalas diferencia­das. Los distintos espacios disciplinarios individuales también pue­den configurar una multiterritorialidad sucesiva, cuando se pasa, por ejemplo, de un microterritorio disciplinar a otro —del cuarto de la casa a la escuela o de la escuela a la fábrica—. Este carácter sucesivo de la multiterritorialidad implica la conjugación, por movilidad, de diferentes territorios formando territorios-red, lo cual es típico de la organización de las grandes empresas y también de la condición multi-residencial de los más ricos, como en la “topoligamia” (o “ca­samiento con varios lugares”) identificada por el sociólogo Ulrich Beck (1999). Este autor habla de una mujer alemana que tiene una casa en Kenia, donde vive durante seis meses (en el invierno euro­peo) y otra en Alemania, donde vive otros seis meses (en el verano); de este modo construye una multiterritorialdad sucesiva que implica una movilidad física de desplazamiento. 


También encontramos un ejemplo de esta multiterritorialidad su­cesiva en las estrategias de supervivencia de algunos grupos subal­ternos, como en el caso de los indígenas en la frontera de Brasil con Paraguay. Éstos fueron obligados a recluirse en reservas, pequeños territorio-zonas muy bien delimitados por el Estado que subvier­ten su cultura original nómada. Es así como de nómadas ellos se volvieron casi reclusos, confinados en pequeños espacios zonales, como víctimas de un poder disciplinario que confina a los indivi­duos y a los grupos en espacios muy bien delimitados. ¿Qué hicie­ron? Ignoraron la reclusión en los micro-territorios de las “reservas” e incluso ignoraron la existencia de la frontera internacional —al­gunos pasan 60, 90 días en un lado de la frontera (son los mismos indígenas guaraníes de los dos lados) y 60, 90 días en el otro—. Su territorialización en términos de territorios-zona fragmentados es reterritorializada en forma de territorios-red que ignoran la frontera internacional, y ahora mismo los documentos oficiales de los guara­níes explicitan esa condición y demandan el reconocimiento de su condición “transterritorial”. 


En sentido más estricto, la multiterritorialidad puede significar la articulación simultánea de múltiples territorios o de territorios en sí mismos múltiples e híbridos, un poco como ocurre cuando los anglosajones hablan del “sentido global del lugar” (Massey, 2000). Doreen Massey utiliza el ejemplo de su barrio (Kilburn), en Lon­dres, donde hay bengalís, hindúes, pakistaníes, africanos y chinos, migrantes que también existen y se territorializan en varios otros lugares del mundo. Pero lo que hace la diferencia y la singularidad de este “lugar” es la forma en que allí se combinan. Un lugar “global” es un lugar-red, semejante al territorio-red, pero que no necesita desplazamiento físico para realizar su pluralidad; ésta se da dentro del propio “lugar”(o territorio, si enfatizamos las relaciones de po­der —funcional y simbólico— que dicho lugar incorpora).


Hay también otra cuestión muy importante relacionada con los territorios múltiples accionados virtualmente: las “comunidades vir­tuales” y toda esa dimensión inmaterial que también tiene que ser analizada —no en sí misma, sino por las vinculaciones/interferen­cias que generan en el espacio concreto—. Hay investigaciones que afirman que en nuestros días hay mucho más contactos virtuales, pero también que, al mismo tiempo, hay mucho más contactos “rea­les”: las personas se encuentran más, aunque muchas veces a través de contactos materiales-funcionales, y no a través de un intercambio efectivamente simbólico-afectivo.


De aquí la cuestión de la conectividad, de la accesibilidad a otros territorios mediante contactos informacionales/inmateriales. Esta conferencia también está siendo retransmitida por internet. Las te­leconferencias serían un ejemplo de cómo se puede intervenir en el territorio del otro, ejerciendo algún tipo de control sobre él al entrar en su casa con estas imágenes. Aunque débil, algún tipo de control se está ejerciendo por parte del otro también. Cuando se habla con cámara en una computadora se está entrando en el territorio del otro, y eso es completamente nuevo porque se trata de una inter­ferencia “virtual” simultánea, como si los territorios se volvieran mucho más vulnerables e interpenetrables. Esto implica la cons­trucción de una multiterritorialidad en sentido nuevo, a mi modo de ver en un sentido más estricto, más contemporáneo y “posmoder­no” (término polémico). Por otro lado, también se puede construir múltiples territorialidades en un sentido estrictamente simbólico; se puede hablar de multiterritorialidades que se sobreponen y que componen las múltiples representaciones que construimos sobre el espacio —sin olvidar que, muchas veces, actuamos más en función de esas imágenes territoriales que de las condiciones materiales que ese territorio incorpora—.


A veces el prefijo “multi” parece que aún connota cosas sepa­radas: múltiples territorios, pero uno al lado del otro, separables. Pienso que en algunos casos, por lo menos, se puede utilizar el pre­fijo “trans”, quizá más apropiado para indicar la superposición, la imbricación y la convivencia conjunta de territorios, o ese tránsito tan frecuente para algunos grupos por territorios diferentes. A ve­ces ese tránsito es tan intenso que parece que estamos en tránsito permanente, ubicados en un espacio o en un territorio en constante movimiento. Hay una expresión que me gusta: “vivir en el límite”, vivir en las fronteras. Esto tiene un sentido para los pueblos más desterritorializados y más precarizados: vivir en el límite, tener la capacidad de pasar de un territorio a otro como una cuestión de su­pervivencia, de modo que, aún sin salir del mismo espacio físico, se pueda participar de dos territorios (poderes distintos ejercidos sobre el mismo espacio), al mismo tiempo o en momentos diferentes. Hay favelas en Río donde algunos grupos pueden participar al mismo tiempo de un territorio parcialmente controlado por la policía y el Estado, y por el narcotráfico; o servirse de uno de esos procesos de territorialización —que están presentes al mismo tiempo— en mo­mentos diferentes. También es posible vivir entre una y otra cultura en el sentido de distintas identidades territoriales que se cruzan. 






Tomado de:
HAESBAERT, Rogerio (2013): "Del mito de la desterriotorialización a la multiterritorialidad" En Cultura y representaciones sociales, Año 8, n° 15 Instituto de Investigaciones sociales de la UNAM.