21 agosto 2018

Dioniso. Michel Maffesoli



Dioniso


Michel Maffesoli



Estar poseídos por los objetos que creíamos poseer, conceder importancia al sentido estético de las cosas, participar en las múltiples histerias (deportivas, musicales, religiosas, políticas) que ritman la vida social, es lo que debe hacernos prestar atención a una antigua figura mitológica cuya significación es difícil calibrar. ¡Al hablar de Dioniso de una manera insolente, o en cualquier caso poco académica, Nietzsche había sobresaltado a los lameculos universitarios de su época! Y, todo hay que decirlo, en los diferentes cenáculos de la intelligentsia moderna el sobresalto sigue estando a la orden del día.


Por el contrario, grupos musicales, líneas de ropa, marcas de licores, producciones cinematográficas, instalaciones artísticas, círculos de reflexión filosóficos e incluso locales de intercambio de parejas, no dudan en reivindicar el patronazgo de este dios petulante y ambiguo. En efecto, si hay un icono cuyo renacimiento es difícil negar es, a buen seguro, el de Dioniso. En sentido estricto, se trata de la reaparición de una corriente subterránea. De una capa freática que no se veía, pero que irrigaba toda vida en la superficie. Mito recurrente. Es, más allá o más acá del eclipse moderno, un mito perdurable. El del placer de ser, del que la posmodernidad proporciona múltiples y constantes ilustraciones.


Nombre propio, Dioniso puede convertirse en adjetivo calificativo, dionisiaco. Asimismo, puede designar una forma de sabiduría, dionisiaca, que incita a gozar, bien que mal, de esta tierra y sus frutos. Y no es necesario ser un especialista en mitología griega para comprender que se trata de uno de esos arquetipos eternos que, en determinadas épocas, vuelven a adquirir fuerza y vigor. Por consiguiente, se trata de un icono emblemático, una especie de tótem inconsciente en torno al cual se producen los múltiples agregados sociales que constituyen la sociedad. Dioniso es el dios «de los cien nombres». Es múltiple y, a semejanza de la vida misma, fluidez total y perpetuo devenir. Es un dios proteiforme.


Se lo ha comparado con el «Inmortal Proteo» que, acompañado por su tropa de focas, imita las olas del mar. Un mar a la vez variado en sus olas y único en su reunión. En este sentido, está cerca de la maya de los hindúes, con sus innumerables formas. Es pues una entidad que, bajo nombres variados, repite una sola y única realidad. A título personal, siempre me pregunté por qué mi pequeño ensayo sobre la significación sociológica y metafórica de este dios petulante se tradujo, aparte de a otras lenguas europeas, al japonés, al coreano y al chino. Y es porque, pensándolo bien, este arquetipo entra en correspondencia, en las cuatro esquinas del mundo, con el resurgimiento de la función orgiástica en nuestras sociedades. Se trata pues, en un modo transversal, de un estado de la conciencia o del inconsciente colectivo que, bajo distintos nombres, expresa el retorno de una nueva, o más bien renovada, vitalidad. ¡Cuánto desprecio, sonrisitas tácitas o, sencillamente, encogimiento de hombros suscitó esta orgía¡ ¡Cuando no se producía la famosa y habitual conspiración de silencio! Y es que en la opinión intelectual moderna prevalece el espíritu de seriedad. Ese profundismo cuyos perjuicios puso de manifiesto el mediterráneo Paul Valéry. En pocas palabras, ese miedo a la vida, ese desprecio por este mundo en nombre de hipotéticos paraísos futuros, ya sean religiosos o políticos.


El catastrofismo vigente vitupera al Homo festivus que, en su efervescencia, tiende a eludir la admonición moral. A burlarse incluso, con una desenvoltura que no puede resultar más irritante. No hay más que escuchar las innumerables tertulias televisivas para darse cuenta de la obsesión curiosa, acaso malsana, de la mayoría de los participantes por dar una explicación en términos políticos o económicos de todos los fenómenos sociales. Y si a un iluso se le ocurriese proponer una interpretación de esos mismos fenómenos mediante un recurso al factor emocional o a las pasiones enfrentadas, tras escucharlo distraídamente, se le conminaría insistentemente a que ¡vuelva a poner los pies en el suelo! Curiosa denegación, porque es precisamente en este «suelo» donde arraiga quien fue calificado como «divinidad arbustiva»: Dioniso. Y el orgiasmo, al no ser en absoluto reductible al orgasmo sexual, es ante todo, y en todos los aspectos, el juego de las pasiones (orgé) colectivas. Pues una libido generalizada no se limita a un pansexualismo un tanto reductor. Es una especie de rumor subterráneo, que contamina, progresivamente, todas las maneras de interpretar el mundo.


¿Cuáles son, por tanto, las grandes características del icono dionisiaco? En primer lugar, precisamente, esta dimensión «terrena»: es una divinidad llamada «ctónica», un dios autóctono. Se consagra y está unido a esta tierra. Con ello, y para retomar un término de la filosofía clásica, se pone el acento en un fuerte inmanentismo. ¿Qué quiere decir sino no esperar otro goce que del aquí y el ahora? Podemos decirlo en varios idiomas sin que la comprensión disminuya para la mayoría. Por ejemplo, el Carpe diem de larga memoria, y que veremos declinarse en francés textualmente de todas las formas posibles. Restaurantes, camisetas, grupos de rock, círculos de meditación, cámpings para el intercambio de parejas, cofradías báquicas, líneas de ropa, asociaciones zen: ¿acaso hay algo, around the world, a lo que no se le haya aplicado el viejo adagio latino? Sucede lo mismo con el no menos célebre, aunque más reciente, No future. También aquí se expresa la repatriación del goce característica de las variadas prácticas o técnicas dionisiacas. No posponer el placer para más tarde, sino obtenerlo, aunque sea relativamente, de lo que se presenta y se vive, con los demás, en este Instante eterno que se ha logrado arrebatar a las obligaciones sociales.


El momento adecuado, la ocasión propicia, el sentido de la oportunidad: eso es lo que caracteriza el presenteísmo dionisiaco. Y no se trata aquí de una simple cuestión de escuela, desde el momento en que la falta o incluso el rechazo del proyecto es aquello mediante lo cual se puede caracterizar la sensibilidad juvenil ante el porvenir. No se trata de la angustia existencial ante un futuro incierto, sino más bien de una actitud vital, en concordancia con el espíritu de la época. Basta con sacar provecho de lo que el tiempo nos concede. Ya veremos qué pasará mañana.


Postura trágica donde las haya, que siempre, cuando reaparece, viene acompañada de júbilo. El goce y lo trágico avanzan cogidos de la mano. Y el presenteísmo dionisiaco es una forma de sabiduría que pretende homeopatizar la muerte, reconciliarnos con la intensidad del momento vivido y, por ello, combatir la angustia del tiempo que pasa. La otra marca distintiva de este mito es el culto al cuerpo. Pues ya que conocemos su precariedad, es preciso que lo celebremos y lo valoremos con la mayor intensidad posible. Los historiadores mostraron cómo en el siglo XIX, y podemos añadir una buena parte del XX, el cuerpo sólo se legitimaba en su actividad productora o reproductora.


Eso a cuyo comienzo estamos asistiendo es la reanudación de las grandes épocas culturales que fueron, por ejemplo, la decadencia romana y el Renacimiento europeo, en las que lo importante era, por retomar el consejo de Ronsard, aprender a «coger las rosas de la vida». Conocemos su condición efímera, y eso es un acicate mayor para que apreciemos su fragancia. Un cuerpo amoroso, un cuerpo gozoso. Es lo que la moda, la dietética o el body building muestran. Proliferan tiendas y revistas especializadas en él. Y los lugares en los que se cultiva su bienestar son, en la actualidad, moneda corriente. Por ejemplo, saunas, spa, diferentes talasoterapias, salones de masaje thais, californianos, cachemires, coreanos, etc., cuya enumeración pasa por técnicas ancestrales con denominaciones étnicas reales o inventadas.


Ayurveda, baños de barro de varias procedencias, aceites de perilla, de argán, de higos chumbos, jarabe de espino amarillo, jugo de abedul, sin olvidar el tantra, el tao o el qigong: todo sirve para celebrar el bienestar integral o para dar más valor al cuerpo individual. Pero, al hacerlo, lo que se celebra también es el cuerpo social, porque el hedonismo inducido mediante estas técnicas y prácticas va contaminando poco a poco el conjunto de la sociedad. De lo que, en realidad, se trata es de un medio ambiente, en el sentido fuerte del término, que determina los modos de vida de todos y cada uno de nosotros. Nada ni nadie permanece inmune. El corporeísmo es, a buen seguro, el valor dominante. El goce se vive a flor de piel.


Lo propio de estas pasiones vividas en común es todo menos individualista. Dejemos que los hechizos del coro de vírgenes desconsoladas, que son los desheredados intelectuales modernos, canten el reforzamiento del individualismo contemporáneo. Y, empíricamente, observemos todos esos frenesíes multitudinarios posmodernos en que el colectivo efervescente disfruta saliéndose de madre.


Lo corroboran investigaciones de prestigio, que revelan que raros son los ámbitos en que las concentraciones tribales no constituyan la regla. Desde luego, es el caso de la música, de cualquier tipo: techno, metal extremo, rock, rap… Encontramos ahí el éxtasis en estado puro. Y tales concentraciones no son ya excepcionales paréntesis en la tediosa rutina de la vida cotidiana, sino, muy al contrario, pulsaciones regulares que ritman y, a menudo, determinan la existencia toda de sus protagonistas. Política, actividad económica, seriedad de la existencia, todo se deja de lado cuando se celebra un mundial de fútbol o de rugby, un torneo de tenis o un gran premio de Fórmula 1. También aquí revelan su pertinencia los factores emocionales, y prevalecen las histerias colectivas que no desmerecen en nada a las que tenían lugar en las tribus primitivas o las sociedades tradicionales. De un modo similar es como hay que analizar los momentos y los lugares del fervor religioso. Concentraciones mundiales de la juventud, peregrinaciones a Santiago de Compostela o a Chartres, fiestas rituales hindúes a orillas del Ganges, cultos de posesión afrobrasileños, fiestas marianas diseminadas por el mundo, celebraciones de Halloween y demás comidas del Ramadán son miríadas las manifestaciones de este orden cuya relevancia es imposible negar.


En cada uno de estos casos, el pretexto doctrinal tiene poca importancia. Ante todo, se trata de vibrar en compañía. De entrar en comunión y, eventualmente, en trance. La religiosidad ambiente debe entenderse en uno de los sentidos etimológicos que se atribuyen a esa palabra: el deseo, el placer, de estar religado al otro. Ya sea este otro el grupo, la naturaleza o la divinidad. Religancia fundamental, que relega el individualismo a la categoría del pasado moderno. Basta con observar, igualmente, el aspecto que cobran las campañas políticas para convencerse de que Dioniso ha vuelto entre nosotros. El cuerpo doctrinal sólo se murmura en voz baja: lo único que importa es la excitación no racional propia de los mítines y diversas galas «a la americana», donde reina la histeria. Y, en todos los campos, es significativo ver cómo los políticos más teóricos se eclipsan ante los bufones del estrado.


En efecto, incluso la seriedad política ha perdido su dimensión apolínea, su armazón racional, para dejar paso a la expresión de las pasiones colectivas en que la música, los gritos, las escenificaciones y las invectivas prevalecen con mucho sobre la exposición ordenada de una argumentada demostración. En suma, al acentuar el factor emocional, también la política posmoderna se ha vuelto Dionisíaca. Es lo mismo, en fin, que se presenta en lo que podemos llamar la sociedad de consumo. Ésta adopta múltiples formas. Sólo aludiré aquí a esos momentos de excitación colectiva que son las épocas de «saldos y rebajas». También aquí se revela de un modo flagrante el culto al tumultuoso Dioniso. Sin falsas vergüenzas ni contención alguna, el día «D» y a la hora «H», una turba desenfrenada de bacantes se precipita sobre los objetos codiciados, a riesgo incluso de pisotear a los demás o de destrozar lo que se pretende adquirir.


La muchedumbre furiosa se mueve por el deseo de poseer tal o cual objeto que la atrae, pero se ve rápidamente poseída por eso mismo que cree poseer. ¿Seguimos estando en el terreno de la economía cuando en el origen de estos movimientos consumistas multitudinarios actúa una especie de pulsión animal? Pues es innegable que el «efecto desencadenante» resulta de la acción subterránea de Dioniso, ese «bribón divino».


Una mitología de efervescencia, un tanto gregaria, se está esbozando. Es el retomo de un societal profundo en que la simpatía, incluso la empatía, prevalecen sobre la racionalidad que se había impuesto durante la modernidad. Nada resiste ante las bruscas acometidas del Dioniso polimorfo. Pero lo que destruye es, al mismo tiempo, garantía de creación. Esta creación, que adopta formas múltiples y minúsculas, es la misma que caracteriza a las pequeñas utopías o libertades intersticiales que, mediante sedimentaciones sucesivas, constituyen el imaginario social del momento.

 
Concierto de David Guetta.
Cluj Napoca, Rumania, agosto de 2015


Hedonismo


El hedonismo tiende a contaminar el conjunto de la vida social. Observemos asimismo cómo el término lúdico, algo anticuado, se utiliza a cada paso. En nuestros días, cualquier motivo es bueno para celebrar su fiesta. Fiesta de la música, por supuesto, pero también del patrimonio, de la ciencia, de la empresa, de las madres, de los padres, de las abuelas (¡y la lista está muy lejos de haberse acabado!). En pocas palabras, la estética está en el aire de los tiempos.


Lo propio de un mito radica en captar la vida en su totalidad. Y cuando una figura mítica se impone, todo, progresivamente, queda sometido a su dominación. Poco o mucho, su acción contamina todas las formas de socialización. Así, la educación, el trabajo, la temporalidad, la cultura, etc., se ven determinadas por una concepción del mundo dominante en un momento dado. Al mismo tiempo, un mito expulsa a otro. O, como mínimo, lo vuelve marginal o relativo. Eterna guerra de los dioses, cuyos efectos se pueden ver a largo plazo. Y que hace que el triunfo de un dios nunca sea duradero. Tan cierto es eso, que debe, una vez agotados sus encantos, ceder su sitio al que lo ha suplantado. La forma más común de esta guerra de antigua memoria es la que enfrentó a Dioniso y Prometeo.


Y si los entendemos en un sentido metafórico, es imposible evacuar, con un simple encogimiento de hombros o con un guiño ingenioso, su profunda significación antropológica. Así, la figura de Prometeo, tal como se impone a lo largo de la modernidad, es otra manera de expresar lo que adecuadamente se llama el mito del Progreso. A partir de entonces, se le subordinan tanto los aspectos de la existencia individual como los de la vida colectiva. Los historiadores han mostrado cómo, en el siglo XIX, la actividad laboral se realizará bajo la égida del imperativo categórico que es el valor trabajo. Educación nacionalizada, lucha contra el vagabundeo endémico, establecimiento de instituciones sociales, todo eso se elabora en función y bajo la mirada de la figura prometeica. Se puede decir que en su apogeo, en el siglo XIX, suscita una movilización generalizada. Y precisamente porque ejerce ese dominio, la figura alternativa, la de Dioniso, queda relegada en cierto modo a la museografía. Desde luego, sigue existiendo, pero permanece arrinconada al abrigo de las paredes de la vida privada, y deben producirse las mínimas incidencias posibles en la dimensión pública de la sociedad.


Es cierto que hubo la eflorescencia romántica, y luego la simbolista, pero lo que retrospectivamente nos parece de una gran importancia cultural no incumbió, en la época, más que a pequeños grupos de happy few. Algunos bohemios desmelenados, exaltados poetas o artistas decadentes. Nada que haya tenido una real influencia sobre el conjunto de la vida social. Salvo que —y ahí reside la misteriosa alquimia de las metamorfosis culturales— son los valores de lo que Serge Moskovici llama las «minorías activas» que irán contaminando poco a poco la totalidad del cuerpo social. Para entender adecuadamente este fenómeno, propongo una ley de los tres estados: primero, algo es secreto; luego, se vuelve discreto; y finalmente, se hace ostensible como valor dominante. La estética es el valor secreto característico de los pequeños grupos románticos en el siglo XIX. Se vuelve discreta, pero algo más llamativa, en el período de entreguerras, con el dadaísmo, el surrealismo y demás movimientos vanguardistas. Luego, tras la Segunda Guerra Mundial, y más precisamente en los años sesenta del siglo XX, se vuelve visible y se capilariza en el conjunto del cuerpo social.


A este respecto, es instructivo observar cómo la dimensión lúdica, y un tanto insolente, de la existencia que se encuentra en los letristas, los situacionistas y, luego, en la efervescencia propia de las rebeliones de la década de 1960, se volverá a encontrar, incluso convertida en espectáculo, en la publicidad, la prensa y las distintas prácticas de la vida cotidiana. Contemplar la vida como un juego, anteponer su dimensión lúdica, tal es la forma que adopta la estetización galopante, otra forma de decir el retorno de ese icono que es Dioniso. 


Estetización. ¿Qué significa si no, en un sentido cercano al de su etimología, el hecho de anteponer las pasiones comunes? Fue así cómo la cultura griega, en su momento fundador, entendía la estética (aisthesis): el hecho de experimentar con otros una emoción ante una estatua, un templo, al escuchar una tragedia o una obra musical. En su aspecto dinámico, la estética se apoyaba en las vibraciones comunes.


Por el contrario, se ha llamado estético al objeto (estatua, templo) al que se refería esta emoción. Emoción, por lo demás, cada vez más individual. De ahí la «museocratización» a la que nos hemos referido. La estética se ha vuelto, en el siglo XIX, estática. El retomo del dinamismo estético es lo que parece prevalecer en nuestros días. Todo es una buena ocasión para vibrar juntos. El sociólogo Alfred Schütz hablaba, a este respecto, de «sintonía». Tocar música juntos. Participar en una multiplicidad de prácticas deportivas. Recorrer el Camino de Santiago, u otras reuniones religiosas. Dejarse arrastrar por la histeria en época de rebajas. Participar en los éxtasis colectivos durante los grandes mítines políticos. Todo es una ocasión propicia para salirse.


Los múltiples festivales que rompen, cada vez más, la rutina de la existencia cotidiana, como la «Noche Blanca» instaurada por el Ayuntamiento de París y que tiende a exportarse a otras ciudades del planeta, todo eso demuestra que lo festivo se ha convertido en una realidad ineludible de consecuencias económicas, culturales, sociales y políticas incuestionables. Desde luego, es posible mofarse de este Homo festivus. Se trata incluso de una de las especialidades de una clase intelectual a la que le gustaría que su morosa introspección fuera reconocida como un valor colectivo. De hecho, resalta la (re)novación de una arquitectónica social en la que el juego y el sueño concuerdan con la razón para devolver sus cartas de nobleza a la idea de creación.


Ese es el sentido en que, como he señalado con frecuencia, la «sombra de Dioniso» se proyecta sobre las megalópolis posmodernas. La orgía vuelve a estar de moda. Si en lugar de reducirla, evidentemente, a una simple dimensión sexual, le asignamos su sentido pleno: el de expresar y vivir las pasiones (orge) colectivamente. Durkheim, a propósito de las fiestas de algunas tribus australianas, mostró de qué modo la efervescencia que engendraban «fortalecía el sentimiento que la comunidad tenía de sí misma». Eso lo llevó inmediatamente a hablar de la necesidad de los «ritos expiatorios», ritos de llantos (de alegría, de tristeza) que poseían una función de aglutinante social.

















Tomado de:
MAFFESOLI, Michel (2009): Iconologias. Nuestras idolatrías posmodernasBarcelona, Península, pp. 33-38 y 50-53.

12 agosto 2018

El hombre que dice no. Fabricio Borja


Albert Camus (1913-1960)

El hombre que dice no

Fabricio Ernesto Borja


En su libro de ensayos titulado Contra la interpretación (1961), Susan Sontag explica la idea central del libro de Camus, El hombre rebelde (1951), y dice al respecto que “Camus fue para toda una generación literaria, el escritor que representaba la figura heroica del hombre viviendo en un estado de permanente revolución espiritual. Pero es también un hombre que propuso y defendió esa paradoja: un nihilismo civilizado, una rebeldía absoluta que reconoce límites”. La rebelión, para Camus, justamente, debe respetar el límite que descubre ella misma, allí donde los hombres, al juntarse, comienzan a ser. El pensamiento rebelde no puede por tanto, prescindir de la memoria, establece una tensión perpetua con ella. “En los escritos de Camus –escribe Sontag– la bondad se ve forzada a escoger simultáneamente el acto apropiado y su razón justificada. Así es la rebelión” (1) 


El hombre rebelde es un ensayo sobre la realidad (de aquel momento, y por qué no del nuestro), sobre la lógica del crimen y su justificación. También es un ensayo sobre el arte contemporáneo y una crítica a la tradición nihilista. La rebelión, como el arte, es fabricante de universos; la exigencia de la rebelión es una exigencia estética. Los pensamientos rebeldes son fenómenos de una retórica que expresa un universo cerrado, el del propio artista. El arte no puede vivir del rechazo total, no existe el arte del absurdo. El hombre, para crear la belleza, al mismo tiempo que rechaza lo real, exalta alguno de sus aspectos. El arte, por tanto, recusa lo real, pero no se sustrae a él. Se trata a la vez de una huida del devenir perpetuo, a través de una forma que el artista presiente y quiere arrebatarle a la historia.


Si el rechazo es total, como pretende el nihilismo, la realidad es expulsada enteramente y se obtienen obras puramente formales. Si por el contrario, el artista elige la exaltación de la realidad bruta, tenemos el realismo. En este caso, el artista pretende dar al mundo su unidad quitándole toda perspectiva privilegiada, confiesa su necesidad de unidad, aunque sea degradada. Pero renuncia también a la exigencia primera de la creación artística que es la relativa libertad de la conciencia creadora; su renuncia afirma la totalidad inmediata del mundo (2).


La unidad, como una aspiración rebelde en el arte, surge al término de la transformación que el artista impone a lo real. Esta corrección, realizada por el lenguaje y la redistribución de los elementos tomados de lo real, se llama estilo y da al universo recreado su unidad y sobre todo, su límite. El rebelde aspira así a dar su ley al mundo, y el genio es un rebelde que por su creación ha creado también su propia medida. Por eso no hay genio en la negación en la desesperación nihilista. La estilización supone al mismo tiempo lo real y el espíritu del artista que da su forma a lo real. Dice Camus que “el esfuerzo creador rehace con ella –la estilización– el mundo, y siempre con una ligera desviación que es la marca del arte y de la protesta” (3). Esta desviación simboliza el estilo y el tono de una obra.


Cuando el “otro” exagera la extensión de su derecho más allá de una frontera a partir de la cual otro derecho le hace frente y lo limita, el movimiento de rebelión rechaza esa intrusión intolerable. La certidumbre del buen derecho, no obstante, es confusa, ya que la impresión del rebelde de que “tiene derecho a...”, guarda en sí cierta sensación de tener razón. Por la repulsión al intruso, hay en toda rebelión una adhesión entera del hombre a cierta parte de sí mismo: interviene un juicio de valor. Callarse es, por tanto, dejar abierta la creencia de que no se juzga ni se desea nada. La desesperación nihilista, como el absurdo, juzga y desea todo en general, pero desde el momento en que hay habla, aunque se diga “no”, hay un rebelde que desea y juzga.





El límite del rebelde, su aspiración de ser, lleva en sí un inminente paso hacia la muerte, hacia la nada. “El rebelde –dice Camus– quiere serlo todo, identificarse totalmente con ese bien del que ha adquirido conciencia de pronto y que quiere que sea, en su persona, reconocido y saludado; o nada, es decir, encontrarse definitivamente caído por la fuerza que le domina. Cuando no puede más, acepta la última pérdida, que le supone la muerte, si debe ser privado de esa consagración exclusiva que llamará su libertad. Antes morir que vivir de rodillas” (4)


Con la aceptación de la muerte, todo acto de rebelión se extiende a algo que sobrepasa al individuo en la medida en que lo saca de su soledad y le proporciona una razón de obrar. ¿Existe algo que se pueda conservar de la naturaleza humana? El hombre rebelde entiende que el orden está negando algo que hay en él y que no le pertenece a él solo, sino que constituye un lazo común en el cual todos los hombres tienen una comunidad natural. La rebeldía no tiene sentido sino en aquellos grupos en que una igualdad aparente, teórica, encubre grandes desigualdades (5).


Un hombre concreto, en sociedad, en crisis de búsqueda. La rebelión confirma en él su lugar en el mundo, su razón de ser. Si en el mundo sagrado no se encuentra el problema de la rebelión, es porque no hay en él ninguna problemática real, ya que todas las respuestas han sido dadas. El hombre rebelde, se sitúa antes o después de lo sagrado, y reivindica un orden humano en cual todas las respuestas son humanas, falibles aunque razonablemente formuladas. Por esta necesidad de respuestas, toda interrogación, toda palabra, es una rebelión. Las sociedades occidentales contemporáneas, empobrecidas, a pesar de su apego a la religión mantienen su diferencia con respecto a lo sagrado: lo concreto es el bienestar material, placeres percibidos y deseados, en tanto que la vida espiritual se estanca. Nuestra historia, nuestra memoria, se construye sin consagraciones. 


Con El hombre rebelde, Camus intenta juzgar una época que desarraiga, avasalla y mata a millones de seres humanos. En nuestros días, participamos de otro tipo de absurdo asesinato, el de los valores. Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y no podemos afirmar valor alguno, todo es posible y nada tiene importancia. El peligro de muerte y la muerte misma están muy cerca de cada uno, se han convertido en cotidiana presencia, y siguen siendo, de alguna manera el centro de la negación. El suicidio de los jóvenes, por ejemplo, ¿acaso no es por la indiferencia a la vida que caracteriza al nihilismo todavía vigente? No obstante, los grandes sufrimientos como las grandes dichas, tal como cree Camus, pueden estar al comienzo de un razonamiento. Son intercesores. La rebelión nace de la sinrazón, enfrenta una condición injusta e incomprensible; su impulso ciego reivindica el orden en medio del caos y la unidad en el corazón mismo de aquello que huye y desaparece (6).




Notas


(1) SONTAG, Susan (2005): Contra la interpretación. Bs.As. Alfaguara, p.90.
(2) Cfr. CAMUS, Albert (2004) El hombre rebelde. Barc. Bibl. Grandes Pensadores, p. 277.
(3) Ibídem, p.279.
(4) Ibídem, p.21.
(5) Cfr. Ibídem, p.26.
(6) Cfr. Ibídem, p.16.

27 julio 2018

Humanidad y capacidad literaria. George Steiner




Humanidad y capacidad literaria

George Steiner


Al mirar atrás, el crítico ve la sombra de un eunuco. ¿Quién sería crítico si pudiera ser escritor? ¿Quién se preocuparía de calar al máximo en Dostoievski si pudiera forjar un centímetro de los Karamazov, o reprobaría la altanería de Lawrence si pudiera dar forma al huracán de El arco iris? Toda gran escritura brota de le dur désir de durer, la despiadada artimaña del espíritu contra la muerte, la esperanza de sobrepasar al tiempo con la fuerza de la creación. Brightness falls from the air: cinco palabras y un alarde sonoro que se apaga. Pero han durado tres siglos. ¿Quién querría ser crítico literario si pudiera poner los versos a cantar, o componer, a partir de su propio ser mortal, una ficción viva, un personaje perdurable? La mayoría de los hombres tiene su polvorienta supervivencia en las guías telefónicas viejas (es una suerte que se conserven en el Museo Británico); en el hecho literal de su existencia hay menos verdad y menos vida que en Falstaff o en Madame de Guermantes, sólo por imaginar a éstos.


El crítico vive de segunda mano. Escribe acerca de. Ha de dársele el poema, la novela o el drama; la crítica existe gracias al genio de otros hombres. En virtud del estilo, la crítica puede convertirse en literatura. Pero esto suele acontecer sólo cuando el escritor hace de crítico de la propia obra o de corifeo de la propia poética, cuando la crítica de Coleridge es obra acumulativa o la de T. S. Eliot divulgación. Fuera de Sainte-Beuve, ¿hay alguien que pertenezca a la literatura permanente en calidad de crítico? No es la crítica lo que hace vivir al lenguaje.


Éstas son verdades elementales (y el crítico honrado se las dice en la palidez de la madrugada). Pero corremos el peligro de olvidarlas, porque la época presente está particularmente saturada del poder y el prestigio de una crítica autónoma. Las revistas críticas desatan un diluvio de comentarios o de exégesis; en Norteamérica hay escuelas en las que se enseña crítica. El crítico existe en cuanto personaje por derecho propio; sus admoniciones y sus querellas desempeñan un papel público. Los críticos escriben sobre los críticos, y el joven brillante, en lugar de considerar la crítica como una derrota, como un reconocimiento gradual, deprimente, de los modestos ingredientes de su propio talento, la considera una profesión de gran tono. Esto podría ser casi gracioso; pero tiene un efecto corrosivo. Como nunca antes, el estudiante y la persona interesada por la literatura lee comentarios y críticas de libros más que los propios libros, o antes de esforzarse por formarse un juicio personal. La aseveración del doctor Leavis sobre la madurez y la inteligencia de George Eliot es hoy moneda corriente en la actual sensibilidad. ¿Cuántos de quienes le hacen eco han leído efectivamente Felix Holt o Daniel Deronda? El ensayo del señor Eliot sobre Dante es un lugar común dentro de la cultura literaria; la Commedia es conocida, si acaso, por algunos fragmentos breves (Infierno XXVI o el famélico Ugolino). El verdadero crítico es un criado del poeta; hoy actúa como si fuera el amo, o se le toma como tal. Omite la última, la más importante lección de Zaratustra: «Ahora, prescindid de mí».


Hace precisamente cien años, Matthew Arnold percibió una amplitud y un relieve similares en el pulso crítico. Reconoció que este pulso era secundario respecto al del escritor, que el goce y la importancia de la creación eran de un orden radicalmente superior. Pero consideró el período de bullicio crítico como preludio necesario de una nueva edad poética. Nosotros llegamos después, y ése es el punto neurálgico de nuestra situación; después de la ruina sin precedentes de los valores y las esperanzas humanos a causa de la bestialidad política de nuestra época.


Esa ruina es el punto de partida de cualquier reflexión seria sobre la literatura y sobre el lugar de la literatura en la sociedad. La literatura se ocupa esencial y continuamente de la imagen del hombre, de la conformación y los motivos de la conducta humana. No podemos actuar hoy, ya sea en cuanto críticos o tan sólo en cuanto seres racionales, como si no hubiera ocurrido nada que haya afectado vitalmente a nuestro sentido de la posibilidad humana, como si el exterminio por el hambre o por la violencia de unos setenta millones de hombres, mujeres y niños en Europa y en Rusia, entre 1914 y 1945, no hubiera alterado, profundamente, la cualidad de nuestra conciencia. No podemos fingir que Belsen nada tiene que ver con la vida responsable de la imaginación. Lo que el hombre ha hecho al hombre, en una época muy reciente, ha afectado a la materia prima del escritor —la suma y la potencialidad del comportamiento humano— y oprime su cerebro con unas tinieblas nuevas.


Además, pone en cuestión el concepto primario de una cultura literaria, humanista. El extremo último de la barbarie política surgió del meollo de Europa. Dos siglos después de que Voltaire hubiera proclamado su final, la tortura volvió a ser un procedimiento normal de acción política. No es sólo que la difusión general de valores literarios, culturales, no pusiera freno alguno al totalitarismo; sino también que en ciertos casos notables los santos lugares de la enseñanza y del arte humanista acogieron y ayudaron efectivamente al terror nuevo. La barbarie prevaleció en la tierra misma del humanismo cristiano, de la cultura renacentista y del racionalismo clásico. Sabemos que algunos de los hombres que concibieron y administraron Auschwitz habían sido educados para leer a Shakespeare y a Goethe, y que no dejaron de leerlos.


Esto es de obvia y alarmante importancia para el estudio y la enseñanza de la literatura. Nos obliga a preguntarnos si el conocimiento de lo mejor que se ha dicho y pensado amplía y depura, como sostenía Matthew Arnold, los recursos del espíritu humano. Nos fuerza a interrogarnos acerca de si lo que el doctor Leavis ha denominado «lo fundamental humano», logra, en efecto, educar para la acción humana, o si no existen, entre el orden de conciencia moral desarrollada en el estudio de la literatura y el que se requiere para la práctica social y política, una brecha o un antagonismo vastos. Esta última posibilidad es particularmente inquietante. Hay ciertos indicios de que una adhesión metódica, persistente, a la vida de la palabra impresa, una capacidad para identificarse profunda y críticamente con personajes o sentimientos imaginarios, frena la inmediatez, el lado conflictivo de las circunstancias reales. Llegamos a responder con más entusiasmo a la tristeza literaria que al infortunio del vecino. De esto también las épocas recientes suministran indicaciones brutales. Hombres que lloraban con Werther o con Chopin se movían, sin darse cuenta, en un infierno material.


Esto significa que quienquiera que enseñe o interprete literatura —y los dos ejercicios buscan construir para el escritor un cuerpo de respuesta viva, capaz de discernir— debe preguntarse qué pretende (dirigir, guiar a alguien a través de Lear o de La Orestíada equivale a tomar en nuestras manos los resortes de su ser). Los supuestos del valor de la cultura humanística en relación con la percepción moral del individuo y de la sociedad eran evidentes de por sí para Johnson, Coleridge o Arnold. Hoy están en duda. Debemos alimentar la sospecha de que el estudio y la transmisión de la literatura tengan sólo un significado marginal, sean apenas un lujo apasionado, como la conservación de lo antiguo. O, en el peor de los casos, que distraigan de utilizaciones más responsables y más acuciantes el tiempo y la energía del espíritu. No creo que ninguna de las dos posibilidades sea cierta. Pero la pregunta debe plantearse y profundizarse sin remilgos. Nada más lamentable, en lo que concierne al estado actual de los estudios ingleses en las universidades, que semejante interrogación pueda considerarse exótica o subversiva. Esto es esencial.


De aquí surge la fuerza de los postulados de las ciencias naturales. Al señalar sus criterios de verificación empírica y su tradición de trabajo colectivo (en contraste con la arbitrariedad y el egoísmo aparentes del método literario), los científicos se han sentido tentados a proclamar que sus métodos y sus concepciones están ahora en el centro de la civilización, que la antigua primacía del discurso poético y de la imagen metafísica ha terminado. Y aunque las pruebas no sean concluyentes, parece plausible que dentro de la masa de talento disponible sean muchos, y muchos de los mejores, los que se han vuelto hacia la ciencia. En el quattrocento habríamos deseado conocer a los pintores; hoy, el sentimiento de fruición inspirada, de la mente entregada a un juego libre, sin recelos, pertenecen al físico, al bioquímico y al matemático.


Pero no debemos engañarnos. Las ciencias enriquecerán el lenguaje y los recursos de la sensibilidad (como lo mostró Thomas Mann en Felix Krull, de la astrofísica y de la microbiología habremos de extraer nuestros mitos futuros, los términos de nuestras metáforas). Las ciencias remoldearán nuestro entorno y el contexto de ocio o de subsistencia donde la cultura sea viable. Pero aunque sea inextinguible su fascinación y frecuente su belleza, las ciencias naturales y matemáticas rara vez poseen un interés definitivo. Me refiero a que poco han aportado a nuestro conocimiento o a nuestro gobierno de la posibilidad humana, a que puede demostrarse que hay más profundidad humana en Homero, Shakespeare o Dostoievski que en la totalidad de la neurología o de la estadística. Ningún descubrimiento de la genética mengua o sobrepasa lo que Proust sabía acerca del hechizo y las obsesiones parentales; cada vez que Otelo nos recuerda el orín del rocío en la espada brillante experimentamos más de la realidad sensitiva, transitoria, en que nuestras vidas deben transcurrir, de lo que pueden transmitirnos el contenido o la ambición de la física. Ninguna sociometría de los motivos o las tácticas políticas puede competir con Stendhal.


Y es precisamente la «objetividad», la neutralidad moral en que las ciencias se regocijan y con que logran sus brillantes esfuerzos comunes, lo que las priva de tener una relevancia definitiva. La ciencia puede haber suministrado instrumentos y animado con demenciales pretensiones de racionalidad a los que concibieron los asesinatos en masa. En cambio casi nada nos dice sobre sus motivos, tema acerca del cual valdría la pena oír a Esquilo o a Dante. Tampoco, a juzgar por las ingenuas declaraciones políticas de nuestros actuales alquimistas, puede hacer mucho para conseguir que el futuro sea menos vulnerable a lo inhumano. Las luces que poseemos sobre nuestra esencial, acendrada condición, son todavía las que el poeta nos refleja.


Pero no cabe duda de que en muchas partes el espejo está agrietado o empañado. La característica dominante de la actual escena literaria es la supremacía de la «no ficción» —reportaje, historia, polémica filosófica, biografía, ensayo crítico— sobre las formas imaginativas tradicionales. La mayoría de las novelas, poemas y obras de teatro producidos en los últimos dos decenios no están, sencillamente, tan bien escritas, tan vigorosamente sentidas como otras modalidades de la escritura en las que la imaginación obedece al impulso de los hechos. Las memorias de madame De Beauvoir son lo que hubieran debido ser sus novelas, maravillas de inmediatez física y psicológica; Edmund Wilson escribe la mejor prosa norteamericana; ninguna de las novelas o poemas que han acometido el tema horrible de los campos de concentración es comparable con la veracidad, con la recatada misericordia poética del análisis factual de Bruno Bettelheim en El corazón bien informado. Es como si la complicación, el ritmo y la enormidad política de nuestra época hubieran aturdido y repelido la confiada imaginación de los maestros constructores de la literatura clásica y de la novela del siglo XIX. Una novela de Butor y El almuerzo desnudo son evasiones. El soslayar la gran nota humana, o la irrisión de esta nota mediante la fantasía erótica o sádica, apuntan al mismo fracaso creador. Monsieur Beckett, con su indomeñable lógica irlandesa, se dirige hacia una forma de drama en la que un personaje, amordazado y con los pies aprisionados en el cemento, se queda mirando al auditorio sin decir palabra. La imaginación ha consumido ya su ración de horrores y de esas trivialidades sin rodeos con que suele expresarse el horror moderno. Con raros precedentes, el poeta siente la tentación del silencio.


Justamente en este contexto de privación y de incertidumbre la crítica ocupa un lugar modesto pero vital. Su función, creo, es triple.


Primero, debe enseñarnos qué debe releerse y cómo. Obviamente, es inmensa la cantidad de literatura, y constante el acoso de lo nuevo. Hay que elegir, y en esa elección la crítica tiene su utilidad. Esto no significa que deba asumir el papel del hado y señalar un puñado de autores o de libros como la única tradición válida, con exclusión de los demás (la característica de la buena crítica es que son más los libros que abre que los que cierra). Significa que de la vasta, intrincada herencia del pasado la crítica traerá a la luz y promoverá aquello que habla al presente de un modo especialmente directo y apremiante.


Esta es la distinción correcta entre el crítico y el historiador de la literatura o el filólogo. Para estos últimos el texto tiene una valía intrínseca; posee una fascinación histórica o lingüística independiente de un alcance más amplio. Por más que se valga de la autoridad del erudito con respecto al significado primario y a la integridad de la obra, el crítico debe elegir. Y su preferencia debe ir hacia lo que puede entrar en diálogo con los vivos.


Cada generación hace su elección. Hay poesía permanente pero no crítica permanente. A Tennyson le llegará su día y Donne tendrá su eclipse. O para dar un ejemplo menos sujeto a la moda: antes de la guerra, en los lycées franceses donde me eduqué, era un tópico considerar a Virgilio como un imitador de Homero, recargado e insípido. Cualquier muchacho lo decía con calma convicción. Con el desastre, y con la rutina de la fuga y del exilio, esta opinión cambió radicalmente. Virgilio empezó a verse como el testigo más maduro, como el más necesario (la maliciosa lección de la Ilíada de Simone Weil y La muerte de Virgilio de Hermann Broch forman parte de esa revaluación). El tiempo, tanto el histórico como el de la vida personal, altera nuestra opinión sobre una obra o un repertorio artístico. Hay, perceptiblemente, una poesía de la juventud y una prosa de la madurez. Debido a que su fanfarria sobre el futuro dorado contrasta, irónicamente, con nuestra experiencia real, los románticos han quedado desfasados. El siglo XVI y el primer XVII, aunque su lenguaje suela ser remoto e intrincado, parecen estar más cerca de nuestro discurso. La crítica puede hacer que estos cambios originados en la necesidad sean fructíferos y lúcidos. Puede conjurar del pasado lo que el genio del presente necesita para su apoyo (la mejor prosa francesa del momento tiene tras de sí la fibra de Diderot). Y puede recordarnos que las alternativas de nuestro juicio no son ni axiomáticas ni de perdurable validez. El gran crítico sabrá intuir; escudriñará el horizonte y preparará el contexto para el reconocimiento futuro. A veces escucha el eco cuando se ha olvidado la voz o antes de que se haya oído. Fueron ellos los que sintieron, en los años veinte, que se acercaba el tiempo de Blake y de Kierkegaard, o los que atisbaron, diez años después, la verdad general dentro de la pesadilla particular de Kafka. No se trata de escoger ganadores; se trata de saber que la obra de arte está en una relación compleja, provisional, con el tiempo.


Segundo, la crítica puede establecer vínculos. En una época en que la rapidez de la comunicación técnica sirve de hecho para ocultar tercas barreras ideológicas y políticas, el crítico puede actuar de intermediario y guardián. Parte de su cometido es constatar que un régimen político no puede imponer el olvido o la distorsión a la obra de un escritor, que la ceniza de los libros quemados se conserva y se descifra.


Así como trata de entablar el diálogo entre el pasado y el presente, del mismo modo el crítico procurará que se mantengan abiertas las líneas de contacto entre los idiomas. La crítica amplía y complica el mapa de la sensibilidad. Insiste en que la literatura no vive aislada sino dentro de una multiplicidad de contactos lingüísticos y nacionales. Se deleita en la afinidad y en el largo alcance del ejemplo. Sabe que las incitaciones de un talento o una obra poética superiores se desparraman de acuerdo con normas intrincadas de difusión. Trabaja a l’enseigne de Saint Jérôme, sabiendo que no hay equivalencias exactas entre idiomas sino sólo traiciones, pero que el intento de traducir es una necesidad constante si el poema ha de conseguir su plenitud de vida. Tanto el crítico como el traductor se esfuerzan por comunicar un descubrimiento.


En la práctica, esto significa que la literatura debe enseñarse e interpretarse de manera comparativa. Carecer de una familiaridad directa con la épica italiana cuando se juzga a Spenser, evaluar a Pope sin conocer a fondo a Boileau, considerar los hallazgos de la novela victoriana o de James sin tener en cuenta a Balzac, Stendhal, Flaubert, es una lectura superficial o falsa. El feudalismo académico es el que traza rígidas líneas divisorias entre el estudio del inglés y el de las lenguas modernas. ¿No es el inglés un idioma moderno, vulnerable y elástico, en todos los momentos de su historia, ante el empuje de los idiomas vernáculos europeos y de la tradición europea de la retórica y del género? Pero la cuestión va más allá de la disciplina académica. El crítico que afirma que un hombre sólo puede conocer bien un solo idioma, que la herencia poética nacional o la tradición novelística del terruño son las únicas válidas o supremas, está cerrando puertas donde debiera abrirlas, está estrechando las miras cuando debiera plantearse el sentido de una realización, grande y común. El chovinismo ha sido una peste en política; no tiene sitio dentro de la literatura. El crítico (y una vez más difiere en esto del escritor) no puede permanecer en su propia torre de marfil.


La tercera función de la crítica es la más importante. Se refiere al juicio de la literatura contemporánea. Hay una distinción entre contemporáneo e inmediato. Lo inmediato acosa al comentarista. Pero es evidente que el crítico tiene una responsabilidad especial ante el arte de su propia época. Debe preguntarse no sólo si tal arte constituye un adelanto o un refinamiento técnicos, si añade un giro estilístico o si juega astutamente con la sensibilidad del momento, sino también por lo que contribuye o lo que sustrae a las menguadas reservas de la inteligencia moral. ¿Qué medida del hombre propone esta obra? La cuestión no es fácil de plantear ni puede enunciarse con tacto infalible. Pero la nuestra no es una época corriente. Se esfuerza bajo la tensión de lo inhumano, experimentada en una escala de magnitud y de horror singulares; y no está lejos la posibilidad de la catástrofe. Sería extraordinario permitirse el lujo de guardar distancias, pero es imposible.


Esto nos llevaría, por ejemplo, a preguntarnos si la inteligencia de Tennessee Williams se está utilizando para proporcionarnos un sadismo chillón, SÍ el virtuosismo rococó de Salinger sustenta una opinión absurdamente comedida y enervante de la existencia humana. Nos llevaría a preguntarnos si la trivialidad del teatro de Camus y de todas sus novelas, salvo la primera, no denotan la insistente vaguedad, el ademán estatuario pero vacío de su pensamiento. Preguntar, no zaherir o censurar. La distinción tiene una inmensa importancia. La pregunta sólo puede ser fructífera cuando el acceso a la obra es totalmente libre, cuando el crítico aguarda con honradez la desavenencia y la contradicción. Además, la pregunta que el policía o el censor dirigen al escritor, el crítico se la formula sólo al libro.


A lo que me he estado encaminando todo el tiempo es a la noción de la capacidad literaria humana. En esa gran polémica con los muertos vivos que llamamos lectura, nuestro papel no es pasivo. Cuando es algo más que fantaseo o un apetito indiferente emanado del tedio, la lectura es un modo de acción. Conjuramos la presencia, la voz del libro. Le permitimos la entrada, aunque no sin cautela, a nuestra más honda intimidad. Un gran poema, una novela clásica nos asedian; asaltan y ocupan las fortalezas de nuestra conciencia. Ejercen un extraño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros deseos, sobre nuestras ambiciones y nuestros sueños más secretos. Los hombres que queman libros saben lo que hacen. El artista es la fuerza incontrolable: ningún ojo occidental, después de Van Gogh, puede mirar un ciprés sin advertir en él el comienzo de la llamarada.


Así, y en una medida suprema, ocurre con la literatura. Alguien que haya leído el canto XXIV de la Ilíada —el encuentro nocturno de Príamo y Aquiles— o el capítulo en que Aliosha Karamazov se arrodilla ante las estrellas, que haya leído el capítulo XX de Montaigne (Que philosopher c’est apprendre l’art de mourir) y el empleo que de éste hace Hamlet y que no se inmute, cuya aprehensión de su propia vida permanezca inalterable, que de alguna manera sutil pero radical no mire de modo distinto el cuarto en que se mueve o al que llama a su puerta, éste ha leído sólo con la ceguera de la mirada física. ¿Pueden leerse Ana Karenina o a Proust sin experimentar una flaqueza o una dimensión nuevas en el centro mismo de nuestra sensibilidad sexual?


Leer bien significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos. En las primeras etapas de la epilepsia se presenta un sueño característico; Dostoievski habla de él. De alguna forma nos sentimos liberados del propio cuerpo; al mirar hacia atrás, nos vemos y sentimos un terror súbito, enloquecedor; otra presencia está introduciéndose en nuestra persona y no hay camino de vuelta. Al sentir tal terror la mente ansia un brusco despertar. Así debería ser cuando tomamos en nuestras manos una gran obra de literatura o de filosofía, de imaginación o de doctrina. Puede llegar a poseernos tan completamente que, durante un tiempo, nos tengamos miedo, nos reconozcamos imperfectamente. Quien haya leído La metamorfosis de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta.


Como la comunidad de valores tradicionales está hecha añicos, como las palabras mismas han sido retorcidas y rebajadas, como las formas clásicas de afirmación y de metáfora están cediendo el paso a modalidades complejas, de transición, hay que reconstruir el arte de la lectura, la verdadera capacidad literaria. La labor de la crítica literaria es ayudarnos a leer como seres humanos íntegros, mediante el ejemplo de la precisión, del pavor y del deleite. Comparada con el acto de creación, ésta es una tarea secundaria. Pero nunca ha representado tanto. Sin ella, es posible que la misma creación se hunda en el silencio.





















Tomado de:
STEINER, George (2003): Lenguaje y silencio. Ensayos sobre literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona, Gedisa, pp. 19-27.