07 septiembre 2014

La nueva era del erotismo. Lo Duca


El Marqués de Sade 
(1740-1814)
  
La nueva era del erotismo

Joseph-Marie Lo Duca


Sería presuntuoso decidir si el acceso extendido a más clases a la práctica de la libertad -que se había reservado al nacimiento- se debió a una especie de democratización de los sentimientos y de los impulsos, o si esa democratización derivó de la difusión cada vez más vasta de los elementos estéticos y filosóficos de la vida. Las prensas inundaron el mundo de reproducciones y las imprentas multiplicaron los lectores, facilitando su cultura. Que el analfabetismo haya comenzado, según mi parecer, con Gutenberg, no es para ser discutido aquí.


El erotismo desencadenado en el Renacimiento, la Reforma y la Contrarreforma, tenía evidentemente sus ilustraciones y sus textos que complementaban los penitenciales, los manuales de confesión y todos esos ensayos que, por la escritura, liberaban los apetitos sexuales inconscientemente ocultos (“reprimidos”, dijo Freud cuatro siglos más tarde); sólo que del “ejemplar único” de antaño se tiraban diez mil, y las catorce copias en pergamino de Ovidio llegaron, en papel, a cien mil. El Hermaphroditus, de Antonio Beccadelli; Voluptas, de Lorenzo; De laudibus sodomiae sen pederastiae, de Della Casa (arzobispo y secretario de Estado de Pablo IV); la Geneanthropeia, de Sinibaldo, cubrieron las bibliotecas sin que se haya pensado todavía en los “Infiernos”. Geneanthropeia es, sin duda, el primer ensayo que anuncia a la sexología, aunque contenga consejos poco científicos, por ejemplo: “Cómo reducir el miembro cuando es demasiado largo” o “Cómo desarrollar las partes”. Sinibaldo habría debido reducirse a las observaciones fecundas de problemas tales como: “¿Cuáles son los síntomas fisonómicos de la concupiscencia?” Esos libros consiguieron escandalizar aun en su época y anunciaron una profusión de textos eróticos y paraeróticos que tuvieron sus clásicos, como La vida de las mujeres galantes, en el que Brantôme da, por fin, el primer lugar al objeto, la mujer, la que toma la iniciativa también en el dominio sexual, o prepararon el terreno a las obras del género de Tis a Pity she’s a whore (Lástima que sea puta), de Ford, sin olvidar toda una literatura de producción ordinaria, tales como Quince alegrías del matrimonio o La escuela de las muchachas, de Mililot (colgado después en efigie), o las obras monosexuales como Sodom, brillante libro de Rochester.


Es para nosotros una gran ventaja que los egipcios, los griegos y los romanos hayan pasado antes que esas prosas libertinas: estamos eximidos de citarlos, pues hasta Sade no hemos tenido nada para echar diente. Pero hay todavía tal decencia en el estilo, tal inteligencia en la intriga, que ninguna de esas obras puede ser acusada de pornografía. Se diría que la época se esfuerza por aplicar anti litteram un axioma famoso: “No se trata de escapar al pecado, sino de integrar el erotismo a la vida sin que pierda la fuerza que le debía al pecado, de darle todo lo que, hasta aquí, le estaba dado al amor, de hacerlo un medio de nuestra propia revelación”.


Por el momento, el erotismo se integra en la vida por la búsqueda de perversidades caracterizadas, de las que el incesto (los Cenci), la homosexualidad femenina (Catalina de Médicis), la homosexualidad masculina (Enrique III), el gusto un poco estrepitoso de la orgía, son las evasiones extremas de un mundo desesperado en busca de placeres que se alejan a medida que se avanza en el camino de lo imprevisto. Esos excesos son una especie de vacuna que hace normales, si no aceptables, las situaciones que se habrían juzgado imposibles un siglo antes del Renacimiento.


De todos los tabúes destruidos por ese desgaste que expande cada vez más lejos sus límites, el del amor legítimo es el más tocado. Es el momento en que se perfila un personaje nuevo, hijo de la libertad de los sexos y del amor-hazaña que se opone al amor-pasión encarnado por Tristán: es Don Juan. ¿Quién es Don Juan, fuera del personaje de Don Juan Tirso de Molina, el “burlador de Sevilla”? Podría ser Felipe III, padre de treinta y dos bastardos; o Don Carlos; pero Don Juan tiene ya una vida autónoma que se exime de usar máscaras históricas.


Algunos hombres -dice admirablemente Hesnard- no pueden ser duraderamente l’homo unius mulieris. Tienen la inquietud de la fija ción erótica, cada nueva mujer despierta una promesa de satisfacción más plena, promesa ilusoria muy frecuentemente, pues se trata de individuos incapaces, por razones interiores variables, de satisfacción completa. El donjuanismo es una forma refinada de esa ineptitud para la elección durable: revela una falta de virilidad por adhesión autoerótica a objetos infantiles.


La vida en pareja es la conducta inmediatamente superior al vagabundaje sexual, al erotismo sin verdadera efectividad. Don Juan es otro ser y un ser nuevo, rigurosamente libre, pero que renunció por esa libertad misma a la posibilidad de amar. Es el personaje que Sade define mejor que nadie: “Posó sobre mí la mirada fría del verdadero libertino”‘. Ese libertino no puede reconocerse sino por oposición al amor de Tristán: su pasión es tan negativa como su vida.


La subjetividad de la observación de Montherland, a pesar de ser expresada con cierta misoginia, salta a los ojos: “Se dice que si Don Juan pasa de una a otra, es porque no ha recibido de ninguna lo que esperaba. Puede ser también porque ha recibido de cada una todo lo que esperaba”. El orgullo y el a priori de eso “que esperaba” apartan a Don Juan del rango de los enamorados: sabiendo qué espera, y estando seguro de antemano, ese Don Juan renuncia al carácter fundamental del amor. La pasión amorosa se cambia en neurosis pasajera e intermitente, la neurosis clásica de su siglo. Si hacemos abstracción del arte que ha “tratado”a Don Juan, desde Molière a Mozart y Byron, Don Juan es el “donjuanismo” y, por ello, el hermano de Casanova. Ambos son seductores sin pasión, expertos en la técnica astuta, viviendo con el deseo de la mujer, no de una mujer. Cuando Felicien Marceau afirma que para Don Juan “el placer no es sino un medio de tocar el alma, de vencerla, de saquearla”, en tanto que “Casanova se burla del alma”, está en un estado de pura subjetividad, o bien atribuye a Don Juan los móviles y los pensamientos de los autores de Don Juan.


Ese “libertino” esboza el pasaje entre la anarquía del Renacimiento y el individualismo integral. La anarquía del Renacimiento parece sostenida por una literatura y un arte por fin liberados, aunque aparentemente esté absorbida por la futilidad de las rondas galantes, de la poesía priápica, del virtuosismo del amor ostentado por todas partes. El individualismo integral llegó con Sade al regicidio. Con razón dice Bataille que “la libertad soberana, absoluta, fue encarada -en la literatura- tras la negación revolucionaria del principio de realeza”. El lazo psicológico es bastante evidente, pero puede ser fácilmente comprobado: es propio del donjuanismo ser todo, menos discreto.


La diferencia fundamental entre Don Juan y Casanova viene de la sangre: el español conservó en toda su marcha el gusto de lo absoluto, casi consciente por adivinación de las similitudes que se establecen entre el éxtasis y la muerte; el italiano, igualmente apasionado, no pudo librarse de un escepticismo ligado sin duda a la realidad de una historia erizada de césares y de papas, y no abandonó el brío de la comedia, con su necesaria inteligencia, pero también con sus límites.


Neurosis galante e histeria erótica no son sino calificaciones retrasadas y, sobre todo, no dan ninguna idea de esa inmensa “erotización” de la vida, durante los dos siglos que precedieron a la Revolución Francesa, o mejor, a partir precisamente de la Guerra de los Treinta años. Una filosofía de la voluptuosidad implica en primer lugar la existencia de la voluptuosidad. No tiene nada de rococó ni de barroco esa voluptuosidad, un poco acrobática y sin tiempos muertos, pero forma a los seres y los prepara -sin saberlo- a una comprensión consciente por la cual algún día renunciaremos “a la exuberancia del erotismo en favor de la razón”.


Fantasmas Vetlemitas. Adrian Bodek


Lo que el condottiero aportó al espíritu del Renacimiento, Sade lo aportó a la era moderna. Su desafío permanecerá insostenible hasta el fin de la humanidad. Extiende más allá de la imaginación normal, los límites acordados ampliamente a los personajes de la voluptuosidad. Franquea el espejo de la verdad y nos da una verdad trastornada y, por ello, espantosa. No solamente Sade toma por axioma que la vida es la búsqueda de placeres, y aun del placer, sino que introduce el principio de que el placer está ligado al sufrimiento, es decir, al ensayo de destruir la vida:


“El cuerpo (...) no es sino el instrumento que sirve para dar dolor”.


Por primera vez desde la fascinación de los sacrificios religiosos, atroces o sangrientos, según las exigencias de los pueblos que los inspiraron o los desearon, un hombre, desde lo alto de su soledad, impone la fascinación de sacrificios en estado puro, eróticos por definición, misas negras de una religión sin fe, que se desarrolla en un estadio que ya no está en contacto con la conciencia racional, que ni siquiera la toca. Eso pasa en otra parte. Sade reveló al hombre impulsos sexuales que tomaron con justo título el epíteto de sádicos; tal vez inconscientemente Sade completó nuestro conocimiento del hombre antes que las intuiciones de Freud y de Jung.


Ciertamente, a lo largo de la historia, algunas observaciones se deslizaron por entre las tinieblas del alma, pero no superaron las tímidas alusiones (tímidas con relación al “corpus” de Sade) de las que Alain nos da un ejemplo, encontrado en Platón: “Un hombre sintió impulsos de ver cuerpos de torturados que estaban expuestos sobre las murallas y no pudiendo vencerse, etc...” (La República). No superaron tampoco el gusto permanente de las multitudes por los espectáculos de muerte: Crucifixión, Place de Gréve o Nuremberg. Pero los asistentes no son sino aficionados sin envergadura. Es precisamente Sade el hombre del sadismo, del sadismo total, sin debilidades, inhumano también, pero en el sentido verdadero, pues es un humano que lo ha revelado.


Georges Bataille escribió sobre Sade páginas de gran sagacidad y que estimo exhaustivas en cuanto a su pensamiento. Nadie ha sabido como él percibir la alucinante visión del mundo sadiano. Un pasaje de su análisis impresiona al lector por sus consecuencias ideales: 

La historia de las religiones condujo (...) sólo débilmente a la conciencia a reconsiderar el sadismo. La definición de sadismo, por el contrario, ha permitido considerar en los hechos religiosos algo más que una inexplicable extravagancia; son los instintos sexuales (...) los que finalmente explican los horrores artificiales”.


Más adelante Bataile le agrega: “El mérito esencial de la obra de Sade es haber descubierto y mostrado, en el desvío voluptuoso, una función de irregularidad moral”. Bataille nos da la clave inmediata, la posibilidad de captar, por ella, la intuición de Sade, pues lo contrario de la regla “da tanto la angustia, como la sensación de goce, de pasión trastornada, mitigada de angustia, que es lo propio de la actividad sexual". Sin una conciencia de trastorno angustioso, el placer erótico es imperfecto.


Sade cumplió su promesa: “Se imaginaron que hacían algo maravilloso al reducirme a una abstinencia atroz del pecado de la carne. Y bien, se han engañado, me han hecho formar fantasmas que tendré que realizar”. “Tenemos (...) en este mundo relativo de la literatura un verdadero absoluto”, pudo concluir Maurice Blanchot, en quien reconocemos el autor del primer estudio serio del sortilegio de Sade. Pero hay que volver a Bataille para encontrar la arquitectura interior de la soledad del Marqués, la coherencia de su blasfemia y la mensurabilidad intuitiva de sus abismos:


"El sistema del marqués de Sade no es menos la realización que la crítica de un método que lleva al estallido del individuo integral, por encima de una multitud fascinada”.


En la crítica comparada de Sade y del sadismo, lamentamos no poder citar todo lo que escribió Sartre, pero su lenguaje no es adecuado para el lector no iniciado en la complejidad de las palabras necesarias para la expresión de un pensamiento nuevo en sus matices tan inéditas como imperiosas. Nos arriesgaríamos, ya sea simplificándolo, a traicionarlo o, resumiéndolo, a apartarlo de su verdadera fuente. Dice Sartre: 


“El sadismo es pasión, sequedad y encarnizamiento. Es sequedad porque surge cuando el deseo se ha vaciado de su turbación (...). En la medida en que se encarniza en frío, en que es a la vez encarnizamiento y sequedad, el sádico es apasionado. Su objeto es, como el del deseo, percibir y dominar al Otro, no solamente como Otro-objeto, sino como pura trascendencia encarnada.” “No tiene otro recurso que tratar al Otro como un objetoutensilio, trata de utilizar el cuerpo del Otro como una herramienta para hacer que el Otro realice la existencia encarnada.” “Trata de descubrir la carne en la acción.” “Quiere la no reciprocidad de las relaciones sexuales, goza en ser la potencia apropiadora y libre frente a una libertad cautivada por la carne. Por eso quiere el sadismo hacer presente la carne, en forma distinta, a la conciencia de Otro, quiere hacerla presente tratando al Otro como instrumento; la hace presente por el dolor.”



Por Bataille, Sartre y Blanchot percibimos el fondo de la inteligibilidad sadiana, desencadenado del calabozo en donde se ha enterrado al “hombre de la lucidez”. La figura clásica de Satán toma frente a Sade el aspecto de una imagen piadosa. En suma, Satán no es sino un ángel caído, su negativo. Sade es solamente Sade.










Tomado de: 
LO DUCA, J. Marie (1965): Historia del erotismo. Bs. As. Siglo Veinte, pp. 72-78.

18 agosto 2014

Mutaciones de la memoria. Jacques Le Goff




Mutaciones de la memoria

Jacques Le Goff


Leroi-Gourhan, concentrando su propia atención sobre los procesos constitutivos de la memoria colectiva, ha subdividido su historia en cinco períodos: «El de la transmisión oral, el de la transmisión escrita mediante tablas o índices, el de simples esquelas, el de la mecanografía y el de la clasificación electrónica por serie». Se ha visto el salto cumplido por la memoria colectiva en el Ottocento, del que la memoria sobre esquelas no es más que una prolongación, así como la impresión había sido, en último análisis, la conclusión de la acumulación de la memoria acontecida a partir de la antigüedad. Leroi-Gourhan ha definido bien, por otra parte, los progresos de la memoria sobre esquelas y sus límites: «La memoria colectiva ha alcanzado en el siglo XIX un volumen tal que se ha vuelto imposible exigir a la memoria individual recibir el contenido de las bibliotecas... El siglo XVIII y gran parte del XIX han vivido todavía sobre agendas y catálogos, después se ha llegado a la documentación con esquelas que se organiza efectivamente sólo al comienzo del siglo XX. En su forma más rudimentaria corresponde ya a la constitución de una verdadera y propia corteza cerebral exteriorizada, en tanto se ofrece como un simple fichero bibliográfico, en las manos de quien lo usa, con varias sistematizaciones. Por otra parte la imagen de la corteza cerebral está hasta cierto punto equivocada puesto que, si un fichero es una memoria en sentido estricto, es, sin embargo, una memoria privada de medios propios de memorización, y para animarla es menester introducirla en el campo operacional, visivo y manual del investigador».


Pero las mutaciones de la memoria en el siglo XX, sobre todo después de 1950, representa una verdadera y auténtica revolución de ésta, y la memoria electrónica no es más que un elemento, si bien indudablemente el más espectacular. La aparición, durante la segunda guerra mundial, de las grandes máquinas calculadoras, que se inserta en la enorme aceleración de la historia y más específicamente de la historia de la ciencia y de la técnica desde 1860 en adelante, puede colocarse en una larga historia de la memoria automática. A propósito de los ordenadores, se ha recordado la máquina aritmética inventada por Pascal en el siglo XVII, que, respecto del abaco, agregaba a la «facultad de memoria» una «facultad de cálculo».

La función de memoria se coloca en el modo que sigue en una calculadora que comprende: a) instrumentos de ingreso para los datos y para el programa; b) elementos dotados de memoria, constituidos por dispositivos magnéticos, que conservan las informaciones introducidas en la máquina y los resultados parciales obtenidos en el curso del trabajo; c) instrumentos para un cálculo rapidísimo; d) instrumentos de control; e) instrumentos de salida para los resultados. Se distinguen memorias «factores», que registran los datos a tratarse, y memorias generales, que conservan temporalmente los resultados intermedios y ciertas constantes. Se vuelve a encontrar en la calculadora, en cierto modo, la distinción de los psicólogos entre «memoria a breve término» y «memoria a largo término».


En definitiva, la memoria es una de las tres operaciones fundamentales computadas por una calculadora, que puede subdividirse en «escritura», «memoria», «lectura». Esta memoria puede, en ciertos casos, ser «ilimitada». A esta primera distinción en la duración entre memoria humana y memoria electrónica, es preciso añadir «que la memoria humana es particularmente inestable y maleable (crítica hoy clásica en la psicología de los testimonios judiciales, por ejemplo), mientras que la memoria de la máquina se impone por su enorme estabilidad, análoga al tipo de memoria representada por el libro, pero unida a una facultad evocativa hasta ahora desconocida» 


Hijos parecidos a sus padres: 
la memoria de la herencia.


Está claro que la fabricación de los cerebros artificiales, que está sólo en los inicios, conduce a la existencia de «máquinas superiores al cerebro humano en las operaciones confiadas a la
memoria y al juicio racional» y a la constatación de que «la corteza cerebral, por más extraordinaria, es insuficiente, exactamente como la mano o el ojo» (Leroi-Gourhan, 1964-1965). Al término (provisional) de un largo proceso, del que se ha buscado aquí bosquejar la historia, se constata que «el hombre está llevado poco a poco a exteriorizar facultades siempre más elevadas» ¡Pero es preciso constatar que la memoria electrónica no actúa sino por orden del hombre y según el programa por él requerido: que la memoria humana mantiene un amplio sector no «informatizable», y que, como todas las otras formas de memoria automática aparecidas en el curso de la historia, la memoria electrónica no es más que una simple ayuda, una servidora de la memoria y del espíritu humano.


Además de los servicios prestados en diversos campos técnicos y administrativos, donde la informática encuentra sus primeras y principales informaciones, es preciso observar, a nuestros fines, dos importantes consecuencias de la aparición de la memoria electrónica. La primera es el empleo de calculadoras en el ámbito de las ciencias sociales y, en particular, en aquella en la que la memoria constituye al mismo tiempo el material y el objeto: la historia. La historia ha vivido una auténtica revolución documental y, además, también aquí el ordenador no es más que un elemento; y la memoria archivística ha sido trastornada por la aparición de un nuevo tipo de memoria: el «banco de datos». La segunda consecuencia es el efecto «metafórico» de la extensión del concepto de memoria y de la importancia que tiene la influencia por analogía de la memoria electrónica sobre otros tipos de memoria. Entre todos, el ejemplo más evidente es el de la biología. Se tomará aquí, como guía, a Francois Jacob. Entre los puntos de partida del descubrimiento de la memoria biológica, de la «memoria de la herencia», uno de ellos fue la calculadora.


La investigación de la memoria biológica se retrotrae, al menos, al Settecento. Maupertuis y Buffon entrevieron el problema: «Una organización constituida por un conjunto de unidades elementales exige, para reproducirse, la transmisión de una "memoria" de una generación a otra». Para el leibniziano Maupertuis «la memoria que guía las partículas vivientes en el proceso de formación del embrión no se distingue de la memoria psíquica». Para el materialista Buffon «el molde interior representa pues una estructura escondida, una "memoria" que organiza la materia de tal modo que construye el hijo a imagen y semejanza de los padres». 


El siglo XIX descubre que «cualesquiera que sean el nombre y la naturaleza de las fuerzas responsables de la transmisión de la organización parental a los hijos, es ahora claro que deben estar localizados en la célula». Pero para la primera mitad del Ottocento «no existe más que el "movimiento vital" al que pueda ser atribuido el rol de la memoria idóneo en garantizar la fidelidad de la reproducción». Al igual que Buffon, también Claude Bernard «localiza la memoria, no en las partículas constitutivas del organismo, sino en un sistema especial que controla la multiplicación de las células, su diferenciación y la formación progresiva del organismo», mientras para Haeckel «la memoria es una propiedad de las partículas que constituyen el organismo». Mendel descubre hacia 1865 la gran ley de la herencia. Para explicarla «es necesario postular la existencia de una estructura de orden más elevado, todavía más oculta en las profundidades del organismo, una estructura de tercer orden donde tiene sede la memoria de la herencia», pero su descubrimiento estuvo, durante largo tiempo, ignorado. Es necesario aguardar al siglo XX y la genética para descubrir que esta estructura está encerrada en el núcleo de la célula y que «en esta estructura reside la "memoria" de la herencia». Finalmente la biología molecular encuentra la solución. «La memoria hereditaria está totalmente encerrada en la organización de una macromolécula, en el "mensaje" constituido por la secuencia de un cierto número de "motivos" químicos a lo largo de un polímero. Esta organización se convierte en la estructura de cuarto orden, que determina la forma de un ser viviente, sus propiedades, su funcionamiento».


Extrañamente la memoria biológica semeja antes bien a la memoria electrónica que a la memoria nerviosa, cerebral. Por una parte, ella también se define gracias a un programa en el cual se funden dos nociones, «la noción de memoria y la de proyecto». Por otra parte, es rígida; «por la agilidad de sus mecanismos, la memoria nerviosa está particularmente adaptada para la transmisión de los caracteres adquiridos; por su rigidez, la memoria hereditaria se le opone». Además, contrariamente a los ordenadores, «el mensaje hereditario no permite la menor intervención partícipe del exterior». No puede existir allí cambio en el programa, ni por la acción del hombre, ni por la del ambiente. 



La recherche (1908-1922) de Marcel Proust: la memoria profunda. 
La interpretación de los sueños (1900) de S. Freud: la memoria del sueño.


Para volver a la memoria social, las mutaciones que ésta conocerá en la segunda mitad del siglo XX han sido preparadas, según parece, por la expansión de la memoria en el campo de la filosofía y de la literatura. Bergson [1896] encuentra, en el entrecruzamiento entre la memoria y la percepción, el concepto central de «imagen». Después de haber desarrollado un largo análisis de las deficiencias de la memoria (amnesia del lenguaje o afasia), descubre, bajo una memoria superficial, anónima, asimilable al hábito, una memoria profunda, personal, «pura», que no es analizable en términos de «cosa», sino de «progreso». Esta teoría, que encuentra los lazos de la memoria con el espíritu, si no precisamente con el alma, ejerce una gran influencia en la literatura; una huella de ello, el vasto ciclo narrativo de Marcel Proust, A la recherche du temps perdu. Ha nacido una nueva memoria novelística, que se sitúa en la cadena «mito-historia-novela». 


El surrealismo, modelado por el sueño, es llevado a interrogarse sobre la memoria. Hacia 1922 André Bretón se preguntaba, en sus Carnets, si la memoria no se ría más que un producto de la imaginación. Para saber sobre aquélla por encima del sueño, el hombre debe estar en condición de confiarse principalmente a la memoria, de ordinario tan frágil y engañosa. De aquí la importancia que tiene en el Manifesté du Surréalisme (1924) la teoría de la «memoria educable», nueva metamorfosis de las artes memoriae. Indudablemente es preciso aquí mencionar como inspirador a Freud, y en particular al Freud de La Interpretación de los sueñosdonde se afirma que «el comportamiento de la memoria durante el sueño es sin duda de enorme importancia para toda teoría de la memoria» [1899]. Ya en el capítulo II Freud trata de la «memoria del sueño»: aquí, retomando una expresión de Scholz, cree constatar que «nada de lo que una vez hemos poseído intelectualmente puede perderse completamente». Critica, con todo, la idea de «reducir el fenómeno del sueño en general al de recordar, puesto que hay una elección específica del sueño en la memoria, una memoria específica del sueño». Esta memoria, también en este caso, es elegida. Freud, sin embargo, no tiene en este punto la tentación de considerar la memoria como una cosa, como un gran depósito. Pero, vinculando el sueño a la memoria latente, y no a la memoria consciente, e insistiendo sobre la importancia de la infancia en la formación de esta memoria, contribuye, contemporáneamente a Bergson, a profundizar el conocimiento de la esfera de la memoria y a iluminar, al menos respecto de lo que atañe a la memoria individual, aquella censura de la memoria tan importante en las manifestaciones de la memoria colectiva.


Con la formación de las ciencias sociales, la memoria colectiva ha experimentado grandes transformaciones, y desempeña un rol importante en lo interdisciplinario que entre ellas tiende a instaurarse. La sociología ha representado un estímulo para explorar este nuevo concepto, así como para el tiempo. Para Halbwachs [1950], la psicología social, en la medida en que esta memoria está ligada a los comportamientos, a las mentalidades, objeto nuevo de las nuevas historias, ofrece su propia colaboración. La antropología —en la medida en que el término «memoria» le ofrece un concepto más adaptado a las realidades de las sociedades «salvajes» por ella estudiadas, de lo que no sea el término «historia»— ha acogido el concepto y lo examina con la historia, y en especial dentro de aquella «etnohistoría» o «antropología histórica» que es uno de los más interesantes entre los recientes desarrollos de la ciencia histórica.


Investigación, salvamento, exaltación de la memoria colectiva, no más en los acontecimientos sino a largo plazo; investigación de esta memoria, no tanto en los textos, sino más bien en las palabras, en las imágenes, en los gestos, en los rituales, y en la fiesta: es un convergir de la atención histórica. Una conversión compartida por el gran público, obsesionado por el temor de una pérdida de memoria, de una amnesia colectiva, que encuentran una grosera expresión en la llamada mode retro, o moda del pasado, explotada descaradamente por los mercaderes de memoria a partir del momento en que la memoria se ha convertido en uno de los objetos de la sociedad de consumo que se vende bien. 


Pierre Nora observa que la memoria colectiva —entendida como «lo que queda del pasado en lo vivido por los grupos, o bien lo que estos grupos hacen del pasado»— puede, a primera vista, oponerse casi palabra por palabra a la memoria histórica, así como una vez se oponían memoria afectiva y memoria intelectual. Hasta nuestros días, «historia y memoria» habían estado sustancialmente confundidas, y la historia parece haberse desarrollado «sobre el modelo de la recordación, de la anamnesis y de la memorización». Los historiadores brindan la fórmula de las «grandes mitologías colectivas», yendo de la historia a la memoria colectiva. Pero toda la evolución del mundo contemporáneo, bajo la presión de la historia inmediata, fabricada en gran parte al abrigo de los instrumentos de la comunicación de masas, marcha hacia la fabricación de un número siempre mayor de memorias colectivas, y la historia se escribe, mucho más que hacia adelante, bajo la presión de estas memorias colectivas. La llamada historia «nueva», que se emplea para crear una historia científica derivándola de la memoria colectiva, puede interpretarse como «una revolución de la memoria» que hace cumplir a la memoria una «rotación» en torno de algunos ejes fundamentales: «Una problemática abiertamente contemporánea... y un procedimiento decisivamente retrospectivo», «la renuncia a una temporalidad lineal» además de múltiples tiempos vividos, «a aquellos niveles a los cuales lo individual se arraiga en lo social y en lo colectivo» (lingüística, demografía, economía, biología, cultura). Historias que se harían partiendo del estudio de los «lugares» de la memoria colectiva: «Lugares topográficos, como los archivos, las bibliotecas y los museos; lugares monumentales, como los cementerios y las arquitecturas; lugares simbólicos, como las conmemoraciones, los peregrinajes, los aniversarios o los emblemas; lugares funcionales, como los manuales, las autobiografías o las asociaciones: estos monumentos tienen su historia». Pero no deberían olvidarse los verdaderos lugares de la historia, aquellos en donde buscar no la elaboración, la producción, sino a los creadores y a los dominadores de la memoria colectiva: «Estados, ambientes sociales y políticos, comunidades de experiencia histórica o de generaciones lanzadas a construir sus archivos en función de los diversos usos que ellas hacen de la memoria».




















Tomado de:
LE GOFF, Jacques (1991): El orden de la memoria. El tiempo como imaginario. Bs. As. Paidós, pp. 173-180.

29 julio 2014

Lectura y representación del mundo social. Roger Chartier




Lectura y representación
 del mundo social

Roger Chartier


Una primera diferencia distingue la historia cultural, entendida como una historia de las representaciones y de las prácticas, de la historia de las mentalidades en su acepción clásica. Esta última ha logrado magníficos éxitos, pero los postulados que la fundan no nos satisfacen ya. La crítica es triple: contra la adecuación demasiado simplista entre divisiones sociales y diferencias culturales; contra la concepción que considera el lenguaje como un simple útil, más o menos disponible para expresar el pensamiento; contra la primacía dada a la caracterización global de la mentalidad colectiva en detrimento de un estudio de las formas textuales (o imágenes) que vehiculan su expresión.


Partiendo de una representación previa de la lectura, las estrategias de control o de seducción del lector utilizan la materialidad del libro, inscribiendo en el objeto mismo los dispositivos textuales y formales que apuntan a controlar más estrechamente la interpretación del texto: de un lado, los prefacios, memoriales, advertencias preliminares, glosas o comentarios que formulan cómo la obra debe.ser comprendida; por otra parte, la organización del texto, en la extensión de la página o en el desarrollo del libro, se encarga de guiar y constreñir la lectura. Al lado de las censuras institucionalizadas, de Iglesia o de Estado, estos dispositivos traducen la permanente inquietud de los que tienen autoridad sobre los textos frente a su posible corrupción o su posible desviación cuando una extremada divulgación los exponen a unas interpretaciones "salvajes". De aquí el esfuerzo intenso, y frecuentemente fallido, que pretende controlar la recepción: por la prohibición, por el distanciamiento, pero también por las coacciones, explícitas o implícitas, que pretenden domeñar la interpretación.


Reconstruir las lecturas de los lectores más humildes no es cosa fácil. Muchas pistas pueden ser seguidas (y lo son en este libro como en otros estudios). Todas se apoyan sobre un estudio sistemático de las representaciones de la lectura: representaciones iconográficas de situaciones de lectura y de objetos leídos; representaciones de las prácticas del leer y del escribir en los relatos, los exempla o los manuales prácticos destinados al mercado "popular"; representaciones de las aptitudes y de las expectativas de los lectores menos hábiles tal como los traducen los dispositivos formales de las ediciones de venta ambulante; representaciones de su propia lectura por lectores plebeyos o campesinos en el momento en que se vuelcan a la escritura autobiográfica o cuando la autoridad (por ejemplo inquisitorial) les obliga a indicar los libros que ellos han leído y a decir cómo los han leído. Cara a estos textos y a estas imágenes que ponen en escena las lecturas populares, una precaución es necesaria de entrada. Cualquiera que sean las representaciones no mantienen nunca una relación de inmediatez y de transparencia con las prácticas sociales que dan a leer o a ver. Todas remiten a las modalidades específicas de su producción, comenzando por las intenciones que las habitan, hasta los destinatarios a quienes ellas apuntan, a los géneros en los cuales ellas se moldean. 


Descifrar las reglas que gobiernan las prácticas de la representación es pues una condición necesaria y previa a la comprehensión de la representación de dichas prácticas. La historia cultural tal como nosotros la entendemos se opone punto por punto a esta perspectiva. Por una parte, considera al individuo, no en la libertad supuesta de su yo propio y separado, sino en su inscripción en el seno de las dependencias recíprocas que constituyen las configuraciones sociales a las que él pertenece. Por otra parte, la historia cultural coloca en lugar central la cuestión de la articulación de las obras, representaciones y prácticas con las divisiones del mundo social que, a la vez, son incorporadas y producidas por los pensamientos y las conductas. Por fin, ella apunta, no a autonomizar lo político, sino a comprender cómo toda transformación en las formas de organización y de ejercicio del poder supone un equilibrio de tensiones especificas entre los grupos sociales al mismo tiempo que modela unos lazos de interdependencia particulares, una estructura de la personalidad original.


Lectura en voz alta  (siglo XIX).


Las obras, en efecto, no tienen un sentido estable, universal, fijo. Están investidas de significaciones plurales y móviles, construidas en el reencuentro entre una proposición y una recepción, entre las formas y los motivos que les dan su estructura y las competencias y expectativas de los públicos que se adueñan de ellas. Cierto, los creadores, o la autoridades, o los "clérigos", aspiran siempre a fijar el sentido y articular la interpretación correcta que deberá constreñir la lectura (o la mirada). Pero siempre, también, la recepción inventa, desplaza, distorsiona. Producidas en una esfera especifica, el campo artístico e intelectual, que tiene sus reglas, sus convenciones, sus jerarquías, las obras se escapan y toman densidad peregrinando, a veces en periodos de larga duración, a través del mundo social. Descifradas a partir de los esquemas mentales y afectivos que constituyen la "cultura" propia (en el sentido antropológico) de las comunidades que las reciben, las obras se toman, en reciprocidad, una fuente preciosa para reflexionar sobre lo esencial: a saber la construcción del lazo social, la conciencia de la subjetividad, la relación con lo sagrado.


Inversamente, toda creación inscribe en sus formas y sus temas una relación con las estructuras fundamentales que, en un momento y en un lugar dados, organizan y singularizan la distribución del poder, la organización de la sociedad o la economía de la personalidad. Pensado (y pensándose) como un demiurgo, el artista o el pensador inventa sin embargo bajo coacción (obligación social). Coacción en relación a las reglas (del patronazgo, del mecenazgo, del mercado) que definen su condición. Coacción más fundamental aun en relación a las determinaciones ignoradas que habitan la obra y que hacen que ella sea concebible, comunicable, comprehensible. Lo que toda historia de la cultura debe pues pensar es, indisociablemente, la diferencia por la cual todas las sociedades tienen, en figuras variables, separado de lo cotidiano, un dominio particular de la actividad humana, y las dependencias que inscriben, de múltiples maneras, la invención estética e intelectual en sus condiciones de posibilidad.


Es por ello que, en compañía de los grandes clásicos de la literatura española, de la Celestina al Lazarillo, del Quijote al Buscón, nuestro propósito, con seguridad, no es proponer una interpretación nueva; apunta solamente a reconocer en estas grandes obras la puesta en representación, extraordinariamente aguda, de prácticas y representaciones que estructuran el mundo social donde ellas se inscriben. No se trata pues de atribuir a estos textos el estatuto de documentos, supuestos reflejos adecuados de las realidades de su tiempo, sino de comprender cómo su potencia y su inteligibilidad mismas dependen de la manera en que ellos manejan, transforman, desplazan en la ficción las costumbres, enfrentamientos e inquietudes de la sociedad donde surgieron. En una obra que, por lo esencial, está consagrada a los procedimientos que regulan la producción de la significación, no podía dejar de estar presente la literatura que, en primer lugar, separo a pensar las relaciones existentes entre la eficacia del texto, la circulación del libro y las modalidades de la lectura.



















Tomado de:
CHARTIER, Roger (1992): El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural. Barcelona, Gedisa, pp. 4-8.